Conforme avanzan las horas, comienzo a pensar que abandonar al gato no fue una buena idea, aunque “abandonar” no es precisamente la palabra correcta, eso implica dejar a alguien, yo no dejé a nadie, porque el gato en cuestión ni siquiera es persona. No lo conozco, sólo es un animal que me ayudó y ya. Asunto zanjado.
Rehago mi trenza, recordando lo peligrosas que son las ramas del sector, más ahora que el sol ha desaparecido casi por completo. Estoy exhausta. Me apoyo en un tronco menudo para quitarme la mochila, desato el pasador y comienzo a buscar mi pantalón. Lo encuentro, está justo bajo mi ropa interior, lo que me recuerda que con hoy, llevo tres días sin mudar mis pantaletas. No hace frío, así que guardo de nuevo todo en el bolso, excepto mi reloj. Camino en busca de algún lago para así poder asearme y cambiar mi ropa interior.
El sonido de un riachuelo no tarda en aparecer, pero está oscureciendo demasiado rápido y no estoy segura, alguna bestia salvaje puede aparecer, una en particular me tiene especialmente preocupada.
Con la ayuda de una rama, me abro paso en la espesura del follaje. El destello dorado-rojizo se ha perdido por completo en las hojas del bosque, en su lugar una bruma grisácea lo cubre mientras poco a poco los primeros rayos lunares van penetrando con rapidez entre las ramas. Apoyo mi cabeza en uno de los troncos para descansar un poco y tomar aire, la corteza del tronco me raspa la sien, pero no es la gran cosa, así que una vez que recobro mis fuerzas retomo la marcha.
Exactamente quince minutos más tarde, el tranquilo susurro del riachuelo me avisa que he llegado. Necesito desentumecer mis sentidos, así que pongo el doble de atención para identificar de dónde exactamente proviene el ruido, quiero aprender a escuchar.
A medida que avanzo, lo sé, he tomado la dirección correcta, el rico y dulce sonido de gotas arrastrándose en fuerte flujo me lo confirma. Me guía hasta el vórtice de la corriente. Comienzo a avanzar con rapidez, concentrándome únicamente en ese sonido, en los latidos del bosque, en el líquido sonido de la vida, todo con tal de no detenerme a pensar más, no quiero prestar atención al resto de los ruidos, a los chillidos agudos que me hacen pensar en bestias o esos alaridos que me erizan la piel de los brazos y nuca.
Al fin doy con el lago, sin perder más tiempo camino hasta el borde y me siento en cuclillas encima de una roca lisa que está tibia. Probablemente porque recibió toda la furia del sol durante el día, y me viene perfecto, dejo mis cosas en ella, mientras me inclino para tomar un sorbo de agua. Sabe bien, pero muy fría, así que me inclino sólo un poco para enjuagarme la cara. Desgraciadamente, no puedo obviar la capa de sudor en mi piel, así que no me queda más opción que deshacer mi trenza y humedecerla ya que está toda apelmazada.
Es prácticamente de noche, así que no puedo pegarme una zambullida, tampoco es que esté muriéndome de ganas, pero aunque lo deseara, sería imposible. A falta de opciones, decido lavarme parte por parte.
Me quito la ropa y me quedo sólo en bragas y el sujetador. Doblo mi camiseta y la dejo sobre el pantaloncillo corto también doblado.
—¡Ay!—, dejo escapar un jadeo cuando mi mano húmeda alcanza la zona de mi cuello. Mi piel se enchina y resulta bastante doloroso. Y el contacto con la brisa, no mejora mi situación. Luego, con movimientos bruscos y rápidos, sigo con los hombros y axilas. Repito el proceso con el lado izquierdo, pero es, ¡rayos!, muy difícil, está heladísima. Me rearmo de fuerzas y vuelvo a tomar un poco de agua, y la deslizo por mi cuerpo.
Guiándome sólo por el tacto, vuelvo a curvar mis manos con la intención de acunar el máximo de agua posible e inclino la cabeza para llevármela hasta los labios, las mejillas, incluso la nariz. La sensación es liberadora.
—¿Está muy helada? —Ni siquiera me detengo a pensar en el dueño de esa voz, sé de quién se trata aún sin verle, el problema es otro, algo extraño, una actitud completamente involuntaria toma el control dentro de mí y de pronto me encuentro estirando ambas manos para cubrir mi cuerpo, lanzando en esa acción, mis pantaloncillos y camiseta, al lago.
—Mierda —dice el gato cuando giro un cuarto de mi rostro hacia él—, no quería asustarte —añade, pero justo en ese momento un rayo de luna se filtra en medio de nosotros dejando a la vista su rostro, y la sonrisa en su boca lo delata.
—¿Qué está haciendo aquí? —pregunto más molesta de lo que he estado nunca, mientras gateo hasta el inicio de la roca, donde dejé mi mochila y me maldigo internamente por no haber dejado también mi ropa ahí, así hubiera prevenido este accidente—. Le dije que quería estar sola.
—En realidad no. Tú dijiste que no confiabas en mí y luego… sólo te fuiste. En ningún momento mencionaste algo sobre querer estar sola y ahora que lo recuerdo, necesitas mi ayuda para salvar a tu amiga.
—¿No es un poco tarde para eso? Además, antes estaba vuelto un loco.
—Sí, siento haber actuado así.
Haciendo caso omiso de él, comienzo a ponerme el chaleco y saco el pantalón que había guardado para momentos como este, desgraciadamente, ahora me he quedado sin muda de ropa. Y todavía tengo que lavar mi ropa interior ¡Demonios!
—Espera un poco —me dice Irah, pasando junto a mí y dejando una ráfaga de perfume a su paso justo antes de saltar al riachuelo.
No soy una experta en la exploración, pero soy buena tomando nota de cada nuevo acontecimiento que toma lugar en mi vida, supongo que es un efecto secundario de tener una memoria a la que no se le agota la pila.
Y algo que he aprendido en las dos ocasiones que he podido explorar el bosque, es que posee olores verdaderamente sutiles. Desde el musgo que se aloja en las zonas más húmedas hasta el romero que no veo pero que sé que está cerca; ambos tienen una esencia única y diferente entre sí, así como también la acidez de la hierba junto a la amalgama de aromas florales que emanan de los diferentes confines de este paraíso, incluso el calor del Sol rebotando en la piedra donde ahora estoy sentada tiene un perfume específico. Y aún así, el aroma de Irah no se parece a nada que conozca.
A duras penas consigo ver su silueta entre las aguas negras, unos tímidos rayos lunares se atreven a salpicar el agua y me dejan verlo moverse.
Con el chaleco a medio abrochar y los pantalones aún en mi mano, me acerco a la orilla con cuidado para ver al gato, pero no hay señales de él y demasiado tarde recuerdo lo que él dijo la primera vez que nos vimos: los gatos odian el agua.
Rápidamente, comienzo a desabrocharme el chaleco y lo arrojo lejos del agua, justo detrás de la mochila, hago lo mismo con el pantalón.
—Estúpido gato con aires de héroe. ¡Estúpido Irah!
Me acerco al borde lista para saltar y una lluvia de gotas me salpica cuando el gato emerge a la superficie con ambas manos alzadas, en cada una lleva una de mis prendas: camiseta y pantaloncillos cortos.
Veo que ha recuperado mi ropa y un sentimiento raro se agita en mi interior, sin embargo no hago caso a eso, así que me agacho y se los arrebato de las manos, pero Irah es más rápido y me sujeta de la muñeca con su mano izquierda mientras se apoya en la roca con la derecha.
—De nada —dice sin soltarme.
Me lleva bastante trabajo actuar normal, debe ser porque no lo soy. En mi caso, la definición de normalidad es actuar como un jodido bicho raro, eso es normal en mí, así que intento aplacar los temblores de mi cuerpo, que supongo son por culpa del frío e intento que Irah suelte mi mano. Por supuesto, no lo hace.
—¿Entonces? —me pregunta, pero le cuesta trabajo pronunciar palabra, su boca está temblando, está muerto de frío. «Somos dos compañero», quiero decirle, pero en lugar de eso respondo:
—Fue estúpido. Ya suélteme, me duele la mano.
Él no dice nada, en cambio, da un vistazo a mi cuerpo completo y eso es incómodo; muy incómodo a decir verdad. Debe ser porque estoy de rodillas en la piedra y es dura, claramente la responsable de mi creciente incomodidad. La áspera y rugosa roca, traspasa mi piel, se entierra en mis rótulas causando un dolor persistente. Como el sonido de una abeja en el oído. Bastante irritante en realidad. Eso lo explica todo.
—¿Tienes frío? —su tono es pura malicia y como no quiero parecer débil le miento.
—Nada que ver, estoy muerta de calor.
—Buenísimo —suelta una risita infantil, luciendo más feliz de lo que le he visto nunca. Inmediatamente sé que algo no va bien, esa sonrisa no es de fiar. Por desgracia, tardo demasiado en notarlo e Irah ya ha tomado ventaja, su brazo es al menos tres veces más fuerte que el mío. Me jala hacia él y antes de poder gritar, me encuentro con el agua dentro de mi boca, oídos y nariz.
Estoy hundiéndome y es desesperante.
—Te tengo.
Mientras el cuerpo de Irah rodea el mío, me debato entre patearlo en el estómago o aferrarme más a él, opto por la segunda ya que de otro modo terminaremos los dos ahogados en el lago.
—Pudiste mencionar que no sabías nadar —Tiene la desfachatez de recriminarme.
—An-tes o después de que me… me a-rr-o-ja-ra al a-gua.
—Dijiste que tenías calor —otra vez lo escucho reír, pero no puedo ver su cara, tengo mi rostro enterrado en
la curvatura de su hombro y de algún modo me las arreglé para enrollar mis brazos entorno a su cuello.
Es como una baya de la salvación.
—Muy bien, ahora me estás ahorcando. Ya no es gracioso.
Claro que no es gracioso, me provoca matarlo a golpes, ahora todo tiene sentido. Con razón no nos dejaban leer cualquier libro, es demasiado obvio. No en vano el perro es el mejor amigo de la mujer. ¡Los gatos apestan!
—Sáqueme de aquí —exijo, porque mi rabia se ha convertido en furia asesina y es muy difícil luchar contra los deseos de patearlo en el estómago—. ¡Irah!
Él traga un poco de agua cuando lo pateo en el estómago, pero se recupera al instante. Me agarro con fuerza de su cuello, porque el agua hace que me resbale y aunque quiero verle la cara para ver si se está riendo, me aguanto las ganas porque tengo miedo de ahogarme.
«Emil», pienso y me siento mal por recordarla apenas ahora. No puedo ahogarme, ¡Claro!, tengo que salvarla. No huí de La Grata para salir de paseo, ni domesticar a un animal. Estúpido gato distractor.
—Ya sabes, estoy esperando una disculpa o gracias, como mínimo.
Las manos del gato están aferradas a mi cintura y es tan alto que da la impresión de que ni siquiera está na
dando, ya que no mueve las manos, sólo las usa para afirmarme. Rayos, no sé qué pensar.
—¿Está de pie?
—Sí —dice y por la forma en que siento su mandíbula presionar mi cabeza, noto que está asintiendo.
—Bueno, yo no.
—Eso ya lo había notado, ¿entonces?
—Oh, ¿en serio va a obligarme? —es más fácil decir esto cuando no puedo verlo a la cara, no entiendo el porqué. Sólo sé que sus ojos amarillentos me intimidan.
—Hago mi mejor esfuerzo.
—Pues no es divertido —digo saltando en el agua mientras recuerdo que puedo flotar—. Dese por enterado.
—No se supone que lo sea —reconoce, pero percibo cierta risa en su voz—. Aunque podemos ponerle remedio a eso.
Antes de que pueda procesar sus últimas palabras, Irah me gira y pone su brazo tras mi cabeza. Me giro y noto que hemos vuelto al principio, estamos apoyados en el borde del lago. Yo atrás y él cubriéndome, formando una cárcel gatuna con su cuerpo. Estiro uno de mis pies para ver si consigo tocar fondo ahora que estamos en la orilla, pero no lo logro, así que me sujeto fuerte del gato.
—No tenía idea de que fuera tan hondo —murmuro, pero me callo al recordar que ahora puede verme la cara y claramente yo puedo ver la suya. Hay que decirlo, está muy cerca de la mía, tiene esos ojos amarillos que involuntariamente me hacen recordar a esa bestia hambrienta de la que me salvó la última vez.
—Lo que demuestra que eres una irresponsable. Ni siquiera puedes cuidar de ti misma y pretendes salvar a tu amiga. Oh, pobre Emilia. ¿Así se llamaba, verdad?
—Oiga, yo estaba perfecto hasta que usted llegó a interrumpirme. Y su nombre es Emil, ¡no Emilia!
Irah se queda viéndome serio, su mano no abandona nunca su lugar en mi cintura. No hay demasiada luz y los ruidos que oí antes ahora comienzan a preocuparme.
—Tengo frío —le recuerdo, un poco nerviosa ya que no deja de mirarme—, salgamos de aquí.
Su cabello claro luce oscuro porque está empapado, igual que el mío, y se le adhiere a la frente, look que lo hace lucir diferente, mejor. Una de esas gotas se desliza hasta abajo por la piel de su frente hasta la ceja y se queda ahí, distrayéndome, está inmóvil en su pestaña por tanto tiempo que parece que no se va a mover, pero lo hace y aterriza justo donde no quería, donde será imposible de olvidar: en el lunar de su mejilla.
—Sí, salgamos —murmura con tono distraído y un atisbo de alegría destella en mí: no me hizo disculparme. Qué extraño que ahora eso no parezca tan genial.
En el trayecto de regreso a la cabaña, me las arreglo para lucir molesta y no hablar. Hay varias razones para hacer esto: eh, bueno estoy molesta. Además tengo mucho frío, pero la razón principal es que no sé qué decir. Algo raro ocurrió antes en el lago, algo a lo que no sé dar nombre. Irah tampoco hace mucho por socializar, una vez que salimos del lago, le pedí que se girara para poder cambiarme y él lo hizo sin rechistar, ni siquiera respondió, en realidad, tuve que darme vuelta para constatar que no estaba espiándome, pero se había ido sin decir nada. Ya vestida, cuando me preparaba para continuar con mi travesía, él apareció de la nada, arrebatándome la mochila y ofreciéndome su brazo.
Pude haberle dicho que no quería regresar con él, pero ¿a quién quiero engañar? ambos sabíamos que estaba lo suficientemente sola y desesperada como para rechazar su ayuda.
—¿Estás bien? —me pregunta y yo asiento, pese a que no puede verme. La oscuridad ha descendido al menos dos tonos en la escala de diez las hojas crujen bajo mis pies, los de Irah en cambio no hacen el menor ruido.
—No luces nada bien —me provoca, pero no tengo ganas de responder, no tengo ganas de nada en cualquier caso, el lago me dejó agotada y sólo quiero llegar a la cabaña a dormir.
—¿Cuánto falta? —pregunto, apurando mis pisadas, este gato camina realmente rápido.
—Otra media hora, por qué ¿Ya te cansaste?
A diferencia de la última vez, Irah está con camiseta junto a unos vaqueros raídos de forma natural, desgraciadamente no sirven de mucho ya que está empapado. Él no traía muda, claro, debió pensarlo antes de arrojarse como un idiota al lago. Nadie le pidió que trajera mis cosas de vuelta. Además, por su culpa las dejé caer al agua.
—No —titubeo—. ¿Y usted?
—¿Qué pasa conmigo? —pregunta, sin dejar de caminar. Ahora que la ropa se le pega a la piel, su silueta se ve más delgada, es alto, muy alto, nunca vi a nadie así de grande en La Grata. Es curioso que ese detalle me haga sentir tan segura, a salvo, sobre todo porque hace sólo unas horas me resultaba aterrador. Continúo con mi escrutinio, aunque no se logra ver mucho, la luna apenas y consigue traspasar el denso túnel de ramas y hojas que forman sobre nuestras cabezas, pero aún así me doy cuenta de que va descalzo.
¿Y él dijo que yo era la irresponsable? ¡Por favor! Vagando así podría morderlo algún animal o enterrarse una roca.
—¡Ay! —grita, agarrándose una pierna y cojeando, aún así no suelta en ningún momento mi mochila.
Me muerdo la boca sintiéndome culpable por atraer la calamidad con mis pensamientos y me apresuro en llegar hasta él, pero el gato baja la pierna tan rápido que no consigo ver si se lastimó o no.
—¿Se ha herido el pie? —suelto como si no quiere la cosa, mal que mal, nadie lo manda a andar descalzo.
«Tal vez salió apurado porque quería encontrarte», dice una molesta voz en mi cabeza, pero no le hago caso, nunca antes nadie se ha preocupado por mí y un gato no será el primero en intentarlo.
—Estoy bien —suelta y toma mi mano para que apresure, pero camina tan rápido que me hace tropezar.
—¡Maldición! —Gruñe fastidiado y hace chistar su lengua—. Ven, yo te llevo.
—¿Cómo? —pregunto, observando cómo se descuelga la mochila y se la pone por delante, con la carga en
su estómago. Sonrío un poco, porque se ve realmente gracioso.
—Así —me responde y su aliento me hace cosquillas en la oreja cuando se inclina para hablarme—. Súbete
Irah se inclina un poco y lleva ambas manos hacia atrás, como cuando Emil y yo éramos pequeñas y jugábamos a ser pollitos.
—Peso
—Creo que puedo con ello.
—Es que, en serio…
—Sube, no me hagas ir por ti, por favor Aya. No eres la única que quiere llegar a casa.
No es que me preocupe su amenaza, más que nada es el hecho de que estoy cansada y si él quiere joderse la espalda, pues, es una pena, pero no deseo perder el tiempo discutiendo en el bosque, porque aunque a diferencia de Irah llevo ropa seca, mi pelo es largo y está empapado. Por lo tanto, doy un paso hacia su cuerpo y me agazapo a su espalda, soy todo tentáculos enroscándome a su cuerpo, mis piernas le rodean la cintura y él me da ánimos apretándolas, asegurándome que no va a dejar que yo caiga.
Mis brazos están tensos rodeándole el cuello, algo bastante similar al episodio del lago, sólo que ahora debo pesar el doble y bueno, yo estoy seca, casi seca en realidad, porque la espalda de Irah está mojando mi pecho y muslos.
—No tan fuerte Aya —pide él y su voz suena ronca, rayos, lo estoy ahogando.
—¡Lo siento!
Lo escucho toser, pero sé que está bromeando cuando exagera un gemido. Me paso el resto del trayecto con la cara recostada en su espalda, mi frente descansando en la tela húmeda y tibia que cubre su piel e inhalo su olor como si en ello se me fuera la vida. Él huele a bosque, noche e Irah. Sin poder evitarlo, me pregunto ¿cuánto durará esto? Una parte de mí está desesperada por encontrar a Emil, la quiero más que a nada en este mundo, pero pero
—¿Todo bien?
Mi corazón pega un brinco, cuando Irah gira su rostro, está rojo y gotitas claras perlan su frente, puedo verlas porque está casi pegado a mi cara. Además, la luz de la cabaña llega directo a nuestros cuerpos, lo que me hace ver que hemos llegado y ya va siendo hora de que me baje del cuerpo.
—Sí, sólo bájeme.
—Muy bien. Hey, calma. ¡Aya!
Estoy un poco desesperada por salir de su espalda, así que no espero que él se incline y tropiezo contra el cerco, es pequeño y luce inofensivo, pero logra causar un rasmillón en mi pantorrilla. ¡Como si no tuviera suficiente ya! Mi sien, la rótula y ahora también la rodilla.
—Te dije que esperaras.
—Estoy bien, sólo ¡Auch!, no es nada —digo sobándome la herida. Irah, por esta vez no me molesta y abre la cerca para que yo pase, lo hago y él pisa mis talones. Ya en la cabaña, la enana puerta hace un ¡clap! cuando la cerramos y una vez dentro, él se precipita a la esquina del cuartito justo a una esquina de la pequeña mesita de los rayones, mientras yo recuesto mi cabeza contra la puerta y gran parte de mi espalda. Estoy exhausta, pero no lo suficiente como para pasar por alto ciertos detalles, como el hecho de que en la esquina donde Irah acaba de sentarse hay un pequeño lavaplatos, temprano, cuando desperté, no lo vi, bueno también hay una decena de lámparas repartidas por la pieza que antes no estaban, seguramente las sacó mientras yo no estaba.
Desde donde estoy parada no consigo ver lo que el gato está haciendo, así que tiro mi mochila sobre la alfombra sin siquiera mirar, ya que tengo toda mi atención puesta en ese felino.
Doy el primer paso en su dirección, pero me detienen unas manchas sobre el suelo de madera: frente a mí, veo un pequeño camino hecho con huellas de sangre que se encaminan hacia Irah, tienen la forma de sus pies. Pienso en el momento en que lo vi cojear, ahora entiendo el porqué prefirió cargarme en brazo, lo hizo para distraerme y no dejarme ver su herida. «¡Oh, estúpido gato. ¿Por qué hiciste eso?!», pensé.
No sé si matarlo o ponerme de rodillas para que me disculpe.
—Si vas a decir que lo sientes, ahórratelo —la calma de su voz me golpea de la misma forma que podría haberlo hecho una cachetada. Él ni siquiera me ha mirado, es todo seriedad. Está concentrado en su pie enlodado, trata de limpiarlo delicadamente, evitando tocar de forma brusca esa fea herida que, poco a poco, se va dejando ver en su planta. Es como un ojo y me da escalofríos—. Y a no ser que tengas estómago fuerte, te recomiendo ir a la cama.
Tenía una respuesta bastante buena para eso, una que no tenía nada que ver con la verdad y todo que ver con quedar como alguien digna de respeto, no una muchachita debilucha, pero entonces él dejó de prestar atención a su herida y me miró con sus ojos dorados. Realmente se clavaron en mí, incomodándome, haciendo que me sintiera mal, desnuda, peor aún, vulnerable. Y así, sin esperarlo, las ganas de aparentar fortaleza se fueron al traste y sólo quedé yo, la Aya defectuosa que recuerda más de la cuenta y que tiene la certeza de que el día de mañana este gato la olvidará.
—Y, no es que te ofenda, pero no pareces ser del tipo rudo.
—Tiene razón —esto pareció sorprenderlo—. No lo soy —admití, ya sin fuerzas para seguir el juego de tiras y aflojas.
Él deja de limpiar su pie y me doy cuenta, demasiado tarde, que tras su cuerpo ha escondido un cuenco de vidrio con agua. Bueno técnicamente era agua, sólo que ahora está rosada, teñida con sangre. Luego, como notando mi aversión, cubre su herida con otro paño, no uno limpio, pero sí menos sucio.
—Gracias —suelto, porque me siento realmente agradecida de que haya cubierto su fea herida.
Irah se estira y la mitad de su cuerpo queda escondido bajo la mesita, como respuesta, deja mucho que desear, pero entonces él sale de su escondite con dos toallas hechas bolita entre sus manos.
—¿Todo eso salió de ahí?
Él asiente.
—¿Qué más hay?
—Te sorprenderías —Me provoca con tono malicioso y sus ojos almendrados se abren más de lo habitual,
incluso alza sus cejas para dar énfasis al asunto. Por supuesto, eso me pone realmente curiosa, pero decido sepultarla por esta noche—. Sécate el pelo, luego podrás dormir.
Me lanza la toalla a las manos, no a la cara como hacía Emil cuando despertaba de mal humor. Me preocupa encontrarme comparándolos y centrarme más en sus diferencias que en sus similitudes, porque eso significa que el gato me interesa más por ser quién es, que por parecerse a mi amiga, como había creído en un principio. Y eso, sencillamente no está bien, he sido abandonada, más bien omitida demasiadas veces, como para arriesgarme. Y aunque esta noche parezca imborrable, sé que él la olvidara. Todos lo hacen
Comienzo a secarme el pelo e Irah se pone de pie, no me pasa desapercibida su cojera y otra vez, siento como si me sacudieran el corazón. ¡Qué extraño!
—Ten —dice entregándome una caja con galletas—. Hay agua limpia en esas botellas en la esquina, mañana iremos por más. Ahora estoy muy cansado para ir al pozo.
—¿No va a cambiarse? —pregunto, porque veo que no tiene intención de moverse, tal vez piensa que voy comer en este preciso instante, una lástima ya que no tengo hambre. Supongo que por el ejercicio del día debería estar famélica, pero tengo unas cosquillas en la pansa que me impiden sentir otra cosa salvo nervios.
—Claro, una vez que te duermas.
—No voy a mirar —le aviso, cruzándome de brazos con la intención de parecer ofendida.
—¿Segura? —respira, inclinándose hacia mí, quitando un mechón húmedo de mi frente para acomodarlo tras la oreja. Pestañeo, intentando recomponerme del impacto. ¿Qué diablos? Esto no es normal. Inmediatamente llevo una mano a mi estómago, ¡Dea-mater, siguen las cosquillas!
—Tanto como si mi vida dependiera de eso —digo, pese a que estoy asintiendo.
—Muy bien —suspira con expresión afligida—. Supongo que teniendo en cuenta tu situación, no tengo que temer que abuses de mí.
Dejé de comprender lo que decía desde que utilizó la palabra “situación”. Cuando noto que se lleva una mano a su camiseta, rápidamente me doy la vuelta, incluso si somos especies distintas, no parece correcto mirar, quiero decir, no me gustaría que él lo hiciera conmigo, así que supongo que eso lo explica.
«Lo que se siembra se cosecha»
Me arrodillo sobre la alfombra, otra vez transformada en una sencilla cama. Irah la hizo a la perfección, tiene sabanas, frazadas e incluso un par de cojines para fines más prácticos que decorativos. Una versión mejorada de la improvisada cama en la que desperté, tiempo atrás, después del ataque de ese hombre.
El sonido de la ropa húmeda cayendo como trapo contra el suelo, atrapa mi atención; es su camiseta, deduzco, porque le sigue el retintín de un cierre y de nuevo, percibo el murmullo de la fricción del pantalón contra su piel, luego un eco seco cuando éste cae el piso. Se me calientan las mejillas. ¡Maldición! realmente debo haber pescado una enfermedad o algo así.
Comienzo a mover ambas manos, intentando refrescarme la cara, a estas alturas me he dado por vencida con el secado de mi cabello, sin embargo, lo último que necesito ahora es acatarrarme, Emil me necesita sana y
fuerte.
—Muy bien. Ya estoy listo, puedes girarte.
—¿Qué? —tiene que estar loco, no hay otra explicación. Me meto en el intento de cama y me cubro hasta la
cabeza—. No pensaba girarme —digo, una vez que estoy segura bajo las frazadas.
—¿Qué clase de respuesta es esa?
—¡La que se merece cuando lanza cosas como esa así de repente!
Me gustaría ser capaz de poner esas miradas crueles que nos daba Liese, a pesar de ese rostro infantil, tenía
los ojos de un demonio.
Rayos, otro escalofrío, alejo de mi cabeza la imagen de mi profesora de Religión y me concentro en el cojín que se hunde a mi lado. Él no puede dormir acá, aunque técnicamente es su cama, pero aún así. Oh, por favor, ni siquiera es un hombre, no es como si fuera a comerme o algo así.
—¿Roncas? —me quedo quieta mientras lo siento acomodarse junto a mí, suelto un suspiro de alivio cuando descubro que se ha quedado encima de las sábanas—. ¿Aya? —comienza a sacudirme, intentando destaparme—. ¿Sigues viva, verdad?
—¡Estoy bien! —digo enojada, acomodándome el pelo aún mojado.
—No, no lo estás, sécate esa mata. Y tranquila —añade, al ver que no me muevo—. Esperaré a que termines para apagar la luz, no eres la única que tiene sueño.
—Lo tengo muy largo, tardaré horas. Mejor présteme una tijera, nos haré un favor a los dos.
—No seas dramática. Cargué contigo tres kilómetros, creo que puedo aguantar un poco más.
El remordimiento viene otra vez, recordándome que aún no me he disculpado. «Le has dicho gracias». Sí, pero no es lo mismo que ofrecer disculpas. Me siento confundida, la situación me incomoda y ni siquiera entiendo bien el porqué.
—Y si se duerme…
—Me despiertas y ya, fin del asunto.
—No puedo —musito, perdiendo mis últimas reservas de esperanza—, me olvidará.
Él me mira por encima del hombro, con la barba crecida y el pelo alborotado. Sus ojos acaramelados me sonríen con ternura, desvío la vista para no pensar cosas que no son, no es saludable. Es lástima y ya está.
Nada más que eso, lástima.
—No, no lo haré.
—Si lo hará, cuando el reloj da las doce, todos los cerebros se formatean y…
Me callo cuando Irah me muestra mi reloj, ni siquiera noté cuando lo sacó de mi mochila.
—Son las una de la madrugada ¿ves? —dice ofreciéndome el reloj, olvido mis reservas y me inclino a mirarlo, en efecto, son las una pasada en quince minutos. ¡Virgen querida!
—Es porque no has dormido… Sí, debe ser eso.
—¿No crees que ya hubiera comenzado a convulsionar? —Por supuesto que lo he pensado, pero me estoy
quedando sin excusas, no puede ser real, no podemos ser…
—Iguales —le oigo a decir.
—¿Perdón?
—Dije que somos iguales, que no eres la única que puede recordar —me mira fascinado mientras habla y francamente no entiendo porqué, no hay nada de fascinante en ser un bicho raro.
—¿De dónde saca que puedo recordar? —mi tono es una oda a la calma, incluso logro sonar divertida—.
Justo como me temía. Señor gato, está un poquito chiflado ¿verdad?
Irah levanta una ceja, su cabello se ha secado y ha vuelto a lucir rubio, combina perfecto con sus enigmáticos ojos del color de la miel.
—Pequeña, estuviste dos noches durmiendo en mi cama —me recuerda desviando la vista a la alfombra donde estamos recostados ahora—, sin mencionar que pasaste la mitad del día inconsciente ¡Ops! Lo siento, acabo de mencionarlo. En fin, creo que tengo razones de sobra para decir que somos iguales.
Mi boca cae abierta, he sido pillada ¿se puede ser más estúpida? Para colmo de males, en ese preciso momento Irah lleva su mano a mi mandíbula, la acaricia con dulzura y me invita a cerrarla. Maldición, qué vergüenza.
—Mira, estoy exhausto, qué te parece si te das prisa con el pelo y a cambio, yo mañana te muestro La Große, o La Gran Torre, como quieras llamarla.
—¿Mañana? —ni siquiera me molesto en ocultar mi emoción.
—Sí, mañana, pero sécate ese pelo rápido, no querrás pescar una gripe.
No necesita repetirlo dos veces.
«¡Ay!, espérame un poco más Emil, que allá voy»