22

La furia con la que ha tirado de Tiffany aún no le ha abandonado. El brazo de la chica ha restallado con tal fuerza por el tirón que Epi teme haberle sacado algún hueso de sitio. Del impulso, la chica ha caído al suelo y ha ido a parar junto a la pared, al otro lado del vestíbulo. El niño ha quedado tendido en el suelo, al lado de la puerta, aletargado, ajeno al jaleo.

Epi fue hacia Tiffany, quien quiso mantenerle la mirada pero no pudo. Epi ha gritado con toda la amargura que ha encontrado dentro de él. No ha querido reprimirse, modular su arrebato. Daba igual que fuera Tiffany. Daba igual que fuera quien fuera. Lo injusto de todo aquello, a su juicio, hacía que ni se planteara contenerse. Ni cuando la chica bajó la cabeza para esconder la cara entre su cabellera, Epi ha dejado de escupir gritos, insultos, reproches.

La adrenalina le anegó la boca. Ella siguió sin decir nada. ¡Qué podía responder! Con todo lo que él había hecho por ella. El tiempo gastado, el amor vertido en su ausencia, en la sombra, tragando quina, mirando a otro lado, disculpándola siempre. Él, que había soportado como un mierda sus desplantes, sus desprecios, sus medias verdades y sus engaños. Él, que le habría comprado el mundo entero. Que se había enfrentado a su familia, a sus amigos, a todos por ella. ¿Qué recibía a cambio? Nada. Menos que nada.

Y ahora que se había inmolado para salvar la vida que les quedaba delante de ellos, ¿qué hacía ella? Huir, traicionarle, mostrarle lo idiota que había sido al creer sus mentiras. Ella no podía negar impunemente todas aquellas palabras y detalles, gestos y silencios, malditas señales todas ellas que le había ido enviando desde que habían dejado de ser novios, desde que se la tiraba Tanveer. No, no podía. Tenía que asumirlas. Defenderlas. Responsabilizarse de ellas. Epi, en el fondo, sólo clamaba por un dios justo que bajara de inmediato y decidiera en aquella afrenta. Pero en ausencia de dios, siguió exigiendo una respuesta vestida de esperanza. Definir con claridad los márgenes y límites del juego, de la mascarada. Una mentira hubiera bastado, pero Tiffany no quiso o no pudo darla. Siguió callada, ella que siempre sabía qué contestar o decir. Epi la zarandeó de tal modo que su cabeza semejaba una caja vacía de cartón que podía desprenderse del cuerpo en cualquier momento. La chica se puso a llorar. Estaba asustada, y la sensación de tenerla a su entera merced le pareció grande, poderosa, embriagante.

El siempre hombre invisible de repente tiene el poder de que las cosas se muevan a su antojo. Había cambiado el orden de los acontecimientos, la vida de la gente a su alrededor. No dejaba de ser una buena lección para todos ellos. Al parecer, no era ni tan predecible ni tan dócil.

Este poder se parecía mucho a estar colocado. Epi siente eso, al mismo tiempo que el vértigo de contemplar la cara de Tiffany, sus ojos, sus lágrimas, sus mocos y su sangre asomando en uno de los agujeros nasales. Le gustaría, con todo, saber que puede parar, como cuando vas de subidón: esa necesidad de agarrarse a la barandilla en la noria. Pero no está seguro de poder hacerlo, de detenerse a tiempo.

Se acerca a Tiffany con cuidado y la mira de cerca. Va a decir que se acabó, que ya pasó. Levanta suavemente el mentón de la chica y ella le reza:

—Cobarde, mamón, maricón…

Epi vuelve a disparar la mano, que estalla en una bofetada. Cuando la mano vuelve a su sitio, ésta le arde. El guantazo suena limpio, hermoso. Casi le asusta el sonido del golpe. El contacto de la mano contra aquella superficie blanda, la cara de una mujer. Es absurdo. Como querer hacerle daño sólo para poder luego curarla. Un juego sin fin entre ellos dos.

Hay voces tras la puerta. Se dirige hacia ésta para responder. En ese momento Tiffany se le lanza a la espalda. Nota sus uñas en la cara, un mordisco en un brazo, el peso de la mujer. Por un instante, también eso le parece divertido y excitante. Pero el dolor producido por la mandíbula de la chica hace que se defienda por instinto. Se la saca de encima con todas sus fuerzas y la lanza al suelo. Y después le pega patadas en las piernas, en el culo, en la espalda; ella se protege con las manos y Epi la golpea con la mano abierta y con el puño, con toda la saña que recuerda que se pegaba en el barrio al enemigo vencido. Sólo se detiene cuando comprende que ella está quieta, sollozando, vencida por fin.

—Hijo de puta…

¿Por qué le sigue insultando? ¿Qué es lo que no ha entendido? ¿Quién ha empezado todo eso? ¿Tiene él acaso otra opción? ¿Cuándo entrará Tiffany en razón y se dará cuenta de que todo esto es por su bien? ¿Es que cuesta tanto ver las cosas como son? Ahora quiere acariciarla. Quiere que ella diga que le perdona. Que la culpa ha sido un poco suya. Que es él el que debe perdonar y no al revés.

—Epi, por el amor de Dios, abre la puerta.

Reconoce la voz de su hermano. Cómo hubiera cambiado todo si se hubiese apresurado en venir. Pero ahora no sabe si quiere más personajes en esa escena. Conoce lo suficiente a Álex para saber que le reñirá, le dirá que todo lo ha hecho mal. Le dirá que vaya a pedir disculpas a alguien. Que eche las culpas a otro. Que cierre los ojos con la suficiente fuerza como para que una vez abiertos, todo haya desaparecido. Pero no va a dejarle entrar. Nadie le quitará protagonismo en esta película. Nadie decidirá su final.

—No te voy a abrir, así que déjame en paz.

—Epi, te has pasado todo el puñetero día mandándome mensajes para que venga y ahora…

—Tú lo has dicho: todo el puñetero día. Ahora ya es tarde.

—No digas tonterías. ¿Quién está contigo?

—Nadie.

Álex se gira y ve que Allaoui está subiendo las escaleras hasta ponerse a su lado. Con un gesto inequívoco le pide silencio.

—¿Es Tiffany?

—Es nadie.

—Joder, tío, ¿es que no tienes suficiente?

—No, ¡lárgate! ¿Tienes tabaco?

—No. Sí… —El argelino le alarga un paquete de Winston—. ¿Cómo te lo paso?

—Voy a abrir. La puerta tiene cadena, así que nada de inventos.

La puerta se abre de inmediato. Álex sólo puede ver la mano de su hermano. Le entrega el paquete de rubio pero no lo suelta hasta que toca su mano. Quiere con ese gesto transmitirle sentido positivo, afecto, como si de una energía eléctrica se tratara. Epi cierra la puerta, saca un pitillo y se lo enciende. Sabe bien.

—No abras si no quieres, pero escúchame al menos. ¿Vas a escucharme?

—Habla —contesta Epi desde dentro mientras aúna palabras y bocanadas de humo.

—Mira, lo del bar está controlado. Ha sido más tu paradero desconocido que otra cosa lo que lo está complicando todo. Salva y yo vimos como un paqui se lo cargó, ¿entiendes? Salió del lavabo, fue a por él, vete a saber por qué, y se marchó corriendo. Salva y yo apenas pudimos ver cómo era. ¿Okey? Eso es lo que hemos dicho a la poli. Eso es lo que ha pasado. ¿Sigues ahí?…

Sí, sigue ahí. Es una buena noticia, sin duda, pero le sabe amarga. Es absurdo sentirse decepcionado por librarse de mil años en la cárcel, pero es lo que siente. Parece como si cualquier cosa que hiciera él no tuviera importancia alguna, que no se valorara nunca en su justa medida. Ni siquiera matar a un hombre. De repente tiene la sensación de estar en un argumento equivocado. En una historia que alguien y no él está escribiendo. De hacer caso a Álex, nadie le está buscando por el asesinato de Tanveer. Entonces ¿a qué viene todo ese montaje de estar encerrado ahí? ¿A qué todo este lío con Tiffany? Vuelve a no poder pensar con claridad.

—No te creo.

—Pues es la verdad.

El jadeo de Tiffany a su espalda ha cesado. Es evidente que la chica está escuchando con atención. Es por eso por lo que Epi quiere dejar las cosas claras, tomar de nuevo la iniciativa. Él es el héroe. Él es el loco enamorado. Es su vida la que se va a desgraciar.

—Pero he sido yo, Álex. Tú lo sabes.

—Lo sé, lo sé, pero cállate. No estoy solo: está el barbero conmigo.

—Hola, tío —tercia éste—. Haz caso a tu hermano. Aún estás a tiempo de salir bien de todo esto.

—Me da igual —dice Epi pensando en Tiffany, que está a su espalda—. Ya todo me da igual. Voy a muerte, joder. Si fui capaz de liquidar a ese hijo de puta, puedo acabar con todo. Ya no tengo nada que perder.

—Tranquilo, Epi, tranquilo.

—Pero fui yo, fui yo quien…

—¡Me cago en Dios, fuiste tú, fuiste tú el cabrón, pero ya vale! ¿Quieres que te metan en el trullo veinte años o qué?

El silencio se hace a ambos lados de la puerta. Allaoui y Álex están pegados a ésta, con la esperanza de que Epi reaccione. Pero éste calla. No hay ruido alguno.

—¿Estás tú con él, Tiffany? —se arriesga Álex.

—Sí, y está Percy —grita la mujer.

Allaoui resopla y maldice. Álex teme que llegue algún vecino y se muestre demasiado interesado en verles hablando a través de una puerta. Y sabe que más pronto que tarde, eso va a suceder.

—¡Hostia puta, Epi! ¿Qué coño estás haciendo? ¡La estás jodiendo bien! —le espeta, furioso pero no sorprendido. Ante una solución buena y otra mala, Epi siempre acertaba a encontrar otra peor.

La puerta de la entrada del edificio se abre. Allaoui se asoma a la escalera para echar un vistazo. No, no es la policía. Es una vecina que vuelve de la compra y empieza a subir. Lleva un carrito de la compra del que sobresalen dos barras de pan. La mujer sube despacio, y a cada escalón tintinean las botellas que lleva dentro del carro. Antes de que llegue al rellano del segundo, Allaoui se le acerca.

—Señora, ¿conoce a un cerrajero? Se han quedado dentro y no hay manera de abrir…

—No, no conozco a ninguno. Había uno en la calle de abajo pero cerró.

—Es igual: el nuestro no va a tardar mucho —interrumpe Álex siguiendo la farsa—. Me ha dicho que estará aquí en cinco minutos.

—Gracias de todas maneras, señora. Le ayudo con la compra.

—No, si no… —contesta la vecina con desconfianza. No en vano ella es una vieja indefensa y él, un moro terrorista.

Allaoui sabe que no debe dejarla pensar. Conoce de sobra esa mirada. Tanto que ya ha dejado de importarle. Pobres animales estos de por aquí, engreídos o asustados. Con la barriga llena, la libido muerta y el corazón seco por la soledad. La señora trata de evitar que la ayude, pero él ya está subiendo las escaleras que llevan hasta el siguiente piso. Ha cogido a pulso el carrito y le pregunta adónde va. La vecina contesta que al tercero y hasta allí sube Allaoui a buen paso. Álex ha de reconocer que, probablemente, ha acertado al traérselo consigo. Ahora recuerda aquellos episodios del Capitán y el Halcón —«Halcón, ¿por qué siempre me das malas noticias cuando estamos luchando?»—, espalda contra espalda, enfrentándose a las huestes del Mal.

Vagi tranquil-la, senyora. I que tingui bon dia.

Las palabras de Álex consiguen su objetivo. Aún existe la creencia de que no hay judío que odie Israel ni catalán que se dedique a atracar y violar vecinas de terceros. Cuando la mujer sube y Allaoui regresa, retoman la conversación a través de la puerta.

—Mira, Epi, escúchame bien. Escúchame y luego piensa un poquito, ¿vale? ¿Me lo prometes?… Nadie sabe que te has cargado al hijoputa de Tanveer. La poli está despistada de cojones. Les sorprende que hayas desaparecido, pero eso no es ningún delito. Están liados con lo de la furgoneta. ¿Qué pasaba con la furgoneta? ¿Es la de tu trabajo?

—Nada. Se rompió. La dejamos colgada en una bajada —acierta a urdir Epi una medio mentira—. Yo se la dejaba a veces a Tanveer y…

—Bueno, es igual. A ver, nadie sabe quién le mató y la poli no se lo va a currar mucho, ¿verdad? Verdad. Pero tú no les ayudes, coño. Si se enteran de que tienes retenidos a la novia del moro y al niño no van a preguntar mucho. Lo van a tener todo de puta madre, ¿me entiendes? En cambio, si los dejas salir y Tiffany no abre la boca será como si no hubiera pasado nada. Acudes a los mossos y les explicas vida y milagros de la furgoneta y ya está. No tienen nada. Nada. ¿Me entiendes?

—…

—¿Cómo está el niño? No lo oigo.

—Dormido.

—¿Has entendido todo lo que te he dicho?

Epi tarda unos segundos en contestar: «Sí, sí…». La derrota se abate sobre él. Hasta ese momento, era como si no hubiera pensado en las consecuencias de lo que ha ido pasando desde que se encerró en el lavabo del bar de Salva. Una cosa ha llevado a la otra y ésta a otra más.

La buena suerte y la fatalidad se van mezclando una con otra. Algo así decía papá, recuerda. Seguro que Álex lo sabe decir mejor. Los dioses marcan el camino aunque tú no lo sepas.

—Lo he entendido todo perfectamente.

Como siempre, lo que dice su hermano tiene sentido. Si deja marchar a Tiffany y al niño y la chica calla, será como si no hubiera pasado nada. Y si no mete la pata después, podrá estar libre y sin Tanveer. Con Tiffany dispuesta a perdonarle una vez acierte a entender que lo que ha hecho ha sido por ella y por el bien de los dos. Tendrá todo el tiempo del mundo para explicarle quién era Tanveer y a qué se dedicaba cuando no estaba con ella. Sólo necesita pensar con claridad, acertar con los pasos adecuados.

—Escúchale, Epi —interviene la chica—. Yo no diré nada. Te lo juro. Deja salir al menos al niño. Se está despertando. Percy…, cariño, no pasa nada. Ven con la mama.

—¡Cállate!

El niño va despertando. Su madre lo refugia en sus brazos.

—Al menos, el niño, Epi… Por favor.

—Epi, ¿me escuchas?

—¡Callaos, joder!… Estoy pensando. Dejadme pensar. ¡Si habláis y habláis no puedo pensar!