28

La noche pareció reventar en los oídos de Tanveer y Epi. El estruendo de aquel galope por las calles empinadas, sabedores ambos de que el refugio estaba abajo, abajo, algo más abajo, en el barrio cerca de un mar que se presentía, se olía o se suponía, pero que nunca se dejaba ver. Algún perro ladraba, pero enseguida se perdía el sonido a lo lejos. Eran dos máquinas perfectas. Todo funcionaba: brazos, piernas, cabeza, tal y como se le pedía. «Tan poca gente en estas casas enormes», pensó Tanveer Hussein la última noche antes de su muerte al internarse en un barrio rico de su ciudad. Pasado un buen rato, él miró hacia atrás. No les seguía nadie. Esta vez se habían librado por poco. Deberían ir y poner una denuncia en la comisaría más próxima para que constara que les habían robado la furgoneta. Si no había mucho movimiento, en unos días se dejarían caer por donde la puta y la untarían con algo de pasta para que se mantuviera calladita.

—Para, para, para…

Ya le parecía de locos ir a esa velocidad. También le daba la risa ver a Epi corriendo como un descosido, con los pelos como si le hubieran dado una descarga de amperios y esa pinta desaliñada, agarrándose a esa bolsa de deporte que iba de aquí para allá, fuera de control.

—¡Para, cabrón, que me meo!

Epi se detuvo unas zancadas más allá y regresó sobre sus pasos. El corazón se le salía por la boca, casi no podía hablar, pero aun así se sentía en buena forma. Mucho más que el moro. Le va a poder. Va a poder con él. Seguro.

—Tío, te miraba correr y me meaba. ¿Qué coño llevas ahí?

—¿Aquí? —dijo, mostrando la bolsa—. Los papeles de la furgo y herramientas del Quimet.

—Vámonos a mear.

Se acercaron a una de las paredes de aquellas mansiones que una vez fueron casas de verano y que se habían reconvertido en clínicas para viejos con hijos ricos. Sin decir nada, se bajaron las cremalleras y empezaron a mear. El líquido amarillento crujía sobre la pared. Epi, de reojo y como tantas otras veces, se la miró a Tanveer y pensó que eso se lo metía a Tiffany en la boca o entre las piernas. Le dio asco, rabia y una tristeza absoluta que siempre le cubría como si alguien hubiera dejado caer una manta desde las estrellas.

—Joder con la zorra esa, ¿eh?

—Sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Que te pasas.

—¿Por qué me paso, pringao, por qué? —le decía Tanveer mientras con una de sus manos, que aún olía a orina, le cogía la cara hasta que los labios se le quedaban en forma de beso—. ¿Tú te crees que no les gusta?

—¡Déjame, tío!

Epi se deshizo de él lo mejor que pudo. Tanveer ya estaba por otra cosa. Buscó un paquete de cigarrillos y se puso a fumar, sentado en el bordillo de la acera, no muy lejos de donde habían meado. Epi estaba de pie en medio de la acera. La coca le impedía estarse quieto.

—Deberíamos irnos de aquí. Si la patrulla nos ve de solanas, nos va a parar.

—¿Qué pasa? ¿Que en tu puto país no existe la libertad de fumar tranquilamente en la calle o qué?

—También es tu país, Tanveer.

—¿Cualo país, loco? Si ni vosotros sabéis cómo se llama esto. Sóc català. Visca el Barça. De puta madre. Yo soy del País de Alá y os vamos a dar por saco a todos vosotros.

—Si nos detienen, yo llevo aquí todos los papeles de la furgo. Deberíamos ir a poner la denuncia.

—Deberías. Yo no he estado aquí. Además, yo a una comisaría ni me acerco. Ve tú. Nos vemos mañana.

—Vamos juntos. Quédate cerca y después miramos donde Carlos a ver si está abierto.

Tanveer sonrió, pero no dijo nada. Cuando acabó el cigarro, se levantó de un salto, fue hacia Epi y pasándole la mano por el hombro empezaron a caminar en dirección sur, hacia el barrio.

—Si no te quisiera el Tanveer tanto te iban a dar por culo de buena manera.

Atravesaron dos glorietas sin hablar. Epi recordaba que había una comisaría cerca de un hospital, y el hospital parecía ser ése al que se acercaban. A Tanveer le entró una de aquellos ataques de sueño que nadie parecía creerse del todo. Con toda la mierda que se había metido hoy y aún podía echar una cabezadita. Se quedó dentro de un cajero con un sintecho al que conocía de no sabe qué ni cuándo. El mendigo le abrió la puerta y le saludó.

Epi rellenó el formulario en comisaría. Indicó que se la habían robado por la tarde, casi doce horas antes. El policía no le preguntó qué había hecho desde entonces para presentarse a esas horas a hacer la denuncia.

Al salir, Epi tenía sus dudas sobre si iba a encontrar a Tanveer Hussein en el cajero. Pero allí estaba, y despierto.

—No esperaba que estuvieras.

—No he podido dormir . Cómo ronca el cabrón este. Anda, aparta.

—¿Dónde vamos?

—Donde Carlos, ¿no?

Carlos había arreglado una vieja cafetería de dos pisos y la había reconvertido en un antro de música brasileña, sin horario aparte de una persiana abierta, medio o tres cuartos cerrada. Los jueves salsa, los martes, daikiri gratis y tráfico de estupefacientes a todas horas en el piso de arriba. Al llegar fueron recibidos con abrazos y dos copas que nadie supo de dónde habían salido.

—¿Qué mierda es esto? —preguntó Tanveer a Epi.

—Parece un cubata.

—¿Desde cuándo me ponen cubatas a mí?

—Nos han confundido con otros.

—No digas tonterías.

—Era broma.

—Ya lo sé.

—Los tendrían ya hechos.

El negro La La cantaba a pelo boleros desgarrados, pero no conocía a Bambino ni a los Chichos. El Maestro Malick engatusaba a una joven pareja de sudacas y la chilena Clara andaba bebida y loca, buscando hostias que nadie le daba. Su ex marido era policía y eso siempre intimidaba a la hora de soltarse un tanto. Unas pijas cincuentonas con implantes recién estrenados entraron con un viejo de coleta y aspecto de haber llegado tarde a todos sitios los últimos veinte años.

—Este bar es de locos. No sé qué hacemos aquí.

Epi no contestó. Tenía entre las piernas la bolsa de deporte con un martillo y contaba los minutos como lo que eran, una cuenta atrás. Se bebió en cuatro tragos el cubata y pidió un gin tonic de Tanqueray. Bueno, dos. Conocía a Tanveer y era de los que siempre pide lo que el otro ha pedido.

—Gracias, loco.

Estaban los dos sentados en los sillines, lejos de la barra, mirando la fauna de aquel bar, como si ellos no fueran parte de todo aquello.

—Bueno, ¿y tú qué? —le preguntó Tanveer.

—¿Qué de qué?

—No sé… ¿tienes novia o eres maricón? Nunca se te ve con nadie.

—Paso de las tías.

—O las tías pasan de ti.

Luego siguió el silencio. Pasó Carlos, que explicó algo sobre una bronca con alguien que, al parecer, debían conocer.

—Yo sé qué pasa.

—¿Qué me pasa?

—Que aún te gusta la Tiffany.

—No es verdad.

—Sí que lo es.

—No, aquello pasó y ya está.

—No me jodas, Satanás. Las cosas nunca pasan.

Epi se subió el vaso a los labios y dio un largo sorbo a su combinado. Si aquello era Tanqueray, él era el Papa. Su madre un día vio al anterior Papa en Roma. Tenía pruebas. Había una foto colgada en casa. Aunque a primera vista parecía que hubiera sido el Papa quien hubiera ido al Vaticano a visitar a la señora Dalmau. Qué curiosa era la vida. Allí estaban los dos como viejos amigos hablando de antiguas novias. Como en aquellos juegos de ordenador donde si desnudas a todos los personajes verás que nadie es quien dice ser. Mira la gente del bar. Mírate tú mismo. Con un martillo de casi medio kilo de peso metido en una bolsa de deporte invitando a ginebra a tu víctima.

—¿Por qué te gusta ir de putas?

—¡Qué dices, mamón! A mí no me gusta ir de putas. Es a ellas a quienes les gusta que yo vaya de putas. En el País de Alá no hay putas. Aquí lo son todas.

—¿Tiffany lo sabe?

—¿Tú estás tonto o qué? Pero a ellas les gusta que un hombre entre en otros coños. Créeme. —Siguió otro silencio. La La entonaba La vida loca—. Esta canción me gusta. ¿Te gustaría volver a follar con Tiffany? A ella sí.

—¿Qué dices?

—¿Te gustaría o no? Ella me lo ha dicho.

—Paso de ti.

—Pero tendrá que ser un trío. Yo por detrás, ella comiéndotela y todo eso.

En ese momento, Carlos se subió encima de la barra y rogó a la concurrencia que se fueran marchando. Una hermana suya venía mañana de Brasil y tenía que estar en el aeropuerto a las siete y media. Apenas tenía tiempo de recoger y cambiarse de ropa para llegar a tiempo. Luego, le rogó a La La que cantara la canción de despedida de la noche. Una de Rubén Blades de la que nadie, ni siquiera La La, conocía a ciencia cierta el título. Epi propuso ir al bar de Salva. Quedaba poco para que abriera. Afuera la noche era de los que duermen, de los niños y de los inocentes.