Nan Green. Una larga dosis de soledad

NAN GREEN

UNA LARGA DOSIS DE SOLEDAD

Una tarde de sábado en enero de 1937, una pareja joven estaba haciendo la compra en un mercadillo de Leather Lane en Londres. Cerca del gran mercado de carne de Smithfields, a ambos lados de Leather Lane había puestos de carniceros y carros de verduleros —un buen lugar del que llevarse verduras y piezas de carne barata al final del día—. Y George y Nan tenían muy poco dinero. Ambos eran comunistas que se ganaban la vida a duras penas vendiendo libros en un puesto y con los ingresos exiguos de George como violonchelista en el Tottenham Court Road Corner House. De repente, George se volvió a su mujer como si hubiera encontrado la solución a un problema que le hubiera estado atormentando durante semanas. Sin preámbulo, espetó: «Tengo que ir a España».

George Green era un activista del sindicato de músicos y Nan era la secretaria de su sección en el Partido Comunista de Gran Bretaña. Que estuvieran haciendo la compra juntos era una indicación, en el contexto de la época, de que tenían una relación buena y bastante democrática. Debatían las cuestiones políticas, iban juntos a las manifestaciones para enfrentarse a los fascistas camisas negras y compartían la responsabilidad por sus hijos pequeños. En los últimos meses, sus conversaciones giraban cada vez más en torno al inexorable desarrollo del fascismo y la lucha que se estaba librando en España contra Franco, Hitler y Mussolini. Habían hablado largo y tendido sobre la necesidad de detener el fascismo. Habían recaudado dinero para ayuda médica para España. Tenían camaradas que ya habían ido a unirse a las Brigadas Internacionales. Pero, en esa precisa tarde de sábado, mientras ella tenía la mente puesta en encontrar ofertas de comida, la declaración de George cayó como una bomba. Tanto para él como para ella, venía como llovido del cielo. Consciente de la enormidad de lo que acababa de decir, la miró con turbación. Sin pensarlo, Nan sólo dijo «Sí».

Respondió más como militante comunista que como una mujer a punto de ver a su marido y al padre de sus hijos embarcarse en una aventura que le podía costar la vida. Cuando tuvo tiempo para pensar sobre lo que le había propuesto, puso a su lado la reacción emocional como esposa y madre y se consoló con que políticamente era lo que había que hacer. Tenían una hija de seis años y un hijo de cuatro y medio. Cómo se las iban a arreglar ella y los niños solos importaba mucho menos que se parara al fascismo. Ese era el premio por el que valía la pena luchar. Y, si la República española resultaba victoriosa, incluso hasta podría abrir una posibilidad de revolución. Lo que la victoria podría suponer ayudó a Nan a dar el salto conceptual para justificar las privaciones inevitables de su familia. En cuestión de un mes, George estaba de camino a España como conductor de ambulancias. Nan se despidió de él en las oficinas del Spanish Medical Aid (Ayuda Médica Española) de New Oxford Street. Siete meses después, habría dado un salto todavía más grande. Nan iría a España.

Nan Green se crio en una familia anglicana de clase media, un comienzo inusitado para una futura heroína de la guerra civil española y partidaria incondicional del Partido Comunista de Gran Bretaña. Sus primeros años no fueron destacables salvo por las numerosas claves que ofrecen del valor y la iniciativa que mostró más tarde. Sin duda, tanto el hundimiento de su familia como el de su situación económica explican su militancia izquierdista. Nació con el nombre de Nancy Farrow el 19 de noviembre de 1904 en Beeston, actualmente un barrio en las afueras de Nottingham pero en aquella época un pueblecito de los alrededores. Fue la tercera de cinco hermanos supervivientes, un sexto murió a los dieciocho meses. Su madre era Maria Polly Kemp y su padre Edward Farrow. Mientras su abuelo materno era celador jefe en la cárcel de Wandsworth, Polly Kemp había sido «aprendiz forzosa» en el centro comercial Arding and Hobbs de Clapham. Allí vivió y trabajó en las mismas condiciones cercanas a la esclavitud que describe tan gráficamente H. G. Wells en The History of Mr. Polly. Cuando la familia se mudó a Devizes, Polly se consumió pensando en ellos y al final la familia compró su libertad. El abuelo paterno de Nan hacía guitarras y varios de sus siete hijos demostraron cierto talento musical. Siempre que visitaban la casa de los Farrow abundaban las risas y las canciones. Las dos familias formaron una extraña mezcla de orígenes, según las propias palabras de Nan: «los rectos, honorables, respetables y un tanto serios Kemp y los “bohemios”, cantarines y ligeramente chabacanos aunque joviales Farrow. Yo me inclino hacia los Farrow tanto en temperamento como en sentimiento[1]».

Nan nació en casa y más tarde describió así su nacimiento: «Se había preparado el paritorio. La enfermera (enfermera Marshall, tal y como la conocí más tarde) estaba en casa. Aunque no se me esperara aquella noche, mi madre, al notar que llegaba el parto, se levantó de la cama para cruzar dos rellanos con sus escaleras y antes de llegar a la otra habitación, yo ya había salido. Nunca tuve mucha paciencia y siempre me he caracterizado por ser muy dinámica (“como el azogue”, decía Mem, [su hermana menor, Emily]), hasta que la edad y la artritis me frenaron[2]». Cuando nació Nan, Edward Farrow ponía todo su empeño en subir en el escalafón social. Antes de casarse, había pasado de ser mecánico en un pequeño taller de bicicletas, que se convirtió en la célebre compañía Raleigh Cycle, a contable y secretario de la compañía. Cuando se casó ganaba tres libras semanales, lo suficiente para permitirse una sirvienta. La magnitud de su éxito puede medirse por el hecho de que en 1903 la familia se mudó a una espléndida casa, Surrey Cottage, en Glebe Street, Beeston. Constaba de dos sólidas casas de campo adosadas y se la consideraba de suficiente importancia arquitectónica como para ser el tema de un artículo sobre arquitectura doméstica en The Studio[3], revista artística de la cual sería colaboradora Margarita Nelken. El padre de su mujer ocupaba la mitad de la casa. No obstante, el tamaño de la misma no coincide del todo con los comentarios que hizo Nan más tarde con el propósito de reforzar la idea de que su padre era un «obrero». Edward Farrow ya había progresado desde sus orígenes en la clase obrera. Aunque no era del todo falsa, la descripción de Nan quizá deba menos al rigor histórico que a la necesidad de tener un pasado políticamente aceptable[4].

En los recuerdos de sus primeros años Nan se ve un tanto atosigada por una madre sobreprotectora. La independencia, coraje y resistencia que demostraría más tarde en España y China pueden entenderse como una reacción a esto. Polly Kemp ya tenía tres hijos, Elizabeth, Charles y Edward, cuando nació Nan. Aunque era una mujer corpulenta y robusta, estaba obsesionada con la tuberculosis, que había matado a una hermana menor. Polly temía por su propia salud. Aseguraba estar «delicada» y, como otras mujeres de clase media, pasaba mucho tiempo recostada en el sofá. Se sentía igualmente angustiada, si no más, por sus hijos. El primero de ellos, Charles, murió de difteria cuando aún no había cumplido los cinco años. Como consecuencia, idolatraba a su segundo hijo, Edward, y vivió con una preocupación constante por la salud de los demás. Los medicaba con pociones y líquidos para «limpiar los intestinos» y fortalecer el pecho. La independencia tenaz y naturaleza voluntariosa que Nan demostró más tarde quizá fuera un rechazo a una infancia sobreprotegida en la cual, tal y como dijo ella, «no sólo estábamos excesivamente medicados sino excesivamente vestidos». A los hijos se les vestía con tanta ropa que se les impedía la movilidad y la higiene personal. «Camisetas, combinaciones de lana, a las que llamábamos con aversión “combis”, que consistían en unas bragas y camiseta de una sola pieza, cubiertas sucesivamente con una almilla, lana gruesa sujeta con cintas para fortalecer el tipo, bragas blancas de algodón, bragas de lana azules o marrones, enaguas de franela, enaguas blancas de algodón, medias de lana negras o marrones sujetas con cinta a la almilla, un jersey y una falda escocesa o un vestido, que se cubría en casa con un delantal blanco de algodón y, en la calle, en invierno, con botas, un abrigo, bufanda, guantes y gorro[5]».

Con el tiempo Edward Farrow llegó a ser director general de Raleigh y la prosperidad de la compañía se convirtió en un tema que causaba una preocupación considerable en la familia. «Mi madre, que hizo que toda la actividad de la casa girara alrededor de los intereses y la comodidad de mi padre (creo que le tenía un poco de miedo), nos disciplinaba, mandaba callar y nos enviaba a otra parte con especial severidad cuando llegaba la hora de hacer los balances».[6] La creciente prosperidad hizo creer a su padre firmemente en el capitalismo. «En mis primeros años, se suponía que todos íbamos “prosperando en el mundo” con él y se nos prohibió terminantemente mezclarnos con lo que se consideraban las clases inferiores». Los hijos de la familia fueron educados en el colegio privado del pueblo, que era increíblemente esnob. En una ocasión Nan fue castigada severamente por jugar en la plaza principal de Beeston con unos muchachos del internado del pueblo. El hecho de que la mandaran a esta escuela formaba parte de la búsqueda en pos del refinamiento por parte del padre de Nan. Esta búsqueda también supuso un acercamiento al anglicanismo de las clases altas y el que mandara a sus dos hijos mayores a colegios de élite anglocatólicos, «donde desarrollaron una especie de esnobismo religioso y miraban por encima del hombro y con infinito desprecio a las gentes de iglesias metodistas y a los protestantes en general[7]».

Nan no sólo se sintió «excesivamente medicada y excesivamente vestida», sino también ahogada por la religión y el esnobismo. No tuvo una infancia feliz y culpó de ello a la falta de «libertad y de verse libre de preocupaciones». Como era habitual en los aspirantes de clase media baja, a los hijos de los Farrow se les elegían los amigos. Tenían prohibido jugar con cualquiera que fuera «rudo» o «socialmente inferior». A Nan no le gustaban los amigos que sus padres consideraban adecuados. Tampoco se sentía a gusto con las estrictas normas que establecían que los hijos fueran «buenos, limpios, ordenados, devotos, tranquilos, poco curiosos, de buenos modales y obedientes». Estas normas eran impuestas con rigidez y hasta crueldad. El padre castigaba las transgresiones con duras azotainas en el trasero al aire. Nan recibió una zurra especialmente severa por montar en bicicleta en la prohibida carretera a Nottingham, y otra por protestar porque su hermano podía salir a jugar inmediatamente después de la merienda mientras ella tenía que quedarse fregando los platos. Inevitablemente Nan se convirtió en una niña rebelde aunque, como ella misma admitió, bastante embustera, ya que ocultaba delitos como chapotear en el cercano río Trent. Anhelaba la aprobación y el elogio, y se mortificaba cuando sus esfuerzos para conseguirlos sólo se topaban con las burlas de sus padres[8]. Esto parece haberle infundido la libertad de pensamiento que la caracterizó más adelante. Años más tarde, su hermana Emily se refirió a ella como «independiente, con iniciativa, y sin miedo a desafiar o desagradar a la autoridad —Dios, profesor o padre[9]—». El comportamiento insensible de sus padres la llevó a escribir en sus memorias: «Honestamente no puedo decir que quisiera a mi padre ni a mi madre». Con el tiempo llegó a entenderlos y perdonarlos, pero nunca pudo perdonar a la Iglesia cristiana por imponer el sentimiento de culpa a sus fieles. Nunca logró entender por qué le arrebataron a su hermano menor, Charlie, siendo tan joven, y vivía obsesionada por una fotografía suya, que se encontraba en su habitación. Perdió la poca fe cristiana que le quedaba cuando sus desesperadas súplicas para liberar del sufrimiento a Emily, que padecía asma, quedaron sin respuesta[10].

La familia disfrutó de este decoroso estilo de vida hasta que estalló la Primera Guerra Mundial y su padre tuvo que hacer frente a una crisis de salud y unos problemas profesionales. Estaba a punto de comenzar un proceso de proletarización y Nan sería la más afectada de los hijos. Su madre jamás se recuperó del parto de su último hijo, Richard, y cayó gradualmente en una enfermedad crónica. En los primeros días de la Primera Guerra Mundial, Polly sufrió una apoplejía. Semiparalizada, se vio confinada a una silla de ruedas y las tareas de la casa pasaron a su sobrina Marie Rice. Conocida en la familia como Lela, Marie, una cariñosa y bondadosa mujer, se convirtió en la madre sustituta de los hermanos pequeños de Nan[11]. En 1916 Edward Farrow fue despedido por negarse a falsificar las cuentas de la compañía con el fin de disminuir el pago de los impuestos sobre los beneficios de guerra. Con su mujer gravemente enferma y cinco hijos a su cargo sufrió una crisis nerviosa y estuvo internado en un hospital psiquiátrico durante un breve período de tiempo, aunque en 1917 ya trabajaba en Londres para el Ministerio de Municiones.

La infancia de Nan tuvo un final repentino. En 1918, mientras su padre permanecía en Londres, toda la familia, salvo ella, sufrió la epidemia de gripe. Con catorce años y sin antibióticos ni analgésicos, Nan tuvo que hacerse cargo de los cuidados de su madre, de Marie Rice y de sus hermanos pequeños. Esta experiencia desveló la capacidad que poseía Nan para desenvolverse en situaciones críticas. Descubrió su capacidad para el trabajo duro, la organización y la imperturbabilidad que sería el sello de su vida más tarde. Todos sus pacientes se recuperaron, pero a partir de entonces la situación de la familia empeoró rápidamente. Tras la guerra, terminó el empleo de su padre en el Ministerio y entonces montó un pequeño taller de bicicletas, pero la escasez de materias primas hizo que fracasara. En un nuevo paso atrás en el escalafón social se vio obligado a marcharse a Birmingham para trabajar en la fábrica de bicicletas de la BSA. La familia vivía ahora en la escasez en un pequeño piso encima de una tienda. Al poco de mudarse allí en 1921, la madre de Nan, Polly, murió en el hospital. Edward Farrow se aferró patéticamente a su condición de clase media al mandar a Nan a un mediocre colegio privado que no podía costear. Nan iba a la escuela nocturna y consiguió una plaza gratuita en la Escuela de Arte de Birmingham. Asistió durante un año y, cuando acababa de obtener una beca para un año más, se vio obligada a dejar sus estudios. Muy a pesar de Nan, su padre, que se había quedado sin trabajo y se había trasladado a Manchester, no le permitió quedarse en Birmingham con unos parientes y continuar sus estudios[12].

Los cuatro años comprendidos entre 1916 y 1920, en los que transcurrió su adolescencia, pasando de los doce años a los dieciséis, determinaron en gran medida su vida futura. En sus reflexiones posteriores los resumió indicando que se había visto inmersa en dos clases de experiencias. Sus dos hermanos mayores, Elizabeth y Edward, conocieron a su madre siendo esta fuerte y saludable, y cuando la familia era próspera. Se beneficiaron de una costosa educación de élite y estaban bien situados (Edward como empleado en un banco y Elizabeth como maestra) cuando la pobreza sacudió a la familia. Sus dos hermanos pequeños, Richard y Emily, recordaban menos a su madre pero tuvieron a la cariñosa Marie Rice como madre sustituta. Con el tiempo Marie Rice se casó con Edward Farrow, para convertirse, según la aguda observación de Nan, en «su humilde esclava al igual que lo había sido mi madre». A causa del deterioro de la situación familiar, Richard y Mem tuvieron que ir a escuelas públicas con niños de la clase trabajadora. En un entorno duro, aunque suficiente, pero menos envenenado por el esnobismo, acabaron relativamente bien. Para Nan la situación fue completamente distinta tanto con respecto a la familia como a la educación. Rememoraba la relación con su madre en aquellos años con un toque de amargura. La recordaba como una inválida terrible y exigente en silla de ruedas, que necesitaba ayuda para vestirse y esperaba que cada noche se le leyesen novelas románticas a la luz de la velas. Edward y Elizabeth desaprobaron el nuevo matrimonio de su padre, mientras que Richard y Emily estaban encantados. A Nan le resultaba indiferente, estaba tan ensimismada en su turbulenta adolescencia que le era imposible buscar apoyo emocional en Marie[13].

No es de extrañar que a los dieciséis años se hubiera alejado ya de su padre. La ruina económica de la familia la golpeó con mayor dureza respecto a su futuro profesional, ya que sus sueños de estudiar en la Escuela de Arte se vinieron abajo en su primera adolescencia. Se vio obligada a abandonar su beca y a buscar trabajo. Cada vez que su padre cambiaba de lugar para buscar empleo, ella tenía que mudarse con la familia y aceptar trabajos de oficinista. La inestabilidad dificultaba que pudiese hacer amigos y su mayor placer era la lectura (H. G. Wells, D. H. Lawrence, George Bernard Shaw y otros que sacaba prestados de las bibliotecas públicas de los lugares por los que pasaba la familia). Lo más destacado de su existencia era ir a ver a la compañía de ópera itinerante de Carl Rosa (predecesora de la English National Opera) y las producciones de Gilbert y Sullivan de la D’Oly Carte Company. Finalmente se colocó durante algún tiempo en un almacén de pañería de venta al por mayor en Manchester y comenzó a entablar amistades. A través de una de ellas, Marie Brown, conoció la asociación de excursionistas. Pasaban los domingos caminando en los abruptos y bellos páramos de Peak District —con absoluta desaprobación del padre de Nan—. En sus caminatas Marie Brown, nacionalista irlandesa, le explicaba los conflictos. Su relato sobre el papel de los británicos en Irlanda fue una contribución importante para la educación política de Nan. A menudo volvían a Manchester a tiempo de asistir a un concierto el domingo por la noche de la Hallé Orchesta. Tras el entorno sofocante de su familia, una excursión en los días libres por las colinas y los pantanos con noches musicales en las que ella cantaba, suponía una liberación inspiradora. El aire fresco, la libertad y la música fueron desde aquel momento su fórmula para hallar la felicidad[14].

A mediados de los años veinte la familia volvió a Birmingham, donde los excursionistas eran menos musicales y más formales. Allí trabajó en una aseguradora donde sus experiencias la empujaron aún más hacia el socialismo. Estaba a cargo de una sección de nueve chicas que elaboraban las cuentas de las compensaciones por accidentes industriales. Comenzó a aprender algo sobre las condiciones en las que los mineros y otros trabajadores se accidentaban. Estaba indignada por el hecho de que lo máximo que la familia de un minero pudiera conseguir como compensación si este moría eran 300 libras. Además, sólo se le pagaría si el minero había estado trabajando consecutivamente durante los tres años previos, lo cual era improbable debido a la inestabilidad de la industria minera. Algo que ocurrió en 1928, el año en que la edad de voto de las mujeres bajó de 30 a 21 años, la influyó más aún. El director de la oficina le pidió que usara su influencia sobre las chicas de la oficina para asegurarse de que no votaran al partido laborista. Argumentaba que como los laboristas pretendían nacionalizar el sistema de seguros, votarles sería como votar el quedarse sin trabajo. Nan se enfureció lo bastante como para ir a las sedes del partido laborista a informarse. Allí le explicaron que con la nacionalización las oficinistas serían incluso más necesarias. Nan lo contó en la oficina y como consecuencia sus compañeras votaron a los laboristas. Nan comenzó a considerarse fabiana (socialista moderada de la Fabian Society), a leer folletos de los fabianos y propuso la creación de un sindicato en la oficina. Cuando la dirección se enteró, la separaron de sus compañeras de trabajo, ascendiéndola a labores estadísticas en una oficina aparte. Allí su compañero era un viejo irlandés encantador, que la entusiasmó con sus ideas revolucionarias[15].

Otro paso crucial en su camino hacia el socialismo vino como consecuencia de una invitación que le hizo Marie Brown, su vieja amiga de Manchester, para ir con ella a una excursión de un fin de semana en el invierno de 1928. Entre los asistentes estaban los Green, una familia de músicos de Stockport, formada por dos hijos, el mayor tocaba el piano y el menor el violonchelo, dos hijas y la madre. George Green, el violonchelista de veinticuatro años, tocaba en la orquesta del transatlántico de Cunard Aquitania, que estaba en el dique seco. Nan le vio como un «cuerpo de oso, de casi dos metros de altura, cara ancha y ojos grises simpáticos y dulces detrás de unas gafas con montura de acero». Esa misma noche, Nan y George se enamoraron. Mientras Nan contemplaba el valle, George apareció, le puso el brazo sobre el hombro y le rozó el pelo con la mejilla. Más tarde, Nan reflexionó: «no fue romanticismo lo que se apoderó de mí, sino que me sentí confortada. Antes había salido con hombres jóvenes, pero odiaba que me tocaran y repelía sus intentos de besarme con una especie de aversión. Pero ahora se trataba de un joven con el que me sentí como en casa desde el primer momento, que no había forzado la situación, sino que había insinuado con dulzura su atracción».

Como tenía que regresar al barco dos semanas más tarde, George actuó con rapidez. Invitó a Nan a pasear por el campo el fin de semana siguiente y ella aceptó. Antes de que terminara aquel día lluvioso ya le había pedido que se casara con él y ella había aceptado. A pesar de la felicidad, no podía contárselo a nadie por temor a las burlas pesadas de su padre. Se levantaba pronto para recoger las cartas de George, antes de que alguien de la familia viera lo que había dejado el cartero. George dejó el trabajo del Aquitania y empezó a tocar en un cine de Manchester. En términos económicos, resultaría ser una decisión desastrosa, ya que el cine mudo, y el trabajo de los músicos que lo acompañaban, estaba a punto de ser barrido por el sonoro. Sin reparar en esta nube sobre el horizonte, los amantes empezaron un noviazgo idílico. Cada fin de semana, Nan iba a Manchester para pasar la tarde del sábado en el cine donde tocaba George. Después salían corriendo hacia la estación para coger el último tren hacia Macclesfield, el acceso a la sierra del Peak District. De ahí partían hacia una granja donde pasaban la noche. El domingo por la mañana partían temprano hacia las colinas, donde practicaban su creciente afición por la escalada[16]. Después de hacer montañismo en Francia, su gusto por la aventura adoptó la forma de «irme a la cama no por las escaleras sino por la fachada trasera de la casa trepando por la tubería de desagüe hasta la embocadura y el alféizar de mi habitación, que estaba en el tercer piso[17]».

Nan describió su enamoramiento por George con una extraña contención: «nunca fue febril ni “romántico”, simplemente me sentía más como en casa. No había nada que no pudiéramos decirnos y disfrutábamos enormemente consumiendo nuestras fuerzas dando zancadas como gigantes sobre los páramos y el monte, sin importarnos el tiempo que hiciera. Puede sorprender a los jóvenes, acostumbrados en estos días “permisivos” a meterse en la cama en el primer o segundo encuentro, que no nos acostáramos. También quizá sorprenda a los freudianos, si es que queda alguno, que yo conscientemente no lo deseara. George, desde luego, tenía experiencia sexual y además un don, en este y otros aspectos, para la paciencia infinita y la ternura. Así que me fue iniciando en el sexo de una forma cuidadosa y gradual, con una especie de naturalidad y fantasía que hizo que pareciera algo absolutamente natural». Decidieron comprometerse de forma oficial, lo que les obligaba a anunciarlo públicamente. El padre de Nan se puso lívido al ver a su hija atada a un «músico ambulante[18]». Un beneficio de la relación con George, que su padre no consideraba una compensación por la penuria, fue que permitió a Nan desarrollar su sentido musical innato. Como consecuencia de unas paperas no diagnosticadas, Nan estaba sorda del oído izquierdo. No obstante, después de conocer a George, empezó a aprender a tocar la viola y, así, pudo participar en conciertos que se celebraban en casa de los Green.

Otro aspecto positivo para Nan fue el contacto con la familia Green, más afectuosa y sencilla que los Farrow. Sentía especial cariño por el padre de George, William Alfred Green, un hombre al que consideraba «oro macizo de los pies a la cabeza». «Intachable, honrado, sabio, tolerante y, sorprendentemente, no era machista (inculcó a sus hijos el principio categórico de que ningún marido debería permitir a su mujer lavar un pañal sucio hasta que el bebé hubiera cumplido seis semanas). Se adelantó tanto a su época que aún hoy en día los tiempos no han progresado tanto».[19] A lo largo de su vida con George, su suegro fue una fuente prodigiosa de apoyo y solidaridad. George heredó el humor agudo, la dulzura y la tolerancia de su padre. Era pacifista y socialista[20].

George y Nan se casaron el 9 de noviembre de 1929. Había poco trabajo para los músicos durante la época de la gran depresión, sobre todo porque la invención del cine sonoro había hecho disminuir la demanda de músicos en los cines. Vivieron en Manchester, primero en casas de huéspedes y más tarde en un piso sin amueblar. George todavía tenía un trabajo mal pagado tocando la música que acompañaba las películas mudas. Para aumentar sus ingresos, abrieron un pequeño negocio de venta de sándwiches para el almuerzo a los oficinistas del centro de Manchester. Ganaban poco dinero y hacia finales de 1930, a medida que el número de desempleados aumentaba, las consumiciones cayeron vertiginosamente. Esto coincidió con que Nan estaba embarazada de unos seis meses. Después de algunos problemas iniciales por tener la tensión alta, Nan tuvo un embarazo normal, durante el cual ella y George se unieron aún más. Su hija Frances nació el 14 de febrero de 1930. Al poco tiempo se mudaron a una casa de protección oficial en Stockport. Vivieron austeramente, por no decir en el umbral de la pobreza, arreglándose con las legumbres que ellos mismos cultivaban y la carne que compraban barata los sábados por la tarde, cuando los carniceros cerraban sus puestos en el mercado.

George perdió su trabajo en el cine y trabajó durante cortos períodos tocando el banjo en la Jack Hylton Dance Band y la guitarra en un café. En el verano de 1931 George aceptó un trabajo semanal en un espectáculo de una población costera. Lejos de la familia, George tuvo una pequeña aventura, que pareció no molestar a Nan: «Fue la primera vez que me fue infiel, pero lo contó nada más llegar y no pareció importarme. Tampoco me importó en las siguientes ocasiones, ya que al informarme siempre, incluso por adelantado, nunca hubo engaño. Es el engaño lo que envenena una relación, y yo estaba tan segura de su amor que el simple hecho de que se hubiera ido a la cama con otra, no me afectaba en absoluto».[21] Es imposible saber si en este relato posterior reprimió sus verdaderos sentimientos o si fue una reflexión sincera de su fría racionalidad. Sin duda este incidente no pareció perturbar la relación. Al fin y al cabo, Nan era lo bastante independiente como para no seguir con George por prejuicios morales o como para evitar la separación o el divorcio por el qué dirán. No obstante, cuando George tenía alguna «novia», la estrategia de Nan era la de invitarla a merendar. Conocer a su mujer y a su hija solía ser el preludio para que ellas desaparecieran rápidamente de su vida[22].

A pesar de que, a finales de 1931, le aconsejaran que no tuviera hijos durante al menos tres años debido a su tensión, Nan estaba embarazada de nuevo. Con el trabajo siempre escaso y el hambre acechando, a comienzos del verano de 1932 dividieron sus tres últimas libras. Nan se quedó con treinta chelines, George cogió los otros treinta y se marchó a Londres a buscar trabajo. Consiguió uno en la famosa sala de té Lyon’s Corner House en la calle Coventry, cerca del no menos conocido Piccadilly Circus. Una semana más tarde, el 10 de julio de 1932, Nan dio a luz a un niño, Martin. Fue el comienzo de un período profundamente traumático para ella. Quizá a consecuencia de las difíciles circunstancias y de la separación de George, su embarazo duró más de lo previsto. Martin era un bebé grande, pesó cuatro kilogramos al nacer, por lo que resultó un parto largo y doloroso. Mientras Nan se recuperaba, fue accidentalmente envenenada por una enfermera con belladona pura. Estuvo en coma, muy enferma durante algunos días y a punto de morir. Apenas se había recuperado de este trauma, Martin contrajo la tosferina. Cuando le dieron el alta del hospital de Birmingham, su hermano la llevó a Londres, donde George había encontrado una casa de huéspedes en Hampstead.

Allí, aún cansada por el parto y afectada por la intoxicación de la belladona, tuvo que hacer frente a dos hijos enfermos, ya que inevitablemente Frances también había contraído la tosferina. Fue una época horrible: la pobreza, una casera hostil, los pañales que debía hervir y sin detergente se alternaban con largas noches en vela —sin antibióticos e intentando alimentar a un bebé cuya tos seca le hacía vomitar cada vez que le daban de comer—. No tenía familiares ni amigos a los que pedir ayuda. George compartía el trabajo de la casa y los cuidados de los hijos a pesar de que en aquel momento su actitud poco debió de ayudar, pese a los recuerdos benévolos de Nan. George se había encontrado, como dijo ella, «con una preocupación adicional en forma de una novia que se había echado durante nuestras pocas semanas de separación». O bien fue una fuerza de carácter impresionante mezclada con una total devoción por George o algo a lo que hoy en día llamaríamos autoengaño, lo que hizo que le permitiera esta nueva transgresión. Dadas las circunstancias de Nan, el comportamiento de George sólo puede calificarse en el peor de los casos de cruelmente insensible o, en el mejor, como egoístamente irresponsable. Incluso más tarde Nan afirmó que de las distintas ocasiones en que George había hecho tales cosas, esta fue la única en la que ella sintió celos. No obstante, relata la experiencia con palabras que sugieren un control férreo de sus sentimientos: «Encontré la sensación tan humillante que la machaqué tras una breve lucha».[23]

Finalmente las cosas mejoraron. Los niños recuperaron la salud, Nan consiguió algún trabajo ocasional haciendo reseñas de libros para el News Chronicle, y ella y George comenzaron a interesarse por la política. Coquetearon poco tiempo con el Partido Laborista Independiente, sintiéndose decepcionados, con un desgaste importante, por el tono paternalista y esotérico de la rama de Hampstead. Dedicaban los ratos de ocio principalmente a tocar música, formando tríos, cuartetos y quintetos improvisados con amigos de George. Nan incluso tocó la viola en algunos conciertos de orquestas de aficionados que dirigía el abuelo Green. Profundamente conscientes de las desigualdades de la vida en la Gran Bretaña de los años treinta, les influyó enormemente la obra de John Strachey The Coming Struggle for Power. Así pues, decidieron inscribirse como miembros en el partido comunista. El padre de Nan, quien a pesar de su proletarización seguía siendo conservador, estaba horrorizado. Para sobrevivir, dado los precarios ingresos de George, Nan aceptó un trabajo en el departamento de publicidad de una empresa dedicada a la venta al por mayor de productos farmacéuticos, haciéndose pasar por soltera, ya que por aquellos días el trabajo de mujeres casadas encontraba objeciones. La pareja se había mudado a un piso en Heathcote Street, una calle que desembocaba en Gray’s Inn Road, en las afueras de Bloomsbury. Sus hijos acudían durante la semana a una guardería cerca de Kingsway y tuvieron la suerte de encontrar una que les gustó. Nan recordaba la felicidad de los pequeños y la suya propia cuando los recogía cada día. «¿Cuántos momentos semejantes —se pregunta Nan retóricamente en sus memorias— hubiera habido de haber estado juntos todo el día, yo realizando exasperantes tareas y ellos arrastrándose a mis pies?»[24] George pasaba todo el tiempo que podía con los niños, al igual que el abuelo Green. Así pues, se criaron en un hogar muy musical.

Nan y George abrazaron el comunismo con alegría y cierto grado de ingenuidad, tanto intentando rehabilitar el sindicato de músicos como discutiendo ávidamente la revolución rusa en los encuentros de célula. Comprensiblemente, en un mundo en que el auge del fascismo parecía inexorable, la existencia de la Unión Soviética era un faro de esperanza para mucha gente de izquierdas que no sabía nada sobre los horrores del estalinismo. Para los Green, y otros muchos como ellos, la elección era clara: «democracia y paz o fascismo y guerra». La militancia tomó varias formas. Distribuían octavillas, vendían panfletos prosoviéticos y el periódico comunista, The Daily Worker, hacían pintadas en las paredes con eslóganes y, subidos en cajones, daban discursos antifascistas en plena calle. El convencimiento de que la historia estaba de su parte les confirió fuerza interior. Tal era su fe, que el partido comunista dominaba sus vidas sociales, políticas y culturales. También dominaba las vidas de sus hijos, a los que se les llevaba a manifestaciones. Martin más tarde escribió que era: «un niño llevado revolucionariamente en un cochecito / Speaker’s Corner [la zona de los oradores del Hyde Park] significaba más para mí / que el mundo de Peter Pan». Mientras Frances y Martin intentaban dormir, las reuniones políticas continuaban en cualquier lugar de la casa. Como Martin recordaba más tarde «Lenin y Stalin eran dioses protectores de los niños». Por aquel entonces Nan había dejado su trabajo y había comenzado a llevar un puesto de libros de segunda mano en el mercado Caledonian[25].

En julio de 1936 estalló la guerra civil española. Después de largas consideraciones, a comienzos de 1937 George decidió enrolarse como voluntario, convencido, al igual que otros muchos, de que si no se detenía el fascismo en España pronto afectaría al resto de Europa. George estaba de compras con Nan en enero cuando de repente le dijo: «Tengo que ir a España». Ella sólo contestó «sí», y no se habló más del asunto a pesar de las trascendentales implicaciones sobre la familia. Sin duda, como fiel militante del partido, hubiera aceptado la decisión de George en cualquier caso. Además, la identificación de Nan con los ideales y las creencias de George era total. Por consiguiente, cuando él le preguntó «Podrás llevar tú sola la casa, ¿verdad?», Nan no vaciló en contestar «sí» sin condiciones. Fácilmente pueden imaginar las dificultades de la familia por la ausencia de George. Incluso cuando el hermano de este escribió a Nan para criticarle y acusar a George de haber abandonado a su mujer y sus hijos, Nan le contestó orgullosamente: «Escucha, George y yo pensamos aún más que en nuestros propios hijos, pensamos en los niños de Europa en peligro de morir en la próxima guerra si no detenemos a los fascistas en España».[26] George le contó su decisión a un amigo, Charles Kahn, compañero del sindicato de músicos. Charles pensó en recordarle sus responsabilidades con su mujer, sus hijos y el sindicato, pero se dio cuenta de que no había nada que hacer. «Su odio por la explotación de la humanidad, su odio por todo lo putrefacto de este mundo y su amor por todo lo que fuera excelente eran las motivaciones de su vida. La paz, la libertad, la democracia y el derecho de todo el mundo a ganarse la vida eran los incentivos, pero George sabía que no se lograban esos ideales simplemente por el hecho de desearlos, él sabía que había que luchar por ellos».[27]

George se marchó el 19 de febrero de 1937 o alrededor de esa fecha. Su hija Frances recordaba lo que le molestó que su padre se hubiera marchado unos pocos días antes de su séptimo cumpleaños[28]. Los problemas inmediatos de Nan para mantener a la familia ella sola se solucionaron gracias a la solidaridad de los miembros del partido comunista y a la de otros antifascistas. El casero, que era judío, le rebajó el alquiler del piso un tercio. Más importante fue la generosa ayuda que proporcionó el abuelo Green con los niños. Frances y Martin echaban de menos a su padre, pero estaban orgullosos de él[29]. Las consecuencias exactas de su ausencia son difíciles de reconstruir porque, desafortunadamente, muchas de las cartas que escribió Nan a George se perdieron en el frente. No obstante, es posible deducir de las cartas que él le escribió que Nan hacía todo lo posible por tranquilizarle y convencerle de que la familia sobrevivía económicamente. «¿Te manejas con el dinero sin estrecheces ni preocupaciones?», le escribió él preocupado en una de sus primeras cartas[30]. Cualesquiera que fueran los problemas, estos se agravaron bastante cuando la propia Nan decidió también marcharse a España. Durante los siguientes diecinueve meses George y Nan se verían sólo unas seis veces. Quizá no sea sorprendente que durante este período Nan tuviera una aventura breve con un camarada del partido[31].

George viajó y sirvió en España con el rico y excéntrico aristócrata inglés Wogan Philipps, el hijo de lord Milford. Philipps era pintor (de «cuadros agrestes y algo infantiles»), amigo de varios miembros del grupo de Bloomsbury y en aquel tiempo marido de la novelista Rosamund Lehmann[32]. Las vidas de George y Nan cambiarían a causa de esta amistad. Wogan Philipps ya contaba con algún conocimiento de la situación política de España. Mientras estaba de vacaciones en España a principios del año 1936, se quedó muy impresionado por el tumulto político alrededor de la creación del Frente Popular y la campaña electoral de febrero. De regreso en Inglaterra, siguió con avidez la suerte del gobierno del Frente Popular. Indudablemente, su solidaridad estaba del lado de la República en el momento que se produjo el levantamiento militar del 18 de julio de 1936.

La oportunidad de participar en la guerra civil española para Wogan Philipps vino de la mano de una organización llamada Spanish Medical Aid (Ayuda Médica a España). Respondiendo a la petición por parte de España de ayuda médica, Isabel Brown, secretaria del Relief Committee for the Victims of Fascism (Comité de Ayuda para las Víctimas del Fascismo), había contactado con el doctor Hyacinth Morgan, consejero médico en los sindicatos laboristas. A su vez, el doctor Morgan conectó con el doctor Charles Brook, un médico de cabecera que también era secretario de la asociación médica socialista. En consecuencia, el 8 de agosto de 1936, el doctor Brook organizó un encuentro con médicos afines, estudiantes de medicina y enfermeras en el National Trade Union Club (Club de los Sindicatos Nacionales) de Londres, para pensar en formas de mandar la ayuda médica urgente a España. Del encuentro surgió el Spanish Medical Aid Committee (Comité de Ayuda Médica a España), del cual el doctor Morgan se convirtió en presidente y el doctor Brook en secretario. Se puso en marcha una petición de fondos a escala nacional de forma inmediata. En cuestión de días, se recaudó el dinero suficiente para que el comité contara con vehículos, abastecimientos y personal médico. La primera unidad partió hacia España el 23 de agosto. Philipps se presentó en el cuartel general del Spanish Medical Aid Committee, en el número 24 de New Oxford Street en Londres, y se ofreció para ayudar de cualquier forma en que pudiera. Fue allí donde conoció a la mujer que se convertiría en su segunda esposa, lady Cristina Hastings, condesa de Huntingdon, otra aristócrata de izquierdas, que era tesorera adjunta del comité junto con Peter Spencer (el vizconde Churchill, primo de Winston) y J. R. Marrack, catedrático de bioquímica en Cambridge[33].

Wogan Philipps compró una furgoneta Ford, la llenó de material médico y la condujo hasta Barcelona a través de Francia, en un convoy con otros camiones y ambulancias. Uno de los camiones, cargado de material médico y cigarrillos, iba conducido por George Green. En Barcelona les recibió Ewart Milne, un poeta, que se horrorizó cuando sus vehículos fueron secuestrados por anarquistas. Se las arreglaron para recuperar los vehículos, aunque en el viaje hacia Albacete en el sur, su guía, un miembro del cuasitrotskista Partido Obrero de Unificación Marxista, trató de desviarles hacia sus camaradas de partido en el frente de Aragón al oeste. Cuando abandonaron la capital catalana, llevaron a Stephen Spender, el poeta, que iba a Albacete en busca de su antiguo compañero y amante Jimmy Younger (seudónimo de Tony Hyndman), que se había alistado como voluntario en la Brigada Internacional. Spender se sentía responsable de que Jimmy se hubiera hecho comunista y de que se marchara a España.

En un artículo titulado «Héroes en España», escrito poco tiempo después, Spender describe a George como «G, gordo, sincero, con gafas e inteligente». Cuando George intentó explicar a Spender las razones de la situación española, que parecían justificar el que hubiera abandonado a su mujer y a sus hijos, le contó que había llorado tres veces en su vida, y en cada ocasión con algún motivo musical. Una vez fue con la British Empire Exhibition en Wembley, «cuando toda la multitud histérica por el fervor imperialista», cantaba Land of Hope and Glory. «Entonces lloré al pensar cómo los habían engañado». La segunda vez fue cuando después de haber estado tocando música de pacotilla, «la típica sensiblería», durante meses en el restaurante, acudió a Sadler’s Wells y escuchó interpretar Las bodas de Fígaro de Mozart, «comprendí lo que la música debía ser». «La tercera vez fue ayer en Barcelona, cuando fui a una reunión con gente del Frente Popular y escuché cantar la Internacional. En esta ocasión lloré de alegría». Spender comentó: «todo el tiempo que estuve en España recordé aquellas ocasiones en las que G había llorado; me parecieron un monumento de honestidad personal, del espíritu con el que los mejores hombres se alistaron a las Brigadas Internacionales[34]». Sorprendentemente, en un par de semanas George había oído hablar del artículo de Spender en el New Statesman. Escribió a Nan para preguntarle si lo había leído y le comentó con tono de guasa: «Creo que aparece la palabra “gordo”[35]».

Quince años después, en sus memorias, Spender recuerda de nuevo el viaje. Por aquel entonces Spender se había convertido en un anticomunista comprometido, pero su admiración por George se mantenía intacta. «George Green era firme e imperturbable, tenía el cabello rubio y erizado, la tez de rojo ladrillo y unas gafas a través de las cuales miraba al mundo con ojos inquebrantables. Detrás de esas gafas y del azul de sus ojos había un paciente y observador sentido del humor que parecía esperar». Spender repitió el comentario acerca de haber llorado sólo tres veces, lo que recuerda como «un monumento a la memoria de George Green», al que consideraba «uno de los pocos hombres que fueron a España con el corazón entero[36]». La admiración de Spender por el valor y la altura moral de George se repitió en otras personas que también le conocieron en España. «Un hombre maravilloso», «Muy valiente y desinteresado», fue como lo describió el conductor de ambulancias escocés Roderick MacFarquhar, que llegó a convertirse en un buen amigo de George[37].

A pesar de que George y Wogan eran conductores sin ninguna preparación médica, fueron directamente llevados al infierno de la batalla de Jarama en febrero de 1937. Después de su papel crucial en la defensa de Madrid contra el asalto inicial de los rebeldes en octubre y noviembre de 1936, en diciembre y enero las Brigadas Internacionales desempeñaron un papel decisivo rechazando los muchos esfuerzos del bando nacionalista por cortar la carretera Madrid-La Coruña hacia el noroeste. Las bajas entre las Brigadas Internacionales fueron especialmente altas, lo que no es sorprendente dada la diferencia de instrucción y equipamiento que poseía el ejército colonial de Franco. Tras la caída de Málaga en febrero, los rebeldes lanzaron un ataque masivo a través del valle del Jarama, contra la carretera Madrid-Valencia, al este de la capital. Esta fue defendida ferozmente por las tropas republicanas apoyadas por las Brigadas Internacionales. Como consecuencia, las líneas nacionalistas avanzaron unos kilómetros, aunque no mejoraron su situación estratégica. Los republicanos tuvieron 25 000 bajas, incluyendo a algunos de los brigadistas americanos y británicos más experimentados, y los nacionalistas 20 000. Las Brigadas Internacionales cargaron con la peor parte. El batallón británico perdió entre muertos y heridos a 400 hombres en cuatro días.

La experiencia de George y Wogan[38] fue horrenda. Se vieron obligados a hacerse cargo de miembros amputados y cadáveres, fregar sangre e incluso, cuando los heridos se amontonaban, suministrar analgésicos. Lo que presenciaron tuvo consecuencias dramáticas. George se convenció de que ayudaría más en el frente como soldado y Wogan se obsesionó con la necesidad de mejorar los servicios médicos en España. El traumático sentimiento de impotencia que sufría puede deducirse de una consideración posterior sobre un avance republicano en la sierra de Guadarrama cerca de La Granja: «Mi ambulancia era muy pequeña. Cuando conducía, las cabezas de los heridos tumbados en las camillas estaban a mi misma altura. Podía hablar con ellos, darles ánimos y oírlos si pedían algo. Mi ignorancia era terrorífica. A veces un hombre rompía a llorar gritando que se estaba muriendo. Otro pedía agua. Si estaba herido en el estómago, no podía beber y negarle el agua parecía más cruel que la misma muerte. A veces morían durante el viaje. ¿Murieron ayudados por mi ignorancia? ¿Seré incluso responsable de la muerte de algunos amigos míos? Sé que en una ocasión una sacudida innecesaria en un hoyo formado por un obús ayudó a un hombre a morir. Había heridos por todas partes… No podíamos irnos del frente porque se hubiera expuesto a los camilleros a un mayor riesgo, así que llevamos el puesto de socorro a un refugio excavado en la misma línea de combate. En ese momento el cielo estaba plagado de aviones enemigos que cruzaban dando vueltas con absoluta libertad. Los nuestros se habían ido a Bilbao a impedir el avance de los fascistas. Duró tres días y tres noches. Las noches eran peores que los días. ¡Aquel viaje hacia el hospital en la oscuridad sin luces y tan rápido como fuera posible! Parecía que la mente se te iba a romper. Las lágrimas se te caían mientras trabajabas. ¿Qué sentido tenía continuar? ¿Por qué no podían parar?»[39]

Sobre la misma fecha, George Green le envió a su mujer un poema que escribió: «Puesto de Socorro, Casa de Campo. Madrid. Marzo de 1937». En él conseguía sublimar algunos de los horrores a los que se enfrentaba a diario:

He aquí al cirujano que, sin esterilizar, sondea a la luz de las velas la bala incrustada.

He aquí al conductor de la ambulancia que espera el próximo viaje: las manos temblorosas en el volante, los ojos se niegan a reconocer el miedo al puente, a la cortina de fuego del mal cruce.

He aquí al camillero que camina muerto sobre sus pies, demasiado cansado como para hacer una mueca ante el silbido de la muerte en el negro aire sobre la trinchera apenas profunda. Ya demasiado cansado como para darse cuenta de que con cada viaje se va apagando la posibilidad de volver con sus hijos, de comer en la mesa, de la música y del sonido de los pies en la jota.

He aquí a los oídos al son de los lamentos de los proyectiles: a los labios que dicen esto, este se queda con todo el puesto sangriento: a los reflejos que nos arrojan a lugares seguros para cubrirnos del derrumbamiento de las maderas y las astillas calientes que nos desgarran los intestinos.

He aquí el dulce olor a sangre, mierda, yodo, al aire envenenado por el humo, el olor furtivo a muerto.

He aquí también a los muertos.

El significado de la guerra civil española para George está en las últimas líneas de su poema: «Esta es la lucha que justifica los intentos de la historia. Esta es la luz que alumbra, el vínculo con el que se unen Wat Tyler y la rebelión de los bóxers. Esta es nuestra diferencia, esta es nuestra fuerza, este es nuestro manifiesto, esta es nuestra canción que no puede silenciarse con balas».[40]

Wogan Philipps fue herido a finales de la primavera de 1937 en el frente de Guadarrama, al norte de Madrid, y fue mandado a Inglaterra por invalidez. A su regreso escribió el relato del que fue extraído el fragmento anterior. En él llega a una comprensión reveladora del conflicto, entre el sentido del deber y el compromiso que condujo a la gente a alistarse voluntariamente y las consecuencias humanas de aquello. «Yo estaba tan conmovido por la calma de aquellos hombres, lejos de su país, de sus familias, de su propia libertad de elección, por haber sentido que tenían que ir y ayudar a los españoles en la invasión de su país. Allí estaban, tumbados en la hierba junto a mí, hablando como si no fuera a ellos a los que iba a encontrar esa primera lluvia de balas cuando saltaran al ataque. ¿Qué sentían realmente? ¿Cuáles eran sus valores? ¿Cómo consideraban las relaciones humanas? ¿Y a los que dejaron atrás? Yo me sentía profundamente enamorado de mi hogar, y enseñaba fotografías de mis hijos. Ellos se alegraban de verlas y yo me sentía feliz. Veía que esos hombres se sentían como cualquiera de nosotros que nos creíamos más sensibles, más humanos. Su sentido de la medida era distinto porque ante todo tenían que luchar para que se les permitiera vivir como seres humanos con capacidad para amar. Me pareció encontrar valores verdaderos al fin y supe que sería diferente cuando regresara a casa. Escribí a aquellos que quería, sólo para hablar con ellos porque me sentía tan cercano, aunque no me atrevía a contarles lo que estaba haciendo, porque me sentía culpable. ¿Podrá alguien entenderme alguna vez?»[41]

Las atormentadas reflexiones de Wogan Philipps sobre la situación médica de la España republicana hacen posible comprender cómo, tras volver a Inglaterra a principios de julio de 1937, fue capaz de convencer a Nan de dejar a sus hijos y marcharse a España. De hecho, el proceso de persuasión ya había comenzado. Poco antes de que Philipps visitara a Nan, ella había recibido una carta elocuente y desgarradora de George, escrita probablemente durante la ofensiva de Brunete. En febrero en el Jarama y en marzo en Guadalajara, los republicanos habían conseguido rechazar con gran esfuerzo, en particular de las Brigadas Internacionales, dos intentos importantes de rodear Madrid. No obstante, a lo largo de la primavera Franco había concentrado sus ataques en el País Vasco y a mediados de junio Bilbao cayó. Con el ejército de Franco mirando entonces hacia el resto de la costa norte industrial, los republicanos habían intentado detener su aparentemente imparable avance hacia Santander y Asturias. El coronel Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor de la República, planeó una ofensiva de desviación en Brunete, a unos 24 kilómetros al noroeste de Madrid. Lanzada el 6 de julio, consiguió una sorpresa inicial pero fue demasiado ambiciosa. Cerca de 50 000 soldados republicanos se estrellaron contra las líneas nacionalistas, pero en condiciones de calor extremo y gran confusión, la disciplina republicana se vino abajo. El 9 de julio, el general Varela había sido capaz de congregar suficientes refuerzos como para equilibrar las diferencias. Aunque Brunete fuera estratégicamente irrelevante, Franco retrasó su campaña del norte porque vio una oportunidad para aniquilar a un gran número de tropas republicanas en una batalla de agotamiento. Trabajando en un hospital de campaña cercano a El Escorial, George Green fue testigo del sangriento propósito del Generalísimo.

Refiriéndose a El Escorial (que la censura militar no le dejó nombrar) como «una ciudad tan conocida que ni siquiera los fascistas se atreven a ofender a la cultura bombardeando el lugar tradicional en que se encuentran la mitad de los grecos del mundo», George mandó a Nan un informe cáustico de su pasado histórico: «Un monarca loco, como símbolo inconsciente de la decadencia de España tras su grandeza, buscó durante años para su emplazamiento un lugar en las montañas y un arquitecto digno de este trabajo. Tuvo la suerte de encontrar a ambos, y se retiró permanentemente a la habitación más pequeña del palacio más vasto de Europa, para pudrirse en devoción hasta que murió apestado por lo que los libros de historia llaman una repugnante enfermedad». A George le parecía gracioso que irónicamente parte de El Escorial se estuviera utilizando como hospital republicano. El hospital en el que estuvo trabajando estaba ubicado en un edificio abandonado del monasterio al fondo de la colina del palacio real. Es posible que su descripción de las condiciones bajo las cuales trabajó con el brillante cirujano Alexandre Tudor Hart hicieran a Nan más receptiva a los argumentos que le expuso Wogan Philipps.

George comentó que «como hospital no está mal, salvo que el suministro de agua es un tanto insuficiente hasta que consigamos que funcione nuestra dinamo de emergencia. Además, las escaleras son empinadas y malas para las camillas que llevan los muchachos del lugar, a quienes les metimos como camilleros sin tiempo para formarlos apropiadamente. Hacer solamente cuatro viajes —con una cama cada uno— hasta la última planta me deja tan agotado como si hubiera corrido una milla, y ahora estoy bastante delgado y más en forma que cuando salí de Inglaterra. Trabajamos duramente, sin apenas decir palabra, limpiando habitaciones, fregando, colocando cables, arreglando las luces de los quirófanos y en la selección de heridos —según su gravedad— que se hace en el piso inferior (un mirador que se usa como área para la recepción, que de nuevo es una mala palabra, ya que recuerda más bien a algo relacionado con una función social y no a una habitación en la que se realiza la primera limpieza, donde se desgarran los pantalones ensangrentados de los muslos temblorosos y los heridos son clasificados en graves, no tan graves y muertos). Quitamos trabajo a otros departamentos y nos dejamos quitar el nuestro también… No nos dimos cuenta de la llegada de la noche salvo por la molestia que ocasionó y ahora, que es de día, nadie se había percatado del amanecer. Ahora mismo, después de mucho más trabajo y de que las ambulancias se hayan marchado al frente (y yo sin vehículo todavía), me encuentro realizando toda clase de extraños trabajos, asignado a ninguno, montando tiendas… además me han nombrado ayudante de quirófano en el quirófano de Hart, que aunque no parezca muy oneroso incluye las responsabilidades de un anestesista, luchador de lucha libre, director de escena, mediador de las disputas entre la enfermera jefe y el cirujano, seleccionador de la materia prima de la criba de heridos, y secretario —y en ocasiones el ayudante del cirujano al que se viene a consultar cuando todo el mundo está demasiado cansado como para tener sentido común».

»Hemos trabajado durante tres días y tres noches con no más de dos horas para dormir y no puedes imaginar el cansancio y cómo se te levanta el ánimo al saber que la criba está repleta de hombres heridos, que dependen de nosotros y pueden haber estado esperando seis o doce horas antes de llegar al hospital. Y, Nan, tenemos a hombres terriblemente heridos. Algunos mueren en la mesa de operaciones. Uno de ellos tenía una pierna destrozada. Un trozo de metralla la había atravesado juntando los nervios, el hueso y todo. Trabajamos como locos para salvarle la pierna y taparle los agujeros. En dos ocasiones antes de quedarse dormido, cuando le estaba administrando la anestesia, me preguntó si iba a perder la pierna y le contesté que no, que en dos meses estaría andando. La curamos, la limpiamos, sacamos los trozos de metal y le pusimos un bonito molde de escayola —Hart hace un hermoso trabajo con la escayola—. Tardamos en total alrededor de cuatro horas y lo bajamos triunfantes a la sala. Al día siguiente (había estado doce horas en la colina antes de que nos lo trajeran) tenía gangrena gaseosa y nos lo tuvimos que llevar. La escayola estaba plagada de gusanos y la herida apestaba como tan sólo la gangrena puede hacerlo. Tenía totalmente muerta la parte izquierda de la cadera para abajo. En la mesa fue tan paciente y amable con nosotros como sólo los españoles pueden serlo y justo antes de que se quedara dormido me formuló la misma pregunta de nuevo y no pude responderle. No necesitaba contestación, pues él ya lo sabía y cerró los ojos. Y entonces tuvimos que luchar para cortarle la pierna antes de que la putrefacción le subiera —Nan, es horrible ver cómo todo aquello se esparce ante tus ojos—, y después de que hubiera bajado el apestoso miembro al fuego y estuviera de vuelta, se despertó antes de que le sacáramos de la mesa, aunque había intentado quitármelo de encima antes de que pudiera ver lo que le habíamos hecho. Nos dio las gracias y dijo “Salud”, mientras el camillero lo sacaba por la puerta. Pero más tarde, según nos dijeron, en la sala lloró un poco porque uno se encariña con sus piernas. Y ese hombre vive».

A continuación contó una historia incluso más penosa sobre un hombre que tenía las dos piernas gangrenadas y cuyo «cuerpo se revelaba contra este horroroso cortar y cortar y finalmente murió».

George escribió acerca de la increíble tensión del trabajo y contó una conversación desarrollada en las primeras horas de la mañana con una enfermera jefe, Molly Murphy, que estuvo en la Primera Guerra Mundial y que «durante las últimas horas ha visto a demasiados hijos de madres llevados con sábanas, con los ojos fijos, al lavadero del fondo del jardín». George intentó animarla, pero el desgarrador horror de la situación y el inexorable poder de la gangrena la sobrepasó y de repente rompió a llorar. Mientras lloraba y decía una y otra vez «no merece la pena», George intentaba de nuevo animarla diciéndole: «Lo único que se puede decir, lo fundamental que nos hace conocer sin fe ciega, es que si hoy ellos matan a todos los comunistas y queman todos los libros y destruyen a la Unión Soviética, mañana aún nosotros habremos ganado y que el compromiso contraído con los hijos que aún no han nacido de los que duermen en el lavadero todavía se mantendrá, nosotros construiremos un nuevo mundo. Y Murphy de pronto me preguntó: “¿Tienes un hijo, George?”. Y entonces vi en una extraña yuxtaposición el escroto liso de Martin y los testículos heridos que yo acababa de afeitar. Supe que no podía hablar porque de haberlo hecho hubiera necesitado a alguien que me consolara a mí, y aquí [allí] no hay quien pueda consolarme. Así que salí sin contestar con mi lata de café de la cocina de campaña a través del aire gris, que significaba que el atardecer estaba al caer, y volví al quirófano».

La carta de George proporciona un testimonio horroroso de la realidad de la batalla de Brunete. En su turno en el hospital, pasaba dieciocho horas conduciendo una ambulancia. «Los hombres de las ambulancias del frente —muchos de los cuales no vuelven al hospital durante el ataque, sino que van a engrosar a un puesto de socorro a mitad de camino—, sufren por falta de sueño y por la conmoción de los obuses, y sed. Operan en el valle sin ninguna protección». Describió viajes en los que tuvo que conducir treinta kilómetros sin luz y de noche cerrada. Los surcos de los tanques, los hoyos de los obuses y los ataques aéreos de los rebeldes impedían a las ambulancias sobrepasar los diez u once kilómetros por hora. A menudo las ambulancias eran destruidas por obuses o bombardeos. En el campo de batalla sintió sed aguda y el terror de ser bombardeado en campo abierto. Convencido de que moriría, se despidió amargamente de Nan, pero sobrevivió, levantándose para ver que en el agujero poco profundo en el que se había agazapado estaba rodeado por cráteres de obuses todavía humeantes. A pesar de estar aterrorizado, empezó a llevar a los heridos a los puestos de socorro. Reclamado por el doctor Tudor Hart para volver al hospital, George escribió la carta rodeado de fotografías de casa que le había enviado Nan en su última carta. Si esta no se había planteado ya encontrarse con George, su último párrafo debió de hacerle meditar la idea: «Te quiero por la noche y por el día para trabajar contigo, para dormir contigo, para levantarme contigo, para llorar sobre ti, para consolarte y para que me consueles, para cogerte de la mano y para que a veces te apoyes en mí por la noche si te apetece y para amarte y adorarte. Por favor, escríbeme y dime si tú también deseas todo esto, o ven y cuéntamelo».[42]

El mensaje de la carta de George era que los servicios médicos de la República andaban sumamente escasos del personal médico necesario para facilitar una evacuación urgente y un tratamiento rápido que salvara vidas. Cuando Philipps visitó a Nan para convencerla de que podía hacer una contribución vital, ya estaba pensando en ello. Lo que Philipps hizo fue convencerla de que, como administradora del hospital, podría ayudar a sacarle el mayor partido a las enfermeras voluntarias, los médicos, conductores de ambulancias y camilleros. Wogan Phillips le había planteado un terrible dilema a una joven madre, incluso a una que era comunista. El problema de qué hacer con los hijos se resolvió con la munificencia de Philipps, que se ofreció a correr con los gastos que supondría mandarlos internos al colegio que ella eligiera. Más tarde, Nan describió el gesto como «la oferta más extraordinaria» y eligió la escuela progresista de Summerhill School, fundada en 1924 en Leiston, Stuffolk, por el psicólogo infantil Alexander Sutherland Neill. El padre de George también se ofreció a hacer todo lo posible. No obstante, fue una elección angustiosa: «Anduve de arriba abajo durante toda una noche de confusión, intentando decidir qué era lo mejor». Nan nunca habría pensado enviarles a otro colegio que no fuera Summerhill. Se sabía que Neill apoyaba a la República española. Nan posteriormente comentó: «Era el único lugar que se me ocurría en el que no importase tener al padre o a la madre cerca».[43] No obstante, en aquel momento Nan no pudo evitar angustiarse por la decisión: «¿Les haría infelices la separación (aunque fuera temporal) de los padres? ¿Acaso estaba racionalizando un deseo de escapar de la pesada responsabilidad que me suponía una carga?». Nan se preguntó durante el resto de su vida si hizo bien en irse, aunque más tarde reflexionó: «En primer lugar para mis hijos fue un cambio maravilloso librarse de la pobreza en la que vivíamos y de la cochambre de Londres». Asimismo reflexionó: «Si George se ha marchado, es porque nuestros hijos no son más importantes que los otros niños de Europa y estamos intentando parar la guerra». Nan se convenció de que estaría fuera sólo seis meses, pero de hecho estuvo durante más de un año[44].

Quizá su decisión también mostró el grado de lealtad ciega al partido comunista y su aceptación de los valores de la clase media respecto a los hijos. En sus memorias y en otras entrevistas reitera constantemente lo difícil que le resultó decidirse a dejar a sus hijos e ir a España. Mucha gente de aquella época parece haber aceptado la idea de un período de separación de sus hijos como normal. Alfred y Norma Jacob, otra pareja que fue a España, también dejaron a sus hijos cuando estos eran muy pequeños. En los años treinta en Gran Bretaña los internados se consideraban generalmente muy recomendables y deseables. Además, era algo rutinario mandar a los niños a un hospital de enfermedades infecciosas para aislarlos durante semanas. Más adelante, por supuesto se producirían las evacuaciones en masa de la Segunda Guerra Mundial, en las cuales las familias se separaban durante meses y a veces años. La decisión de Nan pudo verse ayudada por el hecho de que una buena amiga y camarada del partido comunista, Winifred Bates, estaba también en España con su marido, ambos andaban por el Pirineo catalán cuando empezó la lucha. Los dos trabajaron para los servicios de propaganda e información del gobierno de la República. Winifred trabajó como escritora y locutora para el partido comunista catalán, el Partit Socialista Unificat de Catalunya. Ralph fue el primer editor del Volunteer for Liberty, el periódico de la XV Brigada Internacional[45]. La diferencia era que ellos no tenían hijos. En España Nan trabajó en la Spanish Medical Aid, en el hospital de Valdeganga con otro matrimonio, Lilian y Lou Kenton[46].

Hacia finales de septiembre, Nan partió sola a París con lo imprescindible para pasar una estancia de tiempo indefinido en España y apretujada entre dos desvencijadas maletas llenas de suministros médicos. Continuó el viaje en una serie de trenes hacia Puigcerdà, hasta llegar a una Barcelona hambrienta y harapienta. Llegó un domingo para encontrarse con un corte de electricidad y sin tranvías ni autobuses. Cansada, pero sin miedo, arrastró sus pesadas maletas a través de una ciudad que no conocía y finalmente llegó a la recepción del centro de Medical Aid. Desde allí se le mandó hacia el sur a Castellón en un camión abierto y abarrotado. Después de parar para pasar la noche en el hospital de convalecencia de Benicasim, finalmente llegó a su destino. El llamado «Hospital Inglés» estaba en Huete, en la provincia de Cuenca, aproximadamente a medio camino entre Valencia y Madrid. Era un monasterio del siglo XII que antaño había sido un seminario y cuyos muros de un metro de grosor rodeaban un patio interior dominado por una gran capilla. Sus numerosas habitaciones se habían habilitado en salas para los heridos. El puesto de Nan iba a ser de ayudante de secretaria en este hospital, principalmente dirigido por personal español, británico y neozelandés.

Para su sorpresa y alegría, Nan se encontró allí con George, al que no había visto desde hacía ocho meses. La intención original de este había sido entregar el camión que había conducido desde Londres a España y después unirse a las Brigadas Internacionales. Como las cartas no debían tener referencias directas, iban censuradas y las contestaciones se enviaban a una dirección codificada, Nan no sabía que George todavía estaba ligado al servicio médico. Poco antes de que ella llegara a España, George se había quemado la piel de un brazo con gasolina muy fría cuando intentaba desbloquear el surtidor de gasolina de su ambulancia en las montañas. Se le ingresó en un hospital como paciente, y después fue nombrado comisario político en funciones. Nan y George estaban pletóricos de felicidad al verse juntos de nuevo. George aguantó los reproches de otros brigadistas por «monopolizar a esta nueva mujer[47]». Como comisario, George mantuvo la moral con su entusiasta entrega a la causa republicana y organizando conciertos. Un brigadista americano, Milt Felsen, que fue paciente en Huete, recordaba algunas tardes poco antes del final de la convalecencia de George. Él, George y otro americano «subíamos a la colina detrás del hospital y hablábamos de política, música, literatura, la guerra y nuestro deseo por un futuro, vagamente definido, que vería el desarrollo de una sociedad libre de guerras, pobreza y opresión». Felsen recordaba cómo la música de George conmovía a todos en el hospital: «En alguna parte había conseguido un violonchelo y empezó a practicar. Sentado en el centro de la iglesia, vacía y cavernosa, mientras la luz de la tarde se filtraba a través de las vidrieras antiguas de las ventanas, creaba sonidos que eran tan increíblemente tristes y hermosos que cualquiera que los escuchara se paraba y dejaba de respirar o de moverse hasta que la última nota se perdía en el aire silencioso». Para sus conciertos George reclutó a Nan. En su grupo improvisado contaba también con un brigadista alemán de Baviera, Willi Remmel, al violín, él mismo al violonchelo, el fontanero del lugar a la guitarra, un catalán a la bandurria y añadió a Nan, a la que en una sola tarde pudo enseñar a tocar un acordeón que había dejado un paciente anterior[48].

El personal de enfermería, de mayoría británico y con tres neozelandeses, era abnegado y trabajador. No obstante, Nan se horrorizó al descubrir que había tensiones políticas internas que surgían del anticomunismo de aquellos que eran apolíticos o de los que apoyaban al partido laborista. Nan se preguntaba si había espías trabajando para el Ministerio de Asuntos Exteriores británico e incluso sospechó que podría haber habido algún sabotaje. Como comisario, George también tuvo que persuadir a algunas de las enfermeras de renunciar a sus símbolos de estatus. Aquellas que habían alcanzado el rango de jefe de enfermeras lucían un distintivo triangular en la cabeza para mostrar su rango. Por desgracia, al parecerse a un velo religioso atemorizaba a muchos de los pacientes españoles con pocos estudios, que habían sido víctimas de tratos crueles a manos de monjas. Entre los dos, George y Nan pudieron con la reticencia de las enfermeras a deshacerse de sus símbolos de autoridad. La capacidad de trabajo de Nan pronto le hizo ganar el respeto tanto del personal como de los pacientes. Milt Felsen la recuerda como «enérgica, eficiente, abnegada, sensata y una mujer bella e intelectual». En su turno Nan se inspiraba en la eficacia y en los pródigos cuidados que las enfermeras daban a sus pacientes.

A pesar de la suciedad y de las diferencias políticas, Nan nunca oyó ninguna queja. «Sólo vi una determinación alegre para hacer lo que se debía hacer y atender lo mejor posible a los pacientes. A veces trabajaban tres días y tres noches sin parar mientras hubiera heridos a los que atender». Nan recordaba a Dorothy Low, «una enfermera jefe, que pasó la mayor parte de su carrera como enfermera en el ejército británico, que recibió en su sala a tres hombres heridos que, debido a una negligencia en otro hospital, estaban cerca de la muerte. Mediante un cuidado médico absoluto los devolvió a la vida y la salud, limpiando las lamentables úlceras producidas por la cama, ocupándose de sus heridas, supervisando sus dietas y sin apenas abandonarles día o noche». Las condiciones del hospital eran infames. Las enfermeras limpiaban las heridas y las úlceras producidas por la cama, «y todo esto, hay que recordarlo antes de que se hubiera oído hablar de los antibióticos, antes de que M and B hubiera salido de los laboratorios» (una referencia a la sulfamida May and Baker). Había una escasez permanente de material médico de todo tipo, incluso del que era a menudo el único antiséptico, el jabón. Nan se conmovió igualmente por el entusiasmo de las chicas de la localidad dispuestas a ayudar como fuera. Una madre le dijo: «Antes de la República no había ni un lápiz en este pueblo y ahora todos los niños van a la escuela. ¡Sí, mi hija vendrá y ayudará! Estos hombres heridos están luchando para que nuestros hijos puedan aprender». Mucha gente del pueblo aprendió enfermería con una rapidez que procedía de esta poderosa motivación. Nan se puso a aprender español con la ayuda de un compañero catalán[49]. A diferencia de muchos voluntarios británicos, lo hizo muy bien.

En diciembre de 1937 George fue dado de alta del hospital y se le permitió ir al frente y unirse al batallón británico. Su optimismo contagioso y su fe en la causa le aseguraron que en tres meses ascendiera a sargento de infantería. Se le envió a la escuela de entrenamiento de suboficiales. No es de extrañar que se convirtiera en un militante líder de lo que se llamaba el Movimiento Activista en el ejército republicano. Con la intención de crear soldados ejemplares que se convirtieran en expertos en el uso de cualquier arma, en estrategia y en fortificaciones, los activistas ayudaban a sus camaradas a alcanzar el mismo nivel. A menudo le pedían que ayudara a reclutas españoles. La seriedad con la que asumía sus responsabilidades, compartida enteramente con Nan, se reflejó en una carta en la que escribió: «Es un tanto descorazonador tener en tu sección a un bloque de cinco catalanes anarquistas que no tienen ningún conocimiento salvo de los locales de baile de Barcelona. Piensan que es divertido perderse las prácticas de excavación de trincheras o las maniobras de infiltración o limpiar los barracones: y es muy difícil —habiendo visto a TANTOS camaradas con las bocas llenas de moscas por falta de tiempo para aprender la estrategia elemental—, muy difícil no perder la paciencia con ellos: pero hay problemas peores en la lucha antifascista y supongo que ahora mismo tú tienes uno de ellos».[50]

Su convicción brillaba en sus cartas a Nan. «¿Le contarás a nuestros hijos por qué vinimos a España para encontrarnos con dificultades a medio camino y lo importante que fue? Quizá no lo sepan. Sé que entenderás que fue algo más que el orgullo personal lo que me hizo venir aquí desde Sanidad. Nan, querida, quienquiera que maten en Teruel o en Aragón, o cualesquiera que sean los logros que obtengan los fascistas hoy, ¡NOSOTROS GANAREMOS! Y nosotros, a nuestra manera, habremos ayudado a las fuerzas del progreso a vencer. Nunca olvides que estamos orgullosos de ser bolcheviques; que es la fe en nuestra capacidad para construir un mundo donde la gente pueda tener una vida decente y nuestro conocimiento de las fuerzas lo que nos hace aceptar la dinamita y la destrucción; a pesar de amar la paz, el cultivo de repollos y el vuelo de los cernícalos, es esta fe y este conocimiento lo que hacen posible un mundo mejor».[51]

Poco después de que George se fuera de Huete, Nan ocupó el puesto de administradora en el cercano hospital de convalecientes de Valdeganga. Construido cerca de unas aguas termales, en el pasado había sido un hotel de hidropatía. Como se trataba de un antiguo balneario para ricos, contaba con bañeras de mármol con grifos de plata en forma de cabezas de cisne[52]. En Valdeganga Nan encontró una situación muy difícil. Se respiraba una atmósfera envenenada nacida de la tendencia de algunos comunistas a dar rienda suelta a sus resentimientos personales al acusar a otros de trotskistas. No obstante, los recuerdos de Nan del hospital eran buenos, tanto en lo referido a la sociabilidad como al espléndido trabajo médico realizado allí. Todos los sábados se celebraba un baile para los pacientes y los habitantes del pueblo en el que Nan tocaba su acordeón, aunque la fraternización se hallaba limitada por las restricciones sociales que prohibían a las chicas del pueblo bailar con desconocidos, ya que perdían su respetabilidad si ponían las manos sobre cualquier hombre al que no estuvieran prometidas o casadas. Así pues, ignoraban el exaltado discurso semanal de Nan en el que las animaba a bailar con sus «hermanos» de las Brigadas Internacionales[53].

No obstante, Nan vio amargada su estancia en Valdeganga por un conflicto con el oficial jefe de medicina del hospital, el capitán Kretzschmar[54]. El doctor Carol Herbert Kretzschmar era un joven comunista alemán al que habían arrestado los nazis cuando todavía era estudiante de medicina en la Universidad de Leipzig. Huyó del III Reich y completó sus estudios en Graz, en Austria. Viajando desde Austria, se unió al undécimo batallón, el Thälmann, de las Brigadas Internacionales en enero de 1937. Según un informe escrito en Moscú en 1940, Herbert Kretzschmar era un buen cirujano y un trabajador del partido profundamente comprometido. De su lealtad ciega al mismo nos da prueba el hecho de que se le aceptó como miembro del Partido Comunista de España, un honor reservado a los cuadros extranjeros especialmente comprometidos[55]. Según Nan Green, era una persona autoritaria que tiranizaba a las chicas del pueblo que trabajaban como sirvientas en las salas y en las cocinas. Al parecer, Kretzschmar respondió al sinfín de cadáveres de la guerra española dándose a las drogas. En consecuencia, Nan creía que estaba cogiendo morfina del hospital para uso propio. Para conseguir más, necesitaba la firma de Nan para la nota del pedido y le mentía aduciendo que iba destinada a falsos adictos entre los pacientes. También trató de tener una relación sexual con Nan. Ella le rechazó y, en gran parte como consecuencia de esto, su estancia en Valdeganga terminó mal.

En marzo de 1938 Nan se hizo vulnerable al fanatismo político, si no a la auténtica malicia, de Herbert Kretzschmar al tener una corta pero apasionada aventura amorosa con un brigadista internacional que fue paciente del hospital. Lo que ocurrió fue absolutamente comprensible en las circunstancias de la guerra. Rodeados de muertos y moribundos, los seres humanos a menudo buscan consuelo en una pasión que afirme la vida. Nan estaba y se sentía sola —de hecho, en su carta más reciente George había hablado de la muerte como algo inevitable: «He dejado de calcular las posibilidades de volver a verte como un pasatiempo sin ningún provecho; hemos tomado una decisión para cumplirla, ¿verdad?»[56] A pesar de las circunstancias atenuantes, Nan nunca se perdonó aquel momento de pasión. Fue infinitamente más dura consigo misma de lo que lo había sido con las frecuentes transgresiones de George. En sus memorias Nan escribió: «Creo que debido a la altura todos nosotros estábamos un poco infectados “del mal de las montañas” y vivíamos en un constante estado de excitación suave». Describió su aventura en unos términos que expresaban lo mal que se sentía por ello y su necesidad de distanciarse: «En los últimos y turbulentos días de Valdeganga fui víctima de un efímero romance con un paciente, un hombre mucho más joven que yo, que en ese ambiente sobrecargado había explotado— y salido como un cohete—. El oficial médico debía de saberlo, y quizá muchos otros. Me sentía profundamente culpable y quería dejarlo atrás». Incluso lo describió como «una mancha en mi conciencia[57]».

Casi con toda certeza se trataba de William Day, de Canterbury, de treinta años de edad, algo más joven que Nan, que tenía treinta y tres. Poco después desertó —tal vez porque Nan llevó la corta relación a un final repentino o quizá porque estuviera preocupado por su mujer, que estaba embarazada en Inglaterra[58]—. La deserción de Day llamó la atención en Valdeganga. El despechado doctor Kretzschmar vio y aprovechó su oportunidad de venganza. El comisario político de Valdeganga, un ferroviario de Yorkshire de nombre Frank Ayres, se vio obligado a volver a Inglaterra por un breve período de tiempo para informar al Spanish Medical Aid Committee sobre las necesidades del servicio hospitalario. Había escrito algunas notas que había estado tomando sobre el funcionamiento del hospital y las había dejado con Anita, la bella supervisora adjunta del hospital. La amargada supervisora jefa, con el propósito de congraciarse con el doctor Kretzschmar, le contó que Anita tenía un libro escondido bajo el colchón. Entonces el oficial médico la denunció a la policía como una espía que había robado el libro para pasárselo al enemigo. Anita fue arrestada y mandada a Cuenca. Con dificultades considerables, Nan se aseguró de su liberación y regreso al hospital, donde el oficial médico la despidió inmediatamente. Habiéndose librado de Anita, el furioso doctor Kretzschmar dirigió su atención hacia Nan. Con la atmósfera del hospital cada vez más agobiante, a principios de abril de 1938, Kretzschmar se fue en coche al cuartel general de las Brigadas Internacionales de Albacete. Allí habló con William Rust, aparentemente corresponsal del Daily Worker, en realidad miembro del Comité Central del Partido Comunista de Gran Bretaña (CPGB) y encargado de mantener la fiabilidad política de los militantes del partido en España. Denunció a William Day como saboteador y vertió otras tremendas acusaciones sobre Nan y Frank Ayres, inventándose absurdos cargos de desfalco de los fondos del hospital[59].

A pesar de que ninguno de los cargos tenía una base sólida, fueron incorporados a los archivos y la siguieron en sus trabajos subsiguientes en España. Hay una referencia al delito de Nan en un largo documento escrito en español en el verano de 1938. Descubierto en los archivos de Moscú recientemente abiertos, se titulaba Lista de individuos sospechosos y desertores de la XV Brigada. La inexacta entrada para Nan dice: «N. Green (inglesa). Fue administradora de hospital en Valdeganga. Arrestada por defender a un instigador. Expulsada de España y ahora de nuevo en esta zona. (NOTA: es una mujer)». No está claro si el «instigador» era Willian Day o la por completo inocente Anita[60]. Un informe más detallado fue incorporado por William Rust, el cruel comisario jefe político decidido a erradicar cualquier desviación del estalinismo ortodoxo dentro del batallón británico[61]. La acusaba de ser una «aventurera» y recomendaba su expulsión de España. Se consideraba su principal delito el que tuviera una aventura sexual con el brigadista hospitalizado que desertó. También se hacía referencia a las denuncias de Kretzschmar sobre su trabajo de administradora y a la presunta carta en su habitación, «repleta de críticas a la Unión Soviética». El único alegato que Rust supo que era comprobable fue su relación con «el elemento muy negativo». Su conclusión, no obstante, fue que «en cualquier caso, está claro que a Nan Green no se le debe permitir encargarse de ningún trabajo del partido. Realmente no hay trabajo en España para esta camarada y se le debe aconsejar que vuelva a Inglaterra[62]».

A finales de abril o a principios de mayo de 1938, empleando un lenguaje prácticamente idéntico, Rust también escribió un informe sobre William Day a sus superiores del partido comunista británico que revelaba la mezquindad o el estalinismo majadero del doctor Kretzschmar y el ambiente paranoico en el que se daba crédito a sus acusaciones. «William Day, que recientemente ha desertado aquí, me hizo comentarios que indicaban que, o bien era fascista, o bien trotskista. Por lo tanto, me sorprendí al descubrir en cartas que llegaron a mis manos que tanto Nan Green como Frank Ayres eran extremadamente amables con él. Así que hablé con ese joven médico austríaco que conocía a todos en Valdeganga y fue bastante crítico con los tres y declaró que Day era simplemente un saboteador. Acusó a Nan Green de irresponsabilidad y dijo que tanto ella como Ayres dejaron cuentas sin justificar por la friolera de varios miles de pesetas. Añadió que se había encontrado una carta repleta de críticas a la Unión Soviética desde un punto de vista trotskista en la habitación de Nan Green. No pudo decir quién había escrito la carta, pero prometió traérmela. Por otra parte, recuerdo que Ayres me describió al doctor como un drogadicto».[63]

Es razonable suponer que a Kretzschmar le impulsaba el resentimiento de que Nan le hubiera rechazado y su reacción era acorde con el estalinismo cerril, vigente en aquella época. El doctor Len Crome, que había estado en El Escorial con George y con el que Nan trabajaría en el Ebro, escribió más tarde: «Una de las facetas menos agradables de la vida en las Brigadas Internacionales era las frecuentes denuncias. Desde luego, no se daban entre los ingleses que, al menos que yo sepa, fueron bastante inocentes en este aspecto, quizá porque sin duda desconocían el peligroso trabajo político ilegal y clandestino. Ningún oficial podía batirse en retirada una yarda sin arriesgarse a que le acusaran de ser un agente secreto de la Gestapo o un trotskista, que en la época venía a ser lo mismo. Algunos informes fueron hechos por personas que creían en ellos honradamente, pero no tengo la menor duda de que muchos estuvieron inspirados por la hostilidad personal o la envidia, por el deseo de demostrar la virtud propia, y de que a menudo procedieron de personas maliciosas e incompetentes».[64]

A pesar de la ligereza de las acusaciones histéricas contra Nan, se decidió que un hospital no podía funcionar si su oficial médico y su administradora estaban en guerra. Consecuentemente, se la ordenó dimitir. Tras recoger sus cosas de Valdeganga, consiguió regresar a Albacete y persuadir al comisario de la Brigada Internacional de que la enviase al cuartel general médico en Barcelona para que pudieran darle otro destino. Subió en un tren de tropas que se dirigía a Cataluña. Al poco de salir se paró y permaneció estacionado veinticuatro horas, debido a que el 7 de marzo de 1938 los nacionalistas habían proseguido su victoria en Teruel de febrero de 1938 con un ofensiva masiva a través de Aragón y Castellón hacia el mar, enfrentándose a tropas republicanas que estaban extenuadas (no tenían armas ni munición suficientes y generalmente tampoco preparación), las tropas de Franco avanzaron rápidamente[65]. La desmoralización tras la derrota de Teruel se agravó por la confusión organizativa. A finales de marzo ya habían cruzado el río Ebro. A principios de abril, las tropas de Franco avanzaban por el valle del Ebro, aislando progresivamente a Cataluña del resto de la República. El 15 de abril, ya habían llegado al Mediterráneo en el pueblo pesquero de Vinaroz. El tren de Nan se detuvo porque el territorio delante de ellos estaba ahora en manos nacionalistas. Su situación se resolvió por la milagrosa reaparición de Frank Ayres, a quien habían puesto a cargo del personal de Spanish Medical Aid. Frank la sacó del tren y la llevó a la recepción de otro centro de ayuda médica en Valencia.

Winifred Bates había acordado con el Spanish Medical Aid Committee nombrar a Nan para ayudar a reorganizar un hospital en Uclés, en la carretera Madrid-Valencia al sudeste de Tarancón[66]. Nan estaba encantada de reunirse con Frank y Anita allí, a pesar de que se horrorizó por las sangrientas condiciones que encontró. La higiene era deplorable, algo que Nan creía que era consecuencia de las simpatías secretas con los nacionalistas de los médicos y las enfermeras de la clase alta española. La ropa sucia y los miembros amputados simplemente eran arrojados a una fosa seca. Las ratas y los piojos abundaban[67]. Permaneció en Uclés desde mediados de abril hasta mediados de mayo de 1938. El 1 de mayo, Nan sufrió su primera crisis emocional significativa. No había recibido cartas de George durante un mes y no tenía idea de dónde estaba, ni siquiera de si seguía vivo. El hecho de que fuera el día del Trabajador desencadenó que Nan pensara en las anteriores celebraciones que había pasado con George y con los niños en Londres. Lloraba desconsoladamente cuando la encontraron Frank y Anita, que la animaron con la reglamentaria «taza de té». Años más tarde, Frank le contó que hasta aquel momento la había considerado «admirablemente eficaz, pero con el corazón de piedra». Apenas nos sorprende, ya que, aunque nunca había sido muy locuaz, se volvió una mujer reservada y poco comunicativa desde las acusaciones de deslealtad al partido.

A principios de mayo, Winifred Bates, que había llegado a la conclusión de que Nan estaba nadando en contra de la corriente política en Uclés, le consiguió un puesto en el norte. Iba a reemplazar a la australiana Aileen Palmer como secretaria del doctor Len Crone, el oficial jefe médico del XXXV Cuerpo de Ejército[68]. Sin embargo, la zona republicana estaba cortada en dos y la comunicación sólo era posible por aire o por mar. Frank Ayres encontró la solución. Una enfermera inglesa, Penny Phelps, había sido gravemente herida cuando la unidad quirúrgica en que estaba trabajando fue bombardeada durante el avance nacionalista hacia Valencia. Después de tratarla en Valencia, iba a volver a Inglaterra. Frank Ayres consiguió que Nan acompañase a Penny en un buque de guerra británico, el barco de Su Majestad Sussex, desde Valencia hasta Marsella. Allí compró una gran cantidad de provisiones médicas y se presentó en el consulado británico con una carta del Spanish Medical Aid que solicitaba su vuelta a España. No le permitieron ver al cónsul y llegó a la conclusión de que se debía a su aspecto harapiento, vestida con alpargatas, falda y un jersey viejo. Así pues, se compró un vestida y un sombrero baratos en unos almacenes. Fue al consulado y la admitieron de inmediato en la oficina del cónsul. Este la reprendió por utilizar a la Armada Real «como un servicio de taxi para cruzar el Mediterráneo», pero expidió el permiso necesario para que regresara a España. Nan partió entonces hacia una Barcelona hambrienta como nunca[69].

Comenzó su nuevo trabajo deseando que los acontecimientos de Valdeganga se hubieran borrado. La referencia al sentimiento de culpa en sus memorias con la «mancha» de su aventura con William Day es muy reveladora, de hecho sorprendentemente reveladora dada su contención normal. En parte, seguramente refleje su reacción ante una conmovedora carta enviada por George a mediados de mayo. Mientras describe las privaciones de su unidad de un modo divertido, deja bastante claro que la mayor privación era no ver ni saber nada de su mujer. Estaba «desolado» cuando no tenía noticias de Nan. La carta terminaba: «He tenido un deseo curioso. Sé que no nos prometemos ni hacemos prometer nada y todo eso, y sé que te traicioné precisamente cuando estabas en tu línea de frente, pero mientras esté aquí, ¿te importaría serme fiel? Quiéreme, por favor».[70] A la luz de los recientes acontecimientos en su vida, debió de ser una lectura muy perturbadora.

Es difícil calcular los efectos sobre Nan de sus sentimientos de culpa por su relación con William Day. El hecho de que ocurriera era perfectamente comprensible en circunstancias de guerra; que le siguiera la carta inesperadamente presciente de George fue, como poco, desafortunado. En cualquier caso, que una transgresión sexual transitoria se convirtiera en la base de una acusación de desviación trotskista e incluso de asociación con los fascistas era excesivo. La lealtad al partido comunista era el sine qua non de la existencia de Nan. Le había dado la solidez de ideas y personas que nunca encontró en su familia. Además, la lealtad al partido y su relación con George estaban indisolublemente unidos. El que convirtieran su acto de debilidad en una gran traición tanto al partido como a su marido debió de ser devastador. El amargo sentimiento de culpa y la necesidad de redimir su pecado político y sexual explican en cierta medida su transformación posterior en una trabajadora reservada y abnegada del partido. Más tarde, escribió con estremecimiento lo que les ocurrió a los exbrigadistas internacionales en el bloque soviético, juzgados como fascistas o agentes americanos sólo por haber estado en España. En relación a su propia experiencia escribió con aparente desahogo: «No coseché entonces ni más tarde las consecuencias de mi desatino (¿y cobardía?)».[71]

Cualesquiera que fueran sus remordimientos, consciente de la confianza de Frank Ayres en ella, creyó que la elección para un puesto tan importante y de tanta responsabilidad significaba que las acusaciones del doctor pertenecían al pasado. Por tanto, cuando su amiga Winifred Bates le instó a que aclarara las cosas porque «comienza a haber rumores de que soy una “aventurera”», no hizo nada. Winifred Bates se había convertido en propagandista y fotógrafa para el Spanish Medical Aid Committee. No obstante, se vio resolviendo problemas a las enfermeras con las que se encontraba y se la nombró una especie de comisaría para todas las mujeres británicas del personal de los servicios médicos de la República. El consejo que le dio Winifred a Nan era bueno, pero debido al miedo o la culpa no le hizo caso. Como Nan descubrió más tarde, las acusaciones del oficial médico no habían alcanzado a los superiores inmediatos del servicio médico, «sino a una autoridad mucho más alta y poderosa encargada del examen a los comunistas de todos los países». Su referencia típicamente críptica era a André Marty, el francés con bigote de morsa que era secretario del Comintern, y que dirigía el cuartel general de las Brigadas Internacionales en Albacete. Este estalinista de línea dura era un fanático en arrancar de raíz las disidencias detectadas y brutal en su aplicación de la disciplina[72]. No hay duda de que los informes de William Rust que denunciaban la «ofensa» de Nan al acostarse con un presunto trotskista y que pedían su expulsión de España habían llegado a Marty. Su nombre aparece en un informe de la oficina de Marty sobre otra voluntaria inglesa, la secretaria médica Rosaleen Smythe, interrogada por comunicarse con «elementos negativos». Había referencias a Nan como «políticamente muy sospechosa». «Hay relaciones especiales». Se anotaba que «la comunicación de Rosaleen Smythe con Nan Green debía ser investigada[73]».

Curiosamente, en 1976 Nan escribió en un folleto sobre la guerra civil española, en colaboración con Alonso Elliott: «Las historias sobre “agentes de la NKVD” en España, especialmente en relación a la lucha contra el trotskismo, se han extendido tan ampliamente que te las puedes encontrar en prácticamente cualquier lugar y esto incluye trabajos de historiadores progresistas. Los autores de este artículo se inclinan a pensar que muchas de ellas son apócrifas. Uno de nosotros (Nan Green) estuvo en España desde septiembre de 1937 hasta el fin de octubre de 1938, y el otro (A. M. Elliott) desde mayo de 1937 hasta febrero de 1939, a veces en circunstancias en las que hubiera sido razonable haber tenido noticias de tales actividades de los agentes de seguridad soviéticos si de algún modo se hubieran generalizado. Nunca supimos nada. Por supuesto, esto no quiere decir que no existieran[74]». Sus memorias, escritas más tarde, dejan bastante claro que sí sabía algo sobre los informes que se realizaban sobre ella. Quizá no consideraba que dichos informes tuvieran nada que ver con la NKVD, y, hablando con rigor, así era. Es más posible que pensara que contar su propia experiencia transgrediera la línea del partido.

A principios del verano de 1938 el jefe del Estado Mayor Central de la República, el general Vicente Rojo, estaba preparando un intento de restablecer el contacto entre Cataluña y el resto de la zona republicana por medio de un asalto a través del río Ebro. Se convertiría en la batalla más encarnizada de toda la guerra. Se formó un ejército especial para la ofensiva, que fue puesto bajo el mando del general Juan Modesto, un comunista autoritario. Una enorme concentración de hombres, alrededor de 80 000, fue transportada secretamente hacia las márgenes del río y cruzó por la noche y en las primeras horas de la mañana del 24 al 25 de julio. El 1 de agosto, ya habían alcanzado Gandesa, a 40 kilómetros del punto de partida, pero se atascaron cuando Franco llevó refuerzos a la zona. Los republicanos fueron machacados por la artillería y los bombardeos aéreos durante los cuatro meses siguientes.

Mientras los preparativos del cruce del Ebro estaban en curso, Nan trabajaba en el cercano cuartel general del XXXV Cuerpo de División Médico, bajo el mando del doctor Len Crome, el oficial jefe médico. Crome, que había nacido en Rusia, era un médico de Edimburgo cuyas improvisaciones brillantes salvaron muchas vidas. Se ha calculado que las innovaciones garantizaron que los heridos que él cuidaba recibían mejor tratamiento que en los mejores hospitales de Londres de la época[75]. El trabajo de Nan consistía en mecanografiar los partes del doctor Len en español convencional, guardar los informes médicos por divisiones y transformarlos en información estadística útil y sellar cualquier documento oficial que saliera del cuartel general. Se tomó como algo personal ser una especie de oficial de bienestar para la unidad, preparando té a todas horas para los médicos, los conductores de ambulancias, los mecánicos, los cocineros y los pacientes. La capacidad de mantener la moral de todos los que la rodeaban era una de las mejores cualidades de Nan. Cuando se unió por vez primera al XXXV Cuerpo de División Médico, el cuartel general era una granja vieja. Un día, para alegría de Nan, recibiría la breve visita de George, ahora barbudo, que estaba sirviendo en una unidad antitanques. Al menos sabía que estaba vivo y podrían hablar de sus hijos. Poco después, la unidad médica de Len Crome se trasladó a un hospital de emergencia situado en una gran cueva en la ladera de una colina cerca del pueblo de La Bisbal de Falset. El lamentable estado de las primitivas carreteras había obligado a los servicios médicos de la República a improvisar hospitales tan cerca como fuera posible del frente, para evitar que los heridos fueran trasladados sobre baches en el camino al tratamiento.

Una enfermera española que trabajó en la cueva escribió más tarde sus recuerdos de aquel período: «Allí conocí a una inglesa excepcional, Nan Green. Parecía tan joven y llena de vida y actividad. No podía creerlo cuando me dijeron que era madre de dos niños… Hablaba un español precioso y un día, mientras nos daba a Ada [Hodson] y a mí una taza de té, dijo: “Vosotras en las salas siempre tenéis mucho trabajo. Yo no hago otra cosa que tazas de té”. Incluso en un español muy bueno, no entendí el significado de las palabras. Fue Joan Purser, la inteligente enfermera que era siempre amable conmigo… quien me lo explicó: “Aurora, Nan también trabaja mucho, hace el trabajo gris e invisible sin el que no podríamos funcionar como hospital, pero es muy modesta”[76]».

El hospital de la cueva estaba cerca del río Ebro, que Nan cruzó en la noche del segundo día, el 25 de julio. La unidad médica instaló su cuartel general en una granja en la que se llevaban a cabo operaciones de emergencia bajo los bombardeos aéreos y de la artillería nacionalista. Entre las ruinas encontró una tetera de porcelana y una funda de tetera para acompañar a la bolsa de té y al hornillo que llevaba a todas partes. Se las apañó para montar un salón con sillones y una mesa donde se servía té a cualquier hora[77]. Una de las tareas administrativas de Nan —además de la de subir la moral preparando té— era analizar las bajas del día en las listas que compilaban los médicos a cargo de los puestos de socorro en la línea del frente. Las clasificaba por categorías (heridos en la cabeza, heridos en las piernas, amputados y demás) y por las armas que habían causado las heridas (morteros, obuses, balas). Seguidamente confeccionaba gráficos coloreados con acuarelas que eran de gran ayuda para identificar las provisiones cruciales que más se necesitaban, abarcando desde cascos de acero hasta medicinas, y que también ayudaban en el establecimiento de prioridades de los tratamientos. Su sistema fue recogido por el cirujano neozelandés Douglas Jolly, que lo utilizó en la Segunda Guerra Mundial en el norte de África y en Italia[78].

Cada día, cuando realizaba sus estadísticas, comprobaba frenéticamente las listas esperando no encontrarse con el nombre de George. Al principio de la batalla recibió una carta de su marido en que se quejaba de estar sucio y cansado de la ternera en lata, pero también revelaba su alegría por el cruce del Ebro. Como cualquier hombre en el frente, deseaba tomar un buen baño, ponerse ropa limpia y degustar una comida caliente, pero añadía en español: «Primero ganar la guerra. Qué opinas del ejército del Ebro, ¿eh? Tiene muchas pérdidas. La columna del comandante Attle cruzó el río con 105 hombres y ahora sólo nos quedan 32. Por el momento no me ha alcanzado nada. ¿Os han bombardeado? Creo que estáis en este lado del río… El cruce del río en sí fue una bella operación».[79] Quizá la sensación de que George estuviera cerca y arriesgando la vida a diario le dio un significado añadido a sus responsabilidades diarias, o quizá no —su compromiso apenas pudo haber sido más grande de lo que fue—. Una de las responsabilidades a las que regularmente se ofrecía como voluntaria era la de donar sangre. Era una experiencia inolvidable, «tumbada al lado de un hombre gravemente herido al borde de la muerte, veía cómo el color volvía a sus labios, su respiración mejoraba y volvía a la vida». En una ocasión pudo visitar al batallón británico, «un puñado de hombres harapientos y cansados, esparcidos sobre una colina árida. George estaba allí ileso. Pasamos dos tardes y una noche juntos en un sofá infectado de piojos».[80]

Al decir de todos, Nan no era de las que se quejaban. Siempre buscaba el lado bueno de cualquier situación. No obstante, odiaba la suciedad de su precaria existencia cerca del frente. «¡Oh, qué sucia estoy! [escribió a su hermana Mem]. Tengo un pantalón arreglado de mono y una camisa demasiado corta que no me he quitado en cinco días, a excepción de una vez que me bañé con poco más de medio litro de agua sucia. Necesito un corte de pelo —se ha llenado de rizos duros de polvo como una muñeca Woolworths—, las vendas alrededor de mis pies infectados están negras —mi única sandalia chancletea cuando ando—. Todo el mundo está sucio —pero alegre—, el Té les viene bien». A pesar de que, al igual que George, echara de menos la comodidad de los baños, las sábanas, las comidas decentes, la higiene y, sobre todo, a sus hijos, se mantenía en pie por el ánimo que infundía la participación en una causa de importancia universal: «El sentimiento indescriptible de camaradería que conlleva esta ajetreada vida y el modo en que te mantienes trabajando mientras haya algo que hacer para luego caerte en el colchón y pensar “estoy cansada”. Se van de uno en uno: “Buenas noches, Nan. Gracias por el té”. “Salud y muchas gracias, camarada Nan”. “¡Salud, genosse!”. Y el trabajo continúa[81]».

En agosto George fue alcanzado por un fragmento de metralla. La herida en la cabeza no tuvo importancia. Le pusieron puntos y mejoraba, pero en el hospital insistieron en retenerle para tratarle una supuración de úlceras en las piernas, una enfermedad común en el frente. Nan escribió a Mem: «Sobre todo siento alivio de que esté fuera de ese infierno por un tiempo y no sufro la tensión de preguntarme si está vivo con cada bomba que oigo. Me envía mensajes alegres a través de los conductores de las ambulancias». Uno de esos mensajeros era el conductor de ambulancias escocés Roderick MacFarquhar[82]. Este contratiempo le dio a George un tiempo excepcional de respiro en el que escribió una larga y conmovedora carta a su madre, Jessie. En ella intenta explicar a su madre y al resto de su extensa familia en Stockport las razones que les habían impulsado, a él y a Nan, a ir a España. Comenzó dando gracias de todo corazón por las cartas y los paquetes que le habían enviado desde casa: «Es difícil explicar lo que significan aquí las cartas y los paquetes: más incluso que en la guerra pasada, porque en ella se puso mucho empeño propagandístico en crear el sentimiento de que todo el pueblo se uniera detrás del soldado en el frente. Y aquí, con la política británica tan difícil de entender, con el sentimiento de librar una lucha solitaria que nuestro aislamiento nos da tan fácilmente, el hombre sin cartas ni paquetes de casa puede sentir la clase más amarga de soledad: Nan y yo somos afortunados al tener tantos amigos».

Para explicar por qué habían dejado su hogar y a sus hijos, George le escribió a su madre: «1. Vinimos a la guerra porque amamos la paz y odiamos la guerra. 2. El fascismo es lo que crea las guerras hoy en día, que amenaza los hogares y la seguridad de todos, a este mismo fascismo se le puede vencer de forma decisiva en España y si lo vencemos en España se le habrá vencido para siempre como fuerza mundial. 3. No somos pacifistas porque creemos que la postura del pacifismo es un estímulo para los que hacen la guerra. Sólo las bienintencionadas pero confusas ideas de los pacifistas hicieron posible que los amigos de los fascistas en la Sociedad de las Naciones se aseguraran de que los fascistas salieran airosos de los asesinatos de Shanghái, de la gente de Manchuria, de Abisinia. Con nuestra ayuda —y la vuestra— no saldrán airosos del asesinato de España. […] Querida madre, no somos militaristas, ni aventureros ni soldados profesionales: pero hace unos días, en las montañas, al otro lado del Ebro, vi a unos cuantos desempleados de Clyde y a unos oficinistas asustados de Willesden levantarse (sin ninguna posición fortificada) contra una barrera de artillería contra la que los soldados profesionales no podían levantarse. Lo hicieron para mantener la línea aquí, y ahora significa que podemos evitar que esta batalla se libre más tarde en Hampstead Heath o en las montañas de Derbyshire».[83]

Tales sentimientos eran los que inspiraron a los voluntarios para continuar luchando contra fuerzas aplastantes. La fe de George en que valía la pena lo que las Brigadas Internacionales y todos los que luchaban por la República estaban haciendo, ganaran o perdieran, estaba muy extendida. La compartían Nan y casi la totalidad de los voluntarios. El verano del año anterior, poco antes de su muerte en combate, un voluntario americano de nombre Gene Wolman había escrito a su familia con un tono similar: «Por primera vez en la historia, por primera vez desde que el fascismo comenzara a estrangular y desgarrar sistemáticamente todo lo que teníamos por querido, tenemos la oportunidad de responder. Mussolini marchó sin oposición… a Roma. Hitler se jacta de que llegó al poder sin derramar sangre… En la pequeña Asturias los mineros hicieron un valiente, pero fracasado, levantamiento contra los reaccionarios de España unidos. En Etiopía la maquinaria del fascismo fue de nuevo capaz de llevar a cabo sus deseos sin ninguna oposición unificada. Incluso en la democrática América la mayoría tuvo que someterse a todo tipo de opresión sin poder responder. Aquí finalmente los oprimidos de la Tierra están unidos, aquí finalmente tenemos armas, aquí podemos responder. Aquí incluso si perdemos… en la lucha en sí, en el debilitamiento del fascismo habremos vencido».[84]

Gradualmente, bajo el incesante bombardeo, los republicanos fueron siendo empujados hacia el Ebro. En un momento dado, el hospital de emergencia se encontraba más allá de las líneas republicanas. En una retirada rápida, se instalaron los cuarteles generales médicos en una granja abandonada cerca de un túnel ferroviario que se había convertido en hospital. En este momento, septiembre de 1938, el gobierno de la República decidió retirar a las brigadas con la esperanza de facilitar la mediación internacional. Los brigadistas iban a ser enviados a casa —esto es, aquellos que tuvieran casa—. Para los italianos, alemanes y austríacos refugiados del fascismo y el nazismo, la defensa de la República española había sido su primera oportunidad real de responder y de poder marcharse más tarde a casa. Ahora su futuro difícilmente podría ser más desolador. Los voluntarios procedentes de países democráticos tenían algo que anhelar, pero no tenían prisa en abandonar a sus camaradas españoles. Después de ser herido en agosto, George estaba todavía en el hospital recibiendo tratamiento por sus úlceras en las piernas. No obstante, cuando se enteró de la retirada propuesta, pidió que le permitieran volver a su unidad para tomar parte en la última acción con el resto del batallón británico. Fue un tributo a su valentía y su compromiso el que tomara tal decisión. En la carta a su madre de cuatro semanas antes había escrito: «Por nosotros, estaremos contentos cuando todo esto haya terminado. Mi idea de pasarlo bien no es que me disparen, sino que está relacionada con cultivar lechugas y cebollinos, beber cerveza en un pub en el campo, tocar en cuartetos con amigos y tener a mis hijos alrededor para que me eduquen y me mantengan humano».[85]

Sobre el 18 de septiembre de 1938, o ese mismo día, George fue a los cuarteles generales donde trabajaba Nan para entregar un documento que certificaba que le habían dado el alta del hospital a petición propia. Iba a ser su último encuentro. Se sentía feliz de volver al batallón, y «estaba absolutamente convencido de que los franceses abrirían ahora la frontera y dejarían pasar las armas que estaban esperando al otro lado». Pasaron un par de horas hablando ilusionados sobre la vuelta a casa y el encuentro con sus hijos. Decidieron que ninguno iría a Inglaterra y vería a los chicos hasta que estuvieran los dos de vuelta y, por tanto, pudieran hacerlo juntos. «Cuando nos vimos por última vez en el Ebro… esperábamos órdenes para volver a casa. Sabíamos que tendríamos que emprender caminos distintos, así que hicimos el pacto de que el primero que llegase a Inglaterra no fuera a ver a los niños hasta que el otro hubiera llegado. Queríamos doblar el gozo del reencuentro, compartiéndolo el uno con el otro».[86] El problema era que la retirada de las Brigadas Internacionales era inminente, pero el personal médico probablemente iba a ser retenido unas semanas para instruir a sus sucesores. En principio, el 22 de septiembre era la fecha fijada para la retirada, pero la intensidad de los ataques nacionalistas hizo que mandaran volver a la línea del frente republicano al batallón británico, que se encontraba en reserva en la carretera entre Ascó y Corbera. George había salido hacia el frente feliz de poder asestar «un golpe final» a los nacionalistas. En la noche de ese mismo día Nan estudió la lista de las bajas con espanto y se sintió aliviada al no encontrar el nombre de George.

No obstante, al día siguiente dos brigadistas llegaron y despertaron a Nan con la noticia de que George había desaparecido. Estaba devastada, pero como era costumbre en ella, mostró poca emoción: «Me eché las sábanas sobre los hombros, que de repente se me habían quedado helados, y me tumbé, intentando comprender este mazazo. Era imposible, no podía ser verdad». Repitiendo como una invocación «puede estar vivo, puede estar muerto», decidió no llorar para guardar esperanzas. «Durante el resto de mi estancia en España y los meses siguientes, el tiene-que-estar-vivo-tiene-que-estarmuerto se repitió con una monotonía perpleja en mis pensamientos cuando me despertaba, llegando gradualmente a la desesperación». Unas semanas después la unidad médica se retiró. Cuando alcanzaron el pueblo de Ascó, a orillas del Ebro, Nan comenzó a telefonear frenéticamente a todos los hospitales a los que podían haber sido enviados los heridos republicanos. Llegó a una hambrienta Barcelona, que ya estaba bajo los bombardeos. Con la esperanza de que George aún estuviera vivo, comenzó a visitar desesperadamente los hospitales en una triste búsqueda[87].

De hecho, George había muerto en combate el 23 de septiembre de 1938. Hay un relato de su muerte en las memorias de uno de sus camaradas, Walter Gregory, el comandante de su unidad. Gregory escribió: «De los 150 hombres de mi compañía que habían cruzado el Ebro la noche del 25 de julio, terminé con menos de dos docenas. El resto murieron, fueron heridos o desaparecieron. Me temo que había muchos más yaciendo a poca profundidad en el suelo arenoso de las sierras que los que habían recuperado fuerzas entre las sábanas limpias de una cama de hospital». El 18 de septiembre, el batallón británico fue llamado al frente y en ese momento George Green insistió en volver a su unidad. Ocuparon un área dominada por un terreno más elevado que estaba en manos nacionalistas. Para mayor complicación, el terreno pedregoso dificultaba excavar trincheras. Gregory destinó a George a una posición defensiva con una ametralladora de fabricación soviética. Durante horas, la mañana del 23 de septiembre fueron machacados por un bombardeo de la artillería nacionalista. Al mediodía las oleadas de obuses pararon y cinco tanques avanzaron a la cabeza de la infantería enemiga. Tres de los cinco tanques fueron puestos fuera de combate, pero las posiciones se vieron rodeadas. «Al mirar detrás de mí vi más tropas fascistas avanzando hacia la parte de la trinchera en que estaba. Grité a mi izquierda avisando a George, pero antes de que él y su dotación tuvieran tiempo de redirigir la ametralladora fueron completamente rodeados. No quedaba más remedio que aceptar lo inevitable de mi captura». Gregory y sus hombres fueron escoltados bajo armas hacia las líneas enemigas. «Seguí mirando hacia atrás con la esperanza de ver a George y a su dotación, pero nunca vinieron. Dudo de que abandonaran alguna vez la trinchera, ya que los fascistas habían convertido en un principio el disparar en el acto a los tiradores de ametralladora». Al comienzo de aquel último día de combate, había 106 brigadistas británicos en el batallón; al final del día sólo quedaban 58. El batallón entero tenía 377 hombres, de los cuales 204 murieron, desaparecieron o fueron hechos prisioneros[88].

Sin estar aún segura de la suerte de su marido, Nan volvió a Londres. Por aquel entonces su reputación en el partido comunista británico se había rehecho gracias a Winifred Bates. En un informe detallado sobre las mujeres británicas en España, Bates contrarrestó los anteriores informes perjudiciales de William Rust. En septiembre de 1938 escribió: «Creo que es una comunista genuina y sincera, y que quiere dar lo mejor de sus capacidades. Es valiente y nunca busca su propia comodidad, es la clase de comunista que siempre está trabajando para mantener la moral de quienes la rodean». De forma indirecta, por no decir evasiva, refiriéndose a las dificultades anteriores escribió: «No es del tipo de camarada que va a España para su propio deleite. He oído a cotillas irresponsables decir eso. Es falso y está generado por la envidia». Winifred Bates visitaba regularmente los hospitales donde las enfermeras británicas trabajaban y conocía Huete y Valdeganga especialmente bien. Su conocimiento detallado le permitió, por consiguiente, exponer las motivaciones sexuales que había detrás de las acusaciones del doctor Herbert Kretzschmar contra Nan. Así pues, puso gran empeño en la rehabilitación de Nan, lo que le permitió continuar trabajando en España, y más tarde en Inglaterra, por la causa republicana[89].

Cuando llegó a Inglaterra, su primera preocupación fue cómo decir al abuelo Green que su hijo había desaparecido. Al día siguiente fueron a Summerhill acompañados por la hermana de Nan, Mem, y una amiga llamada Noelle. En la estación las recibieron el mismo A. S. Neill y los niños. Martin recuerda que le preguntaron «cuál de las dos hermanas (se parecían mucho) era mi madre[90]». Nan les dijo a los niños: «Papá todavía no va a venir, no sabemos dónde está». No obstante, uno de los compañeros de clase de Frances había oído a Nan hablar a Neill sobre George. Frances saltó: «Sally dice que papá está desaparecido. ¡No quiero que esté desaparecido!». Nan se encontraba ante el dilema de no querer mentir a sus hijos, aunque dándoles un resquicio de esperanza[91]. Estuvo en Londres tratando de seguirle la pista a través de los canales del gobierno británico. Según una entrevista en el News Chronicle en enero de 1939, «le falló la pista final la semana pasada y, aceptando la posibilidad de la muerte de su marido, fue sola al colegio de sus hijos en Suffolk. No pudo decirles que temía que su padre había muerto. Ellos esperaban el otro pacto acordado —que no se afeitaría la barba que se había dejado en España hasta que lo vieran[92]—». De hecho, se negaba a creer que George hubiera muerto.

Nan se enfrentaba al problema adicional de que Wogan Philipps ya no iba a pagar la matrícula de sus hijos en Summerhill. Ella quería seguir trabajando para España mientras la República no estuviera vencida. Se necesitaban más que nunca alimentos y material médico. A. S. Neill fue en su rescate al mantenerle a los dos hijos en el colegio por el precio de uno. Así, pudo unirse a Winifred Bates en el National Joint Committee for Spanish Relief (Comité Mixto Nacional para la Ayuda Española), la organización de centralización fundada en enero de 1937 para coordinar a más de 150 organizaciones de asistencia y a otros grupos dedicados a la ayuda de la República española. El comité trabajó con un total de 850 de tales grupos en el curso de la guerra[93]. Nan y Winifred persuadieron a las enfermeras y a los médicos que habían estado sirviendo en España de que hablaran en reuniones para recaudar fondos. Nan trabajó frenéticamente, intentando bloquear la incipiente toma de conciencia de que George hubiera muerto. «A medida que transcurrían los días y no había noticias de George, comenzaba a saber en mi corazón que si George hubiera estado vivo ya se las habría arreglado de algún modo para comunicarse conmigo, aunque me inventaba todo tipo de fantasías para mantener viva la frágil llama de la esperanza. (¿Podría estar prisionero, o quizá gravemente enfermo, ciego e incapaz de escribir…?)». La falta de certeza hacía imposible la pena. No sabía si estaba casada o era viuda.

La larga pesadilla de Nan no terminó hasta tener confirmación oficial de la muerte de George. No obstante, parece que había aceptado lo inevitable antes. Una necrológica de George que apareció en el Musicians’Union Report en marzo y que había sido mandada a la prensa algún tiempo antes, comenzaba con estas palabras: «Acabo de escuchar de Nan Green que la última esperanza de que George esté vivo ha desaparecido».[94] Recibió la carta oficial de la República a mediados de marzo de 1939. Winifred Bates, al ver a Nan abrir y leer la carta, dedujo su contenido cuando el rostro de Nan se ensombreció. El certificado de muerte estaba firmado por el coronel Antonio Cordón García, subsecretario del ejército de tierra del Ministerio de Defensa Nacional. El certificado decía lo siguiente: «Certifico que D. George Green, de nacionalidad inglesa, nacido en Londres (Inglaterra) y combatiente voluntario a las órdenes del Gobierno de la República Española en la XV Brigada, FALLECIÓ en el sector de Ebro-Gandesa, el día veintitrés de septiembre del corriente año, a consecuencia de heridas recibidas en acción de guerra. Y para que aquí conste expido el presente certificado en Barcelona a siete de diciembre de mil novecientos treinta y ocho».[95] «Lo que desarrollé en las horas siguientes fue la determinación de no mostrar que estaba destrozada: por el bien de los niños, que debían descubrir que yo podía hacer frente a la situación de ser a la vez padre y madre para ellos, y por el bien de George, sobre el que no tenía que caer ninguna acusación. El orgullo, el orgullo de que hubiese dado la vida por la causa que todos amábamos, debía ser la nota dominante». Este circunspecto y moderado comentario retrospectivo era típico de su reserva natural. Sólo en este punto hizo el temible viaje a Summerhill para enfrentarse al dolor insoportable de tener que decírselo a sus hijos[96].

Retrospectivamente, el comentario de Nan sobre que George estuviera libre de culpas también sugiere una lucha con un resentimiento inconsciente y comprensible por haber sido abandonada. Es posible también especular con que su propio sentimiento de culpa por la transgresión en su matrimonio siguiera preocupándola. Según explicó, había olvidado rápidamente las aventuras extramaritales de George, pero existe la posibilidad de que no pudiera olvidar la suya. Su lealtad a lo largo de su vida al partido comunista sugiere un anhelo por un contexto de certezas morales. Su pecado original con la aventura con William Day, la debilidad que habían provocado los informes sumamente críticos confeccionados por sus jefes de partido, no encajaba con ese contexto. A pesar de que volvió a casarse, al decir de todos, incluida ella, iba a ser un matrimonio sin pasión, posiblemente incluso sin amor. No hay duda de que a lo largo de su vida posterior lloró la muerte de George. Quizá sintió lo que se ha llamado «la culpa de superviviente», el sentimiento de los supervivientes de que su propia supervivencia fue de algún modo inmerecida. Inconscientemente, quieren autocastigarse por haber sobrevivido. No obstante, es difícil concluir que al dedicarse con más determinación al trabajo del partido estaba autocastigándose por el pasado. Su compromiso con el comunismo tuvo un sentido mucho más positivo para ella. Más bien, como Margarita Nelken, trabajó para aliviar el dolor de la pérdida. Sin embargo, la calurosa y vibrante, abierta y divertida mujer recordada por algunos que la conocieron en España pasó a ser una militante del partido más seria y decidida[97].

Unos años después, en calidad de secretaria de la International Brigade Association (Asociación de la Brigada Internacional), en contestación a una carta de una tal señora Fawcett, escribió sobre la muerte de George de forma notablemente contenida. La señora Fawcett trataba de conseguir información sobre su hijo, que había luchado en el batallón británico con el nombre de William Brent. Había muerto en el Ebro, pero su madre no había perdido la esperanza de que pudiera haber sobrevivido y estuviera en una cárcel franquista. Al dar a la señora Fawcett los tristes datos la muerte de su hijo, Nan relató su propia experiencia, quizá intentando suavizar el golpe. Aparte del certificado del coronel Cordón, sólo sabía que George había muerto. No obstante, escribió a la señora Fawcett: «En 1944 recibí una carta de un marinero, que había oído mi nombre por casualidad, en la que me contaba cómo había muerto mi marido: pero incluso en este caso el hombre no le vio muerto, repetía la historia de un español que había estado con mi marido en el momento de su muerte, que fue capturado en el instante en que mi marido murió y que nunca tuvo la oportunidad de asegurarse de que todavía estuviera vivo[98]».

A pesar de su pérdida personal, o quizá a causa de ella, Nan fue una ferviente creyente, como lo fue la mayoría de los brigadistas internacionales, en que la lucha en España debía continuar. La frase utilizada en la época para describir las actividades solidarias con España era: «Sólo estamos cambiando el frente y las armas». Para ella la causa tenía un significado personal más profundo. Al amigo de George, Charles Kahn, le escribió: «No buscaba en especial la aventura, y anhelaba más alegremente regresar y llevar la pesada lucha del día a día de nuevo en el sindicato, con entusiasmo añadido, con odio añadido hacia el fascismo y con el coraje adicional que había aprendido siendo soldado. Luchando la misma lucha tan fervientemente como podamos, es la mejor forma de demostrar que estamos orgullosos de él».[99] No hay duda de que, conscientemente o no, Nan estaba intentando hacer el trabajo que George hubiera hecho de estar vivo. Por todo el Reino Unido continuaban recaudando fondos para los republicanos españoles. Los brigadistas que habían vuelto hablaban en reuniones. Después de la batalla del Ebro, la mayoría de los médicos, enfermeras, conductores de ambulancia y administradores de hospitales británicos había estado trabajando en Cataluña y se les había evacuado antes de que los franquistas avanzaran sobre Barcelona. Viajaron por el Reino Unido recolectando dinero y material médico. Nan volvió a trabajar para España. Intervenía en reuniones y a lo largo de febrero de 1939 participó activamente en las discusiones que condujeron a la creación de la International Brigade Association (IBA).

El 5 de marzo de 1939, tuvo lugar una reunión bajo la dirección del que fuera comandante del batallón británico, Bill Alexander. El propósito declarado de la IBA era «continuar en el Reino Unido con el espíritu y las tradiciones de la Brigada Internacional como combatientes de primera línea por la defensa y el avance de la democracia contra el fascismo, por el desarrollo rápido de la acción y del propósito comunes entre todos los antifascistas por medio de la difusión de la verdad sobre la lucha de la gente, el ejército y el gobierno de la España republicana y de la obtención de todo el apoyo necesario para la República española». A pesar de que había quienes querían limitar la militancia de la IBA a los hombres combatientes, Nan Green luchó victoriosamente para que los hombres y las mujeres del personal médico fueran militantes de pleno derecho de la asociación. También insistió en la importancia de que los veteranos pudieran hablar en público. Entre las principales preocupaciones figuraba la de la suerte de aquellos brigadistas británicos y de otras nacionalidades retenidos en las cárceles de Franco, y de los alemanes e italianos antifascistas detenidos en campos de concentración franceses. Fue elegida candidata para el Comité de Londres de la IBA por el número de votos más alto. No obstante, Nan pidió que le permitieran retirar su candidatura y actuar sólo como delegada fraternal en la Spanish Medical Aid. Sin embargo, fue elegida vicepresidenta del Comité de Londres de la IBA[100].

La IBA también trabajó incansablemente en nombre de los republicanos vencidos, tanto de forma separada como formando parte del movimiento más amplio Aid Spain (Ayudemos a España) a través del National Joint Committee for Spanish Relief. La captura de Barcelona por Franco y el avance hasta la frontera con Francia había enviado oleadas de refugiados que huían de las represalias. Varios cientos de miles de españoles realizaron el peligroso cruce de los Pirineos. El gobierno francés no estaba preparado en absoluto y se mostró insensible con la gran masa humana que sufría y entraba a raudales. Considerando a los refugiados como salvajes y asesinos, los condujeron en manadas hasta improvisados campos de concentración, de los cuales los mayores y más célebres se encontraban en las playas del sur de Francia en Saint Cyprien, en Argelés-sur-Mer y en Barcarès. Consistían principalmente en cercados de alambre de espino en la arena, que carecían de las instalaciones mínimas para ofrecer refugio, para la higiene y para cocinar. Las condiciones de vida eran aterradoras. En los primeros seis meses, 14 672 españoles murieron de desnutrición, disentería y enfermedades bronquiales[101].

El National Joint Committee for Spanish Relief comenzó a recaudar fondos para fletar un barco que transportara a los refugiados a México, donde se les había ofrecido asilo. Acompañada por sir Peter Chalmers Mitchell y el conde de Listobel, Nan dio charlas al público a lo largo del sur de Inglaterra y recaudó considerables sumas de dinero. El barco francés SS Sinaia, que hasta entonces se había utilizado para llevar peregrinos a La Meca, se fletó gracias a los contactos marítimos de Wogan Philipps. El barco tenía una capacidad para 2000 personas —un número importante, pero una gota en el océano para los españoles apátridas—. Observadores del Comité tenían que acompañar a los españoles, pero para asegurarse de que no desperdiciaran la plaza de un refugiado tuvieron que desempeñar otras funciones. En consecuencia, una de las figuras principales del movimiento de ayuda a España, la diputada laborista Leah Manning, sugirió que se enviara a Nan dado su buen español y su experiencia médica. Esta escribió a Irene Grant, a quien había conocido a través de la amistad común con el doctor Douglas Jolly: «Estoy bastante emocionada por esto, ya que sólo vamos a ser un periodista y yo los que no somos refugiados (e incluso tengo que disfrazarme de enfermera)».[102]

Nan fue al sur de Francia y ayudó a reunir familias que habían sido separadas cuando fueron dispersadas en diferentes campos. Se esperaba que, armada con lo que había aprendido en el viaje, pudiera ir de nuevo de gira para pedir más fondos. El barco, el primero de los dos primeros que llevaron refugiados a México, partió del puerto francés de Sète el 2 de junio de 1939. Durante veintitrés días que duró la travesía, una Nan con bata blanca pasó prácticamente todo el tiempo bajo cubierta organizando cada tres horas las comidas de los numerosos niños que había a bordo. Cuando llegaron al puerto mejicano de Veracruz, les recibió una multitud entusiasta de miles de trabajadores mejicanos que alzaban pancartas en favor de la República española. La banda del V Regimiento tocó y el doctor Juan Negrín, el primer ministro de la República española en el exilio, pronunció un discurso. Nan pasó sus responsabilidades al comité local, pero viajó con ellos a la ciudad de México. Permaneció en el país unas semanas, observando el afecto con el que fueron recibidos los refugiados. Ver la planificación práctica, que aseguraba que la mayoría de los refugiados encontrara empleos apropiados lo más rápidamente posible, le surtió de argumentos en la gira para recaudar fondos que tuvo que hacer a su regreso al Reino Unido[103]. Uno de los que tuvieron la suerte de viajar en el SS Sinaia escribió años más tarde: «Cuando a bordo recibimos mil atenciones del comité británico que nos acompañó, cuidándonos hasta Veracruz… volvimos a tener fe en la humanidad».[104]

Cuando regresó al Reino Unido vía Estados Unidos, a finales de julio de 1939, hubo poco tiempo para organizar más colectas de fondos antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. El National Joint Committee for Spanish Relief había comenzado a organizar una gira de charlas pero, tras unos cuantos encuentros en los condados que lindan con Londres, tuvo que cancelarse. Además, su fe comunista de alguna forma se vio mermada por el anuncio del pacto nazi-soviético el 23 de agosto de 1939. Se reconcilió consigo misma con el razonamiento del partido comunista de que, en un mundo hostil, la Unión Soviética necesitaba un respiro para prepararse para el inevitable asalto alemán. El 3 de septiembre, cuando el Reino Unido declaró la guerra a Alemania, Nan estaba llevando a sus hijos, Martin y Frances, de vuelta al colegio, encontrándose a mitad de camino entre Londres y Summerhill. Aunque sólo fuera eso, confirmó la idea de Nan, y de todos aquellos que habían ido a luchar por la República española, de que la lucha en España había sido un mero ensayo de la guerra que ahora comenzaba. La oportunidad de continuar la lucha, y posiblemente invertir la derrota de España, fue aprobada por la mayoría de los veteranos. No obstante, poco después del estallido de la guerra, el ejecutivo del PCGB, siguiendo las instrucciones del Comintern declaró que la guerra era una lucha imperialista. El secretario general, Harry Pollitt, se indignó tanto por ello que abandonó el comité ejecutivo y volvió a su antiguo trabajo de calderero[105].

Durante los debates encarnizados que siguieron en el partido comunista, Nan estuvo hospitalizada aquejada de una supuesta úlcera gástrica, consecuencia de la desnutrición, el estrés y los traumas sufridos en España y después. Salió del hospital Saint George en Hyde Park Corner, «absolutamente en desacuerdo con la “línea del partido”, pero careciendo del valor moral para desafiarla abiertamente (al igual que había ocultado la pérdida de fe cristiana ante mi familia)». Así pues, se volcó en la tarea de ayudar a España para evitar enfrentarse a su propia crisis de conciencia. Antes del pacto nazi-soviético, su vida como comunista no había tenido complicaciones morales. Había vivido convencida de que el mundo se hallaba dividido entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, en la encrucijada entre «democracia y paz, o fascismo y guerra». Acerca de España no tenía dudas: «Franco era un rebelde perjuro, ayudado por los enemigos de la democracia, Hitler y Mussolini, que estaban arrojando a Europa a la guerra». Expresó de forma concisa por qué a menudo se considera a la guerra civil española «la última gran causa». «Qué grupo tan afortunado fuimos —escribió en sus memorias— aquellos que fuimos a España, con una causa clara y simple que ha permanecido inalterada hasta hoy».[106]

Nan se volcó en ayudar a los españoles y a otros veteranos de la causa republicana que necesitaban trabajos en Inglaterra. En esto le ayudó Irene Grant, que había tenido una experiencia considerable en rescatar a judíos de Alemania y Austria. Nan y su compañera de piso, Ena Vassie, que había sido enfermera en España, acogieron a un refugiado español. Irónicamente, el hombre que se alojó con ellas resultó ser el antiguo comandante oficial de Nan de la XXXV División, Enrique Bassadone. Nan le ayudó a retomar sus estudios de medicina en Inglaterra. A ellos se les unieron, antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, Frank Ayres y su amada Anita, de Valdeganga, con la que se había casado. De hecho, el piso se convirtió en una escala para muchos voluntarios que regresaban. Aurora Fernández, que había trabajado con Nan en La Bisbal de Falset, llegó a Londres con otra enfermera española después de pasar un tiempo en el campo de concentración francés de Argelès-sur-Mer. Ella recordaría más tarde: «En el piso de Nan Green había tantas enfermeras que conocimos en España. Nos dieron una bienvenida maravillosa después de una “buena comida”. Nos llevaron a una habitación y Nan dijo: “Esto es para vosotras. Elegid lo que queráis”. Había ropa y zapatos donados por los trabajadores británicos[107]». Como el problema de los refugiados españoles disminuía, Nan se trasladó del National Joint Committee for Refugees Relief (Comité Mixto Nacional para la Ayuda de Refugiados) al Comité Parlamentario y finalmente al British Committee for Refugees from Spain (Comité Británico para los Refugiados de España), donde ayudó a encontrar trabajos para españoles exiliados y algunos brigadistas internacionales de países fascistas. Como cada vez había menos que hacer, buscó trabajos en el campo donde pudiera llevarse a sus hijos. No había escasez de trabajo pero sí de alojamiento para una madre con hijos. Puesto que Summerhill se había evacuado a la seguridad relativa de Llan Festiniog en el norte de Gales, decidió dejar a Frances y a Martin en el colegio y trabajar en Londres[108].

Para su asombro, llegó a ser encargada de la defensa contra la invasión en el ayuntamiento de Poplar, en un momento en el que había dudas sobre emplear a los comunistas en el esfuerzo de la guerra y el mismo partido estaba estudiando medidas para pasar a la clandestinidad. De hecho, la defensa civil británica durante la Segunda Guerra Mundial se sirvió todo lo que pudo de los que tenían experiencia española. Londres Central, que estaba bajo la defensa civil de Holborn y Saint Pancras, estuvo dirigido por hombres y mujeres que habían servido en la Spanish Medical Aid durante la guerra civil[109]. No obstante, aunque entonces Nan no lo supiera, los servicios secretos de la MI5 la vigilaban esporádicamente[110]. Estaba viviendo en un piso en Temple, cerca del Támesis, pero un día cuando estaba visitando a un amigo en el norte de Londres, fue destruido por un bombardeo alemán, en el que el violonchelo de George fue una de sus únicas posesiones que sobrevivieron indemnes. Se mudó a una pensión cerca de Baker Street, lo bastante cerca de las estaciones principales de tren de Paddington, Marylebone y Euston como para ser extremadamente vulnerable. Al poco de llegar, la casa fue parcialmente destruida por el fuego durante un bombardeo aéreo mientras Nan estaba refugiada en el sótano. Los desastres fueron de algún modo mitigados por las visitas al norte de Gales para ver a los niños y al abuelo Green, que estaba viviendo en Llandudno. Este había conseguido un trabajo en el Ministerio de Alimentación, que había sido evacuado allí, y se le había nombrado director de la orquesta de aficionados del Ministerio. También fue alentadora la noticia de que, a consecuencia de la invasión de Hitler el 22 de junio de 1941, la Unión Soviética era ahora aliada del Reino Unido. El tormento de las denuncias de guerra «imperialista» del partido comunista terminó. Tanto Churchill como el reincorporado Harry Pollit declararon que el Reino Unido y la Unión Soviética estaban unidas en la lucha contra Hitler[111].

Hasta finales de 1942, Nan continuó trabajando en Poplar, dedicada principalmente a realojar a las familias cuyas casas habían sido bombardeadas. En aquellos momentos sucedieron dos cosas que trajeron tanta felicidad a su vida como pueda considerarse posible en tiempos de guerra. La IBA pidió que fuera su secretaria sucediendo a Jack Brent, un veterano que había sido gravemente herido en el Jarama. Además, se fue a vivir a Battersea con Frank y Anita Ayres y una chica vasca llamada Laura de la que se ocupaban. Uniendo fuerzas con dos hombres jóvenes que vivían en el piso de arriba, crearon una especie de comuna. Uno de ellos, llamado Ted Brake, un trabajador de láminas de acero que estuvo involucrado en una huelga de la empresa de coches Austin, era un entusiasta de las largas caminatas por el campo. Nan no tardó mucho tiempo en recuperar su amor por las enérgicas excursiones campestres. Cuando una astilla de metal alcanzó a Brake en un ojo en un accidente laboral, pasaron más tiempo juntos. Durante casi dos semanas después de una operación, él apenas veía y ella le leía por las tardes. Poco después, le pidió que se casara con él. Consciente de la necesidad de seguridad para ella y sus hijos, y como no estaba dispuesta a dedicar su vida a mantener la memoria de George, tras una larga vacilación durante un par de meses, aceptó.

Nan sabía que habría poco cariño en la relación. El amor de su vida sería siempre George, pero admiraba la honestidad y seriedad de Ted. Describió sus sentimientos por él con notable frialdad: «Estaba encariñada con Ted como se puede estar con alguien con el que se ha tenido un buen gesto (leerle cuando él no podía ver). No le amaba y él rechazaba las muestras de cariño, lo que era desalentador». Finalmente decidió casarse cuando estaba sintiéndose especialmente vulnerable y sola. Había vuelto a casa tarde de una reunión política fuera de Londres. En un apagón, al salir de la estación oscura bajo una lluvia torrencial, había tropezado con una valla. «Empapada, con las espinillas raspadas, cansada y hambrienta», entró y le respondió que se casaría con él. Fueron a Llan Festioniog a contárselo a los niños, que parecieron aceptar la noticia de la manera más indiferente. No sería una relación fácil para el nuevo padrastro. Nan trató de compaginar el mantener viva la memoria de George con el dar a los niños un padre verdadero. Ni a Martin ni a Frances llegó a gustarles. Uno de los amigos de Nan le describió más tarde como «un hombre sin personalidad». Quizá por eso, los inevitables celos de Ted hacia George aumentaron. En sus memorias, Nan da la impresión de que no supuso mucho más que un matrimonio de conveniencia, que a ella le proporcionaba compañía y a los niños un padre sustituto. Se propuso mantener su independencia dentro del matrimonio, pagando la ropa y el colegio de los niños de sus propios ingresos. Dadas sus distintas obligaciones en la protección civil, apenas coincidían por la noche en casa. Ted estaba de artillero en el cuerpo de voluntarios en una unidad antiaérea en Hyde Park tres noches por semana y Nan de telefonista en el sistema de alerta de bombardeos aéreos de Poplar[112].

Sus actividades en la IBA y su trabajo en la protección civil la mantenían más que ocupada. El papel de la Unión Soviética en la batalla de Stalingrado y del Ejército Rojo, barriendo al enemigo hacia el oeste, le devolvió su fe en el comunismo. «Nuestra admiración y amor por el heroico pueblo soviético crecía y crecía». Cualquier duda que perdurase sobre los juicios de depuración de los años treinta y el pacto nazi-soviético se disipó. Sin embargo, como aclaró más tarde, permanecían muchas dudas: «El mal sabor que quedó después de las “confesiones” se esfumó: confesaron, bien; luego tuvo que haber algo, y en cualquier caso, lo había dicho la Unión Soviética». Fue la lectura, en los años setenta, de La confesión de Artur London lo que le permitió darse cuenta del todo de cómo se amañaron los juicios. No obstante, en 1945 sólo sintió «júbilo por las victorias del Ejército Rojo». Aquella alegría no la distrajo de su profunda preocupación por la persecución de los izquierdistas en España, por la suerte de los españoles exiliados al igual que por los antifascistas europeos que habían luchado en las Brigadas Internacionales y se vieron forzados al exilio. La IBA, junto con los sindicatos británicos, continuó recaudando fondos para ellos y buscando la ayuda de diputados y de otros personajes públicos. Nan era infatigable, editando y produciendo físicamente una revista mensual, Spain Today. También estaba involucrada en la traducción y la reproducción de un boletín de información regular sobre la lucha contra Franco que publicaba el club español para exiliados de Londres[113].

Nan se alegró de la victoria laborista en las elecciones del verano de 1945. «Estábamos en el mundo de la posguerra, un mundo lleno de alegría y alivio por la derrota del fascismo, pero sin tiempo para descansar o detenernos para llorar por los muertos: la tarea en toda Europa era la de reconstruir, reparar el daño brutal sin sentido ni razón que se le había hecho al trabajo de las manos del hombre, a la economía, a la agricultura y, sobre todo, a los hombres y las mujeres, a las familias, a las gentes sin hogar».[114] Su contribución a este proceso consistió en su trabajo para España y los refugiados españoles a través de la IBA. Fue un trabajo duro. Le contó a Aileen Palmer: «Estamos en un torbellino de actividad ahora, intentando revivir algo del sentimiento de lo que se le llama “los viejos tiempos de España”. Tal sentimiento general por la libertad en España existe, pero no se le moviliza». En calidad de secretaria suplente, el trabajo de intentar movilizar el interés recayó sobre ella, y en consecuencia, «apenas sé quién soy al final del día». A un camarada sueco le escribió: «Hay cierta tendencia aquí entre nuestro movimiento obrero de dar a España por sentado, por decirlo de alguna manera, y de pensar que, como todo el mundo está a favor de romper las relaciones con Franco y de la libertad de los españoles, no es necesario hacer nada».[115] Ella y Ted vivían en un piso en Shipley House en el Larkhall Estate, en Clapham, donde organizaban grupos de discusión política entre los residentes. Sus hijos finalmente habían vuelto a casa y asistían al Battersea Polytechnic. El trabajo en la IBA era una lucha cuesta arriba. El ambiente de la guerra fría rápidamente frustró cualquier esperanza de que las grandes potencias se volvieran contra Franco.

A finales de 1945, el gobierno polaco invitó a la IBA a enviar una delegación a una ceremonia para los brigadistas internacionales polacos. Los voluntarios polacos habían sido castigados por el régimen de Pilsudski, despojándoles de su nacionalidad. Ahora en un acto de desahucio se les devolvían sus pasaportes y se les condecoraba por su servicio en la lucha antifascista. En calidad de secretaria de la IBA, fue elegida junto con el veterano escocés, Tom Murray, para viajar a Varsovia. Se quedó horrorizada por la destrucción que vio, con la gente viviendo entre los escombros de los que aún no habían retirado a los muertos. También visitó Auschwitz, y se sintió desolada por lo que vio. Al mismo tiempo, escribió a su amiga, la enfermera australiana Aileen Palmer, que su experiencia polaca había sido «terrible». Se encontró con muchos exbrigadistas que había conocido en España. El ambiente en Polonia le recordaba a las historias que contaban los delegados que fueron a la nueva Unión Soviética alrededor de 1923, que se encontraron con condiciones empobrecidas, destrucción, hambruna… pero también con aquel aire de entusiasmo, energía y confianza que suplía todo lo demás. «Era como Madrid, si eso lo explica mejor».[116] Se marchó de Polonia el 24 de noviembre, en un avión que llevaba a algunos de los delegados de las Brigadas Internacionales de Europa occidental. Aterrizaron en Berlín, donde el mal tiempo les obligó a permanecer durante dos días. Tras salir hacia París el 26 de noviembre, uno de los motores se incendió y tuvieron que realizar un aterrizaje de emergencia en un aeródromo cerca de Magdeburgo, en la zona ocupada por los soviéticos en Alemania. En aquel momento el Ejército Rojo apenas había empezado a retirar las minas que habían dejado los alemanes. Tardaron dos días en hacer las reparaciones necesarias y repostar, pero pasaron otros doce días antes de que la burocracia soviética les permitiera salir y continuar el viaje. Durante la estancia en el cuartel del Ejército Rojo, se quedó impresionada por el comportamiento primitivo de los reclutas rusos —«unos tipos con aspecto campesino y extremadamente groseros», incapaces de utilizar los retretes alemanes y empeñados en violar a las mujeres—, pero quedó encantada con la exquisita cortesía de los oficiales[117].

Cuando finalmente llegó a París, se dirigió a Toulouse, pero llegó demasiado tarde para asistir a la sesión plenaria del Comité Central del Partido Comunista de España, celebrada en la Salle Gaumont el 5 de diciembre de 1945. Haber sido invitada a aquella reunión histórica fue un enorme privilegio y un tributo tanto a su trabajo con la IBA como a su papel durante la guerra civil, y al hecho de que fuera uno de los pocos militantes del partido que podía asistir y que hablaba un español excelente. Era la primera vez desde el 23 de mayo de 1938 en la que el partido español pudo celebrar un pleno de su comité central. La secretaria general del PCE, Dolores Ibárruri, la Pasionaria, había vuelto de su exilio en Rusia para hacerse cargo del PCE, con la convicción de que la caída de Franco era inminente. En el pleno, el PCE adoptó la política de promover la guerra de guerrillas con la esperanza de encender la chispa que provocara una lucha popular más amplia, para aprovechar la aparente hostilidad internacional hacia el régimen. Supuso un gran honor que Nan fuera invitada como uno de los delegados extranjeros —lo que sugiere que su trabajo en la IBA le había hecho sobresalir más dentro del PCGB de lo que se puede deducir de los comentarios indirectos de sus memorias—. También había sido invitada el 9 de diciembre a la celebración del cincuenta cumpleaños de Dolores Ibárruri. A pesar de que llegó un día más tarde, pudo darle a la Pasionaria un pañuelo de cabeza pintado a mano que se había traído de México. Pasó algún tiempo con Dolores y otros líderes del PCE, incluido Santiago Carrillo, en las oficinas gélidas en que trabajaban con abrigo y guantes. Enrique Líster, vocal del buró político del PCE a cargo de las operaciones, se ofreció a llevarla cerca de la frontera a una base de la guerrilla. A pesar de que le garantizó su seguridad, ella sintió que ya había estado demasiado tiempo fuera y partió hacia Londres, donde tras un viaje muy frío, llegó el 18 de diciembre[118].

El trabajo de Nan en la IBA se concentró aún más en los esfuerzos por salvar las vidas y la libertad de los militantes de la oposición a Franco. La oposición al régimen todavía se consideraba rebelión militar y era juzgada por un tribunal militar. La IBA procuró recaudar dinero para mandar abogados británicos e intérpretes a los juicios como observadores. Su presencia al menos sirvió para impedir algunas de las prácticas más aterradoras de los juicios, en las que un gran número de hombres eran acusados, juzgados y sentenciados colectivamente. En octubre de 1946 Nan fue a España y visitó la cárcel de mujeres de Ventas, cerca de la plaza de toros de Madrid. Era tristemente célebre por la considerable masificación, por el alimento deficiente, por los niños y los bebés detenidos con las prisioneras. De las alrededor de mil presas, la mitad estaban detenidas por razones políticas. Estas mujeres a menudo eran sometidas a palizas y torturas. Tres mujeres, la maestra Isabel Sanz Toledano, la mecanógrafa Consuelo Alonso y la científica M.ª Teresa Toral, habían dado ropa y comida para los presos, por lo que fueron acusadas de crear una organización para ayudar a los prisioneros políticos. La diputada laborista Leah Manning, junto con la secretaria católica de Save the Children Fund (Fondo Salvemos a los Niños), Monica Whately, decidieron ir para comprobar las condiciones en que estaban retenidas. Leah Manning, que había sido una ferviente observadora de los hechos en España desde la represión que siguió al levantamiento de Asturias en octubre de 1935, puso a prueba las declaraciones del gobierno español de que no había nada que esconder sobre el régimen carcelario[119]. (Curiosamente, cuando M.ª Teresa de Toral recobró su libertad en los años 50, se exilió en México, donde se casó con Lan Ademian, íntimo amigo de Margarita Nelken, quien estuvo a punto de casarse con la hija de esta; pero Magda de Paúl Nelken había muerto prematuramente en el año 54).

Invitaron a Nan para que fuera su intérprete. Los servicios de seguridad españoles hubieran impedido que se le concediera el visado de haber sabido sus servicios como voluntaria de la República. Evitó la inspección viajando como Mrs. Brake. Aurora Fernández le escribió desde Checoslovaquia: «Fue muy emocionante saber que Mrs. Brake va a ir a España o probablemente ya esté allí cuando recibas esto. Por supuesto, es una de las mejor cualificadas para hacerlo, no sólo por su magnífico historial de trabajo continuo para España, sino también porque es una buena oradora y posee una personalidad encantadora, lo cual la convierte en una enviada capaz. Por favor, no tomes todo esto como un insulto a su modestia. Lo digo tal y como lo siento; no sin cierta nostalgia y envidia de que esté haciendo mucho más que yo, una española».[120] A Nan le afectó profundamente el regreso a Madrid: «Mi corazón se convirtió en un puño apretado y empezó a golpearme el pecho según íbamos en coche desde el aeropuerto a la ciudad». Había conocido la capital española durante la guerra civil, donde en la austeridad compartida y la esperanza colectiva la población sitiada había rechazado a las columnas de Franco. Nan se quedó impresionada por las esvásticas pintarrajeadas en las paredes y las brutales diferencias de la España de Franco, las mujeres e hijos de los vencidos mendigaban las sobras mientras la clase media bien vestida frecuentaba ostentosamente tiendas caras, restaurantes y clubes nocturnos. «La gente está viviendo en cuevas en las mismas afueras de Madrid. Están viviendo en los sótanos de edificios bombardeados e incluso en las trincheras que todavía existen en la Casa de Campo. Y los mendigos piden comida, no dinero, mientras los ricos cenan todas las noches festines a precios increíbles, que te dejarían con los ojos abiertos de par en par». Soldados armados, guardias civiles y policías patrullaban la calle. La delegación se encontró con un miembro de la resistencia socialista que dijo: «Nos sentimos abandonados por la democracia británica». Nan se sintió fatal cuando tuvo que traducir la réplica de Leah Manning de que Ernest Bevin estaba «esperando una señal de los españoles» y el español soltó: «¿Cómo puede un hombre hacer una señal cuando está atado de pies y manos?». Para disgusto de la embajada española, Nan escribió un artículo sobre las condiciones de las cárceles españolas a su vuelta al Reino Unido[121].

La casa de Nan era una casa abierta para los exbrigadistas internacionales. Conservaba la fe en la causa de la República española, pero en la guerra fría eso conllevaba combatir los esfuerzos de los que querían mancharla. «La causa española, que todavía era mi responsabilidad principal en el partido, permaneció (y permanece) intacta a pesar de la deserción del “dios-que-fracasó” de aquellos intelectuales que se dieron cuenta de que no podían sostener sus convicciones y se pasaron los siguientes años justificando su debilidad. Y más tarde, los extremistas de izquierdas del “o-todo-o-nada” que escribieron libros, artículos, etc. sobre la “traición” a la revolución española por parte del Partido Comunista de España y de la URSS, por haberse esforzado en crear y mantener al Frente Popular». Para ella, Arthur Koestler, al igual que George Orwell y otros que renegaron de su antiguo apoyo a la República española, era «uno de los malditos[122]».

Lo que Nan percibía, pero no podía saber, era que la CIA estaba montando una operación para promover a la izquierda no comunista como parte de una ofensiva cultural («la fundación teórica de las operaciones políticas de la agencia contra el comunismo a lo largo de las dos décadas siguientes»). Dado que la lucha de la República española seguía siendo una joya en la corona del comunismo, se llevó a cabo un intento deliberado de descalificarla. Un elemento clave en aquella guerra cultural fue la compilación del libro colectivo, The God That Failed (El dios que fracasó). Inspirado por Arthur Koestler, y editada por Richard Crossman, fue concebida como una operación de guerra psicológica. En el libro seis intelectuales confesaban su pasado comunista y cómo habían sido traicionados. Tres de ellos, Arthur Koestler, Stephen Spender y Louis Fischer, habían estado en España[123]. Si Nan leyó la contribución de Spender, sólo pudo indignarse acerca de su opinión sobre las Brigadas Internacionales. Entre otras cosas, dio credibilidad al extraño punto de vista del conservador británico sir Arthur Bryant de que «los españoles de cualquier bando odiaban a los intervencionistas que corrieron a ayudarles incluso más que a sus oponentes españoles». Al menos en sus memorias, publicadas poco después, Spender se atuvo a la valoración laudatoria de George Green que había hecho en 1937[124].

Nan también estuvo involucrada en el Movimiento Mundial por la Paz, una organización patrocinada por la Unión Soviética. Trabajó con el Comité Británico por la Paz, tanto recogiendo firmas para una petición contra la bomba atómica como organizando una conferencia mundial que se iba a celebrar en Sheffield. Tras un esfuerzo titánico, preparando desde el alojamiento de los delegados hasta la señalización de toda la ciudad y la organización de las comidas de los diversos grupos étnicos representados, el congreso tuvo que ser cancelado porque el gobierno laborista empezó a impedir a los delegados la entrada en el país. Fue trasladado a Varsovia, aunque antes de que comenzase la complicada tarea del traspaso, se inauguró el encuentro simbólicamente durante un día. Nan tuvo el placer de saludar a Pablo Picasso, que había ido a Sheffield. Su discurso fue corto: «Mi padre era un pintor de animales y aves y, a medida que yo crecía, fue permitiéndome que pintara las patas de las aves. Qué orgulloso estaría si supiera que mis dos modestas palomas han dado la vuelta al mundo».[125]

Por aquel entonces, empezó a tener pequeñas fisuras en su fe comunista. Retrospectivamente, haciéndose eco de forma inconsciente de una de las cartas de George, escribió sobre «el olvido de la fe ciega» a «rachas hasta 1953». Se quedó perpleja por el tema de las llamadas «novias rusas». No podía comprender por qué la Unión Soviética no permitía a las mujeres rusas que se habían casado con británicos o extranjeros durante la Segunda Guerra Mundial acompañar a sus maridos de vuelta a sus países. Incluso más penoso porque ella misma se vio involucrada personalmente, fue un asunto que surgió de la hostilidad de la Unión Soviética al régimen de Tito en Yugoslavia: le ordenaron disolver un comité de frente amplio de Amigos de Yugoslavia, que en su mayoría estaba dirigido por militantes comunistas. Con sumo pesar, obedeció persuadiéndose de que sólo se trataba de una respuesta temporal a un desacuerdo pasajero dentro del comité. Su amiga Leah Manning se dio cuenta «con infalible claridad», y me dijo que estaba siendo «poco sincera». No fue hasta muchos años más tarde, con su habitual rectitud, cuando se vio obligada a escribir a Leah Manning para reconocer que no había sido honrada. En aquel tiempo, cualesquiera que fueran sus recelos, se los guardó. Fue capaz de aferrarse a sus convicciones comunistas porque estaba inmersa en un trabajo tan evidentemente valioso en el movimiento por la paz. Después del éxito del Congreso Mundial por la Paz en Varsovia, Nan fue nombrada organizadora del Consejo de la Paz de Londres. Su papel en la IBA lo suplió Alec Digges.

Como resultado de ello, en 1952 terminó yendo a China, ya que el Partido Comunista de China había pedido al PCGB que le facilitara ayudantes técnicos para organizar un congreso de paz de Asia y las regiones del Pacífico. Viajó a través de la Unión Soviética hasta Pekín, donde quedó absolutamente encantada con las vistas, los aromas y, sobre todo, la gente. Las autoridades chinas quedaron lo bastante impresionadas con su trabajo como para pedirle que volviera para crear un Centro de Paz permanente en Pekín[126]. Dado que Martin estaba haciendo el servicio militar y Frances se había casado, estaba dispuesta a aceptar. En cualquier caso, tenía muchas ganas de salir del ambiente conflictivo del Consejo de la Paz de Londres. Las implicaciones de dejar a su marido se eliminan con sorprendente rapidez en sus memorias, que están marcadas en su conjunto por la quizá comprensible cobertura superficial de los temas emocionales. Su único comentario fue: «Ted no diría sí o no». De hecho, él se quedó en Londres y cuando ella regresó a China, no había ningún empleo real para Nan y se pasó la mayor parte de 1953 realizando trabajos esporádicos de traducción.

Cuando finalmente perdió las esperanzas de que el trabajo en Pekín se materializara, regresó a Londres para descubrir que le pedían que volviera a China para trabajar en las publicaciones en inglés y español de las Ediciones en Lenguas Extranjeras. No quiso vivir sola en China y esperaba salvar un matrimonio que se moría del desgaste, de aburrimiento. Dejó claro que no iría China a no ser que Ted fuera con ella. Puesto que hacía tiempo que había decidido que no quería pasarse el resto de su vida como trabajador de láminas metálicas, finalmente decidió acompañarla. En Pekín, Ted editó la revista en inglés de la Federación Sindical de toda China. Después de una batalla por los servicios de Nan entre dos organizaciones, trabajó con la revista China Reconstructs. Aprendió el idioma, viajó a lo largo y ancho del país y se convirtió en una entusiasta de la forma en que la revolución china había mejorado masivamente las condiciones de vida de la gente corriente[127]. Mientras estaba allí, el mundo comunista se convulsionó por las revelaciones de Nikita Jruschov de los crímenes de Stalin en su discurso al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. A Nan, como a muchos otros comunistas, le provocó una devastadora reconsideración de todo en lo que habían creído y les había mantenido en la actividad política. «Para mí, muy lentamente, fue como si me quitaran una piedra del corazón». Su fe en la visión comunista recibió otro golpe durante un viaje que hizo al lejano noroeste. Cuando llegó a la frontera chino-soviética, se horrorizó al ver a los centinelas armados enfrentados unos a otros en hostilidad manifiesta[128].

En 1958 había ahorrado suficiente dinero para permitirse visitar isla Mauricio, donde su hija Frances vivía con su marido nativo y sus tres hijos. Con la invitación de un militante antiapartheid, Cecil Williams, el viaje iba a incluir también un posterior viaje a Sudáfrica. Viajó a isla Mauricio en escalas, con paradas en Rangún, Calcuta, Bombay, Karachi, Adén, Nairobi, Madagascar y Reunión. «Calcuta y Bombay eran estremecedoras. Nunca había visto tal pobreza, miseria y sufrimiento. Las aceras estaban atestadas de gente acampada, reunida alrededor de los surtidores de la calle para conseguir agua: la gente yacía dormida (¿viva o muerta?). La angustia de las oscuras manos huesudas que se asomaban dentro de las ventanillas del coche siempre que se detenía en un semáforo, acompañados de suaves sollozos en busca de caridad…»[129] En enero de 1959 llegó a Johanesburgo y comenzó una gira clandestina. Intervino en veintisiete encuentros en dos semanas, todos organizados con asombrosa eficacia bajo las narices de la policía secreta. Habló en los municipios y en las fábricas y consiguió asistir a un juicio en Pretoria. Conoció al presidente del Congreso Nacional Africano, el jefe Albert Lutuli, a Joe Slovo, del Partido Comunista de Sudáfrica, a Winnie Mandela y a muchos militantes antiapartheid. Fue una experiencia profundamente conmovedora para ella. Más tarde escribió: «La humillación de tener que usar puertas, ascensores, mostradores en las oficinas de correos y bancos del parque sólo para blancos me crispaba. Pero con ayuda de nuestros amigos me fue posible burlarme al final del gobierno». Concedió una entrevista al progresista Rand Daily Mail con la condición de que no se publicara hasta que ella estuviera a salvo fuera del país. Las autoridades se enfurecieron cuando apareció un artículo que empezaba «Una comunista británica ha estado viajando por Sudáfrica». Volvió a isla Mauricio y pasó algún tiempo con Frances y su familia[130].

A su vuelta en Pekín, Nan descubrió que tenía hepatitis. Estuvo enferma cerca de dos años. La convalecencia le dio tiempo para reflexionar sobre el conflicto chino-soviético. La admiración china por la revolución rusa estaba siendo sustituida por una creciente hostilidad a todo lo ruso. Estaba perpleja por la escalada de propaganda antisoviética que se convertía en la norma. Por aquel entonces Ted Brake decidió volver a Londres. A pesar de que seguían siendo amigos, nunca habían estado muy unidos en su matrimonio y ahora su relación estaba acercándose al fin. Mientras dudaba entre quedarse o marcharse, la presionaron para que abandonase el PCGB prosoviético y obtuviese la nacionalidad china. Esto le decidió a volver a Londres. Puede que tuviera dudas acerca del movimiento comunista internacional, pero no estaba preparada para renunciar a todo lo que había sustentado su pasado. Se marchó a Londres; Ted Brake se quedó en China un año más. Cuando finalmente regresó a Inglaterra, se separaron y terminaron por divorciarse en 1973.

A la vuelta de China, a finales de 1960, regresó a su trabajo de secretaria de la IBA y también comenzó a trabajar como editora en la editorial del partido comunista, Lawrence & Wishart. Ahí preparaba los originales para su publicación e hizo algunas traducciones. En 1963 tradujo un libro de dos españoles comunistas, José Sandoval y Manuel Azcárate, 986 días de lucha, que fue publicado en el Reino Unido como Spain 1936-1939 (Londres: Lawrence & Wishart, 1963). En 1962, durante la oleada de huelgas en Asturias, volvió a España para servir de intérprete a la delegación del Sindicato Nacional de Mineros británico, que ayudaba económicamente a los huelguistas. La IBA trabajaba activamente en aquel período recaudando dinero para enviar observadores que asistieran a los juicios de prisioneros políticos amenazados con la pena de muerte, sobre todo Julián Grimau y Marcos Ana[131]. También a finales de 1963 y principios de 1964, Nan recaudó material y dinero para una exposición sobre la guerra civil bajo el título de «España lucha por la libertad». Inicialmente pensada para ser pequeña, móvil y portátil, se convirtió en una empresa a gran escala dada la riqueza de fotografías, carteles, documentos y otras reliquias con las que la IBA se vio inundada[132].

Siguió trabajando en Lawrence & Wishart hasta 1972, y de forma creciente sus pensamientos volvieron a España. En 1970 publicó un artículo notable en la revista periódica del partido. Escrito con viveza, era un testimonio lúcido del papel de los británicos en la guerra civil española desde un punto de vista comunista[133]. El 15 de mayo de 1974, Nan Green era elegida Caballero de la Orden de la Lealtad a la República española por el presidente de la República en el exilio[134]. En 1976 el Grupo de Historia del partido comunista le encargó escribir, con Alonso Elliot, el folleto Spain against Fascism 1936-39. Some Questions Answered[135]. Su trabajo con la IBA continuó hasta el mismo final. Los acontecimientos de Checoslovaquia en 1968 y la invasión soviética de Afganistán fueron elementos que minaron su «fe ciega», pero nunca rompió con el PCGB. Desde luego, nunca dio muestra pública alguna de sus dudas. Dedicó un tiempo considerable a la catalogación inicial del nada despreciable archivo de materiales del batallón británico y de la IBA[136]. En una carta escrita en 1971 comenta: «Ahora tengo más de 1000 piezas catalogadas para el archivo, pero todavía hay armarios llenos por hacer y he tenido que parar por el momento, porque mi nieta, que está viviendo conmigo, acaba de tener un bebé (haciéndome bisabuela)».[137] Finalmente donados a la Marx Memorial Library, donde Tony Atienza realizó la clasificación completa, aquellos archivos y documentos bien ordenados son, en sentido real, su monumento, un testimonio tanto de su compromiso a la causa de los republicanos españoles como a su habilidad organizadora y su capacidad para el trabajo duro.

En sus últimos años comenzó a escribir sus memorias y concedió entrevistas acerca de su vida. Escribió que había «olvidado la fe ciega», una referencia a la sacudida que sufrieron sus convicciones por el pacto nazi-soviético, las purgas estalinistas, el conflicto chino-soviético y otras revelaciones sobre el sistema soviético. No obstante, su compromiso básico con los ideales comunistas nunca se tambaleó y nunca perdió la fe en la lucha antifascista en España. Se había pasado la vida adorando la memoria de George. Ahora hablaba más abiertamente acerca de él y de su creencia en que su muerte estaba justificada por la causa por la que ambos lucharon. En agosto de 1976 concedió una larga entrevista que se depositó en el Imperial War Museum. «Nunca había podido compadecerme de él porque estaba haciendo lo correcto. Todos lo sentíamos. Tuvimos este privilegio de estar… directamente en la carretera principal de la historia en la causa justa. Y desde entonces no ha habido nada parecido, tan perfecto, tan blanco y negro y tan bueno y saludable. Y él estaba haciendo eso. Y estaba seguro de que ganaríamos. Y estaba seguro de que los franceses iban a mandarnos las cosas. Y él estaba con el batallón. Así es como murió. Siento que no viera a los niños. Pienso en ello incluso cuando veo a los nietos. Lo siento por mí porque he sufrido una gran soledad por él. Pero no puedo sentirlo por él. No puedo sentirlo por ninguno de ellos, porque murieron con la seguridad de que iba a ocurrir… ya sabe, de que estaban haciendo lo correcto y de que iban a salvar al mundo de la guerra».[138]

A lo largo de su vida había tratado de ser una buena comunista y una buena amiga de las personas que la rodearon. Era entregada y muy trabajadora en cualquier cosa que hiciera. Los que trabajaron con ella la recuerdan siempre tranquila, siempre serena y servicial, a pesar de que a medida que su artritis avanzaba, podía ser bastante irritable. En 1973 escribió una carta cortante a Fredericka Martin, que estaba recopilando información sobre la contribución americana a los servicios médicos de las Brigadas Internacionales. Tras una serie de cartas afectuosas y útiles en las que respondía a las peticiones de Martin, la última de la serie fue brusca y territorial: «Tu lista de las enfermeras inglesas es incompleta e incorrecta. Enviamos 44 enfermeras, 120 conductores de ambulancias y 17 o más médicos a España. Pero, como entiendo que estás escribiendo una historia de los servicios médicos americanos, no veo para qué quieres los ingleses. Escribiremos la nuestra a su debido tiempo». Y terminaba: «Atentamente, Nan Green», cuando solía hacerlo en las anteriores con un «¡Salud!», o alguna otra referencia a España, y simplemente «Nan[139]».

No cabe duda de que su trabajo en China, en el movimiento por la paz y en la IBA estuvo siempre inspirado por lo que había ocurrido en España y por los recuerdos de George. Su tiempo en España y su amor por George fueron los puntos culminantes de una vida plena. En 1978 le dijo a la periodista Judith Cook: «Me gusta pensar que murió lleno de confianza. Creo que fue una buena forma de morir. Él creía que tenía que salir bien. Hacía lo que creía que tenía que hacer y confiaba en que los republicanos vencerían. Así pues, no lo siento por él, un hombre joven que murió a los 34 años, haciendo lo que él deseaba y sintiéndose seguro de la victoria. Así que he aquí un joven que siempre estuvo lleno de confianza… Nunca lo lamentaré. En cuanto a George… bueno, murió como un pájaro que muere volando. Simplemente sigue volando».[140] Nan murió a los setenta y nueve años, el 6 de abril de 1984[141]. En 1986 su hijo Martin llevó sus cenizas a España y las esparció cerca de la posición en que había muerto su marido.