7

Epi pensó que podía aprovechar el tiempo que tardaría Tiffany en llegar al piso de la calle Granada para hablar con su hermano. La llamada se le ha cortado y entonces ha decidido ir hasta casa y esperarle allí o telefonearle desde el fijo. No ha querido que la taxista le dejara en la puerta. Le ha entrado una cierta paranoia y le ha pedido que le deje unas cuantas calles antes de llegar. Ha ido cojeando pero a paso rápido, casi marcial. Está dolorido, cansado. Si se echara en la cama podría dormir años. No encuentra a nadie en la portería ni en la escalera. Al entrar cierra por dentro la puerta del piso. Lamentablemente Álex no está en casa.

Busca el fijo que, como siempre, no está en su sitio. Aprieta la tecla de búsqueda y localiza el aparato. De camino hacia él, levanta las persianas de su habitación y del comedor de un solo golpe. Usa tanta fuerza que teme desvencijarlas. La luz de aquellas horas atraviesa de un lado a otro el piso, creando muros dorados de polvo. «El sol regenera los cuerpos, las mentes enfermas», recuerda que su hermano le decía durante una temporada. Probablemente debía de ser alguno de los mensajes que le habían hecho aprenderse de memoria en alguno de los centros de desintoxicación donde Álex estuvo ingresado. Reconoce que Álex ha estado rebuscando entre sus cosas. En el ordenador, algunos archivos del eMule ya están completados. Aprovecha para limpiar la lista. Marca el número desde el fijo. Comunica.

En el lavabo, se quita la camiseta ensangrentada. Se gira frente al espejo y ve los impactos en la espalda, señales azules y moradas, arañazos. Toda la sangre parece ser de Tanveer. Tiene, eso sí, la cara amarillenta. O quizá sólo se lo parece. El pelo lacio y ya largo, las orejas pequeñas y el rostro alargado. Los ojos pequeños parecen asustados. Como los de un niño en la cara de un adulto. Se vacía los bolsillos. Debería buscar el cargador del móvil. Luego lo hará. Desde el fijo vuelve a llamar a Álex, pero éste sigue comunicando.

Se sienta en el borde de la bañera. Se quita las deportivas y los calcetines. El dedo meñique de su pie izquierdo tiene mal aspecto. Es tan pequeño que no sabe si está roto o sólo dolorido. Alarga el brazo, pone el tapón y abre el grifo de agua fría sobre su pie. No le dará tiempo a mucho porque sabe lo poco que le gusta esperar a Tiffany, pero al menos nota ya la mejoría. Coloca las manos bajo el grifo de la bañera y se lava la cara. Se pone los mismos calcetines y sale del lavabo con el objetivo de buscar otra camiseta, limpia a poder ser. De todos modos, piensa llevar consigo la manchada. Aún no sabe cómo se desembarazará de ella, pero está convencido que de dejarla en casa o llevarla puesta es una de las mil millones de peores ideas del mundo. En eso suena el teléfono.

—¡Epi!

—No grites.

—¿Estás en casa?

—Estás llamando aquí, tío.

—Sí, sí, claro.

—Álex, tienes que ayudarme.

—No hagas más mamonadas. Todo está controlado.

—Tenía que hacerlo, tío, tenía que matarlo.

—Epi, no digas nada, ¿vale? ¿Lo entiendes? ¿Verdad que lo entiendes? Voy para casa y hablamos. No te muevas de ahí.

—No tardes. Me tengo que ir.

—¿Adónde te vas a ir?

—No puedo quedarme.

—Sí que puedes. Déjame que te lo explique. Aún no ha pasado nada.

—Sí que ha pasado. Lleva pasando desde hace ya muchos días.

—¿Qué coño dices? Mira, ahora nos vemos.

—Una cosa.

—¿Qué?

—¿Sabes dónde está el cargador de mi móvil?

No lo sabe. Cuelgan. Epi no ha querido decirle adónde va a ir de inmediato y ha colgado sin contestar. Está sentado en la silla al lado de la mesita donde siempre ha estado el teléfono. ¿Cuánto hacía que no se quedaba así, sentado en ese sitio?… Mira el empapelado de esa parte de la casa. Hubo una época —tan lejana ahora— en que era moda empapelarlo todo, absolutamente todo. De crío, Álex estaba tan familiarizado con el papel que podía ver cosas en éste que —al igual que sucede ahora— nadie más veía. Antílopes escapando de leones feroces, nubes en forma de gigantes alados, elefantes de grandes orejas, egipcios con perfiles perfectos, héroes abatidos por flechas traicioneras. Él se esforzaba, sin éxito, por encontrarlos en el papel. Seguro que todos ellos andarían enojados con él por su torpeza y desdén, por pasar delante de ellos sin prestarles ni la más mínima atención pero es que nunca vio nada de lo que Álex veía. Por cosas así Epi siempre admiró a su hermano. Y sólo con el tiempo adquirió la certeza de que muchas de las cosas que en su día consideró brillantes no eran sino una serie de circuitos que no funcionaban del todo bien en su cabeza.

Ya en su habitación, abre el armario y coge la primera camiseta que encuentra. Se pone una segunda encima por si tiene frío y busca otra cazadora para evitar que le localicen tanto por lo que ha pasado esta mañana en el bar de Salva como por lo que pasó anoche con las putas. Hasta ese momento no había pensado en ello. Y prefiere seguir sin hacerlo. Quizá pueda utilizarlo en su descargo. Todo se le amontona en la cabeza como en una pesadilla de formas que se hinchan, que no caben en el estrecho recinto de su cerebro. Guarda la camiseta ensangrentada en el bolsillo de la cazadora y se promete librarse de ella en cuanto salga de allí. Una alcantarilla será un buen final para ella.

Tiffany ya estará en el piso. Ha de apresurarse. Llega hasta la cocina. Tiene mucha sed. Se toma un par de vasos de agua. La pila está llena de sartenes, platos, tazas y cubiertos. Aprovecha para taponarla e inundarla de agua hirviendo como si aún fuera posible conservar un cierto sentido de la rutina en un día como hoy.

Vuelve a llamar a Álex desde el fijo, pero en ese mismo momento su móvil señala que Tiffany le está telefoneando. Ha de elegir. Rebusca en su escritorio el cargador del móvil pero no lo encuentra. Tiffany ya ha colgado. Con una maldición sale de casa. Al salir a la calle tiene suerte y localiza un taxi. En cinco minutos podrá estar con Tiffany. Los semáforos ayudan. Le duele en el centro del pecho. Quizás un golpe, quizás el corazón. Tenía que haber seguido su primer impulso. Haberse presentado en casa de Tiffany. La poli no se mueve tan rápido.

—Déjeme aquí mismo.

En unas pocas zancadas llega a la casa de la calle Granada, se mete en la portería y decide subir lo más rápidamente que puede hasta el piso donde, a buen seguro, estará Tiffany haciendo lo que menos le gusta: esperar. En ese momento recibe una llamada. Otra vez Álex. Apenas consigue escuchar su voz.

Álex está en la calle. Ha entrado y salido de su casa una vez ha comprobado que Epi ha estado allí, sí, pero ya no. Está plantado en la acera, sin saber qué hacer. Como una desgarbada antena que estuviera pendiente de poder sintonizar cualquier transmisión, cualquier señal que le indicara hacia dónde ir, por dónde empezar a buscar. Es tan frustrante. Se toca la cara con las manos. Da unos pasos hacia un lado, luego hacia el otro. Trata de no perder el control. Igual sería buena idea tomar de nuevo la medicación, apenas nada después de la última toma. Pero el estómago le quemará, la garganta se le llenará de flemas. Se sienta en el bordillo, en el hueco que queda entre los coches aparcados. Tiene entre las manos el móvil porque quiere ver antes que escuchar que le llama Epi. Pero, de repente, unas piernas se paran frente a él, abiertas, azules, rematadas en unas impecables botas de policía. Las piernas le llaman por el nombre. Al parecer, una vecina les ha indicado que él es Alejandro Dalmau y no tiene suficientes ánimos para negar algo así.