12:00

Irah ha decidido ayudarme sin poner trabas. Lo sé porque, en cuanto me desperté hoy por la mañana, se mostró bastante amigable. Incluso sirvió desayuno, pese a que la noche anterior, me esperó despierto hasta las tres de la mañana, hora en que al fin terminé de secarme el cabello. Como si eso fuera poco, me arrastró de un brazo hasta el pozo, a sólo unos metros de la cabaña con la intención de mostrarme algo vital en la búsqueda de Emil.

—¡Ay! tenga cuidado, no soy de fierro —exclamo cuando me arrastra de un brazo hasta el borde del pozo.

El gato usa mucho esto de “arrastrar” a las personas hacia algún lugar, quizás es algo característico en su especie: la falta de paciencia. Lástima, lo prefiero delicado, aunque sólo se da cuando duerme. Lo sé porque me desperté varias veces en la madrugada, sólo para comprobar que seguía dormido, o en el caso contrario, salir corriendo antes de los típicos gritos e interrogatorios que vienen después del formateo de mentes. O aún peor, constatar que él había salido huyendo despavorido al ver a una desconocida durmiendo a su lado.

—Tampoco yo, pero parece no importarte.

Me distrae ese comentario, pero lo dejo pasar cuando se lleva una mano a su frente como protegiendo sus ojos del sol, luego apunta hacia la derecha. Imito su gesto y me cubro intentando captar lo que él ve.

—Ven aquí —no es una sugerencia, me agarra de la cintura como si fuera peso pluma y me sube en la base del pozo.

Me quedo quieta, mirándolo fijo, hoy no trae sus pantalones azul sino unos color beige y la camiseta que le cubre el cuerpo es de un gris oscuro. Agradezco su vestimenta, ya me estaba hartando de ver sólo su piel, día y noche. De repente, mientras nos miramos, se me pasa por la cabeza que quiere arrojarme en el hoyo, pero la descarto, no tiene lógica. No hubiera pasado por tanto sólo para deshacerse de mí de una forma tan banal.

Tal vez esta es su manera de conseguir agua.

—Gatito, necesitamos un balde —le recuerdo.

—Olvídate de eso, luego el agua, ahora pon atención ahí.

Vuelvo a imitar su gesto, al principio todo lo que veo son árboles, incluso si elevo mi vista hacia el cielo, por encima de su copas, no hay nada a excepción del azul puro que me hace evocar los ojos de Emil y luego nada.

—Sigue intentando —me dice con voz suave, percatándose de mi vacilación. Concentro toda mi energía y pruebo otra vez y sólo veo verde, verde y…

—¡Todo es verde!

—No todo. Tú cara por ejemplo, está blanca, parece leche —se burla y me da un poco de vergüenza. Tal vez exageré con el bloqueador esta mañana, pero él no sabe lo dolorosa que son las quemaduras cuando se tiene una piel como la mía—. Prueba a la izquierda.

Volteo mi cuerpo hacia donde él ordena y la veo. Es gigante, tan alta como para perderse en el cielo, poderosa e inalcanzable. Parece nacer en algún punto medio del horizonte.

—¡La gran torre! —Exclamo sin pensar—, ¡la encontró!

—Sí, La Große, ¿No soy un genio?

—¡Sí que lo es!

Estoy tan feliz que podría cantar, quiero hacerlo, muero por hacerlo aunque lo hago fatal. Oh mierda, me arrojaría a sus brazos, se siente bien cuando me abraza, es algo nuevo. No había experimentado nunca algo parecido, ni siquiera con Emil.

—Entonces, ¿cuál es el plan Oh-gran-genio? —pregunto, mientras intento bajarme y rechazo su mano cuando él hace ademán de ayudarme a bajar. Pero cuándo me mira ofendido, sé lo que está pensando: soy una mala agradecida, pero es todo lo contrario, me siento demasiado agradecida, demasiado en deuda. Además no me gusta la forma en que me siento a su lado, segura, a salvo. No quiero depender de él porque no sé cuánto tiempo va a durar, incluso si resulta real, si de verdad recuerda, no existe un futuro donde podamos continuar el viaje juntos, ya que tengo a Emil, Irah sólo me va a ayudar, el tiene su mundo, tiene su cabaña, su bosque. Él tiene una vida y yo no formo parte de ella.

—Primero ir por agua.

—¿Dónde está el balde?

—Ahora gira a tu derecha y mira hacia el piso —lo hago y ¡que tonta! Hay dos y son lo bastante grandes como para no pasar desapercibidos, ambos están apilados uno sobre el otro a sólo unos pasos de mí.

—¿Promete no mojarme? —le pregunto, todavía temerosa por su jugarreta de ayer en el lago.

—¿Y arruinar ese maquillaje? —me responde haciendo alusión a mi exceso de bloqueador, luego se lleva una mano al corazón y retrocede con una expresión ofendida que es cien por ciento fingida. Ese gato es un actor incorregible—. No soy esa clase de persona ¿Por quién me tomas, Aya? No soy un gato cruel.

Nos pasamos otros quince minutos llenando los cubos. Bueno, él llenándolos y yo mirando, Irah insistió en que sería más un estorbo que una ayuda. Al principio me negué a dejarlo mandar. Claro, eso fue antes de que el gatito se acercara a mí con actitud firme, pero a un ritmo endeble. Sus pisadas, esa pierna y su cojera, me hicieron recordar que, anoche él se había herido al ir por mí, por lo que automáticamente me obligué a no discutir. Ya lo había jodido todo una vez, si continuaba dejándome dominar por el orgullo no haría más que arruinarlo todo, otra vez. Además al verlo lastimado constaté que no era el gato invencible que parecía ser en un inicio.

Hoy se trataba de agua, mañana podría tratarse del rescate de Emil. Así que tomé una decisión: no más orgullo en lo que quedaba de travesía, por lo menos no tanto y no frente al gatito, mi único aliado.

Cuarenta minutos más tarde, una vez que hemos recolectado agua, bayas y sebiata para hacer jugo, nos regresamos a la cabaña. Nos tardamos el doble de lo que me hubiera llevado a mí ir sola. Pero no me quejé.

No. Nada de berrinches.

Mientras me quito las sandalias y deshago mi trenza, observo a Irah cocinar. Posee una técnica algo arcaica, pero huele bien e imagino que el resultado no estará mal.

—Ya hemos perdido cuatro días —le digo ligera, sin ánimos de presionar, pero con el mensaje intrínseco de: “hoy puede ser un buen día para dirigirnos hacia La Große.

Ira no responde, parece concentrado mientras muele la sebiata con una roca de forma ovalada.

—Tal vez, después de comer —sugiero, mientras arrastro una de las sillas y me acomodo en la mesa junto a él. Estamos bastante cerca, tanto que puedo ver a gran detalle el jugo de la sebiata, tiene un color rojo oscuro como la sangre, siento cómo se me revuelve el estómago—, supongo que no será fácil así que lo mejor es que partamos bien alimentados —digo aún asqueada por la imagen que me formé del jugo de sebiata. Era imposible no compararla con el color y textura de la sangre. Asco.

—Tienes que estar loca si piensas que nos presentaremos allá después de la comida —dice sin mirarme y casi pierde un dedo al moler la fruta sin mirar. Ambos gritamos al ver el líquido rojo correr por sus dedos.

«¡Virgen bendita!» exhalo al ver que él sonríe y yo comprendo que no es sangre.

—¿Entonces? ¿Qué tiene en mente? Porque ya me estoy quedando sin ideas.

—Para empezar, no hemos perdido cuatro días: tú estuviste dos y medio inconsciente. Luego, decidiste ir a jugar a la exploradora en el bosque. Ya van dos veces en plan Caperucita ¿No será mucho? Son las once —mueve su muñeca y me enseña un reloj que nunca antes le había visto, es de oro y tiene apuntada no sólo las manecillas del minutero y segundero, sino que además, en la parte de inferior, justo por debajo del número seis, hay un pequeño recuadro con una cuenta regresiva.

—¿Lo ves? No necesitas preocuparte por el día cuatro. Apenas empieza.

—¿Qué es eso? —digo en referencia a la cuenta regresiva de su reloj, pero Irah gira la mano rápidamente y continúa machacando la sebiata.

—Un reloj.

—Sabe que no me refiero a eso.

Irah suelta la roca y se gira a mí, sus misteriosos ojos amarillos me provocan otra vez esa sensación insondable y pienso en el sol, en su calor.

—Anaya —dice mi nombre completo y su tono es pura exasperación contenida—. Haces demasiadas preguntas.

—¿Muchas?

Él asiente y un atisbo de sonrisa quiere escapar del borde de su boca.

—Demasiadas, no quiero mentirte, pero no me estás dejando otra opción —desliza el pulgar por el cuenco de fruta molida, se lo lleva a la boca y succiona

—Maldición, esto está bueno —Irah parece disfrutar el sabor, se gira hacia mí con una sonrisa nerviosa. Me ofrecerá su dedo ¿Lo hará? ¿Serán los gatos capaces de compartir algo así de íntimo? Martha Brooke y Patrinix Anouk hacían cosas como esas, pero era distinto, eran hermanas, mujeres, descendientes de La Grata como Emil y yo. Por lo que sé, los gatos no hacen cosas como esas. Confirmado, no lo hacen, ya que Irah limpia el dedo en su camiseta azul y continúa machacando.

—Como te decía, son apenas las doce, dudo que alcancemos siquiera a almorzar. Nos tomaremos este jugo energético, pelaré un par de bayas para el camino y ya veremos en casa.

Me cuesta un momento procesar todo esto, cuando por fin lo asimilo pregunto.

—¿Va a llevarme a su casa?

Él asiente.

—Pero, ¿acaso no estamos en ella?

—Te dije antes que esta era una cabaña —estira el brazo para alcanzar un jarro y saca un colador diminuto de él—, podríamos decir que estoy tomándome unas merecidas vacaciones.

—¿Vacaciones? —pregunto, mientras el gato vacía el jugo de sebiata en el jarro y los trozos de fruta se quedan atrapados en el colador.

—¿No tienen vacaciones en la Grata?

Niego.

—Ni siquiera sé lo que son.

—Bueno, son algo así como. ¿Tienen trabajo al menos?

—Por supuesto, tenemos profesoras, enfermeras. Está Nissi, la dea-mater, nuestra gobernadora, ella es quién dirige nuestra familia.

—Querrás decir ciudad —responde él escéptico—. Ten.

Tomo el vaso que Irah me ofrece, un poco aprensiva por el color.

—Anda, pruébalo.

—Ya, es que no tengo sed.

—Qué mala mentirosa eres. Mira, si te sirve de consejo, cerrar los ojos ayuda. Sé que el color no es de lo mejor, pero su sabor es increíble.

Hago lo que él me dice y noto que Irah tiene razón, en realidad el jugo no tiene mal sabor, por el contrario, sabe increíble. Quién hubiera pensado que el jugo de Sebiata podría ser tan sabroso.

—Son las bayas —me dice él después de que se me escapa un suspiro— le dan el toque dulce. Bueno, mientras tú te acabas eso, yo te explicaré lo que son las vacaciones.

Y entonces, Irah se pone a hablar sin descanso, incluso un poco molesto. Es como si no pudiera creerse que yo provenga de un lugar donde no tenemos derecho a “descanso de nuestras obligaciones”, como bien lo definió él.

—¿En qué trabajas?

—Con computadoras, ya te lo dije. A todo esto, ¿qué edad tienes? Se me olvidó preguntarte eso.

—Quince —él escupe el jugo y empieza a ahogarse. Temiendo que se le haya pasado alguna pepita de las bayas, me paro de la silla y comienzo a darle palmaditas en su espalda con una mano y levantarle los brazos con la otra.

—Estoy bien —dice—, ¡Dije que estoy bien! —. Ahora levanta la voz y se sacude de mí, no añade nada más, supongo que me excedí con los golpes, pero podría jurar que lo oí susurrar algo como: «Quince… Joder»

Antes de partir me aseguro de llevar todo, el reloj en mi muñeca, la mochila cargada. Esta vez, por orden de Irah llevo mis pantalones largos en lugar de los cortos, ni siquiera me preocupé en discutir, mejor así, ha estado malhumorado desde que salimos de casa. También insistió en que llevara el chaleco con gorra, así podré cubrirme el cabello, además de los brazos, cuello, en resumidas cuentas, toda la piel.

Es un tanto absurdo dada la temperatura, sobre todo porque él seguía con sus cómodos pantalones beige y esa camiseta delgada azul puro como los…

—Gato —digo, alejando de mi mente la imagen de Emil y sus ojos azules.

—¿Ah?

Él ni siquiera se detiene o se gira a mirarme, por el contrario, sigue caminando y —pese a su cojera— me lleva ventaja. Lo miro caminar y me doy cuenta que no es rápido, sólo resistente. Fuerte como un roble, yo en cambio, estoy derritiéndome bajo toda esta ropa.

«¿Por qué tiene que ser tan mañoso?»

«¿Qué tal si termino frita?»

«¿Qué sucedería entonces?»

—Me estoy asando.

—Ya falta poco, aguanta un poco más.

—Eso fue lo que dijo hace media hora —digo mientras exprimo mi barrita de bloqueador y me aplico otra capa más sobre la piel de la cara, arde como una condenada.

—No seas llorica.

—Explíquemelo otra vez entonces, explíqueme cómo sabe que no moriremos fritos de un momento a otro.

—Sólo lo sé.

—Pero el sol es tremendo.

—Ya, pero nadie muere frito por eso.

Mis labios resecos tienen una idea muy diferente, pero omito eso. Estoy demasiado exhausta para replicar, además es incómodo caminar con la ropa interior empapada de sudor, por no mencionar asqueroso.

—Alguien tendría que enseñarle modales.

Pasó otra media hora, antes de que Irah se detuviera frente a un poste, muy parecido a los que habían en La Grata. Prácticamente me arrastré hasta ahí y el gato tuvo que esperar unos seis minutos para que le alcanzara.

Debemos lucir ridículos, ambos recostados sobre el mástil de concreto, a espaldas del otro. Esa era la escena hasta que Irah rompió el silencio, supongo que es más fácil conseguir respuestas justo en momentos como estos: cuando estás exhausto, sediento y sin poder ver la cara de tu interlocutor.

—Cómo te diste cuenta que eras…

—¿Defectuosa?

Lo escucho reír.

—No. En realidad, iba a usar la palabra especial —se toma su tiempo—. Diferente, ya sabes distinta al resto.

—Lo mismo, un jodido bicho raro.

Su brazo se desliza por el poste y sacude al mío.

—No es verdad Aya —dice aún sin soltarme.

Agradezco que estemos aquí, en medio de la nada, rodeados de árboles y un sol resplandeciente, sobre todo, doy gracias por el poste que impide al gato verme, porque yo Anaya Sonnenschein, estoy a punto de romperme.

—Escucha muy bien lo que te voy a decir —carraspea—, y ¡por favor, no te alarmes! ¿Vale?

Me seco la cara con mi manga, antes de que él decida girarse.

—¿Vale? —su mano presiona más fuerte en mi hombro.

—Me lo pensaré.

—Joder.

—Sólo diga lo que está pensando.

—No te lo tomes como algo personal, pero eres exasperante.

—¿Eso era lo que quería decir?

—No, pero me hiciste enojar, así que no te lo diré.

—¿Exasperante, en el sentido bueno o malo?

—No existe sentido bueno para la palabra exasperante.

Automáticamente mis memorias se transportan al pasado: aquella ocasión en donde se nos ordenó limpiar los retratos de las mártires y reté a Emil a utilizar su propia saliva cuando se le volteó líquido limpiador. Ella me había sonreído con genuina diversión y me había dicho “Eres exasperante”, luego limpió el cuadro con su propia saliva.

—Supongo que no.

—De todos modos ¿Cómo lo supiste?

—¿No es obvio? En clases de Ciencias, desde pequeña todo fue muy claro para mí. De hecho, soy bastante inteligente, entendía a la primera cuando hablaban de las partes del cuerpo, del sistema nervioso, el cerebro, la memoria a corto plazo, largo plazo. Por supuesto, ambas disfuncionales en mí.

—Hablas de memoria a largo plazo. Pero, me pregunto ¿qué es largo plazo cuando tu único plazo son veinticuatro horas?

—No para mí.

Después de eso, nada. Ambos nos quedamos dilatando el silencio, yo me dedico a oír el viento que, al mecer los árboles interrumpe nuestra paz, o siento un par de avecillas cantar. Irah se limita a descansar, supongo.

—Irah…

—¿Sí?

—Somos nosotros los que estamos mal, por favor no intente convencerme de lo contrario. Nada peor que mentirse a uno mismo; es triste, no lo haga. Yo ya aprendí a vivir con ello, ni siquiera me deprimo ¿Lo ve?

—Lo tengo clarísimo.

Las gotas de sudor comienzan a correr por mi frente y estoy demasiado agotada para ponerme de pie y continuar.

—Imagine por un momento ser como el resto, ser normal —le insisto.

—Una vez intenté serlo, fueron los peores diez minutos de mi vida —el timbre de su voz pierde humor cuando pregunta—. Te gustaría poder olvidar ¿verdad?

—Más que cualquier cosa. No dolor, no tristeza, no engaños. Nada de remordimientos. Dígame Irah ¿Qué puede superar eso?

Por segunda vez en menos de diez minutos, él no responde.

Al final, resultó que la ciudad estaba a sólo cinco minutos del poste. Irah nos guió por una curva y nos introdujo en una cueva hecha de ramas y hojas.

Observo estoica las murallas grises que bloquean el paso frente a mí. Doy una zancada y luego otra, hasta que soy capaz de rozar con mi nariz la superficie de concreto.

—Confía en mí, olfatear el muro no es la forma de entrar ahí.

—No estaba olfateando, sólo quería tocar.

—Pues usa las manos.

—Estaba por hacer eso, Genio.

Dejo mi mochila en el piso y comienzo a remangar las mangas de mi chaleco. A través de mis palmas, la textura es lisa y fría.

—Son ochenta centímetros de grosor. Hormigón armado.

—Supongo que habrá una puerta.

—Supones bien. Ahora que lo pienso, supones un montón de cosas. Ven, sígueme.

Camino tras él, la verdad no estamos tan cerca, al parecer hay que rodear a este gigante de concreto.

—¿Cuánto mide?

—No lo sé, unos quince metros.

—¿No lo sabes?

Él se encoge de hombros y sigue caminando.

—¿Cómo puedes saber el ancho y no saber cuánto mide de largo?

—Es diferente, he medido el ancho —dobla la rodilla luego se toma el pie herido, e intenta mirarlo mientras apoya la mano libre sobre el muro, para mantener el equilibrio—. No soy tan suicida como para intentar escalar este muro.

Irah gira su rostro en mi dirección, y mira cualquier punto invisible por encima de mi cabeza. Qué extraño, es como si fingiera darme su atención para no hacerme sentir mal.

—Tú, por el contrario, no pareces precavida —suelta y se ve tan raro en esa posición, afirmando su pie, apoyándose en el muro. Su herida debe estarle molestando más de lo que aparenta soportar—. Quiero decir, huiste de la ciudad perfecta sólo para salvar a tu amiga. Y no olvidemos a esa bestia a la que te enfrentaste… Ese hombre. ¡Terrible, terrible! ¿Lo ves? Eres toda una guerrera.

—¿Quieres que me suba a ese muro?

Todo atisbo de humor desaparece de su cara.

—Ni se te ocurra.

Comenzamos a rodear el muro. ¡Gracias Virgen! Finalmente, damos con una esquina. Aparentemente, la textura de la muralla ha cambiado, ya no es lisa, rocas y ladrillos sobresalen de ella.

—En el fondo, es como una caja de zapatos, sólo que más grande e impenetrable.

—Ajá.

—Lo digo en serio Aya. Ahora, observa al maestro.

Y eso es justamente lo que hago, sigo cada uno de sus movimientos, desde que pone su pie herido en una roca, hasta que secunda el movimiento con el izquierdo, luego una mano y así repite el escalado hasta que da con una roca y la saca…

—Ahora es cuando tu mochila nos será útil —dice sin mirarme. ¡Qué sorpresa! y estira la mano esperando a que se la pase. Sé que está ayudándome, pero su falta de tacto comienza a irritarme.

—¿Y si no tuviera mochila?

—La tienes, eso es lo que importa. Ahora dámela.

—Podrías conseguir tu propia…

—¡Tengo mi maldita mochila! Sólo la dejé en la cabaña porque vi que tú tenías una y no necesitamos andar con exceso de equipaje, lo último que deseo es llamar más la atención.

Mantiene su brazo estirado, mientras se sostiene con sus pies y la otra mano.

Se la entrego sin rechistar, la toma y comienza a sacudirla dejando caer todas mis cosas al piso. Tampoco son tantas, pero el gesto es tan brusco, y ver mi ropa interior desparramada por el piso es tan humillante, que me dan deseos de llorar.

Comienzo a agarrar el resto de prendas, una a una mientras caen, pero no soy tan rápida así que es inevitable que sigan cayendo al piso y se ensucien.

Hago un pequeño montoncito con mi ropa interior, el polvo de valeriana y mi bloqueador, que son los que cayeron más cerca de mis pies, mis sandalias rebotaron contra el suelo para terminar en sitios opuestos. Qué rabia, tampoco es tanto la distancia entre una y la otra, después de todo Irah está sólo a medio metro de altura.

Estaba tan preocupada por mis cosas, que no había reparado en lo que el gato araña estaba haciendo. Irah mientras subía por el muro, sacaba las piedras y luego las guardaba en mi mochila.

—Listo —dice y noto que frente a él se ha abierto un túnel.

—¿Y el resto?

—No hay un resto —responde bastante pagado de sí mismo—. ¿Por qué otra razón me tomaría la molestia de medir el ancho si no es para atravesarlo?

Lo veo arrojar mi mochila en el interior del túnel como si no pesara nada, como si no estuviera repleta de piedras y ladrillos irregulares.

Irah trastabilla y pego un grito pensando que va a caer.

—Shhh —murmura poniendo su dedo índice en la boca—. Es cierto que el muro es grueso, pero no tentemos a la suerte por favor.

Con cuidado se gira, afirmándose de la irregular superficie, se sienta en el borde de la improvisada entrada y estira una mano en mi dirección.

—Vamos Aya, vamos por Emil.

Algo nuevo y cálido reverbera en mi pecho, siento que salta y casi podría llorar, él incluso ha dicho su nombre sin fallar.

Una oleada de gratitud me inunda y por un momento, sostengo mi mirada en sus ojos. La luz del mediodía le da de lleno en el rostro, ojos dorados y labios rosas. Sus pestañas proyectan sombras en la cima de sus mejillas, y las sombras esculpen cada curva de sus músculos y tendones. Este Irah, era una versión destellante del gato que encontré en el bosque días atrás.

Recojo el montoncito de ropa, pensando en que toda mi vida me he conformado con lo mínimo: ser defectuosa, recordar más de la cuenta y extrañar, pero esta vez es diferente; esta vez quiero más.