20

Tiffany está tumbada boca abajo, con la cabeza ladeada sobre el colchón. Percy está apenas a medio metro de ella. Estira el brazo y le pone la mano sobre la carita. Su aliento le hace cosquillas en la palma. Con dos de sus dedos hace una cariñosa tenaza y le pellizca la nariz. El niño protesta. Buena señal. Por su lado, la respiración de Epi se ha hecho incluso más profunda. Esperará un poco más. Después de hacérselo con él ha decidido convencerle de que la deje marchar. Hacerle sentir que si él era el dueño de la situación, si él había asesinado al monstruo y la había liberado, no tenía sentido sospechar de ella. Se marcharía con el crío y aquella misma noche podía ir a buscarla para charlar tranquilamente de lo que ha pasado, pero sobre todo de lo que iba a pasar.

Pero después de tumbarse en el colchón, Epi no ha podido evitar dormirse. A la marca del placer se unió la cantidad de horas que llevaba en vela; los últimos tiros se le habían evaporado de la sangre. Ante esta nueva situación, el desplome de Epi, el plan de Tiffany ha cambiado radicalmente: se larga ya mismo.

¿Hay prisa? La hay, sabe que la hay, pero de repente no siente esa premura. Saborea ese instante que reconoce especial: el que precede a los grandes momentos. Tiene la boca abierta contra la tela sucia del colchón sin sábanas. Podría cerrarla pero tampoco quiere hacerlo. Le agrada notar su lengua ahora sobre esa superficie áspera como lengua de gato. Ni echar a correr ni cerrar la boca: el fin del sentido común. Quizás hasta podría quedarse dormida. Bastaría con unos minutos más de estar así, acurrucada junto al crío. El tiempo, cuando más lo necesitas, te demuestra que no existe.

Pero la indolencia se esfuma de la chica en cuanto localiza las llaves. Sobresalen de un bolsillo del pantalón de Epi, y ahora que la prenda sólo sigue unida a su dueño por un tobillo, es sencillo hacerse con ellas. Alarga el brazo, mete los dedos en el bolsillo. Ni siquiera mira a Epi. Por pereza y orgullo, despreciando esa precaución como siempre ha despreciado cualquier otra. Saca las llaves del bolsillo. Las deja caer sobre el colchón. Las mira con la visión incompleta que le concede la posición de la cabeza contra el colchón. Su saliva sigue mojando la tela.

El sol del mediodía hace que el ambiente sea sofocante. Desde allí no se oye ni un alma más allá de algún que otro vehículo más ruidoso de lo normal. Por eso eligieron aquel piso los amigos de Tanveer. Porque los vecinos eran sordos, viejos o estaban muertos. Porque los coches sólo pasan por esa calle si se pierden. Las ventanas no tienen cortinas. Tiffany busca con la mirada unas de color violeta que compró en su día para colocar en esta habitación. Es posible que sigan aún en el armario, junto al material de escalada de aquel pirado amigo de Tanveer. También estarán allí las perchas robadas, las bolsas con la ropa sucia de pintura y mugre, el olor a aguarrás.

«Pero ¿realmente le ha matado?» Algo había pasado. Seguro. Epi no hubiera montado todo aquello con Tanveer centrado. Pero si éste ha muerto, ella debería sentir algo que no siente. Porque de ser cierto, van a buscarle la mirada para saber qué hay dentro de ella. Y teme Tiffany que allí no vayan a ver nada. Por ahora no hay lágrimas. No hay dolor. Tampoco sabe si vendrá luego. Pero debería sentir algo. Algo más que vanidad, ¿no?

Tiffany intuye que lo que siente por Tanveer Hussein es más profundo de lo que nunca querrá reconocer. Recuerda cómo se sentía ante aquel hijo de la gran puta con ojos de perro malo. Desarmada como una niña. Se sentía protegida y desamparada al mismo tiempo. Inquieta cuando no sabía por dónde paraba, alerta en sus mentiras, engreída en sus derrotas. Pero cuando le tenía, cuando se la escondía dentro, sabía que todo tenía un sentido, aunque diera igual si no lo podías interpretar. Pero ¿por qué sólo le pasaba con él, por qué de esa manera?…

No puede hacerse a la idea de que ya no le verá. Para ellos «nunca más» siempre era por unos días. Habían sucedido tantas rupturas, había deseado en tantas ocasiones no volverle a ver, que lo mataran o huyese a su país, si es que tenía otro país que no fueran esas calles. Ha tenido la sensación tantas veces de que todo había acabado que ahora no asimila la idea de que sí, había un final, y que éste inesperadamente ya ha ocurrido. ¿Qué le queda ahora?…

La respiración de Epi sigue siendo profunda. Tiene la boca abierta. Ronca. ¿A qué está esperando? «Coge las llaves y sal de aquí de una vez», le ordena su propia voz interior. Cierra las manos sobre el manojo de llaves. Mira a Epi a modo de despedida. Sus últimas horas de libertad. Su último polvo. Su primera y última heroicidad. Ha matado al dragón y ha venido a buscar a la chica. Sólo que el tonto de san Jorge no preguntó antes. Entendió las cosas como le dio la gana. Nunca sospechó que no hay princesa sin bestia.

¿Por qué no podía enamorarse de alguien como Epi? ¿Y si se esforzara en hacerlo?… Alguien que se arruina la vida. Que mata, que lo revienta todo sólo por estar a solas con ella. Por tener su amor. Por un mundo privado para ellos dos. ¿Alguien va a quererla más que él?…

Tiffany cierra la mano sobre las llaves. Se arrastra por el colchón y pasa por encima de su hijo. No hay problema respecto a Epi: sigue dormido. Coloca los brazos por debajo de Percy y reúne todas las fuerzas que puede. Ha de elegir el momento para que no haya ni un error. Sube a pulso al crío y va enderezándose poco a poco. Ya de pie, se gira hacia la puerta con tan mala fortuna que se enreda una pierna con la sábana y sale lanzada hacia el armario. Su cabeza da de plano contra la madera. Duele. El ruido ha sido importante. Tiffany permanece paralizada, a la espera de que Epi venga a por ella a preguntarle adónde va con tantas prisas. Pero los instantes pasan y Epi no reacciona. Tiffany sólo oye algo como un gemido que sale de los labios de Percy y el armario que ha ido moviéndose hasta detenerlo poco a poco ella misma con la cabeza.

Sale de la habitación y se dirige hacia la puerta del piso. Frente a ésta, por primera vez es consciente de que está asustada. Le sudan las manos mientras trata de colocar la llave sin hacer ruido. Con el crío en los brazos le resulta difícil. El corazón se le dispara. Acerca la carita del niño, pegándola a la suya y los brazos de Percy cogidos al cuello, para tener al menos una mano libre.

Cuando introduce la llave, el timbre estalla.

Allaoui está llamando al interfono con decisión, y a Tiffany se le congela el gesto porque siente la cabeza dentro de una inmensa campana de metal. Los timbrazos insisten e insisten. Tiffany reacciona y da la primera y la segunda vuelta hacia la izquierda tal y como su padre le enseñó —«la derecha aprieta, la izquierda desata»—. Entonces oye a Epi en la otra habitación dando un traspiés tras otro, intentando levantarse. Los timbrazos persisten. Alguien sabe que están allí y no va a cejar en el empeño. «Quizá sea la imbécil de Jamelia», piensa Tiffany. «Quizá la poli. Quizá Tanveer Hussein que viene a rescatarla de este tarado.»

La cerradura gira y la mujer tira de la puerta con todas las fuerzas de que dispone para bajar la escalera, llegar a la calle y echar a correr y correr hasta que el corazón se le reviente. Hasta llegar a su casa, o mejor aún, correr hasta abandonar esta ciudad, atravesar mares y edificios, regresar a su país, allí donde su padre era bueno y la llevaba sobre los hombros contra un cielo claro y azul, encontrar a su abuelita y al tío Valle que están en el cielo, pobrecitos, que la querían tanto y le tiznaban la naricita y le enseñaron a bailar y canciones que ahora apenas recuerda. Empezar de nuevo toda esta historia y hacerlo mejor.

Pero la realidad rompe la carrera de su fantasía cuando un golpe seco le informa de que no ha quitado la cadena que asegura la puerta a la pared. Trata de quitarla con la puerta abierta porque tiene la impresión de que si la cierra ya no podrá abrirla nunca más. Pero no hay manera. Percy cada vez le pesa más. Cierra la puerta y con la misma mano que tiene las llaves consigue quitar la cadena. Las llaves caen al suelo pero ya da igual. Tira del pomo de la puerta. Su cuerpo ya casi está fuera del piso pero en ese momento Epi le tira por detrás del pelo con furia. Si Percy estuviera despierto podría dejarlo que se marchara corriendo escaleras abajo y así al menos se hubiera salvado él. Si pudiera hacer eso, ella sola con Epi sí que podría. O al menos tendría una posibilidad. Pero acarrear al crío lo dificulta todo.

La mano de Epi, la misma mano que reventó la cabeza del moro, deja de agarrar el pelo para cubrirle la garganta y de un tirón seco la lanza contra la pared. Ella cae de culo con el niño en brazos, que sigue sin despertar. Suenan de nuevo los timbrazos, aunque de repente parecen no oírlos. Epi está furioso. Tiene la mirada enrojecida por el sueño, el mal despertar, la decepción.

—Pero ¿qué haces, Tiffany?… ¿O sea que me follas para tenerme colocado y largarte después? ¡Eres una puta de mierda! ¡Te crees que soy un idiota, un pelele con el que puedes hacer cualquier cosa!

—¡Déjame salir, Epi, déjame salir! ¡He de llevar al niño al hospital, he de largarme de aquí o me volveré loca!

Allaoui sigue llamando. Álex le ha asegurado que Epi ha de estar ahí, que no hay otra posibilidad. Igual estará durmiendo la noche en vela y le cuesta despertar. El pequeño de los Dalmau descuelga el interfono.

—¡Epi, Epi! ¿Eres tú, Epi?

—¿Quién eres? ¡Álex!

—Soy Allaoui, Epi, he venido con tu hermano, ábrenos.

—No, dile a Álex que suba él solo. Contigo no hablo.

Casi inmediatamente después de que cese la conversación por el interfono, Allaoui escucha que alguien grita desde una de las ventanas de ese mismo edificio. No puede reconocer la voz, pero por la expresión que ve en Álex la cosa tiene que ver con ellos. Corre al centro de la calle y distingue a Tiffany moviendo los brazos y gritando algo que no entienden. Enseguida alguien parece tirar de ella desde dentro, y de una sola y concluyente embestida baja la persiana.

Un Citroen se para a un par de metros de donde están los dos hombres. El conductor sale del vehículo y pregunta qué número de la calle es ése. Allaoui no le contesta. Álex reacciona con rapidez y regresa hacia el interfono. El tipo del Citroen está llamando por el móvil. Allaoui se dirige hacia él.

—¿Qué hace?

—¿Qué quieres que haga? Llamo a la policía.

—No llame a nadie. Nosotros somos policías. Si quiere le enseño la placa —responde Allaoui mientras oye un zumbido y ve por el rabillo del ojo que Álex entra en la escalera. Ha de apresurarse si no quiere quedarse fuera. Es por eso por lo que espera haber disuadido lo suficiente a aquel hombre para que no complique aún más las cosas.