—Está bien, disculpa aceptada.
Después de besarme, Irah se dirige hasta la ducha y abre la llave izquierda.
—Esta es agua fría —me explica, como si yo fuera una idiota. Aunque la verdad es que me siento un poco idiotizada, no entiendo nada. Estoy fuera de mi cuerpo, no soy capaz de hablar y si pudiera, no sabría qué decir exactamente—, y esta de acá es para el agua caliente.
Lo miro y me regala una sonrisa nerviosa, las comisuras de su boca se acentúan y puedo ver una pequeña parte de sus dientes superiores, luego se dirige hacia fuera del baño, pero antes de cerrar la puerta, retrocede unos pasos y se gira hacia mí con esos cálidos y ahora cansados ojos dorados.
—Recuerda lo que te dije sobre las llaves. Izquierda: fría, derecha…
—Caliente.
—Exacto… —parece inseguro, su mirada vaga por todos los rincones del baño, excepto mi rostro—. No te vayas a quemar.
Cierra la puerta y me apresuro en ponerle seguro. Maldición, no dejo de temblar, algo anda realmente mal conmigo. Doblo mis rodillas, las rodeo con los brazos y escondo mi cabeza en ellas.
—¿Qué me está pasando?
Minutos después, tomo una toalla, algunos artículos de tocador y me meto en la ducha. ¡Tiene una puerta corredera de vidrio! Antes no lo noté, probablemente porque estaba abierta cuando Irah me enseñó lo de las llaves o tal vez estaba demasiado distraída.
No quiero pensar en eso, así que enjabono mi cabello y tomo una de las maquinillas de afeitar que hay en la repisa a mi izquierda, para afeitarme las piernas. En La Grata usábamos unas parecidas.
Cierro el agua y me envuelvo en una toalla, pero me encuentro frente a un dilema: mis ropas están inservibles.
Podría bajar en puntillas y exponerme a que el par de gatos me viera, y ya no me fío de Irah, no estoy segura del porqué. Supongo que ese beso lo ha cambiado todo. Aunque, no debería, fue una disculpa sincera después de todo.
Nunca nadie me ha besado así antes, no parece cosa de mujeres. Automáticamente, me viene a la cabeza una imagen de Patrinix y Mónica,
El pensamiento es perturbador y tardo en asimilarlo, de hecho, no quiero asimilarlo, no deseo encontrarle sentido, sencillamente no hay tiempo para eso. Pienso en la hora que debe ser y automáticamente desvío la vista a mi muñeca.
— ¡No! —grito, advirtiendo que me he duchado con el reloj puesto. Tonta de mí, tan estúpida tan… tan…
—¿Anaya, estás bien? —pregunta Jairo desde el otro lado de la puerta, para ser la versión deforme de Emil, no está tan mal. Por lo menos cuando no le ves la cara.
—Sí, sólo… Necesito un minuto.
Aferro con fuerza la toalla a mi cuerpo y me pregunto cómo diablos saldré de aquí.
—Vale, te espero —más que tranquilizarme, suena como una amenaza. De todos modos, lo prefiero a él antes que a Irah. Quiero decir, confío cien veces más en gatito, pero en estos momentos lo último que necesito es verlo, las cosas están raras.
—Es que —Imposible, no puedo decirle.
—¿Necesitas algo?
¡Gracias Virgen!
—Ajá.
Él baja el volumen de su voz, por lo que tengo que acercarme a la rendija de la puerta para oírle.
—¿Quieres que te traiga tus cosas o prefieres que te preste algo limpio mientras lavamos tu ropa?
¡Ahora entiendo porque Irah dice que es la versión femenina de Emil, Jairo es un sol!
—¿Haría eso por mí?
—Cuenta hasta ciento veinte, ya vuelvo.
¿Contar hasta ciento veinte?
—Uno, dos, tres, cuatros, cinco… Noventa y ocho, noventa y nueve, cien, ciento uno, ciento…
— ¡Listo!
—… dos —dejo de contar y abro la puerta lentamente, escondiéndome tras ella. Jairo está con una torre de ropa perfectamente doblada entre sus dos manos, las tiene extendidas hacia mí, miro su rostro y no puedo evitar sonreír, tiene los parpados cerrados y tan fuertemente apretados que apenas se distinguen.
—Sé que está viendo —le aviso—. No soy tonta.
Jairo abre un ojo y frunce ceño.
—¿Qué me delató?
—Sus párpados, los arruga demasiado.
—Rayos, sabía que exageraba con eso. Bueno, al menos ya sé a qué atenerme para la próxima.
Sonrío ante su comentario. Dudo que haya una próxima vez.
—Qué payaso —le recrimino cuando se acerca y me entrega las prendas.
—Es uno de mis talentos. Desde ya te aviso: estas son ropas de Irah, aunque ya no le quedan, son de cuando era niño. Lo digo por las pulgas, con eso de que somos “gatos” —hace comillas con las manos—. Miau-Miauuu.
Me quedo viéndolo seria sin entender una sola palabra.
—Olvídalo, nos vemos abajo.
Pensar que Irah fue alguna vez pequeño me resulta imposible. Siento ese familiar aguijonazo en mi corazón: son celos, esta vez los reconozco de inmediato, como cuando me pasaba con Patrinix y Mónica, ellas compartían algo que yo jamás conocería, lo mismo ocurre ahora. Jairo conoce una parte de Irah que yo no veré jamás.
Es difícil imaginarme una versión pequeña de esa fuerza bruta corriendo descalza por el suelo del bosque, cabello despeinado, carita sucia. Me pregunto quién lo curaría, me pregunto quién le enseñaría a nadar.
—Te dejo para que te cambies —me avisa y salgo de mis ensoñaciones para descubrir que aún no se ha marchado—. Irah y yo estamos esperándote para comer.
—Entiendo y gracias, otra vez.
—No hay de qué —dice y me guiña un ojo, demasiado tarde reparo en que los tiene rojos e hinchados. No alcanzo a preguntar, me preocupa. ¿Habrá estado llorando? Tal vez picó cebolla mientras cocinaba. Más tarde le preguntaré.
Me apresuro en ponerme la ropa, me queda nadando. Dudo mucho que esto haya sido de Irah en versión niño, si cabe adolescente, aunque sigue sin parecer creíble. Sus mangas son demasiado largas al igual que sus piernas, todo es demasiado grande
Me doy por vencida y llego a la cocina con la camiseta de Irah remangada. Ahora parece un vestido de mangas cortas. Ninguno de los gatos me ve, están demasiado concentrados en su plática, así que me desvío a la sala para sacar la ropa sucia de mi mochila. No pretendía escuchar, pero mi nombre salta en la conversación y es inevitable acercarme.
—Es cosa de Aya —explica Irah, ambos gatos están dándome la espalda. Jairo de pie, revolviendo un cuenco e Irah sentado en una silla.
—Tampoco es tan malo.
—¿Pero un gato? ¿Quiero decir, por qué no un tigre o un león?
No soy la única que se ha cambiado, mientras me duchaba Irah ocupó otro baño y remplazó sus pantalones de tela por unos jeans azul oscuro y una camiseta negra, no es ajustada, pero se le ciñe a su pecho y brazos, marcando su fuerte musculatura.
También se ha afeitado. Bueno, supongo que la maquinilla de mi baño no era la única de la casa, eso es bueno, hace que me sienta menos avergonzada por utilizar algo tan personal, sin pedir permiso a sus dueños.
—Deja de quejarte y da las gracias, condenado suertudo.
—No son quejas Baldwin, es preocupación. Trata de ponerte por cinco minutos en mi lugar.
—No gracias, me gusta más el papel de espectador. A propósito de eso ¿Cómo lo vas a hacer con el asunto de Rapunzel?
—No estoy seguro, había pensado en ir dentro de unas horas.
—¿Estás loco?
—No hablo de introducirme en La Große,, sino de reconocer el terreno.
—Doblemente estúpido. ¿Tomar el riesgo en vano? Irah, amigo mío, quién lo hubiera dicho. Menos de una semana con la chiquilla y ya te chafó un tornillo.
—Jairo, tú no la conoces, si no la llevo hoy se desquiciará.
Ambos guardan silencio un momento, al principio pienso que me han atrapado husmeando, pero no, al parecer las palabras de Irah tienen un efecto devastador en Jairo y gatito teme que yo me vuelva loca si no veo otra vez a mi amiga y para ser sincera, no estoy segura de que él no tenga razón.
—¿Piensas disfrazarla o algo?
—No tengo más opciones.
—Bueno. Conozco una…
—Ni hablar.
—Pero ni siquiera te la he dicho.
—No hace falta, tu mirada pervertida lo dice todo.
—Tiene el porte de una Meretrix.
—Estás enfermo. Hoy me encontré con Tadeo y Aitor, éste último la reclamó.
Irah se inclina en la silla donde está sentado y estira la cabeza hacia atrás. Sus ojos se abren desorbitados cuando nota que estoy en la cocina y se cae con silla y todo.
—¿Qué rayos? —exclama Jairo—. Dónde demonios tienes la cabeza I… Anaya.
—¿Interrumpo?
Los ojos irritados de Jairo se desvían hacia gatito, pero yo no sigo su mirada, aún no me siento lo suficientemente cómoda para dirigirme hacia él.
—Nada que ver, por el contrario. Estábamos trazando el plan para ayudarte con la “Operación Rescate”
—Sí, oí algo de eso. Reconocer el terreno y algo de disfrazarme. Por cierto ¿Qué es Meretrix? Es segunda vez que oigo esa palabra.
Ellos se miran, pero ninguno dice nada. Un silencio incómodo de sitúa en la cocina y sólo es interrumpido por el quejido de Irah cuando se levanta.
—Vale, como ninguno de ustedes me responde, me imaginaré lo peor.
Me doy por vencida, y ambos suspiran aliviados, más tarde tendré tiempo para discutir, por el momento necesito tragar algo para salir rápido de aquí.
Irah retira una silla encajonada bajo la mesa y me la ofrece, por supuesto, me siento. No quiero actuar distinto a como siempre lo hago, no quiero que se dé cuenta que su beso me afectó, más que nada porque él no luce afectado en absoluto.
«Cosa de gatos»
—Oye Anaya, sácame de una duda —dice Jairo, sirviendo una porción de carne al jugo y un molde de arroz sobre mi plato—. ¿Cómo descubriste que recordabas más de lo que recordaba el resto?
—Acababa de cumplir los ocho años y Emil me había regalado un llavero —no mencioné que lo había hecho con sus propias manos. Para los gatos algo como eso no debe tener mayor valor—. Al día siguiente lo encontró y me preguntó qué era esa cosa y me sentí ofendida. Antes de eso hubo situaciones semejantes, pero ninguno tan doloroso como para analizar los hechos y darme cuenta que no era normal recordar todo.
—Eso debió ser fuerte —murmura Jairo para sí mismo, sin desviar la vista de su plato de comida.
—Para una niña de ocho años lo fue, hoy comprendo que hay cosas mucho peores.
—¿Cómo qué? —Pregunta Irah, quién acaba de arrastrar la silla que se encuentra a mi lado para sentarse en ella.
—Como los hombres por ejemplo.
Ambos, tanto Irah como Jairo comienzan a toser ahogados. ¡Virgen santísima! ¿Qué tienen los gatos con la comida que se ahogan tan a menudo?
—¿Están bien?
Ambos asienten sincronizados como hermanas siamesas, del mismo modo dan un sorbo a sus respectivos vasos, tragan, y finalizan dándose golpecitos en sus pechos.
—Es la carne —me explica Jairo. Tiene sus ojitos todavía más claros y recién logro distinguir que son marrones—. Me quedó muy dura.
—A mí me parece perfecta, además sabe exquisita.
—Gracias.
La conversación gira en torno a Emil. Irah decide que lo mejor es vestirme de gato, así levantaré menos sospechas. Jairo por su parte, le advierte que ya estoy vestida como uno de ellos y que sólo necesito vestimentas que se acerquen más a mi tamaño, a lo que Irah sólo responde con una mirada autoritaria, la misma que me lanza después de una orden, por lo que el gato regordete se pone de pie y corre al segundo piso en busca de ropa adecuada.
Mientras los gatos discuten a la distancia sobre qué o cuál sombrero debo llevar para ocultar mi larga cabellera, logro escabullirme al comedor para ver la hora en el reloj de muro.
—¡Ya son las cuatro y media! —grito frustrada en dirección del gatito. A veces, tengo la impresión de que tardan a propósito, como si quisieran mantenerme encerrada en esta casa para siempre.
—Listo ¡Lo encontré! —Jairo continúa gritando desde el segundo piso.
Irah y yo nos miramos en silencio. No hemos tenido una conversación real desde que me besó en el baño. Sigo en mi intento por parecer normal: rio cuando él ríe y no desvío la vista cuando él me mira, al menos no demasiado. Pero no es tan fácil, no se siente natural. Desde que sentí sus labios en mi boca, esas extrañas sensaciones en mi cuerpo se han acentuado. Siento mi estomago apretado, como si estuviera cayendo en picada desde el cielo, pero nunca toco el suelo. La verdad sigo sin poder explicarlo y me disgusta en la misma medida que me gusta.
Es todo tan confuso.
—Uff —exhalo aire sobre un mechón de cabello que cae sobre mi cara. Irah observa lo que hago y tiene el descaro de reírse, si no fuera porque tanto él como su amigo son todo lo que tengo para recuperar a mi amiga, no estaría aguantando sus burlas, ni sus miradas cálidas, ni sus besos. «¡Para! No pienses más en eso», me digo mentalmente.
—Aquí tienes princesita.
Estaba tan sumida en los gestos faciales de Irah que no advertí que Jairo ya había bajado con los accesorios para mi disfraz.
Me rodea el cuello con sus manos y desliza una cinta de seda como de siete centímetros de ancho entorno a él. Es como los listones que utilizaban para peinarnos los días domingo en La Grata, pero mucho más grande
—¿Por qué ese nudo?
Él me mira extrañado.
—¿No debería ser una rosita?
—Definitivamente nada de rositas, ni rosones, ni rosas. Déjatelo tal cual está ¿Vale preciosa?
—Vale.
—¿Y la gorra? —pregunta Irah, su voz brota grave y malhumorada.
—Tú espera y verás. Date vuelta y no mires. Tiene que ser sorpresa, ya que si logro bien mi propósito, y te crees que esta princesita es un “gato”, cualquier otro lo hará también.
No entiendo el objetivo de Jairo, así que sólo me limito a obedecer. Miro a Irah darse vuelta de cara a la pared, mientras me apoyo en el perchero con forma gatuna y dejo que Jairo haga conmigo lo que sea que tenga en mente: toma mi pelo y lo gira en un apretado moño, luego pasa un elástico para impedir que los mechones se suelten.
—Y ahora, el toque final —dice con un tono gracioso y pone una gorra sobre mi cabeza, ideal para cubrirme del sol. Virgen, es perfecta. Me pregunto si me dejará quedármela una vez que esta misión termine.
—Irah, ya puedes mirar.
Murmura algo incompresible, luego gira lentamente.
—Date prisa, no tenemos todo el día —presiona Jairo.
Irah obedece y esconde las manos en sus bolsillos mientras repasa mi vestimenta.
—Mucho mejor —dice.
—¿Eso es todo? —reclamo sin siquiera pensar, pero ya es tarde para retractarme, así que sigo—. ¡Luzco como un verdadero gato!
Los gatos reales me miran atónitos y yo corro hacia el fondo del pasillo y subo las escaleras con la intención de llegar al baño.
—Acá también hay un espejo —me grita Jairo desde la primera planta, pero ya estoy aquí y necesito comprobar si lo que le dije a Irah es verdad.
Abro la puerta del baño y mi reflejo en el cristal dice sólo una cosa respecto a mi apariencia: soy un gato.
Traigo puesta una camisa blanca a tono con mi chaleco gris, los pantalones son del mismo color, pero más oscuros. Lo único que desentonan, son mis botas, pero ninguno de los zapatos que Jairo me dio a probar, eran tallas menores de los cuarenta y seis.
—Luzco fenomenal —murmuro alucinada con la vista fija en mi reflejo.
—Lo sé —dice Irah, quién ha aparecido a mi lado.
—Sabes, tienes que dejar de hacer eso.
—¿Hablar?
—No, aparecer de la nada y sin hacer ruido. Asustas a las personas, intenta hacer algo para prevenirnos. En serio, podrías matar a alguien,
—¿Asusto a las personas o te asusto a ti?
Entorno los ojos y dejo de prestarle atención para acomodarme la corbata y la visera de mi gorra.
—¿Andando? —pregunta con una sonrisa maliciosa, ofreciéndome la mano. Esta vez me da igual ser irrespetuosa, ignoro su ofrecimiento y paso rápido por su lado hasta llegar a las escaleras.
—Andando —le grito mientras bajo los peldaños a toda velocidad.
Antes de salir de casa, Irah escruta mi atuendo por última vez. Luego de que está seguro de que mi disfraz está perfecto para cumplir su objetivo, abre la puerta y salimos hacia la calle. Cruzamos sin decir nada. Me asombra la facilidad con la que me adapto a situaciones extrañas, ¡Virgen! estoy en el fondo de un gran cráter y mi capacidad de asombro es nula. Quiero pensar que se debe a que, desde mi ubicación la ciudad parece bastante normal, la vía es lisa, sin baches y las construcciones colorinches ya no lo parecen tanto desde acá. Sin embargo, al mirar hacia arriba todo cambia, y soy presa de un sentimiento claustrofóbico insoportable. Comienzo a girar en mi eje sin apartar la vista del cielo, de reojos veo los colores mezclándose unos con otros, formando figuras ilegibles, pero hermosas, como si estuviera en el centro de un caleidoscopio.
—Para. Te vas a marear.
—Esto es fan-tás-ti-co —balbuceo, porque su advertencia llegó demasiado tarde. Estaba mareada y me sentía muy divertida. Comienzo a reír como loca.
—Aya, cálmate, deja la mirada fija en un punto en un punto y se te pasará —me dice el gatito, tomándome de los hombros para luego guiarme hacia mi punto fijo: La Große, tan imponente, creo que desde el sitio más recóndito de esta ciudad se puede ver, no hay lugar lo suficientemente lejos donde ir, para evitarla.
—¿Has pensado en lo que harás una vez que recuperes a tu amiga? —pregunta Irah, doy un vistazo a mi espalda y Jairo se está despidiendo de nosotros con la mano, le devuelvo el gesto, el gatito sigue caminando bajando la visera de su gorra negra, la que le hace juego con su camiseta. Hubiese preferido una camiseta negra, la mía me hace lucir como un gatito débil, no me gusta el blanco, pero supongo que da más credibilidad, dado mi tamaño.
—La sacaré de ahí, claro —respondo.
—Ya, pero qué harás luego. ¿Piensas regresar con ella a La Grata aun sabiendo que no te recordará?
—Ella lo hará.
—Sabes que no me refiero a eso.
—Supongo que tengo que pensarlo. Podríamos vivir en el bosque.
Irah hace sonar su garganta y me da una mirada maliciosa.
—¿Te refieres a mi cabaña?
—Esto. Bueno, he estado pensando y…
—Sigue pensando, porque no te la daré.
Irah dobla en la próxima esquina y me lleva con él a rastras.
—¡Ay!.. —grito porque aún no me acostumbro a su brusquedad—. Me refería a un préstamo —intento explicarle.
Un letreo nos da la bienvenida. “El núcleo del Placer” cita en letras mayúsculas, colores vistosos y centelleantes: prenden y apagan, prenden y apagan, aún en este día, todo asoleado lo noto. Me agrada el contraste que hace con las sobrias vestimentas que acostumbran usar los gatos, los que ahora he visto por montón.
Mientras seguimos avanzando, no puedo dejar de mirar el cartel…
—Son luces de neón —me explica Irah como si hubiese leído mi mente, ya que me estaba preguntando qué tipo de pintura habrían utilizado.
—Qué es el neón.
—Cosas de gato —responde, como siempre que no quiere explicarme algo al detalle.
Desvío la mirada unos centímetros más abajo y hay otro cartel, pero más ordinario. De hecho, se parece mucho a las señas que usamos en La Grata para diferenciar zonas.
—Av. Laqueos —leo en voz alta.
—Exacto, es la Avenida principal, así que te recomiendo actuar normal. Ya sabes…
—Lo pillo. Es cosa de gatos —imito su habitual retórica.
—Exacto.
La Av. Laqueos es una calle peatonal muy ancha, está dividida por jardines y escaños donde los gatos se sientan a descansar o simplemente a socializar, la bordean vitrinas que ofrecen una multiplicidad de productos, desde ropas elegantes a extravagantes; muebles de diseños extraños, juguetes, licorerías, etcétera. Irah me saca de mi ensimismamiento, desviándome hacia el otro extremo de la calle, donde está la juguetería “69ºF”, la que segundos antes, había llamado mucho mi atención porque vi salir de ahí a un gato gordo, vestido de negro y arnés de cuero, acompañado de una mujer encadenada del cuello. «Esto se pasa de anormal. Como si la mujer fuera una mascota de compañía».
No quise comentarle a Irah sobre lo extraño que fue divisar eso, después de todo sé cómo responderá: “Es cosa de gatos”.
Seguimos avanzando y noto algo en lo que antes no había reparado. En los tejados de las tiendas, no todas, pero sí la gran la mayoría, hay unas gigantografías con la imagen de un gato de cara alargada, pelo rubio y nariz aguileña. Está en una pose relajada, agradable e incitadora. Cada afiche tiene escrito en su base: “Bienvenidos al Centro de Recreación de la jurisdicción siete”.
—¿Quién es él? —susurro, apoyándome en el hombro de Irah para acercarme a su oído y evitar ser escuchada por los transeúntes.
—Es el Gobernador de La Große, —dice, luego baja más el tono y agrega—. La Gran Torre.
—¿Así se llama esta ciudad?
—No pensarás que teníamos una torre sólo para acicalar nuestras uñas de gatos, no es así.
—Bueno, no, pero tampoco imaginé que el nombre fuera tan poco, corrijo, nada original.
—Todo el tiempo pensé que me hablabas de la ciudad.
—¿Cuándo se dio cuenta que me refería a la otra torre?
—¿Bromeas? ¡Acabo de hacerlo!
Entrecierro los ojos, es obvio que me está mintiendo, dejo pasar sus bromas porque la verdad, no me interesa la falta de imaginación de los gatos para nombrar ciudades, lo importante para mí en estos momentos, es el felino de las gigantografías.
—Es Bueno, el, este, ¿cómo dijo? ¿Gobernador? —él asiente—, se parece bastante a usted.
Irah se tensa, los músculos de su mandíbula se traban y traga fuerte.
—Qué cosas dices, ya ves, la mata de pelos bajo tu gorra te ha inhibido la oxigenación del cerebro.
—Tal vez. Y si tengo suerte, también se arregla mi desperfecto.
—Para con eso, estás perfecta tal como estás. A todo esto, es bueno verte con la cara libre de crema —murmura bajito ya que mientras avanzamos, un par de gatos pasa por nuestro lado.
Nos detenemos por un momento frente a la farmacia, hay una fila enorme en la entrada del local, dirijo mi vista hacia el arriba y puedo ver en detalle la fotografía del gato gobernador.
—¿Cómo se llama? —pregunto a Irah, quién sigue igual de tenso—. Evian —dice entre dientes—. A partir de ahora mantente muda ¿Está bien?
—¡Uf!, este centro recreativo es tan popular que debe tener un montón de cosas divertidas, como piscinas y toboganes.
Gatito se gira hacia mí y agranda sus ojos en advertencia. Qué bien Anaya, ahora está irritado. Comprendo mi error y sello mis labios imitando una cremallera imaginaria con los dedos. Él había pedido silencio.
—Andando.
Sigo a Irah por la corrida de vitrinas, me mantengo atrás, a unos escasos dos pasos de distancia. Él no me agarra como es su costumbre para instarme a seguirlo, de hecho apenas me toca.
Siento las miradas felinas posándose sobre mí. Saco provecho de esa situación e intento relajarme imitándolos. También los miro, camino como ellos, muevo los brazos y hago movimientos bruscos, sacando de mi esencia todo índice de feminidad, si es que alguna vez la tuve. Mientras sigo a Irah, los vuelvo a mirar, pero esta vez de reojo, compruebo que he desviado un poco su atención. No la de todos, así que sigo con mi actuación guardando mis manos en los bolsillos del pantalón y caminando un poco encorvada, como lo hacía el gato gordo que vestía con un arnés de cuero en la tienda de juguetes.
—Permiso —se excusa Irah cuando atravesamos la fila llena de gatos malhumorados. No sé entonar la voz grave de los gatos, así que me limito a hacer esa otra cosa que gatito repite con facilidad: carraspeo.
La fila de gatos se abre un poco, lo justo para que pueda pasar chocando mis hombros con las largas extremidades de los felinos. No estoy segura, pero podría jurar que lo hacen a propósito. Si es así, qué falta de educación.
—Arréglate la gorra —me dice Irah cuando llegamos al final de la cuadra. Acaba de apoyar su cabeza en la pared de una carnicería mientras baja aún más la visera de su gorra, no entiendo el porqué. Soy yo quién debe pasar desapercibida, no él. Sé que tiene un corazón bastante grande y me ayuda de forma desinteresada, pero está exagerando. ¡Es un gato! no tiene necesidad de ocultarse.
En ese momento comienzo a recordar todos sus cuidados y… ¡Dae-Matter! Irah es tan considerado, ahora lo comprendo, me está dando apoyo moral. Insisto, fui tan tonta al desconfiar de él. Me acerco al gatito e imito su gesto apoyando mi cabeza sobre el muro.
Miro hacia el frente y me encuentro la imponente torre, deduzco que sólo está a una calle de nosotros. En mi recorrido visual, veo a más mujeres vestidas como la “mascota” del gato de la juguetería. No me sorprende tanto porque están libres de amarras. Una de ellas es rubia y la otra castaña, las dos usan ese peinado anómalo que solía llevar Jarvia: el cabello les cae por los hombros y unas diminutas trenzas más largas que el resto rozan sus hombros. Están sentadas a nuestra derecha, en el borde de la vereda. La más alta, estira su cuello para mirarnos, y diviso en su cuello un grueso collar que brilla como el metal. Salgo de mi error, no están libres.
—Olvídalo —me dice sin percatarse de ella y suelta un suspiro cabreado—, lo haré yo.
Gatito sujeta mi gorra con delicadeza y la desliza hacia abajo con mucho cuidado para que no se me desarme el moño.
—Qué tierna —suelta una risita infantil y me pincha la nariz con el dedo—. tienes pecas.
—¿Tierna? —frunzo el ceño—. Nunca antes me han dicho así.
—Supongo que nunca antes conociste a un gato como yo.
Irah lleva toda la tarde haciendo comentarios como esos, dolorosos en el subtexto y literalmente sin sentido, no les vería tanta turbiedad si no los acompañara una sonrisa ladina. Y hablando de sonrisas; el gatito se lame los labios lentamente, lo suficientemente lento para que yo reaccione y aparte la mirada de su boca.
—Mierda —él me agarra del brazo como hace siempre, pero me suelta casi de inmediato como si acabara de recordar algo—. Hay que apurarnos.
Cruzamos la calle corriendo con furia y, antes de perdernos vuelvo a mirar a las mujeres sentadas en la vereda y noto que otra vez estaba equivocada, ellas no estaban viéndome, lo miraban a él.
En la medida en que nos acercábamos, fui perdiendo la cima de La Große. Había menospreciado su magnificencia. ¡Era enorme!, de hecho cuando llegamos al muro que la antecede, no pude ver sus esquinas o curvaturas, para ser más exacta. Debe medir como dos kilómetros de radio y no posee una sola ventana.
—Está cerrada.
—No me digas —replica Irah dando una patada al enorme muro. Me dejo caer al suelo y observo hacia el cielo y se manifiesta ante mis ojos, lo que ya me temía desde que veníamos hacia acá: La Große se pierde entre las nubes.
Me pongo de pie y comienzo a caminar siguiendo el trayecto de la pared, siempre mirando hacia arriba y me detengo cuando diviso unas campanas. Llamo a Irah.
—¿Para qué son? —pregunto indicando en su dirección, sin bajar la vista.
—Ocasiones importantes, horarios de comida, toque de queda y si son tres, se trata de una emergencia.
—Necesitan de una alarma que les avise cuándo deben ir a comer.
Él apoya ambos brazos en el muro e inclina su cabeza, la que queda colgando entre sus extremidades en un gesto de rendición, como abatido, y con su mirada fija en el piso. Los músculos de su espalda se tensan y los globos que antes me parecían repugnantes, hoy comienzan a No lo sé, a parecerme normal. No están tan mal. Es mucho más musculoso que yo, eso es todo.
—¿De verdad pensaste que estaría abierta? —Irah sigue con su vista clavada en el suelo, recuerdo la conversación que mantuvo con Jairo en la cocina.
«No estoy seguro, había pensado en ir dentro de unas horas»
«¿Estás loco?»
«No hablo de introducirme en la torre, sino de reconocer el terreno»
«Es estúpido. Menos de una semana con la chiquilla y ya te chafó un tornillo»
«Jairo, tú no la conoces, si no la llevo hoy se trastornará toda»
«¿Piensas disfrazarla o algo?»
«No tengo más opciones»
—No.
—Pero querías verla —él gira su rostro lentamente hacia mí.
¿Cómo nos veremos desde afuera? Él pateando la pared, y yo, nuevamente desparramada en el piso. No parece la mejor forma de pasar desapercibidos.
La gran torre está rodeada por cuatro calles principales, nosotros tomamos la Avenida Laqueos, pero hay tres más; más mujeres mirándolo raro, más gatos observándome con sospecha, sin tragarse mi farsa. Otros centros…
—Supongo que mentí.
—No, no lo hizo. Prometió traerme y lo cumplió. El resto es cosa mía.
Poco a poco me pongo de pie y giro mi cabeza hacia la torre, apoyo mi oído contra la fría superficie de granito e intento oír algo de Emil, pero es en vano.
Y ahí está otra vez, ese dolor en mi pecho, esa necesidad tan antigua como el tiempo. ¿Qué importa si no puedo verla u oírla? Ella está aquí, puedo sentirlo, en algún rincón de esta maldita torre la tienen encerrada.
—Voy a encontrarte Emil —le prometo a mi amiga, aunque sé que no me puede escuchar—. Voy a recuperarte —insisto, tratando de encontrar el valor, intentando convencerme de que este viaje no ha sido inútil. Deposito un beso en la torre y luego me giro hacia Irah.
—Estás llorando —me avisa y aprovecha de enderezarme el grueso cinto de mi cuello, al que Irah llama corbata.
Paso una mano por mis ojos y ésta queda húmeda.
—No me había dado cuenta.
—Lo sé.
—¿Cómo lo supo?
Vuelve a pincharme la nariz y me sonríe. Sin embargo, nunca antes me había parecido más triste que ahora.
—Porque hay un montón de otras verdades que están frente a ti y las ignoras.
Pestañeo aturdida presa de la sorpresa, el sol y sí, también de Irah.
—Mierda, las cinco —dice él con la vista en el cielo.
—¿Dónde vio la hora?
—Allá —apunta con el dedo a un aparador y efectivamente, hay un número cinco con dos puntos seguidos y dos ceros escritos en un verde chillón.
—¿Aún hay tiempo?
—Sabes perfectamente que hoy no conseguiremos más que patear esta maldita cosa.
—Pero supongo que tiene un plan B.
—No sería un gato si no lo tuviera.
—Ahora tenemos que apresurarnos, recoger nuestras cosas y salir de aquí.
La casa de Irah estaba vacía.
—¿Y Jairo?
—Tiene que haber salido de farra por ahí —responde sacándose la gorra y pasándose una mano por la frente sudada. Camina rápido dándome la espalda.
—¿Qué significa salir de farra?
Él me mira por encima del hombro, ojos hambrientos y el pelo alborotado.
—Eres muy joven para explicártelo, así que sólo diré: es cosa de gatos.
—¡Oiga! —Hago una cuenta mental de los días en que he estado fuera de La Grata y luego agrego—. Cumplo dieciséis en marzo, exactamente en veinte y nueve días.
—Genial, todo un adulto —dice y luego mira a nuestro alrededor como si buscara algo, al parecer no lo encuentra, porque se dirige hacia la escalera. Yo lo sigo pisándole los talones.
—Sabe, tal y como lo veo, usted tampoco es un adulto.
Irah no parece tener el interés en lo que digo, por el contrario, comienza a subir la escalera a zancadas.
—Además, no creo que “farra” sea algo tan interesante, y dado la experiencia, eh, este… Usted recuerda que su ciudad se llama como la torre ¿no? En fin, creo que “farra” no es algo tan terrible como para que lo censure por edades.
—Ahí te equivocas —se para en la baranda y se empieza a quitar la camiseta negra. Automáticamente desvío la vista y el entorna los ojos, como si se lo esperara venir—, tiene un montón de interés.
Comienza a dar zancadas por el pasillo, secándose la cara y el pecho con la prenda negra.
—¿Dónde está esa maldita cosa?
—¿Qué busca?
—Tu mochila, tenemos que salir de acá.
—Pero Jairo dijo que las echaría a lavar.
—¿Él dijo qué?
Gatito se pone las manos en la cara y entierra los dedos en ella, como si quisiera arrancársela. Bueno, ahora luce desquiciado.
—Ese idiota realmente lo hizo —dice como si no pudiera creérselo.
—Es un buen gato, no merece que lo trate así.
—Apuesto que lo es.
Por fin deja en paz su cabeza y traslada su mano izquierda hasta la boca, la cierra en un puño y se muerde el nudillo del dedo índice. En ningún momento me mira.
—No entiendo la razón por la cual está tan alterado. —lo increpo, pero desvío la atención cuando él me muestra su muñeca, vaya
—¿Había guardado su reloj ahí?
—Lo dejé en tu mochila mientras te duchabas.
—Si se preocupa que se haya mojado…
—No creo, Jairo es demasiado inteligente para eso —dice y su expresión comienza a serenarse un poco.
—¿Entonces?
—Es de oro, el muy imbécil debe estarlo exhibiendo frente a todos sus amigos.
—Y eso le molesta
—En cualquier otra circunstancia no, pero hoy necesito ese reloj más que nunca.
—Supongo que no vas a decirme el porqué.
—Supones bien.
—Entonces qué haremos. Mi reloj está estropeado.
—Por hoy nos llevaremos el reloj de la pared, mañana volveré por el mío y tus cosas.
Irah baja las escaleras y otra vez tiene este toque impersonal al rozarme. A estas alturas, no es un misterio que está haciendo todo lo que está en sus manos para no tocarme.
Esta vez me tomo un tiempo al descender por los escalones, está claro que él no me quiere cerca. De regreso en el primer nivel, hago un repaso de las últimas horas, el día ha estado plagado de travesías, desde la ida al pozo hasta los ochenta centímetros de hormigón armado que atravesamos con Irah para entrar a la ciudad.
—Gracias por regalarme este día tan inusual —le digo entrando a la cocina. Agradezco no haberme acobardado, tenía que decírselo, después de todo, esto no es real. Irah no es más que una burbuja, un lapso de tiempo perdido en un mundo donde nadie recuerda—. Por hacerlo real, incluso cuando parece imposible —concluyo.
«Es como felicidad en cápsulas», quiero continuar con mi verborrea, pero en su lugar, le regalo una sonrisa. Él asiente y mete el reloj que antes estaba en la pared, en una bolsa de plástico negro.
El sonido de las campanadas llega a mí cuando estamos cruzando la puerta de la cocina.
¡Tan-lán! Una: ¡Tan-lán! dos, ¡Tan-lán! Maldición, tres veces.
Miro a Irah y está paralizado, tiene los ojos bien abiertos y el rostro pálido, como el tono de mi piel, pero peor.
—Es una emergencia.
—Quédate aquí —me ordena, luego me obliga a sentarme en el sofá de la sala, con brazos y piernas cruzadas. Me parece una acción ridícula, pero luce tan preocupado que no tengo corazón para decirle que no. Como el resto de la casa, la sala es de un color marfil cremoso. Aunque yo prefiero la segunda planta, ya que es alfombrada y el baño Bueno, mejor no pienso en eso. Me hace enfermar y creo que no es tiempo para debilidades.
—Volveré pronto. No abras la puerta ni respondas si preguntan algo.
—¿Entonces como sabré si es usted?
—No te preocupes, tengo llaves —Explica y desparece olivándose por completo que no se había vestido y llevaba el torso desnudo.