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Pep pediría refuerzos, aunque entiende por qué Rubén quiere no hacerlo. Tiempo habrá, ha parecido decirle con un gesto su compañero. No pueden tirar la puerta abajo. Es demasiada su envergadura, de doble cierre al parecer. De todos modos, la decisión ha de ser suya y no de Rubén, así como las consecuencias que se deriven de ella. Hasta ahora algo parecido a la suerte les ha echado una mano. Empezaron perdiendo el señuelo y, por una divina casualidad, lo encontraron con el gusano al final del sedal. Ahora lo tienen allí dentro. Con una chica.

Todo parece encajar en la cabeza de Pep, que ha conseguido hacerse una composición del caso. El tío aquel se había cargado al moro y la mujer algo tendrá que ver. Aunque se hace difícil saber qué demonios tendría que ver una mujer en toda aquella basura de palizas a prostitutas y violaciones. En realidad, aquello siempre era como meter la mano en el cubo de la basura. Una vez lo haces, todo —hasta lo más perfumado y hermoso— mancha y ensucia, acaba pudriéndose a la luz. Drogas, éxito, violencia, ambición, dinero. En el fondo círculos del mismo desespero del que se ahoga en el remolino.

No se oye nada dentro del piso. Durante un instante han oído a la chica decirles que se vayan, pero es obvio que lo hacía bajo amenazas. También pudiera ser que no tuviera nada que ver con el asesinato de Tanveer Hussein. Que estuvieran ante el enésimo desgraciado con afán de cruel notoriedad que se lo hace pagar a su chica. ¿Y si se tratara de un ajuste de cuentas? ¿Y si Epi está acojonado porque acaban de matar a su colega y él puede ser el siguiente, como ha indicado su hermano? Pero entonces ¿no sería mucho mejor desaparecer? Bien, a lo mejor ha sido el terror el que lo ha metido en el fondo de ese piso.

Más policías no iban a conseguir torcer la voluntad de Epi y hacer que libere a la rehén. Pero es de cajón que si aquello acaba en drama le preguntarán por qué no avisó a la comisaría y pidió refuerzos. Han de actuar con rapidez y previendo lo peor.

—¿Tu hermano va armado?

—No, no.

—¿Lo sabes o lo supones?

—Lo sé. Es un buen chaval, muy pacífico. No sé qué es lo que ha podido pasar.

—¿A toda esta movida le llamas ser pacífico? Se ha metido en un buen lío. ¿Toma drogas? —interviene Rubén.

—No, no. Fuma. Hachís. Pero nada que le haga hacer cosas como ésas.

—Rubén, voy a llamar.

—No llames. Espera unos minutos y después, si quieres, pides ayuda, pero creo que los dos podemos.

—Dejadme volver a hablar con él —tercia Álex.

—Inténtalo, pero me parece que ya no va a escuchar a nadie.

Rubén se acerca a Pep. Un presentimiento regado con el veneno del silencio no hace más que crecer y crecer en su cabeza. Bien podría ya habérsela cargado. Suena la radio de Pep en contestación a su reciente petición de comunicarse.

—Oye, aquí tenemos un cinco siete dos. ¿Puedes enviar a alguien que me abra una puerta?

—Pep, ¿eres tú? Soy Natalia.

—Hola, Nat, ¿cómo estás?

—Supongo que mejor que vosotros. ¿Es muy urgente?

—No lo sé. Creo que sí.

—Cuando pueda te envío una patrulla y un loquero.

—Vale.

—Pep, por cierto, han detenido al tipo que mató al moro.

—¿En serio?

—Sí, va para la rueda de mañana. Un paqui con antecedentes. Un mal bicho.

Pep se gira hacia Álex. No le hace falta decir nada. Sabe perfectamente que ha oído aquella conversación. Sabe el mayor de los Dalmau que ahora a Epi no le van a endosar el asesinato de Tanveer, y si deja marchar a la chica el incidente quedará en nada. Está, eso sí, con la cabeza clavada contra la pared, los ojos cerrados, intentando sin lograrlo, dejar de sentir como el Pato Donald le pide que le vuelva a mirar, que no deje de observarle. Ha de centrarse. Ha de saber qué hacer. Elegir las palabras apropiadas, el camino más certero hacia los sentimientos de Epi.

—Epi, Epi, escúchame… Soy yo otra vez.

A todo esto, Rubén se acerca a su compañero y le dice algo al oído. Pep reconoce de inmediato que han cometido un error de novatos y Rubén sale disparado hacia abajo con el objeto de ir delante del edificio y evitar la huida de Epi. La distancia de la ventana al suelo no es lo suficientemente grande como para disuadir de un salto que le permita fugarse.

En la portería Rubén se encuentra con Allaoui, quien temía no poder acceder al interior del edificio una vez llegó a la calle y vio el coche de los mossos sobre la acera y unos cuantos curiosos fuera que no saben muy bien ni qué ni adónde mirar. Ambos se cruzan en la puerta.

—No se puede entrar.

—Soy vecino —miente Allaoui.

—De momento no se puede entrar.

—Pero…

Rubén le pide que no insista. Tiene demasiada prisa para ubicarse debajo de la ventana e impedir, llegado el caso, cualquier intento de fuga como para seguir discutiendo con el que él cree un vecino.

Sabe que Allaoui entrará en cuanto él eche a andar. Y así lo hace el barbero, que ha mantenido la puerta abierta con el pie durante toda aquella discusión.

Una de las dos ventanas del piso donde están Epi y Tiffany sigue con las persianas bajadas. La otra está abierta. Rubén cree que al llegar ellos ambas tenían las persianas cegadas. Tal vez ya se han marchado. Mira a ambos lados de la calle por si aún estuviera a punto de ver a alguien corriendo, cuando repara que todos sus miedos son absurdos. De acuerdo, la ventana tiene una de las persianas subidas, pero los cristales siguen cerrados y eso sólo puede hacerse desde dentro. «Acertada deducción» se anima con algo de sorna Rubén. Ahora sólo queda esperar acontecimientos. Antes le gustaba mucho más el jaleo. Desde aquel incidente en La Seu d’Urgell se ha vuelto mucho más cauto. Casi prefiere que salga por la puerta y lo detenga Pep.

—Igual sí que somos pocos —se oye decir en voz alta, como si estuviera siendo registrado por una cámara de alta definición para ser insertado en alguna serie, en alguna película de policías comprometidos con la defensa de las gentes de orden.

Epi sigue sin contestar. Pep se recrimina su torpeza. ¿Qué le está pasando? Sí, lento y torpe. Desde la central, Natalia le asegura que están haciendo todo lo posible. Al momento, le vuelve a llamar y le dice que, afortunadamente, el cerrajero de guardia está por el barrio, que en nada estará con ellos. Allaoui, silencioso, se ha puesto detrás de Álex. Éste le reconoce sin que sea necesario ni tan siquiera girarse. Ha resultado ser un buen amigo: un tipo leal.

—Epi, sé que me estás escuchando. Piensa un poco en todo esto. No tengas miedo. No os va a pasar nada. Se os protegerá. La policía está preocupada por vosotros, pero me han asegurado que no os va a pasar nada. Han detenido al asesino de Tanveer. Ya no tenéis que temer nada. La policía os protegerá.

Pep recibe la llamada de Rubén en la que le informa de que siguen dentro del piso. Que no se ve movimiento ni se oye nada. No cree que nadie vaya a escapar por la ventana, a menos que tengan ganas de romperse una pierna.

—Epi, Tiffany… Salid y ya está. No compliquéis más las cosas. Todo esto es un malentendido.

Suena la radio de Pep. Le avisan de que el cerrajero ya está abajo. El policía pide a Allaoui que baje a abrir y éste obedece. Un murmullo aparece y desaparece con la puerta que no hace sino indicar que el número de personas expectantes por lo que va a suceder en el edificio va en aumento. Un hombre pequeño, con una caja de herramientas en la mano, sube hasta el rellano y se presenta a Pep. Tras jalear la coincidencia de estar tan cerca, se pone a trabajar. Allaoui ha de retirarse y Álex ve con algo de alivio como aquel tipo resuelto y de bigote cano introduce sigilosamente pero de modo resuelto un destornillador en el ojo de Donald.

Pep comprende a medida que van siendo desenroscados los tornillos de la puerta que aquella historia tiene un pie en la gloria y otro en la chapuza. Sólo si el tipo va armado puede haber mal rollo. Se retira de la puerta y vuelve a conectar con la comisaría.

—¿Cómo tenemos el tema de los refuerzos?

—Va una patrulla. Ya ha salido. Lo que tarden en llegar.

Pep hace una señal al cerrajero para que no se dé tanta prisa, pero éste casi ha terminado su trabajo. A duras penas trata de aguantar la puerta para que no se venga sobre sus propios goznes. Álex va a intentarlo, quizá por última vez.

El silencio se rompe como un hueso. Tiffany grita pidiendo auxilio. Pep piensa en su madre, en su novio, en la cena a la que le han invitado esa misma noche. Su cabeza tiene una melodía tontorrona que pone banda sonora a un estado de excitación que responde tanto al miedo como a la necesidad de actuar. Allaoui se aparta cuando también se retira el cerrajero, ya que ese último gozne que resiste puede saltar en cualquier momento. Pep empuja a Álex contra la barandilla, desenfunda la pistola y pone todo su cuerpo en tensión. Álex se fija en la mandíbula marcada del agente, en la mirada fija en una puerta que está a punto de venirse abajo. Oye la voz de Jamelia al otro lado de la puerta, en la calle, subiendo por la escalera. Grita el nombre de su hermana.

Álex sabe que ha fracasado. Como tantas otras veces, él lo está viendo todo desde fuera. No ha conseguido sacar a su hermano del piso. Ha ido tres pasos por detrás desde aquella madrugada en el bar de Salva. Podía haberle detenido en ese momento y no lo hizo. Podía haber sido más perspicaz y acertar con ese escondrijo. Podía haber dudado menos, durante menos tiempo. Podía haber hecho más por Epi. Haberle escuchado más que humillarle e indicarle todo aquello que hacía mal o a destiempo o, simplemente, ni llegaba a hacer. Podía haber ido tras papá cuando éste se fue. Haber estado con la vieja cuando se puso fea y sucia, cuando agonizaba.

La cabeza se le llena de imágenes. De ellos dos con su padre a cambiar cromos en el Mercat de Sant Antoni, o aquella vez en la escuela que Epi se partió la cara en su defensa y también aquella otra en que él no lo hizo y permaneció escondido en la clase, a oscuras, esperando que pasara la pelea. Recordó las promesas que había hecho a su madre con respecto a su hermano pequeño y a ésta, joven y bonita, yendo a buscarles al colegio o secándoles el pelo con una toalla rosa que olía a jabón. Aquellas películas que veían los cuatro juntos los sábados por la noche riéndose hasta morir. La del inspector mete patas y la del puma que se escapa y nadie encuentra. Cuando aprendió a ir en bicicleta y Epi y los otros niños de la calle, que en teoría estaban aguantándole el sillín, le adelantaban y le mostraban las manos en una imparable expresión de alegría. Ese mismo día, sus padres decoraban con papel pintado las paredes de casa. Largas tiras de papel por encima de la mesa del comedor, botes de cola, pinceles espesos que parecían hacer chasquidos con la lengua cada vez que se aplicaban al reverso del papel.

¿Qué hacer con todo eso?… Ahí tiene a un tipo con una pistola y dentro su hermano y Tiffany, sin saber si viva o muerta, si cualquiera de los dos está vivo o muerto. Puede intentar parar a ese policía y entrar primero él. Puede hacer eso. Al menos intentarlo. Comprueba que el cerrajero hace una inequívoca seña al policía con la cabeza, se aparta de la puerta y baja tres, cuatro escalones obligando a Allaoui a bajar un par más.

La puerta sólo necesitará un buen empujón para hacerla caer. Y en ese momento, Álex decide ser un hombre de acción y enfrentarse, tantos años después, a Helio. Y con más torpeza que acierto empuja a Pep contra la pared, impacta con la puerta, revienta el último de los goznes, precipitándolo todo, como hubiera hecho el valiente Héctor, el mejor de los hombres, según su padre, de haber estado allí en esos momentos.