Conmocionada, Jamelia deambula por la calle. Aún le arde la cara por el tortazo que Tiffany le ha dado hace unos minutos. Trata de olvidarlo pero no puede. La ha abofeteado en medio de la acera, y ahora siente la agresividad hervir en su interior. Debe impedir que esta maldad aniquile la ilusión que portaba dentro hasta que se tropezó con su hermana por la calle. Ha de recuperar la calma, aunque sepa que ya no llegará puntual a la entrevista.
Es Tiffany la única culpable de aquello. Con todas esas ínfulas de reina a la que se le tiene que permitir todo. Y sí, quizás hubiera tenido que hacerle caso y no coger el bus. Así se hubieran encontrado antes. O haber cogido el móvil al salir de casa. Quizás hubiera debido acompañar al crío hasta el piso donde se supone que su madre le esperaba, pero llegaba tarde a la entrevista y bien podía subir solo, ¿no? ¿Acaso no le ha dejado su propia madre horas y horas solo en casa frente al televisor?… Se suponía que Tiffany estaría arriba esperándole. ¿A qué venían ahora esos escrúpulos con el niño cuando la criatura ya ha visto mucho más de lo que debería ver un niño? Le abrieron la puerta, ¿no? Pues el crío debe de estar con Tanveer o con Epi o con quien esté ahora su hermana. Ella no es la madre de Percy. Su madre es ella, Tiffany.
Las lágrimas, los mocos, el sudor de ir corriendo, sin tiempo para pensar, ella que había preparado con especial esmero la entrevista a la que llegaba tarde. Se había puesto perfume robado a su hermana y polvos de talco, se había duchado a primera hora de la mañana para ultimar los preparativos. Notaba impregnado el cuerpo de sudor, algo que nada ni nadie puede evitar ni paliar. Seguro que apestará en la entrevista. Temía que se rieran de ella, de la pobre tonta. Temía defraudar al señor limpio y encorbatado, guapo, rico y con ganas de conocerla, que la estará esperando preguntándose por qué llega tarde. Ella no ha hecho nada mal. Sólo ha obedecido cuando no debería haberlo hecho. Pero Tiffany es mala. Con ella. Con mamá. Con Percy. Con Epi. Con todo el mundo. Y algún día Dios la castigará. Está convencida de ello. Nadie puede ser tan egoísta sin que, al final, exista para ella un castigo.
Para Jamelia la entrevista es mucho más que una buena oportunidad de trabajo. Supone poder demostrar que puede trabajar y hacer las cosas bien, ganar un dinerillo y comprarse vestidos, regalos, tomarse un helado, lo que se le antoje. Y palomitas en el centro comercial. Ir al cine a ver películas románticas. Además, es la ocasión de salir de casa y encontrar al hombre de su vida. Reconoce ella —mientras mira el reloj en su muñeca y se percata de que se retrasa casi diez minutos— que a veces imagina la vida como en los culebrones de la tele, aquellos de los que abomina Tiffany. Sentada junto a su madre, en el sofá, cosiendo o recién retirada la mesa, con el ventilador a los pies, empalman una serie con los programas de cotilleos, y éstos con otra serie. Cinco horas para no pensar en una misma. Une a madre e hija con las verdades inamovibles que dejaron al otro lado del océano y que las reafirma a ambas en su fe en la vida y en el amor: la bondad se abre paso a través de las tragedias y las trabas que la gente malvada pone al paso de una; el amor es incontenible y lo arrasa todo a su paso; da igual que no seas rica o muy guapa, extrovertida o española porque basta para triunfar con que seas buena, femenina, trabajadora y fiel. Cuando encuentres a la mitad que te falta para que tu vida esté llena, no te lo pienses dos veces y dáselo todo, inundándole de arriba abajo.
Aun así, ha estado a punto de dar media vuelta, renunciar a la entrevista y volver al piso a buscar a Percy. Le aturdió el vocerío de su hermana, aquel enfado sin freno posible en medio de la calle. Jamelia trató de explicarse pero Tiffany no escuchaba. Nunca lo hace, mucho menos con la hermana lela. Su madre se lo ha dicho a ella y a cuantos han querido escucharle. Fue culpa de la enfermera. Fue culpa de papá y sus palizas. Fue culpa del doctor. Fue culpa de los disgustos. Por todos ellos —las excusas variaban dependiendo del humor y la frustración que hubiera en casa— ella parece algo más lenta que los demás, más retraída o callada, menos lanzada que cualquier otra chica, pero Jamelia sabe que las apariencias engañan. ¿Acaso no pasa eso en todos los seriales que ha visto desde niña? La buena es mala, la fea, guapa, el pobre, rico. Sólo ella sabe que a solas y con quien convenga será cariñosa como cuando se encierra en su habitación con la radio y se pone a bailar. Se ve bonita danzando frente al espejo, cuando imita a Shakira o a cualquiera de esas actrices tan jóvenes que agitan la cabellera rubia, menean las caderas y se dirigen a los chicos con el ultimátum de «ahora o nunca».
Jamelia se detiene frente a las oficinas del supermercado, donde hace quince minutos la esperan para la entrevista. Sabe que si pudiera pensar y decir con soltura y convicción una buena excusa aún podría llevarla a cabo. Bastaría con dar uno o dos pasos más y las puertas se abrirían solas. Entrar y preguntar a alguna de las cajeras dónde se celebran aquellas entrevistas de selección de personal. Pero no puede. Petrificada, se deja golpear por el eco de la burla de su hermana. También estaba ese olor a mujer sudada que perfumes y colonias no han podido contener en la carrera hasta aquí. Quizá si no se meneara mucho, si no levantara los brazos, si la habitación estuviera muy aireada. En el fondo no deja de hacer lo que todo el mundo espera de ella, que se rinda, que se quede a un lado de la puerta del mundo de la gente normal.
Pero entonces se imagina volviendo a casa y cerrando tras de sí la puerta. A su madre, recibiéndola con una sonrisa de oreja a oreja mientras se seca las manos con un paño de cocina, irrumpiendo en el pasillo y preguntándole cómo ha ido. Ilusionada, la mujer la haría sentarse y le rogaría que se lo explicara todo, hasta el más mínimo detalle. Y ella empezaría mintiendo con generalidades, pero cuando tuviera que enhebrar detalles, seguro que la farsa se le notaría. A una madre no se la engaña así como así. Y entonces la decepción sería mayor. Y llegarían antes o después nuevas burlas de Tiffany. Dios castigaría su mentira haciendo que no hubiera más ofertas, dejándola soltera. Era el destino el que la había llevado hasta allí. Como en los seriales nada es porque sí. Todo está escrito en las bondadosas manos del Señor. Por eso Jamelia cambia de opinión, trata de no hacer caso ni del temblor de todo su cuerpo ni del tartamudeo a la dependienta que tiene que concentrarse para entender qué está preguntando aquella chica. Por fortuna, también es sudamericana y quizá por eso tiene la suficiente paciencia con ella para, con un dedo que se le antoja larguísimo, uñas pintadas de color fucsia, señalar una de las puertas que hay en el pasillo.
Hacia allí se dirige. Hace tanto tiempo que no se siente como en esos precisos instantes. Todo lo ve tan bonito. Los suelos encerados parecen la espalda helada de un lago. Conoce la canción que suena por los altavoces, como casi todas las que ponen por la radio. Es Chayanne. ¡Qué guapo aquel tipo! Hasta la gente que detrás de su correspondiente carrito va de aquí para allá parece seguir una coreografía ya establecida. Cada cosa en su sitio. Colocada aquí y no allá. Etiquetada. Prensada. Empaquetada en rojos, verdes y amarillos. Le recuerda cuando era niña y los días de cobro iba a la cooperativa con papá. Detrás del mostrador de madera que se batía como un puente levadizo, aquel hombre tan seguro de sí mismo pedía lo que la familia necesitaba: arroz, lentejas, leche, azúcar. Luego se llevaban la compra en una caja de cartón y al llegar a casa la dejaban que sacara y volviera a colocar en la caja todos aquellos paquetes, que jugara a vendedora con billetes invisibles, garbanzos a modo de monedas.
Delante de la puerta de madera azul Jamelia llama con precaución. Nadie contesta. Finalmente, toma el pomo y entra. Por suerte, la cosa va con retraso. Ahora es una más de las que están sentadas en aquella sala de espera. Hay mujeres más jóvenes, pero también mayores que ella. Magrebíes, españolas, sudamericanas. Gordas y delgadas. Y una silla vacía para ella. Jamelia pregunta si se trata de la entrevista y cuando le responden afirmativamente, pide la vez. Se sienta muy nerviosa pero también muy contenta. Por todo un poco. Porque no le ha pasado el turno. Por la decisión que ha tenido desde que ha desobedecido a su hermana. Por lo feliz que se pondrá su madre al saber que ha hecho la entrevista y le han dado el empleo. Y además, está segura de que dentro de poco también conocerá al hombre de su vida. Probablemente será el entrevistador o el responsable de la sección donde trabaje. Pero sobre todo está contenta por ser una más. Una mujer entre mujeres.
Jamelia no sabe que delante del supermercado su madre ya sabe todo eso y que apenas puede contener las lágrimas. Está embutida en un abrigo negro, claramente a destiempo, con el que debe de pasar mucho calor. En su afán de pasar desapercibida, llama la atención de quien se cruza con ella. Maquillada, perfumada y emocionada, doña Fortu no puede dejar de mirar aquellas puertas automáticas por donde ha entrado Jamelia. Parecía que la chica no iba a hacerlo nunca. Siente que ha sido un poco ella, desde la distancia que las separaba, quien le ha dado el empujoncito para entrar.
—Vamos, niña —le dice su ex marido, el padre de Jamelia y Tiffany—. No tengo mucho tiempo.
—¿La has visto? Ha entrado.
—Sí, ha entrado.
—Su primera entrevista y ha ido solita.
—Venga, vamos. Hoy entraremos a la vez, que el de turno de tarde no nos conoce.
En la pensión donde él vive no dejan llevar a la pareja. A veces, depende de las horas, hacen la vista gorda. Están allí unas horas para estar juntos. De tanto en tanto hacen el amor. La mayoría de las ocasiones se les pasa el tiempo charlando. De cuando se conocieron, de cuando las niñas eran pequeñas, de lo que harán cuando se olvide todo, aunque doña Fortu nunca sabe a qué se refiere ese todo. Tiffany nunca les dejará volver a estar juntos. Él es amable como lo era cuando eran novios, pero a veces le pide dinero. Aduce ir seco pero siempre va muy bien vestido, pero también es cierto que ella, a escondidas, le plancha las camisas. Aquel hombre siempre tiene proyectos, negocios, ideas en la cabeza. Ella ha pensado muchas veces preguntarle sobre aquello, pero teme tanto a la verdad como a que él se enfade. Perder eso que tiene al pronunciar el nombre de Tiffany Brisette.
Al entrar en la habitación, la mujer se tiende en la cama y mira como él se va desabrochando el cinturón.
—¿Me has traído arreglados los pantalones nuevos?
—Sí, están en esa bolsa.
—Hoy no te puedes quedar mucho.
—No importa. Me gustaría estar en casa para cuando Jamelia regrese.