Ha pasado un año, desde que fui, no sé si premiado o castigado, con la extirpación de chip DMR, devolviéndome de paso, todos los recuerdos. Sobre todo a ella.
—Me enamoré de ella y lo primero que hice fue dañarla.
—Creo que si viera la exposición que has armado en el centro, te perdonaría sin rechistar.
Ahogo una carcajada y me giro para guardar el conjunto gris que Jairo me da, con éste ya son cuatro pijamas idénticos. Él no tiene idea.
—De hecho, lo más probable es que acabara huyendo en cuanto pisara el suelo del lugar.
Mi compañero de cuarto se rasca la cabeza y luce perdido. ¿Puedo culparle? Ni siquiera yo soy capaz de entender.
—Me parece un lindo detalle, esos ojos violetas son…
—Únicos —le digo, recordando la primera vez que los vi. Yo estaba en una de mis excursiones en el bosque, las agendaba una vez al mes.
Ahora es tarde, ya que ella se ha ido. Ella se ha ido y no hay nada que pueda hacer al respecto.
Tampoco es realmente una exposición, soy el encargado de la publicidad de un par de prestigiosas tiendas, puede que haya abusado de la inspiración que me provoca mi musa, ojos violetas por aquí y por allá. De hecho, hace poco renuncié a “69 F”. Una tienda de juguetes sexuales para satisfacer a los de mi especie e implementar a las Meretrix.
No se sentía bien.
—Sécate la cara —dice apuntándome con el dedo. Ahora está menos relajado, lo que está bien, entendiendo la situación en la que estamos metidos—, y asegúrate de quemar la ropa una vez que acabes.
—Lo haré —le aseguro y él se queda un poco más tranquilo—. Intenta relajarte, toma una leche caliente y añádele valeriana.
—¿Quieres que me duerma rápido, eh? Algo como esto no se puede olvidar.
Por supuesto, eso no es realmente cierto y ambos lo sabemos, mañana despertará sin cargos de consciencia y yo… Yo también. No porque lo olvide, sino porque recordarlo me hace feliz.
Horas más tarde, la noche cae y estoy en la cabaña, de regreso al inicio de todo. He encendido una fogata para destruir las evidencias. Observo las brazas chamuscarse y no deseo que acabe nunca, no quiero que mis ropas dejen de arder ni que el fuego se acabe.
Necesito de esto, de este fuego purificador que elimina todas las evidencias de un asesinato que nadie recordará, que quedará inmune, que aliviará en algo mi conciencia.
Soy como el hombre al inicio de los tiempos, antes de la locura feminista, antes de la peste que arrasó con la humanidad, vuelvo a mis orígenes, al génesis, soy como Caín, que mató a su hermano y el tener las manos manchadas de su sangre, me sabe a gloria.
Aitor debía morir, no podría seguir viviendo si él siguiera respirando.
—Aya —suspiro, pensando en la dueña de mis risas, de mis noches y mataría por meterme en su cabeza. Ella no me recuerda, pero tal vez lo hace en sus sueños.
¿Me recordará en ellos? ¿Apareceré en sus pesadillas o ni siquiera merezco eso?
Intento continuar con mi vida, día a día, hora tras hora, pero no es tan fácil, porque estoy condenado a no olvidar. Esto que siento: una sensación de impotencia que bulle en mis entrañas, carece de remedio porque no se trata de una enfermedad.
No tiene cura.
Hay tanto que ver, tanto que analizar. Pienso en el ayer, pienso en ella, también pienso en mi madre. Sobre esta última, en ocasiones fantaseo con ahorcarla mientras duerme o meterme de noche a esa ciudad que tanto defiende, que tanto protege de las “bestias” que tiene por hijos. O tenía.
No comprendo por qué lo hace. De todos modos no puedo simplemente asesinarla, ella es la única capaz de cambiar nuestros cerebros, ella es la única que decide quién puede y no puede olvidar.
Hace poco encontré su libro de crónicas, me encantaría saber si Aya lo leyó, si alcanzó a comprender algo de esto, de este loco mundo. Como decía, encontré el libro, estaba junto a mi diario, mis recuerdos, y ella. La señorita Sonnenschein, mi Aya.
La parte más difícil de seguir viviendo, es saber que no puedo hacer nada, teniendo la certeza de que iría por ella, haría algo si eso estuviera en mis manos, pero no hay opciones. Mi camino ya fue trazado.
Me resigno pensando en lo mucho que la amo, y que prefiero mil veces resignarme a no tenerla, que saberla mía muerta en vida. No, no podría. Yo vi sus ojos, sólo horas después de que el bastardo de mi hermano la violara, vi sus piernas ensangrentadas bajo el vestido. La vi pedir la muerte mientras yo me aferraba a la vida, porque ella fue vida para mí, Aya trajo esperanza a mis mañanas.
Por eso me sienta tan bien esta muerte, esta fogata, estas ropas. Soy consciente de que un asesinato puede ser considerado un acto irracional, más animal que humano. Tal vez llegado el momento, termino por convertirme en esa bestia que ella tanto teme, en ese hombre que Aitor le enseñó a aborrecer.
—Por fin llegas —le digo a Evian, cuando lo veo entrar.
—Fue difícil fugarme —reclama mi tío, ese engendro que se hace llamar papá.
—¿Irónico, no te parece? Sobre todo teniendo en cuenta que eres el dueño de la ciudad.
Evian me mira al principio enajenado, pero luego se detiene como sopesando las palabras que va a decir y al final, opta por sentarse en el tronco que está a mi lado. Su cabello claro cada vez que la luz de las llamas rebotan en él. Es curioso que no lo notara antes, ambos parecemos una proyección del otro, ambos “debemos” recordar todo, entonces pienso que compartimos mucho más que el color de cabello. Incluso el asco por Adel.
—Debes estar triste, acabas de perder un hijo.
—Me gusta pensar que era mi sobrino
—Él era un monstruo —tomo una rama y comienzo a revolver los escombros—. Merecía morir.
—Nadie merece morir Irah, pero en esta ocasión, tienes algo de razón, así que intentaré aplazar el momento que Adel se entere de la verdad.
—Ella va a matarme.
No estoy asustado, sólo destaco lo obvio.
—No lo hará, necesita un heredero, y me temo que Aitor padecía la demencia que atormentaba a nuestros ancestros.
—¿Qué has hecho con el cuerpo?
—Lo mismo que hace tu madre con nuestros niños defectuosos.
—¡Aitor era defectuoso, debió morir ahí, al momento de nacer! —la rama se quiebra en mis manos—. No tenía que hacerlo yo, este era su trabajo.
—Aitor era hijo de su madre.
—También lo soy yo, su maldita sangre corre por mis venas, sucia y envenenada. ¿Cuándo demonios va a parar?
—Pronto, pero no está en ti acelerar el proceso. Llegado el momento, tú gobernaras y podrás hacerte responsable de tus actos y los del resto, si quieres…
Sé lo que me está pidiendo, que tenga paciencia, que espere, y en el fondo sé que tiene razón, así que asiento, pero saber que hago lo correcto no aminora el dolor. Porque el dolor no se va, ni se acaba, sólo muta.
Hoy viendo hacia el pasado, recuerdo aquella vez en que nos sentamos por horas sobre mi tejado, esperando el amanecer, Aya se quejaba porque no había nada de interesante. Ingenua, no tenía idea que la miraba a ella.
No soy tonto, sé que me ha olvidado, sé que no le hago bien. Pero sólo porque no pueda no significa que vaya a renunciar a ella.
Incluso ahora, existen ocasiones como esta, en las que me escabullo a la cabaña en medio del bosque, siempre con la esperanza, siempre con el anhelo.
Pidiendo perdón, dando las gracias y ofreciendo un favor antes que el día acabe.
—Nunca estarás lo suficientemente lejos, como para que mis recuerdos no te alcancen.
***
Llego a la cabaña cerca del medio día. Había planeado este fin de semana con un mes de antelación, después de pasar más de dos años sin vacaciones. Mantenerme ocupado los siete días de la semana era la vía de escape perfecta y menos sospechosa para huir del dolor de los recuerdos tristes, de esos ojos violetas.
Ese era mi plan, matarme trabajando y como actividad extracurricular, aprender sobre la organización y administración del Estado. Por supuesto mi cuerpo tenía otros planes y el mes pasado, comenzó a mostrar los primeros signos de cansancio, motivación suficiente para tomarme un fin de semana libre. Sí, unas maravillosas vacaciones forzadas en mi infierno personal. La cabaña del bosque, lugar puedo ahogarme en delirios autocompasivos. Aunque en mi defensa, debo decir que si mi tío no me hubiera dado la orden-amenaza, seguiría en La Große, rompiéndome el lomo.
Lo sé, debo parecer patético probablemente lo soy. Tengo veinticuatro años y sigo recibiendo órdenes de Evian Levi, pero el cabrón sabía muy bien cómo manipularme. Había ayudado a encubrir la muerte de Aitor, dos años atrás, eso es suficiente para obligarme hacer cualquier cosa.
Sobre la muerte de Aitor, me gusta pensar que fue una “falta”, un trabajo sucio y necesario que alguien debía ejecutar, quiero decir, le hice un bien a la humanidad, no es realmente un asesinato, no soy como los bastardos de La Große que se me meten con seres indefensos. Yo exterminé una bestia, ni más ni menos.
Evian siempre ha sido un manipulador de primera, así que cuando amenazó con contarle a la bruja la verdadera razón detrás del desafortunado accidente de mi hermano, en el que falleció calcinado, preferí acatar su “in-vi-ta-ción” de venir a pasar unos días al bosque. Era eso o enfrentarme a la ira de Adel, sinceramente no me apetecía esto último. No cuando debía mantenerme a salvo para lograr mi último objetivo.
Adel, ese es otro obstáculo con el que tengo que lidiar a diario. Ella dice que somos bestias asesinas, nos odia por ser hombres, sin embargo, cuando le anunciaron que la tienda de artículos eróticos de mi hermano se incendió por culpa de una falla eléctrica, se desquició tanto que temí por la estabilidad de la organización de la ciudad. Y a penas logramos contenerla cuando se enteró que Aitor estaba en la tienda en el momento en que se inició el fuego, dejando su cuerpo absolutamente irreconocible. Bueno, salvo por sus dientes.
Una lástima que hayan quedado los dientes de ese hijo de puta, con lo que me había esmerado en asar al maldito. En fin, la vida no es fácil para nadie. Al menos tengo una y puedo vivirla, eso es más de lo que podría decir nadie, algunos la pierden incluso antes de nacer…
Arrojo mi equipaje sobre un montón de mantas que están lanzadas al azar sobre la alfombra y comienzo a desanudarme la corbata, odio ir de traje a la oficina, nunca voy formal, pero hoy tuve una reunión con las autoridades del gobierno, en las que tuve que adecuarme al protocolo.
Me pongo unos jeans y mi camiseta favorita, es gris, me queda ajustada, pero no me molesta, de hecho es esa imperfección lo que la hace especial. Recuerdo que solía usarla para dormir, ahora en cambio la utilizo para seguir viviendo. Podría jurar que queda algo de su olor, ese perfume tan propio de ella, fresco y dulce, como lima y vainilla, mi Anaya.
Doy un vistazo a mi apariencia, la camisa gris parece aún más ajustada que en otras ocasiones en las que la usé. Joder, realmente luzco rarito utilizando esta ropa vieja sólo porque esa niña la usó. ¡No tengo remedio!
Podría andar lamentándome como los protagonistas de los libros antiguos, esos dramáticos personajes que, alguna vez vi en el teatro, llorando por los rincones del escenario gritando al mundo que les habían roto el corazón. Pero no, no podría caricaturizar mi experiencia de esa manera, porque ha sido única y épica.
«El único hombre de esta mierda de sociedad que ha experimentado el amor», me repetí mentalmente.
Anaya creía en mí, incluso cuando yo me burlaba de ella. Estaba tan obsesionada con recuperar a su amiga, que seguía confiando, aparentando valentía y tratándome como una mascota, cuando era ella el gatito asustado. Sé que hoy no soy nadie en su vida, pero para mí, sigue siendo mi mundo.
—¿Cómo me deja eso? —dejo salir las palabras y casi espero que hagan eco en las paredes de madera, soy idiota.
Tengo que admitir que no he sido un santo, he buscado distracciones, pero no hay caso, lo mío no tiene cura. Si no es con Aya, no será con nadie
Me acerco a la mesa y abro la puerta que se esconde bajo ella, Aya preguntó una vez que más había en su interior, en aquel entonces no me pareció buena idea admitir que además de mercadería, guardaba armas y veneno, ella era demasiado ingenua para comprender que mi vida carecía de sentido, que mi único objetivo al nacer era continuar con una raza maldita y darle herederos a la demente de mi madre, ya que mi hermano mayor era un bastardo estéril.
Nunca me hice realmente la pregunta de por qué hice lo que hice. Por qué arriesgué todo por rescatar a alguien a quién ni siquiera conocía, o lo más importante, cuál fue el momento en que comprendí que la amaba. ¿Antes o después de dejar la cabaña?
Tal vez fue en el lago cuando la vi en ropa interior, ella claramente había dejado de ser una niña. Anaya era toda contradicción: el cuerpo de una mujer, la personalidad de una adolescente y el alma de un ángel, todo en uno.
Saco una caja de hojuelas y me dirijo de vuelta a la alfombra, abro mi equipaje que aún está en el piso y saco el bloqueador solar. Una acción absurda ya que no pretendo salir, pero no es mi piel lo que pretendo cuidar así que me obligo a pensar que mi estupidez vale la pena. Tengo que apretarlo mucho para que salga, casi no le queda y estoy seguro ya expiró.
Esparzo en mi cara la loción que logré sacar del embase, aún mantiene algo de su olor original: lima y vainilla, ese olor tan característico de Anaya. Fueron contadas las ocasiones en que la vi sin una máscara de crema blanca en su cara, pero suficientes para poder memorizar sus pecas y enamorarme de cada una de ellas.
Al final, mi instinto incontrolable de supervivencia gana, no permite que me siga torturando en soledad, me pongo de pie y me dirijo al lago. Cuando llegó ahí, veo a un grupo de cuatro personas ocupar esa roca reservada sólo para mis recuerdos. Para nadie más.
Me detengo sorprendido. En total son nueve mujeres, cinco ya están nadando y haciendo piruetas dentro del lago, las otras cuatro, hacen fila para lanzarse al agua y unirse a las demás. Sigo el recorrido con la vista y en la orilla, alejada de las otras mujeres, una chica con cabello cobrizo y ojos color violeta.
Los años no han deteriorado su belleza, de hecho se ha puesto más hermosa, sus curvas se han acentuado. Y aunque lleva puesto un bañador de cuerpo entero y una solera suelta de un feo tono ocre, puedo ver unas piernas largas y torneadas. Su cabello está suelto y termina en ondas, y su cintura… Me da igual, es difícil adivinar su ancho bajo las capas de ropa, pero no importa el tamaño que tenga, siempre será perfecta para mis manos.
Las fantasías que plagaban mi mente ayer son las mismas que hoy. Sólo que en ése entonces me parecía una bendición tener a Anaya como musa inspiradora de mis alucinaciones, hoy en cambio, me siento un cerdo por estar pensando en las ganas que tengo de amarla.
Quisiera mostrarle cómo ama un hombre de verdad, ese sentimiento real, grande y sincero, un amor que va acompañado de respeto y ternura, no sometimiento y dolor. Daría lo que fuera por borrar con mis labios donde Aitor tocó.
Recordar ese episodio en nuestras vidas me ayuda a recuperar fuerzas y, a veces, hasta resignarme, porque para Aya olvidarme fue lo mejor que le pudo haber pasado.
Me permito acercarme un poco más, porque soy un estúpido enamorado. Me escondo en medio de los arbustos que bordean el lago, hasta que quedo sólo a unos metros de ella. Se ve melancólica y con la mirada perdida, sonrío sin poder evitarlo al ver que su rostro está cubierto por una máscara blanca
«Protector solar» dice una vocecita en mi cabeza.
Mierda, debo estar loco, porque juraría que puedo olerlo, luego recuerdo que me esparcí loción en la cara antes de salir. Debo lucir como un idiota, esta camiseta que parece una talla menor, la cara blanca con restos de bloqueador solar vencido. Mierda, sólo… ¡Mierda!
Sin dejar de mirarla, comienzo a quitarme con rapidez el bloqueador del rostro y ahí es cuando esos ojos violetas dan con los míos. En cosa de segundos, dejo de ser invisible para ella.
Soy incapaz de actuar tranquilo cuando estoy cerca de la señorita Sonnenschein, tengo que hacer mi mayor esfuerzo para no perder la compostura. Tres años atrás, Aya me sonreía con una confianza que hasta ese entonces sólo había visto en niños, confianza que no merecía por supuesto, ya que siempre estaba al pendiente de las curvas que se escondían bajo su ropa.
«No grites, por favor, no grites»
Y es muy fácil adivinar lo que vendrá, ella gritará, me dejará en evidencia y todas esas mujeres saldrán huyendo de esta “bestia-gato” como sea que ellas me llamen.
Puedo sentir las primeras señales de miedo haciendo mella en mi cuerpo. Estuve durante un año viniendo a esta cabaña con la esperanza de encontrarla, y ahora que la tengo enfrente, puedo reconocer que nunca estuve preparado para decirle adiós.
No antes, no ahora.
Los segundos corren y ella no grita, en lugar de eso frunce el ceño, probablemente enojada y se lleva la mano a la nariz, como soy un idiota y vivo con un pie en el pasado, hago lo mismo. Aya me sonríe y me siento como si fuera el rey del universo. ¡La hice reír!, han pasado tres años desde la última vez que no vimos y aún soy capaz de robarle una sonrisa.
Le dice algo a una de sus acompañantes, es morena y no recuerdo haberla visto antes, la chica asiente y mi Anaya…
Mi Anaya se aleja del grupo y se encamina hacia la frondosidad del bosque. Esta niña no aprende nunca, otra vez poniéndose en peligro.
¿Es que no aprendió la lección la última vez? ¡Podría picarla una cobra o algo peor!
Trato de alcanzarla lo más rápido posible, no es fácil avanzar cuando estás en medio de los matorrales. Finalmente se detiene en un árbol de sebiata que parece tan antiguo como el tiempo, su tronco es tres veces mi grosor y algunas de sus raíces sobresalen de la tierra. Aya se gira a ambos lados, parece desilusionada cuando corrobora que nadie la sigue, sopla en un gesto de frustración y se sienta en el nido que forman las raíces.
¿Qué esperaba? ¡Debería estar agradecida! ¡Debería sentirse afortunada!
«Debería… Debería besarla», pienso y me lastimo engañándome a mí mismo. Algo ya habitual en mi vida. Salgo de mi escondite y ella salta asustada cuando me ve aparecer.
—Porfavornogrites —digo sin respirar, todo rápido y quiero azotar mi cabeza contra un árbol por cómo estoy actuando.
Es difícil ocultar cómo me siento, así que intento distraerme y sacudo las hojas que se han adherido a mi cabeza en el trayecto, mi cabello ha crecido unos centímetros así que soy carnada fácil para las ramas del sector.
—Por favor, no temas… Estoy de tu lado.
Ella se cruza de brazos y la curva de su escote se acentúa… Doble mierda, ¿en qué estoy pensando?
«¡Concéntrate!»
—No tengo miedo —dice confiada y su voz es levemente más ronca a cómo la recordaba—. ¿Por qué debería? Si necesito ayuda puedo gritar, no estoy sola, toda nuestra clase salió de excursión y estamos bien armadas. Además, soy una mujer —Y comienza a recitar…
La mujer es fuente de vida.
Nace y es. Existe y coexiste.
No hay nada superior a ésta y sin embargo,
—No se refiere a nada como un ser inferior —la interrumpo sonriéndole, intento demoler de algún modo el gran muro que monstruos como Adelfried y Aitor, han construido entre nosotros. Necesito llegar a ella, que vea cómo soy. Quién soy.
Anaya pestañea aturdida y me mira ceñuda, su cabello largo le cubre las pecas de los hombros y un mechón rebelde le invade el rostro.
«No lo hagas, no lo hagas», me repito, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Soy un idiota enamorado. Así que me acerco más a ella hasta quedar de rodillas frente al tronco y retiro el mechón rebelde hasta ocultarlo tras su oreja, dejando claro “cómo” actúan los imbéciles. Ella no me da pistas sobre cómo se siente y me comienzo a desesperar, al menos hasta que la siento estremecerse con mi toque… igual a aquella vez.
Automáticamente soy transportado al armario de esa maldita torre, es difícil olvidar su sonrisa, pero definitivamente no existe fuerza posible que me haga olvidar su llanto. Su respiración sobre mi piel, sus caricias cuando se aferraba a mi pecho, cuando no quería mirar la matanza que se estaba llevando a cabo en frente de nosotros. Y puedo verlo todo tan claro como si fuera ayer.
El bebé llorando mientras era atravesado, el llanto ahogado de quién nada pide y todo se le arrebata y luego está ella Y ya no tengo dudas, me siento como un cerdo por ser tan egoísta y puede que su ausencia me esté matando día tras día, pero sigo en pie ¿no?
Sí, hay ocasiones en que me encantaría borrarla de mi corazón, quitarme el sabor de su boca, olvidar ese momento en que la tuve en mis brazos, juntos sobre mi cama, ciertamente haría las cosas mucho más fáciles, pero no. No puedo ni quiero vivir sin ella, y mis recuerdos son lo única que tengo para mantenerla a mi lado. En mi vida.
Esto parece lo correcto; que Aya continúe con su vida, que sea feliz con sus iguales, porque aunque no intencionalmente, fui el primero en dañarla: yo la olvidé y no estuve ahí para defenderla de las garras de la bestia.
Por fortuna, recobro la cordura y quito la mano de su pelo. Inmediatamente mi cuerpo reclama y el bastardo egoísta que llevo dentro quiere volver a tocarla, besarla. Me siento ridículo al admitir que esta niña se metió bajo mi piel. Tengo veinticuatro años y sigo enamorado como si fuera un adolescente.
—Tengo que irme —me fuerzo a decir, es un poco difícil para mí hablar en este momento. La forma en que miran sus ojos me vuelve débil y me resulta imposible decir adiós.
Me levanto y uno de mis pies se enreda en la hierba, Aya suelta una risita contagiosa, pero yo no sonrío, no puedo, estoy demasiado extasiado con su sonido.
—No puedo recordarte —dice de repente en un hilo de voz. La voz de Aya es tan débil que por un instante tengo la impresión de que estoy imaginándolo—, pero que no recuerde, no significa que no pueda sentir.
Es realmente placentero oír su voz diciendo algo diferente a ese odioso rezo sobre la mujer y lo maravillosas que son. No lo pongo en duda, son maravillosas, tengo la personificación de una diosa frente a mis ojos, pero la prefiero mil veces siendo ella, no una de las mujeres programada de mi madre.
—¿También te duele? —le pregunto, porque necesito que sea clara. Quiero que esclarezca mis dudas y mientras espero su respuesta, siento como si me estuvieran asfixiando mientras me pierdo en sus ojitos violetas, en el sesgo exótico que tienen en el borde y… Podría llorar por lo hermosa que luce, con crema o sin ella, antes o después, ella sigue siendo la misma mujer de la que me enamoré.
«Si no es ella, no será ninguna».
—Acá —se lleva la mano derecha hasta el pecho y lo deja ahí—, siento como si se estuviera quemando. ¿Cómo es posible que me duela de esta manera?
Toma una bocanada de aire y repliega sus rodillas descansando su barbilla en la cima de éstas. Quiero acercarme, sentarme junto a ella y estrecharla entre mis brazos, pero no se puede tener todo lo que se quiere.
—¿Puedes mantener un secreto?
Mi corazón magullado me está gritando que actúe, que no piense. Ella, como era de esperarse, asiente rápido, con torpeza, como si tuviera quince años otra vez en lugar de dieciocho y el bastardo codicioso que llevo dentro toma el control de mis acciones y me rindo ante lo inevitable dando rienda suelta a mis instintos, porque la amo. Quizás no es una buena excusa, pero es la verdad.
—Por supuesto.
—Júralo. Júrame que nuestra conversación se mantendrá en secreto.
Ella muerde su labio dudando, pero al final termina por asentir. No es suficiente para mí.
—Júralo por Emil.
—¿Cómo? —sus ojos se abren alarmados, está desconfiando, tengo que darme prisa o la terminaré por perder… otra vez.
—Júralo por tu amiga y te diré lo que sé.
—Lo juro —dice a regañadientes.
—Yo sí puedo recordar —Intento ser honesto, porque sé que es la única forma de pedir perdón y tener una posibilidad de obtenerlo—, puedo ayudarte… Claro, sólo si tú quieres.
Antes de que pueda soltar un suspiro, fingiendo que estoy aburrido, ella me dice:
—Dime qué hacer.
La determinación que hay en sus ojos me indica que es la misma Aya de siempre, una criatura curiosa e ingenua y como soy un idiota enamorado, me aprovecho de la situación.
—No lo sé, tal vez te quede grande el desafío.
—¡Dime! —me exige y es todo el aliciente que necesito para inclinarme otra vez y tomar su boca con una facilidad que no merezco, soy un ladrón y le estoy robando su primer beso… Por segunda vez.
Sus labios tiemblan cuando entran en contacto con los míos, dudan pero su corazón no lo hace y responden con una caricia tímida y suave. Durante un latido se siente como si ambos fuéramos los dueños del universo, es como si yo dejara de ser invisible para ella, como si Aya fuera posible.
—Y que quede claro —susurro contra su boca y me desvío a su nariz, frente, mejillas, párpados, luego vuelvo a empezar. El sabor del protector solar no es nada en comparación a la dicha que estoy sintiendo al probar nuevamente sus labios—. No soy un gato.