25

«El tiempo se come al tiempo», decía el padre de Epi. Ahora él lo recuerda y lo tiene por cierto. Le parece el tiempo una presencia casi física. Un animal desbocado hecho de minutos que, a su vez, son piedras, huesos, dientes. Cada segundo importa tanto que duele. Cada momento es el último.

Cree que Tiffany no quiere o no sabe escucharle. Tiene miedo y parece que sólo dándole más puede hacerle entender que no ha de tenerlo. Tampoco quiere hacerle daño. En realidad, nunca ha querido hacérselo. Ahora lo sabe. Le basta esa mirada huidiza entre las marañas de pelo.

—Tiffany, no entiendes nada, ¿verdad? Hasta que tú y yo no hablemos y lo sepas todo, pero todo, ¿eh?, aquí no sale ni Dios. ¿Lo entiendes? No quiero más tonterías, ¿vale? ¿Tan difícil es…? Y si me tocáis mucho los huevos, piensa una cosa: que ya me da todo igual. Que si he llegado hasta aquí es porque sé que no puedo dar marcha atrás. Que todo me da igual, ¿lo entiendes? Lo más fácil sería llevárselo todo por delante, así que no me toquéis los cojones.

Claro que le entiende. Se lo dice sin hablar. Gimotea para que sepa que está vencida. Se ha equivocado con esta situación desde el primer momento. Ha infravalorado a Epi y las circunstancias que le rodean —el piso franco, los pocos vecinos, la hora, la muerte de Tanveer—, y que la cosa iba en serio. Necesita ser cauta, inteligente: Epi está sobre aviso y es probable que su vida corra peligro. Percibe la chica su cuerpo como nunca antes lo había percibido. Un ente con dimensiones concretas que ha de proteger con sumo cuidado. Como si de una bomba de relojería se tratara, ha de conseguir que Epi no toque nada que la haga estallar. Nota los dedos de sus pies. Nota su estómago débil y transparente al tacto de la hoja de una navaja. Su cara indefensa ante un corte, un golpe, el cráneo hundiéndose como yeso bajo la fuerza de un loco. Le encantaría trazar un círculo, meterse dentro y desaparecer. Pero la tiza que ha de utilizar es invisible, su escritura ha de ser perfecta, reseguir sin temblor ni titubeo la línea de puntos que nadie más que ella ha de leer. Necesita utilizar con Epi las palabras justas, las promesas necesarias, las caricias certeras.

—¿Me vas a escuchar? —insiste Epi.

Ella dice que sí con la cabeza. Le va a escuchar. Le va a dar la razón. Le va a prometer amor eterno. Esta vez va a hacerlo todo bien.

—¿Por dónde empiezo? —confiesa en voz alta Epi, como deseando que sea Tiffany quien le indique qué ha de decir—. Ya sabes que hablar no se me da bien.

Se ha sentado en el suelo, frente a ella, con las piernas cruzadas. A Tiffany la imagen le parece extraña. Como si Epi fuera a enseñarle algún juego de manos. Nada por aquí. Nada por allá. Sin trampa ni cartón. Ahora aparecerá un cuchillo y con él te cortaré el cuello. Adivina la carta: una oportunidad entre cien. Tiffany calcula la distancia que les separa. Valora si podría o no evitar un inesperado acceso de furia contra ella. Qué posibilidades tiene de parar un golpe o una herida de navaja. Cree que ninguna. Levantada estaría más segura, pero teme enfadar a Epi si lo hace. Se coge, por lo tanto, con fuerza las piernas dobladas y las aprieta contra el cuerpo como en un intento de comprimirse hasta fulminarse por una de aquellas puertas abiertas en el zócalo que los ratones de los dibujos animados tienen para frustración de gatos y escobas. No lejos de un Epi que aún está buscando las palabras, ve algo que la llena de inquietud y la asusta. Es el amasijo de cuerda de escalada que hay allí, amontonada, en el otro extremo de la sala, y que antes estaba en el interior del armario.

¿Cuándo la había sacado Epi? Con esas cuerdas podría atarla. Con ellas podría estrangularla.

—Hay veces en que uno no ve las cosas como son. Tanveer era como medio brujo, ¿sabes? No es ninguna tontería. Encantaba a la gente. No sé. Igual eso te pasó a ti. Tampoco se llamaba Tanveer Hussein. Su madre se lo dijo a la mía un día. Una tarde en casa. En el registro se llamaba José María. Su padre, eso sí, era moro.

—Ya sabía eso del nombre…

Epi se pone de pie y va de un lado a otro de la habitación. Parece algo más tranquilo ahora que ella le escucha.

—Él no te quería. Nunca te quiso. Te vio y quiso tenerte porque tenerte es como tener un amuleto, ¿sabes lo que te digo? No sé, es como si contigo al lado todo vaya a salirte bien.

—No opináis lo mismo ni mi madre ni tú…

—Yo sí. Para mí eras como un ángel de la guarda. Eso es: como un ángel que no creyera en el cielo o en Dios. Tú, cuando estabas conmigo…

—Estábamos bien entonces, ¿verdad?

—Sí.

—Siempre acabo destrozando lo que más quiero, Epi. Siempre la misma historia. Estoy loca. Deberían encerrarme. Ir a un loquero. A una psicóloga. Sacar todo lo que llevo dentro, lo de mi padre, lo de Percy.

—Éramos novios.

—Sí, joder, lo siento mucho. Perdóname. Sé que no me he portado bien contigo —se aventura a decir Tiffany rogando a ese Dios y a ese cielo en el que al parecer no cree que Epi no entre en demasiadas suspicacias ante su nuevo papel en aquella representación.

—Hacíamos planes, ¿te acuerdas?

Resuenan voces que no llegan a ser gritos al otro lado de la puerta. Se supone que Álex y Allaoui se deben de estar impacientando. Dice Epi que han imitado voces de policía, pero Tiffany no está segura de ello. Si Tiffany pudiera decirles que aguardaran unos minutos, que todo parece estar yendo bien ahora, que Epi sólo quiere desahogarse y luego la dejará marchar y podrán entrar ellos y llevárselo a la cárcel para pudrirse allí los próximos años y ella salir y explicar a todos su aventura, a la tele, a los periódicos, a las amigas y vecinos del barrio.

—¡Callad de una puta vez! —grita Epi hacia la puerta—. ¡Cómo volváis a molestar, juro por Dios que hago una locura y aquí salimos todos con las patas por delante!

Las voces callan. Algo cambia, de repente, en el ánimo de la chica. Epi no actúa de manera tan inconsciente como parece. Tiene en la cabeza un plan. Puede que tenga previsto matarla, matarse. Quizá sólo quiera que le escuche antes de acabar con ella. Quizá ya no haya manera de salvar la vida. El miedo, con todo, la ilumina de pronto.

—Dejadnos tranquilos. Estamos hablando. No pasa nada —grita ahora la chica—. Idos y de aquí a nada saldremos los dos. Dejadnos. Idos.

Epi sonríe. Le gusta la nueva actitud de Tiffany aunque no se fíe. Ya se la ha jugado una vez. ¿Qué era aquello que recitaba su padre que tanto molestaba a su madre?… No podía recordarlo con claridad: se le escapaba cuando trataba de retenerlo en la lengua.

—No será tan fácil.

—¿Por qué no será fácil? ¿Por qué no puede serlo? Tú me hablas. ¿No querías explicármelo todo? Pues explícamelo. Yo te escucho. No tiene por qué ser esto el final sino un principio. Ahora me doy cuenta de muchas cosas. —Tiffany cree que ahora ha de hablar y hablar. Aturdirle con palabras—. Me doy cuenta de que he estado ciega. No he visto nada. No he visto quién era bueno y quién malo. Quién me quería y quién no.

—Yo te quería tanto…

—Y yo, a mi manera, también…

—Esperaba cualquier cosa: una llamada, encontrarte en la calle. Te veía por todos lados y cerraba los ojos y te seguía viendo.

—Lo siento, Epi, lo siento.

—Y no entendía nada: os veía marchar y yo…

—He estado ciega. No sé qué me pasó. Tú eres lo que yo necesitaba. Me tranquilizas. Siempre lo has hecho. Pero he luchado contra eso. Me llenabas en todos los aspectos. En la cama, en la calle.

«¿Entonces, Tiffany…?», se pregunta Epi, «¿por qué pasó todo lo que pasó? ¿La humillación que parecía no tener fin?…» Ahora ya recordaba la historia aquella en boca de su padre. Álex hasta se la aprendió de memoria. «¿Cómo era aquello?… Se concedió a la mujer la palabra.» ¿Cómo seguía? Que ante la mujer dada por los dioses, «el héroe —cualquier héroe— se siente confuso, sin energía», y golpea al aire como un boxeador, cegado por la fatiga y la rabia. La mujer «tiene palabras falaces en su boca, su temperamento es el del ladrón».

—Con palabras que hechizan…

—¿Qué dices, Epi?

—Nada.

—No me asustes, hostia.

—¿Yo te llenaba? ¿Te follaba bien?

—Sí, sí…

—¿Entonces…?

—¿Entonces qué?

—Mi padre siempre nos contaba historias. Como si todas las putas cosas que nos pasaran ya hubieran sido escritas y contadas antes…

—Me hubiera gustado tanto conocerle.

—¿Para qué? —corta de cuajo Epi lo que parecía ser una agradable ensoñación.

«¿Para follártelo como al tuyo?», piensa Epi. ¿De dónde han aparecido esas palabras en su mente? Es como si la tensión de los acontecimientos hubiera dejado sueltas palabras que tenía guardadas desde hace tiempo en su cabeza. Palabras de su padre y de su hermano, neones que siempre ha tenido apagados y que aquel cortocircuito ahora iba encendiendo. Y con ellos se aclaraba por un momento la escena. «No, no puedo creerla. Miente, seguro que miente». Retira su mirada de la de la chica. No quiere ver lo que ve. No quiere que le lea el pensamiento. De pronto, siente como cuando su madre le limpiaba con agua y sal los ojos enfermos, llenos de legañas.

Y es que ahora Tiffany ya no es Tiffany. Se fija en las cejas tatuadas de azul y ya no son el signo distintivo de los faraones. Ahora las ve como el torpe dibujo de un payaso que no sabe hacer reír. También la actitud amable y cálida de Tiffany es una estafa, otra más. Palabras que engañan a las suyas. Falaces, ahora seguro que sabe qué significan. Mentirosas. Ya ni las oye. Aquella diosa que imaginó a su lado para siempre, ahora se le mostraba fea, ridícula y torpe. Le mira los ojos y sólo ve ojos. Y piensa en las palabras que, se miraran de un lado u otro, parecían significar cosas distintas. Como si la luz cambiara los significados. ¿Qué misterio entrañaba todo aquello? ¿Por qué «te quiero» no significaba «te quiero»? ¿Por qué «déjame» era «espérame»? ¿Por qué «vete de mi vida» era «quédate por aquí»?

—No gastes más palabras. Me cansas con tanto hablar.

Ella calla. Hará cualquier cosa que le pida. Pero él, de repente, ya no quiere nada de ella. Quizá tirársela otra vez para quitarse de una vez todo el embrujo, para verla como el mal truco de magia que es, rellena de sangre, fluidos y mierda por dentro. Ya no quiere que le ame porque tiene la extraña y lúcida conciencia de que nunca sabrá de veras si es cierto. Tendrá que tenerla al lado siempre sólo para suponerlo, para adivinarlo, para interpretarlo en todos y cada uno de los detalles de aquella mujer. No, no quiere nada de ella, se dice Epi, mientras le retira la mirada, va hacia la ventana y mira a través de las rendijas de la persiana la calle. Allí ve el coche de los mossos. Es un alivio: por fin todo está perdido.

Si ella ahora, a sus espaldas, echase a correr hacia la puerta, no la detendría. De hecho le gustaría tanto que desapareciera, que nunca hubiera estado allí. Que ese regalo envenenado jamás hubiera llegado hasta las puertas de su casa. Desearía que se muriera. Matarla mientras ella le mirase y le pidiera perdón porque todo esto ha sido culpa de ella. La llave que abría el Paraíso era la misma que encerraba en prisiones, tumbas y agujeros. No había más que pensar en su padre, en el padre de Percy, en Tanveer, en él mismo. La mataría y nadie se daría cuenta. La enterraría en cualquier sitio y la vida empezaría a contar desde cero en aquel preciso momento. Las calles del barrio serían cálidas avenidas y no señuelos o emboscadas. Los amigos, los bares, los autobuses y coches brillando bajo la luz del sol. Hay tantas cosas que hacer cuando uno encuentra el camino de la libertad. Pero al girarse, Tiffany sigue allí delante. Se ha puesto de pie y espera que él diga algo.

—Pídeme que te deje marchar.

—Déjame marchar, por favor.

—Con esa voz no. Con la que ronroneabas cuando fingías al hacer el amor conmigo. Con ésa, por favor.

—Déjame marchar, por favor, Epi, no me humilles. Yo nunca he fingido…

—Pídeme que te mate.

—No…

—Mastúrbate delante de mí. De pie, ahora. Hazlo y veré qué hago contigo. Si te mato o te abro la puerta.

Tiffany observa que Epi mete la mano en el bolsillo del pantalón. Le basta con enseñar el mango de la navaja para que ella no tenga dudas de si va de veras o no.