6

Quizá Tiffany haya oído hablar de agujeros negros que lo engullen todo. Tiras una piedra y no cae ni vuelve a ti. Mujeres que esperan llamadas de hombres que nunca van a llamar. Llamadas que desde el principio se sabe que no van a producirse. Quién le iba a decir a ella que se parecería tanto a esas mujeres. Pendiente de Tanveer y aguantando el retraso de Epi. Quién le iba a decir que tiraría piedras que no caerían nunca al suelo. Y eso que, por lo general, Brisette trata de no ensimismarse pensando. Hoy, sin embargo, tiene la sensación de que debe hacerlo. Mirar en derredor e interpretar las cosas, las palabras, las señales que están aquí y allá. E incluso recordar. Hacerlo como si uno echara a correr hacia atrás. Pero le cuesta mantener la atención en sus pensamientos, tener el pulso firme al ir de espaldas.

A veces le asaltan imágenes, flashes que no sabe si son reales o fantasías. Pero si cree que pueden hacerle daño se las saca de encima de un manotazo, como se hace con las palomas en una plaza. En una ocasión la madre de Epi le explicó que antes no había palomas ni aquí ni en ningún otro lugar de Europa. Que se trajeron de Oriente para curar de melancolía a una mujer rica. Y que ya nunca regresaron a casa. Algo las retiene aún hoy en día en plazas y tejados. Como si estuvieran prisioneras de no se sabe muy bien qué. Un poco como ella misma.

Siempre había sido ella la que elegía. La que hacía esperar. Abriendo las aguas a su capricho, causando los acontecimientos, ocasionando terremotos y, si se le antojaba, curando heridas y pérdidas.

Pero no era desleal o al menos ella no se ve así. Nunca calentaba a alguien para dejarlo a medias, como hacían otras. Tampoco engañaba de mala fe. Claro que a veces se divertía, como hacían todas, pero tampoco iba mucho más allá. También ella deseó y entregó el premio una vez al mejor, otra al peor o al que le dio lástima, al que le hizo reír una noche, a quien quiso pagarle ropa buena y fiesta larga.

Está sentada en el suelo del piso semivacío donde la ha citado Epi. Las persianas están bajadas, pero por los agujeros de los listones, que parecen muescas de tiros, entra la luz directa y primera de la mañana. El polvo se le mete en la garganta. Recuerda aquella vez que las abejas pusieron un enjambre en el cajón de las persianas. ¿Dónde pasó eso? ¿Fue al llegar a España? En el primer piso donde vivieron, casi con toda seguridad. Papá no dejó entrar a nadie en la habitación. Selló la habitación con trapos colocados bajo la puerta para que, una vez enloquecidas, no huyeran por ahí las abejas. Bien mirado no fue ninguna heroicidad. Se trataba sólo de comprobar que el panal estaba vacío después de haberlo ido envenenando a lo largo de varios días, pero a Tiffany aquella larga espera al otro lado de la puerta, la salida de su padre con aquella construcción extraña entre las manos y el suelo a reventar de cáscaras de insectos le parecieron otra muestra del valor y autoridad que exudaba su progenitor a determinadas horas del día. Ésa era la mitad buena de su padre, que no compensaba bajo ningún concepto la otra.

Ahora se arrepentía de haber dado tanto pábulo a Epi. La inesperada llamada, la urgencia en verla que mostró, ese arrancarla casi literalmente de casa y emplazarla aquí, en el piso franco que Tanveer Hussein usaba con sus compinches. Epi la había engañado asegurando que no debía quedarse en su domicilio por nada del mundo. Que también irían a por ella. Pero ¿quiénes? ¿Y por qué? Tiffany no entendió nada. Pero estaba metida en tantos trapicheos que decidió pecar de precavida antes que de incrédula.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Qué ha pasado?

—Nada, cariño, nada. Ya te explicaré.

Tiffany odiaba que Epi la llamase cariño. No era ni mucho menos un latiguillo casual sin importancia. Epi lo dejaba ir para reconstruir una familiaridad que no existía ya entre ellos, para regresar poco a poco a aquella parte de sus vidas. Era un poco como aquella historieta que recordaba de su estancia en el colegio de monjas. El camello que es el pecado y te pide que le dejes entrar en la tienda porque allá afuera se desata una tormenta terrible. Primero mete una pata, luego la otra, la cabeza y después, casi sin darte cuenta, ya no puedes sacar al puñetero camello de tu vida. Tiffany se recrimina por haberle permitido usar ese cariño sin colgarle el teléfono. Pero quería averiguar qué demonios era lo que realmente había sucedido para que llamara a las ocho de la mañana. Una hora para muy pocas heroicidades.

—No quiero juegos, Epi. No lo jodas.

—Pero ¿por qué no me haces caso aunque sea una sola vez?

Estaba muy nervioso. Hacía mucho tiempo desde la última vez que lo vio así. Tiffany tuvo un mal presentimiento. No quiso que se apoderara de ella la impaciencia. Cogió la medalla de la Virgen, se la puso en la boca después de besarla, el gesto inconsciente al que recurría para encontrar un poquito de calma. Estaba allí, parada en medio de la sala, descalza, con aquella camiseta XL de la Mala Rodríguez que le llegaba casi hasta las rodillas y que le servía de pijama. Acababa de saltar de la cama para responder al teléfono y Epi no se aclaraba. Se le oía mal, la voz metalizada. Tiffany decidió que se echaría un agua en la ducha y se vestiría rápido. Probablemente, desayunaría en el bar y así no tendría que dar explicaciones a su madre. Con todo, no había reparado en que la mujer, despierta por los timbrazos del teléfono, estaba detrás, abrazándose a su batín rosa como si le fuera la vida en ello.

—No pasa nada, mamá. Vuelve a la cama.

—¿Quién es?

—¡Nadie, joder, nadie! ¡No chilles que el niño duerme!

—Tiffany, por favor… —suplicaba Epi desde el auricular con su voz medio humana medio robotizada.

—Por el amor de Dios. Has despertado a toda la familia. Ahora estoy tratando de devolver a mi señora madre a la cama y además casi no te oigo.

—¿Ahora? ¿Me oyes mejor ahora?

—Sí.

—Es que tengo poco saldo o poca batería, no sé. Tengo que ir apagando y encendiendo el móvil. Nos vemos en quince minutos en el piso de la calle Granada. Es importante. Te lo aseguro.

—¡Pero no me dejes así! ¡Dime qué pasa!

—Yo estoy bien.

Salió de la habitación y volvió a la suya. Se vistió y frente al espejo pensó por enésima vez que quizá no había sido una gran idea tatuarse las cejas. También tuvo tiempo de lacarse el pelo y antes de salir dando un portazo dudó si decirle a su hermana adónde iba. Finalmente no lo hizo. Ahora, en el piso, lo lamentaba de una manera lejana, inconcreta, con un sentimiento semejante a la desidia. La misma que le impedía en estos momentos rebuscar en el bolso, marcar el teléfono de casa en su móvil.

Cansada de estar sentada en el suelo, se levanta, se sacude el polvo de la culera del pantalón. Debe de hacer años que nadie barre por aquí. Se dirige a la habitación donde está el colchón y el armario con algo de ropa. Sabe que eso le va a traer malos recuerdos, pero también que no quiere ni puede resistirse a la tentación de entrar. Todo parece estar igual que la última vez. Quizás esa camiseta azul en el suelo o los vasos incrustados en el parqué son las únicas novedades. Hay papelinas con restos mínimos de coca que Tifanny resigue con el dedo que luego se frota contra las encías. Droga que sabe a polvo y escoba, claro está.

Hurga en el bolso hasta dar con los cigarrillos. Enciende uno. No hay cenicero, así que utiliza la papelina. Se sienta en el colchón. Sabe que aún no está sola, que no podrá ser ella misma un secreto mientras esos ojos invisibles no dejen de mirarla. Ojos que no duermen nunca. Que, de momento, aún no miran hacia otro lado. Los ojos de Tanveer.

Tiffany da una calada, deja el cigarro sobre la cómoda y piensa en abrir los cajones. La superficie del mueble es áspera. Una vez colocada, se prometieron barnizarla y pintarla, pero nunca había tiempo para nada. Tampoco aquello fue nunca su casa. Siempre te podías encontrar a cualquiera. El cajón inferior está vacío. El inmediatamente superior tiene un par de braguitas limpias que Tiffany había olvidado. El último de los cajones contiene una novelilla de tapa blanda que nunca acabó de leer por mucho que Álex le insistiera. Pero no era sólo que no le interesara leer, sino que le ponía de mal humor. Sentía que alguien se burlaba de ella, de su incapacidad de mantener la atención en la trama, de que se perdiera entre las filas de hormigas negras que parecían moverse sin ton ni son ante sus ojos. Debajo del libro encontró unos sobres lilas de condones.

Tras cerrar el cajón, da otra calada al cigarro y se deja caer sobre el colchón. Exhala el humo y se tiende boca abajo. Se queda quieta. Cierra los ojos, tiene sueño, va a quedarse traspuesta. Pero antes quiere oler a Tanveer. Revivir la última vez que estuvo allí con él. No, la última no. Todas las anteriores sí, pero la última no. También quiere oler a otras mujeres. Otros perfumes, otro sudor que no sea el de Hussein.

La última vez que estuvieron en el piso el moro estaba raro. Como nunca antes lo había estado. Estrenaban una nueva y reluciente medida de alejamiento y no se acercaba a ella sin que Tiffany no decidiera cuándo y dónde se verían. Les encantaba aquel juego, pero aquella noche Tanveer no era Tanveer. La hizo esperar mucho. No pudo ponerse en contacto con él en toda la tarde. Si no hubiera sido su cumpleaños y no le hubiera comprado una camiseta Raider, a buen seguro hubiera pasado de esperarle. Cuando llegó, se sacó de la manga una memez que ni tan siquiera se molestó en aderezar. Luego, como ella no le creía, se puso tenso y trató de dárselas de duro, pero Brisette estaba de buen humor y decidió poner de su parte. Quería pasarlo bien, para nada una mala noche. Sin embargo, Tanveer seguía pensando en otras cosas, quizás en otra mujer. La invitó a cenar, sí, pero apenas bebió. Cuando al final de la cena ella le espetó que estaba raro, él se excusó diciendo que estaba hecho polvo. La marcha de la última noche le había dejado muerto.

—Menos lobos, Tanveer. Noches salvajes hemos tenido todos.

—Ayer fue distinto, niña. Nos pasamos.

—Igual te estás haciendo viejo.

—No es eso. Bueno, da lo mismo. Tú a lo tuyo. A tener siempre la razón.

—¿Saliste con Epi?

—Sí.

—¿Solos?

—Claro.

—¿Adónde fuisteis?

—Por ahí.

—¿Pillasteis?

—También.

Tras la cena, Tanveer no quiso ir a ninguno de los sitios donde solían. Rehuyó amigos y coincidencias. Salieron del barrio y en una tasca colombiana con la persiana medio echada, Tiffany bebió hasta volverse loca. Fue el alcohol barato lo que le giró la cabeza y le hizo echar las tripas en el lavabo primero y más tarde en la calle. Eso y el miedo, la certeza de que Tanveer se le escapaba, la sensación de que él no disfrutaba con ella ni sabía qué pensaba a cada minuto.

¿Por qué no obviar aquella última noche con Tanveer y recordar las otras veces? Cuando él se convertía en su padre y en su hijo, cuando la reñía por estar tan buena y por ser tan puta, cuando él la adoraba por tener piedad y curarle. Rebuscaba ella entre el pecho ensortijado de él como si quisiera comprobar que debajo había un corazón. Para oírselo latir y después arrancárselo de un bocado. Volver a sentirse la hembra, y pedirle perdón, clemencia, el castigo más grande que se pueda imaginar. O dejarle fuera de la habitación mientras ella se estiraba desnuda sobre este mismo colchón, bajo las mantas. Y él entraba como un ladrón, sin saber cómo sería recibido, y le abría las piernas y se la metía. Y ella le golpeaba después, le introducía los dedos en el culo hasta el dolor, le arañaba y le odiaba tanto como le deseaba.

¿O por qué no recordar, por ejemplo, el día aquel de la gasolinera?… Aquel jueves en el que ella tanto se había enfadado con él, y acudió con unas amigas a una discoteca donde sabía que Tanveer iría a buscarla. Mientras llegaba se cameló a un pobre desgraciado que dijo llamarse Luis o Ángel, ahora no puede recordarlo. Cuando Hussein apareció y los vio tan juntos en un rincón, fue para allá y parecía que iba a matarlo. Lo zarandeó mientras le apretaba un puño contra el rostro, como si fuese a atravesarle el cráneo con él. Tiffany se asustó con la escena, con la violencia que desprendía aquel hombre. Pero debía reconocer que era un poco lo que ella esperaba que sucediese. Como sentirse Dios; decidir los acontecimientos, provocar caprichosamente momentos de una intensidad cegadora. Los monos de Seguridad les invitaron a marcharse y ellos obedecieron. No era bueno que llamaran a la policía. Se subieron todos a la furgoneta de Epi. Fueron dando vueltas hasta encontrar al tal Luis, o Ángel o como se llamara el atontado aquel y sus amigos. Tardaron más de una hora, pero al final los vieron junto a un Skoda metálico, repostando en una gasolinera. Tanveer le dijo a Epi que parara a una distancia de unos metros de los primeros surtidores y que dejara el motor en marcha. Fue Hussein directo hacia la máquina de refrescos en la que Luis o Ángel estaba introduciendo monedas. Tiffany se bajó de la camioneta al medio minuto sin un objetivo muy preciso. Tenía miedo y no sabía si prefería atemperar los ánimos o disfrutar de aquello. Epi y dos de las amigas de Tiffany, cansadas y con las pinturas de guerra ya deslucidas, comentaban que todo aquello era una locura. Una de ellas se bajó con el objeto de llegar a la avenida y parar un taxi. La otra chica dudó, pero finalmente se despidió de Epi y echó a correr detrás de su amiga. Se quedaron en la esquina, a la espera de una luz verde que las llevara de regreso a casa.

El efímero ligue de Tiffany se dio cuenta demasiado tarde de la presencia de Tanveer. Éste le arreó un puñetazo en la cara que le hizo trastabillar y caer hacia atrás con la mala fortuna de darse con la cabeza en el bordillo. En el suelo, inconsciente, el chico empezó a temblar. Luego supieron que no lo había matado, pero aquel cuerpo sometido a espasmos, con la lengua colgando fuera de la boca, un charco de sangre cual corona gótica de santidad y los ojos fuera de sí, hacía presagiar lo peor. Tiffany se fue acercando a la escena poco a poco. Estaba sorprendida y fascinada. No podía apartar la mirada. Le repugnaba, le asustaba y le atraía, todo al mismo tiempo. Entonces Tanveer arrebató la manguera con la que estaba repostando a uno de los acompañantes de Luis o Ángel —un hombre, aterrorizado en el suelo, a ratos inmóvil, a ratos temblando— y lo regó con gasolina. Después regresó al Skoda y echó combustible encima del coche, donde se habían refugiado otros dos chicos, que salieron aterrados de allí dentro. Luego arrojó la manguera al suelo, junto al cuerpo de Luis o Ángel, y se largó de la gasolinera a buen paso, pero sin correr ni tampoco mirar atrás.

—Lo has matado.

—Ná, sólo le he dado un puñetazo.

La furgoneta arrancó y se tragó los tres primeros semáforos que encontró, uno en verde, otro en ámbar y el último ya en rojo. Parecía uno de esos juegos de la Play en que te vas comiendo obstáculos. Nadie habló durante el trayecto. Siempre era violento que Epi, el ex novio, los llevara al piso de la calle Granada, pero esta vez parecía serlo más. Al apearse, Epi, rutinario, solía arrancar con violencia para que Tiffany supiera que, otra vez más, le había reventado el corazón. Un poco como el Halcón en aquellos viejos cómics de Los Vengadores en los que éste cedía a Jane a alguien que no era humano. Pero Tiffany pensaba con criterio que no era culpa suya que Epi no tuviera dignidad y siguiera haciéndoles de mamporrero. Si no quería salir con ellos, bastaba con decir que no, con dejar pasar la vez.

No esperaron a subir al piso. Se lo hicieron en la portería. Tiffany cerraba los ojos y veía todas aquellas imágenes —la gasolina, el olor a miedo y sudor, el alcohol, el calambre de la violencia, el chaval convulsionándose preso de un ataque en el asfalto gris, las luces de las farolas estrellándose contra la furgoneta a toda velocidad— y se le bloqueaban los sentidos. Ya en la casa, lo volvieron a hacer. La mano de Tanveer se iba hinchando. Los dedos parecía que iban a estallar, constreñidos por anillos que atenazaban sus falanges. Una cara está llena de huesos. Uno a veces olvida eso. En el lavabo, bajo el grifo, le sacó uno a uno los anillos, apaciguó con agua fría la hinchazón de aquellas manoplas.

—Puta.

—Sabía que vendrías.

Pero la última vez que se vieron es terca y se impone en los recuerdos. Quiere acudir, hacerse presente. Tiffany no siempre puede impedir que la noche en que celebraron el cumpleaños de Tanveer le llene la cabeza de imágenes amargas. Sí, esa última noche fue distinta. La furia y los celos fueron quienes mordieron la cara y el hombro de Tanveer, no tanto una pasión que no se dignó aparecer por allí. Una vez en el piso, él la golpeó, pero sólo para sacársela de encima. No quiso follar, y decidió irse al poco tiempo de llegar. Tiffany, encelada y aturdida, le exigió que se quedara, pero él no le hizo caso. Sonaron entonces en su cabeza historias sobre mujeres abandonadas en el limbo de una llamada que no llega, mujeres que enloquecen por el rechazo. Historias sobre jugadores que no saben retirarse a tiempo y lo pierden todo.

Aquella noche Tifanny se conjuró a un nunca más. Sería él, como otras veces, quien más pronto o más tarde vendría a gatas pidiéndole un polvo. Y ella se lo negaría. Por supuesto que sí. Al rato, el alcohol la noqueó. Al despertar al cabo de unos minutos y todavía de noche, se sintió sucia y abandonada. En un par de horas estaría llevando al colegio a Percy. Se sintió incapaz de soportar ese día que empezaba. Bajó a la calle. Se tomó un café que le sentó bien. A ella y a su firme resolución de no volver a verle. Sin embargo, de reojo miraba el móvil por si Tanveer había llamado. No lo había hecho. Quizá fuera demasiado pronto para pedir una segunda oportunidad.

Pero desde aquella mañana de hace casi un mes no ha vuelto a saber del maldito cabrón que la volvía loca.

Estaba harta. Harta de hombres y harta de esperar. Por eso se incorporó de la cama resuelta a salir del piso de inmediato. Ya no quiere que Epi la encuentre allí, ni le importa que le explique de qué va todo esto. Ella es Tiffany Brisette. La chica de las cejas tatuadas de azul. La que nunca llora. La que no espera a nadie.