Un secuestro siempre acaba mal. Álex lo tiene claro. Sale en las películas, en todas ellas, en los telediarios, lo sabe cualquiera con el que hables. El avión pactado es una trampa, el mediador un tahúr, tu cabeza se va rompiendo y al salir, cuando has liberado los rehenes, alguien te mete un tiro en la cabeza. Pero los raptores son tozudos funambulistas cuyo alambre parece discurrir entre el idealismo y la estupidez. También es cierto que antes de las palabras de su hermano, Epi no ha sido consciente de haber secuestrado a nadie. Para él todo aquello se reducía a una puerta que no quería abrir.
Tiffany se abraza al niño, acariciándole la cabeza, la cara escondida en el ovillo de su cuerpo. Epi se gira y los ve. Sonríe, pero el niño ni tan siquiera le presta atención y Tiffany se mantiene seria, finge no verle. Parecía asustada hace unos momentos, pero ahora simplemente está alerta con la tensión suficiente para volver a intentar cualquier cosa.
—Nada de esto tenía que ser así.
—Pues déjanos salir.
—Cuando me escuches.
—Te escucho, pero ¿no ves que éstas no son maneras? Deja al menos que Percy se vaya con tu hermano.
—¿Estás bien, chaval?
El niño no contesta. Sigue noqueado. Se revuelve en el abrazo que le mantiene al calor de su madre, esconde su cabecita contra ella como si quisiera desaparecer o convertirse en ella, en su sangre y en su olor.
—Eh, chaval, ¿estás bien, campeón? Aún somos amigos, ¿verdad, loco? Hemos estado jugando fuerte. Pega fuerte tu chico, Tiffany, ¿a que sí? Venga, dale.
Epi mantiene estirado uno de sus brazos, con el puño cerrado con el propósito de que el chaval le salude chocando los nudillos, como ha visto hacerlo a las pandillas sudacas. Tiffany da un paso atrás con el crío. En su mirada hay tanto desprecio como temor.
—¡Qué pasa! ¿No vas a saludarme, Percy? ¿Es que no vas a saludarme?… ¿No quieres que seamos amigos? ¿Es eso? ¿Quieres que sigamos enfadados?
—Está asustado, Epi, y…
—Cállese usted, señorita. Esto es cosa de hombres. Nada de mujeres aquí, ¿verdad, Percy?
Aquel chico no está bien. Nunca lo ha estado. Tiffany lo ve ahora con claridad. Siempre ha sido una gaseosa agitada por unos y por otros y ahora el tapón ya no puede contenerle. Debe ir con cuidado. Como pasaba con su padre, incluso con Tanveer. Siempre es lo mismo: toros ciegos, impredecibles. Lo que ayer les gustó, hoy puede enfurecerles. Las palabras que una vez les halagaron, ahora pueden ser tomadas como ofensas.
—Venga, cariño, saluda a Epi, que quiere ser tu amigo.
—¡Calla, ha de salir de él! ¡Ha de ser él! Por sí mismo, no porque se lo digas tú.
—Epi, ¿es que no lo ves? Está dormido, asustado. No entiende nada. Esto va mal, Epi, déjale salir y…
—Ponle de pie. Frente a mí.
Epi disfruta no haciendo el esfuerzo de comprender. Ha sido débil demasiado tiempo como para olvidar que cuando uno se muestra tal y como es, los demás saben aprovecharlo en contra suya. Como cuando rogó a Tiffany que no le dejara, desesperado, con ella ya absorbida por las malas artes de Tanveer. Entonces ella le pasó la mano por la cara como se le pasa a un perro. No olvida. No ha podido hacerlo en todo este tiempo.
Tiffany coloca a Percy en el suelo. Al chaval le cuesta mantener el equilibrio. Su madre le sostiene por detrás. Los ojillos se le cierran. «Seguro que sólo quiere dormir», piensa Epi. Irse a su camita y echarse entre las sábanas, como le pasaba a él cuando tenía su edad.
—Venga, cariño, chócala.
—Ha de ser él, Tiffany… —repite Epi, en esta ocasión con más suavidad.
Si ella le amara, si vivieran juntos lejos de aquí, de tanta gente que les conoce y creen saberlo todo de todos. Si ya no tomaran drogas ni bebieran. Con un buen trabajo, una casa grande y bonita y algunos hijos. «Si pasara todo eso, la vida estaría bien», piensa Epi, mientras el niño mira su puño levantado a la altura de sus ojos. Si pasara todo eso. Si tuvieran una sola oportunidad, ahora sí que sabría cómo aprovecharla.
—Va, cariño…
—Ha de ser él, joder.
El chaval se recupera un poco y se sostiene sin la ayuda de la madre. Mira a Epi, ve el puño y él alza el suyo y golpea los nudillos del hombre, quien nota que la emoción le nubla los ojos. Le encantaría pegarse ahora una rayita. Quiere sentirse fuerte, ver con claridad. El dolor indefinido en todo el cuerpo se le está despertando. Sabe que debe aprovechar la reacción del chaval como un indicio de que todo va a ir bien. Más aún. Se trata de la demostración de que todas las decisiones y la actitud que ha tomado son correctas. Si no se hubiera mantenido firme, Tiffany no obedecería y el niño no querría ser su amigo.
—Muy bien, chaval. Mira, ahora vamos a hacer una cosa. Mamá y yo tenemos que hablar, pero tú te vas a ir con Álex. ¿Te acuerdas de mi hermano Álex?… ¿No?… Sí, sí que te acuerdas. Él te llevará a comprar chuches, ¿verdad, Álex? Y luego podrás irte a casa con la yaya y dormir un poquito más.
El niño asiente y se abraza a su madre. Tiffany sonríe. Epi habla a través de la puerta de la entrada en tono más fuerte.
—El niño saldrá, ¿vale?
—Perfecto. ¿Por qué no dejas salir a la chica y se acaba todo esto, Epi? —contestan al otro lado de la puerta.
—¡Porque no me sale de los putos cojones!
Álex, con todo, tiene prisa. Duda que se pueda mantener la situación por más tiempo. Además empieza a notar que sus resistencias se empiezan a venir abajo. En cuanto pueda, volverá a ponerse la tranquilidad bajo la lengua otra vez más en ese maldito día de mierda.
—Pues venga, sácalo ya.
—Pero tienes que comprarle chucherías en la tienda aquella, cerca del cine. ¿Me lo prometes?
—Claro. Que esté tranquilo. Le compraré todo lo que él quiera.
Allaoui y Álex escuchan ruidos al otro lado de la puerta. Parece que la puerta se va a abrir. Si eso ocurre y sale el crío será el principio del fin. Una buena manera —aunque no la mejor ni la más rápida— de empezar a dotar de sentido común todo aquello.
—Nada de tonterías —avisa Epi a la chica—. Sale el niño. No lo compliques tú todo ahora.
—No te preocupes.
—Sólo quiero hablar contigo.
—Vale.
—Te lo explico todo. Lo vas a ver claro entonces. Te lo explicaré bien, pero me has de dejar hablar. Tanveer era malo. De saber tú lo que yo sé, joder, le hubieras matado tú misma. Pero lo hice yo. Muerto el perro, muerta la rabia. Yo sólo quiero…
—Vale, Epi, no quiero que el niño escuche esto.
—Tienes razón.
—Tú le dejas ir y hablamos, pero tranquilo, ¿vale?
—Estoy tranquilo. No estoy loco. Sólo enfadado. No me hables como si…
—Okey, no te hablo así.
—¿Vas a darme la razón en todo?
—No, pero es que…
—¿Vas a dármela? ¿Vas a hacer todo lo que quiera?
—Sí, si quieres sí, pero…
—Okey, pues entonces enséñamelas…
—Joder, Epi, no te pases. Está el crío y…
—Que es broma, mujer.
Epi sonríe de oreja a oreja, y a Tiffany esa sonrisa la vuelve a asustar. Otra vez esos juegos del demonio. Claro que se le pasa por la cabeza aprovechar que se abrirá la puerta para colarse y con la ayuda de la gente que está fuera, salir de aquel infierno, pero sabe que es casi imposible que la cosa acabe bien. Repasa otras posibilidades. Podría golpearle con algo en la cabeza mientras está de espaldas. Con el cenicero, quizá. Pero está en el dormitorio. Podría ir a por él. No, no le dará tiempo. O quizá sí. ¿Por qué no probarlo? También podría aprovechar la liberación de Percy para levantar la persiana y saltar los dos pisos a la calle. La distancia no es lo bastante grande como para matarse a menos que sufra una mala caída. Pero tendría que correr hasta la ventana y le daría tiempo de pillarla y…
Epi coge a Percy de la mano y abre la puerta. Tiffany sabe que ha de hacer algo, pero no puede ni moverse. Se dice que es por el niño. Pero no puede ocultar que un manto de fatalidad se ha depositado ya sobre ella. Resignada a que haga lo que haga no va a funcionar. Los ve así, cogidos de la mano, como padre e hijo. Qué escena tan extraña, por mucho que hubiera pasado antes en parques y paseos. En fiestas de cumpleaños. En casa de la madre de Epi. Pero ahora son un secuestrador y su rehén. Un loco y un niño desconcertado. Y ella, la madre, la ex novia, la secuestrada. El niño se gira. «Adiós, mami.» Tiffany no puede contestar. El llanto le anega el pecho y la garganta, pero no quiere que ni el niño ni Epi la vean llorar. Tampoco pensar en que ese tío le va a reventar la cabeza como ya hizo con Tanveer, quizá con el mismo martillo. Que no volverá a ver a su hijo, su carita, sus manos, sus ojos, su manera de despertar o andar. Que no sabrá más de él. Que no le verá crecer y hacerse un hombre. Que ya no tendrá sentido guardar los mejores besos para nadie. Que no ha sido una buena madre, no. Que no ha aprovechado el tiempo. Que su última imagen será ésta: su hijito de espaldas yendo de la mano del asesino de su madre. Abriendo una puerta y desapareciendo. No puede impedirlo: las lágrimas ya le resbalan por la cara.