27

Minutos antes de que Álex derribara la puerta, Epi había cruzado la estancia en dirección a Tiffany, que pensó sin convicción que Epi iba a llevarla hasta la puerta para dejarla marchar. Pero también temía que fuera hacia ella con el único objeto de acabar con todo y matarla de una vez. No llevaba Epi nada en la mano, así que si quería acabar con su vida iba a tener que estrangularla. Intentó leer algo en la cara de Epi pero fue inútil. El hombre rehuía su mirada. Era obvio que jugaba con ella. La había tenido allí de pie cumpliendo su parte del trato y ahora no daba sino a entender que no había sido suficiente, que la función había sido aburrida.

Epi estaba borracho del poder que le otorgaba creerse imprevisible y temido. No puede decirse que obedece a un plan prefigurado porque siempre ha sido torpe con todo eso. Simplemente, de repente ocurrió. Un fogonazo, la inspiración de saber qué hacer a continuación. Todo quedaba a oscuras menos algo. Una persona, un objeto, una palabra. Era como en los juegos de su ordenador. Encontrabas el objeto que te permitía abrir la puerta, ascender a un nivel superior, activar el holocausto a tu alrededor.

Unos instantes antes había comprendido cómo debía acabar aquel enorme alboroto. No podía cerrar el día más importante de su vida con unas simples disculpas.

O abriendo la puerta y dejando que Álex y todos los demás arreglaran el entuerto a su manera. No, aquello debía acabar con algo que imantara el recuerdo de aquel día para siempre, que proyectara su estampa hasta muchos, muchos años más allá. Iba a renunciar a la vida, a tener hijos, a ser feliz, a tener dinero. Y a cambio, el mundo debería echarle de menos. Después, el universo, si quería, que volviera a empezar. Resetear piezas, acomodar el nuevo orden, pero nada sería igual a partir de ahora en la vida de la gente que le rodeaba.

Era tan extraño que semejante objeto —una cuerda de escalada casi nueva— estuviera allí, en aquella casa, que por fuerza tenía que significar algo.

Tiffany observa aterrada el ir y venir de Epi por el piso. «Éste tiene una idea en la cabeza, está claro.» Sigue sin mirarla al pasar junto a ella. Se levanta la chica para ir a esconderse en el dormitorio. Epi no se lo impide. Lo hace con la idea de que si desaparece de su inmediato campo de visión, quizá se olvide de ella. Pero apenas unos instantes después entra tras ella. Lleva aquella cuerda de escalada en las manos. Tiffany vuelve a mirarle a los ojos. Esta vez los encuentra. No son pozos negros. No dicen nada malo. Para su sorpresa, Epi le lanza un extremo de la cuerda sobre el colchón.

—Venga, ayúdame.

—¿Qué, qué vas a hacer?

—Anuda la cuerda alrededor de las patas del armario. Venga, date prisa.

Tiffany intuye que el plan de Epi es descolgarse por una de las ventanas. El alivio de saber que no iba a morir asesinada la activa. Coge el cabo de cuerda y, aunque sin demasiada habilidad, intenta ayudar. Entre los dos pasan la cuerda alrededor de las patas del armario y aprietan un triple nudo.

—¿Vamos a escapar, Epi? ¿Vamos a hacerlo?

Él no contesta. Podría hacerlo, pero aquel día, entre otras cosas, ha descubierto que los pensamientos, los deseos y también los sueños nacen muertos en cuanto forman palabras. Prefiere conservar la atención de Tiffany en todos y cada uno de sus movimientos como un bien escaso y precioso que llevarse al más allá. Sale de la habitación a cumplir con nuevas tareas. Se mueve rápido, eficaz. Su propósito es abrir la ventana, pero al ver que había un poli vigilando en la calle decide invertir el orden de las acciones. De regreso al dormitorio, se anuda la cuerda al cuello como la primera y última corbata que se habrá puesto en la vida. Mira entonces hacia Tiffany y aunque ya no sabía qué tenía dentro para ella, supuso que debía despedirse.

—Puedes marcharte una vez yo haya saltado.

Epi, en cierta manera, espera algo de Tiffany. Unas palabras, un último regalo. Algo que llevarse consigo. Y la chica está tentada de hacerlo. Le ha sorprendido lo que le ha dicho. Su primer impulso ha sido disuadirle, pero algo la ha frenado. Enseguida le pueden más las ganas de que se mate que de solucionar todo aquello. Que salte y se rompa el cuello, buenas noticias todas ellas. El silencio de Tiffany irrita a cada segundo a Epi. Allí está, de pie en un rincón, con la cara sucia de lágrimas y sudor, de polvo y pánico, lejos, tan lejos de la pantera que paseaba su silueta elegante por las calles y los bares del barrio, del cuerpo desnudo que Epi imaginaba como una tinaja llena de aceite caliente, de perfume, de hijos futuros, placer sin fin ni hartura. Ridicula con su ropa elástica para gustar y que ahora luce arrugada y llena de manchas. Epi piensa que asustados todos nos parecemos mucho.

—Aún tienes miedo, ¿verdad?

Ella no dice nada. Hierática, se limita a seguir mirándole. Haciéndose a la idea de que está frente a un condenado a muerte. Tiffany visualiza el momento en que él salte por la ventana y la cuerda se tense, cuando quede colgado sobre el segundo piso de aquel edificio y el cuello se le quiebre como una rama podrida. También quedará empalmado. «Al menos, eso dice la leyenda urbana», piensa la chica. Todo el barrio, a modo de homenaje a la mujer por la cual mató y se mató, verá su polla enhiesta como una orgullosa bandera del desamor. La guerra habrá acabado. Él la habrá perdido y ella se nutrirá y beberá de aquel cadáver para ser más fuerte que hasta ahora.

—Si sólo hubieras sido un poquito leal.

¿No era aquello un trozo de canción, Epi?

—Tú no lo entiendes.

—Eso sí que es verdad, Tiffany. Me voy sin entender nada. Igual por eso me mato. Porque no quiero saber si me quisiste o no. Si me tuviste engañado todo el tiempo. Me voy para no saber.

Ni se da cuenta Epi de que las lágrimas empiezan a brotar, a rodar por sus mejillas. Tiffany lo mira y se contagia sin saber por qué. No es compasión. No es dolor. No es por Tanveer ni tampoco por Epi. Quizá sea por ella.

Quizá sea por nada. Llorar por llorar. Por hacer compañía. Lágrimas como goterones de pintura. Lágrimas de dibujos animados. Epi las interpreta como de amor. Y por ello si la chica se lo pide, no saltará. Ya ha demostrado que era un hombre: que podía hacer cualquier cosa. Pero ella sigue sin decir nada.

—Mío será tu último pensamiento antes de irte hoy a dormir… ¿Te acuerdas cuando me lo decías?

—Sí.

—Supongo que habrá otros tíos después de mí…

—No, no…

—Sí, sí, no mientas ahora… Ya da igual, pero cuando estés con ellos pregúntales qué serían capaces de hacer por ti… ¿Cuánto se ha de querer para hacer esto?… Matar por ti, matarse por ti. ¿Quién te va a querer más que yo?

—Nadie, nadie… yo…

—Tú… ¿qué?

Es cierto. Nadie la querrá nunca tanto. Esa certeza hizo que, de pronto, supiese que volvía a ser la cruel reina de los naipes, que de repente ha recuperado el poder, que es ella quien decide.

—Epi, no lo vas a hacer y tú lo sabes.

Él reconoce el cambio. Las palabras le han vuelto a debilitar: debería haber callado. No haber querido arrancar a la chica una última caricia o certeza. Tiffany ya no parece asustada. Vuelve a coger la correa y a restregarle el hocico por su mierda. Es idiota: la ha dejado volver a hacerlo.

—No lo harás porque no quieres hacerlo. Porque nunca has pensado en matarte. Sólo querías asustarme, ¿verdad?… A una mujer y a un crío. Menuda hazaña. Bien, ya está. De puta madre. Ya eres todo un hombre, Epi, ya puedes volverte a casita.

Las palabras, el arrojo de las palabras de Tiffany, sorprenden a ambos. Epi supo que debía recuperar lo antes posible la iniciativa, robar, si aún estaba a tiempo, el poder de las manos de la mujer. Qué daría por conservar la bolsa de deporte. Por introducir la mano en ella y distinguir el mango de madera. Sacarlo de la bolsa y exhibirlo ante los ojos de aquella hija de perra, volver a convertirla en una niña asustada.

Cierra el puño como si agarrara el martillo. Simula notar su peso y consistencia. Va hacia la chica con el rostro descompuesto, el brazo alzado, la violencia en todos y cada uno de sus gestos y sonidos. Tiffany grita. Lo hace con todas sus fuerzas al tiempo que se agacha, cubriéndose la cabeza con las manos. Una de las puertas del armario se abre y Epi se ve reflejado en el espejo interior de la puerta. Otra vez un espejo antes de asesinar a alguien. Su imagen es nítida: él no ha de morir aún. Haga lo que haga no morirá. Cerrará los ojos y rebanará la cabeza a Medusa. Volverá a meter a Pandora en su maldita caja. Arrancará el corazón a Tiffany y se lo comerá.

Con furia, asesta un golpe a la puerta del armario que bate y le golpea en la espalda. Se siente ridículo. ¿Cómo lo hizo esta mañana? Rápido. El brazo tensado sólo tenía que arremeter con fuerza contra aquella cabeza y el mal ya no dolería. Se habría acabado el dolor, la herida dejaría de sangrar. Pero quizá la evidencia de que no sería así, de que los fantasmas se empecinan más en estar por aquí que los propios vivos. Que los padres desaparecidos, los cuentos de Apolo y Eurídice, Daniel y los leones, la cueva de los leprosos en la que estaba sentado Job, son muchos más reales que una madre siempre enferma que un día murió, los amigos que crecen, se casan y se marchan, los hermanos a los que nunca encuentras un momento para decirles por qué les quieres o les detestas. Tal vez sólo fue que el odio se sustentaba en la esperanza de una vida mejor, mientras que ahora el golpe mortal le llevará a otro sitio más triste. Ya no hay suficiente fe en todo este enorme planeta que pueda llenarle las tripas, el pecho, la cabeza y convencerle de seguir. Epi baja el brazo, abre la mano y el martillo imaginario que tiene en la mano, al abrir ésta, desaparece como en un macabro juego de magia.

No esperará más. Sale del dormitorio. Abre la ventana. Retrocede dos pasos para tomar impulso. Aprieta el lazo alrededor de su cuello y, tras subirse al marco, salta. A su espalda, un gran estruendo le hace confundir el ruido del armario que se ha venido abajo con el de la puerta del piso, que ha sido abatida por Álex.

En el vacío no hay nubes y apenas aire que respirar. Un instante antes Epi quería morir y ahora quiere caer de pie, hacerse el menos daño posible. Un instante dura una eternidad pero, incomprensiblemente, y al mismo tiempo, una eternidad no dura apenas nada. Ya no vivirá. No verá nada más. No sabrá nada más de nada ni de nadie. Y su cabeza, aterrada por el dolor del impacto que está a punto de llegar, no recuerda nada suyo. También eso es mentira. Ningún recuerdo de niño ni especialmente emocional. No la imagen de Tiffany cuando le amaba, si alguna vez lo hizo. Nada de eso. A la mente le llega un recuerdo absurdo. Algo que su memoria ha conservado íntegro y en buen estado, hasta el menor detalle. Mientras cae, Epi recuerda a una niña a la que, por accidente, se le clavó un bolígrafo en el paladar. Tuvieron que llamar a una ambulancia y se la llevaron al dispensario, donde le pusieron tres puntos de sutura. El niño que había provocado el accidente al empujarla se llamaba Roger. La niña, Genoveva. En la clase decían que se gustaban. Roger lo desmentía. Genoveva callaba. Qué absurdo, ése era su último pensamiento antes de morir.

Álex entra en la habitación y cae de bruces sobre la puerta. Desde el suelo puede ver a su hermano saltar por la ventana. Intenta enderezarse e ir hacia él, pero el mosso se apoya sobre su hombro y le pasa por encima. Pep ha leído mejor el escenario y va hacia el extremo de la cuerda, en la otra habitación. El mayor de los Dalmau intenta levantarse y lo consigue. Piensa una tontería tras otra a toda velocidad. Si coge la cuerda sólo conseguirá quemarse las manos, o ayudar a ahorcarse a su hermano. ¿Y si prueba a saltar también él y cogerlo en brazos en el aire y amortiguar el golpe con su cuerpo? ¿Y si…?

Llega a la ventana y ve como abajo el segundo mosso va hacia el cuerpo de su hermano que, colgado de la cuerda de escalada, está a punto de impactar contra el muro del edificio. Se le ha caído al policía la gorra de plato y marcha por en medio de la acera con los brazos tendidos como si alguien le hubiese tirado un paquete de ropa. Álex comprende que se harán daño los dos, su hermano y el policía, mucho daño, y en el pensamiento está implícita la sensación de que su hermano saldrá de ésta. Seguro.

Pep entra en la habitación y distingue a la chica en un rincón. Buena noticia: está viva. El armario se ha desplomado sobre el colchón como un gigante torpe de láminas de madera descuajaringadas. La cuerda sólo se sujeta en una de las patas. Pep se tira sobre el armario y mientras con su cuerpo hunde la parte posterior del mueble, consigue liberar la pata del lazo en el preciso momento en que Epi espera el golpe contra el hormigón o el estirón mortal que le romperá el cuello. Uno u otro.

La cuerda liberada corre como una exhalación por entre las piernas de Álex. Marcha por la ventana detrás del mismo destino que el de su dueño. El fardo de ropa cae torpe. Los brazos de Rubén y las piernas de Epi se quiebran casi al unísono en un dolor sordo. Epi y Rubén quedan sobre el suelo, inertes, doloridos y quejosos. La gente se acerca a auxiliarles. Álex lo mira todo desde lejos. Como siempre.