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Bambino anda rabiando de dolor. Epi sube el volumen del reproductor. Se aburre o se impacienta, ya no lo sabe bien. A modo de enésima comprobación toca con un pie la bolsa Adidas de Moscú'80 en la que, entre otras cosas, hay un martillo robado con el que piensa abrirle la cabeza a Tanveer Hussein, el animal ese que está aullando como un becerro por ahí atrás, casi a coro con la cohorte de jaleadores del Gran Bambino.

Enciende Epi otro cigarrillo. Nota como la moca se le sale de la nariz. Odia esa sensación. De un tiempo a esta parte parece como si la coca le generara una alergia en las fosas nasales, pero ¿cómo ir al médico con esa historia? Así que por uno de los orificios se lo mete todo y con el otro respira. Sería tan fácil ahogarle. Taparle la boca y sólo media nariz. Ojalá fuera tan sencillo acabar con Tanveer. Pero no lo será. Recuerda a su madre cuando se dormía y parecía que ya se había muerto. Aquella boca abierta de par en par, dejando marchar aquel casi inaudible silbido al respirar. Aquellos agujeros como apagavelas que desde niño le habían asustado tanto y que, en su agonía, parecían ser grutas que conectaran directamente con el mismísimo infierno.

Esta noche ya está harto de Bambino. Así que opta por poner la radio. Tanveer ha acabado la primera parte del circo y durante unos minutos estará tranquilo. El monstruo necesita recuperarse. Cabe la posibilidad de que esta chica salga más o menos bien parada. Con un buen susto y el taxímetro a cero, eso sí. Encuentra una emisora de música clásica, pero él no está para cursilerías; más allá, en el dial, una locutora estira las respuestas de solitarios con poesías ñoñas y frases a las que debes dar mil vueltas en la cabeza para creer que las has entendido. Sigue buscando: una canción en inglés. El enterado la traduce. Esta noche es la noche. Un aviso, Epi, casi una premonición.

No es la primera ocasión en que fantasea con quitar de en medio a Tanveer. Mentalmente, esa bolsa con ese martillo ha estado entre sus pies muchas otras noches. Pero de hoy no pasa. Quiere sentir el alivio de cuando ya no hay una decisión que tomar porque acabas de ejecutarla, cuando estás frente a una única puerta. Baja la ventanilla un poco para dejar salir el humo del cigarrillo, y enseguida la sube porque el sainete ha empezado de nuevo. Tanveer se empeña en metérsela por detrás pero la puta no quiere o él no puede y se enfada y, a buen seguro, empezará con los guantazos. Epi pone la furgoneta en marcha y decide ir hacia un lugar más discreto. Cuando nota el motor delante de él, cuando siente que controla la situación, se tranquiliza. El humo del cigarro se le mete en el ojo, maldice, se limpia la nariz con la manga de la camisa y tira ciudad arriba. También conoce esta canción. Buena emisora. El locutor apenas habla. Debe de estar todo grabado. Una vez el Profesor Malick le dijo que todo en la radio está grabado desde hace como mínimo veinte años. Al parecer desde unas sesiones inhumanas de finales de los ochenta en las que dejaron registrados los siguientes años de música y de tanto en tanto intercalan noticiarios para disimular.

La canción es tramposa. Al principio el cantante —«¿Quién demonios es? Parece… no ése no es»— dice que está llorando porque ha perdido a su chica. Luego desea suerte al tipo que se la ha llevado. Le aconseja que esté por ella, que se fije hasta en los menores detalles, que no deje que su chica se ponga triste o que le falte algo. Parece indicarle todo aquello que él no supo darle y por lo que ella se marchó de su lado. Luego llega una advertencia. Si él no puede quererla, que se la envíe para casa, que él la sigue esperando. Epi no sabe para qué. ¿Para ajustar cuentas? ¿Para atormentarse como hace él cuando le hierve la sangre al pensar que Tanveer se folla a Tiffany donde y como quiere? ¿O bien que vuelva para que todo sea como al principio, mejor que al principio porque ahora uno y otro ya saben que no pueden separarse? La noche regala mensajes cifrados en las ondas y no quiere o no puede descifrarlos como le gustaría. Por eso Epi vuelve a cambiar de emisora hasta que desiste, rendido ante el cedé de Bambino a todo volumen.

Pero aquella canción, sin embargo, no se le quita de la cabeza. Al menos el protagonista sabe en qué ha fallado, no como él, que perdió a Tiffany y aún no sabe por qué. Nadie se ha tomado la molestia de explicárselo. No la descuidó, trató en todo momento de que se sintiera feliz y contenta mientras estuvieron juntos. La amó profundamente desde el primer instante. Y a ella se la veía tan bien hasta que apareció Tanveer Hussein. Sin el moro, seguro que seguirían juntos. Igual estarían viviendo bajo un mismo techo. Hubiera buscado un empleo mejor que el de repartidor. Cualquier cosa. Se hubieran ido del barrio. Quizá se habría apuntado al ejército para ponerse cachas y para que ella le viera vestido con el uniforme y las camisetas color caqui, deshecha como la mantequilla. Pero nunca fue buena idea dejar sola a Tiffany mucho tiempo. La peruana era suya si la inundaba, si llenaba todos y cada uno de los minutos durante las veinticuatro horas del día. Sola, se empezaba a liar, a confundir y siempre acababa por echar a correr en dirección contraria a la que estaba él.

Se miente Epi cuando piensa decirse que si su rival lo mereciera, él hubiera aceptado perder a Tiffany. Se miente pero lo sabe. No, nunca lo hubiera aceptado. Cuando Tiffany comprenda quién es en realidad Hussein, no le querrá, arrancará lo mucho o poco que de él tenga dentro. Epi se detiene en un semáforo. La puta grita y él sube el volumen. Más alto, Bambino, más alto. Las canciones le han agriado el humor y eso le acerca a la decisión final. ¿Por qué no hacerlo ahora?… Duda mucho que la rubia a la que se está trajinando el moro quiera testificar en contra del hombre que la ha rescatado. Epi se gira para ver la escena que sucede a su espalda y calibrar si cabe esa posibilidad. Había pensado matarlo tras la farra, durante los veinte o treinta minutos que Hussein suele echarse a dormir en el suelo enmoquetado de la furgoneta, pero ¿por qué no precipitarlo todo?

Tanveer está a gatas sobre la mujer. Tiene las manos apoyadas como columnas sobre los omoplatos de ella. Supone que las ancas de ella habrán adoptado la mejor posición para que duela lo menos posible. Tanveer estará enganchado a ella, exprimiendo su polla a fin de sacar el penúltimo estertor de la noche. Ahora podría sacar el martillo de la bolsa de deporte que tiene a sus pies. Podría quitar la marcha, echar el freno de mano y girarse hacia el interior de la furgoneta. Y una vez allá romperle el cráneo a Tanveer Hussein. No darle ni derecho a réplica, ni tan siquiera el placer de saber por qué te matan. Parece fácil.

Va a hacerlo. Pero cuando tiene los dedos metidos en la bolsa de deporte, cuando ya toca el mango del martillo, algo llama su atención en el retrovisor. Un coche de la Guardia Urbana con las luces cobalto encendidas se acerca. Epi saca de inmediato la mano de la bolsa y avisa a la concurrencia:

—Tranquilos ahora los dos. Tranquilitos.

El coche pasa por su lado. Un agente le mira con aire retador, pero el coche sigue su camino. Alguien se debe de haber estrellado contra una pared porque si no, le hubieran vacilado. Fijo. Epi respira aliviado pero sabe que el momento ha pasado: tiene a Tanveer preguntando a su lado.

—¿Qué pasa?

—Un coche de la urbana con las luces. Míralos, allí van.

Entonces oyen el ruido que hace la prostituta al saltar desde la furgoneta y echar a correr. Dos la misma noche. Aquello ya era cómico. El moro se olvidaba de cerrar detrás o quizás era una manera de dejar una oportunidad a las más valientes. Tanveer no tiene los pantalones puestos y ordena a Epi que la siga. Epi se rebela en el pensamiento, pero obedece. Corre tras ella y la caza enseguida. La chica está desesperada, medio desnuda. Le mira con un gesto de horror. Es una mueca de pánico que Epi no sabe si le aboca a la compasión o a la ira más desatada. «Por favor, por favor», le ruega. La mujer se agacha y se tapa la cabeza con las manos, como si esperara otra somanta de palos. «¿Por favor qué?», se pregunta Epi, «¿qué demonios se puede hacer en una situación así?» Ella se revuelve, no quiere volver a la furgoneta con él. Pero Epi la coge por el cuello de la blusa y la arrastra por la calzada. Está desierta la avenida, aunque ha de tener cuidado porque siempre hay alguien lo suficiente curioso como para preguntarse si esta escena violenta merece una llamada a la poli. No hay tiempo que perder. «No te va a pasar nada. De veras que no. Te subo y te llevo a donde estabas. A tu casa, si quieres.» Pero la chica hace bien y no se fía. No, no y no.

Un arrebato es un duende malvado que se apodera de uno. Y tal y como entra en ti, desaparece después. No da explicaciones ni un manual de excusas para después. Simplemente aquello —lo que sea— pasó. La violencia no tiene orejas. No avisa de su llegada. No corre ni salta: sólo estalla. Resulta estimulante no contenerse, no aplicar ningún freno intelectual ni moral. No preguntarse si es correcto o no hundir un puño en la cara de una mujer, asestarle zapatazos allí donde no se cubre, tirarle de la cabellera hasta que ella ayuda un poco y se pone a andar. El olor de la sangre, como el de la gasolina o la cola, es profundo, intenso, llena por completo los agujeros de tu cabeza, te recuerda que en algún sitio existe un orden que sólo dictas tú. ¿Cómo evitar que eso no te guste?

Epi sube a la mulata a la cabina. Una mulata rubia, dónde se ha visto. En el asiento del copiloto está Tanveer, tranquilo y con cara de cachondeo. Debe de haberlo visto por el retrovisor y casi siente orgullo de él, aunque no dice nada. Ni tan siquiera se dirige a la mujer. Parece haberle perdonado la huida, o haber decidido que la paciencia se le ha acabado. Epi se pone al volante.

Sin embargo, cuando pone en marcha el vehículo, la puerta de detrás de la furgoneta vuelve a abrirse de par en par. Epi se baja del vehículo para cerrarla. En ese momento, la puta intenta escapar de nuevo. Tanveer la agarra sólo con el brazo que tiene libre, ya que la otra mano la tiene ocupada con un cigarro de hachís que se le está descapullando. De hecho, la sujeta casi con desidia. La mujer pasa por encima del asiento de Epi, se libera a base de patadas de Hussein y con uno de esos movimientos desesperados impacta con la llave de contacto y la parte en dos. Salta de la furgoneta y echa a correr calle abajo.

Epi no va a perseguirla esta vez. Que se largue. Se ha ganado la libertad con sus maneras de caballo salvaje. Tanveer ni se mueve y pasa de la tipa, así que él no le hará dos veces el mismo trabajo. Mira a ambos lados de la calle para asegurarse de que nadie ha visto nada. Sube a la furgoneta y enseguida se da cuenta de que no va a poder arrancar. Mira furioso a Tanveer pero éste se halla sumido en un letargo debido a demasiado alcohol y demasiadas pastillas, a demasiadas eyaculaciones y demasiadas rayas, a demasiadas hostias dadas a diestro y siniestro aquella ya larga noche.

—¿Por qué no la has parado?

—Da igual.

—Nos ha jodido bien jodidos, Tanveer. Ha roto la llave. No podemos enchegarlo, tío. Si nos denuncia, vienen aquí y viendo la furgo aparcada lo tienen fácil.

—No hará nada.

—Bájate.

—¿Qué?

—Que te bajes.

Tanveer parece despertar. No le ha gustado el tono. Epi ha aporreado a una guarra. De acuerdo. Pero ésa es toda la heroicidad que va a permitirle por esta noche. Si ha de darle a él también un par de guantazos, no duda que lo hará.

—Bájate y empuja —insiste Epi—. Son un centenar de metros hasta el repecho. La pondré en marcha de bajada.

El moro obedece. Es la primera ocasión en que Epi le ordena algo y éste lo hace. Aquella bestia consigue subirse por atrás en la furgoneta cuando ésta empieza a ganar velocidad. Epi no consigue ponerla en marcha pero en punto muerto baja las laderas de la ciudad, cruza semáforos milagrosamente en verde al llegar ellos a tumba abierta y atraviesa rotondas como desiertos de luces y asfalto gris. Tanveer, a su lado, ríe como un poseso. Epi, al final, también. Ya no recuerda los golpes que ha asestado en la calle a aquel fardo, todo pelo, dientes y uñas. Ya no recuerda las canciones de aquella emisora cómplice. Ya no recuerda quién es o adónde va. Mira a su compañero y las carcajadas de ambos revientan contra la noche. La furgoneta se va encontrando calles cada vez menos empinadas y Epi piensa en aparcarla lo mejor posible y volver a buscarla mañana. Ya no recuerda que lo más seguro es que mañana tendrá mejores cosas en las que pensar.