Epi mira por la ventana a través de la luz sucia que deslumbra en los cristales, como en un sucedáneo de no pensar. En un espasmo de clarividencia, sin embargo, decide darse cinco minutos y volver a pensar en volver a pensar qué hacer. Ya tranquilo con aquella gran determinación tomada, recuerda aquellas ocasiones en las que, en noches calurosas de verano, miraba por ventanas muy parecidas a éstas. A las terrazas de los otros vecinos, a la calle, a alguno de esos ruidosos transeúntes que traían la bulla desde algún bar o verbena. La canícula era tan sofocante que, en ocasiones, sólo conseguía conciliar el sueño si se estiraba directamente en el suelo, sobre las baldosas. Sus vecinos eran familias numerosísimas, primos y hermanos a decenas, todos juntos noche y día. Los hombres jugaban a las cartas, canturreaban o montaban algún trasiego. Las mujeres subían capazos de ropa húmeda para tender en los alambres que cruzaban de extremo a extremo el terrado. Delgadas, con el pelo recogido atrás, la piel morena, sus piernas desnudas bajo faldas estampadas de flores. Suelas de goma atrapadas apenas por la juntura de plástico ente los dedos pulgar e índice. El chasquido de las playeras reventaba aquel universo de mirón de Epi. Parecía que les gustaba calzarlas tanto como a sus propias hijas que, a la menor oportunidad, las lanzaban al cielo en un latigazo de éxtasis.
Aún hoy, que su familia ya no existe, puede Epi reconocer dentro de él el odio que sentía hacia los suyos. Tan catalanes, tan civilizados, tan urbanos. Aquella equilibrada entidad familiar de cuatro miembros. Ahora sólo quedan ellos dos, Epi y Álex, pero un hermano no es nada, poco más que un conocido al que un buen día ya no quieres saludar. Su madre, la profesional del disimulo. Único habitante de un mundo ciclotímico que parecía nacer cada día con nuevas reglas de seguimiento: del cariño y protección más abrumadores al puñado de sal en medio de la herida infectada. Su padre, angelote torpón ajeno a todos los atributos viriles que uno espera encontrar en un padre. Sabía muchas cosas, sí, pero ninguna de las que un crío podía enorgullecerse en el barrio. ¿De qué servían sus historias de griegos y romanos, todos aquellos libros esparcidos por estanterías y vitrinas y el respeto reverencial que le tenían las vecinas de la escalera? ¿De qué servía si no sabía arreglar nada en casa, si no sabía ni dar una patada al balón, si la única vez que le invitaron los vecinos de enfrente a jugar al tute no se quitó la camisa en toda la tarde, le chulearon toda la pasta y fue el hazmerreír de la partida el resto del verano? Cuando el viejo desapareció —una fuga perfecta, traicionera e incluso admirable—, al contrario que para Álex, a Epi le resultó un alivio. No tendría que evitarle, excusar y defender por el vecindario.
—Mamá, me gustaría tener familia.
—Ya la tienes.
—No, más familia.
Su madre le pasaba la mano por el pelo, le besaba en la cabeza, aspirando su olor a niño. Ella parecía entenderle. Se quedaba mirando con él aquella terraza llena de gente, de luces, gritos y canciones que surgían del pequeño tocadiscos Cosmos de su vecinita Sonia.
—Algún día la tendrás. Tendrás hijos y más hijos. Y tu mujer tendrá hermanos y hermanas. Seréis muchos y me invitaréis a vuestra terraza y yo iré, claro que iré.
«¿Cómo se pudo estropear todo?», se pregunta ahora mientras se retira de la ventana y mira en derredor para no olvidar nada, no dejar pistas y poder salir —quizás— en dirección al bar de Salva para que el asesino vuelva al lugar del crimen, que todo el mundo sepa la verdad y que sea lo que Dios quiera. Nada cambiará de ahora en adelante: no hay suficiente fe para ello.
Está a punto de salir cuando suena el timbre. Como le queda más cerca la ventana, mira por ella pero no acierta a ver a nadie. Así que descuelga el interfono. Quizá sea Tiffany. No dice nada y escucha. Oprime el botón y abre la puerta. Ahora sí que está seguro de que, en breve, la chica desandará el camino de vuelta: su hijo está subiendo las escaleras.
El susto va quedando atrás. Álex ya se siente mejor. Tanto que empieza a pensar que lo del leproso no es sino una pesadilla que algún día tuvo y ahora ha regresado, regurgitada en su cerebro. Como alguno de aquellos retrocesos con los que castigan los micropuntos. Malditas drogas. Si aún tuviera intacto el cerebro. Él, que había sido el orgullo del barrio delante de un tablero de ajedrez, ni sabría ahora los movimientos de la mayoría de las piezas. Peones y reyes. A su alrededor sólo ve de ésos. Y reinas, claro está. Reinas como Tiffany.
Está en el bar de Salva. Se ha tomado la medicación horas antes de cuando le volvía a tocar. Período de lucidez. A veces, minutos. En otras ocasiones, horas. El hecho de haber ido a la comisaría le ha quitado la suficiente presión para empezar a pensar que puede reorganizar todo aquel lío. Sabe, eso sí, que no tiene mucho tiempo. Que hay asuntos que desconoce por completo. Como lo de la furgoneta.
Sí, maldita droga, pero lo que daría por estar puesto. Cuánto añora un buen chute. Sólo uno y arreglaba todo esto en un instante. Mata el recuerdo de la droga más que a ésta en sí. El regusto agridulce de su nostalgia. La sombra del pasado glorioso de antes y durante. E incluso te llega aquella sensación de luchar —levantarlo a pulso nada más despertar— contra aquello que al tiempo necesitas y odias. Cada día el mismo esfuerzo, la misma derrota. Y luego saberse a un lado, mirando cómo la noria gira sin uno.
¿Y antes? ¿Hay recuerdos antes del primer chute? Pocos. Uno de ellos es de adolescente. Bajarse con un libro de tapa blanda —en el bolsillo, las hojas leídas dobladas hacia atrás, como se hace con un brazo en una pelea— a tomar el sol a la calle. Buscar uno de los montículos de escombros que los operarios municipales dejaban, no se sabe muy bien si por olvido o mala leche, en algunos rincones del barrio, sentarse y leer. Si Álex creyera en las coincidencias y en que existe un mapa de energías que sólo nos sorprende porque no sabemos leerlo, ahora obtendría un respaldo a esas creencias. En el bar de Salva están los de siempre, eso sí, más parlanchines y excitados que nunca, habida cuenta de las novedades acaecidas aquella madrugada. De hecho la parte del local donde yació Tanveer está vacía. La policía ha examinado lo que ha querido y no ha dicho nada al respecto, pero nadie quiere sentarse allí. Están el senyor metge, Abel, el Profesor Malick en su periplo por los bares de todo el barrio, y al fondo, veintitantos años más tarde de la imagen que tenía Álex en la mente hacía unos instantes, sentado a una mesa, Helio, un adolescente de su edad que un día, en un mal encuentro, le rompió en mil pedazos un libro sólo porque él lo estaba leyendo. A partir de ese día, Álex ya no buscó el sol en la calle para leer. De hecho, apenas probó eso de leer. Tantos años después —Álex lo sabe de oídas— Helio se dedica al negocio de la construcción. Recluta albañiles, encofradores y vigilantes de obra entre lo más duro del sector. Más que buenos trabajadores, Helio alista chusma violenta o desesperada. Los tiene un par de mesas más allá. Él los llama, generalmente, por el apodo o por un insulto que a Helio y sólo a Helio le hace gracia. Los ecuatorianos, los marroquíes, alguno recién salido de la Modelo, se levantan y aguantan el chorreo, la humillación, porque saben, o han oído a otros que saben, que a mayor humillación y aguante, mayor premio.
—Tú, mono hijo de puta, mierda de indio… ¡mira que sois feos todos vosotros!…
Salva observa la escena y no se da cuenta de que Álex está tras la barra, apenas a un metro de él. Mari le pregunta qué quiere.
—Ponme un café. Así compenso los calmantes que llevo dentro.
Salva se sorprende al verle. Está secando un vaso que en realidad está seco desde que empezó la escena de Helio repartiendo la semanada. Evidentemente no le gusta lo que está pasando hoy en su bar.
—¿Qué haces tú aquí?
—Tomar un café. ¿Desde cuándo te has convertido en la oficina de Helio?
—No me hables. Esta madrugada debo de haber pisado mierda. Antes lo de antes y ahora esto.
—Pero este circo lo hacía donde Jacinto.
—Lo han cerrado. No sabemos por qué. Pero, por el amor de Dios, espero que lo abran pronto. Mira —dice ahora dirigiéndose a Mari— que ha estado dando por saco la poli toda la mañana y ahora… No vendría mal que se dieran un paseo por aquí.
—Com el Colombo —tercia el senyor metge—, que sempre tornava.
—Hostia, Salva, el Colombo, ¿te acuerdas?
—El puto coño de la madre del Colombo.
—Salva, menos palabrotas y maldiciones y te vas a la mesa y le dices que no lo quieres aquí. —Mientras habla, Mari está señalando el cartel que recuerda el derecho de admisión.
—Tú te quieres quedar viuda para traspasar el bar.
—No es mala idea, no.
Los gritos continúan en el rincón. Cada cierto tiempo sale del local uno de los trabajadores de Helio contando el dinero o con él en el bolsillo, con la cabeza gacha y los ojos ardiendo de odio.
—Salva… ¿hablamos?
—¿Qué pasa?
—Nada.
—Vente pal lavabo.
El Profesor Malick se sienta en el taburete que ha dejado libre Álex junto a la barra. Mientras, éste y Salva entran en la despensa que queda frente al aseo, el mismo cubículo de donde hace apenas unas horas que ya semejan siglos, su hermano permaneció a oscuras. El dueño del bar se cerciora de que no hay nadie en el lavabo. Abre la puerta y en un movimiento de pura rutina tira de la cadena. La estancia está llena de neveras y torres plastificadas de envases que les rodean como estatuas de un templo pagano. Salva se queda en el quicio de la puerta. Apostado en un ángulo desde el que puede atisbar si la poli, sea o no Colombo, aparece por la puerta.
—Antes que nada quiero decirte que me he portado como un gilipollas al proteger al pirado de tu hermano.
—Has hecho bien… —acierta a decir Álex.
—No estoy tan seguro. Mira, conocí a tu padre y a tu madre y… ¡Joder, éramos todos amigos! Todas las puertas del barrio estaban abiertas, los niños merendaban en cualquier casa… —Álex se conoce aquella cantinela, pero no es momento de ponerse impertinente—, y de repente, nadie respeta nada. Ese Tanveer no era más que otro hijo de puta viviendo de mis impuestos y de pasar droga, llenándose los bolsillos con subvenciones aquí, porque en su país no tenían cojones de salir a la calle y protestar contra los jeques. Muerto está y bien que lo está.
De cerca, Salva parece medio metro más bajo que tras la barra. Quizá se deba a que esté encorvado, como si protegiera sus pulmones de todo el humo que transita por el local.
—Se lo llevaron seco, aunque si te digo la verdad he oído de todo. ¿Qué coño estaría pensando tu hermano?
—No lo sé. No sé ni dónde está.
—Pues la poli le está buscando. Si se centra y habla con ellos, puede que no pase nada. De hecho no hay testigos. Ahora, si la caga, a mí me dan por saco por encubrirle —advierte Salva mientras baja aún más la cabeza para hablar flojo.
—Podías haber dicho que no habías visto nada.
—Es lo que he hecho. —Un brillo de astucia ilumina los ojos de Salva antes de hacer asomar el cuerpo porque se oye una bronca de Helio con uno de sus subalternos—. Ya te lo expliqué: estaba en la cocina, oí follón, salí en cuanto pude y vi al moro en el suelo y al paquistaní largándose. ¿Tú qué has contado?
—Es mi hermano. Yo lo vi todo.
—Pero habrás dicho que yo no he visto nada.
—Más o menos.
—¿Cómo que más o menos? ¡Me vas a joder la vida! ¡Ya sabía yo que…! —De repente Salva empieza a manotear, crispado.
—Que no, que no. Estate tranquilo. He dicho que durante la pelea estaba tan asustado que no vi a nadie. Que de haber estado tú también habrías intervenido. Y no lo hiciste. Que te vi luego.
—¿Seguro?
—He dicho que durante la pelea estaba tan asustado que no vi a nadie.
Va repitiendo las mismas cosas que acaba de decir. Salva quiere creerle. Trata de descubrir en los ojos de Álex si es sincero o no. Éste le rehúye la mirada, no por ocultarle la verdad, sino porque nunca puede aguantársela a nadie. El viejo se apiada de él. Lo tiene ahí delante, con unos hombros que pudieran abarcarse casi con una mano, y esas incipientes arrugas como estrías de arcilla alrededor de los ojos, en una de esas caras aniñadas que el tiempo convierte en bulldogs al envejecer. Por un momento, Salva retrocede en el tiempo y recuerda a Álex cuando era un niño e iba en el asiento de atrás de su coche mientras acompañaba a su madre para llevarle a casa de la abuela y así tener un par de horas para estar solos en una pensión. Él y la madre de Álex y Epi. Quién se acuerda de aquella pasión que supieron guardar en secreto la década larga que duró. La fuente de la que mana esta lealtad que nunca se conocerá de dónde brota.
El senyor metge se acerca al lavabo. Al verlos trata de decir algo, alguna broma, algo que no sea ni procaz ni muy idiota. En su lengua abotargada de alcohol y rutina no encuentra nada especial y opta por pedir perdón y entrar en el baño. Álex y Salva callan y esperan hasta que oyen el estallido del inodoro. Cuando el supuesto ex médico está de regreso en la barra, Salva vuelve a pedir la más absoluta certeza en lo que ha dicho. Álex lo jura por lo más sagrado.
—Tanveer no era buena compañía. Se decían tantas cosas de él, de él y, últimamente, también de tu hermano. Y los mossos, por lo que preguntaban, también estaban al tanto de esos asuntos.
—¿A qué te refieres?
—Pues yo qué sé, barbaridades.
—Concreta un poco más, Salva. Tengo que saber por dónde piso.
—Tampoco atiendo mucho. Cosas de drogas y vicio. No sé, ya sabes que no me gustan esas historias y menos de alguien que he visto desde niño.
—Pero Epi no trafica. De eso estoy seguro. Yo lo sabría.
—Yo qué sé. Pregúntaselo cuando lo veas. Me voy, que si no la Mari me mata. Y ya no quiero volver a hablar contigo por lo menos en un año.
—¿No sería eso sospechoso?
—Bueno… —El viejo duda—. Entonces no vengas hasta mañana o pasado.
Cuando Salva se va, Álex entra en el lavabo para orinar. Antes de salir se mira en el espejo. Está sudado, inquieto, cansado. Y tiene algo más que un presentimiento. Como si todo esto no hubiera hecho más que empezar y el asesinato de Tanveer fuera sólo la excusa de Dios para lanzar los dados contra la pared y emplazarse a apostar contra sí mismo. Se moja la cara. Eso le irá bien. Puede visualizar a Epi en ese lavabo. Su terquedad en desgraciarse la vida.
—Me he bebido tu café —le dice al regresar a la barra el Profesor Malick.
Helio llega ahora a su lado y le pregunta a Mari cuánto le debe. No le reconoce —¿cómo hacerlo?, él no significó nada para el matón—, pero por si acaso —¿es que le sigue teniendo miedo?— Álex opta por no mirarle. Hiede a coñac, sudor y crueldad. Y probablemente él, de reparar, olería el miedo de Álex. Paga Helio con creces sus consumiciones y deja caer los billetes con desprecio sobre la superficie de cristal, bajo la que languidecen ensaladillas rusas, pulpos y huevos como cadáveres en su nicho. Después el tipo se larga, pero antes de que salga por la puerta Mari le espeta un «¿Cuándo vuelven a abrir el Jacinto, Helio?» que queda sin respuesta.
Pide Álex otro café a Mari, quien con un seco movimiento de muñeca coloca el poso bajo la máquina y oprime la tecla adecuada, que salta y se ilumina con el chasquido de la eficacia. Debe de ser difícil para ella —piensa Álex— andar sobre estas aguas, sobrevivir entre tanto fanfarrón, tanta violencia, tantos niños miedosos escondidos en cuerpos de hombres. ¿Por qué se quedó también aquí? ¿Por qué no pudo escapar cuando los listos se fueron del barrio?
—En el Libro de Dios —empieza a explicar el Profesor Malick— existían las Ciudades de Acogimiento. ¿Sabes tú qué son esas Ciudades de Acogimiento?
Álex niega con la cabeza a esos ojos amarillos incrustados en la superficie negra y rosada de su interlocutor.
—Tú podías matar a alguien. Queriendo o por error. Por ejemplo, estabas con la azada y se te escapaba la cuchilla y matabas a alguien. Cualquier cosa. La familia del muerto podía hacer justicia contigo. Ésa era la Ley de los Hombres. Por eso si salías corriendo de tu ciudad y te ponías a salvo tras las murallas de una Ciudad de Acogimiento estabas protegido. Allí tenías derecho a un juicio justo, nadie podía tomarse la justicia por su mano porque imperaba la Ley de Dios.
—¿Por qué me explicas esto? —contesta Álex mientras trata de encontrar el móvil con el que seguir intentándolo con su hermano. Mete la mano, se topa con las notas escritas de su hermano y decide que no es buena idea sacarlas a la vista del Maestro Keta.
—Porque me vas a pagar el café. ¿Qué buscas?
—Mi móvil.
—Lo has perdido.
—No jodas.
No, no lo tiene. ¿Qué puede haber pasado? Álex no atina a saber dónde se lo debe de haber dejado. Es probable que se le haya caído en la carrera desde la comisaría, pero no tiene bemoles para desandar el camino. Tal vez el propio Malick se lo ha birlado para asegurarse el truco.
—No busques que no lo tienes.
—Pues venga, señor mago, ¿dónde está? Salva, cóbrame, que necesito cambio.
Enseguida Mari le deja, en la mano extendida, tres monedas mojadas de agua y detergente. Con ellas, Álex se dirige hasta el teléfono público que se halla en un extremo de la barra. Supone que tendrá suficiente con esas monedas. La llamada a su hermano es tan estéril como las decenas de llamadas que ha hecho a lo largo del día de hoy. No desespera. Le gustaría recuperar el sentimiento de controlar la situación que tuvo en un ya lejano punto de hace unos minutos. Si no fuera por la pérdida del teléfono, todo estaría bien encarrilado. La conversación con Salva le ha indicado que sólo con poder contactar con su hermano, aleccionarle o convencerle de lo que debe hacer, decir y callar, esto no tiene por qué acabar mal. Y sí, es cierto, se dice también que hay un montón de cosas que pululan aquí y allá, detrás de todas esas preguntas de los agentes que él no esperaba que hicieran, pero Álex decide, de momento, no pensar en ellas. Su responsabilidad para con su hermano pequeño se ceñirá al asesinato de Tanveer. Si el muy idiota se ha metido en otras historias, ése es un problema que él no va a intentar solucionar.
Llama ahora a su propio teléfono. Al principio, le cuesta acordarse del número. No puede esperar más y saca del bolsillo las notas de Epi y las despliega sobre la barra. Se empapan de la cerveza derramada en una última consumición. Álex no lo evita. Sabe que es mejor que desaparezcan. Ni entiende cómo es que aún las conserva. Las vuelve a leer. Algunas parecen escritas con sangre. Psicópata de todo a cien. Un montón de faltas de ortografía hacen que el desespero y la obsesiva voluntad de saber de su hermano le parezca menos de verdad, como si creasen una distancia insalvable entre quien escribe y quien lee, que evitara cualquier tipo de empatía o compasión.
La buena noticia es que el móvil está encendido. La mala es que nadie parece querer cogerlo. Igual aún no lo han encontrado. Estará sonando en la acera o en el bolsillo del afortunado ladrón. Por un momento, la mente le juega una mala pasada y se burla de él. Quizás el hombre de la lepra le haya robado el teléfono y esté haciendo llamadas apresuradas a san Martín de Porres antes de que se le caiga la oreja o la boca. Ni él mismo se hace gracia.
Antes de que salte el contestador, cuelga y vuelve a marcar. Con la mano rasga en un montón de pedazos las notas ya mojadas. Las deja en el cenicero. Más timbrazos. Mira a Mari sirviendo con desparpajo a un cincuentón de talle alto, cinturón prieto, camisa de imitación y raya al lado. Álex no le reconoce del barrio. No es español. O quizá sí, ¿quién sabe ya?
—Dígame…
—Hola, ¿quién es usted?
—Es usted quien ha llamado. Identifíquese.
—Oiga…
—Está llamando a la comisaría de distrito.
—Ah, hola. —A velocidad de vértigo, Álex parece entender y asustarse a la vez—. Esta mañana he estado por allí y me he dejado el móvil y…
—¿Un Sharp negro?
—Sí, claro, al que estoy llamando.
—Se ha quedado en el control. Puede pasarlo a buscar cuando quiera.
Al colgar, Álex recuerda con claridad cómo dejó el teléfono sobre la cesta y, al parecer, no lo recogió tras pasar bajo el arco de seguridad. Le puede, con todo, el terror de volver allí. Es un miedo ilógico, lo sabe, pero no por ello menos real. Sin embargo, ha de ir lo antes posible si quiere evitar problemas. El tipo que hablaba con Mari se larga con el carajillo a una de las mesas que queda cerca de aquella en la que cuatro viejos están rompiendo contra el mármol fichas de dominó.
—¿Sabes quién es ése? —le pregunta Mari.
—No.
—El padre de Tiffany. Casi, casi pudo ser familia tuya —bromea Mari con una sonrisa bajo el bigote.
—Pensé que estaba en el trullo —responde Álex mientras vuelve a mirarlo con la curiosidad de ver en él un atisbo de la maldad que propagó su hija.
—¿En la cárcel? Eso son invenciones de la niña. Viene a menudo a darse una vuelta. Parece una película del oeste todo esto hoy, ¿verdad?
—¿Y lo de la medida de alejamiento?
—De acercamiento la tiene, chaval. Vete creyendo todo lo que decimos las mujeres y vas apañado —exclama Mari mientras hunde sus manos en el agua caliente del fregadero. Un poco de agua le salpica la nariz, que se limpia con el hombro mientras sigue hablando—. Como decía mi santa madre. Las mujeres son muy malas: a ningún hombre se le hubiera ocurrido nunca fingir los orgasmos.
—Ya.
—Si te quedas un ratillo, le verás salir, cruzar la calle y marchar con doña Fortu allá donde la bruja de su hija no los vea.
Álex no puede entretenerse más. Pero a Mari le gusta tanto hablar que es casi imposible un hueco por el que escapar sin que se acabe molestando.
—Ese tío es un gañán, de acuerdo, pero es simpático. No sé, tiene algo. Dicen que lleva dentro sangre brasileña. Igual es eso. ¿Sabes que también habla alemán? Lo aprendió él solito. Se iba los domingos al Mercat de Sant Antoni a comprarse libros nazis de la Guerra Mundial y con un diccionario aprendió a leerlos.
—Tampoco te creas tú todo lo que dicen los hombres.
—Eso me lo creo. Es un listo. Al llegar al barrio tenía familia pero no trabajo. Se lo montó de instalador de aires acondicionados. ¿Ves ése de ahí? Lo puso él. Aún funciona. Pues el tío vio que había una congregación de testigos de Jehová en el barrio y, ¡zas!, cada sábado y domingo los tenías a él, a la mujer y a las niñas limpias y peripuestas, más quicas que yo qué sé, cantando loas al Altísimo. En tres meses todos los fieles tenían un aire acondicionado comprado, servido e instalado por el señor. Luego, la familia, como era de prever, perdió la fe.
—Me voy, Mari. He de recuperar mi móvil.
En la calle Álex mira si tiene dinero suficiente para coger un taxi e ir lo antes posible a la comisaría. Parece que no hay suerte. Pero el bus, a estas horas, suele ir bien.