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Probablemente Rocío Baeza sea idiota. Ella no se lo oirá decir dentro de su cabeza. Tampoco lo reconocerá ante nadie. Pero sabe que lo es o, si no, que tiene mucha mala suerte o quizás todo a la vez. La noche no es buena. La competencia, mucha y despiadada. Toda esta maldita emigración de carne negra, mulata o pálida como la leche. Pechos siliconados de travestís y fulanas, turgentes nalgas de Colombia, niñas senegalesas y yonquis con brillo en los ojos y tiritas transparentes en los brazos. Rocío Baeza tiene noches malas y otras muy malas. Ésta es de las peores.

Un día le dijo una compadre que, una vez tienes que hacer de puta, lo peor que te puede pasar es que nadie pague por ti. Las otras mujeres entran y salen de los coches. Despiden un insoportable aroma a orgullo y victoria, aducen una fatiga sobreactuada, saben dónde está el centro del mundo y a cuánto se lo hacen pagar. Mientras tanto, ella y alguna otra miran de reojo la escena y fingen no ver el movimiento. Chismorrean alrededor de los bidones en llamas, como si no estuvieran allí por lo que están, como si viniesen a pegar la hebra, a recordar viejos tiempos, a chafardear sobre la Pantoja y el resto de las famosas.

Rocío Baeza se siente como si fuera la última de una simiente que fuera marchitándose poco a poco. Porque el orgullo de Rocío Baeza es tramposo como el recuerdo de unos tiempos en los que se ve a sí misma hermosa, joven, deseable. Cuando el producto nacional era el que imperaba y la vida era distinta, más agradable, fácil y ordenada; más sencilla de entender. Hasta los clientes eran otra cosa. Buscaban lo que siempre han buscado los hombres, pero lo hacían de otra manera. Ahora miras dentro de esos ojos de pupilas dilatadas, dentro de esas bocas profundas como el infierno, y apartas la vista por miedo. Miedo a saber. Miedo a que el miedo no tenga fondo. Miedo al dolor, a la humillación, a morirse con la cabeza hueca como una muñeca de plástico de las que en Navidad acudían hasta el portal.

Quien escoge a Rocío Baeza es porque es pobre como una rata y porque nadie —a menos que seas la vieja Josefa o alguna drogadicta de piel fina como papel de fumar— se lo hará tan barato. Porque son cincuentones que se asustan frente a esas torres negras o no quieren llevarse ningún susto con rabos troquelados entre las piernas. En el mejor de los casos, algunos clientes la eligen porque tiene unas tetas grandes, desmesuradas.

Y probablemente Rocío Baeza es todavía más idiota de lo que parece porque engaña a Antonio haciendo de puta. Él no lo sabe. Si lo supiera, la mataría. Aunque, en ocasiones, ella cree que se limita a mirar para el otro lado cuando no pregunta con qué dinero su mujer paga esto o aquello. Se prostituye porque no llega a fin de mes. Es triste, de tarados, se dice Rocío, si no de qué. Y no llegan a fin de mes porque el sueldo de Antonio no tapa nada. Porque tienen cuatro hijos. Y es idiota porque tiene treinta y siete años y vuelve a estar preñada de tres meses. A él le gustan mucho los niños y ella se descontrola siempre con los anticonceptivos.

Quizá pudo evitar caer tan bajo. Ahora ofrece mamadas a seis euros con un crío en la barriga, los hijos en casa y el marido en ruta con un camión empeñado de créditos y deudas Cofidis. Su compañera junto a la fogata recibe una llamada por el móvil. Tiene un crío enfermo y la abuela le pasa el parte cada hora. Rocío aprovecha para alejarse un tanto, acercarse a la carretera y probar suerte. Lleva sólo veinte euros en el bolso y son casi las cuatro de la madrugada. No tiene otras chicas alrededor, con lo que nadie verá las probables negativas de los coches que se paren junto a ella. Rocío Baeza aún tiene enredados en la cabeza los problemas de la familia real con la princesa esa tan borde, y el ladrón ese que engatusó a la pobre Isabel con lo de la alcaldía de Marbella. Llega un coche y ella sonríe. Se sube el cuello de la cazadora tejana que ha distraído a su hija mayor y cruza las piernas al andar enseñando la carne marcada por el frío y algún moratón de los dedos de Antonio. El vehículo se acerca, reduce la velocidad al atravesar la línea del arcén, pero los dos chavales que están dentro, al verla de cerca, se ríen en su cara y aceleran.

La puta mira a un lado y a otro con aprensión por si alguien ha contemplado la escena. Puede distinguir al fondo a Berta y a Irina. Las lágrimas de impotencia y de pena se le agolpan y las deja salir. Protegida por la oscuridad, gira la cabeza ante la nueva remesa de coches que se acercan. Los faros la atraviesan por detrás y a través de sus piernas se forman columnas de luz que iluminan la grava de la calzada. Cuando los coches se alejan, se cierra a su alrededor la oscuridad más negra y húmeda que pudiera imaginar. Rocío Baeza reza a su virgen buena. A la misma que rezaba su madre. Y la madre de ésta. La que en la capilla de su pueblecito, aquel blanco y hermoso que visitaba cada verano en casa del tío Nato, estaba tras una reja y un montón de velas encendidas. La que obró el milagro en aquel mal tan feo de la Inés, la que protegió a la chica que esperó al soldado que al regresar no quería cumplir con la promesa dada. Reza a la misma virgen. Y las palabras le salen como dichas por primera vez, aunque se despista, mezcla las oraciones y tiene que volver a empezar. Unos faros potentes la enfocan ahora por la espalda. Rocío oye que el auto frena a unos metros tras ella y baja la intensidad de las luces. Se oye música a mucho volumen. Alguien ha abierto una puerta y ha puesto pie en tierra. Cree reconocer la canción. La misma que el tío Nato tarareaba cuando Bambino cantaba en la radio. Rocío tiene un buen presentimiento y se gira con ganas. Un tipo con los brazos en jarras la espera al lado de una furgoneta. El otro está en el interior, tras el volante.

—Hola, cariño, ¿qué tal si te vienes con nosotros a dar una vuelta?

Parece alto y fuerte, posiblemente moro. El de dentro parece español. Más enclenque, con la cara girada hacia un lado, da compulsivas caladas a un cigarrillo. A Rocío no le gustan ni los tríos ni los moros. Pero tampoco le gusta volverse con veinte euros en el bolsillo, que ni coger un taxi va a poder para regresar a tiempo y preparar los desayunos y las batas y bajar a comprar.

—Con dos a la vez no lo hago. Si se baja uno, vale.

—Que no te vamos a hacer mal.

—Eso dicen todos.

—Okey. No discuto con mujeres. Primero uno y luego otro.

—Cincuenta euros. Cada uno.

—Nada de eso. Ochenta por los dos.

Tanveer lleva una camisa abierta. Parece guapo. Rocío duda que llegue a la treintena. Sus ojos son brasas. ¿Para qué quieren putas siendo todavía críos? ¿No pueden conseguir mujeres por su cuenta, mujeres normales?

—Enséñame la pasta, que una ya ha visto muchas cosas.

—Mira, desconfiada. —Tanveer saca un par de billetes de cincuenta del bolsillo del pantalón y se los muestra—. Te los vas a tener que ganar.

—Primero uno se baja de la furgoneta, y cuando acabemos sube el segundo.

—Que sí, que ya te he oído. No seas pesada.

—Aparta el coche un poco más hacia allá.

Rocío señala unos setos que hay a diez o quince metros de donde hablan. El vehículo sigue las instrucciones y hace crujir la gravilla bajo los neumáticos. Los cristales son ahumados, las llantas brillan como cuchillas. Parecen chicos limpios. Una puede confiar en eso, se dice la mujer. El moro indica al conductor que baje de la furgoneta una vez haya aparcado. Que primero irá él. Epi trata de que no le vea la cara la puta e intenta que parezca timidez. La llave de contacto mata el ruido del vehículo. Tanveer hace una reverencia a Rocío y, antes de abrir la puerta trasera de la furgoneta, le avisa:

—Vas a alucinar. Estarás como una reina. La reina de las avispas.

Y acierta. El interior de la furgoneta parece casi una tienda árabe de ésas que salen en las películas de aventuras. El suelo, las paredes y el techo están enmoquetados. Parece piel de tigre, imitación, supone. Hay también una mesita al fondo con botellas de whisky y vasos largos de cristal. La luz de dentro es tenue y va cambiando de color. Roja, amarilla, azul. Como en una de aquellas boítes en las que se había dado tantas veces el lote con sus novios cuando aún era casi una cría. Le parece estar en un sueño, en uno de esos regalos que hacen en la televisión para convertir a cualquiera en alguien especial por unas horas. El moro no la ayuda a subir. Ella se agarra a la puerta y pugna a duras penas por lo ajustada que lleva la falda. Ya dentro, se gira y ve como Tanveer, de un salto, se mete dentro de la furgoneta, cierra la puerta y se acerca hasta ella. Rocío no está segura de que sea moro. Quizá sea gitano. Para ella tampoco se trata de un buen indicio.

—¿Quieres beber algo? ¿Te apetece pegarte un tirillo?

—No, nada de drogas. Pero no me iría mal un whisky con algo, por favor.

—Póntelo tú. ¿Qué te piensas que soy yo? ¿Tu camarero?

Rocío Baeza no entiende este cambio de humor. Mira alrededor. La puerta está cerrada, pero no sería difícil abrirla y echar a correr, pedir ayuda a alguna de las compañeras. Pero, por otro lado, se dice que ¿a qué tanto morro fino? No será la primera vez que la tratan como basura. Primero buenas palabras y cuando estás metida en faena eres el puto agujero del mundo.

No, no va a escapar. Se va a sacar una buena pasta. Será un rato y ya está. No puede volver a casa con las manos vacías, sólo con frío y tristeza. Además, las compañeras también sabrán que se ha hecho su bisnes esta madrugada. Que Rocío Baeza no está acabada. Así que, mientras el hombre está encorvado sobre uno de los cuatro grandes altavoces que hay en las esquinas del interior del vehículo, pegándose unas rayas de coca, ella se acerca a la mesita también tapizada donde está la botella de licor. Una bolsa de hielo de las que venden en las gasolineras queda a sus pies. Está abierta y no le cuesta coger un par de cubitos y meterlos en uno de los vasos largos. Sin que la vean, limpia el borde del vaso con la manga de la cazadora que deberá dejar en el armario de su hija antes de que se vaya al instituto, y se sirve el whisky. Se palpa en el bolsillo el paquete de tabaco donde guarda los preservativos. A los moros les gusta hacerlo a pelo. Pero eso con ella no puede ser. Por el crío que lleva dentro. Por Antonio.

Rocío se lleva a los labios el vaso y deja caer en su boca el líquido anaranjado. Un escalofrío le recorre todo el cuerpo. Con el whisky nunca sabe. A veces le sienta bien y a veces fatal. Decide sentarse en uno de los extremos y sacar el preservativo para que esté a la vista y no haga falta explicar nada. Como al final de un espasmo, Tanveer se endereza, girándose de repente. Sus movimientos son rápidos pero algo torpes. Está muy puesto. Rocío se da cuenta y se asusta un poco. Que acabe pronto y amanezca ya. Los ojos enrojecidos se fijan en ella. De pie, el moro se desabrocha la bragueta y le pone la palma de la mano sobre la cabeza para ponerla de rodillas. Parece una prensa que la quisiera aplastar. Rocío se resiste. Teme que se le caiga el vaso porque tal y como está de impoluta aquella furgoneta, no cree que le hiciera ninguna gracia al cabrón ese. Y la maldita falda tampoco le deja arrodillarse si no la recoge un poco. Sin saber muy bien cómo, consigue dejar el vaso sobre el altavoz que queda más cerca de ella y cae de rodillas. La mano que le aprisiona la cabeza no deja de apretar. La falda se ha rasgado en algún sitio.

—Venga, hijaputa, métetela en la boca, ¡vamos!

Ella obedece. Ahora la mano le aprieta en la nuca. Le vienen arcadas en cada embestida. Mientras se la está chupando empieza a rezar. A pensar en sus hijos. En su marido. En la promesa de no ser nunca tan idiota y no volver nunca más a esto. Y también piensa que luego hasta los malos ratos se olvidan. Te tomas un café con leche calentito en el torrefacto del mercado. Y al salir de la cafetería sólo queda la pasta conseguida. Unos euros para comprar lo que no tienen sus hijos, para girarse un cartón en el bingo, para seguir pagando el alquiler. El moro por fin ha eyaculado. Grita de placer, levanta los brazos y golpea con furia el techo, como si fuera un gran simio.

—¡¡¡Venga ya, vámonos, vámonos!!! ¡¡¡Bambino!!!

Rocío Baeza se limpia la boca con un pañuelo de papel. Se ha tragado lo menos posible del jarabe de aquel tipo.

Sigue de rodillas cuando le parece que el coche se ha puesto en marcha. La música atrona por los cuatro altavoces de la furgoneta. Yo tenía el orgullo de cien potros desbocados y entre risas se lo di a una mujer, lloriqueando, de muñeco por la vida. De repente, siente que un puñetazo la derriba. El vehículo coge velocidad. Nadie escucha sus gritos cuando Tanveer la golpea en la cara, la tira al suelo, le rasga lo que le quedaba de la falda, le rompe la blusa y le saca las tetas del sujetador.

Rocío sabe que se está jugando la vida. Por eso muerde, grita y pega. Llora, reza y suplica. Le habla del niño que lleva dentro, de los amigos gitanos que le abrirán en canal, de un montón de cosas hasta que siente la sangre en la boca y la impotencia y el cansancio la hacen desistir. Durante algo más de dos horas Tanveer la va penetrando y dándole aquí y allá. Hasta intenta hacérselo por atrás pero las hemorroides de la mujer se lo impiden, por lo que el moro se enfurece aún más. No parece tener fin ni su erección ni su furia. Nada que le consuele, que le satisfaga.

Cuando nadie te quiera, cuando todos te olviden, y el destino implacable, yo quiero ver tu final.

La furgoneta se para en los semáforos. Rocío grita, y aquel monstruo está tan seguro de sí mismo que ni tan siquiera se lo impide. Ambos saben que nadie podrá distinguir sus gritos de la música que suena desbocada y les aplasta contra el suelo. De vez en cuando la insulta. Le dice que es vieja y fea, que tiene venas azules alrededor de los pezones. Que él tiene una novia preciosa con las cejas tatuadas a la que colma todos los días. Que el hijo que lleva la puta en la barriga nacerá muerto después de esa noche. Que cuidado con largarse de la boca…

En cierto momento, la furgoneta se detiene. Tanveer le dice que puede irse. Le coge con las manos la cara ensangrentada, molida a golpes, y le da un suave beso en los labios. Entonces coge el bolso, roba dinero y móvil. Rocío le ruega que le deje algo para coger un taxi y volver a casa. El hombre le agarra del brazo, le arrastra por la moqueta del suelo de la furgoneta, donde se abrasa la espalda y, una vez abierta la puerta trasera, la empuja fuera.

Yo estaré en el camino donde tú me dejaste, con los brazos abiertos y un amor inmortal.

Rocío Baeza se incorpora con dificultad. No tiene ni idea de dónde se encuentra. Durante un buen rato camina con torpeza mientras mira en torno suyo sin reconocer nada de los edificios que circundan el descampado donde la han dejado. Sólo el neón sobre uno de los hoteles la orienta un poco. Comprende que está a horas de su casa, que está amaneciendo, que la cazadora de su hija está hecha jirones y manchada de sangre. Mira la furgoneta que se aleja con el temor de que vuelvan y la arrollen. Pero no lo hacen. Se ha detenido algo más allá. Arranca cuando el semáforo se pone en verde. Necesita un café. Necesita una pistola para matar. Necesita que Antonio vuelva lo antes posible para dormirse en sus brazos y decirle que se ha caído escaleras abajo, pero que el niño está bien, aún lo siente dentro de ella: vivo y grande como el odio.