Tanveer y Tiffany Brisette estaban encerrados en aquella habitación tan estrecha, tan llena a reventar de objetos de los que, al parecer, era imposible desprenderse. Y bajo toda aquella montaña de peluches, ropa sucia, recién planchada o acaso olvidada, ceniceros y cedés, una cama individual, una mesita de noche, una silla, un espejo.
Desde allí podían escuchar cualquier ruido que proviniera del resto del piso. Sonidos que se acercaban, pasaban de largo, amortiguándose hasta sin saber dónde ni cómo se desvanecían. La madre y la hermana nunca molestaban más allá de algún paseo al lavabo.
Se pasaban el rato frente al televisor, y hacían como si ellos, Tanveer y Tiffany fueran invisibles. Por su parte, Percy, el niño de Tiffany, sabía que no debía acercarse a la habitación cuando ella no estaba sola. Al niño le gustaba mirar, de eso estaba convencido Tanveer. A él no le importaba que lo hiciese, pero Tiffany no soportaba que les espiase. Para evitar que el polvo se le agriara, el moro solía traer algo para que el crío tuviera con lo que distraerse mientras ellos se encerraban en la habitación. Y si quería mirar, que aprendiera a hacerlo sin que se enterara su madre. Como había hecho él. Como hacía todo el mundo.
El suave chasquido de la puerta al cerrarse era la señal que hacía que Tanveer se acercara a Tiffany. Quedaba entonces él a su espalda. Siempre quieto, por detrás de la chica sin que ésta, en ningún momento, se girara. Automáticamente apagaban la luz. Ella le oía respirar. Aspiraba su aroma. Sudor, tabaco, alcohol, menta o vete tú a saber qué dichoso olor era ése que se le metía en la nariz. Pasaban luego unos segundos. Tiffany notaba el puño de él en la nuca. Al principio como un roce que no quisiera ser confundido con caricia alguna. Después la presión se hacía más y más insistente. Tiffany conocía bien las reglas. Por eso seguía sin girarse. Tampoco preguntaba ni hacía nada más que esperar como si estuviera colgada del émbolo del aliento de Tanveer. Éste, pasados unos segundos, y sin dejar de presionar con el puño, ponía la palma de la otra mano en la boca de la chica, como si quisiera que se la empañara con un imaginario vaho que saliera de sus labios. Después, el puño de la nuca se convertía en una mano abierta que oprimía el cuello y la otra mano era un puño contra la boca de Tiffany. Tanveer ya estaba frente a ella. En ese punto decía: «Bésalo», y ella fingía no haber oído. Él insistía y le empujaba la cara hacia el puño que permanecía inmóvil frente a la boca. Finalmente obedecía. Besaba el puño, sus nudillos. En alguna ocasión él, sin razón aparente, deshacía el puño y le daba un guantazo. Un golpe plano, simple. La misma mano que acaricia puede pegar. Ésa parecía la lección. Aunque Tiffany intuyera el golpe no lo evitaba. Después de besar el puño, él abría la mano y le ofrecía la palma para que siguiera besando. Y entonces, sólo entonces, ella hablaba. La Reina Comecorazones que desfilaba marcial por el barrio, ahora farfullaba y hacía mohines, balbuceaba monerías de mujer que malfingiera ser una cría.
Los ojos del moro se ponían turbios, húmedos como los de un borracho. No podían expresar nada más que la cascada de deseo que le inundaba. Le gustaba palparla sobre el vestido, colar sus manos bajo el top y abrirlas para cubrirle el pecho. Hacer de sus dedos tenazas sobre aquellos pezones que habían ya dado de mamar. Él le pedía que le dijera cómo colarse todo él, gigante y torpe, dentro de ella y ser él su hijo, y no Percy. Tiffany retrocedía unos años y le acariciaba el pelo, le cogía entre los brazos y le amamantaba, sin encontrar palabras que no fueran fantasías, sueños, ecos y nanas de palabras y canciones, dichas y cantadas por tantos antes que ella.
Quedaban frente a frente callados. Él estiraba los brazos y los posaba sobre los hombros de la chica. Lentamente los oprimía hacia abajo hasta que ella, de rodillas, esperaba a que él se la metiera en la boca. A ambos les gustaba que todo pareciera como la primera y última vez. El miembro de Tanveer Hussein le golpeaba en la garganta, provocándole arcadas cuando las sacudidas eran violentas. Pero ella no decía nada. Más tarde se cobraría la venganza. Cuando él presionara su vientre de mujer con la cabeza o la izara con las manos agarradas al dosel de su culo y la reventase de placer. Cuando andaran ya de noche, calle abajo, matándose de ginebra y risas, cocaína y gente más o menos amiga. Cuando dieran vueltas y más vueltas por las calles que quedan más allá del barrio. Cuando él pagara ropa, cena, copas, el precio de su sexo y su libertad, todo lo que a ella se le antojase.
Algunas veces, Tanveer traspasaba la línea en esa su demostración pactada de fuerza y de sumisión. A veces bastaba con cualquier cosa que ella interpretara mal o que él considerara una falta de respeto. En esos momentos a Tiffany le hubiera gustado aniquilarlo, destruirlo con sus propias manos como a una figura de barro. Todo aquello acababa con esas visitas a altas horas de la noche, del brazo de su pobre madre, a la comisaría. Detenían al moro y salía del Juzgado con una orden de alejamiento. Pero ni él ni ella podían evitarlo y todo aquello no era sino otro escenario de cartón piedra detrás de los protagonistas. Eso sí, Tiffany tenía entonces un poder sobre su hombre que, al paladearlo, le sabía acre en la boca, le encendía los sentidos, como si pudiera convertirlo en algo físico. Una llamada suya y el quebrantamiento de la condena llevaría a Tanveer a la cárcel. Otro tipo de llamada, y se encerrarían la tarde entera en la habitación o en el piso franco que el moro compartía con gente que nadie conocía del todo. Tanveer sabía las dos caras del juego y, aunque le enfureciese perder la iniciativa, en el fondo, experimentaba algo parecido al sosiego, al orden, a la seguridad que da saber que aún existen jaulas, chivatos y guardianes.
Tiffany se odiaba antes y después de sus encuentros con Hussein.
Echada en la cama, ya sola, en el perfume a sudor y violencia que emanaba de la colcha de hilo, pensaba en lo que había hecho y sentido y no se reconocía, del mismo modo que ya en la calle, al verle tan fanfarrón y bocazas, le miraba y recordaba pidiéndole trozos de una infancia que ni uno ni otro pudieron tener. En esos momentos, en la calle, cuando sus miradas se encontraban, no había nada más que decirse. Él sabía que ella lo sabía y viceversa. Como si cada uno tuviera secuestrado el secreto del otro y ninguno de los dos pensara ni por un momento en pagar rescate por ellos.
Aunque Tanveer también se odiaba. Por atarse a Tiffany. Por desearla y a la vez conseguirla tan fácilmente. Por no haber sido el primero y saber que no sería el último. La madre de Hussein era española de Tánger. Su padre moro y musulmán —como decía siempre la vieja— había muerto varias veces, por lo que es probable que estuviera en la cárcel o que un día huyera para siempre de aquella mujer. Nunca sacó nada en claro respecto de esa cuestión. Pero él, en su interior, sabía la verdad. Las mujeres de por aquí no son generosas, todo lo pactan, todo lo negocian y así no hay manera. Del mismo modo que también sabía que un día su padre volvería a por él. Y que entonces le partiría la cara en dos antes de decidir si se iría con él de regreso a Marruecos.
Tanveer no creía en nada que no se pudiera robar ni en nadie a quien no se pudiera engañar. Como mucho, y llegado el caso, salvaría la etérea figura de la abuela paterna con la que se crió junto a su madre, cuando su padre los abandonó. Vivían en una casa de adobe y ladrillo encalado o al menos así la recuerda. En esa casa y en aquellos años de la infancia había depositado Tanveer Hussein todo, absolutamente todo. El Futuro, lo Correcto, la Verdad, la Ley. Las calles, el dinero, las mujeres dispuestas a dejarse hacer, los pringados que casi rogaban que les estafaras, la televisión que enseñaba tetas, colores, coches, que humillaba a los suyos, o mucho peor, que edulcoraba la realidad con discursos paternalistas y débiles, no eran sino luces de ciudad que atraían como sólo lo hace el demonio. Que siempre acaban por estropear y condenar al buen chico criado en el campo que sólo quería divertirse un rato en la feria. Al incrédulo chaval que tras los primeros tragos no sabe volver a su casa y debe seguir adelante. Tiffany también pertenecía a la misma trampa de los placeres que le había orquestado la vida. Tiffany era el vicio al que no renuncias hoy porque piensas poder hacerlo mañana. Una debilidad que le avergonzaría confesar delante de la abuela, sentada al atardecer en su casa de adobe y ladrillo encalado.
Era Tanveer alto y moreno. Desde el primer momento en que llegó al barrio no quiso, ni hubiera podido, pasar desapercibido. Fue pavoneándose aquí y allá con el torso desnudo, exhibiendo tatuajes, medallas, pulseras y abdominales. Corría con sus deportivas Nike, se drogaba mucho y bebía lo innombrable. Fumaba Winston de prestado, era hábil con la navaja, daba unas hostias impresionantes —de esas que suenan, retumban y suben desde las aceras, piso a piso por los edificios— y, de tanto en tanto, trabajaba con un tío que no era tal en la construcción. Traficaba, claro, tenía antecedentes juveniles que pasaron a mayores y conoció durante unos meses la cárcel. Si le daba por vestirse bien para impresionar a una mujer, se ponía un chándal que costaba tanto como el alquiler del piso que pagaba su madre, aquella bendita trabajadora en un almacén de tallas grandes; si se aburría, buscaba jaleo robando a los Erasmus del barrio, amedrentando a cualquiera o yéndose de putas con Epi cerca del Tanatorio Municipal. Como hizo la noche anterior a esta madrugada en que su compañero de juergas le ha reventado, para su sorpresa, los sesos.
Tanveer llegó cuando las cosas habían empezado a cambiar. Uno de esos momentos en que se percibe que la cotidianeidad se ha movido, ha sido zarandeada para ser recompuesta, pero ya de otra forma. El entorno empezó a cambiar con la tenacidad de lo inexorable, y en el imaginario del barrio los viejos residentes empezaron a sentirse incómodos. Porque poco a poco acababan siendo expulsados de bares, plazas y calles, mientras, a su juicio, los otros, los que tenían que estar agradecidos y humillados por encontrar un trabajo y un futuro, acaparaban ayudas gubernamentales, puestos del rastrillo del jueves y la mirada de las cámaras de televisión.
Era cierto que hacía años que los inquilinos se sucedían, entraban y salían de aquellas casas, ocupando las viviendas de los que estuvieron vivos y hoy estaban muertos, de los que convivieron y ya sólo son nombres de familias de evadidos. Músicas extrañas, palabras nuevas y ese desagradable tesón en querer conquistar el nuevo mundo para sí. Y es que, cuando un buen día los aborígenes del barrio que quedaban por aquí pasaron revista, se dieron cuenta de que les habían abandonado a su suerte. Que otros muchos, los listos, con hijos fuera del barrio, habían escapado a las montañas y habían dejado atrás todo aquello que fuera inservible, lento o torpe. Y que en el vecindario sólo quedaban tarados, pobres, yonquis, borrachos y viejos.