Tiffany se levanta del suelo una vez se ha consumido el enésimo cigarro. Recoge el bolso, saca el móvil y duda si hacer una última llamada a Epi. Pero no, no lo va a hacer. Ni ahora ni nunca. Que se pierda el tarado ése. Tarado como su hermano, como su madre. Por algo el padre, nada más atisbó el horizonte, dejó que se lo tragara la ciudad para siempre. Sin señales, avisos o dirección. En eso que suena el móvil. Su hermana le explica que han llamado de la escuela para pedir que pasaran a recoger a Percy ya que tiene unas décimas de fiebre. Aquella mañana estaba raro: hasta se le había escapado por la calle. Jamelia puede ir a buscarlo. No hay problema en eso. El problema surge cuando le dice que no se puede hacer cargo del niño el resto de la mañana: tiene la primera entrevista de trabajo de su vida en uno de los supermercados que han ido abriendo por el barrio. Dicen que pagan bien. Hasta dispondrá de un par de días de fiesta. Jamelia parece estar muy ilusionada. Los sentimientos se le convocan contradictorios. Por un lado se alegra de que su hermana pueda empezar a tener una vida normal. Pero por otro siente un no sé qué de celos. Como si por primera vez en su vida Jamelia estuviera más cerca que ella de conseguir construir algo sólido y bueno.
Pero nunca se deja maltratar mucho tiempo. Enseguida se dice que ella podía conseguir ese empleo sólo con proponérselo. Pero la basura ésa de trabajar en el supermercado, de momento, no es para Tiffany Brisette. Jamelia sigue con su disculpa, y eso siempre desespera a su hermana. Parece que hoy sea una obligación tener paciencia con todo el mundo, que todos los gilipollas del mundo se le peguen al culo.
—Tía, coño ¿qué me quieres decir? ¿Que pasas de tu sobrino una vez más? Estoy acostumbrada. —La dosis de injusticia y crueldad que inocula en su voz le empieza a hacer efecto como un antídoto dulce y eficaz—. Ya me hago cargo de él yo misma. Tenía cosas que hacer pero bien, da igual. Lo mío nunca importa. ¿Mamá no está por ahí?
—No, ha salido a comprar.
—Lo que pasa es que me tendrás que traer a Percy aquí.
—¿Adónde? Tengo la entrevista a y media.
—Te da tiempo. Irás justa pero llegarás —asegura Tiffany a sabiendas de que Jamelia deberá ir a todo correr para llegar a la hora concertada. Sublime travesura, pues—. Estoy en el piso de la calle Granada. El de los paisanos. Sí, tonta, el veinte, segundo segunda.
—Pero he de coger el bus porque…
—Sí sales ahora mismo, no hace falta. Toca el timbre, te abro y el niño sube solo —concede Tiffany a la hermana mayor—. No es necesario que le acompañes hasta arriba. Venga, date prisa. Os espero, pero yo también tengo cosas que hacer.
Cuelga con un insulto a su hermana, dándole igual si ésta le ha escuchado o no. Ahora toca esperar. Mierda. Como cada mañana, piensa en llamar a Tanveer con cualquier excusa, pero no, tampoco hoy lo va a hacer. Tiffany es ochenta por ciento orgullo y el resto amor propio, como le gusta decir a doña Fortu. No se va a rebajar con ese hijo puta. Es más, aquella noche dejará de ser buena y saldrá de fiesta. Irá a aquellos sitios donde o bien recala él o bien siempre habrá alguien que le pueda informar de en qué anda la Brisette. De lo guapa, drogada y divertida que estaba. Con quién se la vio ya muy de madrugada. Aquellos bares y locales que él debe abandonar en cuanto ella aparezca. Los mil metros de la medida de alejamiento pueden ser una barra de hierro o una goma caliente que sólo depende de su clemencia. Y esta noche, el pálpito le dice que va a romperle las rodillas con la barra.
Un portazo en la portería, pasos subiendo las escaleras. Supone que es Epi y decide teatralizar el encuentro. Primero, morros por la espera y los misterios, y después ya veremos. Se apresura a encender otro cigarro y va hacia el otro extremo de la habitación, echando un vistazo por la ventana que alguien, pero no ella ni la lluvia, debería limpiar alguna vez. Es un bonito día, piensa, para dar una vuelta por el barrio o acercarse a la playa. Cualquier cosa menos estar ahí, encerrada en un triste piso vacío. Le extraña que Epi tarde tanto en subir un par de tramos de escalera. Decide descomponer la pose de vampiresa en el rincón más alejado y entreabre la puerta. Desde allí comprueba que sí, es él. Está a mitad del último tramo de escalera, apoyado en la pared, con una pierna levantada y apoyada contra la barandilla. Habla por el móvil con alguien cuya identidad, evidentemente, quiere ocultarle.
¿De qué va todo esto?…
Aquello de tontear —por pura gimnasia vanidosa, a veces— con Epi cuando no estaba con Tanveer no dejó nunca de ser una bomba que podía estallar en cualquier momento. Por eso mismo, la única manera de desactivarla era —como en las películas que tanto le gustan a Epi— quitar el cable rojo cuando toca quitar el cable rojo y quitar el azul cuando toca el azul. O bien eso, o bien hartarse de todo y arrancarlos a la vez y que se hunda el mundo. Creía controlar el juego porque ella es la única que sabe a ciencia cierta que hay un juego. Eso es siempre una ventaja, ¿no?
Los hombres son seres torpes que, en ocasiones, parecen extremadamente cautos y hasta retorcidos. Pero sólo lo parecen. Eso lo descubrió muy pronto. Cuando era una niña que casi cambió las muñecas por un bebé. ¿No era ésa una prueba más de que el mundo era una mierda desde siempre? Se quedó preñada de aquel tipo que ya ni recuerda cómo era, una noche durante las fiestas del antiguo barrio. Su madre se hizo la víctima, su padre quiso matar al picha brava y la forzó a que abortara ya mismo. Pero aquél puso tierra de por medio, a ella le salió de no se sabe dónde el instinto maternal, quizá para fastidiar a todo el mundo, y el gran cambio fue mudarse a otro barrio con Percy en los brazos.
A partir de ese momento, su padre, que ya había ejercido más derechos de los que tenía, se hizo la pregunta equivocada. A modo de protección ha olvidado casi todo. Y el resto se lo ha inventado. Recuerda, eso sí, verlo de espaldas a ella. Quizá buscando algo en la cómoda. Aquel trasero desnudo más abonado a la ternura que a cualquier sentimiento de deseo. Nalgas blancas, carne fláccida como una masa sobre la que uno quisiera escribir o hacerla ondear como una bandera de rendición.
Ahora también él sabe que con Tiffany no se juega. Le sacó pasta. Casi toda la que quiso. El usufructo del piso para doña Fortu, que ¿ignoraba o sabía lo que había estado pasando en su hogar?… Difícil saberlo. Además, una vez llegas a la verdad, ¿qué se puede hacer con ella? No sirve para borrar ni esconder lo que ha pasado y tampoco para edificar nada firme encima. Pero esa información, poseer ese secreto la hacía ser dueña de los reproches y la voluntad de su madre. De hecho, se separó de su marido sin querer hacerlo. Lo hizo porque Tiffany quería separarse. Así de claro. Negaba doña Fortu aquellas sospechas; tonterías de cría. Es por eso por lo que ella siempre que podía le ocultaba a Tiffany que a veces quedaban a escondidas los dos e iban a bailar. Salsa, por supuesto, bien arrimaditos. Él la cogía de la mano por la calle, la invitaba a merendar, le regalaba flores que Tiffany encontraba luego marchitas en los rincones más absurdos y recónditos del piso. Todo de culebrón. Todo igual que cuando eran novios, allá en Perú. Cuando se descubrían los engaños, Brisette se sentía traicionada y juraba volver a denunciarle. Pero acababa por no hacerlo porque necesitaba a doña Fortu para la intendencia. Y es que un niño necesita un sitio donde vivir. Un cierto orden.
Epi no acierta a abrir. Va probando llaves: no recuerda cuál es. Tiffany es obvio que no piensa ayudar. Y de hacerlo sería con un violento ademán que dejara bien a las claras que la intención no es recibirle sino largarse. Sin embargo, todo se ha complicado ahora. Su hermana vendrá con Percy de un momento a otro y ella tiene que esperarles. Está irritada por estar de aquí para allá desde el punto de la mañana, a expensas de los otros. Así que, finalmente, ha decidido largarse y resolver lo de su hijo cuando esté en la calle.
La cara de Epi se ilumina al ver a Tiffany. Ésta está tan furiosa que de dejarse llevar por lo que le pide el cuerpo, se lanzaría sobre él, le daría un par de hostias, se ciscaría en su estampa y le amenazaría con meterle en el trullo si vuelve a dar señales de vida. Pero se reta a esperar unos instantes. La curiosidad le puede. Además, Epi, despeinado y pálido, muestra en su cara alargada, un triángulo isósceles formado por sus cejas y su larga nariz algo estirada hacia atrás, el deslumbramiento del hallazgo o la tragedia. Tanto puede ser que se haya hecho millonario como que reventara el metro esta mañana y él fuera el único superviviente. Los ojos le brillan y quieren decirlo todo, pero la lengua calla. Se alisa el pelo y se abalanza hacia Tiffany para besarla, pero ella se aparta a un lado.
—Siento llegar tarde. No he podido venir antes.
—Pero sí has podido hacerme esperar un poco más mientras hablabas por teléfono en la escalera.
Al decirlo, la chica se arrepiente. Por nada del mundo quisiera que Epi creyera que puede albergar una hebra de celos por él.
—Estaba hablando con mi hermano. Tenía poca cobertura.
Al comprobar que Tiffany no va a besarle, atraviesa la habitación hasta la ventana. Como en tantas películas de hombres acorralados, mira a un lado y otro de la calle. Espera encontrar un largo coche negro con un tipo bajo un sombrero, envuelto en una nube de humo azul. Pero no hay nadie. Ni rastro de la patriótica policía del país. Baja la persiana. Cree que es lo más conveniente. Además, de esta manera gana tiempo para no parecer asustado y poder empezar a explicar a Tiffany por qué ha matado a Tanveer. Evaluar sus reacciones. Ser lo suficientemente convincente como para que ella rompa a llorar y se refugie en sus brazos, sabedora de que la pesadilla terminó y ahora empieza el tiempo en el que volverán a ser felices.
—¿No había nadie?
—¿Dónde?
—Aquí.
—No.
Epi mira alrededor y, como antes Tiffany, comprueba que el piso da signos de no haber tenido muchos inquilinos en los últimos tiempos. Parece, eso sí, más sucio y destartalado de como lo recuerda. En lo que sería el salón convencional, un par de bolsas negras llenas de cables y tablas de madera, mandos inservibles de una Play. También el sofá de plástico transparente que Epi recordaba desde siempre y sobre el que va a sentarse.
—Hacía tiempo que no venía.
Ella no responde. Mentalmente está contando cincuenta, cien, doscientos antes de largarse sin decir nada. Acariciando dentro del bolso el manojo de llaves, eligiendo la del piso, la más larga del llavero. Epi se deja caer en el sofá. Éste está casi desinflado y con su peso se hunde sin remisión. Epi, divertido y ridículo, se ve en el suelo, dando vueltas, sorprendido de que la vida sea así de imprevisible. Que puedas pasar de lo más difícil a lo más sencillo, de matar a un hombre a no poder evitar una carcajada. Espera que a Brisette la situación también le haya parecido jocosa. No distingue, mientras rueda por el suelo llevándose todo el polvo en sus brazos y sus ropas, que ese ruido sordo sea un portazo. Y que cuando ha llegado a la puerta, Tiffany haya cerrado la puerta con llave para proteger su huida. La chica baja de dos en dos los peldaños de la escalera. No está asustada. Es más como escapar después de una travesura. Cuando alcanza la calle mira a ambos lados por si tuviera la suerte de encontrarse con la imbécil de Jamelia. Pero no es así. Echa a correr calle abajo con el propósito de cerrar el paso a su hermana mientras trata de llamarla para saber por dónde para, si viene andando o si, finalmente, ha cogido el autobús.
Cuando Epi consigue abrir la puerta y alcanzar la calle es imposible saber para dónde ha escapado la chica. Contiene las ganas de llorar, harto de que nada salga nunca bien. Con todo, decide regresar al piso, tranquilizarse y pensar en cómo salir de todo ese lío, cómo conseguir cinco minutos con Tiffany en los que poderle explicar por qué ha hecho lo que ha hecho y quién era el Tanveer que sólo él conocía.