Me despierta el crujir de unos torpes pero pesados pasos.
Abro los ojos, y en medio de la oscuridad, veo una sombra peligrosa inclinándose sobre mí. Levanto mi tronco del sillón y giro a mi derecha luego a la izquierda, buscando algo para atizarle, pero no doy con nada, comienzo a desesperarme.
—¿Quién e… e-res ts… tú? —pregunta el desconocido arrastrando la voz, posteriormente da un traspié y cae de boca al piso soltando un par de maldiciones.
—¿Jairo? —pregunto con mi voz varias notas más alto de lo normal.
—Mierda —dice alguien y la luz de la sala se prende dejándome ciega por unos segundos. Jairo está tendido inconsciente sobre el piso, Irah me mira de reojo mientras trata de levantarlo. No entiendo nada de lo que está pasando.
—¿Qué le pasó? ¿Dónde estaba? —le pregunto.
—En la cocina, sirviéndome un café, pero el colega aquí presente decidió darnos una sorpresa.
Ignoré a Jairo, verlo desparramado en el suelo me daba impresión y repugnancia, al mismo nivel… ¡virgen santa! El gato olía fatal.
—¿Café?
—Sí… lo que te serví el otro día en la cabaña ¿recuerdas?
«Así que el jarabe se llama Café»
—¿Cómo hago para ayudarle?
—Tranquila, déjalo así. No quería que te despertaras, duérmete.
—No puedo dormir una vez que me despierto.
—Entonces — se inclina para levantar al otro gato, pero suelta un quejido y Jairo comienza a dar algunos signos de lucidez pestañeando con torpeza.
—Vamos amigo —le pide Irah—. Ayúdame, sabes que pesas el doble de lo que acostumbro cargar.
—¿Dónde estoy?
—En casa —responde gatito, luego me habla a mí—. Quédate en el sofá, regreso en un minuto.
Obedezco, y pasa bastante tiempo antes de que lo vuelva a ver, no tengo reloj así que no sé realmente cuantos minutos han transcurrido. Es extraño estar sin el habitual clic de mi reloj, con el correr de los años se ha vuelto tan cercano a mí como Emil o hasta el propio Irah.
Es triste que mi felicidad dependa de un aparato mecánico. El reloj, gobernante de nuestras vidas. El que con cada clic me advierte que queda un segundo menos para que todo recuerdo se evapore. Un nuevo comienzo para todos, mas no para mí.
Odio ser anormal, pero más odio el retroceso que implica el constante avance de las manijas del cronógrafo. Es exasperante vivir en ventaja y aparentar estar siempre en un punto muerto. Las doce de la noche. Cero horas, tiempo en que todo el mundo olvida llevándose en esos recuerdos, toda experiencia.
Me distraigo de esos pensamientos deprimentes mirando las paredes de color marfil y los ventanales, tenuemente iluminados por la lámpara. Me preocupa que ya sea de noche, y ese solitario hecho, me trae otra vez a la memoria los relojes, todos los que he tenido en mi vida.
¡Virgen Santa! Qué hora es.
—Sigues despierta.
Levanto la vista y veo a Irah parado, su silueta alta y delgada espera quieta frente a mí, puedo apreciarlo en detalle. Se ha cubierto su torso con una camiseta marrón.
—Le dije que no podía dormir una vez que despertaba, tengo el sueño liviano.
—Yo soy como un oso. Espera, déjame adivinar, no tienes idea de lo que es un oso.
—En teoría
Él rueda los ojos y elimina la distancia entre ambos hasta quedar de pie frente a mi sofá.
—¿Puedo? —pregunta mirando el lugar vacío a mi costado izquierdo. No estoy segura de qué responderle, las cosas siguen raras desde el episodio del baño, he decidido nombrarlo así porque mencionar el beso me resulta violento e invasivo. Irah me da otra de esas miradas por debajo de sus pestañas, como si intentara leer en mi rostro una respuesta. Pero como dije antes, los gatos no son pacientes, así que se sienta a mi lado. Me asusta lo feliz que eso me hace.
—¿Qué está haciendo? —pregunto.
—Por favor dímelo, porque me estoy quedando sin respuestas ¿Locura? Es probable ¿Tiene remedio? Lo veo difícil.
Irah se toma la cabeza entre las manos y se reclina hacia el respaldo del sofá. Está tan cerca de mí, que bastaría estirar mi mano para tocar su rostro. Me alejo de él, corriéndome despacio hacia la esquina derecha del sillón, Irah tiene los ojos cerrados, así que no lo nota.
—¿Recuerdas las campanadas?
—Sí, fueron tres.
—Hoy se ha declarado toque de queda. Todas las esquinas de la ciudad están franqueadas con centinelas —cierra sus ojos luciendo aún más agotado que antes—. ¿Sabes lo que eso significa Aya? No vas a poder salir de aquí.
—¿No es eso algo normal?
—En tu ciudad podrá parecer normal, pero acá no necesitamos horarios para ir a la cama. Ahora las malditas puertas están cerradas.
—Entonces hasta hoy ¿estaban sin seguridad?
—Claro, ¿por qué deberíamos estar encerrados? Ah lo olvidaba, los hombres ¡esas terribles bestias!
—No es gracioso.
—Por supuesto que no, es ofensivo.
—Sigo sin entender, si la puerta principal estaba abierta, por qué entonces…
—¿Te estás preguntando por qué te hice atravesar el muro?
Asiento y él esboza una mueca de desagrado.
—La entrada principal está al lado opuesto del bosque, rodear la ciudad nos hubiera tomado cinco días o más, y según entendí, tú quieres recuperar a tu amiga lo antes posible.
—Emil —comienzo a alterarme al recordar la razón por la que estoy acá en primer lugar—. ¿Qué hay de Emil?
—¡Olvídate de ella, te están buscando a ti! Saben que escapaste, esa es la razón por la que salí. Lo sospeché al oír las campanadas, pero necesitaba confirmar.
En ese momento se hace un gran silencio e Irah me mira furioso.
—Emil debe estar bien —disminuye un poco el volumen de su voz—, ni siquiera sabe lo que ocurre, no recuerda. Tú en cambio…
—No me importa lo que me pase, no voy a huir como una cobarde.
Él arquea una ceja y espera. Su encanto ha desaparecido, junto con el gato considerado que vive para socorrer a los demás y de ser necesario, cargarlos en su espalda pese a tener una fea herida en la planta del pie.
—¿Cómo está su pie?
—¿Qué quieres decir.
Dejo el sofá para revisarle el pie y no me sorprende encontrarlo descalzo.
—Esta venda está sucia, hay que cambiarla.
—Ya lo haré más tarde, ve a dormir.
—No lo creo, hay sangre y tierra. Tienes que curarla ahora mismo, antes de que se infecte y salga pus.
—Aya…
—Espérame aquí —es mi turno de decir—. ¡No te muevas!
Corro hasta la cocina y con actitud tranquila y pausada busco algún cuenco en la alacena, abro el armario izquierdo, nada, derecho, tampoco.
—¿Buscas esto?
Irah que todo lo tiene que hacer perfecto, tiene en sus manos un kit completo de primeros auxilios, incluido el cuenco que yo tanto buscaba. ¡Qué gato más irritante!
—Puedo curarme yo mismo, pero antes tenemos que hablar —dice de una forma tan despectiva, que anula todas mis intenciones de ayudarlo.
—Ya hablaremos mañana, voy a dormir —le digo antes de caminar hacia la puerta de la cocina.
—Dijiste que no tenías sueño.
Me detengo y observo mis uñas, están raídas y las yemas se han deformado. Esto es signo del estrés al que he estado expuesta, porque sinceramente, nunca noté cuándo ni cómo las mordí.
A mis espaldas, escucho sus pasos chocar contra las baldosas, es un sonido corto, lo siento caminar hacia mí, cerca, cada vez más cerca, no quiero mirarlo, no quiero oír lo que tiene que decirme.
—Aya —acuna mi rostro entre sus manos y tiemblo desde la cabeza hasta la planta de los pies.
—¿Qué le pasa a Jairo? —Mi pregunta parece sorprenderlo y aprovecho ese momento para soltarme de su agarre.
—Él… estuvo tomando.
—Olía horrible.
—Bueno, eso es lo que hace el alcohol. Supongo que en La Grata no ingieren alcohol. Joder, no me sorprendería que vivieran a base de leche y avena.
De hecho, es algo que disfrutamos bastante. Personalmente soy una fan incondicional de la avena en todas sus variantes: galletas, pasteles, yogurt, cereal. Pero siento que admitirlo frente a él probaría algo, así que en lugar de ello prosigo:
—Él me preguntó quién era yo —Por un momento su rostro queda en blanco, pero se recompone tan rápido que lo atribuyo a mi imaginación—. ¿Otro efecto secundario del alcohol?
—Exacto.
—Me está mintiendo —Irah reprime un bostezo con su mano y sus enigmáticos ojos se vuelven todavía más rojos que los de Jairo antes de “salir de farra”.
—Sí —admite a regañadientes—, no me dejas otra opción. Aún no estás lista para oír la verdad.
Toma una enorme bocanada de aire y lleva su mano izquierda al tabique de su nariz, la deja ahí por lo que parecen horas, intentando recobrar el ritmo normal de su respiración. Luego toma una silla, la arrastra y dobla su pierna en el asiento.
—O tal vez sí. Depende ¿te gustaría hablar de los hombres?
Arranca la venda de un solo tirón sin siquiera pestañear, no logro ver la planta de su pie desde donde estoy, pero una fea costra le sobresale del tobillo.
—No entiendo.
—Vamos, no es tan difícil. Ambos sabemos que no fue un hombre lo que te atacó en el bosque.
—¿De qué está hablando? Fue un hombre, yo misma lo vi.
Irah arroja la venda en el contenedor de basura, pero ésta cae fuera así que corro a buscarla.
—Fue una cobra, ya te lo dije.
La tela está cubierta de sangre seca y barro, un escalofrío me recorre la columna cuando tengo que arrojarla en el tacho y girarme.
—¿Por qué está haciendo esto?
Él no aparta sus ojos claros de mí mientras aplica un antiséptico en la herida. Ni siquiera es capaz de tomar un algodón y ¡Dea-mater!, ya no lo soporto más.
—Deténgase, déjeme a mí —le contradigo, intentando arrebatarle el antiséptico.
—No quiero tu ayuda —sacude mi mano en un movimiento bruto.
Me quedo de una pieza ante tanta violencia, estoy a centímetros de él, todavía con su ropa puesta y mi moño desatado. Tengo cientos de preguntas y el espíritu desgastado. Es difícil lidiar otra vez con esa emoción de la cual me creía acostumbrada: rechazo.
—No lo entiendo —digo en un susurro—. Ha hecho tanto por mí; me ha cuidado, me salvó de la “cobra”, como insiste en llamarla. Incluso me alimentó.
Llevo una mano a mis ojos cuando percibo que estoy por llorar.
«No ¡Por favor, no ahora!»
Pero mi corazón no escucha. Debería haberlo previsto para estar mejor preparada, pero no lo hice, por eso no puedo evitar llorar mientras le pregunto:
—¿Por qué no me deja ayudarle? —Mi voz suena ronca e irregular—. ¿Qué tiene de malo que por una vez sea yo quien cuide de usted?
—Aya —deja escapar mi nombre por medio de un suspiro. Su aliento cosquillea en la piel de mi rostro y me olvido de todo, del dolor, de mis lágrimas. Estamos tan cerca que si hablo podría rozar sus labios.
No me importa si es gato o mujer, si esto es real o un cruel sueño, Irah es el único capaz de recordar y eso no tiene precio. Para él soy alguien, existo. Gatito ha sido el único que me ha hecho querer ser tal y como soy. Irah, me enseñó a aceptarme.
Acerco mucho más mi rostro para alcanzar sus labios, pero es un intento vano porque Irah baja la pierna de la silla, se pone de pie y otra vez me deja lejos. De repente, me siento pequeña, ridícula y culpable, como si acabara de hacer algo realmente malo.
—No podemos —dice él y cierra los ojos como si verme fuera de por sí doloroso—. Ve a dormir Aya.
—Pero… —vuelvo a secarme los ojos con la manga, esto duele mucho, es un dolor extraño. Siento como si me incendiaran el pecho y el fuego se propagara por todo mi cuerpo—. No, no puedo respirar.
—No eres la única. —Dice enarcando una ceja y reprimiendo una sonrisa, como si escondiera un secreto—. Ve a dormir Aya, vete antes de que sea tarde para los dos.
—Sigo sin entender. Si hice algo mal, te ofrezco disculpas.
—No te merezco Aya, ese es el porqué. Así que guárdate tus disculpas para quién las merezca y lo digo en serio, guárdatelas, no se las des a cualquiera. Y no permitas que te roben otro beso.
Muerdo mi labio evitando llorar otra vez, pero no ayuda en nada porque siento las lágrimas correr furiosas por mi mejilla.
—Preparé tu cuarto acá abajo —dice doblando una gasa y llevándola hasta su herida—, en el pasillo, la primera puerta de la derecha.
Se detiene un momento y por un segundo parece dudar, al final se inclina y me da un rápido beso en la frente, pero no me reconforta porque es un gesto igual a los anteriores: frío e impersonal.
—Voy a sacarte de aquí Aya, a ti y a tu amiga, aunque me cueste la vida —sentencia apenas en un susurro.
Llego a la pieza dando tumbos, mis pies se arrastran y las botas parecen pesar una tonelada. Me siento débil, incluso el pelo me duele, no tengo heridas, mi piel y huesos están intactos. Sin embargo, mi corazón. Mi corazón es una historia diferente.
«¿Por qué? ¿Qué hice o dije para que Irah crea no merecerme?»
Tal vez es porque vengo de La Grata o quizás los gatos, le tienen fobia a las mujeres. Son animales muy quisquillosos. Lo sé, lo leí.
Eso explicaría porque durante la tarde insistió en que me disfrazara, pero… No. Es imposible, vi a otras mujeres en la ciudad y los gatos parecían perfectamente a gusto con ellas. Uno de ellos incluso la llevaba atada de un collar, como si se tratara de un perro.
«¿Qué es entonces?» «¿Qué hice mal?»
Está claro que él necesita algo más de tiempo para hacerse a la idea de dejarme ayudarlo.