—Percy, tú y yo vamos a llevarnos bien.
El crío sigue empeñado en querer salir del piso. Gimotea sin romper a llorar. En realidad, Epi tiene poca paciencia y menos cosas a su alrededor con las que entretenerle. A medida que han pasado las horas, Epi ha ido perdiendo la seguridad que albergaba de madrugada cuando encontró una forma de dar coherencia a su mundo. En ese momento que ahora queda tan lejano, la muerte de Tanveer colocaba todas las piezas en su lugar. Pero ahora, incluso el asesinato —Justiciero Thor, tensado el brazo en cuyo extremo quedaba la cabeza del moro—, la huida del barrio, el amor por Tiffany parecían menos reales que cualquier fantasía que pudiera haber imaginado. El pánico se deslizaba a través de él desde el momento en que la reacción de la chica había hecho imposible el devenir normal de los acontecimientos que había previsto Epi. Ahora es cuando necesita más que nunca de las palabras de Álex, de su capacidad para saber qué hacer, para calcular los daños que ha generado todo aquello.
—Quiero irme de aquí… ¡Tata! ¡Tata!
Si pudiera descansar un poco, seguro que al despertar todo sería distinto. Los duendes habrían ayudado al sastre y todo estaría acabado y en orden. La coca que llevaba en el cuerpo le ha mantenido atento, pero ahora ya nota en el cerebro como las luces rojas se van encendiendo. Un reflejo nervioso le atraviesa el cuerpo desde las muelas hasta pecho y espalda, partiéndole en dos el esternón, y el pie le duele cada vez más. Piensa en una última rayita, pero sabe que no es buena idea. Recuerda que cuando ha intentado bloquear la ansiedad con más droga ha sido peor. De todas formas, cree que en alguno de sus bolsillos hay algún que otro tranquilizante que le ayudaría a tomar de nuevo el control.
—¡Mamá, mamá, mamá!
Epi trata de frenar a Percy que, de repente, parece a punto de explotar. Palmotea y grita sin consuelo, como un molino enloquecido.
—Ven aquí, chaval… Mira, te dejo jugar con mi móvil. Mira, ven, mira qué cosas tan chulas tiene…
Percy se le escabulle de las manos como una pastilla de jabón. Es el niño una máquina rellena de alfileres, con una capacidad sobrehumana para gritar, llorar y moverse a toda velocidad. Epi le sigue de habitación en habitación, hasta que al entrar Percy en el dormitorio, el hombre se lanza sobre el colchón y le atrapa. Se coloca encima de él y le agarra las muñecas como si le hubiera puesto grilletes. Percy berrea y se mueve continuamente, sin escuchar a nada ni a nadie. Es un ser furioso, una alimaña de dolor, como lo es su madre: incapaz de contenerse, incapaz de escuchar a nadie.
—Espera, Percy, por favor. ¡Cállate! ¡Escúchame, joder!
Pero el niño no hace caso. No se lo hace hasta que Epi le libera la mano derecha para poder así asestarle un manotazo en plena cara. Y luego otro y otro y otro más. Entonces, al menos calla lo suficiente como para que Epi pueda decirle que su madre está a punto de llegar. Que en cuanto hablen los dos adultos, podrá regresar con ella a casa. Y en cuanto acabe este día de perros, él, recién duchado y bien guapo, los irá a buscar —igual que hacía antes— para darse un garbeo por la feria y las máquinas, y Percy tendrá todo lo que quiera.
El niño se agita de un lado a otro, pero ahora con el único objetivo de protegerse. Tiene la cara roja, marcados en la piel los dedos de Epi. Despeinado. La saliva le resbala por la mejilla hasta el colchón. No sabe muy bien si la idea que se le ocurre es la apropiada o no, pero la lleva a cabo antes de arrepentirse. Saca un tranquilizante del bolsillo y lo parte en dos con los dientes. Un trozo se lo queda él mismo dentro de la boca y el otro, el más pequeño, poco más que un cuarto, se lo mete a Percy en la suya. Mal no le va a hacer.
—Venga, ¿no me digas que no te gustan los caramelos? Tómatelo, quédate aquí y descansa. Venga.
El niño deja de porfiar aunque Epi no se fía. Por eso no se levanta, y sigue a horcajadas sobre el chaval esperando a que el tranquimazín haga efecto. Aprovecha el momento para coger del bolsillo trasero de sus pantalones el móvil. Oprime el botón rojo, pulsa la contraseña —el día y el mes en que nació Tiffany— y comprueba que su mensaje ha sido correctamente enviado y recibido. Álex, sin embargo, aún no ha contestado. Así pues, sólo queda esperar.
Percy se queda sobre el colchón gimoteando. Al rato empezará a cerrar los ojitos. Epi cree que no habrá más problemas con él. Espera que las marcas que ha dejado en su carita hayan desaparecido cuando Brisette aparezca por aquí.
La chica camina con rabia hacia el piso. Está a dos calles de distancia, tras comprender que la única solución es volver al piso a recoger a su hijo. Se le ha enredado la mañana de una manera delirante. Cuando llegue a casa, piensa descargar toda su ira contra Jamelia, contra su madre, contra Tanveer si le da por aparecer por allí. Cruza la calle a paso rápido y se planta en la portería. Tiffany duda. Sus pensamientos andan dispersos, pero necesita una decisión inteligente. Se le ocurre llamar a Tanveer. Ahora tiene una buena excusa. Hay razón de peso, por lo que su orgullo no quedará tocado: su hijo está secuestrado por un loco que perdió la cabeza a causa de la polla del propio Tanveer. Seguro que Hussein no le dará la espalda, acudirá, se hará el héroe con el niño y de paso, el muy cretino volverá a estar en la órbita de Tiffany. Toda aquella historia les dará para otro capítulo más. Quiere volver a tenerle tierno para poder mandarle, cuando menos se lo espere, al fondo del olvido. Lo que le pase a Epi le da igual. Merecido lo tiene. Quizás así la deje en paz de una vez. En la portería marca el número de Hussein y salta el contestador. Cuelga y maldice a lo más sagrado. Enseguida vuelve a marcar, pero esta vez le deja un mensaje.
—No sé por qué te llamo. Bueno, sí, porque sois amigos y a ver si le haces entrar en su mollera que no es no, que cuando yo digo basta es que se acabó. El hijo de puta de Epi tiene retenido a Percy en el piso. Me arrepiento de estar haciendo esto. Voy a llamar a la poli para arreglarlo si no vienes tú antes a echar una mano.
Tiffany cuelga. Hasta ese momento no ha creído que fuera la cosa tan grave como para llamar a la policía, pero la idea cobra fuerza en su interior. Montar todo el pollo, conseguir protección y ser la protagonista del barrio los próximos días. Ella como objeto de deseo de dos hombres. Ella como la madre más madre de todas las madres. Jamelia como una mema egoísta y subnormal. Tanveer encelado y a punto. Pero no. No puede estar pensando eso. Allá arriba está su hijo y ése es demasiado dinero para apostar. Pocas fantasías, pues. A lo fácil. Llamar al timbre, pedir a Epi que haga bajar al niño y que se acabe todo.
Mientras espera respuesta al timbrazo, echa una ojeada al móvil. Tiene un montón de llamadas perdidas pero ni rastro de Tanveer. Estará durmiendo la juerga de anoche, fijo. Bea y Rita han dejado mensajes hablados y escritos. Teclea rápidamente para leer éstos últimos. «¿Cómo estás? Voy para tu casa y hablamos.» Va a seguir leyendo, pero la voz de Epi la interrumpe por el interfono.
—Sube.
—No, bájame al niño y déjate de hostias, que si me tocas los cojones llamo a la policía y te follan vivo.
—Es que está dormido.
—¿Dormido? ¿Qué coño dormido? ¡Epi, Epi!
Un espasmo eléctrico abre la puerta. Tiffany entra en la portería y empieza a subir en dirección al piso. En realidad, piensa la chica, no hay nada que se pueda nunca planear. Las cosas pasan porque sí. Una lleva a otra como en una partida de billar, el escenario cambia a cada golpe de taco azul.
Epi, por su parte, tiene un objetivo: ser escuchado. Que ella sepa de lo que ha sido capaz por amor. Que vea con la misma nitidez que él que Tanveer ha sido el obstáculo para su felicidad, algo que se interponía entre ellos. Por su lado, Tiffany actúa por instinto. Sabe que todo aquello acabará mal, pero no necesariamente para ella. Es consciente de que conoce formas y maneras de dominar a Epi, de que si se ve apurada sabrá cómo librarse de él. No será ése un problema. Y eso pese a que hay quien dice que ese chico tiene algo que aún no ha aparecido y que pugna por hacerse cargo de sus reacciones. Cuando le da por mirar de esa manera en que no sabes si piensa algo o no sabe pensar en nada. Eso dicen, pero con ella siempre ha sido manso y manejable como un cachorro. ¿Cuál es entonces la inquietud? Tiffany no lo sabe. Es como si aquella maldita mañana nadie quisiera representar el papel que tiene asignado. Había sido demasiado permisiva y confiada con todos ellos. Con Jamelia, con Epi, con Tanveer. Permisiva o confiada. Pero nada se había perdido. Nada que no pudiera arreglar con un golpe en la mesa. E iba a empezar con ese tipo que le había dejado la puerta del apartamento entreabierta.
Epi está nervioso. La espera al fondo de la habitación, con un ojo puesto en la ventana. Sonríe, pero corrige de inmediato ese gesto sin saber muy bien por qué. Le gustaría sentirse enojado, furioso o simplemente mostrar una actitud que exigiera respeto, que intimidara a la chica. Pero no lo consigue. Está temblando de la cabeza a los pies, le duele el pecho, su respiración es torpe. Trata de controlarse porque necesita encontrar las palabras. No quiere dejar de decir lo que tiene que decir. Tampoco perder los estribos. Pero, desde un primer momento, es Tiffany quien se hace cargo de la situación.
—¿Dónde está el niño?
—En la habitación, dormido. Ha llegado, se ha echado y…
Tiffany entra en la habitación e intenta despertar a Percy, pero el sueño de éste es profundo. Demasiado. Además enseguida comprueba las marcas enrojecidas en la cara y en el cuello. Se gira con el propósito de que una simple mirada atraviese y paralice a Epi, pero éste aún no ha aparecido por ahí. Se conjura contra él. Hará que le maten, que le metan en prisión. Rogará si es preciso a Hussein para que le reviente las tripas y si no, lo hará ella misma. Teme que el crío sufra una conmoción cerebral, que se haya golpeado contra algo, pero le palpa el cuero cabelludo y no encuentra ni sangre ni señal de ningún golpe. Afianza bien sus pies en el suelo y, cogiendo a su hijo, lo levanta a pulso con el propósito de marcharse. Llevarlo a un hospital y que le despierten de una vez. De pie, cuando está a punto de franquear la puerta, Epi aparece con una mirada escondida en lo más hondo de la cara. Fría, profunda, distinta.
—Deja al niño en la cama. Os vais de aquí a un rato.
—Déjate de chuminadas: nos vamos ahora. Epi, déjame pasar.
—No.
Ella lo intenta, pero el cuerpo de Epi se tensa hasta dejar bien a las claras cuál es la verdadera situación. Las miradas se encuentran. Tiffany no va a ceder y él tampoco.
—Deja al niño en la cama —repite como si oírse decir otra vez las mismas palabras le fuera a tranquilizar—. No compliques las cosas. Escucha lo que te quiero decir. ¿Tanto te pido? Me escuchas y te vas luego con el chaval. A Percy no le ha pasado nada. Cogió un berrinche y…
—¿Y esto?
Ella le muestra las marcas en la cara y el cuello.
—Nada. Sabes que a veces pierdo los nervios y ya está. No le he pegado, sólo le he cogido fuerte y…
—Eres un cobarde.
—Venga, Tiffany…
—¡No me toques! —grita mientras se aparta de esos brazos que quieren ayudarla a dejar al niño sobre el colchón. Sin embargo, está obedeciendo.
Epi sale de la habitación y se sienta en el suelo. Tiffany se sorprende de esa demostración de tranquilidad. Está claro que ha tomado sus precauciones. La puerta cerrada con llave y cerrojo. Aunque está sentado en el suelo, la chica sabe que el hombre está preparado para reincorporarse de un brinco y darle alcance. No será tan fácil como la otra vez, pero si se ha escapado una vez, podrá hacerlo otra. En cuanto se despiste enviará un mensaje o llamará a alguien para que…
—Dame el móvil. —Epi parece haberle leído el pensamiento—. No quiero que nos molesten.
—No lo llevo encima.
—No jodas…
El hombre se levanta para intimidar con su presencia a Tiffany, pero ésta se envalentona. No va a hacerle nada, sabe que no le va a hacer nada, que a las primeras de cambio se tornará el gatito que siempre ha sido.
—Dámelo.
—Quítamelo.
El móvil está en uno de los bolsillos posteriores del pantalón. Epi sabe que suele llevarlo allí y lanza la mano lo más rápido que puede, pero Tiffany se le ha adelantado. Sin embargo, está decidido a hacerse con el teléfono. La agarra de las muñecas hasta que suelta el aparato. Cuando cae al suelo, Epi le da una patada y lo desplaza hacia la zona donde se va a sentar para explicar a Tiffany qué ha pasado hace unas horas y en qué ha cambiado la vida de ambos.
—Como me lo hayas roto, me lo pagas, cabrón.
—Bien, te lo pago. —Lo coge del suelo y comprueba que el salvapantallas del celular con el escudo del Barça sigue guiñándole los ojillos—. Sigue vivo. Lo apago. Siéntate.
—No quiero.
—Pues no te sientes. Menos irte antes de que hablemos, puedes hacer lo que quieras. Y tampoco grites.
—Empieza, que quiero llevar al niño al hospital.
A Epi le encantaría poder explicarse de tal modo que permitiera que Tiffany viera las cosas como él las ve. Pero ¿dónde encontrar las palabras? Eso no le ocurre nunca. Recuerda discusiones que comenzaron por algo que la chica había dicho o no dicho, por un olvido suyo, un retraso o una mentira descubierta, algo a todas luces evidente y que a base de hablar y hablar, decir y desdecir, el mundo se le volvía del revés y era él quien acababa pidiendo perdón. Pero hoy será distinto. No caerá en su juego. Para empezar, le espetará qué ha hecho y por qué. No le va a pedir nada. Los hechos son los que son. No se les va a dar vueltas hasta marearlos.
—Tiffany… —Epi se ha colocado de rodillas frente a la chica. Ya no se siente seguro como hace unos instantes. La mujer se da cuenta—. Tiffany, te quiero.
—¿Y?
—Y que tú y yo antes éramos felices…
—Todo se acaba.
—No…
—Bueno, pues no. Si tú lo dices será que no.
Ésa es la versión de Tiffany que él más odia. La de marisabidilla, la que tiene la enorme habilidad de contestar rápido y fácil, de burlarse y no tenerle la consideración que se merece. ¿Tan difícil es que se lo tome en serio, que no lo trate como un imbécil?… ¿Que nada de lo que él pueda hacer o decir ha de ser tan predecible, tan pueril? Es obvio que le molesta estar ahí con él. ¿Pero entonces…? ¿Fueron falsas aquellas esperanzas que la chica le había ido arrojando aquí y allá? Epi trata de entender. ¿No servían de nada aquellos recuerdos y sueños en común? ¿Las palabras cariñosas que le había dedicado durante los últimos meses cuando la relación con Tanveer por enésima vez parecía declinar? No, no, aquello había sido verdad. Tenía que serlo. No era tan tonto como para no haberse dado cuenta si todo hubiera sido basura. Ha visto a su hijo y se ha molestado. Eso es lo que debe de haber pasado. No debería haberle pegado. Pero todo hubiera sido más sencillo si Tiffany hubiera permanecido en el piso, si no se hubiera escapado sin motivo alguno, sólo porque la había hecho esperar más de la cuenta.
—No me trates así, yo haría…
—Te trato como me da la gana, ¿vale?
—Déjame empezar por el principio. Tú y yo estábamos bien y entonces llegó Tanveer…
—Tanveer no tuvo nada que ver. Te lo he dicho mil millones de veces.
—Pero llegó y lo nuestro se acabó. Si supieras lo que he sufrido todo este tiempo pensando, viendo y sospechando que…
—¿Cómo que si supieras…? ¿Cómo que si supieras…? Claro que lo sé. Y lo sé porque nos has seguido un montón de veces, porque me has hecho llamadas patéticas a las tantas de la noche, porque has ido explicando tu historia a todos aquellos que han querido escucharte…
—Pero tú me has dicho muchas veces que…
—Sí, yo digo muchas cosas, es cierto, pero si crees que secuestrando niños a las nueve de la mañana voy a caer a tus pies, lo tienes claro, gilipollas. Eres un mierda, los tíos de verdad no hacen cosas así…
Ya está gritando. Es inminente el encontronazo. Epi no encuentra las palabras. ¿Por qué no le deja hablar? ¿Por qué esa maldita actitud de ningunearlo? Epi se aproxima a Tiffany y ésta se le encara. Nota el aliento de nicotina de ella, el perfume que nunca pudo olvidar.
—Los tíos de verdad hacen otras cosas, ¿sabes, Epi? Los tíos de verdad saben cómo conservar a una mujer. Los tíos de verdad…
—Los tíos como Tanveer, ¿no?
—Como Tanveer. Eso es.
—Que se folla a putas y les revienta la cara.
—Eso no es verdad, y además a ti qué te importa. Quizá yo también ando follándome a quien me da la gana. A cualquiera menos a ti, claro está.
Tiffany sabe que se está equivocando, que ésa no es la manera más inteligente de solventar el problema, pero no puede evitarlo. Le puede la rabia y el deseo de demostrar su poder, el mismo poder que piensa ejercer con Jamelia, sobre el propio Hussein si no viene a ayudarla en ese mismo instante. Es tarde para echar marcha atrás. Y al mirar cómo se vuelven a endurecer aquellos ojos que la miran piensa que quizá, por una vez, debería haberse guardado la mala leche y haber domado a tiempo esa boquita.