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«Los hombres son seres limitados; criaturas espantosas que amenazan contra la estabilidad de una mujer. Siglos antes de su extinción, se podía reconocer a esas bestias por tres inmutables características: Impulsivos, seductores y tenaces.»

Tengo que sacudir la cabeza, en un intento por aclarar mis ideas. ¿La verdad? no sé si ayudará, pero me parece mucho más útil que beber el agua de hierba que me recomendó Nissa, la encargada de administrar las habitaciones del segundo nivel.

La descripción de los hombres que aprendí en la última clase de Historia, no deja de darme vueltas. Obvio, sobre todo si has tenido la misma clase los últimos tres años sin alterar un solo párrafo. Efectos secundarios de ser la única que no olvida, supongo.

Además, está el asunto de Adelfried Levi, nuestra profesora de Historia. la que insiste en que la llamemos “Adel”, aunque nunca resulta; quiero decir, es joven, pero nunca tanto. En fin, Adelfried o Adel, tiene esta manía enfermiza de explicarnos todo en tiempo presente.

«Los hombres son monstruos, asesinos inclementes»

Algo cierto, pero innecesario, Están extintos ¿no? Quiero decir, qué tan difícil puede ser usar el pretérito imperfecto.

Ellos “eran” monstruos, ya no más; les hemos vencido. Me parece que ya va siendo hora de que deje el pasado atrás. Una ironía, si pensamos en el nombre del ramo: Historia. ¡Virgen! es tan repetitiva que, incluso puedo recitar sus clases de memoria, lástima que Matemáticas, Química y Ciencias avanzadas no corran con la misma maldición. Otra ironía.

Hablando de Historia…

Vuelvo a prestarle atención al cuaderno. Lo hago más por costumbre que por otra cosa. Me he pasado los últimos quince años actuando acorde a las apariencias, y con esto no quiero decir que sea superficial, sino que en realidad, estoy estropeada.

Durante el resto de la tarde, mato los minutos trazando frases sin coherencia en mi cuaderno.

Emil Cab, mi compañera de cuarto, parece mortalmente interesada en la revista que hojea sobre su regazo y yo sonrío, porque es lo que se supone que se hace cuando se está feliz. Y lo estoy, en serio, pero lo estaré aún más cuando ella se duerma.

Media hora después la puedo oír roncar, pero es tarde y como de costumbre, las dudas han comenzado a adueñarse de mí. Sólo por si acaso me levanto de la silla, donde he estado balanceándome frente a mi escritorio, y me dirijo hacia mi cama.

Pocos centímetros separan nuestros catres, duerme a mi lado tan pacíficamente como lo haría un gatito si supiera cómo se ve uno, pero se me figura algo suave y aterciopelado que te provoca ganas de abrazarlo en cuanto lo ves. No lo sé, las enciclopedias que manejo no dicen mucho sobre el tema, no dicen mucho sobre nada de todos modos. De nuevo, fijo mi atención en ella, su respiración es tan melódica que, por un instante, casi me permito confiar.

Pero no soy tan estúpida. Así que espero unos minutos más, una vez que compruebo que Emil no se va a despertar, dejo los cuadernos y me preparo para huir de la habitación.

Durante la última semana me aseguré de orquestar un plan maestro y hoy por la mañana revisé por última vez los detalles mientras el resto se preocupaba de terminar una tarea que habían realizado por lo menos unas cien veces, como mínimo.

Lástima que ellas no lo sepan… o más bien, es una desgracia ser la única que retiene tanta información. Retener es una palabra rebuscada en nuestra sociedad, no para mí.

Sopesé todos los pros y los contras para una fuga perfecta. Mis herramientas de trabajo serían ropas resistentes al frío de la noche, polvo de Valeriana, imprescindible para dormir a un adversario, y un reloj.

No perdería tiempo acumulando víveres, cada segundo es valiosísimo. También había oído en clase de Ciencias Avanzadas que en el interior del bosque se encontraba la principal reserva de Sebiata. Si bien no es lo que se diría el fruto más sabroso del universo, tampoco es tan malo, una mezcla entre manzana y durazno, pero sin azúcar. Está bien… es nada sabrosa, pero al menos me mantendría hidratada y sin hambre.

Mis manos están sudadas y he comenzado a respirar más lento y con dificultad. Maldición, se suponía que estaría calmada y segura, el problema es que me siento todo lo contrario. He dejado la habitación atrás, la puerta cerrada y las luces apagadas.

Me he salvado por un pelo de tropezar con mis cordones, en mi defensa hay que admitir que los pasillos de La Grata son tan oscuros como los relatos que nos cuentan en clase de Historia. En cada pared cuelga una imitación de vela, sólo que en lugar de cera lleva un cristal parecido a un diamante y en vez de fuego, una cosa gelatinosa serpentea emulando su forma.

Solíamos usar velas reales, hasta que a una de nosotras le pareció buena idea prenderle fuego a su cabello. Por supuesto, yo ni siquiera había nacido en ese entonces, es sólo algo que oí un día en los pasillos, de todos modos nadie lo recuerda. Lo cual está bien, no tienen que preocuparse por los motivos que llevaron a alguien a querer destrozar su cabellera, ni lidiar con pesadillas relacionadas con, gatos, hombres y además el fuego. A diferencia de mí, pero eso es lo que sucede cuando estás averiada.

Sé que tengo poco tiempo antes de llegar al jardín, pero no logro evitar entretenerme viendo los retratos que cuelgan en las exquisitas paredes de granito. Uno a uno, los familiares rostros de mujeres mutiladas me dan la bienvenida. Es enfermizo lo atractivo que me resulta esto. Quiero decir, son mujeres, al igual que yo, pero la diferencia es que ellas fueron las mártires de otros tiempos, tiempos en que esas bestias extintas gobernaban nuestro mundo y hacían con nuestros cuerpos lo que se les antojaba.

«Déjalo ir…»

Hay uno en particular, que siempre se ha robado mi atención.

Es el de una niña ovillada en posición fetal, su cabello es del color del trigo y me hace pensar en tardes felices bajo el sol. No tiene más de diez años y me han dicho que su nombre era Jennifer. Sé todo sobre ella, desde la edad de su muerte hasta la fecha en que nació. Conozco incluso los años que tenía cuando le llegó su período por primera vez, ocho años, algo precoz, pero no tanto como lo fue su embarazo.

Diez años, diez años apenas cuando se descubrió que había sido víctima de violación, algo muy habitual en ese entonces, según Adel, nuestra profesora de historia, este hecho consistía en quedar a la merced de estas bestias, impedida de todas las facultades físicas. ¡Estos demonios te sometían a su voluntad para satisfacer sus placeres!. Jenny rondaba los once cuando su pequeña hija nació para, segundos después, morir. De sólo pensar en eso se me revuelven las tripas. Tengo varias palabras para describir esta emoción, pero ninguna de ellas se me permite decir en voz alta. Ya es lo suficientemente malo que la palabra “maldición” se me escape en muchas ocasiones de manera inconsciente.

Ahora estoy enojada, no hay forma de evitarlo, puedo verlo tan claramente: la pobre e inocente Jennifer, tan ingenua, tan condenadamente buena. ¿Habrá gritado? Desde luego que sí, debió haber implorado piedad, incluso, por la fuerza que reflejaban esos ojos grises, estoy segura de que se defendió. Aunque no le sirvió de mucho, aquel ser ruin la tuvo a su merced en cosa de segundos.

Es probable que primero la sometiera con un zarpazo de sus garras en la zona de su espalda o sencillamente utilizara esa voz mortalmente grave y seductora, de la que nos advertía Adelfried.

Lo que más llama mi atención sobre esta historia no es el acto en sí, que es abominable por supuesto, pero lo que caló mi alma en el momento en que lo supe fue la certeza de que Jennifer tuvo que quedar embarazada y de paso perder a su bebe, para que la sociedad decidiera hacer algo.

Ni siquiera justicia, sólo algo.

Quiero decir, ¿y si no hubiera padecido un desarrollo precoz? ¿Y si le hubiera llegado su período a los quince o trece como el resto de las mujeres? ¡Cuántos años más hubiese tenido que soportar de esos abusos!

Otra cosa que no encaja en todo esta asunto y que me llena de rencor es el origen mismo del embarazo. Somos mujeres, nos reproducimos entre nosotras mismas llegada la hora, ¿Cómo demonios pudo una violación influir en la precipitación del ciclo fértil por más de cinco años? No podemos fecundar hasta llegados los diecisiete.

La vibración en mi pecho me obliga a devolver mi atención al presente. Una vez que saco el reloj que llevo en el bolsillo, ésta se acaba, pero mi mal humor sigue estando ahí. Son las once con cuarenta y siete minutos. Si no me doy prisa me atraparán.

A pesar de todo, estar estropeada tiene sus ventajas: tengo muchos puntos a mi favor que el resto de los habitantes de La Grata no.

Dejo atrás el pasillo de los retratos y ¡alabada sea la Virgen! por fin he llegado a la escalera.

Me aseguro, por algo así como sexta vez, que nadie me siga. No veo a nadie, así que cuando bajo los escalones lo hago de dos en dos, reduciendo así a la mitad las oportunidades de que alguna tabla cruja. Supongo que podrían reemplazarlas por unas de material más sólido, o incluso alfombrarlas, pero ¿qué gracia tendría entonces? De este modo si alguna de nosotras intenta huir pueden oírla, y no es que alguien lo intente alguna vez. Este lugar es pura perfección, razón por la que se acrecientan mucho más mis dudas.

Al final, consigo salir. El jardín es enorme, el terreno en toda su extensión está cubierto de césped y violetas, y bajo el baño de plata que le da la luz de la luna, incluso parece cobrar otro tipo de vida.

Podría comenzar a correr por el césped corto y húmedo, pero activaría cualquier especie de alarma. Ya una vez vi una película donde la protagonista comenzaba a correr a toda velocidad para huir de La Grata y ¡BOOM!, se activaban los sensores de movimiento rebanándola en varios trocitos de carne semi

chamuscada.

Dudo que La Grata mantenga niveles de seguridad tan extremistas. A veces exagero y como dije antes, nadie nunca intenta huir de este lugar. Excepto yo. Pero eso no es culpa de ellas, sino mía, por estar estropeada.

Un sutil sonido llama mi atención, es un crujido como el de una rama al romperse, pero no se trata de eso… lo sé. No sé cómo, pero sencillamente lo sé. Son casi las doce. A esta hora nadie está fuera ni remotamente cerca de las puertas de la ciudad, a excepción de las guardias.

Si pudiera dar alguna explicación para el origen de ese sonido, seguramente lo más probable es que dijera que se trata de un Alíen aterrizando en nuestro bosque. Conozco los Alíens, al menos los que vendía la industria cinematográfica siglos atrás antes de que los televisores fueran reemplazados por DG-7 y las actrices por réplicas computarizadas.

Al final, supongo que fue lo mejor para todos: los artistas ahorraban dinero en operaciones y vivían más felices. Las actrices vendían los derechos de propiedad de la imagen de sus cuerpos, de ese modo si el papel requería un aumento o disminución de peso, no debían caer en dietas extremistas. De paso, así, cientos de adolescentes evitarían caer en trastornos alimenticios para asemejársele a la estrella objeto de turno.

Cuando giro la esquina en dirección al estanque, cerca de la puerta principal, sé que no estoy sola. He notado que el crujir de ramas me acompaña desde hace minutos y lo peor de todo es que sé que no se trata de un extraterrestre, porque no existen.

Estoy temblando y no es debido al frío… sé que los hombres tampoco existen, pero aún así no dejo de pensar en que una criatura hambrienta de carne, sangre y algo más se abalanzará sobre mí y drenará mi alma. Cierro mis parpados esperando lo peor, sin embargo al alzar mi rostro, todo lo que veo es el rostro de Adelfried, lo que es aún peor.

Pequeños restos de maquillaje bordean sus ojos azules y su piel lechosa luce igual que la descripción de las ninfas en los libros de mitos y leyendas. Trae unos anchos pantaloncillos de seda del color de la sangre y su cabello negro cae trenzado sobre su hombro derecho.

«Me han pillado», grité mentalmente.

—¡Anaya Sonnenschein!, ¿tienes idea de lo tarde que es?

La verdad es que no, pero me encantaría saberlo. Lástima que no pueda sacar mi reloj en presencia de ella, sería demasiado delator. Otra cosa que me preocupa es que me ha llamado por mi nombre en lugar de hermana, esa es su forma de decirme que estoy metida en grandes problemas, y sé que eso es todo lo que dirá esta noche.

—No podía dormir —le digo. Como respuesta deja mucho que desear, pero es lo primero que se me vino a la mente, mientras tanto los minutos corren—. Lo siento.

—Un lo siento no solucionará nada, acompáñame Anaya —la voz sale de forma cortés, al igual que sus facciones y el gesto que pone al estirar su palma para ofrecérmela como si se tratara de la entrada al paraíso; pero yo sé lo que hará, tendré que acompañarla a mi habitación, con la amenaza de ser castigada al día siguiente. Se supone que mañana despertaría sin recuerdos ni castigo, sin memorias del día anterior y desde luego, con veinticuatro nuevas horas para aprender de mis errores, los que seguiría sin conocer.

Pero esto no se aplica a mí que, a diferencia del resto de las vivas, tengo un cerebro dañado, no logra funcionar como el de una mujer normal, que en lugar de desprenderse de los recuerdos los mantiene arraigados, manteniéndome atada al pasado, incapaz de avanzar, convirtiéndome en lo que soy: un bicho raro.

—Está bien —respondo, pero he comenzado a contar en silencio.

«Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve…»

Justo cuando llegamos a la puerta de la entrada las campanas de la plaza central comienzan anunciar las doce, y en un gesto desesperado le lanzo todo el polvo de Valeriana que hay en el saquito que escondo en mi bolsillo, mis manos quedan pasadas a Valeriana, horrible y penetrante, como queso curado. Es tan chocante que me quedo inmóvil. Adel cae inconsciente sobre las baldosas y cinco segundos después su cuerpo comienza a sufrir unos espasmos. Sé lo que sucede, el microchip en su cerebro está siendo formateado, lo que me deja con sólo cincuenta y cinco segundos para huir de ahí, antes de que una vigía nos encuentre. Yo tomo esa oportunidad como un regalo del cielo, aunque dude mucho de la existencia de la Virgen y la use como mero tecnicismo. Subo la escalera corriendo hasta que finalmente doy con la puerta de mi habitación.

Está cerrada y comienzo a desesperarme hasta que recuerdo que escondí la llave en la tarjetita que cuelga en su interior. Una caricatura a mano alzada adorna la tapa. Emil y yo lo hicimos, aunque ella no tiene imágenes de esa vez, como tampoco de muchas otras actividades.. Saco la llave adherida con cinta sobre la tarjeta y me apuro en abrir la puerta.

—¡Maldición! —suspiro, dejándome caer sobre la cama, mientras espero que mi respiración se normalice y hago lo posible por encontrar un lado bueno de mi fallido intento de huída. Al menos la hermana Adel no lo recordará…