Álex abraza al niño y después le echa una ojeada superficial, mesándole los cabellos, buscando marcas o arañazos. Parece estar bien. Muestra, eso sí, una actitud somnolienta, quizás ha dormido hasta hace poco. Le pregunta si se encuentra bien, pero el niño no contesta. Parece estar a punto de ponerse a llorar. Su cara está transformándose en un puchero. Hace un ademán de girarse hacia la puerta, para refugiarse con su madre, y comprende que no es posible.
—Barbero… ¿por qué no te lo llevas y le compras chucherías?
—¿Chucherías?
—Sí, joder, caramelos, pegadolces, dulces, lo que sea.
—Okey. Ven, chaval. ¿No prefieres ir tú? Igual a mí me hace más caso.
—Es mi hermano. Me quedo yo.
—De acuerdo. —Allaoui no parece interesado en discutir—. Me lo llevo a comprar golosinas y luego a su casa. Seguro que su abuela estará preocupada. Y después vuelvo enseguida.
—Me parece bien. Pero vete ya. Cuanta menos gente vea que hay un crío de por medio, mejor. Cómprale dulces, pegadolces…
—Que sí, Álex, ya lo he pillado.
—Donde el cine. Dulces y todo eso.
Allaoui coge en volandas a Percy un instante antes de que el puchero estalle en llantos. Trata de tranquilizarle anticipándole al oído la montaña de caramelos que va a tener entre sus manos en apenas unos minutos. Percy no dice nada. Bajan las escaleras y salen a la calle. La luz del sol les sorprende y acciona la energía almacenada en las piernas de Allaoui. Los minutos pasados en aquel rellano le han entumecido los músculos y hasta ensombrecido el ánimo. Acelera el paso casi con placer. Está llegando a la esquina. De allí hasta la tienda de las golosinas habrá unos cinco minutos a lo sumo. Luego, lo que tarde hasta la casa del crío.
Las luces rojas y azules encendidas de un coche de policía aparcado en la esquina le dicen que las cosas se van a complicar. Es cuando recuerda que existía otro problema más. Dos policías caminan por la acera y van en dirección a la casa. No cabe ninguna duda. Aquel automovilista o quizás alguno de los vecinos habrá dado la alarma a los mossos y ellos, diligentes, aquí están para defender el orden. Sin pararse, Allaoui coloca a Percy cargando del costado contrario al bolsillo donde guarda el móvil. Busca el número y marca. Se suceden los timbrazos mientras medita sobre si le interesa o no volver a ese piso que se va a convertir en un endemoniado enjambre. Salta el buzón de voz y acciona la opción de rellamada. En esta ocasión hay más suerte.
—¿Qué pasa?
—Tienes a la poli en la calle.
—¡Hostia puta!
—Voy y vuelvo, no pierdas la calma.
Álex se acerca hasta las escaleras y cree distinguir el reflejo azulgrana en el cristal de la puerta de la portería. No se equivoca al creer que la policía estará preguntando en qué ventana ha aparecido una chica pidiendo auxilio. Lo que desconoce Álex es que esa información le va a ser rápidamente ofrecida por el automovilista que, después de llamar a los mossos, les ha estado esperando en el otro lado de la calle.
Pese a todo, cree disponer de más tiempo del que efectivamente tiene. Mira con atención aquella puerta y, de inmediato, se arrepiente de haberlo hecho. Sabe que si distingue algún rostro en la madera, algún caprichoso contorno que recuerde a un perfil, no va a poder dejar de mirarlo, de comprobar como casi toma vida. Se palpa el bolsillo. Dispone el calmante bajo la lengua, bebe del botellín. No puede perder la calma precisamente ahora. Cierra los ojos. Sabe que se le ha quedado impreso algo que ha visto en la madera de la puerta. Aquel borde forma un hocico y una barbilla y…
—Epi, escúchame. Es importante. Epi… ¿me oyes?
Pero su hermano no contesta. Puede ser que esté al lado de la puerta, sí, pero también es posible que se encuentre en el otro extremo del piso matando a la chica. ¿Por qué no echar a correr y abandonarles a su suerte? Ha hecho más de lo que nunca habría hecho Epi por él, se dice sin convicción. Pero él hizo una promesa. A mamá. Lo juró. Recapitulemos, entonces: ha hecho todo lo que ha podido. En eso sí que está de acuerdo. Ha tratado de pensar con claridad, ha arreglado la versión de Salva, se ha sacado de encima a la poli, o al menos eso creía. También puede ser que le hayan seguido, pero ¿hubiera sido mucho peor no haber intentado estar aquí y hacerle entrar en razón? Al menos ha conseguido que el niño saliese del piso. Tiene miedo, claro que lo tiene. Entonces ¿por qué no abandonar? Si la poli llega él no va a poder hacer nada. Quizá sólo evitar que maten a su hermano. Si hay testigos delante esa gente se controla, no son los animales en que se convierten cuando están a solas con un sospechoso. ¿Cómo ha podido pasar todo esto, Dios mío? ¿Cuál ha sido el viaje endemoniado que ha llevado a los dos niños Dalmau hasta aquí? ¿Dónde se había ido el resto de su mundo? ¿Por qué no hay nadie detrás —un padre, una madre— aguantándole, ni tampoco a su lado, una mujer que le haga compañía, que le cure las heridas, que le aconseje que se vuelva a casa, que abandone a Epi a una suerte que él y sólo él se ha forjado?… Lo único que tiene en la vida está al otro lado de la puerta. Un hermano loco y asesino y la chica con la que se suele excitar cuando decide eyacular rápido y bien.
Los polis ya están en la entrada. Les han abierto la puerta y se han colado en la portería. Hacen un ruido inconfundible con la parafernalia que llevan encima —esposas, porra, celulares, insignias doradas—, como si se lo copiaran del disfraz de policía de un niño.
—Epi, escúchame. ¿Me oyes? La poli está aquí. Deja salir a Tiffany ahora mismo y no pasará nada. Que ella diga que estabais juntos y ya está. Tiffany, ¿me oyes?
La voz de Tiffany al asentir le devuelve la tranquilidad. Le responde que es buena idea. Álex no oye nada más.
Tras la puerta, no escucha como trata Tiffany de hacer entender a Epi que ésa es la mejor solución para todos. Para él, para ella, para ambos. Pueden salir a la vez o mejor aún, esperar que llame la policía, y entonces abrirá ella a medio vestirse y se verá que todo ha sido un error, un embarazoso lío en el que se han visto metidos debido al ansia de notoriedad de algún vecino maldiciente. Epi no contesta. Está callado, sentado junto a la puerta, mirándose la punta de las deportivas. Tiffany se le acerca y en cuanto él se percata de que está tan cerca que puede tocarla, reacciona. Se miran a los ojos, pero Tiffany no puede leer nada en los de Epi. Vuelven a ser aquellos dos agujeros negros y oscuros. Pregunta si le ha escuchado y le repite el plan: llega la policía, abro, les digo que es un error y se van. Pero Epi, que ahora sí la mira y la escucha, sigue sin responder.
Los agentes están subiendo los últimos tramos de la escalera. Álex se levanta y se dirige al rellano del piso de arriba. Por el hueco de la escalera podrá ver sin ser visto. Pep y Rubén se han acercado a la puerta y han llamado al timbre una, dos, tres veces. Nadie les ha contestado. Los policías se miran entre ellos. Quizá se hayan equivocado de puerta. Uno de ellos le dice al otro que trate de entrar en el otro domicilio. Igual tienen suerte y hay alguien. Pero Álex lo duda. De haber habido alguien ya habría dado señales de vida con el jaleo que llevan montando en el rellano desde hace un rato.
—Rubén… ¿escuchas algo?
Éste niega con la cabeza. Álex piensa qué es lo que harán a continuación si comprueban que nadie les abre. Si alguien ha dado la voz de alarma no pueden marcharse sin más. Si se encuentran allí porque le han seguido a él, no tiene sentido que no lo estén buscando en la escalera. Sea lo que sea, ha de permanecer quieto y conseguir el tiempo y la tranquilidad necesarios para pensar con claridad. Tal vez sea mejor bajar y hablar con ellos. Convencerles de que sea él el que trate de que su hermano entre en razón. Explicarles que se trata de un asunto de celos, que no tiene nada que ver ni con Tanveer ni con nada que no sea una simple pelea de novios. Pero está muy nervioso. Cierra los ojos, pero es mucho peor. Han vuelto. En momentos críticos son siempre tan puntuales… Enseguida empezará a hacer efecto la medicación, pero mientras tanto… Siente presencias que le están rodeando, con su olor a viejo, a madera húmeda, a muertos, santos y demonios.
De repente, oye Álex un chasquido a su espalda que disuelve en la nada sus visiones. Abre los ojos y se retira de modo instintivo de la barandilla desde la que observa a los policías. Un vecino abre la puerta de la casa y sale del piso ensimismado con el manojo de llaves. No le ve. El hombre cierra la puerta y al darse la vuelta se sorprende de la presencia de Álex. Emite un grito de asombro que nadie puede impedir.
—¡Menudo susto me ha dado! ¿Qué quiere? ¿A quién busca?
Álex trata de dar una respuesta, pero mientras busca las palabras lee en el rostro de su interlocutor que uno de los policías ha hecho acto de presencia por su espalda.
—Passi, senyor, passi. No es preocupi de res, senyor. Passi, si us plau…
El vecino obedece al agente Rubén que lleva la pistola desenfundada y la baja con disimulo cuando el hombre pasa por su lado. Álex está frente a él y sin saber muy bien por qué levanta las manos. Es entonces cuando el policía le muestra la pistola, un poco como si el efecto condicionara la causa y no al revés. De repente, Pep les interpela desde el rellano inferior.
—¿Qué pasa ahí arriba, Rubén?
—¿A que no sabes quién está por aquí?
—¿El hermano más buscado del día?
—Exacto.
—Anda, bajad los dos.
Álex está convencido de que no le buscaban a él. No sabían nada de nada. Probablemente ese mosso tenía aún más miedo que él, y por eso ha enseñado la pistola sin ninguna necesidad. Como si Rubén le hubiera leído el pensamiento, guarda el revólver y trata de distender el ambiente.
—¿No sabía que llevamos buscándole todo el día?
—No. Hoy he ido dos veces a comisaría. Me tenían bastante cerca —responde Álex con aspereza.
Ya en el rellano de abajo, Álex comprende que no tiene buena pinta que Epi no dé señales de vida al otro lado de la puerta. Todo aquello se ha complicado demasiado, por lo que interesa que acabe cuanto antes y controlar, piensa, las consecuencias en la medida de lo posible.
—Bueno, ¿qué pasa aquí?
La pregunta adecuada. Parece que al menos ese poli —al contrario que el otro, que ha quedado a sus espaldas— no tiene ganas de heroicidades y sí de acabar pronto y sin mucho ruido con todo aquello.
—Mi hermano está dentro.
Pep señala con la cabeza la puerta tras la que están Epi y Tiffany. Álex lo confirma.
—¿Solo?
—No, está con su novia.
—Ya.
—Está asustado. Han matado a su amigo. No tiene antecedentes. Está hecho un lío… Hablaba con ellos cuando habéis llegado. Estaban a punto de salir. Déjame hablar con él y todo quedará en nada.
—Vale. Dile que salga, nos lo llevamos para interrogarle y veremos.
Álex se conjura a hacerlo salir como sea. Se hace promesas como cuando era niño. Si no conseguía saltar el potro o aguantar sin respirar un minuto bajo el agua de la piscina, esa chica no sería suya o no iba a aprobar el examen. Si lo consigue. Si logra sacar a Epi de ahí. Si todo esto acaba bien.
Pero no hay nadie que conteste a sus palabras. El silencio se espesa. Los policías se miran entre sí. Apartan a Álex con una cierta brusquedad, y quedan ellos apostados contra la puerta. Se identifican como mossos y exigen liberación y entrega. Pasan segundos como eternidades. Ningún ruido y de repente el repiqueteo del pie de Álex contra la barandilla. Pep le insta a que deje de hacer aquello. Él retira el pie de la estructura metálica. No puede hacer mucho más. Las sienes le están chocando contra las paredes de algodón que el calmante ha ido creando en su cabeza. Pero en medio de aquella hecatombe lo distingue con claridad. En el centro de los gritos y las pisadas de las botas de los policías, las pistolas y las radios que ronronean mensajes metálicos, allí está. En la puerta, resalta aquel contorno. Ya lo ve y no va a poder dejar de hacerlo. Una silueta del Pato Donald que le va a mantener rayado un buen rato como si, de repente, todo lo demás quedara en un segundo plano y aquello fuera «Cristo sobre las aguas», que diría su madre, siempre y cuando estuviera viva, aquí, y le hubiera gustado dejarse la boca en blasfemias.