Si uno pasa mucho tiempo en la selva conoce y distingue el silencio que siempre hace presagiar lo peor. En el barrio pasa lo mismo. En las tiendas y entre la gente se respira cuándo la calle está nerviosa o dormida. Es la pulsión que recuerda que debajo del asfalto y los panales de cemento, bajo los aparcamientos subterráneos y las mil y una historias encerradas tras cada puerta, permanece la esencia viva de la tierra, el fuego y el agua. Como un ángel negro de la memoria, casi todas las cosas que se cuentan o pasan tienen un eco en las paredes del barrio. Historias viejas, mitos, refranes, mandamientos, amenazas coléricas, consejos publicitarios.
Algo va a ocurrir. No es sólo otro de sus presentimientos. Álex lo cree notar en las conversaciones a medio discutir aquí y allá, en los grupos de adolescentes que cruzan de un lado a otro el barrio o en la cara de los comerciantes que ya han comprobado, entre los papeles del primer cajón del mostrador, si las lunas están al día del pago del seguro.
El barrio hace tiempo que está harto. Los chicos, aburridos. Blancos, amarillos o negros. En eso sí que coinciden, mientras que los viejos no olvidan que, de un modo u otro, ellos también han sido estafados. Tolerancia, diversidad y mestizaje son pedazos de eslóganes que quedan bien en editoriales periodísticos que en el barrio nadie lee, canciones que no se escuchan o discursos escupidos por políticos a los que muchos ni siquiera pueden votar. Y la gente vive, se quiere, se odia y soporta como mejor puede. Unos llevan pañuelos, otros hacen demasiado ruido con las radios y el resto recuerda con nostalgia cuando la ciudad era una señora de anchas caderas, rancia y distinguida, que sabía esconder la basura bajo alfombras y en calabozos.
Los márgenes de la barriada son invisibles pero imposibles de franquear. Como las caravanas de Buffalo Bill, instalaron alrededor del barrio museos y restaurantes de menú exclusivo, pistas para patinetes y talleres de pintura y circo. Hicieron lo dicho los otros, los listos y sus hijos siempre menos listos. Los que viven allende las murallas y vienen, miran, beben y juegan a pertenecer durante unas horas al barrio. Pero de madrugada, como ladrones, regresan de incógnito hacia sus casas con aire acondicionado, televisores de plasma y vacaciones en Irlanda para el perfeccionamiento del idioma. Abandonan estas calles que funcionan como jaulas, envases o cócteles que durante estos últimos años se han ido agitando y presionando con la confianza de que aguanten las tuberías que sostienen este crisol de gente. Con la esperanza de que las buenas palabras prendan. De que las retribuciones por ser inválido, por estar parado, por tener hijos o por no tenerlos, por llevar a tu hija al colegio y no coserle el clítoris, por acudir a misa o a la mezquita lo disculparan todo. Y es cierto que todo se perdona. Todo menos el aburrimiento. O el deseo de escapar, la fascinación de convertirse por un momento en el protagonista de la película.
—¿Conocías al que han matado?
Las mujeres hablan en el autobús. Va medio lleno y Álex se sienta tras ellas, al lado de la ventana. Una es magrebí y la otra tiene un deje andaluz, cuarentonas ambas que van o regresan de limpiar casas. La primera tiene una bolsa de plástico entre las piernas con un surtido de abrillantadores, lejía y otros productos de limpieza, mientras que la española se agarra, vehemente, al bolso que lleva en su regazo.
—Lo tenía visto. Un pieza. Conocía más a su madre. Es paisana de una prima mía. Pero haya hecho lo que haya hecho, el hombre no merecía acabar así.
—No, eso no.
—Son esas bandas. Al parecer alguien se la tenía jurada.
—¿Marroquí?
—No sé. No lo creo. De por allá abajo.
—¿Sudamericanos? No me extrañaría.
A Álex le gustaría intervenir en la conversación. Utilizar las propias capacidades voceras del barrio para difundir una teoría apropiada a sus intereses. Aunque quizá sea la confusión la mejor teoría. Si nadie sabe nada del todo cierto, la policía se quedará con la opción más sencilla: el primero a quien esta noche le dé por beber o golpear a su novia se va a complicar mucho la vida.
Quedan pocas paradas. Las mujeres hablan ahora de otras cosas. Álex siente la tentación de seguir adelante, de no ir a la comisaría, dejar que las fichas queden en el tapete en la disposición que el azar quiera. Pero pulsa el botón con el que solicita que el autobús se detenga y, llegado el momento, baja del bus y se dirige hacia el flamante edificio. El estómago le advierte que debería meterse algo antes de la cena. Álex espera que esté todavía el mosso con el que habló por teléfono. No ha tardado ni veinte minutos desde que llamó. Sólo ruega que Epi no haya telefoneado durante ese tiempo.
El agente que atiende en el mostrador apenas le presta atención. Algo le suena sobre un móvil extraviado, pero eso lo llevaba un compañero que ya no está. Enseguida saldrá alguien. Espere usted en esa sala. Álex se nota demasiado nervioso como para no parecerlo. Ha de intentar tranquilizarse. Así que se sienta. Coge un ejemplar de un periódico gratuito de hace dos días, pero no puede concentrarse. Se levanta y a grandes zancadas cruza la estancia, sale de la misma y pasa por delante del mostrador de la entrada donde el mosso opta por seguir a lo suyo. Camina hasta el fondo del vestíbulo, y cuando llega a la pared vuelve sobre sus pasos.
Repara en una placa dorada que un señor más honorable que el resto destapó para inaugurar la comisaría hace dos años. ¿Qué se debe de sentir siendo un señor extremadamente honorable? Viniendo aquí, siendo esperado, agasajado, mimado hasta en la ofrenda de unas tijeras de un brillo impecable y una banderita de cuatro barras sesgada por un extremo y por otro. Pulcro, bien vestido, asesorado, sin problemas de dinero, salud o sexo. Álex no entiende cómo es que ya no existe gente que se dedique a matar por simple justicia distributiva: tú te mueres porque tienes lo que yo no tengo. Aunque al expresar su pensamiento, se corrige. Sí que hay gente con bombas en los calzones, pero sus intenciones son más bien ridículas. Hablan de Dios, del Más Allá, del Bien y del Mal, de harenes repletos de hermosas mujeres que les esperan tras la inmolación. Al igual que la reacción que antaño sentía ante las películas bíblicas que su madre les hacía ver en Semana Santa, toda aquella parte del planeta le deprime. Desierto, sol abrasador, lagartos, túnicas polvorientas, jarras de agua que se vertían sobre pies pustulentos, lluvias de azufre, prostitutas tatuadas, profetas apocalípticos, resucitados detrás de grandes piedras, habitaciones como cuevas, cuevas como simas de muertos, muertos apestando como vivos. En la tele, ellos, los perdedores, los asesinos en nombre de Dios, seguían siendo los mismos. Todos sus muertos eran sacados a hombros por una muchedumbre gritona y fanática. Seguían, como hace cien siglos, crujiendo los dientes, mesándose las barbas, golpeándose el pecho. Las mujeres embutidas en negro, pariendo soldados para salvar el culo de los gerifaltes y los sádicos de barba encanecida y lengua atroz, chillando como cerdos, tirándose al suelo en un espectáculo tal del dolor que, a juicio de Álex, les privaba de cualquier compasión. Aquella gente era «purria», como diría su padre. «Eres un miserable racista», se dice a sí mismo. La imaginación le hace levantar la mirada a través de los cristales ahumados de la comisaría, hacia el cielo donde el escudo estrellado del Capitán América regresará desde las páginas en blanco y negro a toda velocidad para ponerse de su lado. «No, no lo soy: sólo digo la verdad.»
—¿Alejandro Dalmau?
—Sí, soy yo.
—¿Me acompaña?
El policía empieza a andar, seguro de que le seguirán. La comisaría consiste en un laberinto de varios niveles, hecho precisamente para dificultar fugas. Trata Álex de ir a buen paso tras el agente. Todos los despachos tienen las puertas abiertas y dentro de ellos ve a agentes, hombres y mujeres, tecleando en pantallas de ordenador, transportando hojas y carpetas, esperando impacientes algo del fax o reunidos alrededor de la máquina del agua. De buena gana se tomaría ahora él un par o tres de esos vasos de plástico con agua fresca a rebosar. Igual se lo puede pedir al agente que le ha de entregar el celular. En cada mosso que atisba en los despachos o parados en medio del pasillo, su mirada se dirige como un imán hacia la cartuchera donde reposa la pistola. No deja de ser una fascinación infantil esa de sentirte atraído por esa herramienta amartillada y al alcance de la mano, a punto de matar. Pero sabe que debe distraerse, no pensar en ello. A los polis no les debe de gustar que les miren la pistola obsesivamente, sin disimulo alguno.
—Espere un momento.
Álex entra en una diminuta estancia pintada de blanco en la que sólo hay dos sillas, a uno y otro lado de una mesa, además de un ordenador, unos cuantos folios reciclados y un bolígrafo barato sobre los papeles. Se sienta en la silla y trata de aparentar serenidad. Se palpa en el bolsillo las pastillas de la medicación. Se repite que ya declaró y le dejaron libre. Que sólo se encuentra allí por un despiste. Que no hay ninguna treta del azar en todo esto. Que en diez minutos estará otra vez en la calle. Pero no consigue convencerse.
—Perdone. A nadie le gusta esperar.
—No hay problema.
Un agente diferente al que le ha conducido hasta allí ha entrado en la habitación. Tiene las manos desmesuradamente grandes, dedos casi deformes que le deben de dificultar escribir a máquina. Sin embargo, el resto del cuerpo es todo lo contrario: rubicundo, de torso estrecho y extremidades largas. No es muy alto, y parece estar hecho de restos de serie de diferentes modelos. Mira a Álex con unos ojos negros y penetrantes, y le habla con una voz persuasiva, la voz de alguien que manda. No utiliza la silla sino la mesa para sentarse. A la altura de los ojos de Álex queda su entrepierna, los muslos, el móvil Sharp negro envuelto en una bolsa de plástico y algo más allá la cartuchera vacía, que Álex ha buscado enseguida con la mirada, como si la pistola se la hubiera dejado olvidada en cualquier otro lado.
—Soy el comisario y éste es su teléfono, ¿no es así?
—Sí, sí, ya sabe usted que sí.
—Bueno, pues hablemos de teléfonos y llamadas.
En aquel momento un subalterno interrumpe la recién iniciada conversación. El mayor de los Dalmau ya sabe que las cosas no van bien. Quizás hayan visto las incesantes llamadas al móvil de Epi. No en vano le habían interrogado hace apenas un par de horas sobre él, así que lo lógico sería intentar ponerse en contacto con su hermano. Aunque existe otra posibilidad. Y ésa es mucho peor. Nota como el sudor le anega poco a poco la espalda, las palmas de las manos, bajo la camisa. Pero sea lo que sea no ha de perder la calma. Tratará de solventar el asunto como pueda, pero sus planes empiezan a variar un tanto.
—Hemos estado hablando contigo antes y sé lo que nos has explicado. No sabes nada. No ves ni oyes nada. No me extraña. Si yo te contara cómo me llevo yo con mi hermano…
Álex sabe que si le deja hablar va a convencerle, largará más de la cuenta o tratará de caerle bien al mosso, intentará no defraudar a este que ha venido a sustituir a aquellos otros, alimentados unos y otros de la misma ingratitud del rebaño que han de cuidar. Álex sabe que ha de cortarle. Necesita hacerle enfadar.
—Mire, no soy nuevo, ¿vale? Conozco mis derechos. Antes me habéis interrogado sin abogado y…
—No me seas peliculero, Alejandro… ¡vaya nombre, chico! ¿Qué era tu padre?
—Profesor. ¿Y el suyo?
—Taxista. ¿Contento ya con la impertinencia? Mira, si conocieras tus derechos tanto como dices, sabrías que antes estabas en calidad de testigo, o sea sin picapleitos, y ahora has venido a buscar el móvil que tu torpeza y sólo tu torpeza ha dejado olvidado por aquí. Porque supongo que lo querrás recuperar.
Álex hace el ademán de coger el móvil que le ofrece el policía con la seguridad de que se lo retirará en el último momento. Pero no lo hace. Tiene el Sharp en la mano. Está encendido.
—¿Me puedo ir ya?
—Te pediría que no.
—Mira, antes me habéis preguntado por lo del bar de Salva y os he explicado lo que vi. Vale, mi hermano estuvo de farra con él toda la noche, pero en ese momento, no estaba por ahí, ¿lo entiendes? En lo que a mí me concierne eso es todo. Me habéis preguntado por la furgoneta, por las fiestas de mi hermano con Tanveer y le juro por mi madre que no tengo ni puta idea.
—Te creo, Dalmau, te creo. ¿Y sabes por qué te creo? Porque si supieras qué estamos encontrando al tirar del hilo de la madeja, estarías tan acojonado que ya te habrías cagado en los pantalones.
Álex trata de fijar sus ojos en los del policía como para descubrir si va de farol. ¿Qué podía pasar con la furgoneta? ¿Pasaban droga, chuleaban putas, vendían noches de desfase a los pijos? El policía sigue hablando.
—Lo de la muerte de Hussein, ¿qué quieres que te diga? Con sinceridad: que se joda. No había ni la mínima posibilidad de que hiciera algo bueno en toda su vida. Pero eso nos ha llevado a otros sitios. Yo no sé si tu hermano se lo ha cargado, si ha sido el moro Muza que me dices o hay algo más, pero me entusiasma que haya algo más porque uno se aburre de ver siempre las mismas mamonadas en el barrio. Quiero saber dónde está la furgoneta de tu hermano. Sólo hablar con él. Sólo eso, joder.
—Pero yo…
—… y quiero hacer todo esto antes de que el barrio se me ponga nervioso y decida adelantar las fiestas.
—Le digo lo de antes. No sé nada más. —Decide explicar parte de la verdad—. He estado buscando a Epi todo el día. Si ha mirado el móvil llevo todo el rato dale que te pego y nada.
—Igual tiene miedo.
—Pues igual. Pero mire, yo doy la cara por lo de esta mañana. Yo estaba allí y él no fue. Aún sé distinguir a mi hermano de un paquistaní. Pero si ha hecho algo más con la furgoneta o con lo que sea, que le follen vivo. Si uno es hombre para cobrar lo es para pagar.
—¿Eso te lo enseñó tu padre?
—No, se lo oí decir a un taxista.
Los ojos del policía se endurecen un momento, pero enseguida se crispan para echarse a reír. «Ets un cachondo, Alejandro Dalmau.» Éste siente la tentación de bajar la tensión, de bromear también él, de meterse entre las piernas del caporal como una gata caliente que espera una caricia de su amo. Pero se resiste. Aún no ha pasado nada. Todavía no ha desvelado la carta que lo fastidia todo.
—Mira, te creo en casi todo, que tampoco soy gilipollas. Pero te lo diré claro. Tu hermano se ha escondido y eso no le beneficia, ya me entiendes.
—Seguro que estará durmiendo la farra en casa de algún colega.
—¿Tu hermano tenía previsto marchar fuera?
—No, que yo sepa. ¿Adónde?
—A Granada, por ejemplo.