Álex entra en la portería de su edificio. Cruza corriendo el pasillo donde están los buzones. Mira a un lado y a otro. Opta por no coger el ascensor. Lanza su brazo sobre la barandilla metálica y de una tacada se hace dos, tres escalones. No quiere encontrarse a nadie. Es muy temprano pero ya han pasado demasiadas cosas. Ni vecinos amigos ni vecinos esquivos o simplemente viejos enemigos. Tampoco sombras o espíritus. Porque hoy todavía no se ha tomado la medicación y aunque aún no han hecho aparición seguro que están convocados a la fiesta. Ha de tomar la pastilla siempre después de desayunar, porque en caso contrario la acidez de estómago le amarga el día. La bolsa de deporte le golpea en la pierna en cada giro de rellano. Ya se ha deshecho del martillo en un contenedor que ha encontrado de camino. Nadie le ha visto. Ser esquizofrénico tiene sus ventajas en lo que respecta a tomar precauciones.
Entra con la respiración agitada. Llama a Epi con la sospecha descreída de que quizás haya ido a refugiarse a casa. No dejaba de ser una buena opción y, por eso mismo, bastante improbable de que su hermano la eligiera. Seguro que a estas horas ya se habrá inventado una mucho peor. Al final del pasillo está encendida la luz de la habitación de su madre. La luz que nunca se apaga. No se hacía cuando aún vivía la vieja y por no se sabe qué superchería idiota ni él ni Epi quieren apagarla, tres meses después del óbito. Igual creen que la vieja volverá a ponerse a berrear como cuando, creyendo que estaba dormida, se la apagaban.
La vieja no está pero Álex aún la ve, la oye, la siente en todos lados. Seguro que es su mano la que guía la falsificación de su fe de vida para seguir cobrando la pensión y la ayuda familiar. Es ella la que les protege de la asistenta social que no para de telefonear. Y claro que sería sano entrar en aquella habitación y ahuyentar los fantasmas. Entrar a sangre y fuego en armarios y cajones. Quemar los muebles, las fotos de santos y familiares. Pero es empresa de tal magnitud titánica que la habitación ha ido, día a día, deviniendo en museo y así se va a quedar.
Otra posibilidad es que Epi haya ido a refugiarse con Tiffany. Sería buena idea llamarla. Aún recuerda Álex el día en que su madre y Tiffany se conocieron. La vieja arrugó la nariz cuando la chica dijo su nombre. De hecho, maliciosamente, se lo hizo repetir dos o tres veces:
—¿Qué nombre es ése?
—Pues un nombre.
—¿Qué santa es ésa?
—Santa No Me Toque Las Narices, señora.
—Eres un poco maleducada. En tu casa ¿no te enseñan nada de urbanidad? ¿De dónde eres?
—De aquí —mintió Tiffany.
—Bueno, tus padres.
—De Perú.
—Ya. ¿Y cómo es que tú naciste aquí?
—¿Por qué no le dices a tu madre que lo deje ya?
Luego aprendieron a llevarse bien. Pero al final de sus días, tampoco a ella era capaz de reconocerla. La intoxicación hepática que sufría hacía que apenas entendiera nada. Sólo le daba por ver la tele y hablar con el marido fugado, con el primer novio y el último amante, con la abuela muerta, con Jesucristo también muerto y con Elvis Presley, éste sí, vivo para siempre.
De repente suena el teléfono justo al lado de Álex. Le cuesta unos instantes distinguir que ese timbre no sale de su bolsillo, ni de su cabeza, sino que lo hace del inalámbrico que está ahí, al alcance de la mano. Duda en descolgar. No reconoce el número que aparece en el visor. No es un móvil. ¿Qué hacer entonces?… Cabe la posibilidad de que sea Epi llamando desde una cabina.
—¿Álex?… ¿Eres tú?
—Sí.
Salva, quizá desde el bar.
—Chico, me has dejado con todo el fregao…
—Lo siento —contesta, busca fuerzas para seguir respondiendo, para pensar—. He tenido un cague. No sé. Piensa que si entraba alguien y me pillaban con el cadáver, seguro que me llevaban por delante. A ti no te va a pasar nada. Eres el dueño del bar. Era lógico que estuvieras allí pero yo…
—Les he dicho que estabas conmigo… —le interrumpe Salva.
Acaba de saltar la alarma en la cabeza de Álex. Rápidamente piensa que quizá Salva tenga la llamada pinchada, que le ha vendido a la poli y ha condenado desde ya mismo a Epi. Será precavido.
—¿Por qué tenías que ocultarlo?
Salva calla. Duda. Puede ser que haya captado la desconfianza de su interlocutor o que realmente tenga a su lado a los mossos. Álex se empieza a impacientar mientras espera a que el dueño del bar muestre, de una vez, las cartas.
—¿Desde dónde llamas, Salva?
—Desde casa.
—¿Quieres algo más? Tengo cosas que hacer.
Álex entra dentro de la habitación de su hermano. Ojalá éste hubiera regresado y estuviese ahora mismo tumbado en la cama, piensa, como en un intento de confundir la pesadilla que había ocurrido con los deseos. Pero no, no ha habido tanta suerte. Las sábanas revueltas, ropa sucia en el suelo, la pantalla del ordenador bajando lágrimas verdes, azules y rojas del eMule y una de las mil zapatillas de Epi, perdida y desorientada, contra la puerta de la habitación.
—No te preocupes.
—¿Por qué iba a estar preocupado?
—Les has dicho que he salido corriendo tras el paqui a ver si le pillaba, ¿no? Se ha metido en el metro. No he podido darle alcance. Corría mucho. Ya sabes cómo corren esos.
—De todas maneras, quieren hablar contigo.
—¿De qué?
—Álex, me cagüendios, no estoy para jueguecitos. Eres testigo de un asesinato, ¿qué esperabas? ¿Enviarles una postal? Pásate por el cuartelillo de Embajadores. No me sabía tu número de móvil y suerte que la Mari tenía en casa el teléfono de vuestro piso, aunque no quiero ni pensar para qué. En fin, pásate porque, si no, van a ir a buscarte a casa y eso no gusta a nadie.
—Me paso. Me he pegado una corrida para nada. El cabrón del paqui corría como un poseso. Le he perdido en el metro.
—Me lo acabas de decir, Álex. Tranquilízate, ¿quieres?
—Ya sé que te lo había dicho.
—Vale.
—¿Qué tal se ha quedado Tanveer?
—Aunque no te lo creas, boqueaba un poco cuando llegó la ambulancia.
—¿Se salvará?
—No lo creo.
—Que Alá lo tenga en su seno.
—No seas bruto, Álex.
—Lo digo en serio.
—Pero si Tanveer era medio español.
—¿Y qué tiene que ver eso, Salva? Uno cree en lo que cree.
—Ya.
—Verás cuando se entere mi hermano.
—Igual ya lo sabe —contesta enigmático el dueño del bar.
—¿Cómo puede saberlo?
—Bueno, Álex, yo qué sé…
—Te dejo, Salva.
—Vale.
—Otra cosa.
—¿Qué?
—Gracias.
Joder, Epi se ha cargado a Tanveer. Parece que no era real o no todo lo real que había sido hasta ese momento. Le vuelven a temblar las piernas a Álex. Levanta la cabeza y se encuentra con su mirada reflejada en el espejo. Aún se reconoce. Todavía no es la sombra de un muerto. Eso sí, está viejo y cansado. Lleva el cabello encrespado, indómito, semejante a un bosque que un incendio haya decidido debilitar sin aniquilarlo. Tuvo Álex años atrás una cara angulosa y huesuda pero ahora le cuelgan sacos a modo de mejillas. Su piel es cetrina, con unas sombras violetas que, por lo tozudas, más bien parecen tatuajes bajo los ojos, pequeños y separados.
No, no le gustaría que los mossos vinieran a casa. Además, antes ha de hablar con Epi. Insiste en llamarle al móvil, como ya ha hecho mil veces, pero sigue apagado o fuera de cobertura. Busca el número de Tiffany pero con el cambio de aparato lo perdió y no hizo nada por recuperarlo. Si Epi debía olvidarla, cualquier ayuda era poca.
Entra de nuevo en la habitación de Epi, asesta una patada a la vigilante zapatilla que pasa a esconderse bajo la cama como si de un perro miedoso se tratara, y busca no sabe qué. Quizás el teléfono de la chica. Quizás una clave que le diga dónde está su hermano. Revisa los objetos que hay encima de la mesa. También se le pasa por la cabeza que el móvil pudiera estar por ahí pero no, afortunadamente, no hay rastro del teléfono. Sin embargo, entre los papeles, con aquella desastrosa letra infantil sobre servilletas de papel, aparecen notas de Epi dirigidas a Tiffany. Empieza a leerlas pero no puede acabar de hacerlo. Todo aquello le pone enfermo. Por prudencia, decide llevárselas consigo. Mejor que nadie las encuentre nunca. Piensa en aquella chica y en aquella otra ocasión. Cuando la vio allí, sobre esa misma cama. Álex se había quedado dormido y llegaba tarde al cambio de turno del aparcamiento donde aún hoy trabaja. Salió a trompicones de su habitación y se encontró la puerta del lavabo cerrada. Epi estaba dentro, y se percibía la presencia de alguien más en la casa, en el dormitorio. Abrió Álex un poco más la puerta de la habitación de su hermano y la intuyó debajo de aquel amasijo de sábanas y mantas, embarullada en el desorden, en aquel hedor caliente a sudor, tabaco y sexo. Ella era la dueña de aquellos suaves ronquidos, aquel trozo de carne tierna llena de calor, vísceras y navajas de afeitar que su hermano le había presentado sólo unos días antes.
No es que Tiffany fuera nada del otro mundo. Más bien baja, con cara de luna y ojos grandes. Tenía las cejas tatuadas de azul como único signo que la hiciera distinta a cualquier otra. Ya se intuía que, con la edad, engordaría y perdería las formas porque ya el niño le había ensanchado las caderas. Pero tenía algo que te iluminaba si estabas a su lado, que te hacía brillar. No hacía falta explicar nada. Si ella te había elegido a ti es que tú eras alguien especial. Por la misma razón, ser abandonado por Tiffany era volver a una oscuridad eterna e impenetrable, imposible de rasgar. Un jugador hábil sabría cómo abandonarla diez minutos antes de que lo hiciera ella, se decía Álex. Él hubiera podido hacerlo mejor que Epi. Pero Tiffany nunca fue suya. Fue un tiempo de su hermano, y en realidad ahora lo ve con más claridad si cabe: aquello fue como si, con el mismo número, le hubiera tocado a Epi premio y ruina a la vez.
Álex se tumba en la cama de su hermano. Cierra los ojos. Intenta calmarse. Debería no perder tiempo. Levantarse y tomar la medicación antes de que todo se le vaya complicando en la cabeza. Sabe de sobra que luego decidir qué hacer resultará más sencillo. Pero allí sigue, tumbado, con los ojos cerrados. Es ridículo, piensa, tener cuarenta años y seguir aún bajo custodia. Prisionero a los ojos de casi todo el mundo. Hacer caso al doctor, que le dice que no beba ni se drogue, que respete los horarios de la medicación. Obedecer aún a lo que le decía su madre. Cuida de tu hermano. Paga el alquiler.
Saluda a los que te saludan y también a los que no. Y luego están todas esas voces que oye y reconoce dentro y fuera de su cabeza, siempre ordenando, advirtiendo, asustando.
Sale de la habitación y va a la suya. Sólo ha de cruzar el pasillo pero siguen las malas noticias. Cuando está a punto de entrar en su cuarto le parece ver una túnica que se esconde. Ya es demasiado tarde: lo ha visto. Cierra los ojos, entra en su habitación, toma la caja de las pastillas a ciegas, y rasga el envoltorio y traga una con dificultad. A la primera ocasión tratará de bajarla con un buen vaso de agua. En la penumbra de su propia habitación puede controlar los movimientos casi sin abrir los ojos pero ya fuera, en el pasillo, acabará rompiendo cualquier cosa. Así que ha de abrirlos. Tiene que controlar el pánico. Lo sabe. Verá imágenes absurdas, la puerta del cuarto pintada de sangre, a Lázaro de vuelta a la vida andando como Travolta por el pasillo. Verá y verá. «Todo son ilusiones de mi cabeza», se dice, y recuerda que tiene razón, que tiene que concentrarse en la realidad como le aconseja el doctor. Pero si él ve lo que ve y oye lo que oye, ¿qué más se necesita para que algo sea real?… Todo es de locos. La vieja siempre llamaba por el nombre de su hijo pequeño, nunca por el suyo. Y tipos como el que está apostado, vestido con una túnica, no son sino la mierda que su madre le metió en la cabeza. Tantos santos y mártires, tanto polvo, llagas y desierto. Nota la píldora incrustada en la garganta. Traga y traga saliva. Podría ir al lavabo o a la cocina pero no se atreve ni a moverse. Ha de correr. Hacerlo todo rápido, engañar a todas las figuras que le salgan al paso. Corre hacia la cocina y se encierra en ella. En la pila coge un vaso y abre el grifo. Se bebe el agua de una sola vez. Es agua tibia. Está asquerosa. El calentador, claro, encendido. Quizás ha sido él y se olvidó de apagarlo. Quizás hayan sido los otros. Pero la cocina siempre es lugar de refugio. Terreno sagrado. La potente luz de los fluorescentes ahuyenta a los no muertos. Desenchufa el calentador y deja correr el agua. Un buen trago de agua fresca le aliviará. Después, abre la puerta de la cocina y echa a correr.
No hay nadie que le pueda ver. Nadie que, como hacía su madre, le pueda recriminar que corra por el pasillo con los ojos cerrados. Se palpa, al mismo tiempo, los bolsillos para comprobar que lleva consigo las llaves, la cartera, el móvil y se lanza hacia la puerta. Cree saber quién va detrás de él, quién quiere tocarlo. Es Cristo implorándole. Quizá quiere que crea en él, que le ayude con los panes o los peces o que deje de bajarse música, que entre todos están acabando con los autores. Da igual. «Vuelve a Nazareth, pirado», piensa Álex. Pero enseguida se asusta de la blasfemia: «Dios puede leer dentro de ti», le decía su madre. Al cerrar la puerta y salir a la escalera, oye los gritos de los fantasmas que se quedan dentro, creciendo como árboles a nuestras espaldas, tachando uno a uno los minutos que quedan para que regresemos y puedan volver a asustarnos.