10

Pep consigue aparcar el coche cerca de la comisaría. Llega justo para el cambio de turno. Se pasa la mano por la barba y agradece la tersura de su piel, lo bien que le ha sentado la ducha de hace unos minutos. También ha acertado con la música en su camino hasta aquí y estuvo bien ayer la cena en casa. Hasta ahí las buenas noticias. Las malas son que ha recibido el aviso de un asesinato en el barrio. En el bar de Salva y Mari. Le resulta extraño porque la mujer siempre se ha esmerado en que en su local no trapichearan y en que no se le llenara de impresentables. Aún no sabe quién es el muerto ni por qué se lo han cargado. Siguen las malas noticias con que hoy el turno lo tendrá que hacer con Rubén, aquel pedazo de hombre digno de ser mirado y admirado pero no escuchado. Pep suspira con resignación. Coge la chaqueta y baja del coche con dificultad. Sus largas piernas parecen irse construyendo a medida que las saca del vehículo. Ya de pie en la acera, una ráfaga de agradable brisa le cubre la mirada con el flequillo de su pelo rubio. Se lo echa atrás, mesándoselo. Cierra el coche, se gira y su atención recae en la otra acera. Hay un tipo andando de una manera extraña. Como en una de esas viejas películas de cine mudo. A buen ritmo, grandes zancadas. Como si escapara de algo o de alguien. Todos acabaremos así, piensa Pep. Dobla la chaqueta en su brazo. Ha de apresurarse: hace justo un minuto que tendría que estar de servicio.

Es Álex a quien Pep miraba sorprendido. El mayor de los Dalmau está oyendo voces tras de sí pero no va a girarse a comprobar nada. Sigue andando rápido. Nada de correr. Hay pocas cosas más sospechosas que salir corriendo de una comisaría. ¿Qué quieren esas voces? ¿Quiénes son? Quizá la policía que desea hacerle una pregunta más. O ha olvidado el carné de identidad, el certificado médico, las recetas o hasta es posible que quede aún un papel por firmar en la comisaría. Se riñe por estar tan nervioso, por notar las manos sudadas, la camisa pegada a las axilas. Se dice que él no tiene nada que ocultar. Que no le puede pasar nada malo. Que si no hay más remedio será Epi y no él quien pague por la locura. Pero con la policía uno nunca sabe a ciencia cierta si está limpio. Además, al parecer no sólo les preocupaba que alguien hubiera matado a Tanveer Hussein, sino que, según avanzaban las preguntas, apareció un nuevo interés por una serie de hechos que Álex desconocía por completo. Una furgoneta, consumo y quizá tráfico de drogas, agresiones a prostitutas… Y eso no hacía más que ponerle si acaso más nervioso. Resultaba obvio que había dado por sentado demasiadas cosas: que Epi lo había matado por celos o por despecho, por ejemplo. Ahora piensa que quizás hubiera otras razones.

Álex trata de acompasar sus zancadas a la respiración, tal como le recomendó el psicólogo. Pero la esquina por la que piensa desaparecer parece alejarse como en esas pesadillas en que el bordillo es inalcanzable y el coche se acerca para quebrarte el espinazo. La medicación. Ha de parar en cualquier bar y tomársela de nuevo. Cuando lo hace no escucha voces como las que escucha ahora detrás de él, a su alrededor. Necesita pensar claro y bien. Ya no en lo que le puede pasar a su hermano, sino también en que ese caldo pestilente que se está cociendo no le salpique también a él. Ha de hablar con Salva. Y con Epi y saber qué tiene que ver con todo esto la furgoneta con la que trabaja su hermano y sobre la que le han preguntado tanto. Pero sobre todo ha de dejar de escuchar esas voces, dejar de ver sombras como las que ahora tiene a su derecha.

Quedan apenas veinte, treinta pasos hasta la esquina a la que Álex ha otorgado el rango de salvadora. Por el rabillo del ojo ve una sombra que se ha adaptado a su caminar. Hace como que no está, cierra los ojos pero se siente mareado, teme caer y decide parar y afrontarlo. Así, el mayor de los hermanos Dalmau se detiene y, con la mirada clavada en el suelo, le habla:

—¿Qué quieres? ¡Lárgate!

Pero nadie contesta. Dudas. Quizás haya desaparecido. O tal vez se trataba de un transeúnte que caminara en la misma dirección que él, y todo ha sido una nueva invención de su mente. Abre los ojos y, lamentablemente, no está solo. No es Jesucristo. No es el demonio. No es la policía y tampoco es un ángel. No es Salva ni Epi. Ni Tanveer o su madre. No.

—¿Quién eres?

—Uno de los leprosos de la cueva de Ben-Hur y he venido a tocarte.

No puede ser verdad. Lleva reloj, se dice Álex. Sus harapos son restos de un traje de ejecutivo arruinado. Es cierto que tiene barba y pelo largo. Que va descalzo y tiene los dedos ennegrecidos y llagados. Es cierto que sus ropas están ensangrentadas por haber sido arrastrado como Mesala por la arena. Pero no es real. En el interior de su domicilio puede llegar a aceptar que sus visiones existan, pero en la calle no se lo puede permitir. No, por favor, no, tú no existes, eres fruto de mi esquizofrenia paranoide, de aquella maldita ocurrencia de papá de ver esa maldita película aquella tarde de Semana Santa de hace mil años.

—No es verdad. Tú eres parte de mi empanada.

—Pues tócame y comprobarás como la carne se me cae a tiras.

Álex mira hacia la comisaría, al fondo de la calle, por si alguien le hubiera observado. No ve a nadie. Sólo una mujer que cruza la calle, que se le acerca y le mira, entre sorprendida y asustada, cuando lo normal hubiera sido que se hubieran fijado en la figura sanguinolenta de un leproso sucio y desastrado. Esa certeza anima a Álex. Ese guiñapo sólo está proyectado en su cabeza. Ésa es, única y exclusivamente, su realidad.

—¿Qué haces?

—Me quito la oreja y me la cambio por la nariz. Son buenos los cambios.

Y el leproso lo hace.

—No me das miedo. No existes.

—Pues entonces tócame y dime dónde está la cueva.

—Idiota, la lepra no se contagia así.

—Muy listo tú. Dime entonces de qué murió san Martín de Porres.

Y Álex alarga el brazo y le toca esperando no notar nada, que todo se desvanecerá en el aire como al despertar de un sueño. Pero no es así. Toca un cuerpo y éste no desaparece. Su tacto es como el de la madera. Frío y húmedo como una mala fiebre. Aterrado, retira la mano y echa a correr. No piensa parar hasta llegar al barrio. Necesita encontrar un antídoto contra la lepra antes de que la piel se le caiga a jirones, o al menos, tomarse la medicación otra vez, aumentarla hasta que se le reviente el estómago y se le duerman todos los nervios.

En ese mismo momento, Epi está comprendiendo que está solo, terriblemente solo. No tiene a nadie más que a su hermano, a Tanveer Hussein, a Tiffany Brisette. Los pensamientos y los argumentos se le lían en la cabeza. Ya le pasaba de niño. Su madre le decía que buscara el hilo, la primera palabra y cuando la encontrara, que estirara del resto. Así de fácil, ¿no? Pero allí dentro siempre está oscuro, hay muchos caminos y, al parecer, todos equivocados. Decía lo que debía callar, callaba lo que tenía que decir y, siempre y en todo caso, lo contrario de lo que los demás esperaban escuchar de él. Ante tanta fatalidad cotidiana decidió hacer lo que le ordenasen hacer. Si obedecía se reducían los errores. Pero claro, también la satisfacción.

También podría pasarse por el bar de Salva. O llamarle. Pero no recuerda el número. Necesita saber qué está sucediendo. Verlo todo desde fuera. Pero salir del piso le parece la idea más descabellada del mundo. El típico error que lo jode todo. No, no lo hará. Prefiere seguir entre esas paredes. Entonces se arrepiente de no habérsele ocurrido enviar un mensaje al móvil de Álex para indicarle dónde está, para pedirle que acuda allí. Aún está a tiempo. Enciende el aparato, desoye sus pitidos de agonía rogándole que aguante un poquito más. Sólo necesita escribir una dirección y que el sobrecito que sobrevuela los cielos azules llegue a su destino. Enviado está, pero no puede saber si Álex lo ha recibido porque el aparato se apaga antes de comprobar que la recepción ha sido confirmada. Lo intentará más tarde. Ojalá su hermano apareciera por aquí lo antes posible.

En un primer momento creía que Tiffany regresaría, que iba a dar media vuelta, que era una de sus pataletas. Pero ni ha vuelto ni parece que lo vaya a hacer. Debería haberla seguido en la huida. Debería haber elegido al azar una de las dos direcciones de la calle y correr tras ella, alcanzarla. Quizá sólo se había enfadado porque la había hecho enfadar. O porque creía que antes de entrar en el piso había hablado con alguna chica y se puso celosa. Ojalá fuera eso. En ese caso sería fácil convencerla de lo errada que estaba. Porque él, Epi, la quiere tanto que hasta ha matado a un hombre para estar junto a ella el resto de la vida. Eso sí que sonaba bien. Trata de memorizarlo. Decirlo de carrerilla. Se irán del barrio de inmediato. Conseguirá un buen trabajo. Ella podrá estudiar para modelo, o idiomas, lo que decía que quería hacer al principio de todo, cuando eran casi novios de verdad. Tendrían niños. Muchos. Debería haber jugado fuerte en aquella época, haberla atado firme entonces.

Pero ¿quién podía pensar que cambiaría todo? Sólo Álex, por supuesto.

—Ése te levanta la chica.

Se refería a Tanveer, claro está. Le molestaba en su hermano aquel aire de suficiencia. El típico del que siempre adivina el final de las películas y te lo cuenta a mitad de éstas para jactarse. En aquella ocasión Epi optó por no hacerle caso. Recuerda perfectamente que estaba tumbado en su cama, dejando pasar el tiempo, matando el rato a la espera de una llamada de Tiffany que hacía ya más de una hora que debía haberse producido. Pero eso no lo sabía su hermano que, apoyado en el quicio de la puerta, parecía no tener otra función que tocarle las narices.

—No digas tonterías.

—Tú sabes que no son tonterías.

—Además, entonces mejor, ¿no? Desde el primer día has estado dándome el coñazo con que esa tía me jodería la vida. Si se va, de puta madre. Ya no hay problema.

—Pero es que tú ya estás encelao.

—No es verdad.

Ambos sabían que mentía. Epi se recordaba enamorado desde siempre y correspondido desde nunca. No acertaba a entenderlo. Más allá de aquella profesora cuya silueta contra las vidrieras te hacía olvidar que las gafas le daban una carita de alelada, o de aquella amiga de su madre, la que acabó en la zona alta, aburrida y alcoholizada de soledad. Después de esas dos fantasías imposibles llegaron las chicas de su edad, compañeras de clase, figuras en la penumbra de bares y discotecas, y seguía pasando lo mismo de siempre. Había algo en Epi que hacía que las mujeres no quisieran ir muy lejos con él. No era tan feo que no quisieran enrollarse. Tampoco era sucio o un bruto. Trataba a la gente con educación, con una distancia que tenía más de prevención que de inseguridad. Pero nadie llegaba a amarle. Como mucho, podían hablar con él las chicas en un extremo de las mesas metálicas del vermú del domingo, mientras los bólidos giraban en el televisor y atrapaban toda la atención del resto de los chicos. Como mucho, quizás, alguna le consideró un amigo, alguien de fiar. Pero nadie pensó en él con deseo, nadie pensó en amarle o, simplemente, ninguna mujer quiso jugar lo suficiente con él como para tratar de romperle el corazón. «Tienes manos de enterrador», le dijo una chica con aliento a desinfectante mientras se le acercaba para que diera lumbre a su cigarro. Epi odiaba a ese tipo de gente ingeniosa. Quizá porque evidenciaba la confusión en la que vivía. Luego, de vuelta a casa, imaginó mil respuestas, insultos y hasta un par de hostias para aquella idiota, embutida en negro, pintarrajeada y borracha, con la muerte del loro pintada en la jeta, que se atrevió a tanto. Pero lo cierto es que le dio fuego, sonrió y no acertó a decir ni una sola palabra. Si él tenía manos de enterrador, un abrazo suyo sería como un ataúd, pensó. Pero ya era tarde: la réplica se le ocurrió seis horas después de cuando fue, con premura, convocada.

—Estate preparado. El moro te la quita. Fijo.

—Vete a la mierda.

Epi no era tan idiota que no reconociera que su hermano podía tener razón. Y no cabía achacarle toda la culpa a Tanveer. Era más que evidente que Tiffany tonteaba con el moro. Su actitud había cambiado desde meses atrás. Tanto cuando estaban a solas como en grupo. A Tiffany no le apetecía quedar en casa ni hacer el vago con los colegas de siempre. Ahora quería salir casi todas las noches. Cambiaban de bares, y en los nuevos siempre estaba o aparecía Hussein. Ella le hablaba mal de él en la intimidad, parecía odiarlo y en cuanto aparecía le ignoraba o incluso era hasta grosera con él. Pero si alguien cambia su manera de ser por la aparición de otro es porque esa persona le importa. O le gusta. O ya se está acostando con él. Epi se lo había preguntado a Tiffany ante la tardanza extrema de algunas de sus últimas citas. O sus olvidos a la hora de llamar o hacer algo juntos. Y Brisette lo había negado y, como solía pasar, Epi pasaba de ofendido a ofensor, sin que supiera muy bien cómo había atravesado la frontera entre una posición y otra. Pronto aprendió a no mostrarse celoso o enojado. Porque después de cada trifulca o, simplemente, de una conversación, Tiffany decía que le estaba agobiando con sus celos, su afán posesivo y desaparecía durante dos, tres, cuatro días en los que ni contestaba a sus llamadas ni pasaba por casa. La gente hablaba de haberla visto allí o allá. Con Tanveer, muchas veces. Epi se rompía por dentro con las habladurías, pero se obligaba a esperarla y recibirla, perdonarla sin reproche alguno, asumiendo todas las culpas, dando lo mejor de sí, colmando sus caprichos, evitando cualquier error que pudiera darle una nueva excusa para desaparecer otra vez. Hasta que un día Tiffany se fue y ya no volvió. Alguien le dijo que estaba con el moro. Él la llamó y ella en esta ocasión sí aceptó su llamada. Epi se lo preguntó y Tiffany le extendió la telaraña.

—Lleváis tiempo viéndoos a mis espaldas, ¿verdad?

—No seas paranoico. Aún no hay nada. Lo nuestro no funcionaba desde hacía tiempo. Quiero estar sola. Tanveer sólo es un colega. Ya está. No quiero seguir hablando de esto, ¿vale?

Le fue detrás como un perrito. Era tan evidente que hasta podía doler a quien mirara aquello. Pero a Epi le daba igual. Orgulloso de su amor y de su herida. Porque amarla era lo mejor que le había pasado nunca.