La noche no es una aliada leal. Y despertar, la mayoría de las veces, no deja de ser un alivio. Hacía tiempo que Epi no se fiaba de la oscuridad. Aun así, aquella noche, apenas unas horas antes, había levantado el brazo como para intentar tocarla. Lo estiró hasta dar con el cristal del parabrisas. Eso pareció tranquilizarle. O quizá fue la decepción lo que se iluminó en su cara. Decepción por no haberse mojado la punta de los dedos en esa gigantesca pantalla de plasma líquido que, en ocasiones, le parecía la noche cuando estaba sentado al volante, en su furgoneta.
Todo lo que pasa de noche resulta incomprensible más tarde con el sol. De noche se hacen cosas que no se harían de día. Y la mayoría de las cosas que uno hace de noche no se las cree al día siguiente. Quizá todo se resuma en esos dos mundos de los que le hablaba su padre. Uno oscuro y otro luminoso, opuestos. Los delitos y los amores que se perpetran de noche no deberían ser juzgados, castigados o mantenidos a la luz del día. Las líneas blancas del asfalto no se ven cuando brilla el sol.
La noche, además de ser desleal, agota. Pagaría millones por pegarse un buen baño. Detenerse en la carrera durante la noche es un error. Te vienes abajo. Te dan caza los fantasmas. De joven no lo sabes, pero poco a poco empiezas a aprenderlo. Tampoco es que sea un viejo. Veintitantos años no son nada, pero si le diera por colocar todas las noches con sus farras y borracheras, sus muchas decepciones y pocos polvos a lo largo y ancho de esta avenida que atraviesa la ciudad, podría casi llenarla.
El problema acaece cuando hallas lo que quieres y lo pierdes. Sin aviso. Lo encuentras una noche cualquiera casi por azar. Lo reconoces, lo tienes y, en su caso, a pesar de tratar de retenerlo con todas tus fuerzas, lo pierdes. Entonces te haces viejo de golpe, entonces ya has visto, ya sabes, no puedes volver a no ver, a no saber. Y claro, has de seguir saliendo cada atardecer con la esperanza de encontrar por segunda vez aquello que te hizo feliz, como si los milagros abundasen, pero sospechas que nada será tan bueno como eso que tuviste. Que por mucho que uno busque y parezca encontrar, el final dejará sabor a fallido, a demasiado tarde, a equivocado.
Su hermano dice que el que la sigue, la consigue. Pero también dice que lo mejor que puede hacer es olvidarla. Álex dice tantas cosas. En realidad, todo el mundo habla tanto. Por algo es gratis eso de hablar. Eso es algo que desde niño le ha impresionado. Cuando, en televisión, a alguien le hacían una pregunta, el tipo interrogado sabía siempre contestarla rápidamente y extenderse en su respuesta, relacionar unas cosas con otras, dar a su contestación una convincente apariencia de inmaculada verdad. Él, por mucho que buscara, nunca podía encontrar tantas palabras en su boca. Desconfiaba de ellas. Había gente que se escondía detrás de las palabras. Gente que las utilizaba como cuerdas, cinta aislante con la que rodean tu cuerpo, te cruzan los labios, te inmovilizan hasta dejarte tieso. Gente como Tiffany. Gente como Álex.
Las palabras nunca habían ayudado a Epi. Por mucho que tratase de explicar qué sentía por Tiffany, nunca había sabido expresarlo. No había manera: los sentimientos salían muertos de su boca. Era amor, sí, pero también era algo más. Tiffany le producía la sensación de que a su lado todo encajaba, de que ya no hacía falta seguir buscando, de que no importaba lo que pensaran, dijeran e hicieran todos los demás. Sólo ella y él sabían qué pasaba cuando estaban solos. Cuando la tenía por casa, cuando se aseguraba de que aquella noche no saldría, cuando llamaba a su puerta, cuando acudía a la cita, cuando sonreía al verle, cuando se decía a sí mismo que sí, que ahora era suya, que había valido la pena esperar y luchar por conseguirla.
Él y Tiffany, al principio de todo, con una botella helada de cerveza en la mano en un antro oscuro de esta ciudad. La música fuerte, las paredes empapadas por la humedad, rodeados de desconocidos, puestos de cualquier cosa, fumando, bebiendo, besándose, sabiendo que más tarde harían el amor y que el fin estaba ahí, cerca pero sin acabar de llegar del todo. ¿Cómo podía explicarse con palabras semejante alud de emociones?
Notó Epi la nariz húmeda. Le estaba bajando el moco. Deslizó una de sus manos que le estaba cubriendo la cara y se lo secó con ella. Se dio cuenta de que tenía un rastro sanguinolento. No debería haber esnifado tanta piedra, pero ahora ya daba lo mismo. Tanveer tardaba más de la cuenta, aunque ojalá no volviera. Ojalá alguien lo matara por él.
En las Casas Baratas a veces es de lo más sencillo y a veces terriblemente complicado encontrar al tipo que te sirva la droga. No hay ninguna razón lógica, pero ocurre así. ¿Qué haría si Tanveer apareciera ensangrentado, agarrado a sus tripas, arrastrándose hacia la furgoneta? ¿Se daría a la fuga, se haría el camarada, le salvaría la vida llevándole al hospital?… No puede evitar pensar que hay ocasiones y personas que dependiendo del momento, sobran o encajan. Porque iría a muerte con ese tío si no fuera por Tiffany. Sería su hermano de sangre. Igual le quiere más de lo que quiere a Álex, porque su hermano siempre acaba por menospreciarle, por hacerle sentir idiota.
Sabe que, en cierta forma, teme y necesita a Tanveer como teme y necesita a Tiffany. Los necesita porque cuando le hablan o piden su presencia, le sacan del anonimato, le hacen sentirse importante, visible para el resto del mundo.
Tiffany, Tanveer, Epi. Sí, alguien sobra en aquel mundo que podía ser idílico. De hecho, se trata de una ecuación de lo más sencilla: sin Tiffany, Tanveer y Epi serían colegas inseparables. Sin Tanveer, Tiffany estaría con Epi. Y ya está. Porque para Epi, en ese punto, se acaban todas las matemáticas.
—Déjame marchar, chaval, venga, yo…
Epi había olvidado por completo a la puta. Estaba en la parte de atrás de la furgoneta, esperando ella también a que volviera Tanveer. Quizá se había quedado traspuesto o simplemente estaba demasiado concentrado en sus pensamientos. La miró. Era más bien fea, de unos treinta y bastantes; quizá más joven. Difícil precisar eso debido al maquillaje, las horas de la madrugada y el estado en que Epi se encontraba. Pelirroja de tinte barato, facciones bastas y tetas brutales. Él trata de no mirar ni a las tetas ni a la cara. Por una timidez absurda y para evitar que después pudiera reconocerle. Por eso respondió sin mirarla.
—Oye, no te pongas pesada. Te vamos a pagar. Mi amigo ha bajado a buscar mierda y viene ya. Si te portas bien te daremos algún tirillo.
—No, no, yo paso de todo eso.
—Bueno, mejor para todos. Métete p’adentro y no des la tabarra.
—¿Dónde estamos? ¿Me dejaréis luego en donde me habéis recogido?
Era un tantear el terreno más que una pregunta, pensó Epi. Como los taxistas cuando te dan la brasa. Te calibran. Saben de qué vas. La mujer intentó entonces acceder al asiento del copiloto. Epi le cerró el paso, alargando lo más que pudo el brazo hasta hacerla recular.
—Al menos dame fuego, samugo.
—Okey, pero no me jodas la moqueta. Aquí tienes el cenicero. Venga, métete para dentro.
La mujer observó en su mano el cenicero de vidrio mientras dejaba caer la ceniza con parsimonia y precisión en el centro exacto de la circunferencia transparente. Sin embargo, no regresó al fondo de la furgoneta. Seguía ahí, con la testa a apenas un palmo de la cabeza de él, de rodillas, acodada entre los asientos delanteros y con el culo en dirección a la puerta trasera de la furgoneta. A Epi le recordó cuando llevaban el perro guardián. También hacía lo mismo. Lo mismo menos fumar y dar por saco, por supuesto.
—Si quieres te la chupo.
—No quiero.
—Te cobro aparte y baratillo. Así hacemos algo.
—Ya hacemos algo: esperamos.
Un silencio y la mujer, de nuevo, a la carga.
—Sí que tarda tu amigo.
Epi optó por no responder. Quizás así se diera cuenta de que quería estar solo y en silencio. Reconcentrado. La cabina se estaba llenando de humo. Agitó el ambientador de lavanda que estaba colocado en el respiradero. De aquel artilugio salió una vaharada casi agradable, y la mujer entendió el mensaje.
—¿Qué hora es ya? ¡Uf, Dios mío! Mira, me pagas, yo me largo y me pillo un taxi…
—Oye, ¿cómo te llamas?
—¿Yo? Carmen…
La paciencia se le había acabado. Ya daba igual que le viera la cara perfectamente. Con el tiempo que llevaban los dos solos podría dibujarle un retrato a la cera.
—Mira, Carmen, estamos en la entrada de un barrio jodido. Si sales no llegas a la primera farola. Mi amigo no puede tardar.
—Es que como no hacemos nada aquí todo el rato…
—Venga, estate quieta. No tardará.
Desapareció la cara como escondida en las raíces ennegrecidas de su pelo rubio y cayó la cortina de cuadros grises y rojos que separaba los asientos delanteros del espacio de carga de la furgoneta. En ese momento, Epi tuvo la sensación de estar metido en una de esas películas de atracos a bancos justo cuando todo empieza a ir mal y nadie sabe con certeza qué se está jodiendo y cómo impedirlo. Era todo tan absurdo. Estaba jugándosela con alguien a quien pensaba matar esa misma noche, o mañana, o a la primera oportunidad en que reuniese las fuerzas necesarias para eliminar al que sobraba en aquella función. ¿Qué sentido tenía aquello?…
Algo iba mal. Seguro. Tanveer estaba tardando mucho. Pero sus presentimientos fallaban el doble de veces que acertaban. Trató de tranquilizarse. Si le había pasado algo a Tanveer, mucho mejor, ¿no? Lo que daría por estar ahora enfrente de la Play o en el bar de Salva matando marcianos. O en la tragaperras. Como aquella gloriosa tarde en que apareció, como Moby Dick, el tercer limón. Una entre mil. Pero sabía que si el moro no aparecía ya mismo, esta vez no pulsaría la tecla del Avance. Dejaría marchar a la puta, cerraría la furgoneta e iría en su busca a los dos o tres sitios donde pillaban droga cuando la del barbero se les había acabado. Iría a buscarle. Era difícil de explicar. Una cuestión de lealtad masculina y feudal. Como si fuera más sencillo matar a alguien que dejarle colgado.
Epi fue el primero que vio a Tiffany en el barrio. No era como el resto de las chicas a las que uno había visto crecer, ésas que te habían gustado y dejado de gustar. Sucedió como en las viejas historias. Había aparecido de la nada, abandonada en las calles para quien quisiera cogerla. Y él quiso, claro que quiso. Pero ella no se dejaba pillar fácilmente. Tonteaba con él, le confundía, le bailaba el agua, gustaba a todos. Era de locos. Una vez, en el portal, ella se dejó besar. No abrió la boca al principio. Luego ya sí. Aquella noche Epi apenas pudo dormir. A la mañana siguiente fue hasta su casa para dar una vuelta por aquí y allá. Nadie entendía cómo aquella india podía salir con él. En su casa no tragaban con el cuento. Todo eran avisos, todo problemas. Pero ellos se veían cada día, iban a cualquier jaleo, se ponían del revés, paseaban por el centro comercial, soñaban con comprarlo todo mientras ella devoraba palomitas de colores y elegían para ver una de miedo o de acción.
Claro que también tenían broncas y ataques de cuernos porque todo el mundo murmuraba y Tiffany parecía estar siempre en cualquier sitio menos en el que debía estar. Pero ella siempre sabía dar la vuelta a las cosas. Él la creía porque cuando estaban juntos él se sentía completo. Todo iba bien, o al menos así lo recordó después de perderla. Con mamá enferma y Álex condenado a los horarios del parking, la subió a casa y se puede decir que casi vivieron la ficción de ser un matrimonio. Hacían el amor a todas horas —él recuerda que ella lo empujaba para abajo cuando se iba a correr, que se le quedaba ronroneando después de los espasmos—, veían películas en el sofá o proyectaban salidas a la montaña que nunca llegaban a realizarse porque se quedaban dormidos o porque comprendían que no se les había perdido nada en las alturas. Todo idílico hasta que llegó Tanveer para estropearlo.
—Oye, tío, yo…
Había que reconocer que la mujer tenía el don de la oportunidad. La ira que le estalló dentro a Epi le sorprendió a él mismo. Se vio rodando con la puta por la moqueta hasta dar con una de las paredes donde estaban instalados los amplificadores más ensordecedores de toda la ciudad. Encima de ella, tenía cogida sus muñecas y la blusa se le había corrido hacia arriba mostrando una ubre mal inyectada de silicona, medio sujeta con las varillas de un sostén rojo más eficaz que bonito. Epi miró la cara aterrada de la puta y se detuvo. Le preguntó si se iba a estar quieta y ella asintió con la cabeza. No tenía ningún plan con ella, así que sólo por curiosidad le bajó la copa del sujetador de uno de sus pechos y descubrió el pezón gordo, negro y caído, como un interruptor de la luz y se lo metió en la boca. No llegó a morderlo. Sólo lo chupó y lo enderezó con el propósito de regresar al asiento del conductor.
Después, un silencio extraño mientras Epi se mesaba con furia el pelo. Oyó un chasquido en la puerta trasera. Fingió no oírla marchar. Enseguida Tanveer estaba de vuelta sentándose en el asiento con un grito de alivio.
—¡Hostia puta con el gitano!
—¿Todo bien?
—De puta madre. No me dejaba marchar. Tienen una fiesta guapa. Oye… ¿y la guarra?
—Se ha ido.
—¿Cómo que se ha ido? ¿La has dejado marchar?
—Sí.
—Pues vamos a por otra.
Por la alegría que llevaba puesta, Tanveer se había traído encima parte de la fiesta que acababa de dejar.