Escucho el timbre sonar y cierro el libro de un golpe.
Es imposible que se trate de Jairo, él no golpearía, tienen la llave bajo el tapete. Además no lo he sentido salir.
Vuelven a tocar y se me hiela la sangre. Presiento quién es Vienen por mí y me parece el momento más adecuado, ya que después de esta noche Irah apenas recordará mi olor ni mis besos, no sabrá nada de mi voz o mis risas, ni siquiera reconocerá mi rostro.
Bajo la escalera con la mandíbula en alto, abro la puerta y me encuentro con un triángulo de hombres vestidos de negro, todos usan el cabello a ras de piel y anteojos de sol con forma circular, deben medir cerca de los dos metros, y lo más extraño es que ninguno me mira directamente, todos tienen la cabeza apuntando hacia el suelo.
—¿Anaya Sonnenschein?
—Sí, es ella —oigo a una voz familiar. Es la hermana Adelfried.
La última vez que la vi fue cuando me sorprendió en el jardín tratando de huir de La Grata, eran casi las doce de la madrugada, cosa grave, casi tanto como haber huido, así que usé mi último recurso de salvación: le arrojé polvo de valeriana en la cara.
Sí, lo sé, entré en pánico ¡Mierda!
Esperaba verla con los típicos restos de maquillaje bordeando sus ojos debido a la hora. Pero no hay nada de eso, su piel lechosa luce igual de perfecta que siempre. Ella es la reencarnación de los mitos y leyendas, una Ninfa en todo su esplendor, con sus ojazos azules y el cabello negro, aunque en esta ocasión lo lleva suelto en lugar de su habitual trenzado y no viste ropa común. De hecho, viste igual que los otros tipos, cubierta de negro de los pies a la cabeza, sólo que en lugar de pantalón lleva un vestido y en la parte de la nuca se extiende una capucha.
—¿Hermana Adel, qué hace acá?
Ella tuerce su boca y evita responderme, se pone la capucha sobre la cabeza, gira y comienza a caminar, al instante su séquito de tipos robustos la franquea, menos dos, que se quedan junto a mi. Uno de ellos toma mis manos y las dobla hacia mi espalda, luego las ata con un plástico, tan apretado que me hace doler.
—¡Hey! No tan fuerte, me haces daño —grito enfadada, pero ellos no me hacen caso.
Una vez esposada, se dispersan; uno a mi derecha y el otro a la izquierda, luego me fuerzan a doblar mis codos, para agarrarme los brazos y arrastrarme en la dirección que Adel les indica. Por desgracia, sé exactamente a dónde se dirige ese camino.
Y así de fácil, estoy en La Große,. No hay rastros de Adel por ninguna parte y en cuanto sus gorilas me arrojan en el interior me quedo sola y en un lugar totalmente diferente al que visité junto a Irah, bueno si es que a eso se le puede llamar “visita”.
Al parecer, la arquitectura rústica se limita al sector de la “carnicería de niños” ya que todo su interior está forrado en roble blanco. A pesar de su tamaño, el sitio tiene forma circular y se hace notar, la sensación de vértigo se hace presente y no se va, o tal vez se deba al asco que me produce pisar suelo maldito.
Espero de pie, no hay sillas por ningún lugar, todo es blanco, el cielo, la alfombra del piso. No hay ventanas que dejen entrar la luz, pero en su lugar hay tubos fluorescentes por montón.
—¡Aya! —la oigo llamarme de repente y todo mi cuerpo se queda tieso preso de la conmoción. Los músculos de mi espalda, piernas y brazos están agarrotados, así que no soy capaz de corresponder a su abrazo cuando se embiste contra mí.
Me paso la manga por la nariz cuando las lágrimas comienzan a correr por mi rostro y empuño mis dedos en sus hombros, tomando más ropa que piel. Emil se aleja observándome ceñuda.
—¿Por qué lloras?
Recorro con mi mirada su rostro, todo me parece tan similar, nada ha cambiado: la nariz pequeña y respingada; los ojos penetrantes y sus iris celestes, exigiendo todo sin revelar nada; la piel cremosa y la mandíbula angulada. Parece que han pasado años en lugar de una semana. Hebras rubias salpican ese pelo ondeado que solía cubrir mi almohada antes de irme a dormir y el parpadeo de sus ojos me indica que está nerviosa.
Es duro querer tanto a una persona que necesita tan poco de mí, sobre todo cuando yo la necesito tanto.
—Es sólo que te he echado de menos.
Emil me mira seria.
—Eso he oído. ¿Cómo está eso de que huiste de La Grata?
—Quién te lo ha dicho.
—Nuestra madre, ¿quién si no?
Podrá ser…
—¿La Dae-Matter? —Asiente—. ¿Has hablado con ella?
—Sí, hace un momento, de hecho ella me envió a verte, también te quiere conocer. ¡Ahí viene!
Una de las paredes blancas se abre y de ella veo salir a…
—¿Hermana Adel?
—Vaya, vaya. Señorita Sonnenschein, permítame decirle que he oído mucho sobre usted —dice la hermana Adel, sorprendiéndonos a ambas.
—Espero que sean cosas buenas.
—Me temo que no, aunque no parece que eso le moleste.
Me encojo de hombros.
—He pasado por cosas peores.
—Eso he escuchado —se gira hacia Emil—. Señorita Cab, ¿me haría el favor de esperar afuera?, hay una recepción esperando por usted en el pasillo.
—Encantada Dae-Matter.
La hermana Adel me mira seria, se ha quitado la capucha, pero luce igual de aterradora. Me recuerda sus clases de Historia.
—También me enteré de que está al tanto de nuestro secretito —mueve su mano hacia atrás y adelante—. Acérquese por favor, no tenga miedo.
El hecho de que lo insinúe me hace enojar, no porque no lo tenga. Estoy bastante asustada, pero me da algo de paz conocer por fin el rostro de la gobernadora de La Grata.
—Sígame —dice y me guía hasta una habitación con puertas metálicas, entro y lo primero que veo es un enorme escritorio que ocupa el centro del salón, lo segundo que me deja atónita son los ventanales.
—Es imposible.
—¿Te refieres a las ventanas? —sonríe complacida—. Mis ancestros construyeron esta torre hace más de quinientos años. No pensarás que dejarían a sus hijas encerradas sin un patio en el que correr.
—Pero desde afuera…
—Lo sé, ni siquiera tiene ventanas, pero este jardín —dice avanzando hasta la ventana—, es otro de nuestros pequeños secretos, tiene hasta un estanque ¿Te apetece verlo?
Niego. Lo que me apetece es vomitar.
—Para vivir tan lejos de La Große, está enterada de muchas cosas.
—Mi trabajo es mantener el equilibrio en nuestro pueblo.
Avanza con paso lento hasta el escritorio, mueve la silla sin arrastra o emitir el menor ruido, y se sienta en ella.
—¿Engañando a las mujeres? ¿Haciéndoles creer que los hombres son unas bestias hambrientas de carne, sangre y algo más?
—¿Acaso lo dudas?
—Me he pasado los últimos cinco días en compañía de uno, créame, lo hubiera notado.
—Sí que lo hubieras notado. Supongo que te debo una disculpa.
—¿Por qué?
—Permití que albergaras esperanzas, eso no está bien. No nos dañamos entre hermanas, nuestra lucha es contra los hombres, no entre pares.
—Es usted una hipócrita.
—Cuidado —su voz me congela la sangre, tan efectiva como lo sería una estaca de hielo en el centro de mi corazón—. Mírate, no llevas ni una semana en compañía de ellos y estás convertida en una salvaje.
—Y usted en una estatua de hielo.
—Si eso es lo que crees, no puedo hacerte cambiar de opinión, por ahora me aseguraré de que entiendas de una vez la diferencia.
—¿Y cómo piensa lograr eso? ¿Con polvo de Valeriana?
Ella suelta una risa horrenda que me eriza los pelos de la piel.
—No te creas tan astuta, sé muy bien que eso no se aplica a ti. Necesitaba una vía para encontrarte llegado el momento, por eso permití que te saltaras el proceso que dictaba la tradición, pero veo que los papeles se invirtieron y terminaste siendo tú quién vino en mi búsqueda. ¿No te parece maravilloso el destino?
—¿Por qué harías eso?
—¿No leíste el libro que te dio Irah?
—Algo, bueno, sólo el principio y las hojas finales, no tenía tiempo y estaba demasiado nerviosa para leer —mis palabras salen atropelladas una tras otra, probablemente porque son una puras mentiras—. A propósito ¿Cómo sabes tú lo de Irah?
—¿Lo del libro?
Ni siquiera soy capaz de asentir, estoy más allá de la confusión, todo me da vueltas y tengo frío.
—¿O lo de Irah? Mejor partamos por el principio. ¿De verdad piensas que nuestras autoridades podrían perder algo tan valioso como ese libro en cualquier lugar? Por cierto, sobre Irah, es un grandioso ilustrador. ¿Ya viste las gráficas de la tienda de juguetes?
Pestañeo aturdida, no hay coherencia en las palabras de esta mujer, está loca, como todas.
Poco a poco siento como la verdad se va abriendo paso en mi cabeza.
—Tú lo pusiste ahí apropósito, sabías que lo encontraría.
—Él quería saber.
—¿Y esperas que me crea que sólo le dejaste el libro para ayudarlo?
Una mueca extraña tira de su boca, casi parece una sonrisa, pero es demasiado apática para saber lo que es eso.
—¿Cómo podría no hacerlo?, se trataba de uno de mis hijos, claramente no el mejor —levanta el teléfono que está sobre el escritorio y me regala una mirada calculadora antes de llevarse el auricular al oído—. Háganlo pasar —ordena y al instante, las puertas de hierro se abren.
Uno de los gatos que Irah me presentó cuando caminábamos hacia su casa desde el bosque, ingresa al salón. Su largo cabello negro y sus ojos azules son difíciles de olvidar, porque aún me resultan aterradores. Al principio permanece inmóvil, esperando aburrido hasta que repara en mí, me mira confundido, no parece entender lo que sucede.
—¿Me llamó madre?
Y así de rápido, con esas tres palabras, la única parte intacta que quedaba en mi corazón termina por demolerse.
—¿Madre? —pregunto y él levanta una ceja engreído. Sin embargo no se dirige a mí.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Aunque no fuiste capaz de encontrarla tú mismo, te la voy a dar, es un regalo no una recompensa, así que no te dejes llevar.
—¿Cuánto?
Ella niega.
—No seas mezquino, sólo tienes unas horas. Está en ti aprovecharlas hijo mío, demuéstrale lo que es un hombre de verdad.
—¿Qué hace?
Ella me da una mirada compasiva antes de responder.
—Los hombres son bestias, traté de advertirte, pero no quisiste escuchar —sus ojos azules se llenan de lágrimas—. Siempre he intentado protegerlas, mantenerlas en La Grata, apartadas de este mundo degenerado, pero supongo que no importa lo que haga, usted señorita Sonnenschein, está determinada a ver para creer, y qué mayor prueba que mi propio hijo.
Suelta un suspiro dolido y desaparece por la puerta, el tipo de cabello largo se apresura en cerrarla tras de ella. Soy capaz de oír el seguro desde mi silla—. Cuando escuché el anuncio, supe de inmediato que se trataba de ti. Imagínate mi alegría cuando vi las fotos y resultaste ser una de ellas.
—¡Virgen!
—Ya le pondremos remedio a eso —dice, con una emoción enfermiza en su tono de voz.