PRISCILLA SCOTT -ELLIS
TODO POR AMOR
La guerra civil española ha dado origen a una bibliografía gigantesca compuesta por más de 15 000 libros. En 1995 una incorporación extraordinariamente original al legado literario del conflicto pasó prácticamente inadvertida. Su importancia se vio eclipsada por el hecho de que apareciera en el catálogo de una pequeña editorial inglesa de Norfolk. The Chances of Death consistía en una selección de textos editados sacados de un diario voluminoso escrito entre el otoño de 1937 y el final de la guerra por Priscilla Scott-Ellis[1]. La autora, que había muerto doce años atrás, fue una de las dos únicas voluntarias británicas que sirvieron en las fuerzas nacionales durante la guerra. El relato de sus experiencias, escrito con emoción y con una honestidad dolorosa, es una mina de información y revelaciones de la vida tras las líneas de la zona franquista. Las descripciones nauseabundas de los servicios médicos del frente se alternan con los relatos del lujo del que la aristocracia española todavía disfrutaba en la retaguardia. Aunque de lectura absorbente, y merecedor de un público más amplio, este singular libro tenía todos los visos de limitarse a ser una referencia para los estudiosos.
No obstante, un elogioso artículo del historiador británico Hugh Thomas publicado en el diario El País provocó una polémica asombrosa, que a su vez garantizó que el libro se tradujera y publicara en España. Ya en el centro del escándalo resultante, el libro, cuyos derechos fueron adquiridos por uno de los editores más prestigiosos del país, consiguió un éxito popular considerable. La crítica entusiasta de Hugh Thomas, titulada «Sangre y agallas», era el fiel reflejo de los méritos de la obra. Elogiaba su descripción gráfica de la vida en un equipo médico de urgencias y su relato igualmente fascinante de la alta sociedad en la retaguardia. También comentaba con acierto que el diario presentaba la imagen de una muchacha valiente y sacrificada, aunque alegre, impulsada incansablemente por la curiosidad y el entusiasmo[2]. Nueve días más tarde, se publicó una réplica polémica en las páginas de la competencia de El País en Barcelona, La Vanguardia. Titulada «Un enigma», su autor era José Luis de Vilallonga y Cabeza de Vaca, el marqués de Castellvell, mujeriego y periodista, conocido por sus apariciones en varias películas españolas y francesas, por diversas novelas de éxito publicadas en Francia y por una biografía semioficial del rey de España, Juan Carlos, de quien decía ser amigo[3].
Vilallonga atacaba al editor del diario de Priscilla Scott-Ellis, Raymond Carr, aduciendo que era falso, «escrito por Dios sabe quién y con qué siniestras intenciones». Por lo tanto, despachó los comentarios de Hugh Thomas como fruto de la ignorancia. Vilallonga justificó estas afirmaciones con el hecho de que hubiera estado casado con Priscilla Scott-Ellis durante diecisiete años, de 1945 a 1961. Le parecía increíble que nunca le hubiera mencionado la existencia de tal diario. Ahora exigía saber la identidad del «verdadero autor de este diario» y del beneficiario de las ganancias del libro. De paso, presentaba un relato cruel y despectivo de Priscilla Scott-Ellis y su familia. Afirmaba que la autora era incapaz de escribir un diario, aduciendo que su prosa era primaria. Describía a su padre, lord Howard de Walden, como un alcohólico embrutecido por el whisky. Alegaba que Priscilla Scott-Ellis era de hecho ilegítima y realmente fruto de una aventura adúltera de su madre con el príncipe Alfonso de Orleans-Borbón, un primo de Alfonso XIII y amigo íntimo de sus padres. Más adelante insinuaba que el gran amor de su vida, Ataúlfo de Orleáns Borbón, que de alguna forma fue sin querer el responsable de su decisión de ir a España, era homosexual. Su propio matrimonio con ella se presentaba así como una salida a una situación embarazosa para el príncipe Alfonso. Afirmaba que sus propios padres nunca aprobaron el matrimonio «con una extranjera por las venas de la cual corría sangre judía».
Unas semanas después, las calumnias de Vilallonga produjeron una digna respuesta de sir Raymond Carr[4]. Señalaba que las preguntas sobre la autoría y los derechos de autor constituían una acusación de que, a sabiendas y por dinero, él se había dedicado a preparar una edición de un trabajo apócrifo. Carr relataba la procedencia del diario y explicaba las circunstancias por las cuales no se había publicado en medio siglo. De hecho, estuvo a punto de publicarse en el otoño de 1939, pero el proyecto se abortó por el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Además, Carr publicaba en facsímil una parte del diario. De ahí pasaba a subrayar algunas de las descaradas imprecisiones del relato de Vilallonga sobre las experiencias de Pip durante la guerra civil española. Finalmente, con un espíritu más de tristeza que de enfado, mostraba su sorpresa de que «un caballero español asegure en un periódico que su esposa, difunta e incapaz de defenderse, era bastarda y que su padre era un borracho». Le parecía trágico el artículo de Vilallonga que de tal forma «difama la memoria de una valiente e indomable mujer».
¿Quién era entonces esta singular mujer? Esyllt Priscilla Scott-Ellis era la hija de unos padres extraordinariamente creativos y excéntricos, Margherita (Margot) van Raalte y Thomas Evelyn Scott-Ellis, el octavo lord Howard de Walden y cuarto lord Seaford. Margot nació en 1890, hija de un banquero extremadamente rico de origen holandés, Charles van Raalte, y de Florence Clow, una inglesa con cierto talento como pintora aficionada. Florence van Raalte era tan esnob que se la conocía en la familia como Señora van Realeza. De sus padres, Margot había heredado dinero y talento musical y artístico. Era buena pintora y música de talento. De hecho, su voz era lo bastante buena como para recibir formación operística con Olga Lynn, y a menudo daba conciertos e incluso la dirigió sir Thomas Beecham en La demoiselle Élue de Debussy. Estos intereses supusieron una influencia educativa en la infancia de Pip. La familia de Margot vivía en la abadía de Aldenham, cerca de Watford en Hertforshire, donde a menudo les visitaban miembros de la realeza española. La infanta Eulalia, tía de Alfonso XIII y mujer de reputación escandalosa, era amiga de los padres de Margot. Los dos hijos de la princesa Eulalia, el príncipe Alfonso y el príncipe Luis de Orleáns Borbón, se educaban en internados ingleses y solían pasar las vacaciones de verano con la familia. A finales de la década de 1890, la familia Van Raalte compró la paradisíaca isla Brownsea en la bahía de Poole. Con su castillo medieval, los dos lagos de agua dulce, las acequias y los riachuelos, era un lugar maravilloso para los niños. Margot pasó muchos veranos estupendos con otros niños, entre los que se encontraban el príncipe Ali y el príncipe Luis. Fue en la isla de Brownsea donde el teniente general Baden-Powell, un amigo del padre de Margot, lanzó su movimiento de los Boy Scouts en 1907[5].
Tommy Ellis nació en 1880. Soldado y gran deportista, se educó en Eton y Sandhurst. Sirvió en el X de Húsares en 1899 y luchó en la guerra de los Bóers. El hombre que presentaba Vilallonga como un borrachín empedernido era un buen jugador de críquet y boxeador, y fue campeón de Inglaterra de esgrima para aficionados. En 1901, con veintiún años, se convirtió en un hombre inmensamente rico cuando heredó el título de su padre y la fortuna de su abuela, lady Lucy Cavendish-Bentinck. Entonces compró una lancha motora de carreras y compitió en carreras extremadamente peligrosas, cruzando el canal de la Mancha. Luego compró un yate y formó parte del equipo olímpico británico en 1906. También adquirió una cuadra de caballos de carreras. En su infancia había pasado veranos felices en la isla de Brownsea, que entonces pertenecía a la familia Cavendish-Bentick. Después de estancias terriblemente infelices en diversos internados, Brownsea había sido un paraíso para él. Entonces intentó comprarla sin éxito. Profundamente decepcionado, se consoló cuando Charles y Florence van Raalte resultaron ser amigos de su madre, Blanche. Le invitaban a Brownsea para navegar en verano y cazar en invierno[6].
Poco después de casarse con Margot van Raalte, Tommy, deseoso de mantener un vínculo con el ejército, se unió a los Westminster Dragoons. Sus primeros hijos, una hermana y un hermano gemelos, Bronwen y John Osmael, nacieron el 27 de noviembre de 1912. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Tommy partió hacia Egipto como subjefe de su regimiento. En ese momento Margot estaba embarazada de su tercer hijo, Elizabeth, que nació el 5 de diciembre de 1914. Sin embargo, en cuanto pudo decidió reunirse con Tommy en Egipto. Como era frecuente entre las clases altas de la época, Margot creyó que era normal dejar a sus tres hijos con una niñera en el castillo de Chirk, la residencia de campo de la familia cerca de Llangollen, en el norte de Gales. Allí vivían de forma tan descuidada que contrajeron raquitismo[7]. Al principio Margot se aburría bastante, pero después de que Tommy se alistara como voluntario para ir con las fuerzas de invasión británicas a Gallípoli, y empezaran a llegar los heridos de Turquía, montó un hospital con una amiga, Mary Herbert, la mujer de Audrey Herbert, un contemporáneo de Tommy en Eton. Una de las hijas de Herbert, Gabriel, también trabajaría con los servicios médicos franquistas; la otra, Laura, fue la segunda mujer del novelista Evelyn Waugh. A finales de 1915, a Tommy le destinaron de nuevo a Egipto y Margot pudo vivir con él hasta que en mayo de 1916 regresaron a Inglaterra. Por aquel entonces volvía a estar embarazada. En noviembre de 1916 Tommy fue transferido a los Fusileros Reales de Gales para servir en Francia. Dos días después de que partiera, nació Priscilla en Londres, el 15 de noviembre de 1916. La sucesión de los acontecimientos hace que la acusación de Vilallonga de que su padre era el príncipe Alfonso de Orleans-Borbón no tenga mucho sentido[8]. Margot y Tommy tendrían dos hijas más, Gaenor, nacida el 2 de junio de 1919, y Rosemary, el 28 de octubre de 1922.
Más tarde, cuando el drama y la emoción se habían convertido en una adicción para ella, Pip atribuiría su sed de aventura al hecho de haber nacido durante un bombardeo aéreo. No obstante, sería más razonable suponer que se trataba de un gusto heredado de sus padres. Según su hermano, ya cuando empezaba a dar sus primeros pasos, su familia la llamaba Parlanchina. Sentada cómodamente en su silla alta, murmuraba sin importarle si alguien la oía o la entendía. De niña, utilizaba su nombre galés Esyllt (equivalente a Iseo o Isolda). No obstante, enseguida se enojaba si la gente la llamaba Ethel, así que lo cambió por Priscilla, que acabó reduciéndose a Pip. Su madre recordaba lo mucho que siempre ayudaba con sus hermanas pequeñas: Rosemary era una pilla, «Pip era la única que podía con ella con facilidad y cariño». Pip era una niña afectuosa, siempre dispuesta a agradar y gustar —y por tanto, rechazaba la frialdad de sus padres—. Gaenor recordaba que Pip era «una niña preciosa con rizos dorados y ojos azules, y que se tomó muy a mal la desaparición de los rizos y su entrada en la comparativamente monótona vida escolar». Se crio en el esplendor de la casa de Seaford en Belgrave Square hasta los nueve años, asistiendo de día a un colegio de Londres, Queens College, en la calle Harley. De niña, en Londres sufrió un doloroso accidente mientras montaba a caballo en Rotten Row, en Hyde Park. Se cayó del caballo, el pie se le quedó enganchado en un estribo y se vio arrastrada varios metros. Durante un tiempo le dio miedo montar a caballo pero, según su hermana, «se convertiría en una amazona extremadamente valiente y mostraría valor en todo tipo de situaciones difíciles y peligrosas[9]».
No obstante, tenía una existencia privilegiada. Margot se preocupó de que sus hijos fueran independientes y espabilados, lo cual era difícil dadas las legiones de sirvientes cuyo trabajo consistía en facilitar la vida a la familia. En un gran salto imaginativo, teniendo en cuenta su posición social, Margot suponía que «quizá algunas, si no todas, de sus hijas tendrían que “arreglárselas” y hacerle frente a la vida más adelante». Para crear un contraste con el mundo de las criadas que recogían libros y juguetes y el de los mozos de cuadra que ensillaban y almohazaban a los caballos y a los ponis, se construyó una casita en Chirk llamada La Cabaña del Lago. Allí, las niñas se las apañaban solas cocinando, lavando los platos y cuidándose a sí mismas. Pip lo hacía muy bien. Cuando los padres se llevaban a los niños de excursión en su fueraborda de 18 metros de eslora, Etheldreda, Pip y Gaenor se encargaban de cocinar. Según los recuerdos de su madre: «Cuando las cosas se ponían difíciles, era Pip quien se las arreglaba para que hubiera comida para todos. Era valiente y muy eficaz». Las vacaciones en Brownsea se animaban con los días de acampada en la cercana isla Furzy. Desde luego, Chirk, Brownsea y Furzy eran ideales para que los niños se divirtieran alegremente. Gozaban de una independencia considerable para caminar por los campos, los bosques y los arroyos. Cuando se les requería para las comidas, si Margot estaba presente, desataba el poder de su voz de soprano con la llamada de Brünnhilde de Las valquirias y regresaban a casa corriendo[10].
En general, había elementos idílicos, pero queda el interrogante sobre el impacto de las largas separaciones de Margot y Tommy. Las pequeñas Scott-Ellis veían relativamente poco a sus padres, en especial a su padre. Además, cuando este volvía, no les prodigaba mucho cariño. Tommy y Margot eran, según su hijo, incapaces de mostrar afecto. Los dos parecían absolutamente distantes, mostrando una cortesía impersonal pero poca comprensión. La prima de Pip, Charmian van Raalte, que se crio con ella al haber sido abandonada por su madre, recordaba que «ni Tommy ni Margot jamás mostraban una pizca de afecto a ninguno de sus hijos». De hecho, cuando Thomas Howard de Walden regresó de Francia, donde había luchado en la matanza de Passchendaele, se mostraba adusto y taciturno, en estado de choque por el bombardeo y por la carnicería. Según su propia descripción, una parte de él había muerto en la guerra y la parte que había sobrevivido «no era más que una cáscara que vivía una vida que encuentra infinitamente agotadora[11]». No obstante, en las ocasiones excepcionales en que sus padres se percataban de la existencia de sus hijos, parecían pasarlo momentáneamente bien juntos. Lord Howard de Walden tenía un interés excepcional por el teatro, además de ser un músico de cierto talento. En Chirk, a menudo deleitaría a sus invitados tocando en su salón de música. Escribió el libreto para tres óperas de Joseph Holbooke. Estuvo a cargo del teatro Haymarket varios años. Solía organizar acontecimientos teatrales que contaban con sus hijos y los amigos de estos, escribiendo seis obras para ellos. Con trajes y escenarios realizados profesionalmente, estas iniciativas eran emocionantes. En una de ellas, interpretó un papel Brian Johnston, que más tarde se haría famoso como locutor de radio. Además, los cestos de trajes de antiguas producciones del Haymarket, con armaduras y cascos, terminaban en la casa de la familia, engrosaban el cesto de los disfraces y transformaban muchos juegos infantiles.
Aunque siempre pareció estar más unido a Pip, en general, Tommy no tenía mucho tiempo para las niñas. Una vez escribió sobre sus nietas: «Las niñas están bien, pero son niñas y no hay nada más que decir sobre esto». Apenas hablaba con sus hijas y Pip era la única que no lo consideraba un total extraño. Su conversación era demasiado erudita y desdeñosa y sus intereses eran demasiados variados. Cuando estaban en Inglaterra, Tommy y Margot contaban con un espectacular grupo de amigos y conocidos entre los que se encontraban G. K. Chesterton, Hilaire Belloc, George Bernard Shaw, Diaghilev, Augustus John, Jacob Epstein, Thomas Beecham, Rudyard Kipling, Cole Porter, Ivor Novello, Alicia Markova, Arturo Toscanini, Richard Tauber, James Barrie, P. G. Wodehouse, Artur Rubinstein y Somerset Maugham. Era presidente de la Orquesta Sinfónica de Londres. En Gales era un mecenas de las letras y las artes especialmente generoso y fue nombrado bardo en el Eisteddfod. Compartía con su mujer la pasión por la ópera y tenían su propio palco en el Covent Garden[12].
Tommy era un experto importante en armas y heráldica medievales, tema sobre el que escribió algunos trabajos de referencia importantes. Incluso se construyó su propia armadura para estimar la dificultad del manejo de la espada. En una ocasión, el pintor Augustus John, mientras estaba en el castillo de Chirk, se sorprendió al encontrar a su anfitrión leyendo The Times vestido con su armadura. La razón de esta excentricidad era que lord Howard de Walden quería descubrir qué sentía un hombre con armadura al levantarse de una posición postrada. Para no pasar horas inmovilizado en el suelo, estaba esperando a un compañero antes de empezar el experimento. Tommy sentía un interés especial por la cetrería y regularmente salía con los halcones. Tenía intereses agrícolas en África oriental, entre los que se encontraban una plantación de café en Kenia, y a menudo se ausentaba largos períodos para ir de safari. En 1926, sin embargo, se llevó a Pip con él varios meses. La valentía de la pequeña durante los encuentros con animales salvajes en Kenia reforzó su orgullo por ella. Más tarde, Pip describiría a Gaenor el terror que sentía de camino en la oscuridad al lavabo. En otra ocasión la llevó en un largo viaje en barco al norte de Escocia. Por el contrario, Margot no se llevaba tan bien con Pip porque, como recordaba su hermana, eran tan parecidas en su energía, espíritu práctico e impetuosidad que se irritaban la una a la otra[13].
Mientras Margot y Tommy disfrutaban de la temporada de Londres o estaban de viaje por el extranjero, Pip, Bronwen, Elizabeth y Gaenor pasaban gran parte de su infancia en la grandiosidad del castillo de Chirk. Chirk había sido un antiguo castillo fronterizo con Offa’s Dyke. Allí, las educaron una serie de institutrices, normalmente dos a la vez. La vida en aquel lugar alimentó el gusto por la aventura de Pip. Un castillo antiguo lleno de armaduras, espadas y escudos inspiraba juegos de ensueño que contaban con caballeros y dragones, hadas y damiselas en apuros. El hecho de tener ponis y vastas extensiones en las laderas galesas por las que deambular avivó la imaginación de las niñas, mientras que a las institutrices fácilmente se las encasillaba como ogros y gigantes. Cada una de estas mujeres tenía que sustituir a la madre de las niñas, que se ausentaba con frecuencia y cuyos compromisos sociales exigían un tiempo extraordinario. Los cambios frecuentes añadían un elemento de inseguridad en los primeros años de Pip, aunque al menos había evitado las peores heridas en la infancia de las separaciones repetidas en los internados. Sólo a principios de 1932, cuando tenía quince años y Gaenor doce, para su alegría, la mandaron a Beneden[14]. Pip era una niña sensible y la consecuencia de esta educación fue que, a pesar de la protección que le ofrecía el dinero y la buena posición social, además de su valentía incuestionable, siempre se mostraba bastante insegura y deseosa de agradar a los demás. Era fácil humillarla con la crueldad de la palabra, o simplemente con la desconsideración de otros. No obstante, como muestran sus voluminosos diarios, era una optimista infatigable. Su hermano la recordaba siempre «con una disposición a la alegría y la diversión[15]».
El ambiente distinguido en que se crio Pip se caracterizaba por cierto afán paternalista hacia los menos favorecidos. Tanto Tommy como Margot eran mecenas activos de hospitales, aunque él, fuera del ámbito de las letras, era un tanto esnob. Una vez reprendió a Margot después de una visita del primer ministro, el conservador Stanley Baldwin, y su mujer. Tommy le comentó a Margot: «Realmente no deberías invitar a esa clase de personas». Se trataba de una muestra de su esnobismo más que de su orientación política, que inevitablemente era de derechas. A principios de mayo de 1926, durante los nueve días de la huelga general, el salón de baile de la casa de Seaford acogió a unos 200 estudiantes de Oxford y Cambridge que se habían ofrecido como voluntarios para unirse a un cuerpo especial de la policía. Efectivamente fueron llamados a romper la huelga. Del 4 al 12 de mayo estuvieron de guardia las veinticuatro horas del día. Una llamada telefónica informando de una manifestación o de enfrentamientos con piquetes y los motores de los camiones se ponían en marcha. Los entusiastas vástagos de familias de clase media, armados con porras y bien alimentados por los proveedores de Margot, se ponían en camino para hacer deporte[16]. Actitudes similares subyacieron en la participación posterior de Pip en la guerra civil española.
En 1932, durante unas vacaciones de Beneden, Pip había aprendido a pilotar un Gypsy Moth que compró su madre. Dado que ya evidenciaba el ansia de conocer mundo que caracterizaría su vida más adelante, Margot no la dejó que se sacara el título de piloto[17]. Se quedó en Beneden un año y medio antes de acudir a un colegio para señoritas de París en el otoño de 1933. Cuando en la primavera de 1934 Pip abandonó París, su francés, que ya era bueno, había mejorado mucho. Después pasó algún tiempo en 1933 con una aristocrática (y antinazi) familia austriaca, los Harrachs, en Múnich. En 1931, antes de ir a Oxford, John había ido a Múnich para aprender alemán. El primer día, mientras conducía su coche, atropelló a un hombre que resultó ser Adolf Hitler. Desafortunadamente el futuro Führer resultó ileso. Poco después, John conoció y se enamoró de Irene Nucci Harrach, y en 1934 se casaron. Elizabeth, Pip, Gaenor y Rosemary fueron damas de honor en la boda[18]. El primer interés de Pip por los chicos se centró en un joven y apuesto piloto llamado William Rhodes Moorhouse. Salieron juntos unas pocas veces, pero el enamoramiento adolescente de Pip no se vio correspondido. En cualquier caso, Pip estaba a punto de verse envuelta en una relación con la familia Orleáns Borbón, que borraría los pensamientos sobre William y la afectaría dramáticamente para el resto de su vida.
Los abuelos maternos de Pip se habían hecho amigos íntimos del infante Antonio de Orleáns y de la infanta doña Eulalia de Borbón, la hermana menor de Alfonso XII e hija de Isabel II. Su hijo, Alfonso María de Orleáns y Borbón, el duque de Galliera (conocido como el príncipe Ali), era, pues, primo hermano de Alfonso XIII y tenía el título de infante. Nacido en 1886, Alfonso de Orleáns se había educado en internados ingleses y franceses. Su hermano Luis y él habían entablado amistad con Margot van Raalte durante los veranos que pasaban en Brownsea. Alfonso estudió en la Academia de Infantería de Toledo entre 1906 y 1909, adelantándose dos años a Francisco Franco como cadete. Después ingresó en la Escuela de Aviación de Mourmelon, cerca de Reims, en Francia. Como consecuencia, llegó a ser el segundo español y el primer oficial del ejército que consiguió el título de piloto, aunque las primeras unidades militares de aviación no se crearon en España hasta 1911. El 15 de julio de 1909, se casó en Rosenay, Sajonia, con una hermosa princesa alemana, Beatrice Sajonia-Coburgo-Ghota. Nacida en Inglaterra el 20 de abril de 1884, la princesa Beatrice era hija del segundo hijo de la reina Victoria, el duque de Edimburgo, y de la princesa María Alejandra, la hija del zar Alejandro II. Así pues, era prima del zar Nicolás II. Una de sus hermanas era la reina Marie de Rumanía y la otra la gran duquesa Kyril de Rusia. Como nieta de la reina Victoria, era prima de la consorte de Alfonso XIII, la reina Victoria Eugenia.
El príncipe Alfonso se casó sin pedir permiso al rey de España, su primo Alfonso XIII. Por ello el rey le privó del título de príncipe, como infante de España, y no pudo servir con el ejército español en Marruecos. Con el tiempo, en 1911, le fue concedido el permiso para hacerlo y, en reconocimiento a su valor, se restauró su título. Participó en la primera operación aérea bajo las órdenes de su íntimo amigo, Alfredo Kindelán[19]. Desde 1909 hasta 1914, y de nuevo a partir de 1917, él y la princesa Bea (como era conocida) veraneaban en la isla de Brownsea con la familia Van Raalte. Ambos eran wagnerianos fervientes, una devoción que compartían con Margot, que se preparaba para ser cantante de ópera. La princesa Bea planeaba encontrarle un puesto en la Compañía de Ópera de Coburgo, un proyecto que abandonó cuando Margot se casó con Tommy Scott-Ellis. El príncipe Ali era un fanático del ejercicio y un militar que estaba decidido a demostrar que tener sangre real imponía el deber férreo de ser útil a su país. Después de 1913, los hijos de las familias Orleáns y Scott-Ellis pasaban veranos juntos en Brownsea[20].
En 1916 Alfonso de Orleáns fue destinado como agregado militar a la embajada española de Berna. Fue el principio de un largo exilio provocado por el hecho de que la madre de Alfonso XIII, María Cristina, creía que la princesa Beatrice había ayudado a encubrir los deslices sexuales de su hijo. Hermosa y coqueta, la princesa Beatrice había sido una posible esposa para el rey, antes de que este se casara con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg en 1906. Visitante asidua en la corte, dada la cercanía entre su marido y el rey, Beatrice era la confidente del monarca en asuntos del corazón. La reina madre no era la única que pensaba que Beatrice le animaba en sus aventuras con las mujeres. El exilio en Suiza era, pues, el castigo de la princesa Beatrice por ser sospechosa de ofender con ello a su propia prima, la reina Victoria Eugenia[21].
Durante su exilio, y por los contactos reales de Beatrice, la familia del príncipe Alfonso y sus tres hijos, Álvaro (Coburgo, 1910), Alfonso (Madrid, 28 de mayo 1912) —siempre conocido como Alonso, para diferenciarle de los otros numerosos Alfonsos de la familia real— y Ataúlfo (Madrid, 1913), iban con frecuencia a Inglaterra. Solían hospedarse con la familia Van Raalte en la isla de Brownsea. Los pequeños Scott-Ellis pasaron muchas vacaciones de verano con ellos. Cuando en 1924 regresaron a España, los infantes de Orleáns decidieron vivir lo más lejos posible de la corte y se establecieron en su palacio de Sanlúcar de Barrameda, Cádiz. El palacio de Montpensier constaba de tres edificios distintos que se habían fusionado a mediados del siglo XIX en un palacio seudomoro. A poco menos de un kilómetro, la familia tenía un enorme jardín inglés llamado El Botánico en el que había dos casas[22]. Alfredo Kindelán, entonces jefe de la aviación española, era visitante asiduo. El príncipe Alfonso participó en los aterrizajes españoles en Alhucemas, Marruecos, en 1925. A partir de entonces, se convirtió en director de la escuela de bombardeos aéreos de Sevilla.
Después de la huida de Alfonso XIII, el 14 de abril de 1931, Alfonso de Orleans-Borbón sintió que su deber era dimitir de su puesto y acompañar al rey en su doloroso viaje de Madrid, vía Cartagena, al exilio en Francia. Los primeros días, la princesa Bea y Ataúlfo se quedaron en Madrid para cuidar a la tía del rey, Isabel[23]. Con las propiedades del príncipe Ali confiscadas por el gobierno republicano, su familia se estableció en Suiza. El príncipe Ali se resignó a vivir de su inteligencia —y de su considerable talento como ingeniero aeronáutico y lingüista (hablaba con fluidez inglés, francés, alemán e italiano, además de español)—. Para Alfonso de Orleáns era una cuestión de principios demostrar que no toda la realeza era decadente e inútil. Enérgico e ingenioso, recordando que un día había conocido a Henry Ford, le escribió y le pidió un trabajo. Mientras esperaba una contestación, trabajó barriendo bares. El magnate estadounidense le contestó con rapidez y le dio las instrucciones para solicitar trabajo en la fábrica Ford de Asnière, a las afueras de París. Primero trabajó limpiando y luego de vendedor. Poco después lo enviaron a la sede central de Ford en Dagenham, Inglaterra, donde trabajó en diversos departamentos, bajo el seudónimo del señor Dorleans. Trabajó en control de existencias, contabilidad y relaciones públicas. Con frecuencia acompañaba al director general británico, sir Percival Perry, en viajes a Europa. En cuatro años, su dinamismo e iniciativa aseguraron su nombramiento como director de las operaciones europeas de la compañía. La infanta se había mudado de Zúrich a Londres y se relacionaba mucho con la familia Howard de Walden. Durante este tiempo, los Howard de Walden encargaron a Augustus John —que se había instalado como artista en Chirk— que pintara un retrato de la princesa Bea. Creyó que la princesa era «afable» y que «don Alfonso tenía todo el aspecto del típico caballero inglés[24]».
Pip había heredado de su madre la pasión por la ópera, si bien sus estudios de violín no habían dado muchos frutos. Allí adónde fuera siempre la acompañaba un gramófono y una caja de discos. Que Pip era una muchacha culta e ingeniosa está de sobras demostrado en su diario, cuya parte biográfica está datada desde agosto de 1934. Describe su estancia en Salzburgo con su madre y sus hermanas Gaenor y Elizabeth, a quien en aquella época cortejaba el gran violonchelista Grigor Piatigorski. Allí Pip se deleitó con una representación de Don Giovanni dirigida por Bruno Walter, en la que Ezio Pinza interpretaba el Don en italiano. También quedó embelesada por la interpretación de Piatigorski cuando le daba serenatas a Elizabeth. La familia se dirigió a Múnich para asistir a la boda del hermano de Pip, John, con Nucci Harrach, en la que Gaenor y Pip serían damas de honor[25]. En 1934 la princesa Bea y su hijo, el príncipe Ataúlfo, se quedaron en la casa de Seaford cuando fueron a la boda del duque de Kent con la princesa Marina. También fue la puesta de largo de Pip en 1934. Fue probablemente en esta época cuando Pip empezó a fijarse en Ataúlfo —o Touffles como se le conocía en la familia, viéndole no como el niño con el que había jugado en Brownsea, sino como un joven encantador—. Tanto Gaenor como la prima de Pip, Charmian van Raalte, recordaban a Ataúlfo como «nada guapo». Tenía la cara redonda y mofletuda, pero gustaba a las mujeres por sus modales dulces y su conversación divertida. Tocaba el piano y bailaba con una delicadeza extraordinaria. Aunque para algunos esto indicaba afeminamiento, Pip no se percató de ello[26].
Cuando estalló la guerra civil española, Alfonso de Orleans-Borbón y sus tres hijos intentaron unirse a la aviación nacional. El día de la rebelión militar, el 18 de julio de 1936, el príncipe Ali estaba en Bucarest de viaje de negocios para Ford. Se dirigió rápidamente a Burgos, donde llegó el 2 de agosto de 1936. Ofreció sus servicios y los de sus tres hijos como pilotos y se decepcionó amargamente cuando le dijeron que el general Mola quería evitar que el alzamiento tuviera un carácter monárquico. Se le ordenó que abandonara España. Entonces escribió a su amigo el general Alfredo Kindelán, al que habían nombrado jefe de la aviación rebelde, y al mismo Franco, señalando que sus dos hijos mayores, Álvaro y Alonso de Orleáns y Coburgo, habían obtenido el título de piloto en Inglaterra en el Cuerpo de Instrucción de Oficiales. Así pues, a principios de noviembre, pudieron unirse a las fuerzas nacionales. Sin embargo, Franco consideró que el príncipe Ali era más útil a la causa nacional en Londres, desde donde pudo facilitar la entrega de camiones Ford. Además, la princesa Bea se encargaba de hacer propaganda a favor de Franco entre la clase dirigente del Reino Unido. También recaudaba sumas de dinero importantes para comida y provisiones hospitalarias para los nacionales. Alfonso de Orleáns y Coburgo murió el 18 de noviembre de 1936. Estando de observador, su biplano Romeo Ro37bis se estrelló mientras volaba de Sevilla a Talavera de la Reina. El avión chocó contra una montaña en Ventas de Culebrín, cerca de Monasterio, al sur de la provincia de Badajoz. Como consecuencia, su hermano menor Ataúlfo se alistó como voluntario inmediatamente[27]. Pip se quedó sobrecogida cuando, en un baile en Nueva York en enero de 1937, le dijeron que Alonso había muerto[28].
En noviembre de 1936 Pip se había embarcado con su padre a Nueva York para quedarse con unos amigos, la señora Wagner y su hija Peggy. El viaje ensancharía los horizontes de Pip de forma considerable. «Me pregunto qué me deparará este año. Tengo un buen presentimiento. Espero que se cumpla. ¡Ojalá me escriba Touffles!»[29] Pensaba continuamente en él. «La noche pasada —escribió el 3 de enero de 1937— soñé que Touffles estaba gravemente enfermo, cubierto de vendajes y pálido como la muerte. ¡Ay! Ojalá no estuviera en España en la guerra. ¡Dios, qué viles son las guerras! Cada vez que pienso en Alonso me deprimo y pienso en la cruel inutilidad de todo. Qué confusa es la naturaleza humana». El divino Tyrone Power le recordaba en una película a Touffles. «Dudo que, incluso si Touffles regresa de España bien, quiera casarse con una tonta sin atractivo como yo, así que más vale que deje de desearlo». Las cartas de él sólo la deprimían y preocupaban[30]. El 22 de enero escribió: «He puesto una nueva foto de Touffles en mi mesita de noche y simplemente la adoro. Soy una tonta al seguir engañándome con que un día quizá me quiera porque sé que no me querrá, pero no puedo evitar estar loca por él así que más vale que lo disfrute mientras pueda». Nueva York era un recorrido frecuente de cine, teatro y clubes nocturnos, interrumpido para que le leyeran la buenaventura en los salones de té gitanos. Como siempre, mantenía el interés por la música, asistiendo a un concierto del violinista Josef Szigeti. Entre las diversas actuaciones históricas en el Metropolitan de Nueva York, asistió a una representación de Rigoletto con Lawrence Tibbett en el papel principal, Las valquirias, con Kirsten Flagstad y Lauritz Melchior, y Sansón y Dalila de Saint-Säens, con Gertrud Wettergen, así como a una Caballería rusticana y El gallo de oro[31]. Sin embargo, sentía un gran desasosiego: «La vida aquí es tan vana e inútil que suspiro por trabajar y por tener algo que me mantenga ocupada. No hacemos nada». Consiguió convencer a los Wagner de que tenía que marcharse por si acaso Touffles regresaba de España[32]. Mientras esperaba su pasaje de vuelta a casa, se preocupaba por su peso, bailaba y coqueteaba con un atractivo joven cubano llamado Álvaro García.
Su pasión por Touffles se enardeció con el coqueteo con García, a quien conoció en la casa de los Wagner en Nueva York. El 26 de enero de 1937, una Pip de veinte años escribió en su diario: «Estoy tan sorprendida conmigo misma por mi comportamiento esta noche y tan apabullada por todo que ni siquiera sé si me lo pasé bien. Salí con Álvaro a un club cubano donde bailamos mambo hasta las cuatro de la madrugada. Baila divinamente y me lo pasé en grande. Estuvo cortejándome descaradamente todo el tiempo, y nos besamos en el taxi de vuelta a casa. Luego me acompañó al piso y me acarició de forma tan apasionada que me atemorizó. Incluso me bajó el vestido y me besó el pecho lo cual me aterrorizó, pero no pude pararle. Me hizo de todo y yo le dejé. Desde luego estoy adquiriendo experiencia, pero no sé si me gusta». Al día siguiente, reflexionando sobre el incidente, escribió: «El problema de mi coqueteo es que no ha hecho más que despertarme y hacerme desear que Touffles me haga el amor aún más de lo que lo deseaba antes. ¡Oh, maldición!»[33]
Día tras día, escribía sobre el ausente Touffles. El 2 de febrero, anotó con perspicacia: «Creo que el problema de todos nosotros es nuestra edad y represión sexual. Me gustaría tener una aventura loca con alguien pero, por supuesto, nunca la tendré». No obstante, en la noche siguiente estuvo muy cerca. Después de un cóctel y de bailar hasta altas horas, «Álvaro me llevó a casa y entró en el piso, donde nos acariciamos en el sofá de una forma demasiado divina para expresarlo con palabras. Fue maravilloso y una vez más me comporté de forma escandalosa y le dejé hacer cosas aún peores que antes». Se negó a tener relaciones sexuales con él, pero sin duda le gustó que él creyera que tenía mucha más experiencia de la que realmente tenía[34].
En el viaje de vuelta en el barco a vapor a París, escribió con su agudeza habitual: «Odio estar sola, me siento atemorizada y deprimida». Su inseguridad esencial se reveló en otros apuntes del diario: «Todo el mundo a bordo es dulce conmigo y parece que les gusto mucho a todos. Es tan maravilloso saber que le gustas a la gente. ¡Ojalá haya cambiado lo suficiente como para que también le guste a Touffles!». La sucesión de cócteles y bailes terminó la última noche a bordo con un encuentro dramático con un diplomático francés. «Sólo Dios sabe por qué, pero esta noche se me fue la cabeza y dejé que me violaran un poco. No sé por qué le dejé al señor Brugere hacer algo así, debo de haber enloquecido». Después de que el hombre la acosara en cubierta, ella más tarde fue a su camarote. «Así que ahora ya no sé si soy virgen o no. Creo que no. Fue maravilloso, aunque aterrador». Salió de su camarote, «sintiéndose muy avergonzada y aun así emocionada e incluso feliz». El acontecimiento pareció desatar una pasión reprimida hasta el momento. Después de un tórrido encuentro en un taxi con un director de películas, Frenche, que conoció en el viaje a Nueva York, escribió: «Parece que me he obsesionado tanto por el sexo que simplemente no puedo frenarme. No sé si es el sexo reprimido saliendo a borbotones o mis pastillas para el tiroides o qué, pero el efecto es increíble para la antigua mojigata que era». Al regresar a Chirk, volvió a montar a caballo con ímpetu. Empezó a soñar con Touffles de nuevo. La vida en Londres era un recorrido social interminable y calidoscópico en el que de vez en cuando se topaba con «ese jodido y asqueroso Frenche». Tomó clases de canto y piano, practicaba esgrima casi todos los días, iba con frecuencia al teatro y al cine, visitaba la peluquería y los espectáculos de moda y consultaba a más adivinos. A pesar de sus progresos en el terreno sexual, todavía era lo bastante joven como para asustarse por conversaciones sobre fantasmas[35].
A principios de marzo, el príncipe Ali apareció por Londres. Es revelador que rechazara su invitación a una cena para estar con su padre. «Papá y yo nos llevamos tan bien. Hablamos durante horas cada tarde. Sabe tanto sobre cualquier tema. ¡Ojalá tuviera su cabeza!». Cuando fue a ver a la princesa Bea, la encontró desolada por la muerte de su hijo Alonso. Pip recibió noticias de su amado Touffles que, como correspondía al hijo de una princesa alemana, se había unido a la Legión Cóndor y estaba volando como observador en bombarderos alemanes. Como de costumbre, el recuerdo de Touffles la sumió en otro flirteo amoroso. En un baile ofrecido por una conocida anfitriona de la alta sociedad, pasó «casi toda la tarde bailando con el alocado Francis Cochrane, con quien me prometí por diversión. Es muy divertido y baila bastante bien. Así que, por cambiar, ahora tengo un prometido. Romperé con él pronto». En efecto, no volvió a saberse nada más de él.
Su vida social era más parecida a un torbellino que a un tiovivo. Cuando no estaba en el campo, en las carreras o en Brooklands, se aprovechaba al máximo de lo que ofrecía Londres. Solía levantarse tarde y, después del desayuno, practicaba esgrima o trabajaba en algo relacionado con la pequeña caballeriza de Chirk. Después almorzaba en el Ritz o el Savoy con sus amistades. Al almuerzo le seguían las compras, el probarse vestidos, la peluquería y después la merienda con algún amigo de la familia. Por la tarde, asistía a uno o más cócteles, a un baile en la casa de una anfitriona de la alta sociedad o al teatro, el ballet o la ópera, después la cena, quizá en Quaglino’s o en el Savoy Grill, y finalmente al Café de París o a un club nocturno. Asistió a bastantes ocasiones legendarias de la ópera, como la de Eva Turner y Giovanni Martinelli cantando el Turandot de Puccini en el Covent Garden. Bailando hasta altas horas de la madrugada conoció a muchos hombres atractivos, pero no prosperó ninguno de sus coqueteos con ellos[36]. Cuando al fin recibió una carta de Touffles en la que le pedía una fotografía suya, saltó y bailó por el pasillo, «cantando lo más alto que podía». Pensando ya en ir a España, empezó a tomar clases de español[37].
La imparable rutina de diversión empezaba a hastiarla cuando su vida cambió gracias a una conversación fortuita con su madre —«la manera en que me deja decidir por mí misma es tan agradable, sin consejos, sin órdenes, simplemente es de lo más dulce»—. El Domingo de Resurrección, 28 de marzo, escribió: «Esta noche después de cenar nos pusimos a hablar sobre España y mamá dijo que Gabriel Herbert estaba allí trabajando de enfermera y que pasaba medicinas de contrabando, etc. Yo dije: “¡Dios, ojalá estuviera yo allí!”. Entonces Moke [Monica Fitzclarence, una amiga de Margot] preguntó: “¿Y por qué no vas?”. Le expliqué que habría ido hace mucho tiempo si hubiera pensado en algún momento que mamá me dejaría». Para su asombro, su madre le dijo que le daría permiso si Pip organizaba bien sus planes y tenía la intención de hacer un trabajo importante en España —«pero he de informarme y organizarlo sola y ella no puede ayudarme. Así que ahora debo hablar con la señora Herbert y la princesa Bea y ver qué puedo hacer para ayudar. ¡Por fin ha llegado mi oportunidad, espero!»—. Margot no esperaba una manifestación tal de energía y estaba horrorizada. Consideraba a Pip una chica «frívola y bonita. Le encantaban las peluquerías, los hombres jóvenes y los pasteles de nata. Iba a varios cines en una tarde y yo deploraba que no se tomara la vida en serio». La guerra civil española era demasiado incluso para su madre. Sin embargo, a Pip le entusiasmaba la idea de ir a España y estaba decidida a superar todos los obstáculos. Anhelaba sentirse útil: «Es un fastidio parecer tan joven y tonta, va a ser difícil que piensen que realmente creo en esto y soy capaz de hacerlo». Le pidió a su madre que la dejara asistir a unas clases de primeros auxilios, así como seguir con las clases de español. También habló con la señora Herbert y su hija Laura, que pronto se casaría con Evelyn Waugh. Presumiblemente, partiendo de la comunicación con su hermana Gabriel, Laura le dijo a Pip que «era dificilísimo entrar ahora[38]».
Quizá la inspirara el ejemplo anterior de su madre, a cargo de un hospital en Egipto. Es una coincidencia extraordinaria que la madre de la única otra voluntaria británica que trabajó para Franco, Gabriel Herbert, también hubiera trabajado en aquel hospital egipcio. Gabriel Herbert era una joven competente y enérgica. En septiembre de 1936 había ido a Burgos y regresado a Londres con una lista de provisiones médicas que había pedido la junta. Después regresó a España con una ambulancia. Con otro vehículo enviado en noviembre, se convirtió en el Equipo Anglo-Español Móvil de Servicio al Frente. Gabriel Herbert actuó personalmente como intermediaria entre el equipo médico de España y el Comité de Londres del Fondo de Obispos Católicos para paliar la Penuria Española. La referencia de Pip a que Gabriel «pasaba medicamentos de contrabando» fue un malentendido de sus actividades llevando provisiones a España[39].
El español de Pip progresó con rapidez. No obstante, mientras intentaba de manera poco metódica averiguar más detalles sobre el viaje a España, empezó a verse con «el héroe más encantador, llamado John Geddes», un joven elegante y hombre de mundo. Bailaban juntos, se emborrachaban y hablaban de sus respectivos corazones rotos, ella sobre Touffles y él sobre una chica llamada Ann Hamilton Grace, que le había dejado. Sacaban a sus perros a pasear y a las dos semanas de conocerle, pudo escribir: «Le adoro y espero verle pronto de nuevo».[40] El 13 de abril, ya eran amantes. Encontró la experiencia físicamente dolorosa, «pero era divertido. No me remuerde la conciencia ni me arrepiento. Y curiosamente, no me gusta ni más ni menos». Después de acostarse con él una segunda vez, anotó: «Es un encanto, aunque desde luego bastante sinvergüenza». La pilló completamente de sorpresa, a finales de abril, cuando le pidió que se casara con él. Decidió rechazar la proposición después de que su prima, Charmian van Raalte, le dijera que había recibido una carta de Touffles, «que está lívido porque hace muchísimo tiempo que no le escribo[41]». También se distrajo con la puesta de largo de Gaenor en la casa de Seaford a la que asistirían 650 invitados, entre los que se encontraban los duques de Kent. De antemano, se le encomendó hacerse cargo en la cena del entonces rey Faruk de Egipto, de diecisiete años, a quien consideró «un cielo y con el que me llevé fenomenal». Bastante solo en Londres, Pip le llevó al zoo de Regents Park, a la Torre de Londres, a la catedral de San Pablo y a un número considerable de teatros[42].
El gran acontecimiento fue la coronación de Jorge VI el 12 de mayo. Pip estaba tan deslumbrada por su espectacularidad suntuosa como el resto del mundo. Asistió al primer baile de la corte del nuevo reinado, que le pareció «el paraíso». Al llegar a casa «me puse la diadema y los pendientes de mamá y parecía de lo más regia. ¡Cómo me gustaría tener una!»[43]. Había empezado a escribir a Touffles de nuevo y, como había oído que quizá vendría a Londres de permiso, había empezado a hacer dieta. A partir de entonces su diario empezó a incluir más y más referencias a su odio por «esa sucia y hedionda ciudad de Londres», e incluso «por la vida social[44]». Loca por ver a Touffles, Pip recordó una vez más que la guerra civil seguía. Dos días antes, la armada alemana había lanzado un bombardeo de artillería a gran escala sobre Almería. Al salir de un noticiario con unos amigos, Pip se encontró con una manifestación comunista que proclamaba: «¡Paremos la guerra de Hitler a los niños!». (Nan Green se encontraba entre los manifestantes). No obstante, se desanimó cuando, al acompañar a su madre a almorzar con los Herbert, se encontró con Gabriel, lo cual «fue muy interesante pero me convenció de que era inútil que fuera allí como enfermera o cualquier otra cosa. ¡Maldición!»[45].
Justo cuando estaba a punto de abandonar la idea de ir a España, Ataúlfo de Orleáns viajó de forma inesperada a Londres. El miércoles 23 de junio, escribió: «Me telefoneó y almorzamos juntos en San Marco, pasamos la tarde comprando discos y hablando. No ha cambiado nada y le quiero tanto como siempre le he querido». Al día siguiente anuló una cita para llevarla a una exhibición aérea. En ese momento admitió lo que había sido obvio durante algún tiempo: «Ya no puedo seguir engañándome. Sé que estoy tan enamorada de él como lo he estado siempre durante estos tres últimos años. ¡Ay, Dios!, esto es el infierno. Todo es tan absurdo, simplemente estoy fuera de control». El 29 de junio, volvió en avión a España desde Croydon. Después de despedirle, Pip se deprimió desesperadamente[46].
No obstante, a pesar de su angustia al verle volver a la guerra, su visita había reavivado su interés por España. Sus nociones de lo que estaba pasando allí provenían casi en su totalidad de la princesa Bea, «que realmente sabe de lo que está hablando. Simplemente la adoro y la admiro muchísimo por su valor en todo». El 6 de julio, se llenó de esperanza cuando descubrió que había aprobado los exámenes de primeros auxilios y enfermería con buenas notas. Sin embargo, aburrida de su vida social en Londres y todavía indecisa sobre cómo llegar a España, se sumió en un estado de aturdimiento: «Me encuentro en un extraño estado de insensibilidad. No me importa lo que haga o adónde vaya con tal que sea más o menos tranquilo». Se concentraba con dedicación en las clases de español. El 22 de julio, sin muchas esperanzas de recibir una respuesta que la ayudara, escribió una larga carta a Touffles para preguntarle qué debía hacer para ir a España[47]. Su interés por España se disparó con un libro (Red, White and Spain) de un periodista de aviación, Nigel Tangye. Tangye había entrado en la España nacional por unas cartas que atestiguaban sus simpatías pronazis. Su relato absolutamente partidista tal vez le confirmó lo que ya le había contado la princesa Bea. Tras oír historias espeluznantes sobre las atrocidades rojas, creía que, si ganaban los rojos, habría un Estado comunista, es decir la completa supresión de la Iglesia, asesinatos en masa de terratenientes y empresarios, oficiales y curas, y la abolición de toda libertad. Tangye afirmaba que «las fuerzas del gobierno o de los rojos están controladas y abastecidas en su totalidad por Rusia». Casualmente, Tangye viajó algún tiempo por España con un oficial de caballería, el barón de Segur, con cuyo hijo en su día se casaría Pip[48].
Todo se aceleró un poco cuando el príncipe Ali volvió brevemente a Londres. Mientras cenaban, Pip le contó a la princesa Bea su intención firme de ir a España y le pidió ayuda. La nueva determinación que había encontrado Pip y el título de enfermera que había adquirido recientemente dieron la impresión a la infanta de que Pip iba en serio. Así pues, concluyó que Pip podía ser útil y se encargó de averiguar adónde debería ir, además de encontrar a alguien con quien pudiera practicar español. Pip estaba tan animada que una vez más se decidió a «adelgazar, a ponerse en forma y aprender más español». Se dirigió a Chirk en su Jaguar SS. Descubrió que su madre estaba haciendo planes para la fiesta de su vigesimoprimer cumpleaños el 16 de noviembre. Pip le recordó su proyecto español y Margot van Raalte se mostró mucho menos indiferente que tres meses atrás. Ahora le preocupaba la seguridad de su hija entre tantos hombres y decidió escribir a la princesa Bea. Pip, confiando en que podría convencer a su madre, había comenzado a leer otro relato espeluznante del heroísmo propio de los nacionales, The Epic of the Alcazar, del comandante McNeill-Moss, que encontró «muy interesante y emocionante». El libro de McNeill-Moss consistía en un relato de heroísmo romántico del asedio republicano a la guarnición del Alcázar de Toledo desde julio hasta septiembre y un notorio blanqueo mendaz de la masacre de los civiles que defendieron la ciudad de Badajoz, el 14 de agosto de 1936[49].
El gran salto hacia adelante en los planes de Pip se produjo cuando la princesa Bea contestó a la carta de Margot Howard de Walden. Sus investigaciones habían revelado que el nivel de confusión en la España nacional era tal que resultaba imposible organizar algo para Pip desde Londres. No obstante, un cambio en sus propias circunstancias le abrió el camino a Pip. El príncipe Ali había bombardeado a Franco con súplicas por un puesto activo en la lucha. A través de la intervención del general Kindelán, el jefe de la aviación nacional y el general monárquico más destacado entre los generales nacionales, finalmente su deseo le fue concedido. En consecuencia, la princesa Bea iba a volver a España en otoño para estar cerca de la base aérea de su marido en el sur. Para gran alegría de Pip, la infanta le propuso que la acompañase, asegurando a Margot que la cuidaría «como si de su propia hija se tratara». En estas circunstancias sus padres no objetaron nada. Medio siglo más tarde, su hermano estaba todavía perplejo por su falta de preocupación[50].
La alegría infantil de Pip era del todo comprensible, ya que no sólo se iba a España, sino que la proximidad a Ataúlfo estaba prácticamente garantizada. «La princesa B es de veras una santa —escribió el 8 de agosto—. Va a ser tan agradable ir con ella». No tenía idea de los horrores que encontraría. El 26 de agosto, escribió: «Mucha aventura, aunque produce espanto». Con su futuro en España aparentemente resuelto, gran parte del verano en Chirk lo dedicó a montar a caballo, jugar al tenis y aprender a jugar al golf. La princesa Bea dio con una profesora de español, llamada Evelina Calvert, y Pip se propuso un plan severo para prepararse para el viaje. Pip quedó maravillada cuando se enteró de que la princesa Bea había planeado llevarla a Sanlúcar en coche el 22 de septiembre, vía París, San Sebastián, Salamanca y Sevilla[51].
Los preparativos se volvieron frenéticos —se esforzó aún más por mejorar su español y por seguir con escaso entusiasmo una dieta que hizo que su peso bajara a 78 kilos—, incluyendo un recorrido diario por las tiendas, visitas a la peluquería (en una ocasión para teñirse las pestañas), vacunas, papeleos para el pasaporte y el visado para España. Acudió asimismo al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde fue entrevistada por William H. Montagu-Pollock, uno de los cuatro hombres con mayor responsabilidad en la política británica sobre relaciones con España. Que fuese recibida por un funcionario de tal envergadura era una indicación de su importancia social, si no política. El 18 de septiembre, se dirigió con la princesa Bea a Portsmouth para conocer a la exreina de España, Victoria Eugenia. A medida que se acercaba el día de su partida, empezó a preocuparse: «Casi tengo miedo de ir a España» (día 19); «De algún modo ahora que ha llegado el momento me siento asustada y bastante deprimida» (día 20); «¡Ojalá supiera exactamente a qué voy y dónde…!, todavía no me he hecho a la idea de que dentro de una semana estaré en medio de una guerra. Una vida extraña y emocionante[52]». Todo ello suponía un gran contraste con Nan Green, que conocía exactamente, por las cartas de su marido, el infierno al que iba.
Las razones de Pip para ir a España tenían poco que ver con los motivos por los que se estaba luchando allí. Le faltaba la convicción ideológica de Nan Green o incluso de Gabriel Herbert, que era una católica devota y creía que el esfuerzo de Franco era una cruzada para salvar a la civilización cristiana. Según su hermana Gaenor, la visión de Pip era «una simple expresión de apoyo a sus amigos, y por tanto promonárquica y anticomunista». En el caso de Ataúlfo, se trataba de algo más que de amistad. No cabe duda de que Pip fue a la guerra por amor. Influyó el hecho de que sus padres fueran persuadidos por la insistencia del príncipe Ali del bulo de que existían pruebas de que era inminente una toma de poder por los comunistas en España, aunque sus planes probablemente no hubieran llegado a nada si su adorada princesa Bea no le hubiera echado una mano. La futura colocación de Pip como enfermera se debería en gran parte a la posición destacada de la infanta en la Delegación Nacional de Asistencia a Frentes y Hospitales, una operación patricia de asistencia social dirigida por la carlista María Rosa Urraca Pastor, y en gran parte organizada por monárquicos[53].
Lista con baúles y cajas de sombreros que contenían las compras acumuladas del último mes, Pip partió de Inglaterra con cierto lujo, en una limusina conducida por el chófer de la princesa Bea, el 21 de septiembre de 1937. En Dover fueron recibidas por el jefe de estación con chistera y las llevaron a un compartimiento privado en la zona de pasajeros[54] Luego en París hubo tiempo para algunas compras más y para visitar la Exposición Universal. Esta era la gran exposición para la cual el gobierno de la República española encargó a Picasso el Guernica[55]. Es interesante que, para alguien que se dirigía a una España en guerra, Pip no viera el cuadro y que, en cambio, pasara el tiempo en los pabellones alemán e inglés. A un lado del Pont d’Iena en la orilla derecha del Sena, el pabellón alemán, diseñado por Albert Speer, retando a su rival soviético igualmente agresivo, era una representación arquitectónica de la agresión nazi. Gigantescas estatuas de diez metros de musculosos héroes soviéticos se alzaban con aire triunfal, con su camino aparentemente cortado por los héroes teutones desnudos, que hacían guardia ante el diseño alemán, una enorme masa cúbica, erigida sobre sólidos pilares y coronada por una gigantesca águila con la esvástica en las garras. Para Pip este era «el mejor». Por su parte, el pabellón británico simbolizaba el fino cansancio de la política de apaciguamiento. Las muestras del pabellón británico consistían en pelotas de golf, gaitas, cañas de pescar, indumentaria ecuestre y raquetas de tenis, mientras que las alemanas e italianas trataban del poder bélico. Pip pensó que el pabellón británico era «muy malo[56]». Después la princesa Bea y Pip fueron conducidas hasta Biarritz, donde Pip se quedó encantada al descubrir que podía entender la mayor parte del español que empezaba a oír. Fueron recibidas por sir Henry Chilton, el embajador británico en la España republicana. El pronacional Chilton estaba de vacaciones en San Sebastián cuando estalló la guerra civil y se había negado a volver a Madrid. Con la ayuda del embajador francés en España, consiguieron cruzar la frontera con San Sebastián al día siguiente. Con el bello lugar turístico bañado por el sol, era como estar de vacaciones.
La naturaleza del viaje, nada bélico, continuó cuando Pip y la princesa Bea cenaron con uno de los hijos del general Alfredo Kindelán, Ultano. Pip fue con él al cine, después dieron un largo paseo y tuvieron un ligero coqueteo («Si no fuera porque conoce a Ataúlfo y a Álvaro de toda la vida y con toda certeza se lo hubiera contado, habría pasado un buen rato, pero me habrían tomado el pelo toda la vida, así que me contuve y me despedí educadamente en el hotel»). Pip vio la primera señal de la guerra mientras iban en coche a Santander por la ruta que los nacionales habían tomado en su campaña del norte a principios de 1937. Se encontraron con Touffles, «mucho más delgado y moreno… perdidamente atractivo». Se desvió para hablar con ella, y Pip admitió: «¡Ay!, todavía le quiero más de lo que deseo». Él le contó la captura de Santander y la llevó a la base aérea desde la que salía. «Pilotan enormes Junkers. El suyo es una belleza con dos motores y con tren de aterrizaje replegable». Esto significa que debió de haber estado volando en Junkers Ju 86D-I. Fue un momento curioso para Pip, una mezcla de turismo e iniciación en la guerra. Visitaron el bello pueblo de Santillana del Mar y la Magdalena, la residencia real de campo situada sobre una colina con vistas a la bahía de Santander. «Los rojos la han destrozado por dentro y los prisioneros rojos, que están acampados en el parque, la están limpiando aún. Todos tenían buen aspecto y parecían felices».[57]
Triste por dejar a Touffles, continuó su viaje el 28 de septiembre, dirigiéndose a Burgos donde visitó la gran catedral, y luego hacia Valladolid y Salamanca. Pip estaba encantada con España, el único inconveniente eran las pulgas que la aguardaban en todas las camas de hotel. Pip y la princesa Bea se quedaron con el general Kindelán, hombre de gran rectitud y austeridad. No obstante, a los ojos jóvenes de Pip, inconsciente de sus méritos morales y políticos, simplemente era «bastante gordo y desaliñado». En el Gran Hotel de Salamanca vio fugazmente al «guapísimo». Peter Kemp, a quien conocía vagamente de Londres. Destinado en un regimiento carlista, era uno de los pocos voluntarios ingleses en el bando nacional. El 1 de octubre, el primer aniversario de la proclamación de Franco como jefe del Estado, hubo una gala pomposa. Pip estaba eufórica por poder presenciar cómo se hacía historia —«un desfile de soldados dirigidos por los moros con sus capas magníficas de colores sobre caballos árabes con adornos dorados. Los jefes iban sobre caballos árabes blancos con cascos de plata y adornos medievales bordados en oro, que quedaban preciosos con las capas blancas y naranjas de los hombres; detrás de ellos había más hombres con capas verdes montando caballos negros vestidos de la misma forma, pero con los cascos dorados»—. Su preocupación por el hecho de que las fuerzas nacionales pudieran estar anticuadas desapareció cuando Álvaro, el hijo mayor de la princesa Bea, la llevó a inspeccionar los bombarderos trimotores Savoia-Marchetti en su base aérea. Esta era la base aérea de Matacán, construida en octubre-noviembre de 1936. Después Álvaro la llevó a ver los fieros toros de lidia en la finca de Antonio Pérez Tabernero, un ganadero amigo de la familia Kindelán[58].
El 2 de octubre, le hizo una gran ilusión que Touffles se presentara inesperadamente en Salamanca, a pesar de que su alegría se viera reducida cuando el poco tiempo que estuvieron juntos lo dedicó a meterse con su línea. Además, escribió a su padre para pedirle que le comprara un Ford 10 y se lo mandara a Gibraltar: «Espero que lo hagas, porque necesito un coche si estoy aquí sola». El 4 de octubre salieron de Salamanca y, tras un viaje espectacular hacia el sur a través de las abruptas y áridas montañas de Extremadura, llegaron a Sanlúcar de Barrameda —al palacio de Montpesier que Franco había devuelto al príncipe Alfonso—. A Pip su mezcla alocada de estilos le pareció feísima aunque fascinante. El príncipe Ali, ahora teniente coronel de la aviación nacional, estaba destinado en Sevilla, con lo que podía visitar su casa a menudo. Inevitablemente, Pip asimiló la opinión de la familia sobre los rojos[59].
Para mediados de octubre, todo estaba dispuesto para que se marchara y se alojara en Jerez con la duquesa de Montemar, donde asistiría a un curso de enfermería en el hospital de allí. Lord Howard de Walden le mandó un telegrama que decía que le mandarían el coche a Gibraltar en pocos días. Cuando llegó a finales de mes, le pareció una «maravilla, negro con tapicería de cuero verde y un sueño de belleza». Al principio el hospital le resultó «divertidísimo» y «nada asqueroso». La mayor parte de los pacientes eran mercenarios moros, que le parecían «encantadores aunque eran como un montón de niños y bastante sucios». Cuando empezó el curso, le impresionaron las espantosas heridas que había que tratar. «No me mareé para nada, pero después cuando salía del hospital, seguía viendo las heridas todo el día y oyendo los gritos de agonía». Era plenamente consciente de que vería cosas mucho peores en el frente. «Ahora comprendo por qué las enfermeras son tan a menudo duras e inhumanas». Mientras estuvo en Jerez, se movió entre los círculos de la alta sociedad local, mortificándose cuando sus anfitrionas, la duquesa entre otras, le sugerían que era obvio que estaba enamorada de Ataúlfo y debía casarse con él. No era que la idea le disgustara, sino más bien que se sentía avergonzada de que su encaprichamiento fuera tan obvio. A pesar de sus preocupaciones emocionales, su técnica de enfermera progresó mucho. El trabajo le encantaba y empezaba a ser capaz de presenciar sin afligirse el tratamiento de las heridas más espeluznantes[60].
Ahora había dos hilos paralelos en su vida. Uno era su formación para ser enfermera en el frente; el otro, su pasión creciente por Touffles. Cuando volvió a Sanlúcar y la telefoneó para invitarla, se ausentó de las clases para ir a verle, «dando saltos de entusiasmo y alegría». Y al regresar a la casa de los Orleáns, su felicidad no conocía límites. La vida de la gente acomodada en la zona nacional no tenía equivalente en las filas republicanas. Touffles llegó con nueve pilotos de la Luftwaffe para un período de descanso y relajo, que incluía salir a nadar, asistir a una fiesta flamenca en una de las bodegas de Jerez y una visita a una caballeriza de corceles árabes. Después hicieron un viaje a Gibraltar para recoger el coche de ella y hacer unas compras. Pip compró un quimono blanco con dragones dorados bordados. Pasó mucho tiempo con Touffles bebiendo y bailando. Después de una noche juntos hasta altas horas, escribió: «Cada día adoro más a Touffles y sólo deseo estar con él para siempre». Él le compró una radio, adelantándose a su próximo vigesimoprimer cumpleaños. Aquella radio la acompañaría a lo largo de la guerra civil española. Cargada de compras, incluidos 3000 cigarrillos, volvió con su nuevo coche a España. Su posición social le garantizó no tener problemas al atravesar el control en la frontera. «Les habían comunicado nuestra llegada y se negaron a que declarásemos nada. Así que pasamos sin problemas de ningún tipo. Fue muy amable de su parte ser tan cordiales, puesto que nos ahorraron un montón de problemas, dado que mi coche no tiene tríptico [un documento que permitía el tránsito del coche de un país a otro] ni seguro y yo no tengo carnet de conducir».
Pletórica de alegría por encontrarse con Touffles, no tenía ningún deseo de volver al hospital de Jerez. No obstante, sus opiniones cambiaron cuando se enfrentó con la mentalidad del señorito andaluz. Pip y la familia fueron a Sevilla para alojarse en el hotel Cristina, que estaba «atiborrado de alemanes de permiso». Touffles se reunió con sus compañeros de la Luftwaffe y anunció que se iban a un burdel. «Por supuesto que es condenadamente estúpido por mi parte que me importe, ya que no será la primera ni la última vez que se acuesta con una furcia, pero si yo le gustara sólo un poquito de la manera que yo quisiera, no me lo habría dicho. De todas formas, qué más da. Estoy perdida si me importa. Ya sabía que no estaba enamorado de mí, así que da igual. ¡Maldición!». Cuando él y sus compañeros alemanes volvieron al burdel la noche siguiente, decidió que prefería estar de enfermera en el frente. Por supuesto, Pip ignoraba si Ataúlfo había hecho otra cosa en el burdel que no fuera tocar el piano y bailar[61].
Sintiéndose rechazada por Ataúlfo, empezó a implicarse en su trabajo en el hospital. El 10 de noviembre, presenció sus primeras operaciones, que le parecieron fascinantes. Touffles volvió a su unidad al día siguiente, dejándola «con un sentimiento lúgubre de vacío y con el pesimismo horrible de tiempos de guerra dándole vueltas a la cabeza sobre si volveré a verle». Unos y otros seguían preguntándole cuándo iba a casarse con él. En su diario escribió: «Pero qué sentido tiene preocuparse. En este preciso momento casi seguro que anda en Sevilla con una furcia, pero por qué debería importarme. Por supuesto que me importa, pero es muy estúpido». Estaba encontrando algo de consuelo en la enfermería. Le encantaba el trabajo, pero escribía: «Empiezo a sentir asco por los moros. Son tan pesados, peleándose siempre y gritando a los demás. Me saca de quicio tener un montón de moros sucios y malolientes dándome órdenes». En la víspera de su cumpleaños añadió: «Me siento tan poca cosa y tan joven esta noche, en otro país hablando una lengua extraña y entendiendo sólo la mitad de lo que me dicen, haciendo una nueva clase de trabajo entre gente nueva y a punto de salir sola hacia el centro de la guerra. A veces me siento terriblemente lejos de casa, pero qué más da. Es la primera aventura que he emprendido y por el momento me encanta». Cuando la princesa Bea volvió a Inglaterra el 20 de noviembre, Pip regresó a Jerez, donde esperó con impaciencia su examen de enfermería. Tenía muchísimas ganas de ir al frente: «Estoy harta de esperar sin hacer prácticamente nada más. Quiero acción». Todos los días su diario recogía sus ansias de marcharse a la guerra. No obstante, para ello necesitaba el permiso de Mercedes Milá, jefa de los servicios nacionales de enfermería, la Jefatura General de Servicios Femeninos de Hospitales. Pasó la prueba del examen, el 1 de diciembre, de forma menos traumática de lo que había temido. De hecho, se sorprendió de lo mucho que se le dejaba hacer en el hospital sin supervisión[62].
Su vida social era muy agitada, pasando muchas noches hasta altas horas dedicadas al cine, a las cenas, a bailes prolongados y al alcohol. El 6 y 7 de diciembre la llevaron de visita al buque de guerra alemán Deutschland, que le pareció «un barco encantador». El 20 de diciembre, Touffles y uno de sus amigos alemanes la llevaron a dar una vuelta en un Junkers 52. A pesar de las distracciones, empezaba a impacientarse porque Mercedes Milá no contestaba a su petición de ir al frente. A esto se añadía su intranquilidad por los rumores de una gran acción en el frente de Aragón —un eco de la ofensiva republicana contra Teruel—. A medida que su español mejoraba y conocía a más gente, su vida social empezaba a parecerse a su vida en Londres, aunque a menor escala. Tuvo un par de devaneos superficiales; su pelo rubio y sus ojos azules la hacían muy atractiva para los hombres españoles. Finalmente, al saber que la princesa Bea estaba en Burgos, se decidió a abandonar el hospital de Jerez y emprender un peligroso viaje en coche de catorce horas para reunirse con ella por Navidad. Fue una iniciativa valiente —o irresponsable—, ya que una mujer joven y atractiva viajando sola por España solía ser un peligro, dada la frustración sexual de los soldados. Con su típico carácter independiente, se las apañó al quedarse sin gasolina por carreteras perdidas y con el cárter del coche averiado[63].
Cuando finalmente llegó a Burgos el 23 de diciembre, después de conducir durante dos días, no pudo encontrar a la princesa Bea y se desesperó por haber venido desde tan lejos únicamente para estar sola. La princesa se había mudado al palacio de Ventosilla en Aranda del Duero, donde permanecería su familia. Esto se debía a que las unidades de la línea del frente de la aviación nacional se estaban reagrupando como I Brigada Aérea Hispana en Aranda, junto con la Aviazione Legionaria de Italia en Zaragoza y la Legión Cóndor alemana en Almazán, la ciudad medieval amurallada al sur de Soria. El general Alfredo Kindelán, con el mando total sobre las tres fuerzas, había instalado su cuartel general en Burgos. Pip tuvo la suerte de conseguir una habitación en el hotel donde se alojaba la familia del general. Le dijeron que Mercedes Milá tenía la intención de enviarla a un hospital en el frente. Hubo entonces una conmoción terrible cuando llegó la noticia al hotel de que Álvaro de Orleáns se había estrellado. Su mujer, Carla Parodi-Delfino, se puso histérica y Pip tuvo que calmarla. Entonces fue al palacio de Ventosilla. Aliviada tras saber que Álvaro había escapado, tuvo el placer doble de resolver su futuro como enfermera en el frente y de ver a Ataúlfo. Touffles le comentó que estaba mucho más delgada y muy guapa. No obstante, la princesa Bea, que sabía que Pip estaba enamorada de él, trató de reprimir su alegría. La infanta le contó la primera de una serie de historias ligeramente contradictorias, encaminadas a que se hiciera a la idea de que Ataúlfo nunca se casaría con ella. Le explicó, de forma bastante poco convincente, que él nunca superaría que la hija de Alfonso XIII, Beatriz, le hubiera roto el corazón. Pip, de naturaleza romántica, quedó intrigada y desolada cuando la princesa Bea le reveló que Touffles estaba tan afectado que «temía que nunca se enamorara o casara, y que se convirtiera cada vez más en un joven de mundo y tuviera amantes[64]».
Mientras tanto, los hombres de la familia volaban en misiones de bombardeo contra las fuerzas republicanas que estaban acercándose a Teruel. La proximidad de la guerra empezaba a afectar a Pip: «De veras es una vida horrible cuando sabes que tus amigos están arriesgando su vida cada día y que cada vez que te despides o simplemente les das las buenas noches piensas que quizá no les vuelvas a ver». Sus escritos reflejaban sus lazos con los oficiales de alta graduación de la aviación nacional, sintiendo una identificación aún mayor con la causa: «Hoy [28 de diciembre] hemos perdido una máquina y hemos derribado siete a los rojos». «Hoy [30 de diciembre] han derribado ocho a los rojos, cuatro Curtis, dos bombarderos Martin y otros dos, y no hemos perdido ninguno. ¡Buen trabajo!». «Hemos derribado once rojos hoy. [4 de enero de 1938]». «Hemos derribado ocho rojos hoy. ¡Muy bien hecho! [5 de enero de 1938]».
La tensión de ver a Touffles sólo de vez en cuando, ya que a menudo la visitaba entre vuelos, estaba poniendo sus nervios a prueba y aumentaba su determinación de ir al frente. Por fin su deseo se vio satisfecho, a mediados de enero, mediante un telegrama que le ordenaba ir al hospital de Alhama de Aragón, al suroeste de Zaragoza en la carretera a Guadalajara. Aunque se mostraba reticente a dejar a la familia Orleáns, era inevitable, debido a la reorganización de la aviación nacional. La escuadra aérea del príncipe Ali formada por Savoia-Marchetti 79 se estaba trasladando a Castejón, mientras la Legión Cóndor de bombarderos de Ataúlfo lo estaba haciendo a Corella. Tanto Castejón como Corella estaban entre Alfaro y Tudela en Navarra, y la princesa Bea partía hacia Castejón para montar la casa para su marido y su hijo[65].
De hecho, cuando llegaron las órdenes, toda la familia estaba aquejada de resfriados y gripes. El más afectado fue Ataúlfo, y Pip decidió quedarse con él y cuidarle. No obstante, la proximidad con su amado no trajo la felicidad: «Estoy en el fondo de una gran depresión y tan nerviosa que no sé lo que hacer conmigo misma. No puedo dormir y no he pegado ojo en tres noches, lo cual no es sorprendente, puesto que tengo que mantener una firme compostura para que no parezca que estoy enamorada de Ataúlfo. No sé si me estoy controlando menos, si me siento más frustrada o más sola, pero sea lo que sea es un puro infierno que me deja en un estado en el que soy incapaz de dormir y de comer, y me hace sentir fatal». La inminente desazón hizo que Pip tuviese que irse de todas maneras. Los cotilleos maliciosos acerca de su relación con él imposibilitaron que se quedase al cuidado de Ataúlfo sin la princesa Bea en la casa como carabina. La desdicha de Pip se disipó gracias a un encuentro con Bella Kindelán, la hija del general que era enfermera en Alhama. Cuando Bella le contó que sería posible ir desde Alhama con un equipo móvil hasta el mismo frente, dejó a un lado la melancolía y se volcó en la enfermería[66].
El 24 de enero de 1938, las largas vacaciones de Navidad de Pip se habían acabado y la acomodaron junto con las otras enfermeras en el desapacible hotel de Alhama de Aragón, que servía en parte de hospital local. Hacía un frío terrible y era deprimente. El invierno de 1937-1938 fue uno de los más crueles que había sufrido España —el frío glacial con su peor cara en las tierras áridas y rocosas de Aragón llegó a temperaturas de hasta 20 grados centígrados bajo cero—. Pip echaba de menos a Ataúlfo y no tenía nada que hacer. Se le había unido Consuelo Osorio de Moscoso, la hija de la duquesa de Montemar. Alarmadas ante la perspectiva de pasar el tiempo en la habitación, pequeña y sin calefacción, decidieron precipitadamente hacer las cosas por sí mismas e ir a Sigüenza, donde Consuelo conocía algunos médicos. De este modo esperaban ir al frente. Sin embargo, cuando llegaron al hospital de sangre, les dijeron que los equipos móviles de la línea del frente estaban repletos de personal y tenían muy pocos heridos. A su vuelta a Aragón cayeron en una desolación aún mayor: «No hay nada que hacer en ningún lugar. Parece que la guerra se ha detenido y nadie quiere enfermeras».[67] Nada más lejos de la realidad. La batalla de Teruel seguía encarnizada. Diez días después de que la ciudad cayera en manos republicanas, las fuerzas nacionales que avanzaban se convirtieron en asediantes. La amplitud de la lucha puede deducirse del comentario de Franco al embajador italiano el 29 de enero, de que estaba encantado porque la República estaba destruyendo sus reservas, lanzándolas dentro del «caldero de brujas de Teruel[68]». De manera asombrosa, esta situación no se reflejaba en el tráfico del hospital en Alhama donde Pip estaba ahora destinada.
Gran parte de su trabajo era rutinario y desagradable. Uno de sus pacientes tenía una herida en la columna vertebral —«como ha perdido la sensibilidad, se hace pis en la cama y tenemos que cambiarle las sábanas, lo que resulta difícil y lioso, ya que no se puede mover, no tiene pijama y tiene el trasero lleno de forúnculos, lo cual es de lo más repugnante. En cuanto a la otra parte de su cuerpo, definitivamente es un espectáculo desagradable que siempre se las apaña para estar justo donde quiero agarrar la sábana»—. No obstante, la rutina iba a durar poco. El 28 de enero Mercedes Milá llegó para asignar enfermeras a otros hospitales. Consuelo y Pip le insistieron en que las mandara al frente. En un principio hizo oídos sordos a sus súplicas y la jefa de los servicios nacionales de enfermería dijo que Pip era demasiado joven como para darle responsabilidad en un puesto peligroso. Sin embargo, dadas las reticencias de las enfermeras mayores a acudir al frente, fueron elegidas con otras tres para ir a Cella, a ocho kilómetros de Teruel, el hospital más cercano al frente. Pip estaba emocionada y enseguida pensó en Ataúlfo: «Quizá le vea todos los días yendo a bombardear. Estoy impaciente por ir, mi espíritu de aventura está despierto». A pesar de que era consciente de que el hospital podría ser bombardeado, su preocupación principal era si sus conocimientos de enfermería serían suficientes cuando las vidas de los heridos graves pendieran de un hilo[69].
Después de un peligroso viaje por las carreteras de montaña, Pip y Consuelo llegaron al pueblo bombardeado de Cella. Su bienvenida fue inexpresiva, ya que no había comida ni alojamiento de sobra. Los oficiales se negaron a creerlas cuando dijeron que dormirían de buen grado en el suelo. Finalmente se las alojó en una habitación con otras tres enfermeras, sin camas adecuadas, sin cristales en las ventanas y ni los más mínimos servicios higiénicos. El espíritu aventurero de Pip y el tiempo que había pasado en el campo le ayudaron a restar importancia a la situación: «La ciudad está atiborrada de soldados y mulas, y las ambulancias van y vienen en un flujo constante. Estoy tan encantada con el lugar que anhelo quedarme, pero mucho nos tememos que nos manden de vuelta cuando vengan las otras, que tienen preferencia sobre nosotras. Es una pena porque van a odiar las molestias, la suciedad y todo esto, que a nosotras no nos importa». De hecho, estaba deseando unirse a un equipo móvil que iba a partir a una posición en Villaquemada, incluso más cerca de la línea de frente. Cuando Pip ya pensaba que tendría que volver a Alhama, surgió la necesidad de otras dos enfermeras, con lo que ella y Consuelo pudieron quedarse. Además, encontraron alojamiento en una granja de campesinos. Tener coche supuso una diferencia colosal, ya que podía desplazarse a los pueblos cercanos y comprar lo que necesitaban para la casa, para hacer su habitación más cómoda y también comprar comida. En el mismo quirófano, Pip se quedó pasmada ante la ignorancia del médico sobre las medidas básicas de higiene: «Sus ideas sobre los antisépticos dejaban mucho que desear y me ponía la carne de gallina ver con qué despreocupación cogía una compresa esterilizada con los dedos». También estaba escandalizada de ver a sus anfitriones campesinos echar mano de la comida con dedos «negros con años de mugre[70]».
Los nacionales estaban preparando un gran ataque sobre las líneas republicanas en Teruel y el equipo médico de Pip fue desplazado más cerca del frente. El 5 de febrero, estaba atendiendo «una herida de metralla en el codo; tres amputaciones; dos brazos y una pierna; dos heridas en el estómago; una en la cabeza y a un hombre que tenía heridas de metralla en ambas piernas, la ingle, el estómago, el brazo y la cabeza. Fueron operaciones horribles, las de estómago insoportables. A uno tuvieron que abrirle justo por la cintura y el estómago le salió disparado como un globo, y casi todo el intestino; otro llegó con los intestinos perforados, por lo que tenía las tripas fuera, con un aspecto repugnante». Las cosas se complicaban porque el médico para el que trabajaba era un incompetente y siempre estaba de mal humor: «Es tristísimo tener que trabajar como enfermera ayudante de quirófano para un hombre en el que no se puede confiar, que es un animal y que te quita todo el tiempo. Me destroza los nervios y me deja completamente rendida». Pip se enteró de que tenía sangre del tipo O y, por tanto, podía donarla para transfusiones. Con un coste masivo para ambas partes, la batalla oscilaba de un lado al otro, hasta que finalmente, el 7 de febrero de 1938, los nacionales se abrieron paso y la República perdió extensiones vastas de terreno, toneladas de material valioso y le hicieron varios miles de prisioneros. Pip estaba encantada: «Las noticias sobre la guerra fueron estupendas ayer por la noche. Hemos avanzado hasta Alfambra, veinte kilómetros en dos días, tomando quince pueblos, con 2500 prisioneros y 3000 muertos, por no mencionar la gran cantidad de material de guerra». Era el comienzo de un avance inexorable, que en dos días conllevaría la reconquista de Teruel el 22 de febrero, la captura de cerca de 15 000 prisioneros y la pérdida de más material[71].
Las terribles condiciones en el quirófano podían mitigarse con los viajes en coche. Lo había mantenido en la carretera gracias sólo a su ingenio considerable, cambiándole las ruedas, reparando los pinchazos y arrancándolo en temperaturas bajo cero. Condujo hasta Alhama para recoger sus pertenencias, que le habían enviado allí desde Aranda. Con un gramófono y un montón de discos nuevos, que le había mandado su familia, la vida se hacía más llevadera. También pudo ver paisajes preciosos. Se sorprendió de la reacción de la familia con la que estaba alojada cuando les compró regalos: «A diferencia de las clases pobres de Inglaterra, eran tan orgullosos que difícilmente los aceptaron». Las espantosas escenas que presenciaba todos los días en el quirófano eran tan penosas que necesitaba cualquier distracción posible. Su diario recogía con rigor los detalles de las horrendas intervenciones quirúrgicas, a menudo llevadas a cabo sin anestesia. Después de la operación de un joven herido en el estómago tan sólo tres días después de haber sido reclutado, Pip se derrumbó y se echó a llorar: «Estaba tan blanco y daba tanta pena con tal expresión de dolor y tristeza… y ni siquiera rechistó».
La acumulación de horrores estaba empezando a afectarla, cuestionándose si venir a España había sido acertado. No obstante, al día siguiente había recuperado su buen ánimo habitual. Ayudó a preparar un almuerzo que hubiera sido la envidia de la zona republicana. Consistía en «huevos escalfados, salmón enlatado con mayonesa, albóndigas con patatas fritas, pastel de queso y chocolate, por no mencionar el foiegras y el oporto de aperitivo, y el café y el coñac para terminar». Todavía mejor fue la inesperada —conmovedora y breve— visita de Touffles. A pesar del frío, en una habitación sin cristales en las ventanas, teniendo que dormir vestida de arriba abajo con lana gruesa, cosía, planchaba y conservaba su alegría esencial. Inevitablemente se enfrentó a muchos de los mismos problemas de Nan Green y las enfermeras del bando republicano. «La idea de un baño, una cama cómoda, una buena comida que no tuviéramos que cocinar nosotras mismas o vigilar cómo la cocinaban y un servicio en lugar de un orinal resultaba sumamente agradable».[72]
El 17 de febrero hubo una gran ofensiva de los nacionales y Pip fue a ver la batalla desde una batería antiaérea alemana: «El ruido era atronador, un estruendo continuo como si se tratara de truenos con orquestas desafinadas intermitentes. El cielo estaba repleto de aviones disparando a las trincheras de los rojos y todo el terreno alrededor estaba lleno de columnas de humo. Sobre las 11.30, los bombarderos empezaron a llegar, afluyendo constantemente hora tras hora, hasta que el frente de los rojos se volvió negro con el humo de las bombas». Pip pensaba que era «la cosa más emocionante que había visto». La contrapartida del sensacional espectáculo fue un aumento de pacientes en el quirófano. Su compasión por los heridos y los moribundos no tenía relación con ningún análisis de los motivos de la guerra. De hecho, el 20 de febrero, se emocionó por la posibilidad de ver a las tropas nacionales entrar en Teruel. A pesar de que no las dejaron entrar en la ciudad, ella y sus compañeras enfermeras encontraron un lugar estratégico desde el cual, «para nuestra gran alegría», pudieron ver a los aviones bombardear a los republicanos que se retiraban hacia Valencia. Con todo, al día siguiente, tras diez horas de esfuerzo continuo en el quirófano, escribió: «es desmoralizador vivir en una espiral eterna de sangre, dolor y muerte». Reflexionando sobre las muertes diarias entre las bajas en el quirófano, añadió: «No sé cómo todavía queda alguien». Aún había una lucha casa por casa en Teruel. El 22 de febrero, cuando la despertó el toque de las campanas que anunciaba la captura nacional de la ciudad, atravesó andando los restos derrumbados de la misma. «No encontré una sola casa entera, todas ellas estaban cubiertas de balazos, hechas añicos por los cañonazos y con profundos agujeros por los bombardeos aéreos».
En medio de los escombros se encontró un piano de cola sin desperfectos en un bar y tocó canciones mientras los soldados dejaban de saquear para ponerse a bailar. Se alegró del avance nacional, que estaba persiguiendo a los republicanos que se retiraban hacia el sur. Según la radio oficial, se tomaron 3000 prisioneros y murieron 2000 hombres. Al volver al hospital, se cubrió de sangre por las operaciones, y al día siguiente volvió a Teruel. Sintió gran excitación con un bombardeo republicano de artillería: «Admito que estaba aterrorizada, pero me gusta que me asusten». Sus altibajos emocionales eran intensos[73].
No fue de extrañar que, dados los horrores diarios con los que se enfrentaba, Pip se indignara cuando se enteró por su prima Charmian que su hermano John no estaba de acuerdo con que estuviera en España y había decidido llevársela a casa: «Maldito entrometido. De todas formas, me gustaría verle intentarlo».[74] A mediados de febrero, John vino a España en busca de Pip. Como estaba de servicio en medio de la batalla de Teruel, no consiguió verla. Se quedó muy impresionado, como recordó más tarde: «No creo que mis padres hubieran imaginado otra cosa que Pip en algún campamento base, ayudando un poco con los vendajes». John Scott-Ellis sí vio a Peter Kemp, quien le dio noticias de Pip. También vio a Ataúlfo y entabló amistad con los pilotos alemanes de su unidad. Poco después, cuando se reencontró con la familia de su mujer en Múnich, se negaron categóricamente a creer que John había conocido a pilotos alemanes en España porque después de todo, Hitler había declarado que no había ninguno[75].
El diario de Pip destaca por la riqueza de detalles con que describió sus días. Así pues, es aún más desconcertante que su futuro marido, José Luis de Vilallonga, afirmara que se tropezó con ella en Teruel unas horas después de la reconquista de la ciudad por las fuerzas franquistas. Tal incidente no se menciona en el diario de Pip, en el que no hay lagunas durante este período. No obstante, el «encuentro» es descrito con una riqueza de detalles salaces en las memorias de Vilallonga. Escrito con ingenio, como todo su trabajo, este relato está repleto de los detalles más inverosímiles. Después de una de las batallas más sangrientas de la guerra civil, en la que se luchó con temperaturas bajo cero, los republicanos renunciaron a la costosa defensa de la capital de provincia conquistada el 8 de enero. Se retiraron el 21 de febrero de 1938, cuando Teruel estaba a punto de ser rodeada. Según Vilallonga, en aquel momento, con dieciocho años recién cumplidos[76], estaba deambulando por la ciudad recién conquistada en busca de su padre, el barón de Segur, oficial del Estado Mayor, a las órdenes del general de caballería José Monasterio Ituarte. «Y de repente, a la vuelta de una esquina, la vi a ella. Parecía una página de publicidad arrancada del Harper’s Bazaar. Una mujer alta, rubia, con un uniforme de enfermera de un blanco inmaculado y una gran capa azul que le llegaba hasta los pies. Alrededor del cuello, enrollado con una estudiada negligencia, llevaba un foulard de Hermés que realzaba el clarísimo azul de sus ojos». José Luis quedó extasiado por esta visión de la hermosura. Supuestamente, ella estaba fumando mientras se apoyaba con indiferencia en el capó de una ambulancia nueva con matrícula de Londres. Por todas partes, se veían las secuelas de la batalla en las calles. Una mujer estaba arrodillada al lado del cuerpo aún caliente de un hombre que había sido degollado por un mercenario moro. Entusiasmados, los moros estaban saqueando las casas y llevándose los objetos más estrafalarios, desde colchones hasta bidés. A Pip la describe como simulando una indiferencia total con lo que estaba pasando alrededor, un oasis —o quizá un espejismo— de calma en medio del caos de la matanza y la violencia[77].
La Pip de este relato ficticio no tiene nada de la espontaneidad de chiquilla y la sinceridad de buen corazón que sale a relucir en cada una de las páginas de su diario. Cuando él se acercó y comenzó, según afirmaría más adelante, a hablarle en inglés, ella le ofreció un cigarrillo, sacó una petaca de plata de bajo la capa y le invitó a echar un trago de ginebra Beefeater. Después le dijo de forma autoritaria: «Almuerza conmigo», y se presentó. «Soy Priscilla Scott-Ellis, pero todos mis amigos me llaman Pip. Soy mitad galesa, mitad escocesa, pero naturalmente nací en Londres. —Tras una pequeña pausa, le anunció—: Mi madre es judía». Es inconcebible que dijera tal cosa, pero José Luis, que parece estar proyectando muchas de sus propias actitudes sobre ella, hace referencia repetidamente en sus trabajos a la sangre judía de Pip. Entonces ella abrió un baúl que había a un lado de la ambulancia, buscó entre un montón de paquetes y se incorporó con una pequeña lata de foiegras y una botella de un clarete excelente en las manos. De postre, sacó un paquete de bombones de licor Fornum and Mason. Pip explicó cómo se había visto involucrada en la guerra civil española, comentando que «la mayoría de mis amigos y algunos de mis familiares se han unido a los republicanos y los comunistas». Justo cuando le estaba asegurando que el gobierno británico nunca ayudaría a la República basándose en que los británicos siempre apoyan a las fuerzas de orden, oyeron unos disparos detrás de una iglesia cercana. «Ya están fusilando gente. Eso quiere decir que ya han llegado los falangistas. Siempre son ellos los que se dedican a fusilar a los rojos que han quedado vivos en las ciudades ocupadas por el ejército». «Gentes de orden», comentó Vilallonga sarcásticamente. «No —repuso ella con una aguda perspicacia—, simplemente gentes a quienes les gusta matar. Son unos señoritos chulos que dicen luchar en favor de los obreros, pero que en cuanto se encuentran con uno vivo lo colocan contra una pared y se lo cargan».
Para entonces, había aparecido una botella de Johnny Walker tan rápidamente como desapareció la mitad de su contenido. Al parecer, este almuerzo suntuoso se produjo sobre el capó de una ambulancia, a pesar de la presencia de desesperados hambrientos por todas partes. Según Vilallonga, cuyas memorias están repletas de afirmaciones de su propio magnetismo sexual, su nueva conocida le informó de que había literas en el interior de la ambulancia. Al retirarse adentro, descubrió literas del tamaño aproximado a las de los camarotes de primera clase de los transatlánticos, lo que facilitó una tarde de amor fascinante. Mientras se vestía le preguntó: «¿Haces esto muy a menudo?». Con un tono despectivo poco característico de ella, la Pip de este relato contestó: «Sólo cuando siento que lo necesito y no siempre por placer. Pero es bueno para mi salud física y mental». Esa fue la última vez que la vio hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, aunque a menudo pensaba en ella. Con sus aires de superioridad increíblemente esnobs y machistas, escribió: «Conservé de ella el recuerdo de alguien insólito, que había puesto a prueba mi curiosidad. Distaba mucho de ser hermosa, pero tenía el inconfundible estilo de ciertas mujeres —sobre todo en Inglaterra— capaces de llamar inmediatamente la atención de los que somos grandes aficionados a los caballos, seres que, con el toro, coloco entre los más espléndidos de la naturaleza. Jamás me he equivocado cuando he calibrado a una mujer comparándola a una yegua de pura raza».[78]
El relato es sin duda apócrifo. Vilallonga afirma que Pip conducía una ambulancia que le había enviado su padre y la describe como un modelo de lujo especialmente construido por Daimler. En otros libritos, describe la ambulancia como una Bentley. Es probable que toda la historia sea una amalgama ficticia de las experiencias de Pip y de Gabriel Herbert. En aquel momento el único vehículo de Pip era su Ford ya maltrecho. Pip jamás poseyó ni condujo una ambulancia en España. Su comportamiento sexual vacilante en aquel momento no tenía nada en común con la sirena insensible y voraz retratada en su historia. Lamenta habitualmente en su diario que rara vez podía lavarse, que siempre tenía que dormir con su ropa arrugada y que sus uniformes de enfermera estaban salpicados de sangre y barro. Por tanto, no es plausible que se la viera en las calles de Teruel con el aspecto de una modelo sacada de las páginas de una revista de moda. Además, en aquella época las condiciones en las que vivía y trabajaba le habían provocado una infección de garganta crónica que la dejó sin fuerzas. En cualquier caso, los detalles minuciosos de su diario indican claramente que el incidente no ocurrió. Solía pasar los días en el quirófano, en su alojamiento o viajando en coche. Así pues, no es creíble que no hiciese mención en su diario de un encuentro tan erótico. Describe con todo detalle sus esfuerzos continuos por rechazar los frecuentes acercamientos de los soldados demasiado cariñosos, o depredadores agresivos, en las calles y también el episodio de unos borrachos que se metieron en la habitación que compartía con Consuelo (por esta razón, Álvaro de Orleáns le dio una pistola para defender su virtud[79]). En otras ocasiones, José Luis de Vilallonga afirmó que su primer encuentro con Pip tuvo lugar durante la batalla del Ebro en el verano y el otoño de 1938[80].
Después, se ordenó al equipo de Pip que se mudase a Cariñena, sin haber conocido por tanto a Vilallonga en Teruel. Tras la toma de la ciudad, Franco perdió poco tiempo en aprovecharse de la superioridad masiva de hombres, aviones, artillería y material de que ahora disfrutaban los nacionales sobre los debilitados republicanos. Reunió un ejército de 200 000 hombres para iniciar una ofensiva a través de los 260 kilómetros de amplio frente en Aragón, siguiendo hacia el este el valle del Ebro. Cargando el gramófono, los discos y la radio en el coche, Pip salió en un convoy detrás de las tropas nacionales, que avanzaban rápidamente. Después las mandaron hacia el norte a Belchite, que había sido reconquistado por los nacionales el 10 de marzo. La ciudad estaba prácticamente destruida. Allí, Pip y Consuelo desescombraron y fregaron los suelos para acondicionar para el equipo uno de los edificios menos dañados. Haciendo cola para recoger agua de una fuente, le dijeron que había 85 prisioneros de las Brigadas Internacionales cercanas, la mayoría de ellos americanos, pero también había algunos ingleses. «Los fusilarán como siempre ocurre con los extranjeros». Al final del día comentaría: «jamás disfruté tanto de un día, pero nunca he estado tan sucia». Su buen ánimo se hizo añicos al día siguiente. Mientras estaba trabajando en el quirófano, unos soldados saquearon una de sus cajas de discos, 1000 cigarrillos, la pistola, y el peor golpe de todos, la radio que le había regalado Ataúlfo en Gibraltar por su cumpleaños. Luego tuvo que pasarse un día entero arrodillada en la orilla del río, lavando en el agua gélida las manchas de sangre de las sábanas de la mesa de operaciones. Su desánimo se agravó con las noticias del avance alemán en Austria. La angustió por su identificación comprensible con la causa nacional, que en aquel momento era también la causa del Eje. «Dios mío, espero que no haya otra guerra. Qué puedo hacer si la hay, ya que todas mis simpatías van a estar en contra de Inglaterra. Menudo infierno es la vida».[81]
La velocidad del avance franquista les obligó a mudarse a Escatrón, 40 kilómetros al este, en un recodo del río Ebro. Supuso un viaje por carreteras pedregosas a través de un panorama desolador, que contenía cadáveres, caballos muertos, alambres de espino y trincheras abandonadas. A Pip se le hizo algo más llevadero, ya que había recuperado la radio y tenía noticias de que Ataúlfo no estaba lejos. De hecho, se emocionó cuando recibió su visita, a pesar de que llevaba muchísimo tiempo sin poder bañarse: «Mi uniforme estaba negro y mis manos también, además las tenía hinchadas y ásperas, tenía la cara llena de polvo e iba sin pintar, y mi pelo estaba sucísimo y enredado». Al contrario que los soldados sucios que normalmente la rodeaban, Ataúlfo «estaba muy limpio y elegante», y le pareció «terriblemente atractivo y guapo, a pesar de que en realidad sea bastante feo». Escatrón se encontraba lo bastante cerca del frente como para estar al alcance de la artillería. A Pip los bombardeos le resultaban fascinantes: «Estaba muerta de miedo, pero por supuesto no lo dije». Pronto iba a vivir varios días de carnicería, que harían que su extraordinaria capacidad de resistencia llegara al límite. Los hombres malheridos aumentaban sin cesar. Iluminados por lámparas de aceite, ella y su equipo trabajaban incesantemente durante los bombardeos. Como la mayoría de sus compañeras estaban aterrorizadas y se refugiaban por la noche, Pip pasaba noches enteras con los pacientes, durmiendo vestida con su uniforme en la sala. Había poca comida, tanto para el personal como para los heridos. «Es horrible estar aquí en medio de los bombardeos todo el día, en una sala de heridos que suplican que se les traslade, y tan petrificados que pueden morir de miedo». Su resistencia era extraordinaria: «Bueno, todo termina antes o después de un modo u otro, aunque espero que esto no acabe porque hayamos muerto todos, lo cual es bastante probable si continúan bombardeando todo el día».[82]
A pesar de la terrible existencia en una auténtica hecatombe, Pip se alarmó por las sugerencias de que debían retirar el equipo del frente. Estaba encantada de avanzar, en medio de la noche, hacia Caspe, que habían tomado los nacionales el 16 de marzo. Conduciendo en plena oscuridad por carreteras empedradas, su coche tropezó con una piedra enorme y se averió. Al borde de la extenuación física y nerviosa, tuvieron que improvisar en Caspe un hospital nuevo. A medida que llegaban más heridos, se enteró de que le habían robado el coche (al que llamaba Fiona). Apenas había dormido en una semana: «Finalmente me acosté semiinconsciente hacia las once, después de que hubieran llegado más heridos. Si la vida sigue así más tiempo, vamos a morir todos. No hay quien aguante esto». Aun así, tras una noche durmiendo, estaba de nuevo al pie del cañón. Ataúlfo acudió con galletas, chocolate, tortas y vino y con el mensaje de la princesa Bea de que ya era hora de que Pip dejara de jugarse la vida. Lejos de aprovechar la oportunidad de marcharse, estaba decidida a quedarse en el frente.
La tensión seguía siendo intensa. Justo cuando pensaba que podía irse a la cama, traían a un gran número de heridos: «El suelo estaba lleno de camillas, había sangre por todas partes, todo el mundo gritaba, los pobres pacientes se quejaban y chillaban, y en lugar de irme a la cama todo volvía a empezar de nuevo». La experiencia inevitablemente estaba cambiando a Pip. El 21 de marzo, escribió: «¡Hoy hace seis meses que salí de casa y parece que han sido seis años! Me siento tan lejos de casa y en un mundo tan distinto que no puedo imaginar que regrese algún día». Dos años más tarde anotó: «¿Cómo puede una enfermera mirar a un hombre y no digamos tocarlo? No lo sé, después de todas las cosas desagradables que tienes que hacerles». A medida que adquiría mayor conocimiento, se desesperaba con las chicas de los pueblos que acudían a ayudar. En vista de las tribulaciones que había vivido, se sintió avergonzada cuando, en una inspección sorpresa, Mercedes Milá se quejó de que el hospital estaba sucio y de que las enfermeras iban maquilladas: «Después de todas las semanas de suciedad por las que hemos pasado, la primerísima vez que tenemos tiempo de ponernos un poco respetables, tiene que aparecer y decirnos que vamos demasiado pintadas». La reprimenda de Milá fue sumamente injusta. El flujo interminable de heridos hacía que las enfermeras se pasaran días enteros sin dormir. Pip se describió a sí misma con aspecto de «gato muerto». Durante algunas noches no encontró tiempo para escribir en su diario[83].
Inevitablemente el desgaste pasó factura. Aquejada ya de neurosis de guerra por el bombardeo de Escatrón, en los seis últimos días de marzo Pip pudo meterse en la cama dos veces durante seis horas en cada ocasión. Trabajaba en turnos de 42 horas con descansos de seis horas, que a menudo se interrumpían con la llegada inesperada de heridos horrendos. En medio de todo esto la invitaron a cenar con algunos de los amigos de Consuelo, que trabajaban con el general José Monasterio Ituarte. Monasterio era el jefe de la caballería nacional. En la batalla de Teruel había dirigido el último gran asalto de la caballería en Europa occidental. Durante la presente ofensiva en Aragón, sus brigadas montadas a caballo, apoyadas por la Legión Cóndor, corrían por delante del avance principal. A Pip, Monasterio le pareció encantador, «aunque muy callado y serio». Se alegró especialmente cuando anunció que habían encontrado su coche abandonado en una cuneta. La ocasión sirvió para que cargara pilas para el próximo traslado del equipo detrás del rápido avance nacional. Les mandaron a Gandesa, al sudeste, en la provincia de Tarragona (Cataluña[84]).
Una vez más fueron necesarios los milagros de la improvisación para empaquetar todo el equipo, además de los preparativos para los 27 hombres heridos de gravedad que había que dejar atrás. En Gandesa, el grupo de Pip tuvo que compartir el edificio de una escuela abandonada con un equipo italiano. Fue un cambio asombroso de personal y escenario, ya que llegaba la primavera después de las condiciones feroces en que había trabajado en el invierno. Los catalanes de Gandesa le resultaron irritantes y, junto con la práctica mayoría de los integrantes del equipo, le frustraba su incapacidad para entender el catalán. Los italianos en la otra parte del hospital parecían confirmar todo lo que se dice sobre su presencia en España —«muy afables y la mar de elegantes, pero demasiado amorosos»—. Un respiro en la llegada interminable de heridos le permitió superar el desgaste del mes anterior: «Estaba totalmente desesperada, harta de la vida y de todo lo que hago y preguntándome qué ha pasado en casa. Decidí que o bien me volvía loca o bien me emborrachaba». Optó por lo segundo y bebió jerez y brandy hasta marearse. Cuando recobró el conocimiento, escribió: «No me gusta pensar en lo que me estoy convirtiendo, emborrachándome tanto que a las seis de la tarde ya estaba mareada. Pasé media hora por un auténtico infierno, devolviendo de vez en cuando, con la tierra dando vueltas alrededor de mi cabeza». Ese episodio tuvo que dejarlo atrás inmediatamente, ya que un influjo masivo de heridos la obligó a sacar recursos asombrosos de fuerzas y competencia[85].
Finalmente, le dieron un fin de semana de permiso. La princesa Bea se había mudado a un palacio requisado en Épila, a 30 kilómetros al suroeste de Zaragoza, para estar cerca de los hombres de la familia que estaban destinados por allí. Ataúlfo ahora era piloto. Pip llegó a Zaragoza demasiado tarde para seguir de camino a Épila, con lo cual se quedó en el Gran Hotel. Más tarde lamentó: «Me sentí tan avergonzada de aparecer para la cena en el Gran Hotel con mi uniforme inmundo, los zapatos reventados, las medias rotas, la cara sin maquillar y despeinada». No obstante, salir del frente en estas circunstancias era algo que rara vez se les permitía a sus homólogas de los servicios de enfermería republicanos. Pip cenó con el destacado conservador británico Arnold Lunn, católico y exalumno de la Harrow School, que estaba en España escribiendo artículos sobre los «horrores rojos». Lunn era uno de los ingleses propagandistas a favor de los nacionales que había estado involucrado en el encubrimiento del bombardeo de Guernica. Para Pip, lo importante de estar con él era poder comer «buena comida con el número ideal de cuchillos y tenedores». Cuando Pip llegó a Épila, se deleitó con «su primer baño después de más de dos meses» y con la oportunidad de relajarse con toda comodidad con sus amigos. Ataúlfo la llevó para que recuperara su coche, que encontró sin ventanas, matrícula, herramientas, papeles y sin su pasaporte. El mecánico del general Kindelán arregló el vehículo. Es comprensible que lo que más valorara en este período fuera estar limpia, bien alimentada y sin pasar frío. Pudo ir a la peluquería y también fue de compras con Ultano Kindelán. Apenas podía imaginar un cambio más grande con respecto a los horrores de su equipo. El placer de las noches ininterrumpidas y la limpieza era «un pedacito del cielo». En el Gran Hotel de Zaragoza se encontró con dos conocidos suyos aristócratas, Alfonso Domecq y Kiki Mora, «que estaban borrachos como de costumbre y acababan de comprar un gran conejo blanco y un pato blanco». Después de perseguir a los dos animales por la entrada, Ultano cogió al pato y le ató del cuello y de las alas para que pudiera sacarlo a pasear. La sensación de liberación enorme después de las tribulaciones del frente dejó a Pip desorientada: «Nunca he odiado algo tanto en mi vida como la idea de volver al equipo. No quiero volver a ver un hospital en mi vida».[86]
No obstante, volvió al equipo, que ahora se había trasladado al sur de Morella en las abruptas y áridas colinas del Maestrazgo, entre Aragón y Castellón. El regreso fue un golpe inesperado: «Cómo odié verme repentinamente de vuelta en esa vida, las camillas llevadas con la sangre chorreando por el umbral de la entrada, el olor a anestesia, los sollozos y los gritos. Me he vuelto toda remilgada en los pocos días que he estado fuera». Su depresión quizá estuviera ligada con el hecho de verse fuera de combate por una enfermedad que la confinó a la cama con una fiebre altísima. Finalmente le diagnosticaron un principio de paratifoidea[87]. Como consecuencia, le concedieron unos días de convalecencia en Épila. Condujo hasta allí en su coche, que se estropeó en el camino por carreteras sin asfaltar. Entretanto, la princesa Bea había vuelto de la recién conquistada Lérida. Como parte de su trabajo con Frentes y Hospitales, la organización benéfica que proporcionaba asistencia social a los ancianos, las mujeres y los niños, entraba en la zonas ocupadas con las fuerzas nacionales[88]. Aún muy débil, Pip pudo quedarse porque su coche no estaba listo para el viaje de vuelta. Consiguió relajarse un poco, cotillear con la princesa Bea, jugar a las cartas y al pimpón con aviadores alemanes e italianos que estaban de visita. Incluso salió una tarde por Zaragoza con Ataúlfo. Fueron a un cabaret de mala fama, en «un antiguo teatro con mujeres semidesnudas que salían al escenario y no sabían bailar ni cantar. Una buena muestra de furcias de rubio platino y una multitud de soldados sucios, borrachos y ruidosos todos cantando y haciendo comentarios obscenos a gritos a todo el mundo[89]».
Durante su estancia en Épila, Pip conoció a Juan Antonio Ansaldo, uno de los aviadores españoles más famosos. Ansaldo era un as de la aviación, monárquico y fanfarrón, que en su día había organizado escuadrones del terror falangistas. Había pilotado el pequeño De Haviland Puss Moth en el que pereció el general Sanjurjo, el 20 de julio, en una pista en desuso llamada La Marinha en Boca do Inferno, cerca de Cascaes[90]. Ansaldo estaba al mando de uno de los dos escuadrones de Savoia-Marchetti 79 de la I Brigada Aérea Hispana, mientras que el príncipe Ali estaba al mando del otro. Su mujer Pilarón era piloto y enfermera. Le acababan de pedir que trabajara en la Ciudad Universitaria, a las afueras de Madrid. En las mismas puertas de la capital asediada, era la zona más peligrosa y normalmente no se les dejaba a las mujeres trabajar allí. Pip estaba decidida a averiguar cómo podía ir allí también como voluntaria[91].
Inevitablemente, después de los placeres de Épila —pimpón, música, comida decente, whisky e incluso un vuelo en un avión de la Luftwaffe—, el regreso a las obligaciones del hospital era deprimente: «Morella es el lugar más asqueroso y aburrido del mundo, no hay nada que hacer en todo el día». No se encontraba bien del todo porque todavía padecía la paratifoidea. Sin embargo, se alegró por la posibilidad de que se las propusiera a ella y a Consuelo, por su valentía bajo el fuego, para la Cruz del Mérito Militar con Distintivo Rojo, la condecoración por la valentía más alta que se le podía conceder a una mujer. Finalmente se la concedieron en mayo de 1939[92]. También la animó una carta de su madre el 5 de mayo, que estaba entusiasmada por una serie de artículos sobre Pip en la prensa británica. Margot le prometió un coche nuevo y una cuenta bancaria sustanciosa cuando regresara a casa y anunció una visita inminente a España. De hecho, Pip, que siempre se crecía cuando las cosas se complicaban, cobró ánimo cuando el hospital volvió a tener actividad, aproximadamente una semana más tarde. Una afluencia de heridos supuso que atendiera catorce operaciones en trece horas. Estaba enfadada con las envidias mezquinas entre las enfermeras y se sentía molesta por la hostilidad del capitán Ramón Roldán, el cirujano jefe del hospital. Como falangista, estaba profundamente resentido con los orígenes aristocráticos y los lazos monárquicos de Pip y Consuelo. Justo cuando Pip se enteró de que su madre llegaba el 19 de mayo, todo el hospital tuvo que trasladarse con las fuerzas nacionales que avanzaban acercándose a la provincia de Castellón, al pueblo de la Iglesuela del Cid. Cuando su maltrecho coche llegó hasta allí, Roldán las alojó a ella y a Consuelo en la mazmorra más sombría al lado del quirófano. Sin embargo, al día siguiente, el 23 de mayo, pudo irse de permiso para ver a su madre, que había llegado con su hermano John a la casa de la princesa Bea en Épila[93].
Obligaron a esperar a Margot hasta que Pip estuviera «desinfectada y despiojada» antes de poder verla. Cuando protestó a la princesa Bea sobre los horrores que estaba viviendo Pip, la infanta le contestó: «Te prometí, querida Margot, que la cuidaría como si de mi propia hija se tratase, y si tuviera una hija sin lugar a dudas estaría en el frente».[94] Pip pasó tres días con su madre en Zaragoza con visitas diarias a Épila. Una tarde, conoció a Peter Kemp, el inglés que se había ofrecido como voluntario en el bando de Franco y ahora era teniente en la Legión Extranjera Española. Le contó una historia espeluznante sobre el sadismo de su coronel. Un inglés había cruzado las líneas afirmando de forma creíble que era un marinero que había acabado en el frente después de emborracharse en Valencia. Cuando Peter Kemp pidió permiso para liberarlo, el coronel le ordenó fusilar al marinero. Kemp le miró, incrédulo, y el coronel le espetó: «¡Es más, fusílale tú o mandaré que te fusilen a ti!». Llevó al hombre al campo como era de esperar, se dieron la mano y fue fusilado. Pip comentó: «Mala cosa tener que hacer eso». Su relato implica que el mismo Kemp fusiló al hombre[95]. La consigna de Franco era fusilar a todos los extranjeros capturados. Se anuló el 1 de abril de 1938, cuando necesitó prisioneros para canjearlos por los 497 italianos capturados en Guadalajara.
Al volver a su equipo, todavía débil por la paratifoidea, Pip llegó a pensar en abandonar debido a las constantes humillaciones a las que el capitán Roldán las sometía a ella y a Consuelo. Una vez más, su mente logró evadirse del problema gracias al trabajo. Participó en la operación de una niña de doce años que había estado jugando con una granada que había explotado: «Creo que me impresionó más ver cómo la tratábamos y operábamos que cualquier otra cosa que he visto hasta el momento. No puedo soportar ver a los niños sufrir. Tenía sangre de los pies a la cabeza, todo su cuerpo era una masa de quemaduras y heridas superficiales, tuvimos que operarle las dos rodillas y amputarle un brazo por encima de la muñeca, pues la granada le había arrancado la mano de cuajo, amputarle el dedo pulgar de la otra mano (o lo que quedaba de él), ponerle puntos en dos agujeros en la frente y en un lado de la cara. Además, sufría una ceguera temporal en un ojo y una permanente en el otro. Está mejorando bastante, aunque se queja y grita todo el día, pues tiene unos dolores terribles. Ayer tuve una bronca terrible con Roldán para que permitiese a su tía quedarse con ella toda la noche». Para horror de Pip, Roldán planeaba que Consuelo no les acompañara cuando el equipo volviera a trasladarse. Sin embargo, Pip volvió a sufrir un ataque feroz de paratifoidea, de la que había estado aquejada los dos meses anteriores. Ambas se quedaron y buscaron refugio en otro hospital, donde se ofrecieron como voluntarias para trabajar en el puesto de base para urgencias justo en el frente. No obstante, la alegría de Pip por esta nueva oportunidad duró poco. Con casi 40º de fiebre, la mandaron a descansar a Épila. Permaneció allí un mes y, el 7 de julio, volvió a Inglaterra para una convalecencia de cinco semanas. La extenuación, el trauma de las experiencias en el frente, la grave enfermedad, todo ello le pasó una severa factura[96].
Llegó a Inglaterra exhausta. Pasó seis semanas recuperándose principalmente en Chirk y por poco tiempo en Londres, donde asistió a la lujosa boda de alta sociedad de su hermana Gaenor con Richard Heathcoat Amory, el 18 de julio. Fue la primera de las ocho damas de honor trajeadas con «vestidos al estilo antiguo de gasa blanca, con corpiños de escotes con forma de corazón y mangas cortas y anchas con cinturones estrechos de cintas de plata y tocados con flores blancas con lazos de encaje azul», lo que por supuesto no tenía nada que ver con la sangre, el horror y la suciedad del frente[97].
Con la salud restablecida, Pip partió de vuelta hacia España el 19 de agosto de 1938, acompañada por Consuelo, que había ido a visitarla a Londres. Viajaron por mar con dieciséis piezas de equipaje, «incluidos dos cajones de embalaje». Pip se sentía animada porque una adivina le había pronosticado que dentro de seis semanas estaría prometida en matrimonio: «Espero que esté en lo cierto, porque es exactamente lo que me propongo». Fue un viaje lento y aburrido hasta Gibraltar, donde se animó ante la posibilidad de ver a la princesa Bea y todavía más por recoger un coche nuevo, «muy grande e impresionante, con tapicería de cuero negra y marrón clara y todos los complementos». Su antiguo coche, ya sin ruedas, tuvo un final trágico en Épila, cuando el tejado del garaje se derrumbó sobre él. Al pasar algún tiempo con la princesa Bea y contando con que vería a Ataúlfo se alegró. De camino a Épila, se quedaron en la antigua ciudad romana de Mérida en Badajoz. Estaba repleta de aviadores que aguardaban en tierra por la contraofensiva menor de la República en Extremadura. «Me encanta estar aquí de vuelta. Adoro ver a todo el mundo de uniforme y una vaga atmósfera de guerra». En su ausencia, el príncipe Ali había sido ascendido a coronel y ahora estaba al cargo de la recién creada II Brigada Aérea Hispana, que estaba a punto de entrar en acción en el frente del Ebro[98].
Una vez en Épila, Pip no cupo en sí de alegría cuando se enteró de que Ataúlfo tenía catorce días de permiso y había planeado pasarlos viajando en coche por el sur de España con uno de sus compañeros de aviación alemán, llamado Koch. A ella y a Consuelo se las invitó a acompañarlos. Pip escribió en su diario: «Realmente debo casarme con ese hombre, pero parece que por el momento mi suerte no va por esos derroteros, pero si llevo esperando cuatro años supongo que puedo esperar más». Lo pasó estupendamente en el viaje, conduciendo por carreteras polvorientas a través de pueblos de casas blancas resplandecientes en el sol brillante, con burros que pasaban con las alforjas rebosantes de uvas: «Estoy tan contenta con la vida que no sé lo que hacer. Es divertido sentirse así. Deben de haber pasado años desde que sentí una seguridad desenfadada tal en la vida. Adoro cada momento». El idilio estuvo a punto de interrumpirse cuando Koch fue reclamado en Zaragoza por la incipiente crisis de Múnich. Parecía que Ataúlfo iba a tener que llevarle hasta allí en coche. No obstante, un regreso a Épila supondría que Pip y Consuelo iban a tener que buscar un nuevo equipo médico y volver a las responsabilidades del frente. El peligro desapareció cuando Koch voló de vuelta a Zaragoza y Pip pudo enamorarse más perdidamente de Ataúlfo. Desafortunadamente, mientras conducían de Sevilla a Málaga todo terminó. Él le contó a Pip que su madre había intentado casarle con su hermana Elisabeth y le llamó «mariquita» cuando puso reparos. Luego agregó: «Después de que muriera Alonso, le prometí a mamá que sólo me casaría con una princesa». Pip se hundió: «Una frase tan simple y todas las esperanzas y los fundamentos de mi vida quedan destruidos. Hasta que dijo eso, no me había dado cuenta de lo mucho en lo que había basado la posibilidad de casarme algún día con él». La versión de Ataúlfo sobre la infanta Beatriz era notablemente diferente a la que la princesa Bea le había contado a Pip y tal vez era un subterfugio igualmente endeble para evitar contarle que no estaba dispuesto a casarse con nadie[99].
Pip estuvo angustiada intentando armarse de valor para preguntarle a Ataúlfo si se hubiera casado con ella de no haber hecho la promesa. Si decía que sí, entonces intentaría que la princesa Bea le liberara de la promesa, pero si decía no intentaría seguir adelante con su vida. Habían llegado a Torremolinos, entonces un pueblo pesquero apartado y precioso. Al día siguiente, conduciendo hacia Málaga para ir de compras, le hizo la fatídica pregunta y él contestó que no. Sintiéndose en un gran aprieto, le dijo que no estaba enamorado de ella. Ella le contestó: «Lo sabía. Sólo quería saber exactamente cómo estaban las cosas. Por favor, olvida que te lo he preguntado». Entonces su educación aristocrática acudió al rescate y volvieron a hablar amigablemente de banalidades. «Así acabaron todas mis esperanzas, mis anhelos y mis ambiciones». De vuelta en el hotel de Torremolinos, se derrumbó y lloró «con la sensación de que se hubiera terminado el mundo». Pip pasó el día con sus amigos poniendo buena cara. Decidió utilizar sus recursos de autocontrol para disimular su desesperación y evitar que peligrara la amistad con Ataúlfo. Al final del día escribió: «Hoy ha sido el día más largo y triste de mi vida. Nunca más voy a darle a la vida otra oportunidad de golpearme». No obstante, al día siguiente su optimismo irrefrenable volvió a brotar y decidió mantener la esperanza mientras Ataúlfo estuviera soltero. «No voy a deprimirme ni a tomarme la vida en serio y muy a pecho —escribió—. La vida puede golpearme todo lo que quiera, pero yo seguiré riendo y fingiendo pase lo que pase».[100] De hecho, se trataba de una bravata. No mostró signo alguno de poder renunciar al doloroso gozo de su amor no correspondido.
La crisis de Múnich dio pie a hablar de una guerra europea. Refuerzos británicos estaban llegando a Gibraltar y se estaba reclamando a los camaradas alemanes de Ataúlfo para que volvieran a Alemania. En semejante compañía, Pip se sentía inclinada a culpar a Gran Bretaña. Junto con el revés emocional, la ambigüedad de su posición política la dejó confundida y triste. Con las vacaciones de Torremolinos acabadas, ella y Consuelo regresaron a Zaragoza y a Épila en un viaje accidentado, acompañadas por dos curas flatulentos. Las noticias constantes de la determinación de Hitler de tomar los Sudetes no contribuyeron a animarla, y su infelicidad se vio acrecentada cuando Juan Antonio Ansaldo la instó directamente a que se casara con Ataúlfo cuanto antes. A pesar de sus esfuerzos por permanecer estoica, estaba profundamente triste. Quizá intentando justificar que le había dicho que no la amaba, Ataúlfo estaba dando rienda suelta a su lengua viperina. Las desconsideradas burlas de Ataúlfo le hacían sentirse empequeñecida y sacaban toda su inseguridad: «Dios, cómo odio a Ataúlfo a veces. ¿Por qué, en el nombre del cielo, tuve que enamorarme de un canalla como él? Ahora quiero casarme y no puedo porque simplemente no podría casarme con otro. Quiero tener un montón de niños y no puedo. Ni siquiera puedo tener una aventura para desahogarme». La situación se hizo tan insostenible que estaba desesperada por volver al frente, a pesar de que interpretara algunas indirectas de la princesa Bea como que de hecho estaba a favor de que se casara con Ataúlfo[101].
La vuelta al frente se le complicó por una petición de certificados de notas y pruebas de servicios previos. No obstante, ella y Consuelo continuaron hacia Castellón, que estaba cerca del frente de Valencia. Allí contactaron con Roldán y consiguieron los certificados de servicio en su equipo. Entonces encontraron una vacante en un hospital de Calaceite en el frente del Ebro. Volvieron a Épila, donde asistieron a una gran fiesta dada por la princesa Bea a los aviadores alemanes. Pip se emborrachó gratamente, pero se sintió mal después por un coqueteo inútil con Ataúlfo. Al día siguiente, 26 de septiembre, escucharon el discurso de Hitler a los checos dándoles hasta el 1 de octubre para capitular. Duró dos horas y a Pip le pareció «bueno y moderadamente preocupante». De nuevo su situación la deprimía. Estaba acompañada por franquistas que luchaban junto a las unidades alemanas e italianas. «Si hay una gran guerra, estoy absolutamente perdida. No puedo quedarme aquí y no voy a luchar con Francia contra Alemania». Contemplando la posibilidad de guerra, escribió: «Sólo Dios sabe lo que haré si estalla una guerra. Supongo que tendré que irme a casa, pero qué infierno será tener que estar en el lado equivocado y no recibir noticias de Ataúlfo y del resto de la gente aquí».[102]
Empezar a trabajar en Calaceite el 29 de septiembre sirvió de poco para animarla. Había poca actividad en el hospital, y al principio no le gustaban las otras enfermeras, «unas tipas lúgubres». Los «heridos» parecían estar aquejados principalmente de arañazos en los dedos de las manos y de golpes en los de los pies. Pip ansiaba ponerse a prueba y sentirse útil. De hecho, a pesar de sus comentarios de autocensura, describiéndose con la sensación de ser «una vil lunática», leyendo entre líneas en su diario queda claro que era extremadamente competente y muy trabajadora. El director de su equipo, el teniente Magallón, le gustaba bastante, pero principalmente estaba deprimida por Ataúlfo. Se fue animando gradualmente a medida que el hospital iba teniendo más actividad. Los turnos de 29 horas eran muy habituales. Al igual que antes, algunas de las tareas de las que tenía que hacerse cargo eran profundamente perturbadoras —la más terrorífica, un chico de cuatro años que había estado jugando con una granada que le explotó en la cara—. A ella y el diminuto Magallón a menudo les tocaba estar de guardia juntos por la noche: «Prefiero escuchar la radio con un hombre que cotillear con once mujeres». Le gustaba porque le daba trabajos interesantes y porque le explicaba las cosas de un modo que mejoraba sus conocimientos de enfermería. Empezó a formarla para que fuera su ayudante de quirófano. Pip también empezó a llevarse bien con las enfermeras con las que tenía comidas muy divertidas. Como reacción a los horrores de la mesa de operaciones, bebían, cantaban y bailaban ruidosamente. Una noche a la luz de la luna, después de un día duro, armó su gramófono y bailó sola la rumba en la terraza, mientras los pacientes y colegas boquiabiertos miraban desde las ventanas. A Pip solían gastarle bromas sobre el peso. «Tengo el tamaño de una casa y apenas puedo abrocharme el uniforme». «Estoy igual de gorda que seis cerdos». Se estaba esforzando en olvidar a Ataúlfo sin mucho éxito. Asistió a unas cuantas corridas de toros en Zaragoza que no acabaron de gustarle. También le causó aflicción enterarse de que muchos de sus pacientes que tenían heridas en las manos eran sospechosos de haberse pegado un tiro ellos mismos para huir del frente y serían ejecutados[103].
De vez en cuando Pip acompañaba al doctor Magallón en sus visitas al pueblo. Caminando por las calles adoquinadas de Calaceite, le fascinó introducirse en la vida del pueblo, sobre la que escribió de forma divertida. Sus pacientes iban desde «un bebé adorable» a una abuela acostada en la cama entre montones de fruta almacenada («una de esas viejas brujas curtidas, calvas, delgaduchas y de unos cien años»). En una casa «no sabía si el paciente era hombre o mujer, pues tenía un gran bigote negro» (de hecho, se trataba de una mujer). Fue un breve intervalo. Pronto Pip enfermó gravemente de una infección de hígado y pasó diez días dantescos. Justo cuando estaba recuperándose, se enteró de que otra enfermera, Maruja, estaba difundiendo cotilleos sobre su relación con Magallón para promocionar la carrera de su propio amado, un tal doctor Torrijos. En cuanto a Pip, la relación era absolutamente inocente, pero sabía que Magallón estaba loco por ella. Durante su enfermedad, el doctor se encargó personalmente de su cuidado, sentándose a su lado en la cama para acariciarle la cara y el pelo. Entonces el frente avanzó. Franco pasó por Calaceite para dirigir la contraofensiva nacional de la batalla del Ebro que lanzó el 30 de octubre de 1938. En veinticuatro horas Pip estaba instalada en un nuevo hospital. Se sintió entusiasmada cuando, al buscar con Magallón y otra enfermera un lugar en la orilla del río para lavar las sábanas del hospital, la cabalgata ruidosa de Franco pasó y el mismo Caudillo les saludó[104]. Otros días, Magallón dirigía excursiones de pesca en las que se utilizaban granadas para aturdir a los peces. La salud de Pip seguía siendo, no obstante, causa de preocupación. Además de los problemas de hígado y disentería, presentaba una tos persistente que hacía sospechar a Magallón que tuviera tuberculosis. También tenía abscesos en las piernas y en el trasero. Consuelo amenazaba con escribir a la madre de Pip para que viniera a recogerla[105].
La relación que mantenían Maruja y el doctor Torrijos hizo que escribiera maliciosamente en su diario: «Romance en un hospital entre un esqueleto de gelatina y una marrana de tomo y lomo». Siguió coqueteando ligeramente con Magallón. «Parece que Magallón se pasa la vida haciéndome cosquillas, admito que las hace bien, y con un uniforme y un delantal almidonado no puede ir muy lejos si quiere, y eso es lo que quiere». Aunque no pasaba de eso, los chismosos del hospital disfrutaban inventando historias más procaces. Maruja en particular estaba decidida a echar a Pip y a Consuelo del hospital y a causarle problemas a Magallón. La enfermera había presentado un informe en el que Consuelo aparecía como una borracha y una drogadicta, lo que motivó que Mercedes Milá visitara el hospital y amenazara con echarlas. Finalmente, después de sufrir una humillación considerable, consiguieron convencerla de la verdad. No obstante, que la cuestionaran con semejantes disparates cuando lo único que quería era ser enfermera fue profundamente frustrante para Pip: «¿Por qué, por qué vine aquí? ¿Acaso la vida no volverá a ser divertida por mucho que intente disfrutarla? Dios, odio las guerras y todo lo que significan». Sin embargo, mientras reflexionaba sobre la maldad gratuita de Maruja, recibió una carta de Ataúlfo en la que le pedía que fuera a Épila. Por un momento su ánimo pareció mejorar, pero al reflexionar sobre la insensatez de ir a verle, volvió a sumirse en la depresión. Tuvo una discusión con el profundamente celoso Magallón y escribió con amargura sobre Ataúlfo: «¿Por qué demonios me tuve que enamorar de un mierda tiranizado por su madre, de ojos saltones y con la nariz roja?». Sintiéndose frustrada, y con más furúnculos y abscesos, añadió con su característica autolamentación: «Supongo que dentro de poco tendré que coquetear con Magallón. Sería tan agradable tener un roce sexual, pero no estoy segura de que se quedara en un simple roce. ¡Aunque en realidad no se le pueda hacer muchas cosas a alguien sabiendo que tiene el trasero cubierto de bultos!»[106]
Al menos, la guerra de guerrillas con Maruja cesó con la llegada de una nueva enfermera jefe llamada Isabel, amiga íntima de la madre de Consuelo, y que resultó tener mucha experiencia pero también ser de un rigor puritano. Pip se rindió a su frustración y pasó la tarde del 14 de noviembre, el día antes de cumplir veintiún años, «divirtiéndome con el manoseo y las cosquillas de Magallón, sobre todo cosquillas aunque también hubo una buena sesión de manoseo. Es ardiente aunque sea bajito, y hay que admitir que los médicos saben lo que se hacen». Su cumpleaños fue triste, ya que el único correo que llegó fue un telegrama de su madre. Su vida se volvió más deprimente con una reprimenda de Isabel, que le ordenó que no fumara, bebiera, dijera tacos, cantara, ni fraternizara con los médicos. «Más vale que me meta a monja, y no es mi forma de ser. No puedo evitar el haberme criado con mucha libertad y me saca de quicio que me espíen, me sigan y me traten o bien como una niña o una maldita furcia a la que se debe reformar. Estoy dispuesta a comportarme como una monja desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, pero al menos espero tener un poco de diversión después». Desesperada por la estrechez de miras que la rodeaba, se alegró con una visita de Ataúlfo y la princesa Bea, que trajeron jamón, queso, bombones, vermú, brandy, revistas y correspondencia. Ataúlfo se portó lo bastante bien con ella como para que empezara a suspirar por él de nuevo. Aquello, más la noticia de que su hermana Gaenor estaba embarazada, hizo que se autocompadeciera una vez más: «¿Por qué, por qué no se da cuenta ese bobo de que está tan enamorado de mí como algún día pueda estarlo de otra persona? Mi hermana menor está casada y va a tener un hijo, ¿por qué demonios no me puede pasar lo mismo a mí? Pero no puede ser y eso es lo que hay, no tengo más remedio que aguantarme».[107]
La tercera semana de noviembre, los nacionales habían expulsado a los republicanos del territorio conquistado en julio. Los republicanos se retiraron a través del Ebro hacia Cataluña. El hospital de Pip tuvo que ser trasladado de nuevo. Cuando pensaba en dejar el hospital, un legionario borracho le dijo que ella era para él como su propia madre. La Pip que siempre estaba deseosa de agradar se sintió conmovida y reflexionó sobre los consuelos de su trabajo: «De veras es la mar de agradable poder hacer algo por la gente y que estén agradecidos, aunque tenga que perder la paciencia con ellos a menudo. Me gusta que cuenten conmigo para todo. Cualquier cosa que les molesta, me llaman. A veces tiene que ver con su herida o enfermedad, a veces con la ropa, en otras ocasiones se trata de una pelea en la que tengo que decidir por ellos, a veces hago de intermediaria para que puedan salir a visitar a unos parientes o amigos. Prácticamente soy su madre, aunque Dios no quiera que tenga 47 hijos». Estas satisfacciones eran el poco consuelo suficiente para las envidias mezquinas que la rodeaban: «Todo el mundo cree que soy tan tranquila e impasible, que no me importan las riñas y los embrollos que hay, pero me estoy volviendo loca. Simplemente ver a los demás en semejante estado me hace fingir que estoy más tranquila de lo que parecería normalmente». A finales de noviembre, estaba en una casa de campo llamada Monte Julia en las desiertas colinas cerca de Tremp, en el norte de Lérida. Se volcó en acondicionarla como hospital, reuniendo asistentas en los pueblos aledaños y requisando muebles de casas abandonadas. Tener un coche en propiedad la puso en el corazón de la operación: «Me voy a comprar un uniforme de conductor y voy a dejar el puesto de enfermera. Parece que lo único que hago es conducir mi coche». Además, como consecuencia de sus diversas enfermedades, estaba adelgazando mucho. Por otra parte, haciendo caso omiso de los mandatos de la enfermera jefe, Isabel, estaba flirteando con Magallón, que aseguró estar enamorado de ella. Aunque Isabel sospechaba con razón de la relación, no le dijo nada a Pip, que la consideraba «una maldita vieja obscena y frustrada. Me pone lívida porque sé que si hubiera estado sentada toda la noche de guardia en silencio absoluto, hubiera llegado a la misma conclusión. ¿Y qué derecho tiene de pensar lo peor de mí?»[108]
Pip estaba asqueada por la extraña combinación de cotilleo malévolo y de ambiente de reformatorio en el hospital. Le fue difícil relacionar la envidia mezquina tras las denuncias a «las bonitas ilusiones de heroísmo y justicia con las que vine a este país inmundo». «Cada día pienso más en dejarlo todo y volver a casa. ¿Para qué voy a seguir ayudando a semejante hatajo de canallas a costa de encontrarme enferma y cansada y de estar llena de piojos y forúnculos? Y, sin embargo, sé que si vuelvo a casa y no tengo preocupaciones, me voy a preocupar tanto por Ataúlfo que va a ser peor. Así pues, estoy demasiado metida en esta guerra como para largarme y dejarla sin más para siempre». Siguió adelgazando, ya que cualquier cosa que comía le producía náuseas. Si por una parte estaba encantada con su pérdida de peso, se sentía igualmente preocupada porque le daban taquicardias sólo por subir las escaleras. Se arrepentía infinitamente de su devaneo con Magallon e intentó terminar con él discretamente. Aunque su mujer vino para estar con él, seguía importunando a Pip. Mientras conducía a la base del príncipe Ali en Fraga, 25 kilómetros al suroeste de Lérida, vio convoyes de camiones. Franco estaba preparando la ofensiva final de la guerra, contra Barcelona, lo que indicaba que el hospital volvería a ser trasladado[109].
El 22 de diciembre, se fue en coche a Épila e inmediatamente empezó a sentirse mejor. Fue a una peluquería de Zaragoza, pasó el rato con Ataúlfo y dejó atrás por poco tiempo los horrores del hospital. El día de Navidad se organizó totalmente a la inglesa, con pavo, pudín de ciruela y un árbol con lucecitas. Sin embargo, no tenía sensación de Navidad —en parte porque, a pesar de la hospitalidad de los Orleáns, le deprimía ser una extraña en los festejos de otra familia—: «Lo único que hace que me dé cuenta de que es el día de Navidad es que he comido demasiado y me encuentro mal». De hecho, también estaba triste por una carta de su madre. Al contarle una conversación que había tenido con la infanta en Londres, Margarita van Raalte le hacía llegar otra versión de la explicación de la familia Orleáns sobre la reticencia de Ataúlfo a casarse con Pip: «Dice que la princesa Bea me tiene muchísimo cariño, pero el príncipe Ali tiene las miras puestas en la realeza y que Ataúlfo no está enamorado de mí porque me conoce demasiado bien, aunque me tiene más cariño que a cualquier otra persona». A pesar de que volvían a asegurarle que era inútil tener esperanzas, su optimismo inagotable volvió a brotar: «No puedo reprimir mis sentimientos y, a no ser que pase algo inesperado, voy a seguir esperando hasta el día en que se case con otra. Al diablo con las esperanzas, porque tengo mucha paciencia y ningún otro deseo en la vida al que entregarme». Al menos recibió el breve consuelo de que, a las doce de las noche del 31 de diciembre de 1938, Ataúlfo la besó por primera vez en todos los años que le había conocido. Bailaron hasta el amanecer de Año Nuevo[110].
El 2 de enero de 1939, Pip y Consuelo estaban de vuelta en Monte Julia, donde no había heridos puesto que el avance nacional había avanzado rápidamente hacia Barcelona. La comida era prácticamente tan nociva como el ambiente entre las empleadas, que no tenían nada que hacer salvo cotillear. Magallón, enfermo de mal de amores, se había echado el farol con su mujer, Mercedes, de que se había acostado con Pip. A su vez Mercedes se había enterado por Consuelo de que no era verdad. Esta quería que Pip se enfrentara a él, pero Pip no veía de qué serviría tener una disputa. Escribió de forma flemática en su diario: «De buena gana le colgaría si no fuera porque le tengo cariño a su mujer y no veo por qué he de hacerle daño sólo por una cuestión de orgullo. Dios, qué cerdos son los hombres. El problema es que el muy bestia es muy capaz de enfadarse e ir por ahí con ese cuento. Me gustaría tranquilizar a su mujer diciéndole que me parece un chulo enano, feo, baboso y obsesionado por el sexo para que no tenga nada que temer. También me gustaría decirle a él lo que pienso y advertirle que si sale una sola palabra de su boca me voy derecha al teniente coronel». Decidió consultarlo con la almohada. De hecho, no hizo nada. En cualquier caso, estaba demasiado ocupada con la noticia mucho más emocionante de que la princesa Bea y el príncipe Ali se iban a mudar a Monzón, a 48 kilómetros al noroeste de Lérida, y apenas a media hora en coche. La princesa Bea le pidió que la ayudara con la mudanza y también que la acompañara en una inspección del frente[111].
Pip estaba aún más encantada por las noticias sobre la guerra: «Nuestro avance simplemente va disparado hacia Tarragona; cada día es mejor que el anterior». Cuando partió con la princesa Bea, los nacionales ya habían conquistado Tarragona y Reus. Al escribir en Mora del Ebro sobre su satisfacción ante la velocidad del avance en Cataluña, señaló: «El número de prisioneros que se toman a diario es colosal y apenas hay combates y heridos, especialmente por aquí». Se dirigieron en coche a Reus por tranquilas veredas a través de las colinas ocres salpicadas de olivos y almendros. Su viaje idílico no se condecía con el hecho de que estuvieran sólo un par de días por detrás de las fuerzas de Franco. Cuando alcanzaron a las tropas que marchaban sobre Barcelona, Pip empezó a registrar unos detalles fascinantes. En una fábrica, «todos los trabajadores y sirvientes» daban la bienvenida con placer —¿verdadero o fingido?— al dueño que regresaba. A las puertas de una de las barracas yacían los cuerpos de seis soldados republicanos: «Los mataron ayer por la tarde, así que son bastante inofensivos porque no huelen ni nada». Las carreteras estaban atiborradas de tropas «en grupos de unos cincuenta, cada uno con su bandera, cientos y cientos, sucios, sin afeitar, con pistolas, con el petate y las mantas a cuestas, todos terriblemente cansados, ya que habían hecho una media de 30 kilómetros diarios durante tres días». A través de los ojos inocentes y entusiastas de Pip emerge un cuadro único: «Es divertido ver las grandes ciudades recién tomadas; el Auxilio Social distribuyendo pan desde los camiones, los hombres pegando carteles en contra de los rojos y con “Arriba Franco” por todas partes, la gente limpiando las calles de escombros, poniendo los cables de teléfono, buscando casas, hospitales y oficinas, y docenas de simples observadores. Por desgracia, se echaba en falta la diversión de una población encendida por la alegría ondeando banderas y pasándolo en grande, ya que todos los catalanes son rojos, así no nos consideren del todo como libertadores heroicos[112]».
A pesar de la comodidad de viajar como la compañera de la princesa Bea, Pip tomó la valiente decisión de unirse al equipo médico del cuerpo de ejército marroquí. Suponía arriesgarse a disgustar a la infanta y renunciar a la posibilidad de encuentros frecuentes con Ataúlfo, pero «después de todo, vine aquí para trabajar». Para su pesar, Mercedes Milá no le permitió a su amiga unirse al mismo equipo. «Dios sabe que no quiero ir completamente sola a un nuevo equipo a millas de distancia de la princesa Bea y de su familia, donde no conozco a nadie y no hay nadie que hable una palabra de inglés o que tenga algo que ver con mi vida anterior». Su decisión era aún más valiente dado su propio cansancio de la guerra: «Hace un año estaba en Ventosilla loca de alegría porque al fin me iba al frente. Cuánto entusiasmo y vitalidad puede desgastar un año. Parece que hubieran pasado al menos cinco años desde que me fui de Ventosilla y estoy tan harta de la guerra… Si tengo que pasar otras Navidades en guerra, me moriré de depresión y de preocupaciones y enfermedades… ¡Ojalá acabe la guerra para que deje de preocuparme por Ataúlfo y pueda irme a algún lugar y no moverme, hablar ni pensar en un mes! Estoy agotada tanto moral como físicamente».
Sin embargo, como era habitual, su ánimo volvió a mejorar. Su nuevo equipo estaba en el agradable emplazamiento del elegante pueblo marítimo de Sitges, al sur de la capital catalana. Alojada en un hotel de moda, el sol y la playa la animaron, así como la noticia de que Barcelona había caído el 26 de enero. La perspectiva de encontrarse entre los primeros en entrar en la ciudad la emocionaba y le subió la moral el hecho de que ella fuera la enfermera más competente de su nuevo equipo y le dieran mucha responsabilidad. El 27 de enero, visitó Barcelona con el resto del equipo: «Es una ciudad preciosa, grande y amplia, y bastante indemne aunque muy sucia. Dimos una gran vuelta en coche. El puerto es una escombrera gracias al trabajo duro de la aviación. Las calles están atestadas de gente que muestran un entusiasmo considerable. Todo el mundo está gritando y animado, y las chicas marchan por las calles portando banderas. Las tropas que desfilaban estaban rodeadas de multitudes que les aclamaban y todo el mundo estaba eufórico. Sin embargo, en cuanto salías de las calles principales, donde estaba el jolgorio, la gente parecía malhumorada». Para su decepción, se ordenó a su equipo que permaneciera en Sitges, ya que el cuerpo de ejército marroquí no iba a participar en el resto del avance. Allí, con una energía asombrosa, sin ayuda de nadie creó un hospital en funcionamiento a partir del caos de camas rotas, del embrollo de sábanas y de las cajas de utensilios que había traído un convoy de camiones. Como había poca actividad militar, pudo conducir hasta la casa de los Orleáns en Monzón y quedarse maravillada con el nuevo uniforme gris de la Legión Cóndor de Ataúlfo. En Barcelona le contaron historias terribles de las checas comunistas, las mazmorras en las que se torturaba e interrogaba a los prisioneros políticos. Su hospital se trasladó a un manicomio de San Baudilio de Llobregat, y Pip estaba encantada de ser la única encargada. De hecho, la guerra estaba prácticamente acabada en Cataluña y se habló de enviar su equipo a Extremadura[113].
Mientras esperaban órdenes, pasó el tiempo llevando y trayendo a los oficiales y a las enfermeras a Barcelona. Su descripción del viaje con uno de los capellanes merece mención: «Matute es aburridísimo y no puede ver un coche sin meterse en él. Siempre quiere ir a alguna parte. Paramos en Vilanova y la Geltrú para repostar, e inmediatamente unos niños rodearon mi coche como de costumbre. Para mi sorpresa, el cura, que se había apeado, se abalanzó sobre ellos y se lio a mamporros con el periódico enrollado. La pequeña multitud se dispersó en un momento. Estaba furiosa porque me pareció muy innecesario, pues no hacían ningún daño». Cuando el cura se abalanzó sobre los niños por segunda vez, Pip le reprendió. Matute se alejó discretamente, mientras ella entretenía a los niños con un concierto en la radio de su coche. «Eran tan lindos, todos asomándose por las ventanas y mandándose callar los unos a los otros, bailando y haciendo que tocaban el violín». A su regreso, Matute reafirmó el matrimonio de la Iglesia con el Estado franquista, obligando a los niños perplejos a que cantaran el Cara al sol y dándoles un sermón sobre el significado de la letra del himno falangista[114].
Uno de los frecuentes viajes de Pip ilustró hasta qué punto había cambiado. Siempre había sido intrépida y no la amedrentaban los viajes espeluznantes sola por caminos de montaña con niebla densa o pasando por terrenos inundados. Si algo había hecho la guerra, inevitablemente era endurecerla. El 16 de febrero, sufrió un accidente. Entrando en Barcelona, con el propósito de maniobrar el coche entre los convoyes de camiones por carreteras estrechas, no vio a una anciana que se le metió en el camino y no pudo frenar a tiempo. La mujer se asustó y tuvo magulladuras, pero aparte de eso salió ilesa. Al principio, Pip se horrorizó pero se recuperó rápidamente, comentando más adelante: «He adquirido una sangre fría instantánea en esta guerra al no poder mostrar mis sentimientos en mi trabajo cuando por dentro me estoy retorciendo. Y desde que nos bombardearon en Escatrón, tengo un control absoluto sobre mí misma, lo cual es muy útil».[115]
Pip consiguió que su madre mandara 500 colchas, mucha tela blanca, capas y botas, así como licor de melocotón y 10 000 cigarrillos. Condujo durante veinte horas hasta Sanlúcar, para pasar su permiso con Ataúlfo. Finalmente empezaba a recuperarse de los estragos de la guerra: «Vivo en una especie de confusión de paz y placer. El problema constante de medir mis pasos con Ataúlfo para que nunca parezca que somos algo más que buenos amigos cuando realmente lo que deseo es estar cerca de él, tocarle y demás es divertido, a pesar de los disgustos y de la frustración. Es como un juego. Me dejo llevar hasta el punto de atreverme a coquetear, pero sin pasarme de la raya ni tan siquiera con una mirada. No sé por cuánto tiempo mantendré el autocontrol y la placidez de ser capaz de seguir así, pero por el momento apenas enturbia mi felicidad, más bien le añade cierto sabor, si es que hace algo. No existe el pasado ni el futuro y vivo gloriosamente el presente aquí con Ataúlfo». Pasaron horas idílicas trabajando en el jardín de El Botánico. La única nube en el horizonte era la cantidad de alcohol que estaba bebiendo: «Es una vergüenza. Incluso termino el desayuno con brandy». Era una señal de la factura que le había pasado la guerra. El sábado 25 de febrero, pasó la noche en Sevilla. Se puso como una cuba y bailó con Ataúlfo en un club nocturno hasta el amanecer. «Fue una noche maravillosa, no había nadie en el mundo para nosotros». Pagaron las consecuencias a la mañana siguiente, cuando partieron para un largo viaje en coche a Épila con las correspondientes resacas. Llegaron justo cuando la radio estaba anunciando que Gran Bretaña y Francia habían reconocido a Franco. El final de la guerra era inminente. Esto la alegró inmensamente, pero la sombra de una gran guerra pronto la desanimó. Fue un reflejo del ambiente germanófilo y antisemita en la casa del príncipe Ali que escribiera en su diario: «Las noticias sobre Inglaterra hoy por la noche son una vez más sobre los preparativos para una guerra a la vista de la crisis inminente. No hay crisis, pero como los judíos han jurado tener una guerra europea veremos lo que nos aguarda esta primavera. Supongo que estallará una guerra pronto».[116]
Con la guerra civil terminada, Pip no tenía mucho que hacer. Inevitablemente, fuera del caos del frente, sus pensamientos se centraron en Ataúlfo, al que veía con frecuencia. El placer que ello le producía se vio enturbiado por los indicios de que la princesa Bea empezaba a preocuparse por la relación entre ambos: «De alguna manera parece que se ha filtrado una sensación extraña en el ambiente. Es imposible de explicar y quizá es sólo producto de mi imaginación, pero ha habido tantos pequeños sondeos, comentarios intencionados y miradas significativas».[117] De hecho, había varias razones por las que podría haber sido así. Si Ataúlfo se encariñaba con ella, pondría en peligro las esperanzas del príncipe Ali de que su hijo se casara dentro de la realeza. No obstante, es más probable que la princesa Bea intuyera que su hijo jamás se casaría y quería evitarle el sufrimiento a Pip. Todo esto ocurría mientras la zona republicana se estaba desintegrando en una miniguerra civil entre el gobierno y las fuerzas anticomunistas del coronel Casado. Habían trasladado el equipo de Pip a Don Benito, en la provincia de Badajoz. En sus mejores tiempos, Don Benito había sido un pueblo gris y, acribillado por los obuses y las bombas, no le quedaba ningún encanto. Para colmo de males, le preocupaba perderse la entrada triunfal de los nacionales en Madrid. Tal como resultó después, pasó un tiempo agradable tomando el sol y montando a caballo. Además, estaba lo bastante cerca de la familia para visitar a los Orleáns, que en ese momento se encontraban en Talavera de la Reina. Su paz interior se interrumpió brevemente con la noticia de que los alemanes estaban entrando en Eslovaquia a mediados de marzo[118].
El 22 de marzo, su equipo se mudó a Pueblonuevo, en Córdoba —«un pequeño pueblucho inmundo»—. Se sentía deprimida: «Dios, ¡que termine esta guerra! Estoy hasta las narices y me voy a volver loca de atar dentro de poco». Los nacionales estaban preparando la marcha final sobre Madrid. Las condiciones en el nuevo hospital de Pip eran primitivas: «Es un infierno tener que empezar de nuevo esta guerra cuando todos creíamos que había acabado. Estoy harta de la guerra y no quiero volver a trabajar en mi vida. Mi peor preocupación es el pavor a que estalle una guerra europea, aunque parece que las cosas se están tranquilizando».
Le horrorizaba ir de un pueblo desapacible a otro aunque, de hecho, el final estaba cerca. Le permitieron abandonar su equipo médico, y después de una búsqueda complicada por las sierras heladas cerca de Ávila, consiguió reunirse con la princesa Bea. La infanta estaba a punto de entrar en Madrid con los Frentes y Hospitales, y Pip pasó a ser parte del personal que preparaba comida y mantas para llevarlas a la ciudad hambrienta que habían sitiado durante dos años y medio[119].
El 26 de marzo, un avance gigantesco prácticamente no encontró resistencia a lo largo de un amplio frente. Al día siguiente las fuerzas de Franco entraron en un Madrid escalofriantemente silencioso. Cuando Pip se enteró de la noticia, se sintió exultante: «Un día que ningún español olvidará, ni yo tampoco. Ha sido tan increíble que no sé cómo empezar a describirlo. Al fin, al fin estoy en Madrid, y dudo de que algún otro inglés haya entrado por primera vez en la vida en condiciones similares». El 28 de marzo, la infanta, con Pip y un convoy de camiones con abastecimientos, entraban en Madrid antes que el grueso de las fuerzas nacionales. Pasaron por el paisaje lunar de la Ciudad Universitaria, la línea de frente marcada por fortificaciones gigantescas y edificios destruidos. Mientras se dirigían lentamente al centro, los niños hambrientos saltaban de alegría cuando les daban chocolate. Hubo escenas emotivas cuando los derechistas, que habían estado escondidos desde el comienzo de la guerra, salían de las embajadas y las legaciones donde habían estado enterrados vivos dando tumbos a la luz. A Pip le apenó el daño al magnífico palacio de Orleáns de Madrid. Gran parte de la fachada estaba dañada por el fuego de obuses. Un tabor de mercenarios moros se había alojado allí y habían llenado el patio de ovejas, cabras y bueyes. No obstante, las habitaciones del piso superior y la mayoría de los muebles estaban intactos[120].
Al día siguiente salieron de Madrid en coche por el nordeste, pasando por Guadalajara para inspeccionar la finca de la princesa Bea en Castillejo. A lo largo del camino de cien kilómetros entre Guadalajara y Tarancón, no vieron tropas nacionales, aunque pasaron sin incidentes por 40 000 republicanos desmoralizados. «A lo largo de la carretera, unos iban en una dirección, otros en otra, en grupos de dos o tres, o diez y doce. Todos parecían terriblemente cansados, pálidos y extenuados, pero muy animados. Muchos cojeaban y apenas podían andar. Todos llevaban sus mantas y sus bultos a hombros, pero no llevaban armas». La finca de Riba de Saelices que Bea no había visto desde la marcha de la familia de España en abril de 1931 estaba hecha una ruina, con sus kilómetros de arbolado talados y la casa convertida en una cuadra. A su regreso en Madrid, acompañó a la infanta en una ronda interminable de visitas a hospitales, puestos de socorro y comedores. El tiempo era frío y húmedo, y en las condiciones que resultaron de la guerra parecía que la mayoría de la gente estaba aquejada de resfriados o gripes. El aburrimiento pronto apareció y, como otros, Pip comenzó a «pensar en la guerra asquerosa que aborrecíamos como “los buenos viejos tiempos”». A Ataúlfo le afectó de forma similar y estaba arisco y malhumorado con Pip y con su madre. Toda la aviación estaba afectada por la muerte, en una exhibición aérea, de Joaquín García Morato, el gran as de la aviación nacional.
Al menos Pip se animó al mudarse a la nueva vivienda de la familia Orleáns, una casa magnífica que había sido la sede de la legación turca. Asimismo, estaba ocupada montando el comedor de la base aérea de Barajas, en la carretera de Guadalajara que salía de Madrid. Escribió sobre su trabajo de beneficencia en Frentes y Hospitales: «Siempre las mismas peleas y molestias. Oh, cambiaría mi reino por no volver a ver un hambriento o una lata de leche o de Bovril». Estaba sufriendo la típica decepción de volver a la vil normalidad de un país devastado por la guerra. El final de las hostilidades suponía no seguir sobreviviendo a golpes de adrenalina. Para Ataúlfo, para el príncipe Ali y para muchos otros se trataba de un tiempo para pensar en los compañeros muertos. Desde luego el hecho de que hubiese poca comida no ayudaba en el ambiente. Pip seguía adelgazando, pero esta vez no le gustaba. Además, el trabajo de beneficencia era tedioso: «Estoy tan harta de todo este fastidio, de las preocupaciones y de llevar uniforme, y de no hacer nada entretenido». Las casas de socorro ofrecían escenas y olores horrendos. Sin embargo, nada podía impedir que Pip volviera a la resplandeciente vida social de Londres que había dejado dieciocho meses antes: «No soporto la idea de dejar esto, porque después de todo no es que sólo podría sino que debería ir a casa, pero será tan duro tener que empezar la vida de nuevo». Se refería a la vida lejos de Ataúlfo. En la oscura tarde del Sábado Santo, él tocó el piano para ella y la idea de separarse en un futuro la sumió en la tristeza[121].
A pesar de un telegrama de su madre que la ordenaba volver a casa, Pip se quedó haciendo más trabajo de beneficencia. El príncipe Ali estaba dedicado a la organización de varios desfiles triunfales de la Legión Cóndor y de la Regia Aeronáutica Italiana. El 20 de abril, Pedro Chicote, el propietario del bar de Madrid más de moda, dio un cóctel para el Frentes y Hospitales. La anfitriona era Pilar Franco Bahamonde, la hermana del Caudillo. Pip conoció a su hija, Pilar Jaraiz Franco, que había pasado gran parte de la guerra en cárceles republicanas. Pensó que «parecía la chica más boba y menos interesante, que nunca ha hecho nada salvo pasárselo bien». No podía estar más equivocada. Pilar Jaraiz más tarde se haría socialista y escribiría una de las críticas más sagaces de la familia y del régimen de Franco. Otros días los dedicaba a visitar hospitales y a hacer esfuerzos desesperados por conseguirles suministros. En concreto un hospital oncológico le pareció «demasiado horroroso como para expresarlo con palabras. Todos agonizando, pálidos y verdes, y medio locos». La tuberculosis abundaba en Madrid. Con 70 000 casos, los hospitales no daban abasto. A pesar del grave riesgo de infección, Pip se dedicaba a visitar a los enfermos graves en sus casas con asiduidad, a distribuir comida y a vendar úlceras y llagas. En el barrio obrero de Vallecas se encontró con escenas de una plaga medieval: «Nos encontramos con un matrimonio de 56 y 60 años en la cama, negros de porquería y en los huesos. Tenían las manos y las piernas llenas de úlceras y ampollas, que sangraban y echaban pus y agua, vendadas con trapos. Durante dos meses se habían alimentado con mondaduras de naranjas y unas pocas cebollas que habían encontrado pudriéndose en un estercolero». «Una mujer de 48 años que aparentaba 70, un esqueleto con las manos y la cara con costras por todas partes y con el pus entrándole en los ojos de modo que no podía abrirlos». Los tísicos hambrientos y la gente trastornada por los años que habían pasado escondidos se convirtieron en escenas habituales para ella. Después de horas de visitas, trabajaba hasta tarde por las noches, mecanografiando informes para hospitales[122].
La princesa Bea escribió a Margot de Walden sobre su admiración por el carácter y el trabajo de Pip: «Ahora en Madrid hemos encontrado a la población en unas condiciones deplorables, con escenas de hambruna. Hemos tenido que hacer las visitas por separado porque había tantísimo trabajo. Pip ha cuidado a esta gente, les ha puesto inyecciones y les ha llevado comida. Por la noche mecanografiaba informes para los hospitales absolutamente sola y en un perfecto español… Donde no había un médico al que recurrir, ella hacía el diagnóstico… llevaba a los enfermos de cáncer al hospital oncológico, a los tuberculosos al sanatorio… Nunca se equivocó… Su inteligencia y paciencia han sido asombrosas. Todo esto sin un público, y sin tener un solo día de diversión. Ahora es conocida de un extremo de España al otro… nunca nerviosa ni impaciente. Quiero que sepas todo esto porque en la ordenada Inglaterra quizá nunca la hayas visto sacar adelante una carga de trabajo sin ayuda como lo ha hecho en Madrid».[123]
Las visitas poco frecuentes de Ataúlfo simplemente dejaban a Pip —y desde luego a su madre— tensas. Al no estar involucrado en su frenético trabajo de beneficencia, andaba alicaído por la casa y tenía broncas con la princesa Bea, que después le iba a Pip con su angustia consiguiente. Pip escribió en su diario: «De todas formas, la vida es tan inútil. Casi deseo que Ataúlfo no hubiera venido. Tal y como están las cosas, prácticamente estoy dando las últimas boqueadas. No quiero ver a Ataúlfo. Quiero que me dejen en paz sin más trabajo ni más emociones». A principios de mayo, a Pip le fue concedida la cruz militar por su valor en Escatrón. También sirvió las bebidas en el aeródromo de Barajas cuando Franco fue a presidir el desfile aéreo de la aviación nacional que incluía a alemanes y a italianos. El Caudillo no la impresionó: «Franco es un hombre bajito, del tamaño y con la forma de una pelota de tenis. Estaba tan gracioso al lado de Kindelán, un viejo enorme, larguirucho y encorvado y del todavía más alto y larguirucho Queipo de Llano». De hecho, la ronda de desfiles y marchas de la victoria, de cenas de celebración y cócteles anunciaban que se acercaba el regreso inexorable de Pip a casa. En una cena en el Ritz estuvo sentada desconsoladamente mientras veía a los otros bailar, añorando a Ataúlfo y reflexionando. «Va a ser un esfuerzo desorbitado acostumbrarse a disfrutar bailando con otro». Después de una visita al palacio de Felipe II en El Escorial, el domingo 14 de mayo, escribió: «Cada día amo más a España y odio más tener que irme. Volveré, pero nunca será mi país como lo es ahora». Al día siguiente estaba todavía más deprimida, ya que Ataúlfo se marchaba a Alemania con la Legión Cóndor. Estaba de todo menos resignada cuando escribió: «No soporto la idea de que todo esto haya acabado. Nunca podré ser una más de la familia aquí. Me alojaré con ellos, pero nunca volverá a ser lo mismo. Dios sabe cómo, cuándo y dónde Ataúlfo y yo volveremos a encontrarnos una vez me haya ido de España. Y tengo que irme. Cómo odio a la vida por hacerme esto. Quiero casarme y tener un montón de hijos y un montón de diversión. Y no puedo hacerlo ni tampoco puedo ser feliz».[124]
El 17 de mayo, a Pip le entusiasmó que el príncipe Ali la llevara en un bombardero Savoia-Marchetti 79 y la dejara pilotar durante diez minutos. El mismo día cenó con Peter Kemp, que la presentó al comandante Hugh Pollard. Pollard era un oficial retirado del ejército, agente secreto y aventurero. Había ayudado a hacer los preparativos del Dragon Rapide, que fue desde Croydon el 11 de julio de 1936 para recoger a Franco en las islas Canarias y llevarlo a Marruecos para unirse al alzamiento militar[125]. Haciendo honor a su fama de mujeriego realizó insinuaciones indecentes a Pip. En cuanto a Kemp, al parecer era bastante más romántico y le declaró su amor, lo que le brindó la oportunidad de poner celoso a Ataúlfo, pero el tiro le salió por la culata, empeorando las cosas entre ellos. Sus últimos días en Madrid empezaban a parecerse a su vida en Londres antes de que viniera a España —una frenética sucesión de cócteles, cenas y el coqueteo que continuaba con Peter Kemp—. Aquello terminó cuando se indignó con los intentos persistentes de él de sonsacarle información militar de sus amigos para pasársela al agregado militar británico. Cuando se despidió de Ataúlfo en la víspera de su partida a Alemania, hablaron sobre su próximo encuentro. Pip le comentó que este se produciría en el aire en la próxima guerra, y él contestó que la derribaría. «Y así termina el episodio más feliz, más infeliz y memorable de mi vida hasta la fecha».[126]
Frentes y Hospitales se disolvió a finales de mayo y Pip ya no tenía nada que hacer. El lunes 5 de junio, cogió el barco para Inglaterra y volvió a la casa de Seaford cuatro días después, el viernes. Una de sus primeras tareas era informar de la situación española a la reina exiliada Victoria Eugenia, la prima de la princesa Bea. Reflejando los prejuicios aristocráticos de los Orleáns, le contó «lo roja que es la Falange y que Serrano Suñer es ambicioso, egoísta y no se puede confiar en él». Buscó ocupaciones, pero se sentía desesperadamente sola. Escribió sobre el contraste entre sus ejércitos de amigos y el hecho de que «dentro de mí no hay nada más que un simple vacío de soledad». Todo estaba relacionado con Ataúlfo y además ahora no había ninguna guerra ni trabajo de beneficencia que la distrajera: «Le pido a Dios que sea capaz de quitármelo de la cabeza cinco minutos al día. Si me compro ropa, es porque puede que él la vea; si escucho jazz, quiero bailar con él; si oigo un chiste, quiero contárselo; si veo algo bonito, deseo que él también esté allí para verlo».[127]
Después de sus experiencias en la guerra y con la familia Orleáns, la vida en Londres nunca volvería a ser lo mismo. No había vuelta atrás. Pip se sentía completamente perdida. Su hermana comparaba la situación con los que volvieron de Francia después de la Primera Guerra Mundial, cosa que ella misma confirmó años después a su propio hijo. Desde luego, no era extraño para los que habían estado en España encontrarse con la incomprensión de sus contemporáneos sobre lo que había pasado durante la guerra civil. Incluso su hermana, con la que había tenido una relación muy estrecha, ahora parecía una extraña, al haber crecido y haberse casado. Gaenor inevitablemente estaba preocupada por asuntos diferentes a los que las habían unido años atrás. Tras los rigores de España, Pip se entretuvo con las distracciones típicas —las carreras de caballos, los cócteles, los bailes y las frecuentes visitas a la peluquería, las modistas y las tiendas—. A pesar de que era infinitamente más agradable que la vida en un hospital en el frente, no le encontraba sentido. El 19 de junio, conoció a las grandes estrellas del teatro Flora Robson y John Gielgud. Adquirió un coche nuevo, pero realmente tenía la cabeza puesta en una posible visita de Ataúlfo.
Se propuso censurar su diario para publicarlo. Pip estaba convencida de que era publicable y empezó a editarlo. Su lápiz censor parecía tener dos preocupaciones principales. Una era asegurarse de no contar nada sobre el príncipe Ali, la princesa Bea o el resto de la familia Orleáns Borbón que pudiera ponerles en un aprieto. En vísperas de la guerra, también eliminó referencias a los pilotos de la Luftwaffe que había conocido a través de Ataúlfo, así como su angustia ante la perspectiva de ir a la guerra para combatir contra aquellos que consideraba sus amigos. El estallido de la Segunda Guerra Mundial hizo que los posibles editores se echasen atrás. A partir de entonces, dijo que no podía soportar mirar su diario[128].
Ataúlfo llegó a Londres a comienzos de julio, «muy guapo, moreno y saludable». Sin embargo, puesto que sus compañeros alemanes le habían estado preguntando por qué no se había casado con Pip, se mostraba reticente a pasar demasiado tiempo con ella, por «no dar que hablar aquí también». Pip se dio cuenta una vez más de que no tenía intención alguna de casarse con ella: «En primer lugar, no está enamorado de mí; en segundo lugar no tiene dinero, luego no puede casarse con nadie; por último, le ha prometido a la princesa Bea casarse sólo con una princesa». Con el sofisma brillante del autoengaño y la desesperación, se consolaba con que «si estaba realmente seguro de que no quería, no tendría que decidirse sobre esto tan a menudo». De hecho, lo pasaron tan bien juntos que se atrevió a mencionar el tema de su futuro. Volvió a desmoronarse cuando le confirmó lo que ya sabía: que no la amaba y que no se casaría con ella. Pensó en viajar para olvidarlo. Es extraño que, el 19 de julio, fuera en coche a Sanlúcar con Consuelo[129].
De hecho, el calor de su amistad con Ataúlfo no había disminuido. Estaban juntos en Sanlúcar cuando estalló la crisis de Danzig. Erróneamente pensaba que el pacto nazi-soviético hacía que la guerra fuera menos probable. Las cosas salieron bien hasta que Ataúlfo tuvo que partir a Yugoslavia el 30 de agosto. Al día siguiente Alemania declaró la guerra a Polonia. Siguiendo la corriente al príncipe Ali, Pip estaba dispuesta a culpar a Polonia del estallido de la crisis. Cuando declararon la guerra a Alemania, creyó que tenía que volver a Gran Bretaña, sintiéndose angustiada ante la perspectiva de otra guerra: «Estoy hasta las narices de los hospitales, de los uniformes, de los cadáveres y de todo lo que tenga que ver con ello. Lo detesto todo». Valerosamente cruzó en coche España y la ahora beligerante Francia hasta llegar a Londres, el 9 de septiembre. La casa de la familia en Seaford se había convertido en el cuartel general de la Cruz Roja[130]. Pip se tomó la guerra muy mal, ya que definitivamente la separaba de Ataúlfo. Incluso llegó a tener tendencias suicidas: «De buena gana me moriría mañana si no me hubiesen educado para pensar que es una cobardía suicidarse. Nunca creí que lo desearía. Pero ¿hay algo por lo que valga la pena vivir? He perdido a la única persona que amo y que siempre amaré. Puede que llegue a acostumbrarme a la herida, pero jamás la olvidaré ni se me curará».[131] Rechazaba sin más cualquier posibilidad de que el comportamiento de Ataúlfo pudiera deberse a la homosexualidad. Aún estaba enojada porque, cuatro años antes, Moke Fitzclarance había ido contando que Ataúlfo era «marica» por no haber aprovechado la oportunidad de besarla en un taxi[132]. Así pues, para combatir su humor de perros, Pip se lanzó a una vida desaforada en fiestas y bebía demasiado. En una ocasión conoció a un hombre llamado Christopher Hobhouse, quien le pidió que se planteara trabajar para el espionaje británico en España, una sugerencia que despachó indignada por considerar que era algo así como fisgonear a sus amigos. Tenía una resaca constante. El alcohol se estaba convirtiendo en su respuesta al vacío de su vida después de España. Escribió: «Ojalá pudiera detenerme según me lanzo a estos ataques de felicidad febril cuando estoy harta de la vida». Su melancolía se intensificó por las noticias de que una disminución de la fortuna de la familia podía suponer la pérdida de la casa de Seaford y del castillo de Chirk[133].
Aquel período de guerra sin tiros le resultaba insoportable. Ataúlfo seguía siendo lo principal en sus pensamientos. La obligaron a asistir a charlas sobre la contienda y anhelaba interrumpir y contarles a los ignorantes ponentes los verdaderos efectos de los bombardeos. Una visita de John Geddes no supuso nada especial para ella y sentía que se iba endureciendo y amargando: «No podré aguantar este dolor constante mucho más. Soy incapaz de comer y dormir, la comida me provoca náuseas y cada vez que cierro los ojos veo a Ataúlfo». A veces recibía breves telegramas y cartas de él, pero únicamente la hacían llorar y sufrir cuando consideraba que podrían pasar años antes de que volviera a verle. Si hemos de creer a su diario, bebía mucho whisky y brandy por la noche, alternando con Bromo-Seltzer por el día. Los hombres que conocía simplemente la aburrían[134].
A principios de noviembre, empezó los estudios oficiales de enfermería en el hospital de Saint Thomas. Después de su experiencia en España, la mortificaba que la trataran como una absoluta novata. El 8 de noviembre, escribió: «Nadie puede aguantar mucho tiempo levantándose a las 7.30, pasando el día en el hospital, bailando hasta las seis de la mañana, durmiendo una hora, comiendo sólo una vez y bebiendo demasiado. Más vale que me serene porque si no me va a dar un colapso nervioso. Ya me parezco a la ira de Dios». Después de haber dirigido prácticamente un hospital en el frente, el hecho de que no le dejaran hacer nada más complejo que hacer las camas le comía la moral: «He perdido todo lo que quería en el mundo desde entonces [la última vez que había visto a Ataúlfo], lo más deprimente de todo, mi optimismo. Hoy hace un año que Consuelo y yo estábamos llevando sin ayuda un hospital con 82 camas y teníamos 36 nuevos pacientes. Este año fui al hospital Saint Thomas e hice dos camas en una sala vacía y me enseñaron algunas cosas que ya había hecho cientos de veces». Al día siguiente cumplió veintitrés años, una jornada que se vio animada por los telegramas de la princesa Bea, del príncipe Ali y de Ataúlfo. Las sugerencias de que volviera a Sanlúcar la alegraron, así como una tarea en la sala de curas de hombres del hospital: «Hay algo muy gracioso en limpiarle el trasero a un policía de Londres».
Su abatimiento finalmente empezó a desvanecerse tras recibir la invitación de una conocida de la alta sociedad, Maureen Schreiber, para que se trasladara a un hospital de campaña en Francia, en enero de 1940. Se trataba de un obsequio de lord y lady Hadfield para los franceses y estaba organizado por Mary, la mujer del general de brigada Spears, era muy grande y estaba bien equipado, con trece médicos, equipos de rayos X, 100 camas, camiones y tiendas de campaña. Pip accedió sin albergar grandes ilusiones. No había emoción, sólo un sentido del deber y una necesidad imperiosa de tener algo que la distrajera del interminable anhelo por Ataúlfo: «Tengo que hacer algo y esto será más o menos lo mejor. Preferiría con creces ir a España y hacer como si nada de esto existiera, pero no puedo, así que más me vale trabajar… Voy a pasarme toda la vida vagando de guerra en guerra, de un hospital a otro sin objetivos ni ambiciones… Me he agotado con una guerra y ya sé cómo es, así que no será una aventura». Le apetecía muchísimo ir a Sanlúcar, pero no se atrevía porque sabía que sólo podría estar por poco tiempo y que el dolor de la separación sería todavía más insoportable. Por lo tanto, se obligó a aceptar la invitación de unirse al equipo de ambulancias de Hadfield-Spears[135]. Hastiada por su experiencia en el frente, escribió: «Supongo que debería estar contenta de haber tenido seis meses de descanso desde que me marché de Madrid, pero no ha sido un período muy feliz y dentro de poco tengo que volver al olor y al sonido nauseabundo de todo aquello[136]».
Decir que se había dejado el corazón en España era poco. A mediados de diciembre, recibió la visita de Ultano Kindelán y su mujer inglesa, Doreen. Casi todos los apuntes de su diario describen una vida social animada que la dejaba profundamente triste y con un sentimiento de alienación. Ahora, «un soplo de mi querida España» la llenaba de alegría. «Darme cuenta de que España no es sólo un sueño, de que todos existen y quieren que vuelva y de que algún día podré ir. Fue maravilloso y me sentí viva e interesada de nuevo en la vida por un momento». Deseaba poder aceptar su invitación de volver a España con ellos. Tal y como estaban las cosas, tenía que conocer a sus colegas del equipo médico: «Viejas brujas delgaduchas e inflexibles, a excepción de un imbécil de ojos saltones». Un telegrama de Ataúlfo del 16 diciembre le resultó gratificante: «Gracias por las cartas. No veo por qué no puedes venir los próximos cinco años». Al día siguiente otro telegrama de Consuelo insistía en lo mismo: «Por Dios, haz lo que dice Ataúlfo en su telegrama. Te arrepentirás toda la vida si no vienes». Su reacción —ya que a pesar de su anhelo, ir sin una perspectiva de ver su amor satisfecho sería simplemente condenarse a la infelicidad— fue tan valiente como decisiva: «He estado persiguiendo a Ataúlfo como una tonta cinco años. Si quiere, que venga a buscarme, pero si no me desea, no volveré». Empezó a enfadarse con Ataúlfo a modo de resignación por lo que probablemente sería una ruptura definitiva. Su desdicha no disminuyó con los preparativos para la mudanza de la casa de Seaford, que anticipaba el abandono de la familia para siempre[137].
El año 1940 empezó con más telegramas de Ataúlfo, más desdichas amorosas para Pip y el desahogo de que en breve partiría a Francia. Los telegramas le provocaban un dolor intenso al forzarla a contemplar su situación imposible. A medida que se acercaba la salida a Francia, empezó a arrepentirse de haber rechazado las invitaciones a Sanlúcar. Con un frío gélido, abandonó Londres el 29 de enero. Pasó dos semanas agradables en París, saliendo de compras y aprovechándose de restaurantes bien abastecidos y baratos. Con la guerra aparentemente lejana, compró ropa, discos de gramófono y «telas para cortinas… para mis habitaciones futuras». El 12 de febrero, el equipo médico se trasladó al nordeste de Francia, instalando un hospital entre Nancy y Saarbourg, en Mosela. Aunque el hospital estaba cerca del frente, apenas había acciones militares y el trabajo era intrascendente y tedioso. Se animó con una atrevida visita a la Línea de Maginot, para echar un vistazo a los alemanes, y con fiestas amenizadas con conciertos ocasionales[138]. Asimismo, se alegró con la posibilidad de que Ataúlfo fuera a Londres como adjunto de Juan Antonio Ansaldo, que había sido nombrado agregado de la aviación española[139]. También le satisfizo que le dieran una responsabilidad considerable por su experiencia y su buen francés e inglés. A medida que aumentaba el trabajo, llegó a escribir: «Cada vez me siento más feliz aquí e incluso más o menos contenta. Todos los problemas de la vida están tan lejos que no puedes preocuparte mucho». Forjó una amistad con otra inglesa del equipo, Dorothy (Dodo), Annesley, e incluso tuvo un ligero devaneo con un oficial estadounidense llamado Étienne Gilon[140].
No obstante, su versión de esta guerra sin tiros empezaba a llegar a su fin. El 22 de abril, el hospital fue bombardeado, lo que removió los desagradables recuerdos de su pesadilla en Escatrón. Su experiencia de combate en España la hacía destacar en el equipo, otorgándole una madurez que no compartían sus compañeras mayores. Por otra parte, jamás escapó del todo de su época y su clase social. Después de un día en el quirófano escribió: «Tuvimos a dos negrazos hoy. Odios a los negros». Los rumores de que Mussolini se iba a unir a la guerra en el bando de Hitler hicieron especular con que Franco no tardaría mucho tiempo en hacer lo mismo. La idea le causó un profundo desasosiego: «No puedo imaginar algo mucho más infernal que luchar contra España. Preocuparme por Ataúlfo ya era bastante penoso cuando estaba en su mismo bando, pero será mucho peor cuando estemos en bandos contrarios sin noticias». El asalto alemán a los Países Bajos provocó una reacción ambigua: «En conjunto los alemanes han sido muy enérgicos. Ayer por la noche bombardearon un montón de ciudades francesas… Ahora Winston Churchill es el primer ministro de Inglaterra en vez de Chamberlain. Me parece malísimo, pero quizá haga algo para cambiar, porque hasta el momento parece que los alemanes tienen todo de su parte». Se mostró bastante displicente con el avance de la Wehrmacht: «Evidentemente, los alemanes han lanzado algunos hombres en paracaídas por aquí cerca y no les han cogido. Así que todos esperamos que nos maten en la cama o algo así».
La rendición de los holandeses el 15 de mayo no afectó su buen humor. Una enfermera ostentosa recién llegada, amiga de lady Hadfield, le pareció una «vieja bruja imponente, si es que alguna vez vi a una». La evidencia creciente de que Francia estaba condenada hizo que aflorara la estoica Pip. A medida que los alemanes se acercaban a Amiens y a Arras, el flujo de heridos se incrementó. Cuando tomaron Abbeville y estaban cercando Boulogne, empezó a preocuparse por la Fuerza Expedicionaria Británica (BEF): «Estamos oponiendo una penosa resistencia de afeminados». Lamentaba amargamente no estar más cerca del frente y tenía la sensación de que no expondrían a su equipo a un grave peligro por ser «elegante». Cuando llegaban prisioneros alemanes heridos, a Pip le indignaba la hostilidad que producían: «Somos enfermeras. Y para una enfermera no hay nacionalidades. Un paciente es igual a otro, ya sea blanco o negro, francés o alemán».
La caída de Bélgica a finales de mayo la dejó preocupada por si cercaban y masacraban a la BEF. Llegaron órdenes para que su equipo médico fuera evacuado, pero durante una semana no pasó nada. Con los pacientes enviados a otros centros, las enfermeras pasaban el rato bebiendo, de fiesta, de excursión, de pesca y peleándose, mientras Pip socorría a los que habían perdido a sus novias. Sin periódicos y sólo con noticias esporádicas de la radio, fue un intervalo idílico: «No he sido tan feliz desde Dios sabe cuándo».[141]
El equipo partió de Alsacia hacia el sur el 7 de junio. A ella le pareció una gran aventura, hasta que la entrada de Mussolini en la guerra el 10 de junio le causó una honda preocupación por si Franco no tardaba en hacer lo mismo. El equipo iba a instalarse como puesto de embarque, con 200 camas en una tienda de campaña, en la estación de ferrocarril cerca de Rosnay. No obstante, la intensidad del avance alemán les hizo unirse al raudal de refugiados que se dirigían al sur. La ocupación alemana de París forzó el abandono de los planes para instalar un nuevo hospital que respaldara una resistencia francesa. El grupo se trasladó, albergándose en castillos requisados. El 16 de junio, estaban cerca de Vichy. La noticia de que Pétain pedía un armisticio hizo que Pip se echara a llorar, con «un sentimiento repentino de que se me hubiera caído el mundo encima». A medida que se acercaban a Burdeos, les angustiaba que el convoy se viera sin gasolina o se viera cercado por el vertiginoso avance alemán. Pasara lo que pasara, estaba decidida a echar a andar junto con los otros refugiados y dirigirse a España. Deprimidos y asustados ante la perspectiva de que les capturaran y les mandaran a un campo de concentración alemán, aceleraron, sin comida, hacia Burdeos. El 22 de junio, con los soldados británicos heridos y un grupo variopinto de refugiados, les llevaron a la costa, donde les recogió el crucero ligero británico HMS Galatea, que les llevó a San Juan de Luz para recoger al embajador británico. El 24 de junio, el equipo se encontraba a bordo de un transportador de tropas, el SS Ettrick, de camino a Inglaterra. Entre los que iban a bordo había un grupo de soldados polacos. Pip se quedó maravillada al instante: «una gente maravillosa, alta, morena y de apariencia fuerte». Cuidó a los soldados heridos a bordo y, como su amiga Dorothy estaba enferma, Pip también se encargó de ella. A pesar de la falta de sueño y de las incomodidades, su optimismo irrefrenable se reafirmó: «Las tropas polacas a bordo son un cielo y arman orgías de canto maravillosas en cubierta todas las tardes». El barco llegó a Plymouth el 26 de junio. Poco después, ya en Chirk, se enteró, horrorizada, de que su madre estaba en Liverpool a punto de partir a Canadá con cuatro nietas, dos de su hermana Elizabeth y otras dos de su cuñada Nucci[142].
Chirk y Londres eran igualmente deprimentes. Al llegar a la capital, le dijeron que un joven, James Cassell, que le había escrito a Francia y se le había declarado, se había suicidado dejando una nota que simplemente rezaba «Adiós, Pip». Poco después se sintió desolada cuando supo que los Orleáns eran tan proalemanes que la familia real británica estaba furiosa con ellos y no se había permitido la entrada en el país a Ataúlfo como adjunto agregado aéreo con Juan Antonio Ansaldo. Semejante cotilleo se exageró enormemente, pero era cierto que la guerra civil había dejado una admiración enorme por el III Reich entre la derecha española. Los hombres de la familia Orleáns habían volado con aviadores alemanes e italianos durante la guerra. Aunque perturbada por estos rumores, la reacción de Pip no estaba falta de perspicacia: «¿Por qué he de seguir loca por un hombre que siempre se ha comportado como un absoluto inmaduro conmigo y ahora es un proalemán a ultranza? Debería estar furiosa, pero es exactamente lo que esperaba de él, el muy canalla no tiene voluntad. Sus padres le conducen a donde quieren. Y pensar que nos hemos criado todos juntos durante dos generaciones y que ellos son monárquicos y católicos y, sin embargo, proalemanes. Se merecen lo que sea si el régimen nazi se extiende a España».[143]
El torbellino mental ocasionado por la postura proalemana de los católicos y monárquicos Orleáns la ayudó a ver a Ataúlfo con unos ojos algo más severos: «Todavía me gusta más que ningún otro en el mundo, lo que quizá explique por qué me molesta tanto que esté del otro bando. Espero no tener que volver a verle, al muy hijo de puta».[144] Por fin pudo quitarse de la cabeza a Ataúlfo gracias a un encuentro con Dodo Annesley y Marjorie Fielden, que habían estado con ella en el equipo de enfermeras de Francia. Dodo tenía la intención de organizar un hospital para los polacos en Escocia y quería que Pip se encargara del personal de enfermería. De hecho, debía hacerse cargo de todo —de encontrar un edificio adecuado, de recaudar el dinero necesario, de comprar el material quirúrgico—. Después de haberse comprometido con Dodo, un hombre llamado Hugh Smyth le ofreció un trabajo en España. Le dijo, de forma inverosímil, que sería en el cuerpo diplomático (otras pruebas sugieren que era un intento de acercamiento de los servicios de espionaje). En cualquier caso, se sintió aliviada de que el compromiso polaco la librara de quedar como una tonta ante Ataúlfo. El 3 de agosto, estaba de camino a Glasgow, donde se había dispuesto que hubiera un hospital de campaña móvil, mitad quirúrgico pero con material médico completo, con quirófano, lavandería y planta de fumigación. En el futuro el equipo acompañaría a las unidades polacas en la campaña de Italia, aunque para entonces Pip ya se habría marchado. Toda la empresa iba a ser increíblemente cara, pero Margot Howard corrió con los costes iniciales de buena gana. Pip encontró una ubicación ideal ofrecida por el castillo de Cessnock cerca de Lanark, siguió recaudando fondos y empezó a aprender polaco[145].
La actividad fue lo bastante frenética como para mantener a raya los pensamientos sobre Ataúlfo. No obstante, a principios de septiembre de 1940 recordó la invasión alemana a Polonia un año antes, cuando estaba en Sanlúcar: «¡Qué triste estaba y qué razón tenía! No lo he pasado bien ni un solo día desde entonces, y no creo que vaya a hacerlo en mucho tiempo». Había transcurrido un año, pero seguía sintiendo nostalgia por él: «Todavía albergo el mismo sentimiento frío y de vacío que siempre he tenido». La vida se complicó a lo largo de la ofensiva de los bombardeos alemanes sobre Londres durante el otoño de 1940. Aunque inevitablemente estaba horrorizada por la destrucción de las bombas, su sentido del humor no la abandonó. A Pip le parecía «bastante estimulante el sentirse así de asustada todo el rato, ya que me da vida, pero ojalá no me diera diarrea. Aunque eso por lo menos adelgaza». Iba de acá para allá cuando la obligaron a salir del estudio de su padre por una bomba sin explotar que había caído en el jardín. En una ocasión, cuando ya había vuelto al estudio, una bomba lo dañó gravemente mientras ella estaba durmiendo. En el mismo ataque aéreo se destruyó la fachada de la casa de Seaford[146].
Una carta de la princesa Bea en que expresaba su preocupación por que Franco se uniera a la guerra en el bando de Hitler llevó a Pip a preguntarse si Ataúlfo terminaría arrojando bombas sobre Londres. La visita a mediados de septiembre a Berlín del cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, se tomó como un anuncio de la beligerancia española. El análisis de Pip sobre las consecuencias estratégicas si España entraba en la guerra, en cuanto a la pérdida de Gibraltar y al cierre del Estrecho, era extremadamente agudo. Su pregunta retórica de por qué Gran Bretaña no intentaba mantener a España neutral ofreciéndole la devolución de Gibraltar después de la guerra, reflejaba exactamente el pensamiento de Churchill. Su angustia personal por las implicaciones de la entrada de España en la contienda difícilmente podía haber sido más intensa: «No puedo imaginar un infierno peor que saber que Ataúlfo está luchando contra mí y está bombardeando día tras día. Sin embargo, nunca sobrevivirá a otra guerra entera. Simplemente no es posible. Incluso no sabré si está vivo o no. Soy incapaz de luchar contra un país con el que he combatido dos años, y prefiero morir que luchar contra Ataúlfo. De todas formas, las mujeres no luchamos y no merece la pena sentirse así, porque tenemos que ganar esta guerra y si todas las personas a las que quiero tienen que ser mis enemigos, mientras tanto tengo que aguantarme… Durante un año he estado afligida por no poder viajar a España ni ver a Ataúlfo, pero al menos me contentaba con saber que estaba a salvo y pasándoselo bien y ahora incluso parece que me han despojado de ese consuelo».[147]
En medio de su aflicción, recibió una carta despreocupada de Consuelo en que le preguntaba: «¿Está Londres tan destruida como dicen? ¡Qué pena, una ciudad tan bonita, es una lástima!». Una Pip filosófica reflexionó: «¡Qué lejos estamos de nuestros semejantes, incluso de nuestros grandes amigos! Es extraño pensar en lo mucho que me preocupa que España se meta en esta guerra y lo poco que ellos se preocupan por nosotros. Y se supone que nosotros somos los insensibles e impasibles». No obstante, la noticia sobre el encuentro histórico entre Franco y Hitler en Hendaya el 23 de octubre de 1940 volvió a avivar sus preocupaciones. Ese día tuvo un ataque terrible de depresión: «De repente empecé a sentirme sola e inútil y estuve unos dos minutos tumbada en el suelo, llorando a lágrima viva por la tristeza y lo abominable de la vida… Me sentí aprisionada por una barrera impenetrable de maldad y mezquindad, y supe que jamás escaparía. Simplemente yacía en el centro de un círculo de cosas malvadas, perversas y terribles, llorando y agotada de desesperación». Sin duda esta fue una reacción tardía del terror que estaba viviendo durante los bombardeos nocturnos. Sin embargo, no sería muy disparatado especular con que su considerable ansiedad podría haber sido provocada por el hecho de que Franco, por cuya causa ella había dado tanto, estaba dando coba a Hitler en el momento en que este estaba destruyendo Londres[148].
Su reacción a otra carta que le envió Consuelo rebelaba que Pip maduraba rápidamente. Su amiga le escribió para informarle de que Ataúlfo estaba comportándose muy mal, siempre borracho y provocando deliberadamente peleas con sus padres. Él le había dicho que «le importaba un bledo seguir complaciendo a sus padres, pues le habían arruinado la vida al no haberle dejado casarse con la persona que quería». La reacción de Pip fue extraordinariamente madura y acertada: «¡Menudo imbécil! Demasiado débil como para desafiar a sus padres en algo importante, así que simplemente les vuelve locos con nimiedades y sin duda se deprime en el intento». Sus anhelos románticos del pasado parecían verse suplantados, al menos conscientemente, por la tristeza de que Ataúlfo estuviera despilfarrando su talento. Unos días después, se despertó llorando tras soñar con él: «Estábamos con una multitud de mujeres presas de pánico y otra multitud de bebés. Él intentaba alcanzarme, pero le arrastraban. A mí me aterrorizaba algo. Al fin me alcanzó y justo cuando estiraba la mano para coger la mía, me desperté al mismo tiempo que le arrastraban fuera de mi vista».[149]
Que el corazón de Pip seguía en España se puso de manifiesto cuando Juan Antonio Ansaldo visitó Londres antes de entrar en funciones como agregado aéreo. Cuando la invitó a tomar una copa con él y con unos amigos, dio por sentado que se habrían olvidado por completo de ella, «al igual que todos mis amigos de aquí cuando estuve en España». «La única razón por la que siempre fueron tan simpáticos conmigo es porque creían que estaba comprometida con Ataúlfo, pero ahora lo habrán olvidado y simplemente soy otra inglesita lerda que una vez estuvo en España… Ahora quizá me dé cuenta de que mi lugar no está en España y que ya no le importo a nadie un pimiento fuera de Sanlúcar». Estaba totalmente equivocada. Cuando se encontraron en Dorchester, Ansaldo se abalanzó sobre ella efusivamente. Se conmovió tanto por una respuesta tan afectiva hacia ella que más tarde escribió: «Me sentí como si volviese a casa de nuevo después de un largo exilio, como si me hubieran quitado una tonelada de peso de encima. A pesar de toda mi nostalgia por España, no me di cuenta hasta entonces de lo mucho que la quiero». Su júbilo por recordar los viejos tiempos hablando español duró poco. Mientras amanecía de camino a casa, después de una cena llena de alcohol, presenció cómo las brigadas de rescate trataban de socorrer a la gente atrapada en los sótanos de las casas bombardeadas. Al ver de nuevo a sus amigos españoles en la víspera de su regreso a Madrid, rompió a llorar sin control: «Sé que este es mi país, pero no lo parece. Me siento como si estuviera en el exilio y no pudiera volver a casa».[150]
La nostalgia por España le hacía todavía más difícil volcarse en su proyecto polaco. Habiéndose embarcado en él para no tener tentaciones de volver a España, ahora se arrepentía de la decisión. Incluso empezaba a preguntarse si debería haber aceptado una de las varias ofertas que tuvo para ir a España para trabajar en el servicio de espionaje británico. La visita de Ansaldo le había llevado a pensar que su amor por España no era sólo por Ataúlfo: «Amo a ese país y a cualquier cosa que tenga que ver con él».[151] Sin embargo, dejó a un lado la tristeza y se puso a trabajar en serio para que el hospital polaco fuera un éxito. A finales de octubre y a principios de noviembre de 1940, todo el trabajo de preparación empezó a llegar a la vez. Pip forjó una alianza con Diana Napier, una estrella del cine de segunda fila y esposa del gran tenor austríaco Richard Tauber, que se encargaba de organizar las ambulancias para el ejército polaco. Como los polacos se habían trasladado más hacia el norte, el castillo de Cessnock dejó de ser una opción y había que buscar otra base. Esta la encontró en el castillo de Dupplin, entre Perth y Dundee en Firth of Tay. Al principio tuvo dificultades considerables para preparar y hacer que funcionara el hospital: «Cada vez odio más este hospital y a todos los polacos… Detesto a los polacos, detesto el hospital y quiero volver a España. Aun sin España seguiría detestando a los polacos». Inevitablemente, como siempre, cuanto más se volcaba en el trabajo, más se entregaba y menos infeliz era[152]. Al hospital se le llamó SEFA, por las iniciales de Scott-Ellis, Marjorie Fielden y Dorothy Annesley.
De vez en cuando llegaban noticias de Ataúlfo, sobre todo cuando estaba en Madrid, lo cual hizo pensar a Pip que tenía miedo de mostrar sus sentimientos por ella en casa de sus padres. A finales de noviembre, una estancia breve en Londres se prolongó después de un accidente de coche durante un apagón. Se estaba recuperando de una pequeña operación en la cara cuando la visitó Peter Kemp. Su antiguo camarada de las filas nacionales le contó que había visto a Ataúlfo en Madrid inmediatamente después de que hubiera sabido de la huida de ella de Francia. A Pip le pareció divertido que se hubiera puesto furioso al enterarse de su aventura francesa. Le dijo que él deseaba que la hubieran capturado para que su familia hubiera podido disponer que los alemanes la mandaran a España. Se quedó todavía más encantada cuando le comentó que, mientras estaba en Madrid como enlace con los representantes militares alemanes, Ataúlfo había «recibido una delegación de los prostíbulos de Madrid que le pedía que les dijera a los alemanes que se quitaran las botas[153]».
En diciembre de 1940 a Pip se le concedió el título de coronel honoraria en el ejército polaco. Le resultó «bastante divertido» el que la llamaran Pani Pulkownik (Señora Coronel). La vida se tranquilizó y cayó en una rutina monótona. Pip trabajó denodadamente y aprendió mucha fisiología y anatomía[154]. Llegó a hablar el polaco con la fluidez del español. Más allá de su trabajo, su preocupación principal sobre el mundo exterior era que España no entrara en la guerra apoyando a Hitler. Le preocupaba, como a muchos de sus amigos polacos, la idea de una alianza con la Rusia soviética. Sus prejuicios de clase, sus experiencias en España salieron a la luz en su comentario de que «odiaría luchar con un montón de condenados comunistas casi tanto como, aunque no del todo, odiaría luchar contra España[155]».
Los años siguientes son difíciles de reconstruir. El diario presenta un final abrupto en enero de 1941. La presión del trabajo es una posible explicación del silencio, aunque se las había arreglado para escribir a diario en circunstancias mucho más difíciles en España. La supervivencia de un fragmento posterior sugiere que simplemente se perdió. No obstante, el valor de su trabajo puede deducirse del hecho de que en 1943 le fuera concedida la Cruz de Oro polaca al Mérito con el visto bueno del Ministerio de Asuntos Exteriores[156]. Lo que se sabe es que el frío y la humedad del clima escocés agudizaron su tendencia a una mala circulación sanguínea. El médico jefe del hospital le dijo que fumar y beber demasiado estaba empeorando el problema. Al parecer intentó reducir el consumo de alcohol y tabaco, pero el estrés diario del hospital hizo que la abstinencia le fuera imposible. La vida se hizo insoportablemente difícil y se le diagnosticó la enfermedad de Raynaud, por lo que le recomendaron que se fuera a vivir a un lugar más cálido. A lo largo de su período en el castillo de Dupplin, anhelaba regresar a España, aunque una larga aventura con un cirujano polaco, el coronel Henryk Masarek, le había ayudado a abandonar definitivamente las esperanzas de casarse con Ataúlfo.
Como resultado de sus experiencias en España durante la guerra civil, los diversos acercamientos informales de los servicios secretos en 1939 y 1940 eran completamente comprensibles. Que España se mantuviera neutral era una preocupación principal y una inglesa de clase alta con las impecables credenciales políticas de Pip era un objetivo obvio para reclutar. Tenía buenas relaciones con las familias Orleáns y Kindelán, los dos centros más importantes de la oposición monárquica a Franco dentro la propia España. A mediados de julio de 1941, el ejecutivo de las Operaciones Especiales mandó hacer un informe de la seguridad sobre ella. El informe al MI5 rezaba: «Es nuestra intención que la honorable señorita Scott-Ellis sea contratada para la investigación sobre la posibilidad de evacuar a los prisioneros de guerra polacos de España. Nos complacería saber si tiene alguna razón desde el punto de vista de la seguridad para que esta persona no sea reclutada». La respuesta del MI5 ponía en duda su discreción, citando un informe según el cual, en una cena que se ofreció en el Savoy para la Misión de Ayuda Española en diciembre de 1940, había revelado de forma despreocupada que le habían pedido que fuera a España como espía, puesto que conocía a tanta gente allí. Afirmó con orgullo que había rechazado esta petición —probablemente refiriéndose a los acercamientos que hizo Hugh Smyth a lo largo de 1939—. Dijo que jamás trabajaría contra España[157]. Los comentarios de los que se informaron eran del todo acordes con las declaraciones sinceras de su diario.
Finalmente, en febrero de 1943 la Fuerza de Acción Continental del gobierno polaco en el exilio en Gran Bretaña pidió que se mandara a Pip a España para ayudar en la evacuación de los prisioneros de guerra que escapaban. A la luz del informe de seguridad anterior, la propuesta sólo se aceptó después de alguna vacilación. Es difícil reconstruir su trabajo en Barcelona con el ejecutivo de Operaciones Especiales, dados los exiguos informes que han quedado. Sin embargo, más tarde insinuó a su madre, a su hermana, a José Luis de Vilallonga y a su hijo, John, lo que hizo. Su puesto oficial, o tapadera, era de secretaria y su trabajo consistía en la difusión de la información proaliada para contrarrestar la dominación de los medios españoles por el III Reich. Sin embargo, el consulado de Barcelona era el conducto principal para que el personal aliado escapara a través de los Pirineos orientales. Por lo tanto, parece que su cometido era ayudar al paso seguro de los pilotos británicos y polacos derribados en Francia y otros fugados a través de España hacia Portugal. Sus conocimientos de lenguas y sus relaciones con los monárquicos proaliados más destacados e influyentes hacen que sea sumamente verosímil que, de hecho, estuviera organizando su tránsito hacia Lisboa[158].
Tenía la excusa perfecta para viajar desde Barcelona, a través de España, a un punto relativamente cercano a la frontera portuguesa por su amistad con la familia Orleáns Borbón. De todas formas, su primera parada en España fue en el palacio Montpensier de la familia en Sanlúcar de Barrameda, adónde acudió para recuperarse de la enfermedad agudizada por el clima escocés. A partir de entonces, sus visitas a la familia eran tan frecuentes y largas como lo habían sido durante la guerra civil. Existen abundantes pruebas fotográficas de Pip, delgada pero feliz, montando a caballo con Ataúlfo en la Feria de Abril de Sevilla, ayudándolo con sus animales en el Botánico de Sanlúcar de Barrameda en mayo, montando de nuevo a caballo con Ataúlfo en el Rocío en junio, y en una fiesta en Sanlúcar de Barrameda en agosto de 1943. En otoño de 1943 fue a Estoril para pasar una temporada con su madre, que volvía de Canadá con sus cuatro nietas. Volvió a viajar a Estoril a finales de enero de 1944 para ver a Gaenor, que regresaba de Estados Unidos con sus hijos. Gaenor había ido allí con su marido Richard, que había estado trabajando en la sección económica de la guerra en la embajada británica de Washington[159]. A finales de 1944, con las fuerzas aliadas controlando el sur de Francia, el cometido de Pip estaba llegando a su fin.
En cualquier caso, su vida, tanto profesional como personal, estaba a punto de dar un giro drástico. En algún momento a finales de 1943 o a principios de 1944 se tropezó con José Luis de Vilallonga, el apuesto y disoluto playboy hijo del barón de Segur, un rico aristócrata catalán. Existe una fotografía de enero de 1944 de los dos juntos en una fiesta. Según José Luis de Vilallonga, se conocieron en un cóctel celebrado en la casa del editor catalán Gustavo Gili. Alto, elegante, luciendo el bigote fino de moda en aquel momento, le pareció irresistiblemente atractivo. También tenía un encanto seductor, como descubrirían otras muchas mujeres a su costa. José Luis escribió más tarde: «Hubiese hecho mejor yéndose al cine o quedándose en casa, porque yo iba a hacer de ella una mujer desgraciada y humillada durante el resto de sus días… sigo arrepintiéndome, infinitamente, de haber hecho sufrir tanto a una mujer buena y leal que cometió la terrible torpeza de enamorarse de mí».[160]
Quizá el trato cruel de José Luis guardaba relación con el hecho de que tuviera un extraordinario parecido con su madre, Carmen Cabeza de Vaca y Carvajal. Una vez le enseñaron a la hermana de Pip, Gaenor, una fotografía de la baronesa, a quien nunca había visto, y le pidieron que la identificara. Pensó que era Pip. José Luis de Vilallonga más tarde escribió sobre cómo su infancia estuvo marcada por la frialdad e indiferencia de su madre: «Yo, de niño, hubiese dado cualquier cosa para que mi madre me cogiera entre sus brazos y me besara». Es de extrañar que en sus memorias niegue que ninguna de sus esposas se pareciera a su madre[161]. Resulta tentador especular que con su espantoso trato sistemático a Pip de alguna forma estaba intentando castigar a su madre por la frialdad que tanto había marcado su infancia. Se describió a sí mismo como «un alcohólico contumaz que, sin haber tomado nunca ninguna clase de precaución, se había acostado con más putas que púas tiene un puerco espín». Es interesante que cuando se jacta de su insaciable apetito por las prostitutas, admita que siempre pedía mujeres que fueran altas, rubias y con los ojos azules, como Pip y como su madre[162].
En sus memorias, Vilallonga retrata a Pip como una cínica serena, cuando en realidad era una mujer nerviosa e insegura. En su versión de su primer encuentro en Barcelona, afirma que ella deseaba pasar la noche juntos. Como estaba viviendo en un hotel, no pudieron. Después ella se ofreció a conseguirle un trabajo de periodista si hacía de propagandista para los aliados. De hecho, como escribe en otros relatos, ya estaba trabajando de periodista para la revista Destino y ella simplemente le ayudaba con artículos inofensivos sobre las pipas inglesas, Virginia Woolf y la infancia de Winston Churchill[163]. Empezaron a salir juntos y pronto ella se enamoró de él, y seguiría así a lo largo de su prolongado e infeliz matrimonio. Sin embargo, la fascinación de José Luis por ella se aprecia en el hecho de que en sus libros cree un ambiente romántico para su pasado de la forma más viva y entusiasta. La sitúa en la guerra civil española en agosto de 1936 en la masacre de Badajoz, bajo la amenaza de que la fusile por espía el coronel Juan Yagüe. Su periplo como enfermera en el equipo de ambulancias Hadfield-Spears se describe como una etapa oscura en París, durante la cual se insinúa que era una agente secreta. El esfuerzo de Pip al organizar el hospital polaco en Escocia se convierte en un servicio con las fuerzas del general Anders, a pesar de que este estuviera preso en Rusia en aquel momento y entrara en batalla en Italia mucho después de que Pip hubiera dejado a los polacos. Lo más fascinante de todo es la invención de que Pip sirvió como teniente con los españoles republicanos en las fuerzas de liberación francesas que entraron en París. Todavía más descabellado es un relato de una conversación con Pip sobre su comportamiento durante la guerra civil española. Al enterarse de que su hijo se estaba viendo con Pip, su padre, el barón de Segur, supuestamente se enfureció y en uno de sus libros aseguró que ella se había acostado con medio ejército español, y en otro, con todas las fuerzas nacionales. Está claro en sus diarios que Pip no se acostó con nadie en España. No obstante, cuando le pregunta por sus aventuras sexuales, la Pip novelada —en un tono inusual de confianza ostentosa en sí misma y despreocupación— le responde a su amante: «Sí. He tenido mis aventuras, como todo el mundo. Cuando la muerte planea a diario sobre tu cabeza, ciertos valores morales sufren cambios de los cuales me parece inútil hablar en tiempos de paz». La Pip dura de los diversos relatos posteriores de Vilallonga es irreconocible con la romántica vulnerable de sus diarios. De hecho, la versión de Vilallonga tiene más en común con la fría y dominante baronesa de Segur de sus memorias y novelas[164].
Según Vilallonga, se casaron porque, con la guerra tocando a su fin, Pip tenía planeado volver a Londres. Es posible que el puesto de Pip en el consulado se hiciera difícil por las indiscreciones de él sobre su trabajo[165]. En uno de sus libros, afirma que, al enfrentarse a la separación, le pidió que se casara con ella. En otro, cuando anunció que tenía que volver a casa, él le suplicó que no le dejara. En la primera versión responde diciendo que la quería pero no estaba enamorado de ella, y pone en boca de Pip la contestación: «¿Y qué? Esa no es una razón que nos impida vivir juntos». En la otra, se atribuye prácticamente las mismas palabras a sí mismo. Lo que queda claro es que vio en Pip una manera de facilitar su deseo de escapar de España y de su familia para llegar a ser escritor, idea que sin duda le seducía. Además, la conversación abierta y directa de Pip le atraía[166].
Es muy posible que en realidad la idea de convertir una aventura en matrimonio no surgiera de Pip ni de José Luis. El romance provocó el cotilleo suficiente para preocupar a la princesa Bea y al príncipe Ali, quienes de inmediato se dispusieron a rectificar la situación. En el verano de 1945 convocaron a Pip en Sanlúcar de Barrameda. Los infantes se encargaron de la relación, arroparon a Pip bajo su protección e impusieron un compromiso a la española. Es decir, se aunaron esfuerzos para que la pareja nunca se viera a solas hasta la boda y para que José Luis, para su inmenso pesar, fuera alojado durante dos semanas en una pensión llena de pulgas. En la víspera de la boda, finalmente se le permitió al novio dormir en el palacio de Montpensier. Sin embargo, escribe que, al salir de su habitación de camino al baño, se encontró con Álvaro de Orleáns Borbón, sentado en el rellano con una escopeta para que no se escapara. Los comentarios frecuentes de José Luis sobre su alegría de casarse por dinero y escapar de España echan por tierra su alegación de que le estaban obligando a casarse en contra de su voluntad. Afirma que el príncipe Ali quería a toda costa ver a Pip casada con cualquiera que no fuera su hijo, porque ella realmente era hija ilegítima suya. De hecho, es improbable que el príncipe Ali albergara esperanza alguna de que Ataúlfo se casara y la paternidad de Tommy Howard de Walden no está en duda.
En la boda católica de alta sociedad celebrada el 20 de septiembre de 1945, Pip, de blanco, fue conducida al altar por el príncipe Ali. Las pruebas fotográficas no sugieren que el sonriente y radiante José Luis fuera un hombre presionado. Es a Pip a quien parecen asaltar las dudas[167] En las condiciones imperantes al final de la Segunda Guerra Mundial era imposible para ningún miembro de su familia viajar a España para asistir a la ceremonia[168]. Al enterarse de que el padre de Vilallonga, el barón de Segur, se oponía rotundamente al matrimonio, Tommy Howard de Walden le escribió una dura carta de protesta y le retaba a duelo. En una respuesta conciliadora, el barón le dijo que de ninguna forma estaba en contra de Pip, sino que simplemente intentaba protegerla, como lo haría con cualquier chica decente, del martirio del matrimonio con el perdido de su hijo[169].
En sus memorias, brillantemente escritas pero por otra parte profundamente insensibles, Vilallonga tuvo la cortesía de escribir sobre Pip en los siguientes términos: «Una persona maravillosa a la que hice, sin consideración alguna, profundamente desgraciada».[170] La envergadura de la irresponsabilidad egoísta retratada en su libro deja bastante claro que la vida de Pip había dado un vuelco trágico irrevocable. Pasaron la noche de bodas en un hotel de Cádiz. José Luis afirma, de modo igualmente revelador, ya sea verdad o mentira, que después de que Pip se quedara dormida, salió a pasar la noche en un burdel con unas prostitutas francesas. De Cádiz la pareja viajó al hotel Palace de Estoril en Portugal, donde pasaron una luna de miel extravagante. Llegaron con poco dinero y descubrieron que obtener visados para Londres no era fácil. Finalmente un emisario de Margot Howard de Walden los rescató, pero estuvieron atrapados en Lisboa cerca de seis meses, viviendo en un hotel de lujo a crédito, lo cual, dados los contactos de las familias de ambos, no fue tan difícil como para otros huéspedes. Pip trató de suplir las dificultades económicas en el casino. Le habían dado un sistema para jugar a la ruleta. Sus pequeñas e infrecuentes ganancias no evitaron que tuviese que empeñar sus vestidos de noche. En estas circunstancias, cuesta creer el entretenidísimo relato de José Luis sobre una vida de despilfarro de alta sociedad, en la compañía frecuente del rey exiliado Umberto de Italia, don Juan de Borbón, el heredero a la corona española, y el conde Dino Grandi, el que fuera ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini y embajador italiano en Londres. Don Juan estableció su residencia en Portugal justo cuando se marchaban, aunque existen algunas pruebas fotográficas que sugieren que se conocieron en un campo de golf.
José Luis, después de jactarse de haber sido infiel a su mujer en la noche de bodas con prostitutas, declara que por aquel entonces empezó a tener un aventura poco encubierta con Magda Gabor, la hermana de Eva y de Zsa-Zsa. El romance empezó con él, siempre un caballero, afirmando que había rebajado a su mujer aún más al contarle a Magda que se había encontrado en la espantosa situación de tener que acostarse con alguien por la que no sentía la más mínima atracción. Por ello afirma que, en cuanto podía, se escapaba a ver a su amante. Pip lo sabía y estaba desconsolada. Después de todo, era su luna de miel. Justo cuando estaba a punto de contarle que tenía planeado escaparse a Nueva York con Magda Gabor, Pip le anunció que estaba embarazada[171]. En el interesante relato de José Luis, sus dudas sobre el camino a seguir las resolvió Magda al decirle que no había elección entre una puta hermosa y una mujer decente. Haciendo un gran sacrificio por dejar a Magda, José Luis le contó a Pip que la aventura había acabado, pero escribió más tarde: «¡Qué estupidez! Todo no hacía más que empezar. Mi despego hacia ella era cada vez mayor». Su sufrimiento y humillación ahora iban en serio. A los silencios sepulcrales por una parte se les unía la más absoluta indiferencia por otra. José Luis lo tomó como una carta blanca para dedicarse a las infidelidades en serie, entre otras, con la misma Magda Gabor a la que había prometido no volver a ver[172].
Pip y José Luis abandonaron Lisboa a principios de abril de 1946, llegando a Inglaterra a los pocos días. Cuando finalmente llegó a casa, a Pip ya se le notaba el embarazo. La familia estaba en el castillo de Dean, una pequeña fortificación fronteriza situada cerca de Kilmarnock en Ayrshire, Escocia, y, según José Luis, les mandaron un coche para recogerles. Esto es inverosímil, teniendo en cuenta la falta total de gasolina para uso privado en la inmediata posguerra británica. En el largo viaje (unas improbables 72 horas en sus memorias), José Luis afirma haber disfrutado leyendo sobre las propiedades de su suegro en un ejemplar del Almanaque de Gotha. Aparte de que las posesiones de los aristócratas británicos no aparezcan en este volumen, el coche de los Howard de Walden no llevaba una copia. Sin embargo, cabe suponer que refleja fielmente sus sentimientos en el instante en que escribe: «Mamá podía estar orgullosa de mí. Había hecho una buena vida. Así por lo menos lo creía yo». Se quedó embelesado por la magnificencia del castillo de Dean, aunque perplejo por lo que tomó como la frialdad de sus anfitriones. Afirma que lord Howard de Walden le recibió vestido con una armadura medieval completa, con el Times en las manos y guantes de hierro. En su relato, obviamente una enorme exageración de la anécdota narrada por Augustus John, su anfitrión vestía armaduras distintas todo el tiempo, incluso cambiándose a una especialmente brillante para la cena. Su relato grotesco y divertido presenta a la familia entera conversando a menudo con fantasmas[173].
Se quedó desolado cuando se enteró de que, aunque su suegro era inmensamente rico, el grueso de su fortuna lo heredaría el hermano de Pip, John. El hecho de que Pip simplemente fuera a heredar una cantidad de dinero que le aseguraba lo que él despachaba con resentimiento como «un mediocre confort hasta el final de sus días» llevó a José Luis a comentar de forma reveladora en sus memorias que esto era «algo que no entraba en mis planes». Con una falta de ironía bastante exquisita, prosigue con la amarga afirmación de que «una cosa era casarse con una mujer rica y otra muy diferente era hacerlo con la hija de una familia que tenía dinero», asegurando que no se había casado con ella por dinero. Olvidando su historia anterior del matrimonio de penalti en Sanlúcar de Barrameda, aseguraba que se casó con Pip por puro esnobismo —la esperanza de fastidiar a su padre con fotografías del castillo Chirk, al lado del cual el palacio de Falguera del barón de Segur parecía la choza de un guardés[174]—. Mientras permanecieron en el castillo de Dean, según José Luis, lord Howard de Walden le preguntó sin rodeos si se había casado con Pip por dinero. Él admite que a pesar de que era plenamente consciente de que la respuesta digna a la pregunta hubiera sido volverse y marcharse del castillo, no podía permitirse semejante reacción quijotesca. De nuevo, sin aparente ironía, escribe: «El hidalgo español no estaba en disposición de quemar sus naves y quedarse en la playa en el agua como un náufrago cualquiera». No obstante, le dijo a su suegro que ciertamente se había casado con su hija por dinero, pero también porque eran buenos amigos y porque ella le ofreció la posibilidad de librarse de su familia y del ambiente asfixiante de la aristocracia española. En los recuerdos de José Luis la conversación termina con lord Howard de Walden pidiendo con benevolencia que su yerno se asegure de que su hija Pip no sufra más de lo necesario[175]. Sin embargo, más tarde Pip recordó la consecuencia real de esta conversación. Lord Howard de Walden se indignó tanto al descubrir que su yerno era un buscador de fortunas que alteró su testamento para evitar que Pip accediera al dinero antes de cumplir cuarenta años[176].
José Luis afirma que durante un baile que se ofreció en el castillo de Dean, mientras Pip estaba en otra parte dormida en un sofá, pasó una noche de pasión con lady Audrey Fairfax, la esposa del almirante sir Rupert Fairfax. Su hermana Gaenor señaló que no se ofrecían bailes en el castillo de Dean en 1946. Después de abandonar Escocia, la pareja pasó unas semanas en Londres, donde los efectos de los bombardeos habían abarrotado los hoteles. Así pues, se alojaron en el hotel Mandeville. Mientras estuvieron allí, José Luis mantenía la vida social a la que estaba acostumbrado, aceptando grandes cantidades de dinero de Pip. Dado que la situación era insostenible, que José Luis no tenía ningún medio de ganarse la vida en Gran Bretaña y que la salud de Pip requería un clima cálido, él propuso que emigrasen a Argentina[177].
Tommy Howard de Walden era dueño de una pequeña línea de transporte marítimo, el South America Saint Line. Así pues, su hijo, el hermano de Pip, John, les consiguió unos pasajes para Argentina. También dispuso que hubiera dos médicos, el doctor W. L. Roche y el doctor W. D. Mulvey, y una enfermera a bordo. El barco, el SS Saint-Merriel, zarpó de Liverpool hacia Buenos Aires vía Las Palmas y Río de Janeiro. Pip se puso de parto antes de que el barco llegara a las islas Canarias. El personal médico resultó ser de poca ayuda, pues uno de los médicos era, de hecho, dentista y el otro oftalmólogo. La enfermera, que tenía un parecido notable con la joven Margaret Rutherford, se las arregló para romperse una pierna justo antes de que Pip se pusiera de parto. Su hijo John nació en el mar el 22 de junio de 1946. Fue un parto difícil y Pip estuvo en peligro de perder la vida. Una pasajera atractiva, diseñadora de moda, llamada Esther (Terry). Erland ayudó con el parto. Cuando llegaron a Las Palmas, hubo un bautizo en el que Terry Erland se convirtió en la madrina de John. El padrino fue, gracias a Margot van Raalte y a la procuración del capitán del barco, don Juan de Borbón. Cuando el barco llegó a Bahía en Brasil, mientras Pip todavía estaba convaleciente a bordo, José Luis afirma que desembarcó y se acostó con Terry Erland. José Luis no trató de mantenerlo en secreto y para Pip, que sufría algo de depresión posparto, el efecto sería demoledor. Aunque no se hubiera percatado en Portugal, antes de llegar a Argentina se dio cuenta de que se había equivocado de manera estrepitosa y de que el príncipe y la princesa Orleáns Borbón tenían razón sobre José Luis. Sin embargo, con su optimismo ilimitado, decidió sacar el mayor provecho del matrimonio[178].
Durante el viaje en barco a Argentina, José Luis conoció a un oficial de caballería húngaro retirado, el conde Laszlo Graffy, que tenía planeado criar y entrenar caballos en la pampa. Convenció a Pip de que se hicieran socios y se unieran a la empresa. Al llegar a Argentina, al principio sus gastos corrieron por cuenta del agente de la compañía de la línea de transporte de lord Howard. Adquirieron un piso en Buenos Aires, compraron tierras en la pampa para sus cuadras y su escuela de equitación, instalaron una casa prefabricada y compraron un coche. Sufrieron una privación considerable, ya que Pip no pudo tener acceso inmediato a sus propios fondos ni a la ayuda de la familia, puesto que no era posible mandar dinero desde Inglaterra hasta que se hubiese establecido como ciudadana británica residente en el extranjero. Ella tenía muy poco dinero y José Luis no tenía nada, pues su familia estaba indignada por la manera en que se había casado y había dejado de enviarle dinero. En un esfuerzo para cuadrar las cuentas, Pip se asoció con Terry Erland para abrir un negocio de diseño de moda y una boutique con el nombre de Susan Scott Designs[179]. Funcionó bien hasta que Terry Erland decidió volver a Europa. En cuanto las deudas aumentaron, el matrimonio de Pip empezó a peligrar.
Como a José Luis le repelía el bebé y Pip no podía soportar sus llantos, lo dejaron a cargo de una serie de enfermeras. Su propia experiencia de lo que significaba ser padres apenas les había preparado para otra respuesta. Además, su relación estaba en apuros. Por una parte, José Luis intentaba de forma poco convincente dar la impresión de que todo iba bien y, por otra, el dolor de Pip ante las pruebas diarias de que desdeñaba su amor por él era inconsolable[180]. En sus memorias José Luis afirma que cuando le hacía el amor, no podía disimular su indiferencia. Pip era profundamente infeliz, aunque pronto volvió a quedar embarazada. Apenas se hablaban. José Luis aseguraba que aborrecía a su hijo (aunque las pruebas fotográficas sugieren otra cosa) y cada vez pasaba más tiempo en Buenos Aires[181]. Los conocimientos de Pip sobre caballos contribuyeron en gran parte al éxito inicial del negocio de Los Cardales. Mientras se quedaba con el coronel Graffy cuidando de los caballos, José Luis se daba a la buena vida en Buenos Aires. En el campo, Pip trabajaba con Graffy y los diversos oficiales de caballería húngaros y polacos que estaban contratados en las cuadras. Sin embargo, el dinero era tan justo que tuvo que pasar mucho tiempo en la boutique de Buenos Aires. En la capital, José Luis fue introducido en la alta sociedad local por su amigo, el embajador de Franco, José María de Areilza, que había llegado a Buenos Aires el 15 de mayo de 1947[182].
Tommy Howard de Walden murió el 6 de noviembre de 1946. Como no había hecho disposiciones previas, las cantidades que dejó a sus hijas se vieron seriamente mermadas por los derechos sucesorios[183]. A Pip le iban a corresponder 50 000 libras —una suma de dinero considerable en 1946—, pero estaban inmovilizadas en propiedades de la familia. En cualquier caso, las restricciones de austeridad de la posguerra sobre movimientos de capital no permitían que se sacaran del país. Tommy, además, le dejó a Pip su estudio en Cadogan Lane. Pip estaba teniendo un embarazado difícil y su ginecólogo le había mandado reposo. Por lo tanto, José Luis fue solo a Londres a principios de 1947 para liquidar la propiedad. Se quedó con Margot Howard en su casa de la calle Welbeck y enseguida inició una relación con un aristócrata austríaco bisexual, el conde Boisy Rex. Boisy conocía a la familia vagamente porque su hermana mayor, la condesa Marie Louise Rex, estaba casada con el suegro de la prima de Pip, Charmian Russell (de soltera Van Raalte). José Luis utilizó al empobrecido Boisy como cicerone de las delicias gastronómicas, del vestir y eróticas del Londres de la posguerra. Está de más decir que no se privó de nada. Después de leer el testamento de Tommy Howard de Walden, la cornucopia estaba en que el estudio de Cadogan Lane quedó a merced de José Luis y Boisy. La casa contenía abundantes piezas de arte moderno, aunque algunas eran falsas, y la colección probablemente no incluyera los lienzos de Max Ernst, Braque, Otto Dix, Rothko y Jackson Pollock, los dibujos de Hogarth y Picasso y las esculturas de Rodin que «recuerda». José Luis. Este no dudó en mudarse a la casa con el conde Rex ni, con su ayuda, vender cuadros para financiar su nuevo guardarropa. Dada su vocación de dandi, esto se convirtió en un empeño carísimo[184].
Ante la ausencia de un inventario detallado del contenido de la casa de Cadogan Lane, había poco o ningún control sobre lo que José Luis podía vender. Con pocas dudas, empezó a vender algunos de los dibujos para sufragar sus incipientes gastos. Vivía, como dijo él, «desenfrenadamente». Alentado con entusiasmo por Boisy, escapó de la austeridad del Londres de la posguerra. Probaron las delicias disponibles sólo para los que tenían cantidades ilimitadas de dinero contante y sonante —restaurantes abastecidos por el mercado negro, garitos y clubes nocturnos que nunca cerraban y mujeres, muchas mujeres—. Asegura que un dibujo de la colección de lord Howard sirvió para pagar el alquiler de un año de un piso amueblado en Piccadilly para una de sus amantes —una conocida cantante—. Otro dibujo le permitió pasar algún tiempo en Madrid y Barcelona, donde se hospedó en los mejores hoteles y reprodujo con exactitud su hedonismo de Londres. Mientras estuvo en Barcelona, recibió un telegrama que le informaba de que Pip había dado a luz a una niña. Nacida el 6 de agosto de 1947, se llamaba Susana Carmen (por la madre de José Luis), Margarita (por la madre de Pip) y Beatriz (por la princesa Bea). Regresó a Buenos Aires vía Londres. Antes de marchar, José Luis afirma que le dio a Boisy Rex un cuadro de un valor incalculable de Max Ernst y a John Scott-Ellis un paraguas, que de hecho había sido de Tommy. En el transcurso de su estancia en Londres, José Luis consiguió dejar unas deudas considerables. Supuestamente Boisy utilizó el cuadro para establecerse en el mundo de las carreras de galgos[185].
En la ausencia de José Luis, Pip había tratado de recuperar su amor preparando un ambiente en el que pudiera dedicarse a su sueño de escribir. Había comprado tres vagones de ferrocarril —dos coches camas y un vagón restaurante. Uno de los coches camas tenía dos habitaciones enormes y un cuarto de baño; el vagón restaurante se acondicionaría en una cocina y un comedor, el otro coche cama se dejó tal cual—. Para facilitar que José Luis pudiera escribir, preparó un magnífico estudio y se contrató como secretaria a una joven italiana, Lucy Babacci. No tardó, dice él, en convertirse en su amante. Insinúa que fue con la complicidad de Pip que, después de su reciente parto, no tenía deseo de relaciones sexuales. Poco de esto coincide con lo que le contó Pip a su hermana[186]. Mientras José Luis flirteaba y escribía, Pip se volcó en hacerse cargo de los caballos, de su boutique y, a menor escala, del cuidado de sus hijos. Las dificultades económicas se complicaron en 1950, con un decreto que obligaba a las compañías a contratar a tres argentinos por cada extranjero. Esto anunció la ruina de las cuadras. El negocio se vendió al coronel Graffy y, con la insistencia de José Luis, se mudaron a París, pues ni él ni Pip querían vivir ni en Londres ni en Barcelona[187].
José Luis aprovechó la oportunidad de ir por delante en abril de 1951. Allí escribió su primera novela, Les Ramblas finissent à la mer. Afirma que, como se había dado cuenta de que no quería compartir su vida con Pip y sus hijos en un piso parisiense, inmediatamente la convenció de que viviera en un lugar donde pudiera visitarlos de vez en cuando. La realidad es que el final llegó sólo tras siete años de relaciones que iban deteriorándose y que se pasaron en pisos de París. La actitud de José Luis con sus hijos había sido, como mucho, poco entusiasta. En 1951 habían mandado a John y a Carmen a Inglaterra a vivir con Gaenor, mientras Pip y José Luis intentaban reconstruir sus fortunas, tanto emocional como económicamente, en París. Aquello era una tarea imposible. A él sólo le interesaba establecerse como actor y novelista. De paso, llevó una vida de epicureísmo disoluto. Según sus propios relatos, le estaba sacando el dinero a una serie de mujeres ricas y mayores, entre las que se encontraban una tal Kitty Lillaz y la actriz Madeleine Robinson, a la que hacía pasar por su esposa. Pip lo sabía, pero sufría en silencio. Finalmente en 1956 tuvo acceso a su dinero y compraron un piso para los dos en la calle Alsace Lorraine, en el Bois de Boulogne. José Luis tomó prestado gran parte del dinero restante y prometió devolvérselo cuando heredara de su padre. Nunca lo hizo. Como compensación por no ver a sus hijos durante el año escolar, Pip les complacía con frecuencia con vacaciones a todo trapo, esquiando en Suiza o Austria en el invierno y nadando en St. Tropez o Montecarlo en el verano[188]. Cuando tuvo acceso a sus propios fondos, según José Luis, Pip los despilfarró en actos de absurda generosidad, de los cuales él a menudo era beneficiario[189].
José Luis también afirma que todavía poseía una gran carpeta de dibujos, acuarelas y óleos hurtados de la colección de su suegro, que facilitaban su existencia de alta sociedad. Cuando finalmente José Luis logró el éxito como novelista y periodista y coqueteaba con el mundo del cine, el divorcio de Pip era inevitable. Lo que es realmente asombroso —y sugiere que había algo más en la relación de lo que él admite— es que tardara tanto tiempo en pedir el divorcio. En sus memorias, describe la presencia de Pip como una invasión intolerable de su intimidad. Si esto es cierto, para una mujer tan insegura y con tantas ganas de agradar como Pip, debe de haber sido insoportable ya que, de la manera más adolescente, se pavoneaba de sus muchas amantes. Afirma que la gota que colmó el vaso fue cuando, una noche en París, sin duda impulsado por su propio sentimiento de culpa, intentó estrangularla. La relación efectivamente había terminado aunque ella seguía enamorada de él[190]. De nuevo la verdad quizá fuera menos dramática. En 1958 apareció con Jeanne Moreau en un papel secundario en Los amantes, de Louis Malle. En 1961 interpretó un papel igualmente pequeño en Desayuno con diamantes, de Blake Edwards[191]. José Luis cada vez salía más en los rodajes o, si no, con alguna de sus muchas amantes. Pip había sugerido hacía tiempo que, dadas las exigencias de su salud y el bienestar de los hijos, deberían vivir en el sur y no había forma de que él se fuera de la capital.
Finalmente, en 1958 Pip compró un terreno en Auribeau-sur-Siagne, cerca de Cannes. En un último esfuerzo por aferrarse a José Luis y por tener un hogar para sus hijos, creó una casa espléndida a partir de dos casas de campo de trabajadores que fusionó en una. El riachuelo Siagne pasaba por el terreno, y al otro lado del pequeño valle de la casa principal, había dos casitas donde se alojaban los niños. José Luis no vivía con la familia en Auribeau, aunque la visitaba frecuentemente, al haber encontrado a otra mujer mayor rica, la condesa Rosemarie Tchaikowska, que tenía una casa cerca. Cuando les visitaba, retaba de manera infantil a Pip, desapareciendo a menudo en busca de conquistas a Cannes[192]. Cada vez más sola con sus hijos, Pip no era feliz. Tenía aventuras de vez en cuando, pero nada podía consolarla por la pérdida de su marido. Aunque era una madre muy competente, su hijo la recuerda parca en el afecto. La memoria que perdura en él, la muestra sentada en un escritorio dirigiéndose a él, «con las rodillas como los cañones de una escopeta doble». Jamás la recuerda dándole un beso. La hija de John recuerda que «estaba allí, era divertida, pero nunca participó en la realidad de la vida cotidiana hasta mucho más tarde. Todo aquello quedaba al cuidado de las monjas del internado o de los sirvientes de la casa». En ese sentido, Pip estaba siguiendo las huellas de su propia madre. Realmente llegó a ser madre cuando sus hijos se hicieron mayores y pudieron tener una relación más «adulta». Tanto su hija como su sobrina la recuerdan «cariñosa y comprensiva», y una fuente inagotable de diversión y alguien con quien siempre podían hablar de sus problemas. A los hijos les mandaba a internados en Inglaterra y se reunían para vacaciones espectacularmente caras. Pip bebía mucho, aunque, fiel a las costumbres de su clase, nunca antes de las seis y media de la tarde, y jamás mostraba los efectos del alcohol. Cuando iba a Inglaterra a dejar a los hijos en el internado después de algún viaje, se alojaban en el hotel Mandeville, donde una vez estuvo con José Luis. Los dejaba viendo la televisión mientras ella salía en un intento desesperado de recrear la vida social brillante de su juventud[193].
Durante gran parte de los años sesenta José Luis estuvo viviendo con la actriz Michelle Girardon —una relación que terminó cuando ella se suicidó—. En 1964 él puso la demanda de divorcio en Francia y Pip le retó pidiéndole una pensión. El tribunal falló a favor de Pip, pero José Luis no pagó lo establecido. En 1970, en Cuernavaca, México, José Luis conoció a una mujer llamada Úrsula Uschi Dietrich. Creyendo que era una rica aristócrata austriaca, le pidió que se casara con él. En realidad se trataba de una buscadora de fortunas, que aceptó su proposición creyendo a su vez que era inmensamente rico. El día que se casaron, técnicamente él seguía casado con Pip, puesto que no había divorcio en España. Por casualidad, la hermana de Pip, Gaenor, estaba de paso por Cuernavaca y llamó a Pip para contarle que su marido estaba a punto de casarse. Cuando José Luis llegó a París con Uschi y ella vio el pequeño piso de su flamante marido, le dejó de inmediato e interpuso una demanda de divorcio[194]. Por aquel tiempo, José Luis vivía en París con su hijo John. La relación llegó a su fin en 1973, cuando finalmente John llegó a la conclusión de que su padre era incapaz de tener una relación recíproca honesta. A partir de entonces, John no tuvo nada más que ver con él[195].
Pip jamás logró superar del todo su pasión por José Luis. Sabía que era un perfecto caradura, pero no podía dejar de quererle. Nunca permitió a sus hijos hablar mal de él en su presencia. Lo que más lamentaba era que su matrimonio hubiera en efecto destruido su amistad con la princesa Bea y el príncipe Ali. Nunca se puso en contacto con ellos de nuevo, porque se sentía incapaz de mentir sobre su infelicidad y de admitir que estaban en lo cierto al prevenirla sobre José Luis. De hecho, su pesar era tan hondo que jamás volvió a hablar sobre la guerra civil[196]. Al terminar la guerra como coronel, el príncipe Ali había sido nombrado jefe de la II Región Aérea. Fue ascendido sucesivamente a general de brigada y a general de división. Se había convertido en el representante de don Juan en España en 1943. Para ello, tuvo que recibir el permiso de Franco. El 19 de marzo de 1945, don Juan publicó su Manifiesto de Lausana y el príncipe Ali dimitió de su puesto en la fuerza aérea. Después pasó un año de arresto domiciliario en Sanlúcar de Barrameda, al final del cual le pidió a don Juan que le liberara de sus obligaciones. En 1955 él y la princesa Bea vendieron el palacio de Sanlúcar de Barrameda y se mudaron a las casas del Botánico[197]. La princesa Bea murió en Sanlúcar el 13 de julio de 1966. A su funeral asistieron el príncipe Juan Carlos y doña Sofía y la condesa de Barcelona, doña María de las Mercedes[198]. Ataúlfo, que se había hecho agrónomo, nunca se casó y había reconocido su homosexualidad. Murió con sesenta y un años el 8 de octubre de 1974, después de una breve enfermedad causada por un cáncer de páncreas[199]. Menos de un año después, el príncipe Ali sufrió un ataque de corazón y murió con ochenta y ocho años en Sanlúcar de Barrameda, el 6 de agosto de 1975[200].
Tras el divorcio francés, la infeliz Pip vendió la casa grande y la mitad del terreno de Auribeau y regresó a Inglaterra con su hija Carmen. Allí, la cercanía que caracterizó su relación inicial con Gaenor se renovó. Decidida a arreglárselas por su cuenta y a no aceptar dinero de su rico hermano John, Pip intentó ganarse la vida. Aceptó un empleo en Hacienda y luego en la Oficina de Turismo Británico en Saint James. Más tarde se hizo guía turística del Patrimonio Histórico, acompañando a grupos. Estaba mal pagado, pero ella tuvo un gran éxito. Dominando tantas lenguas y siendo tan amable, era perfecta para el trabajo. Incluso llevó grupos a la India, a Rusia, a las islas Seychelles y por toda Sudamérica, hasta que su salud lo hizo imposible.
Pip y su hija Carmen vivieron en Londres, primero en un piso sórdido y después en una casa flotante en el Támesis, cerca de Cheyene Walk. Pip todavía estaba enamorada de José Luis, pero su vida cambió en 1966 cuando conoció a un guapísimo cantante de ópera de Manchester llamado Ian Hanson. Intentaba hacer carrera en Londres y era amigo de otro cantante que vivía en una casa que pertenecía a la hermana de Pip, Elizabeth. Así pues, se hizo amigo de la sobrina de Pip, la escultora Tatiana Orloff-Davidoff, hija de Elizabeth. Esto le permitió salir con Carmen de Vilallonga y conocer a Pip, que se quedó embelesada por su buen porte —era tan guapo que Tatiana le hizo un busto—. Pip e Ian iniciaron una aventura que duraría hasta la muerte de ella. Ian, a pesar de ser un tenor ligero competente, nunca obtuvo el éxito que su anterior carrera había prometido[201]. Un hombre veinte años más joven que ella y bisexual estaba fascinado por sus orígenes aristócratas y su optimismo ilimitado. Por fin había encontrado alguien con quien ser feliz. Es de destacar que el primero y el tercero de los grandes amores de su vida fueran de tendencias sexuales ambiguas. En cambio, en sus memorias, el segundo, José Luis alardea de sus triunfos sexuales. Incluso se jactaba de que se ganó la vida probando las prostitutas de la famosa Madame Claude. Quizá sólo en Ataúlfo, en José Luis y en Ian, Pip pudo encontrar hombres capaces de mostrarse tan distantes de ella como su querido padre.
Cansada de su trabajo de guía turística y habiendo encontrado un hombre con el que podía ser feliz, Pip vendió lo que le quedaba del terreno de Auribeau y se marchó a Estados Unidos con Ian Hanson. Allí, Pip albergó esperanzas de hacer negocios. Se instaló con Ian Hanson en Los Ángeles, y cuando se confirmó la separación de José Luis con un divorcio español, se casaron. Pip trabajó para Sotheby’s en Los Ángeles. Con los ingresos de la venta del terreno, compró unos terrenos en California con la intención de urbanizarlos. Fue un terrible error de cálculo y se quedó en nada. Prácticamente arruinada, se le diagnosticó un cáncer de pulmón. Su familia lo dispuso todo para que la llevaran a un hospital decente. Tras una larga enfermedad, durante la cual fue atendida con dedicación por Ian, murió en 1983. Ian Hanson murió dos años después, y fue una de las primeras víctimas del sida. Pip fue incinerada en Los Ángeles. Gaenor e Ian llevaron sus cenizas a Inglaterra y las esparcieron por las colinas sobre las que se asienta el castillo de Chirk, donde Pip había jugado y montado a caballo en su infancia[202].