17:00

—Más por favor —me pide con el vaso tembloroso entre sus manos. Corro al baño, pero me detengo cuando doy con la puerta de Jairo. Irah tendrá que esperar, no debo olvidar que es un hombre, una bestia, un mentiroso que se reservó información vital.

Empujo la manija, y Jairo yace desparramado en su cama. Duerme como un tronco, con las manos abiertas y las piernas dobladas como las ranitas del estanque. Ocupa las dos plazas de cama.

Es extraño que no haya despertado con todo el ruido que hemos hecho, me acerco un poco más, lo justo para poder verle el rostro.

—Alcohol y una mierda —se siente extraño maldecir después de tanto tiempo—, con razón no me recordabas.

Observo pequeños restos dorados esparcidos por su rostro, las esquinas achinadas de sus ojos, la comisura de su boca y todo está tan claro, más ahora que Irah me ha contado la verdad.

—¿Polvo de Valeriana, eh? —pregunto de regreso en el cuarto del gato—. El amigo del año.

Él levanta su ceja, pero no dice nada, así que le entrego el vaso con brusquedad, lista para salir de ahí. Recibe lo que le entrego, lo voltea, y se lo avienta en la cara.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunto.

—¿Qué parece que hago?

—El ridículo, pero eso es normal en ti.

—Estoy intentando no dormirme.

Sus ojos están cerrados por el dolor. «No te ablandes» «No te ablandes»

—Francamente, ni sé porque te molestas. Despierto o dormido, no hace una diferencia.

—Lo hace para mí —dice pasando una mano por su pelo ahora mojado y abriendo los ojos sólo un poco, pero lo justo para que pueda ver en ellos esa emoción enigmática a la que no quiero dar nombre.

Algo me ha estado rondando la cabeza, así que pregunto para salir de dudas de una vez por todas.

—Tu amigo también consume Vigilia ¿no es así?

—Veo que lo has adivinado.

—La verdad no. Te había creído, pero cuando me dirigía al baño, procesé la información que me diste y pasé por la habitación de Jairo. Pude distinguir restos de polvos por toda su cara. Sinceramente, me siento una estúpida, debí haberlo captado cuando me preguntó quién era, de todas maneras, dudo que el alcohol sea el causante de su actual estado de coma.

—Te sorprenderías de lo que puede hacer el alcohol en tu organismo. Por supuesto, nunca lo sabremos.

—Porque me olvidarás.

—No, porque eres menor.

—Cumplo dieciséis en marzo, ya te lo dije.

—Yo tengo veintiuno, sigo siendo mayor —podría jurar que oigo culpa en su voz—. Tengo una idea.

Irah y yo subimos al tejado a esperar el amanecer, fue su idea, pero tuve que prestarle mi hombro todo el camino, los temblores vienen y se van. A último momento me hace devolverme para ir por una manta, bueno quería bajar él, pero tendría que estar loca para dejarlo ir padeciendo esas convulsiones que parecen haber acrecentado su cojera.

—¿Si tomas la pastilla los temblores se irán? —Él asiente y yo pienso en Jarvia—. Sigue siendo una pésima idea.

Me vienen unas ganas de bostezar de no sé dónde, cierro los ojos y él me ofrece la manta, no la acepto. No hace tanto frío, ya está por salir el sol, lo sé por la mancha amarilla que se asoma en el horizonte entre esas líneas rosadas y violetas.

—Me dará tiempo, ya lo sabes.

—No se trata del tiempo, sino de cómo lo aprovechas.

Irah se queda mirando hacia el horizonte, no veo nada de interesante, otro día, otras veinticuatro horas perdidas. Pienso en retrospectiva y es demasiado decepcionante reconocer que nada fue real, que sólo se trató de otra mentira. Para buscar una distracción a las trampas que me está jugando mi cabeza sin chip, intento reacomodarme en mi sitio, pero es difícil estar encima del techo y no caerse.

—Tienes un gusto de lo más raro en escoger lugares.

Me regala una sonrisa agotada y palmea el espacio a su lado. Estamos sobre unas tejas del tamaño de un melón y aún así, no imagino un lugar mejor para dar inicio al nuevo día. Viendo ahora sus ojos dorados, me doy cuenta que han perdido todo ápice de enigma, todos los secreto que lo atormentaban, han sido sacado a la luz. Bueno, la gran mayoría al menos.

—Es curioso —me dice—, pensé que una vez que te dijera todo me sentiría mejor, pero resultó ser todo lo contrario.

—No voy a pedir perdón por eso. Un hombre… ¿puedes creerlo?

Lo observo, cubierto por la manta luce incluso más débil.

—Tienes que dejar de ser tan prejuiciosa.

—Quiero golpearte —suelto cruzando los brazos sobre mi pecho—, quiero rasguñarte la cara y los brazos hasta que me duela tanto como a ti.

Él me mira con esos ojos dorados de ensueño, la comisura de su boca se curva.

—Hazlo —sus ojos me recorren con somnolencia y destraba mi mano de la teja, la tengo tan adherida que Irah tiene que desengancharla dedo por dedo—. Golpéame, pero que sea en la cara, de otro modo terminarás lastimándote.

Y lo hago, le doy un puñetazo en la cabeza, ni siquiera me fijo qué parte de ella es, pero se siente blando. La sensación de liberación no tarda en aparecer, pero se esfuma con la misma rapidez con la que llega, tal y como ocurrió con el sueño de tener a mi lado a “un igual”, esa hermosa “idea” que llegó materializada en Irah, pero que al parecer, estoy condenada a no experimentar jamás.

—No te detengas —dice él y acaricia mi mejilla con el pulgar, su mano es tan grande que abarca todo mi rostro. Estamos tan cerca que puedo ver los poros de su piel bajo la sombra de una barba afeitada hace sólo un día.

—Pensé que me sentiría mejor.

Frunce el ceño

—¿Y no fue así?

—Para nada.

Él vuelve a desviar su vista al horizonte, liberándome de la prisión dorada de sus ojos.

—Explícame qué tanto le ves a esas rayas rosadas.

—No son rosadas, son violetas y me recuerdan a ti, a tus ojos.

Pestañeo varias veces antes de conseguir hilar una frase.

—Entremos —la lengua se me pega en la boca—. Ya amaneció.

Él me sujeta del brazo y me acerca hacia él, mete su mano al bolsillo y me muestra las píldoras de antes.

—Depende de ti.

—Vamos, que se trata de tu cuerpo.

—Me sentiré mejor si tú estás de acuerdo con esto. La verdad es que no creo que me haga daño. Ya viste a Jairo

—Ni yo, pero será mejor que te abstengas —Se me ocurre una idea, una idea estúpida para convencerlo de que se quede a mi lado, tal vez consiga hacerlo dormir. Ni siquiera hace falta observarlo en detalle, su carita ha perdido algo de color y está tan ojeroso que da pena mirarlo—. ¿Qué te parece si recuestas tu cabeza en mis piernas y te cuento una historia?

Incluso exhausto, él entrecierra los ojos.

—Ni hablar, conociéndote será una de terror, sobre los hombres acechando jovencitas indefensas.

Dejo salir un suspiro de pura frustración.

—Necesitas descansar.

—Lo que necesito es que te quedes, prometí sacarte de acá y lo haré.

—Si lo que quieres es mi bendición para tomar esa cosa, la respuesta es no. No lo apruebo, no pienso cargar otra muerte sobre mis hombros.

Veo comprensión en sus ojos y algo similar a la ternura, alejo el rostro cuando él estira su mano para acariciarme.

—No me toques.

—¿Tanto asco me tienes? —no se trata de asco, sino de algo mucho mayor, son mi creencias, las bases de lo que soy, los fundamentos de mi pueblo.

—Estábamos bien así, simplemente respirando el mismo aire, me sentía normal. Eras cálido —niego rápidamente cuando lo veo sonreír—. Pero ya no lo eres, ahora cuando me tocas, ya no es como antes, no es lo mismo, no hay calor, tu toque es como brisas frías en mi piel

—Yo no he cambiado.

—Eras mi sol, ahora te has vuelto la reencarnación del invierno. Dudo que eso sea lo mismo.

Irah frunce el ceño, pero se guarda sus palabras. Es lo mejor, no es nadie para exigirme respuestas.

Cerca de las seis de la mañana, dejamos el tejado ni siquiera me molesto en despedirme de Jairo, Irah me ha explicado que el organismo del gato colapsó la noche anterior. A diferencia de Irah, él sí tomaba la droga, setenta y dos horas sin dormir, setenta y dos horas justas para que él pudiera recordarme y sernos útil. Pero los recuerdos tienen un precio, de hecho Irah tuvo que darle una alta dosis de polvo de Valeriana disuelto en un jugo por la mañana.

Por supuesto, Jairo ni siquiera preguntó por mí. Quiero decir, no es que me importe ni nada de eso, es un… la palabra con “H”, una bestia que atenta contra la integridad de la mujer, mi integridad. No porque se haya comportado amable, gracioso, cocine exquisito y me lave la ropa voy a olvidar algo como eso.

Estamos otra vez en medio de la nada. Irah me ha traído de regreso a un punto muerto de la quebrada. El sol de la mañana recae justo en su piel y su mandíbula cuadrada luce limpia con apenas una sombra de barba, eso hace que tenga deseos de tocarle.

Esta mañana cuando salimos, nos topamos con una foto mía en el escaparate donde antes salía el hombre que Irah señaló como el “gato” Gobernador, sólo que mi afiche no daba la bienvenida a la jurisdicción, no, mi cartel decía” Se busca” y ofrecía una recompensa. No había cifras ni nada de eso. Pregunté a Irah cuál sería el valor, pero no quiso contestarme. La fotografía nos advirtió que debíamos escondernos, así que Irah decidió guiarme por otra vía, una mucho más larga pero, también, mucho más segura.

—Luces mejor —le digo, mientras rebusca algo dentro de mi mochila. A estas alturas, es bastante obvio que, en algún momento mientras preparábamos nuestras cosas, se ha tomado la píldora.

—Gracias. Oye, quiero que tengas esto —dice y me entrega el libro gordo que, había escondido en mi mochila—. Sólo por si me ocurre algo, supongo que eso te ayudará a entender algo de este enredado asunto, así le das tregua a ese pobre cerebro —sonríe, luego agrega —estoy seguro que no has dejado de estrujarlo.

—¿En qué momento lo sacaste? —pregunto mientras le quito la mochila y lo vuelvo a guardar dentro.

—Mientras te cambiabas de ropa.

¿Está diciendo que subió hasta su cuarto y hurgó en la cama con esas convulsiones en el cuerpo?

—No habías tomado la Vigilia aún —no es una pregunta—. ¿Y el dolor?

Una emoción que no sé reconocer se apodera de su semblante, pero Irah es demasiado rápido, demasiado astuto para dejarme ver algo que no quiere, y se las ingenia para darme una sonrisa.

—Intento no pensar en eso.

—¿Duele ahora?

Hace una mueca con la boca y vuelve a cargar mi bolso en su hombro.

—Menos que antes —Admite y me gusta que esta vez diga la verdad, incluso si quiere protegerme, ninguna verdad me dañará más que sus mentiras.

Es gracioso ver el entusiasmo de Irah, cualquiera pensaría que va de excursión con un grupo de amigos. Va vestido con “pantalones de combate”, sus palabras, no las mías. Básicamente son verdes, pero también tienen manchas negras y marrones, todas entremezcladas, me dijo que ese efecto servía para camuflarse, claro, como si unos pantalones, una camiseta negra y una gorra del mismo color, tuvieran el poder suficiente para entrar a La Große.

Voy disfrazada de gato otra vez, he decidido mantener ese nombre porque es demasiado repugnante admitir que traigo puestas las prendas de un “Hom-bre”. El sol me está matando, pero esta vez Irah se apiadó de mí, y consiguió ropas más ligeras que las toneladas de ropa que me forzó a usar la primera vez que nos dirigimos hacia la torre.

Esta vez, Irah me prestó una camiseta larga, pero es tan ancha que dudo que sea de él, más bien parece de Jairo y bajo ella están mis pantaloncillos cortos. Se siente bien poder usar algo propio de nuevo, además de la ropa interior. Por otra parte, no puse ninguna resistencia cuando él me ofreció llevar gorra, la misma de ayer en realidad, supongo que le tomé cierto aprecio.

—¿Ves esa entrada?

Todo lo que veo son arbustos en medio de montículos de tierra y una calle desierta que va en picada. Más allá, casi al final de la calle, se asoman las primeras casas. No parece que sea el lugar más lujoso de La Große,

—Allá —dice apuntando hacia abajo y bueno, veo algo, pero es más una rendija que está sobre la vereda que una entrada.

—No entramos por ahí, es muy pequeño

—Lo haremos una vez que saque la tapa —dice mientras se acerca a la orilla de la calle, yo lo sigo mirando hacia todos lados, nunca sé si aparecerá alguien con cartel en mano dispuesto a entregarme.

Lo veo inclinarse y pego un brinco cuando el grita emocionado.

—¡Listo! —suena más que pagado de sí mismo—. Y tú no querías que me tomara la Vigilia. Durmiendo como un tronco no hubiera podido hacer esto.

—Deja de quejarte tanto, dormir no es tan malo. Tiene bastantes beneficios para la salud, sobre todo la salud mental, aunque suene irónico.

—¿A sí?, dime…

—Anoche soñé contigo.

La expresión de Irah pasa por muchas variantes de rojo, está tan ruborizado como debía estar mi propia cara. Sus ojos dorados se agrandan y aunque lucen irritados y ojerosos debido a su falta de sueño, siguen pareciéndome de ensueño.

—¡Virgen! Olvidé echarme bloqueador.

—No lo necesitarás a dónde vamos.

Siento mis piernas aflojarse cuando él estira su mano hacia mí para que me meta por en ese agujero oscuro.

—Huele mal —le digo, pero de todos modos acepto su mano. No estamos en posición de ponernos regodeones. Me arrodillo junto a él y permanezco inmóvil cuando levanta la mano y acaricia mis mejillas. Encima cierra los ojos y ahí me olvido de cómo pensar.

Por desgracia, la visera de su gorra no me deja ver sus pestañas, sé que son largas y proyectan sombras hipnóticas sobre los ángulos afilados de su mejilla. Lo que sí puedo ver es su lunar y me dan deseos de besarlo. Sin proponérmelo, levanto mi mano y le devuelvo el gesto, me encantaba el tacto de su piel y la forma en que deja de respirar cuando lo toco o me acerco más de lo acostumbrado.

Pronto siento su palma sobre mi mano, aferrándome a él, presionando mi toque en su mejilla. Sus acciones siempre me han dicho más que sus palabras. Le lleva un par de respiraciones volver a abrir los ojos.

—Hay que irnos —dice con la voz agitada y da un vistazo a su reloj—. Ahora.

Irah es el primero en bajar por la alcantarilla. Tiene una pequeña escalerilla en su interior, pero él no la usa, salta.

—¡Ten cuidado con la mochila! —digo pensando en el libro y las linternas guardadas en su interior.

—¿Vas a saltar o no?

Cierro mis ojos y me tapo la nariz con una mano, el esfuerzo es inutil, ya que en cuanto me lanzo abro mis brazos desesperada, buscando en qué agarrarme, luego suelto un grito desgarrador.

—Te tengo —dice cuando me atrapa. Le lleva un tiempo soltarme, lo que está bien porque hay agua acá abajo. Mientras me tiene en sus brazos, aspiro su aroma, ¡Virgen santa!, su olor es lo único bueno en este agujero lleno de porquería.

—¿Qué fue ese chillido? —le pregunto—. Ahí está otra vez, ¿oíste?

—Debe ser algún roedor

Comienza a bajarme de sus brazos, el agua me llega hasta las rodillas, me asusto y automáticamente me cuelgo de su cuello otra vez.

—Tranquila, ellos te tienen más miedo del que tú les tienes.

—¿En serio?

—Pues claro, ¿no te has visto al espejo?

Entorno los ojos, me descuelgo del cuello de Irah, sin antes olerlo por última vez, y comienzo a avanzar en medio del túnel oscuro.

—Toma —me entrega una de las linternas que metimos en la mochila, luego toma mi mano antes de avanzar.

Después de una media hora en medio de desperdicios flotantes, unas ratas del tamaño de un perrito bebe y un hedor entre metálico y podrido. Finalmente Irah anuncia que hemos llegado.

—¿Sabes? —le digo mientras lo observo escalar hasta la superficie—. Entre tu metamorfosis de gato a hombre, la droga esa a la que es adicto tu amigo y ese libro de horror que tengo que leer, pensé que nada podría superar todo eso, pero este paseo a la ciudad de las ratas se lleva el premio mayor.

—Podría dejarte ahí abajo —dice girando su rostro hacia mí luciendo molesto—. No me mires así, lo digo en serio. Piénsalo, tú realmente podrías construir una nueva sociedad acá.

—Concéntrate en el camino —le digo molesta,

—Lo tengo, lo tengo: voy a la torre, saco a tu amiga de ahí.

—Pero…

—No me interrumpas —me calla —La traigo para las cloacas y ustedes dos se dedican a criar ratitas.

Irah está a sólo unos centímetros de la rejilla que nos conduce hacia aires menos tóxicos, cuando finalmente llega, quita la reja y el aire que se escurre llega hasta mis fosas nasales aliviándome. Es artificial, mucho mejor que el denso aire de la alcantarilla.

—Eso es muy conmovedor —digo cuando él estira la mano para ayudarme. El túnel tiene menos de dos metros de altura, pero sigue siendo alto para alguien de uno sesenta y siete.

—Lo sé, ahora dame la mano y cierra tu boca —pongo cara de pocos amigos—, por favor.

***

Por fin estoy dentro de La Große. La alcantarilla nos condujo hasta una especie de cocina, ya que todos visten de blanco y nosotros estamos bajo un carrito lleno de servilletas de género blanco, pulcramente dobladas. Supongo que el túnel es el desague donde vierten todos los desperdicios de la cocina, entre otras cosas.

Irah capta mi atención dándome tres golpecitos en el hombro con su dedo índice, luego se lo lleva a sus labios para indicarme que debo permanecer en silencio. Menuda novedad.

—Necesito un cambio de ropa —le susurro—. Si no nos reconocen por nuestras caras, seguro que nos atrapan por el olor. Apestamos.

—Olvídate —tiene la mandíbula tensa, u no separa los dientes al hablar—, por si no lo has notado, todo este sitio apesta, apenas notarán la diferencia, están acostumbrados al olor.

«Pero yo no lo estoy»,

Mira otra vez a Irah, analizo nuestras posibilidades de éxito. Vestimos ropa negra, exceptuando sus pantalones, pero son tan oscuros que apenas y se nota la diferencia. Punto en contra, si todos en esta torre visten de blanco. Nuestras gorras es lo único que no está empapado con esa agua turbia, punto a favor, porque no estoy segura si podría pensar en algo coherente con esa fetidez encima de la cabeza.

—A la cuenta de tres —me dice Irah, sacándome rápido de mis cavilaciones.

Ni siquiera me da tiempo de procesarlo cuando se echa a correr conmigo a rastras, otra vez—. ¡Idiota! —le recrimino cuando se detiene en un espacioso comedor.

—No nos pillaron ¿o sí?

—No, pero… ¡Irah, ¿qué es eso?!

A nuestras espaldas hay un camino de huellas rojas encima de la baldosa gris perla, parece sangre y van desde la puerta hasta donde estamos nosotros.

—Levanta un pie —me ordena.

—No veo nada —, la planta es negra y luce mojada, nada más.

—Da otro paso.

Yo lo hago y mis botas dejan un nuevo par de huellas. Irah luce tan contrariado como yo.

—Mi turno —dice—. Y ocurre exactamente lo mismo.

Esto no está pasando, no puede ser real.

—Déjame ver tu ropa —Se acerca a mí con paso dudoso aumentando mi ansiedad y necesidad de entender qué rayos pasa. Comienza a estrujar mi camiseta, un líquido rojo y con olor entre metálico y podrido comienza a gotear.

—¡Mierda! —maldice mirándose las piernas.

—¡Tú pantalón! —le grito. La tela ha comenzado a secarse en algunas partes y el líquido oscuro ha pasado de café a rojizo. Es sangre, estamos bañados de sangre.

—¿Sabes lo que estoy pensando?

No tengo la más mínima idea, pero ni siquiera soy capaz de hablar, estoy asqueada. La ropa húmeda se me adhiere a la piel. La levanto un poco y me miro el vientre, está todo teñido con sangre.

—Esa no era una cocina —expresa con un tono que me asusta. A lo lejos se escucha un bebe llorar, miro en dirección al llanto, luego vuelvo hacia Irah.

—¿Qué era entonces? ¬

—No estoy seguro de querer averiguarlo.

Escuchamos un par de voces acercándose y a medida que avanzan, también aumenta el llanto del bebé. Miro hacia la derecha, luego a la izquierda, buscando un sitio para esconderme.

—En el armario —me dice Irah y me arrastra a volandas en su dirección, al mismo tiempo, dos mujeres vestidas de blanco entran al comedor con el bebé en brazos.

El armario tiene un fuerte olor a antiséptico, al menos contrarresta el hedor a sangre. Donde sea que mire hay cajas con medicamentos.

—No mires —musita en mi oído llevando una mano hasta mis ojos, pero él se tarda mucho. Irah no es lo suficiente rápido para impedirme ver lo que se está llevando a cabo en el comedor, y por primera en el tiempo que le conozco estoy deseando lo contrario, que sea rápido. Que ofrezca disculpas, no permiso, que haga lo que su instinto le dicta sin considerar mis necesidades. Que sea el gato testarudo en lugar del hombre arrepentido. Quiero seguir creyendo que esa mesa es la de un comedor, pero no lo es, es una camilla de hospital.

La puerta del armario tiene tres aberturas horizontales, cada una de medio centímetro de grosor, por ellas se escurre la luz y puedo captar retazos de lo que está ocurriendo afuera.

Pestañeo aturdida, intentando asimilar lo que han visto mis ojos.

El niño dejó de llorar en cuanto el líquido de la jeringa entró en su sistema. Lo veo y trato de evadirme, le exijo a mi cerebro que no haga caso al entendimiento, pero lo hace y sé lo que están realizando sobre esa fría camilla. Lloro, y deseo con todo mi corazón que el bebé también lo haga. Por favor que esté vivo. Podría haber sido el hijo de Emil dentro de unos meses, esa vida pude ser yo o incluso Irah.

El bebé no llora, ya no pide ayuda… ya no chilla por su mamá.

—Bueno —dice Irah sacando las manos de mis ojos tarde, demasiado tarde—. Supongo que ya sé porque no hay hombres defectuosos.

—O mujeres —me oigo decir, mi voz suena entrecortada y volteo el rostro hacia su pecho, porque sólo él sabe cómo reconfortarme. Y es cuando me abraza, cuando me quedo sin excusas, sin prejuicios, sólo estamos él y yo, escondidos en un armario intentando tragar el sabor amargo que deja la impotencia, el remordimiento de ser silenciosos cómplices de un asesinato.