El camino de regreso a casa no es como el anterior, esta vez cuando me sumerjo a en la cloaca no me contengo y dejo libre todas las emociones. Lloro tanto y tan desgarradoramente que Irah tiene que tomarme en brazos, nos detenemos un par de veces para que yo pueda vomitar y él no pone trabas.
Es bueno que nos alumbre sólo una linterna, no tengo estomago para soportar el hecho de que estoy caminando sobre desperdicios humanos, ni siquiera tengo fuerzas para sentirme culpable por permitir que Irah me cargue en sus brazos, sé que está cansado, sé que su herida podría agravarse, pero no me importa, al menos, no más que ese bebé al que asesinaron.
Un halo de luz rebota sobre algo rosado que flota al borde del túnel. He ahí la respuesta a mi anterior dilema. Caminamos sobre manitos tiernas y pies chiquitos. Me obsesiona tanto esa idea, que oigo el llanto de un niño. Irah se detiene otra vez y me baja, sujeta mi gorra y mi pelo mientras vomito hasta el alma. Sólo después de preguntarme tres veces si estoy bien, vuelve a cargarme.
Llegamos a la casa de Irah casi al anochecer. No entiendo cómo ocurrió. ¿Cuántas horas perdimos dentro de ese infierno?
—No estoy segura de poder volver —le digo, mientras él se quita la mochila del hombro y retira el tapete de la puerta.
—Nadie va a obligarte. Maldición, no está la llave.
—La sacaste ayer ¿recuerdas?
—Sí, pero volví a ponerla aquí al rato.
—Tal vez…
—¿Quién molesta tanto allá afuera? —grita Jairo a través de la puerta. Irah pone sus ojos en blanco y hace su señal tan típica de llevarse el dedo a la boca, como diciendo “Tú déjalo todo en mis manos”.
Jairo abre la puerta.
—Bah, eres tú y… ¿Y este milagro? Irah trayendo una Meretrix a casa, debo estar soñando.
Esta vez ha remplazado su estampado amarillo con flores rojas por una de color azul y palmeras verdes. Lleva las piernas cubiertas por unos jeans azul oscuro, lo único que no ha cambiado son sus sandalias de cuero encima de los calcetines blancos.
—Deja de decir estupideces y hazte a un lado, necesitamos una ducha,
—Claro… Seguro la conseguiste en la jurisdicción 1 o 2. Cabrón suertudo, con una de esas ¿Para qué preliminares? Así cualquiera, directo al asalto en la ducha —Jairo desvía la mirada hacia mí—. Me gustas —me da una mirada picarona que no dura mucho, porque Irah le da un empujón para terminar de correrlo de la entrada.
Después de ducharnos Irah y yo coincidimos en el pasillo de abajo.
—Imaginé que tenías otro baño. Pudis…
—Sí —lleva puesta una camiseta gris holgada y unos pantalones de algodón a juego, para nada similar a su tenida de la noche anterior—, al lado de la habitación donde pasaste la noche. Bueno, las pocas horas que dormiste.
Observo mi tenida y exceptuando mi trenza, nos vemos exactamente igual. Vestimos la misma ropa, aunque a mí me queda todo grande y a él perfecto. Aún así, mi ropa es mucho más pequeña en comparación a la que trae puesta Irah, seguramente no lo usa hace años.
—Pudiste haberlo mencionado antes.
—No preguntaste.
—¿Por qué tienes tantos pijamas idénticos?
—Pregúntale a Jairo —encoge sus hombros y en una actitud defensiva guarda las manos en los bolsillos de su pantalón—. Siempre me regala lo mismo.
Oírlo admitir eso me llena de ternura y me acerco hasta él. Desde acá se pueden oír los sonidos de la cocina, ollas chocando, el metal de los cubiertos estrellándose contra la loza, por un momento eso me distrae y la distracción es bien recibida. Irah me hace perder el control, la noción del tiempo, mi propio criterio.
—Por supuesto, no se debe acordar que ya tienes uno.
—A veces sí, a veces no. Eventualmente llega el momento en que encuentra más de uno cuando tiende la ropa —Irah se inclina, tomándome por sorpresa, mueve mi trenza hacia un lado y hunde la nariz en mi cuello. Luego de olisquear la zona, se levanta tan rápido que apenas consigo cerrar la boca y pestañear aturdida mientras me recupero del asombro—. Y hablando de eso, el pijama que llevas puesto apesta a tu perfume, Jairo tendrá que lavarlo.
Reprimo una risa cuando pienso en que el pobre Jairo recibe la peor parte en las asignaciones del hogar, pero esa línea de pensamiento no dura mucho y dejo de reír cuando recuerdo los trozos de seres humanos, pequeños bebes mutilados que flotaban en las cloacas. ¡Por qué mierda traen niños al mundo si los van a asesinar!
Irah me mira angustiado, el pobre está exhausto y no quiero añadirle más preocupaciones. Así que me obligo a sonreír retomando lo último que dijo…
«¿Qué era? ah, sí, el pijama».
—Hay algo que no entiendo. ¿Cómo es que tú sí lo recuerdas? Sobre los pantalones, quiero decir. Antes dijiste que… ¡Oye! ¿cómo sabes que la ropa huele a mi perfume? Podría tratarse del tuyo.
—Primero, hago trampa —sonríe divertido—, llevo un diario. Te aviso que formas parte de él. Y segundo, por supuesto que es tu perfume, no uso lima y vainilla, son aromas poco masculinos.
—Debe ser raro, verlo escrito sin saber si es o no real.
—No se siente de esa forma.
Llevo mi mano hasta su cara, me deleito en los sonidos que produce su respiración alterada. Las yemas de mis dedos, sobre la piel de Irah, es la terapia perfecta para terminar con las pesadillas que plagan mi mente en estos momentos, la falta de coordinación en su respiración, los latidos atronadores de su pecho, su olor, todo en él me invita a perderme en su cuerpo. Pero antes de que la corriente me lleve… me apresuro en llegar a la cocina, tengo el estómago vacío, de hecho mis tripas reclaman, pero tengo las imágenes de lo que vi en las cloacas frescas en mi memoria, siento asco y lo último que me apetece es comer.
—Huele bien.
—¿Te refieres a ese aroma de muerte que te hace agua la boca? —sonrío casi genuinamente al escuchar esa frase tan familiar—. Es mi receta especial.
—Eso he oído. ¿Sabes una cosa?, tú eres muy similar a una amiga que tengo.
—¿En serio?
Me siento en el lado izquierdo de la mesa, dejando libre la cabecera para los dueños de casa.
Jairo termina de poner el último plato justo en frente de mí, mientras lo observo verter el té en una de las tazas, noto un detalle en los dibujos de la loza: son valerianas en miniatura. Qué irónico.
—Ajá, eres algo así como su versión femenina —continúo.
—Claro, después del accidente.
Doy un codazo a Irah que se acaba de sentar a mi lado y me quedo viéndolo furiosa, no dura mucho porque él se inclina y me besa la nariz.
Sé lo que intenta, por eso lo dejo. Le permito absorber mi atención, ayudarme a superar los traumas que han dejado nuevas cicatrices en mi corazón.
Primero Emil, luego Jarvia, conocer a un hombre y comenzarlo a querer y ahora… Ahora he presenciado la más cruda verdad y el costo fue ese bebito indefenso. No se trata de géneros sino de personas, no hay hombres malos ni mujeres buenas, en determinado momento ambos pueden actuar bestias o tal vez es al revés, somos sólo bestias que pretenden ser humanos.
—No te enfades conmigo —me habla Irah apartándome nuevamente de mis tormentosos recuerdos, luego vuelve a besarme en los ojos, el lóbulo de mi oreja, la curva de la mejilla—. No podría soportarlo otra vez. —susurra anhelante en mi oído.
—Sí saben que eso se reserva para los dormitorios ¿verdad? —el comentario de Jairo me hace aterrizar de golpe.
—Piérdete.
—Estás en mi cocina.
—De mi casa.
—Sigo siendo el cocinero.
Irah lo mira con cara de véte-al-diablo, pero Jairo parece no captar la indirecta, eso o sencillamente le da lo mismo que gatito no esté de buen humor.
—Ya, déjalo. Además no tengo ganas de comer.
Quince minutos más tarde estamos en su pieza. Su cama continúa deshecha, tal cual la dejamos antes de salir. Las manchas de agua que dejó Irah cuanto volteó su vaso están secas, sólo hay sábanas arrugadas y una almohada volteada, sin embargo, no podría imaginar un lugar mejor para estar. Acá, a solas con él, en un cuarto repleto de su olor, su esencia, sencillo y directo.
—¿Quieres?
Él rasca su nuca, está nervioso y otra vez veo el rubor cubrir sus mejillas. Al verlo así, me pierdo entre la realidad y la fantasía, entre el Irah de hoy y el que no me recordará dentro de unos días. Porque la realidad castiga con su certeza y esta vez dice: “nadie puede estar toda una vida sin dormir”.
Sus ojos ámbar me miran con una timidez que no he visto antes y me doy cuenta de lo que espera: que le diga lo que se esconde en mi corazón. Sé que si no le revelo lo que siento, existe la posibilidad de perderlo y no puedo sumar más obstáculos “a lo nuestro”, no quiero.
¡No quiero perderlo cuando ni siquiera lo he tenido!
Me abandono entre sus brazos cuando me atrae hacia su pecho y al final de todo, me dejo ir. Disfruto de la seguridad que me provee su abrazo, la calidez de su piel, la intimidad de sus suspiros. En ese estado, comienzo a recordar las clases de Liese, y no sé si existe una Diosa, una Virgen o alguna otra cosa superior que nos hace omitir momentos importantes de nuestra vida. Pero lo que sí sé, es que la reencarnación de la que tanto habló en Religión, queda totalmente descartada. Porque ahora tengo claro, que toda nuestra vida, está subordinada a un chip enterrado en nuestros cerebros. Ese aparato tecnológico diseñado por el abuelo de Irah que olvidaron insertar en mi cabeza. Ese error que me hará cargar con mis recuerdos el resto de mi vida.
Vuelvo a la pregunta de Irah y recién reacciono, ¿quieres? Dijo antes de abrazarme. Será que quiere que… duerma con él.
¿Será eso?
Y, de ser así… ¿Quiero o no quiero?
—No tienes que hacer nada —comienza argumentar y se pone aún más rojo. Sin embargo, es otra cosa la que se roba mi atención.
—¿Qué le pasa a tu ojo?
Irah frunce el entrecejo y me distrae el ruido de Jairo llamándonos desde la escalera.
—¡Los dejo esta noche chicos! Ah, se me olvidaba. ¡Irah, me debes cien grandes!
—Bandido —le grita de vuelta, luego se dirige a la cama y comienza a quitar las sábanas y almohadas de ahí—. Es bueno que Jairo no haya salido durante el día, sino se hubiera encontrado con los carteles que exigen tu cabeza y me hubiera soltado el rollo por salir con una fugitiva.
Pasa delante de mí y sigue de largo hasta su armario.
—Saqué tus cosas de la mochila, estaba todo empapado y fétido —hace una mueca de desagrado mientras saca un par de sábanas del cajón—, supuse que no querrías usar esa ropa de nuevo, así que tiré todo a la basura.
—Irah ¿el libro?
—El libro se salvó de milagro, sólo se humedeció por los costados, nada que no se pueda solucionar. Lo dejé encima del refrigerador junto con tu bloqueador —vuelve a la cama y comienza a estirar la sábana, luego hace lo mismo con la otra, la frazada y el plumón.
—Irah
—¿Sabes qué? Iré a buscar ese libro, creo que te ayudará a conocer un poco más nuestra historia.
—Irah, deja de evadirme, tu ojo está palpitando…
Por un momento veo el pánico correr por su rostro, pero es tan rápido encubriendo las emociones, que casi pasa desapercibido.
—Tiéndete sobre la cama, ya regreso.
No me atrevo a seguirlo, porque se lo que veré. Claro, sus ojos han lucido agotados todo el día, rojos y ojerosos, pero los temblores habían pasado así que asumí…
—Listo —dice entrando al cuarto con el libro entre sus manos—. Esto es ilegal, pero quiero compartirlo contigo.
—Te creí cuando me dijiste que habías tomado las píldoras.
—Nunca dije que lo había hecho. Dije que ya no dolía y en parte es verdad.
¿Va a ser siempre así? Ni siquiera llevamos una semana conociéndonos y qué tenemos, puras verdades a medias.
Él ni siquiera puede mirarme, no tiene cara para hacerlo y yo… Yo no doy más. ¡Me rindo! Dejo caer mis rodillas sobre el piso alfombrado, todo esto es él, el blanco de sus paredes, el plumón a rayas azul: frío e impersonal…
Yo que pensaba que era sencillo y directo. Menuda idiota.
—Me estoy cansando de creer en ti.
Puedo ver sus pies avanzar hasta quedar frente a mí y comienzo a temblar, hay un montón de mariposas haciendo fiesta en mi barriga, pero no me acobardo.
—Estoy harta de no ser capaz de diferenciar la realidad de la fantasía, de que te aproveches de lo mucho que te necesito. ¡Estoy harta!
Irah deja caer el libro gordo al piso y hace un ruido sordo. Luego se derrumba frente a mí, quedamos arrodillados frente a frente. Sus ojos dorados reflejan más incertidumbre que nunca «¿Qué es lo que no me estás diciendo esta vez, gato?» «¿Qué otra cosa te estás guardando?»
—Siempre voy a estar para ti, a pesar de que no me quieras cerca.
—Tienes que dejar de subestimarme. ¡Estoy cansada de que me mientan! Hasta me dan ganas de olvi…
Irah lleva una mano hasta mi rostro, con la mirada enardecida, lo acuna, acaricia y se entretiene en mi barbilla unos segundos. Pestañeo tan rápido que por poco me pierdo el momento en que inclina su cabeza y con su dedo índice me atrae hasta su boca. El mundo cambia, da vueltas y me dejo caer en un espiral de sensaciones indescriptibles, pero Irah apenas me da tiempo para analizar.
Sus labios tibios se posan sobre los míos en una caricia suave y moderada, me preocupo porque me estoy encaminando exactamente hacia un lugar peligroso. Sé que tengo que retroceder, mantenerme protegida sus mentiras, esas promesas fantasiosas que ambos sabemos no podrá cumplir.
Irah juega con los mechones que se escapan de mi trenza húmeda y siento que mi corazón salta mientras los dedos de su mano izquierda se entretienen en la parte baja de mi nuca y pelo, hasta que finalmente consigue liberar la trenza, provocando más escalofríos de los que puedo soportar.
Paso los brazos alrededor de la firme base de su cuello y los brazos de Irah me aprietan contra su pecho, me envuelven como si yo le perteneciera e impulsada por una fuerza desconocida, me paro en puntillas y lo beso en el cuello para, segundos después volver a probar sus labios.
«¿Le gustará lento o preferirá un piquito rápido?», ni siquiera me atrevo a mirarlo, sólo actúo, pero mi cabeza está repleta de dudas. «¿El labio de arriba, él de abajo?» Noto que su labio inferior, está rojo e hinchado, es mi culpa y las mariposas carnívoras de mi panza vuelven al ataque.
Nos detenemos un momento para recobrar la respiración y parece casi absurdo que actuemos tímidos ahora. Él me deja descansar la cabeza en su pecho mientras lo escucho soltar un suspiro mientras acaricia mi cabeza.
—Quiero que me necesites —murmura, luego se inclina hacia mí, sus labios rozan suavemente mi oído—, quiero que digas “te extraño” aunque hayamos pasado todo el día juntos.
Sus ojos se encuentran con los míos y una expresión hambrienta llena su rostro.
—¿Necesitar? —le pregunto, demasiado asustada de que sea cierto. Tengo miedo de albergar falsas esperanzas.
¿Necesitar? eso ni se acerca a lo que sentía por Emil, nunca antes sentí mi piel arder por nadie y no lo comprendo, no entiendo su origen ni sentido, sólo sé que Irah es el único capaz de aliviarme.
Sus labios se abalanzan sobre los míos con ansiedad, desesperación, siento sus dedos clavándose en mi nuca. Se aleja un poco, sólo para descender por mi mandíbula y luego trazar el camino de vuelta hasta mi boca, en pequeños y húmedos besos.
Su lengua tímida comienza acariciarme. En este momento, siento que soy capaz de ver a través de sus ojos, ver su alma, saber lo que necesita… Y soy yo lo que más quiere, lo que anhela, porque sus ojos no mienten, mi corazón tampoco y está gritando que me quede, que no podré separarme de él, incluso si lo intento.
—Me mata dañarte —besa mis ojos y se queda así unos segundos hasta que ambos nos calmamos—, pero te juro que ni siquiera me doy cuenta.
—Entonces comienza a prestar más atención —le digo y tomo su mano guiándolo hasta la cama, por la sencilla razón de que quiero hacerlo, mis palmas están sudadas y pican por él, cuando nuestras pieles entran en contacto, es grato saber nos sentimos de la misma forma. Que todo esto es recíproco… De repente entiendo que no soy la única nueva en esto, este momento, este sentimiento.
—No lo hagas —pide él, tendido en la cama, el codo doblado y la cabeza apoyaba en una mano. Visto así, parece casi inocente, casi.
—Qué
Desliza su dedo por mi nariz, luego los labios, abro la boca con la intención de agarrarle el dedo, pero Irah lo retira antes. Pensé que reiría, en cambio, me mira serio.
—No hagas eso, no nos hagas esto —su dedo continúa bajando y se entretiene un buen rato en mi cuello—. No racionalices todo, no busques excusas para no creer en lo que está pasando entre nosotros.
Baja todavía más hasta el borde de mi pecho, se queda ahí un minuto y ambos nos miramos sin pestañear. Luego él traga.
—Irah, no necesito excusas para no creer —llevo mi mano hasta su rostro, mi pobre hombre con corazón de gato, luce exhausto—, míranos, las señales están por todas partes. Tú ni siquiera sabrás que existo, en cambio yo te recordaré por siempre.
—Aya.
Se cierne sobre mí, sus brazos a ambos lados de mi cabeza, y sus rodillas entre mis piernas. Gimo sorprendida cuando su boca se adueña de la mía, succiona mis labios hace un sonido nuevo y excitante, quiero más. Sé qué quiero más, pero no sé qué implica ese más. Paso mis manos por su cuello atrayéndolo más cerca de mí y le rodeo la cintura con las piernas.
Irah suelta un gemido y me vuelve a besar, más torpe y con más fuerza. Le doy la bienvenida al peso de su cuerpo sobre mí pecho y deslizo mis dedos desde la base de su cuello hasta su nuca con movimientos inexpertos y casuales. Me da vergüenza avanzar más, pero no parece molestarle, al contrario, su respiración sufre unas trasformaciones que nunca he percibido antes.
El calor de la anticipación que brinda lo desconocido, deja una capa de sudor en mi piel y cuando siento que Irah está a punto de perder el control, aleja sus labios de los míos y esconde su cara en la curvatura de mi hombro, justo en el hueco de mi cuello.
—Estás con suerte, acabo de decidir que es mejor dejar de pensar, así que voy a disfrutar de esto, como sea que se llame —bromeo para aligerar el ambiente.
—He leído que le llaman amor —responde él evasivo.
—¿Dónde?
—En los libros, claro —suelta un suspiro frustrado y vuelve a su posición inicial—. Puede que te parezca difícil de creer, pero los desmemoriados también tenemos cosas buenas.
—No es difícil de creer —digo tocándole los labios con un dedo e intentando sonar indiferente.
—Lo siento, había olvidado lo obsesionada que estás con renunciar a tu pasado.
—Olvídalo, sigue contándome.
Suelto su boca, paso las manos por detrás de mi cabeza y me dedico a mirar el techo para encontrar algún punto fijo, para menguar la sensación de mareo que me provoca el cuerpo de Irah.
—Ya se me quitaron las ganas —dice y finge un bostezo, pero luego viene otro y resulta más real.
—Duérmete.
—¿Sabes qué? —me pregunta, inclinándose para dejar un beso en mi frente— Acaban de entrarme ganas, como te estaba diciendo, recordar sólo veinticuatro horas tiene su lado bueno.
—¿Y ese sería? —replico, apartando mi cara porque su toque me deja anhelante.
—Soy realmente bueno leyendo, tengo un record de tres libros diarios.
—De cincuenta hojas.
—Trescientos cincuenta en promedio, contando las veces que voy al baño.
—¿Acaso no comes?
—Te lo dije, tengo un don.
—No sé para qué te esfuerzas tanto, si no los recordarás —tuerce la boca—. Ah, verdad. Tu diario, lo olvidaba.
Comprendo que Irah no se rendirá tan fácilmente, así que opto por el plan B.
—Voy por jugo.
—¿Tienes hambre? —pregunta intentando levantarse, lo empujo para que regrese a la cama mientras intento salir de la misma. No es fácil, me tiene sujeta de la cintura—. Puedo preparar algo para ti, sólo déjame salir…
—No, aún no me siento lo suficientemente repuesta para comer, sólo quiero un jugo.
Irah me mira receloso, pero no dice nada. Así que lo someto a una prueba y rezo internamente para que caiga.
—¿Quieres algo?
Él niega, está cansado, puedo verlo. Además, creo que agoté su energía con la sesión de besos, no sé si sentirme culpable o avergonzada, sin embargo lo dejo pasar a un segundo plano, porque la emoción que predomina en mi corazón es la alegría.
—¿Jugo? ¿Café?
Sus ojos claros se abren esperanzados, tiene sus pupilas dilatadas y cuando asiente emocionado se me rompe el corazón.
Una vez en la cocina, no es difícil encontrar la valeriana, de hecho, es más difícil distinguir el café de los otros productos. Una vez que el polvo dorado se disuelve por completo lleno un vaso de agua y me dirijo con ambos al cuarto de Irah.
Entro a la habitación y mi corazón se acelera, los remordimientos están a flor de piel, y cuando se bebe el café en varios sorbos largos, casi rompo en llanto.
Pasa toda una hora antes de que me deje contarle una historia para irse a dormir. Sólo acepta cuando le aviso que el protagonista es un apuesto gatito que salva a una niña de un monstruoso hombre, aún así, me asegura que no piensa dormir, pero está a segundos de rendirse, puedo verlo en sus ojos O eso quiero creer.
Empiezo a temer que la valeriana no haya resultado, pero al repasar mentalmente las indicaciones del reverso del tarro de café, me detengo en sus advertencias: “El café produce estimulación del sistema nervioso, del sistema respiratorio, el aumento de la agilidad mental, la agudización de la atención y la desaparición del sueño”. Pienso en la última contraindicación, y entiendo que quizás esas es la razón por la que Irah sigue despierto, la cafeína retarda los efectos somníferos de la valeriana.
—¿Sabes una cosa? —pregunta con su cabeza recostada sobre mis rodillas y sus parpados cada vez más caídos, apenas parpadea.
—No, dime —mis palabras flotan en el aire.
—No he tenido a nadie con quién hablar en mucho tiempo. —Inclino mi cabeza y lo beso en la frente, me detengo ahí unos minutos pensando en que debería irme ahora, antes que se duerma, antes que me olvide—. Tu compañía es todo lo que necesitaba para soportar esta noche.
Deslizo mis dedos por los ángulos de su rostro, desde su nariz recta hasta sus pómulos cincelados, me demoro en la zona de su mandíbula cuadrada, más áspera que el resto de la piel debido al afeitado, deseo poder encapsularnos justo en este momento para permanecer así por siempre. Lo irónico de mi deseo, es que yo portaré este recuerdo hasta el día en que muera. Sin embargo, Irah no.
—Apuesto que era guapo —pregunta, regresándome de golpe al cuento del gatito y la niña asustada, que le estaba contando para que pudiera dormir—, admítelo, te gusta ese hombre —murmura antes de dormirse.
—Me tiene loca ese hombre —admito, pero el hombre en cuestión, ya está dormido—. De hecho, creo que lo amo. No sé amar de otra manera.
Irah suelta un suspiro tranquilo y sus facciones de relajan mientras deslizo mis manos por su pelo claro. Mis lágrimas caen silenciosas mientras trato de extender el momento para disfrutar de Irah el máximo posible, antes de que despierte y me expulse de su casa. De su vida.
Me acuerdo del libro gordo, aún en el piso. Estiro mi cuerpo hasta la orilla de la cama para dar con él; me muevo con cuidado, para no despertar a Irah. El libro está al revés y un par de hojas sueltas sobresalen. Esta parece una ocasión tan buena como cualquier otra, para comenzar a leerlo, después de todo, no creo que exista algo más espantoso que las cloacas con desperdicios orgánicos y torres cuyos moradores son asesinos de bebés.