La realidad inspiró la ficción. Luego ésta inspiró a aquélla y a partir de ese momento todo son copias de copias que ya ni recuerda que tuvieron un original. En ello piensa Pep, T.I.P. 1465 del cuerpo de Mossos d’Esquadra, cuyo vehículo ha sido destinado a esta parte de la ciudad. Y su mente divaga mientras conduce acompañado de Rubén, ese hijo del Cinturón excesivamente dado a silencios prolongados y previsibles sentencias sobre cualquier tema. ¿A cuenta de qué esa reflexión sobre quién copia a quién? Es una idea a la que recurre mucho últimamente. Mirar las calles de la ciudad con los ojos de un poli es estar metido en una película mil veces vista. De hecho, él sabe —aunque pocos lo reconocieran— que la mayoría de los polis lo son por la televisión o el cine. Y cuando ves a las prostitutas enseñando el palmito a la distancia apropiada de escuelas y del pequeño comercio, uno se pregunta si las putas visten, hablan y se mueven como putas porque lo lleva el oficio o porque así lo han visto representado en un telefilme. Y como eso, todo. Los moros son escurridizos, los comisarios tienen mala leche y la camisa sudada, los ricos se drogan sobre mesas de cristal, los abogados se asustan a las primeras de cambio y todos los okupas tienen aros grapados en las cejas, un amigo alemán y un perro manso y grandullón sin collar. ¿Sin imágenes previas sería igual? Demasiado cambio de turno, piensa Pep. Aún no se ha acostumbrado a los turnos alternos. De tarde a noche, seis días a partir de hoy. Luego una semana por la mañana. Después, vuelta a empezar. Es de locos. Con todo lo que conlleva de desbarajuste. Esas cocacolas a última hora que desvelan al llegar a casa, tanto café que hace que tengas la boca de esparto y el corazón a mil, tanta basura que picas y repicas, todo ese ir al revés del mundo acaba matándote. Andas muerto de sueño, pero padeces insomnio. Sufres estreñimiento horas antes de ser reventado por colitis devastadoras.
—Todo está tranquilo, pero se tiene la sensación de la calma que anticipa…
«La tempestad» remata mentalmente Pep porque ése es otro de los rasgos de Rubén que no ayuda a resolver su enigma sobre qué hay de real en el artificio y qué de falso en la realidad.
—… la tempestad.
—Sí.
—No me fío. El cap estaba de los nervios con los contenedores incendiados y los rumores… Y es que todos estos…
Pep no sabe a quiénes se refiere Rubén. Supone que a todos los del barrio que no son del Barça, por ejemplo. Pero ya ha hecho más de un turno con él para saber que es mejor ir cerrándole temas como túneles ciegos a lo largo de las horas. Al final, se aburre y calla, minutos que parecen gloria.
—El jefe siempre está nervioso. Y más que lo estará si se entera de que no se ha hecho lo que él mandó.
—No es culpa nuestra, Rubén.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero la bronca sí que será nuestra.
Dan vueltas por el barrio. Es cierto que parece tranquilo, pero Pep no sabría decir si tiene o no algo de anormal tanta quietud. Ya han tenido un muerto esta mañana. Espera y cree que, al menos en su turno de tarde, no pase nada más. Si la ciudad se incendia que sea en el nocturno.
—Mira, a mí si me tocan los cojones les diré la verdad: que la orden no la hemos recibido nosotros. Estábamos en los vestuarios.
—Pep, sabes que la norma es que si recibes una orden durante el cambio de turno…
La conoce. Pero para ese supuesto concreto entiende la norma como injusta. Llegado el caso piensa defender esa posición suya hasta la última instancia. Las órdenes del comisario eran seguir al Dalmau limpio que se hallaba aún en comisaría y encontrar al Dalmau sospechoso, el tal Epi. La orden la recibieron Javier y Magda, pero éstos acababan turno y diligentemente le dieron carácter de urgencia para la pareja siguiente, es decir, para Pep y Rubén. Cuando éstos aparecieron vestiditos, acicalados, porras y pistolas bien colocadas pero diez minutos tarde, el hermano del sospechoso en el expediente de la furgoneta se había ido hacía el suficiente rato como para haber desaparecido a ritmo de paseo. Pep y Rubén tratan de conjurar su suerte. En la casa de la familia Dalmau no había nadie, así que, como un tiburón más desesperado que mortífero, el coche de los mossos ha ido girando todo este tiempo en círculos probando fortuna en el cálculo de probabilidades infinitas de aquel barrio.
—¿Y si paramos en el bar de la Mari? Estoy harto de dar vueltas —propone Rubén.
—Vale.
—Además, allí siempre hay pájaros que igual nos dan alguna pista.
Pep odia buscar confidentes como si estuvieran dentro de una película de detectives de los setenta. Pero Rubén es Rubén. Pep le mira de reojo. Siempre cuesta creer que dentro de envases tan bonitos quepa tan poca cosa. Moreno, de facciones firmes y serenas, musculado, no muy alto pero con buena planta. Arrasaría en alguno de los locales que frecuenta Pep, al menos hasta que abriera la boca. Rubén, por supuesto, no sabe que Pep es homosexual. Quizá lo imagine, pero nunca han hablado de eso. Anda Rubén tan preocupado con la invasión de negros, moros y sudacas que los maricas, de momento, no le sobran.
—No me sabe mal lo del moro.
—A nadie.
—¿Investigarán?
—Rutinariamente. Dicen que ha sido un paqui, o sea que búscale.
—Basura matando basura: nulo interés para que se gaste el dinero de los contribuyentes —contesta Rubén imitando el tono y el deje de un ex presidente del país.
—Nuestro único interés está relacionado con la furgoneta.
—¿Sabes qué les hacían a las pobres furcias?
—Más o menos, pero no quiero detalles.
Entran en el bar y saludan a Mari. Se apoyan en la barra y esperan a que ella se les acerque para pedir.
—Ahora venís. Media hora antes os necesitábamos.
—Haber silbado —dice estúpidamente Rubén.
—Eso, tú, va y cachondéate.
—¿Qué ha pasado, Mari?
Se le empañan los ojos a la mujer. Quiere hablar pero parece no saber por dónde empezar.
—¿Qué pasa, Mari? Es por lo de ese chico…
—Por todo, por todo. Lo de esta mañana, lo de anoche, lo de hace un rato… Llevo encerrada en esta porquería de bar quince años y no veo salida. No hago más que trabajar y trabajar. ¿Para qué? Para servir a cuatro pintas, a borrachos y matones que no saben ni pedir con educación un vaso de agua. En fin, nada, no me pasa nada. Cosas de vieja. Supongo que estoy agotada. ¿Qué os pongo?
—Dos cocacolas… por favor —pide Pep con una sonrisa que Mari agradece.
En esto, Salva regresa del almacén. Cambia su expresión cuando ve a Mari hablar con los polis. Se dirige a la barra tan rápido como puede y les regala su sonrisa amarilla de ex fumador.
—¿Qué os pongo, chavales?
—Les estoy atendiendo yo, Salvador.
—¿Qué pasa, mujer, con esa mala leche? ¿Ha sido lo de Helio? Ya le he dicho que no vuelva más por aquí. Que se acabó, que haga sus numeritos en otro bar, que otra cosa no, pero bares en este barrio hay a punta pala.
—No le has dicho nada.
—No es verdad.
—¿Qué ha pasado con Helio? —inquiere Pep.
—Lo de siempre, que se le pone caliente el morro y empieza con sus bromas pesadas mientras paga a su gente y, claro, todo tiene un límite. Hay hombres que están tan necesitados que aguantan lo que sea, pero hay otros a los que se les hinchan los cojones.
—Acabará como el moro —le interrumpe su mujer—. Os pongo unas tapitas. Ponles tú las cocacolas.
—Hace nada que hemos comido —protesta sin éxito Pep.
Salva abre la nevera de debajo de la barra y extrae dos latas. Sin preguntar sirve hielo y limón, cosa que siempre molesta a Pep.
—Pobrecilla. Le ha afectado mucho lo de Tanveer. No por él, sino por toda la violencia que hay por todos lados. A nadie le gusta ponerse a limpiar de sangre su casa. Y eso que cuando ella ha bajado yo ya había arreglado un poco todo esto.
—No le digas eso a un poli, joder. ¿Es que no has visto CSI?
—Ya me entiendes.
Se quedan en silencio y al poco rato llega Mari con unos boquerones en aceite.
—Invita la casa —dice la mujer.
—¿Qué es esto? ¿Aperitivo, comida, merienda?
—Boquerones.
La mujer marcha a la cocina. Pep, a solas otra vez con Salva, decide probar suerte.
—Estoy buscando a los Dalmau.
—¿A Epi?
—A cualquiera de los dos. Pero, en concreto, nosotros buscamos al mayor.
—Álex estuvo aquí hace un rato. Creo que iba a comisaría.
—Y ha ido, pero el comisario quiere volver a hablar con él —miente el policía.
Salva se tensa. Aquello no puede ser una buena señal. Mal asunto que deba volver a declarar. Habrá caído en contradicciones, seguro que el idiota de Álex ha metido la pata. ¿No será mejor decir toda la verdad, confesar lo que pasó porque, al fin y al cabo, nadie sale beneficiado de encubrir a nadie? Puede decir que Álex le ha amenazado para que mantenga la boca cerrada. Y mejor hacerlo ahora que verse atrapado más tarde.
—¿Sabes dónde puedo localizarlo? Hemos ido a su casa y no está.
—No, no lo sé. Oye, me gustaría hablar contigo en privado…
—Salva, para ti. —Mari se acerca con el inalámbrico y no deja lugar a duda de que ella no va a hacerse cargo de la enésima llamada de la compañía del gas.
—Un momento —se disculpa Salva, mientras tapa con la mano el auricular y se dirige al interior del almacén—. Es una llamada importante, pero luego hablamos, ¿vale?
Rubén se ha acercado a Pep. Pega un trago a su refresco, clava vigorosamente un palillo en uno de los boquerones. Con algo de misterio dice a su compañero que va a intentar sonsacar algo al Profesor Malick. Se traga el boquerón. Pep sonríe. Sin motivo aparente, está de mejor humor. De pronto dispone de la distancia necesaria para divertirse con él.
—¿Qué quieres que nos diga el loco ese?
—Lo que queremos saber.
—Una pregunta, Rubén. Si el tío no fuera negro y llevara esta pinta de freakie, ¿le interrogarías? Lo lógico es hacerlo con Mari o Salva…
—No te entiendo.
—Pues que vas a por él porque tiene pinta de confidente de película.
—¿Por qué lo dices? ¿Porque es de color?
—¡Rubén, hostia puta! Este tío no es de color. Es negro, es africano y punto.
—Paso de tu mala leche, Pep. No me amargarás el día.
No, no, es verdad: no está de mal genio. De hecho hasta se pasaría el resto del día allí dentro. Sabe que tiene alma de tendero, de botiguer. El tiempo se le pasaría viendo como Rubén va de metedura en metedura de pata, escuchando a Mari o mirando en la tele las noticias sobre el partido de turno. Nada en el barrio parece dar la razón a las paranoias sobre revueltas que se cuecen en comisaría. Aquí la gente está como siempre, entretenida, aburrida, a lo suyo. Si han quemado unos contenedores será para armar jaleo y llamar la atención, no para vengar a alguien que no importa a nadie. Hasta Rubén parece ahora relajado. Ha pasado de tratar de sonsacar información al confidente negro a dejarse tirar las cartas por él. Pese a que le apetece mucho un café, cree que es mejor aligerar y tratar de encontrar al mayor de los Dalmau. Deja el billete de cinco euros sobre la mesa y hace una señal a Rubén, que le pide un minuto más. En esto, Salva regresa desde el fondo del almacén, dispuesto a abrir la bocaza antes de que sea demasiado tarde. Al mismo tiempo suena el celular de Pep: hay una emergencia a diez minutos de donde están.
—Rubén, vamos, una siete ocho.
—De acuerdo. Habíamos acabado. Gracias, Profe.
—No se merecen.
—Tierra y libertad —bromea Pep.
—Si la bossa sona —contesta el Profesor Malick.
Al pasar la puerta, Salva alcanza a Pep y le pide un momento para hablar.
—Luego, Salva. Ahora tenemos prisa.
«Pero luego será ya tarde», piensa Salva, de repente abatido, sin ánimos para seguir de pie si no fuera por la propia inercia de escuchar, atender y cobrar más tarde al cliente que ahora se lo pide.
—Policía, recuerda que quise hablar contigo.
—Lo recordaré, Salva.
Mientras tanto, ya en la calle, los dos policías se introducen en el vehículo y deciden poner la luz de emergencia e ir de bonito hasta el lugar donde una mujer ha pedido auxilio desde una ventana.
—No seas tan misterioso. ¿Qué te ha dicho el Kunta Kinte? ¿Por dónde hemos de empezar a buscar?
—De eso no me ha dicho nada.
—Joder, ¿y de qué estabais hablando?
—De mí.
—Pues no le hagas mucho caso: los hombres de color… negro son así.
Rubén no asimila la ironía. Pep piensa que debería levantar el pie del acelerador. Aún les quedan muchas horas de turno. Le dará algo de cuartelillo. Igual se distraen con la siete ocho.