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Desde el televisor cuentan que, en aquellos tiempos, había quien se ganaba así la vida. Leyendo el porvenir en los ríos, en estanques y espejos. Salva, el dueño del bar, oye sin escuchar todo eso. Atiza contra el plasma el mando a distancia, como si se tratara de una varita mágica a la que, inexplicablemente, le están fallando los poderes.

A su espalda, en la barra y agarrado a un coñac, está Tanveer Hussein. Ha llegado hace un rato con Epi después de una noche muy complicada. Sin embargo, parece haberlo olvidado y está de buen humor. Mira socarrón los intentos de Salva de utilizar la tarjeta pirateada. Le pregunta si necesita ayuda. Supuestamente, hubo un día en que él instaló parabólicas. Salva no contesta. Se levanta las gafas. Las apoya sobre la frente. Acerca el mando a los ojos porque ya de buena mañana ha empezado a dudar de todo. Hay teclas amarillas, rojas, verdes. Todas iguales, todas absurdas.

Cuando Epi y el moro han entrado en el bar, Álex estaba sentado en una de las mesas del fondo. Cruzó Epi el local con largas zancadas al tiempo que echaba, eso sí, una ojeada a su máquina de marcianos favorita. Le ha tranquilizado que estuviera apagada, como un amante encelado que viera a su amada dormir sola. Luego, ha entrado en el excusado con una bolsa de deporte que reza Moscú 1980.

«Lanzadoras de peso búlgaras», piensa Álex. Lo ha hecho de manera automática al leerlo. Epi, que es su hermano, ni siquiera ha hecho un gesto al entrar. Puede que no le haya visto. «Sobacos checos, peludos, ojos eslavos, azules, tristes», deshilacha Álex sus recuerdos televisivos de la olimpiada del boicot yanqui. Se le cuela por detrás de los ojos el sueño, como si después de haber consultado el reloj se sintiera extraño de estar ahí y no en la cama. Nunca había entrado antes de las siete en el bar de Salva. Pero hoy ha dormido mal. No tenía tabaco. Tampoco café. Así que afrontó la heroicidad de vestirse y bajar al bar que recién estaría abriendo. Ahora tiene delante de él un vaso largo de cristal en estado de ignición. Pasará un buen rato antes de poder tomárselo. Tampoco hay prisa hoy.

Tanveer y Epi. Epi y Tanveer. Había oído Álex que volvían a andar juntos aunque su hermano pequeño no había soltado prenda. Nada bueno podía salir de aquello. Eso lo sabía cualquiera. Cualquiera menos Epi, evidentemente. Álex da dos caladas seguidas a su cigarro mientras trata de recuperar el hilo del reportaje de la tele porque recuerda que a su padre le gustaban mucho esas historias.

Una eminencia de una universidad lejana asevera ahora en la pantalla que si nadie te mira no vales nada. Menuda perogrullada. Tienes un saco en la cabeza. No importa qué hagas ni para qué sirvas. Sin ojos que te enfoquen no hay historia. Ni un antes ni un después. No hay regreso a ningún sitio porque nadie recuerda que estuvieras allí.

«Siempre deprimen un poco estos aguafiestas», dice para sí Álex. Como si alguien le hubiera escuchado, la imagen, de repente, desaparece. Salva emite un sonido parecido a la victoria. Pero ahora aparecen rifles, ropas de camuflaje, chalecos con munición, hombres apostados para disparar. Después, pájaros al vuelo, una codorniz, seguida de otras, una bandada de tontas codornices. Disparos entre las nubes: algo cae del cielo como un fardo y, enseguida, ventajista la mezquindad de los perros.

Álex prefiere a griegos que a cazadores pero nadie va a preguntarle. Tampoco protesta. Acerca, eso sí, la mano al vaso. Ensayo nulo.

Epi está a oscuras en el lavabo. Tiene los ojos clavados en la señal roja del interruptor. Está tan en tensión que hasta nota el serrín bajo los pies. El olor a lejía le empieza a marear. ¿De dónde sacará la gente fuerzas para hacer eso? ¿Para limpiar cada día el suelo, ordenar su vida, hacer las cosas bien?

Un paquistaní se une a la escena. Entra sonriendo y señala el fondo del local. Salva, desde la barra, advierte que sin consumición no hay meadero. Pero el tipo no entiende o no quiere entender, así que abre su sonrisa seis dientes más y busca la puerta adecuada. Salva maldice al Dios cristiano y a los ejércitos de las Cruzadas por no acabar lo que empezaron, pero vuelve a lo suyo: buscar los goles de ayer.

—Deja eso, hombre, déjalo, si a mí ya me gusta lo de los pájaros. Mira, mira, ahora van por el cerdo —le dice con cachaza Tanveer.

—Jabalí, tarugo, jabalí…

—Bueno, yo no sé català com tu…

El paqui empuja la puerta del lavabo y Epi, que no ha pasado el cerrojo, detiene el envite de la hoja con el brazo. Aquél se disculpa, da un paso atrás y se dispone a esperar lo que haga falta. Se gira hacia Álex. Mantiene, eso sí, la sonrisa. Pero el hermano de Epi no reacciona. «Los europeos —quisiera precisarle— somos así: bordes al punto de la mañana. Quizá son cosas de la Revolución Francesa, muchacho.»

Epi asegura ahora sí la puerta con el pestillo. Sigue sin encender la luz. El sudor le empapa la camiseta. Debe recuperar la calma. Salmodia una oración como le enseñaron cuando niño: recitar unos minutos hasta que venciera el sueño. La empieza una, dos, tres veces, pero llegado a un punto —mal presagio— no sabe cómo continuar.

Con todo, sabe que no puede demorarlo más, que no hay alternativa. Toca por enésima vez el mango del martillo que ha sacado de la bolsa y le vienen a la cabeza un montón de tonterías, ideas absurdas fuera de lugar. Como la mala leche que se le va a poner a Mari, la mujer de Salva, cuando tenga que volver a limpiar todo otra vez. Sangre, sesos, vasos rotos, pisadas en el serrín, en la impoluta superficie del encerado de aquel bar. Y piensa, claro, en Tiffany para infundirse el coraje que parece faltarle justamente cuando más lo necesita. Unos segundos y abre la puerta. Le sorprende encontrarse cara a cara con aquel paquistaní. Epi no lo conoce del barrio. Sólo es otro paria recién llegado, de mirada negra y profunda, que farfulla unas palabras entre castellano y urdu. Apenas sale Epi del lavabo que aquel tío ya está dentro, aliviándose el retortijón.

Tanveer sigue hipnotizado con las imágenes de caza en el televisor. La muerte, el juego entre cazadores y presas. Ahora se habla sobre las bestias, de cómo presienten el peligro en el silencio, en la calma profunda del bosque. La voz en off del documental susurra que al jabalí, al parecer, hay que saber esperarlo. La imagen se descompone ahora, aparecen retazos de otros canales y de nuevo aquellos griegos, la misma eminencia casposa y entusiasmada con lo suyo, hablando ahora de vete a saber qué.

El Pánico, el Desorden, la Desbandada Enloquecida. Las Gorgonas. Eran tres y siempre tenían un ojo abierto, las muy astutas. «Tres como nosotros tres: Salva, Epi y yo. Como los tres mosqueteros, los tres cerditos y Tanveer, claro, el lobo feroz», piensa Álex mientras ve como Epi se coloca detrás del moro. Extrañado, le observa dejar con suavidad la bolsa de deporte a un lado. Tiene los brazos caídos. Lleva un gran martillo en la mano derecha cuya cabeza roza su rodilla. Toda aquella imagen se le asemeja a Álex un desajuste. Un martillo no es un objeto que encaje en esa escena. Esto es un bar. Esto es la vida corriente. Parece más una pantalla de juego de ordenador en el que Epi hubiera encontrado el talismán dentro del lavabo y quisiera utilizarlo de inmediato. Mil puntos de vida: el usuario sube de nivel.

—Vas a tener que pagar por la tarjeta —dice Tanveer—. Nunca has valido para estafar, Salvita.

De repente todo se precipita. Salva se gira para responderle que está hasta las narices de sus comentarios. Pero no acierta a encontrar las palabras porque ve a Epi dos pasos por detrás de Tanveer con un martillo agarrado con ambas manos, como si esperase batear un formidable envío de Salva.

El repentino silencio del dueño del bar es un grito que avisa a Tanveer de que algo pasa a sus espaldas. Inicia entonces el movimiento de giro y por eso el martillo no le da de lleno. Epi quería un golpe limpio en la cabeza, uno solo, para que Tanveer no supiera nunca quién o qué le había matado. Pero no ha podido ser y ya no puede parar.

Le da con todas sus fuerzas, los ojos cerrados. De hecho, le parece golpear el reflejo bruñido y ajado de un metal. De refilón ha dado contra la clavícula de Tanveer, que ha crujido, y del golpe, aquel metro noventa va al suelo. En la caída, el moro ha empujado las piernas de Epi que también ha trastabillado y caído. Epi sabe que debe levantarse, ponerse rápidamente encima del marroquí, romperle la cabeza.

Salva, por su lado, grita y trata de salir lo antes posible de detrás de la barra. Epi ahora desearía poder dejar correr todo aquello. Pararlo, decirle a Tanveer que todo era una broma, rebobinar la cinta meses, años, vidas atrás. Despertar con un conjuro a su madre muerta, romperse los dedos por atravesar paredes y techos y volver a ser crío, inocente, con una vida fácil por delante. Pero no es posible.

Tanveer, fuerte y grande, se coge el brazo, está intentando levantarse. Resbala en el suelo recién fregado, tropieza contra las tragaperras. El martillo le impacta ahora en la espalda. Tanveer chilla, insulta y maldice mientras agarra de la camiseta a Epi. Tira de él, vuelve a caer.

Ni Salva ni Álex aciertan a decidirse a intervenir porque los golpes se suceden sin criterio, uno tras otro. Tanveer huye a cuatro patas y tropieza con una escalera metálica que ayer casualmente olvidaron los pintores. Tras la escalera, el moro se protege de los golpes de Epi. En uno de éstos, el martillo sale disparado contra la máquina favorita de éste, y la destroza. Todo parece quedar unos segundos en suspenso. Quizás Epi piensa ahora que todo está perdido. Por el contrario, Tanveer comprende que tiene una oportunidad. Se agarra, malherido, con ambas manos a la escalera. Extrae las fuerzas necesarias para levantarla e intentar estrellarla en la espalda de su adversario.

—¡Maricón de mierda, te voy a matar! ¡Estás loco, hijo de puta! ¡Sé por qué lo haces, maricón, pero hay que saber follárselas, hijo de puta!…

El golpe sacude a Epi con furia y lo envía contra la pared. La fortuna le hace reencontrarse con el martillo. Así que lo agarra con fuerza, esquiva un nuevo y débil ataque de Tanveer, toma impulso y rompe la frente a Hussein de un golpe. Éste se tambalea, abrazándose a su agresor para no desplomarse. Epi le mira, sin saber cómo soltarse de ese abrazo moribundo. Finalmente, el moro se desliza resbalando sobre la lejía y el serrín. En el suelo, bajo su cabeza, se va formando una mancha de sangre que va iluminándose con el resplandor de las combinaciones de las máquinas tragaperras que, a su alrededor y visto lo que ha sucedido con una de ellas, parecen contener la respiración.

«Remátalo, remátalo», oye decir Epi dentro de su cabeza.

Pero no puede hacerlo. Llegó hasta allí pero ya no irá más allá. Tiene los hombros caídos y la mirada fija en el cuerpo de Tanveer. Ha despertado del sueño y ya no puede reconquistar la fuerza que estalló dentro de sí hace unos instantes. Desfondado y roto mira a su hermano, a quien ahora sí que ve, que le observa paralizado. No aciertan a decirse nada.

En ese momento se abre la puerta del lavabo y aparece el desconcertado paqui medio borracho. Ve a un hombre tendido en un charco de sangre y a dos tipos que le miran fijamente, como esperando un porqué de todo aquello. Nadie le impide que salga corriendo del bar. De todas maneras. Epi, que nunca ha estado allí, le lleva ya unos segundos de ventaja.

—¿Está muerto? —insiste Salva.

—Claro que sí, joder, ¿no has visto el golpe?

Al parecer no hay prisa por llamar a nadie.

—Yo subo a casa para decirle a la Mari que no baje si no quiere que le dé un telele.

—Llámala por teléfono.

—Mejor subo.

—¿Y yo me quedo solo con éste?

—Sí, hazle compañía. No tardo ni cinco minutos. Y en cuanto baje, llamo a la poli.

Salva sale del bar y baja la persiana hasta la mitad. Dentro, Álex, para no mirar la agonía, se fija de nuevo en el televisor que, sin razón alguna, ha vuelto a cambiarse de canal. Ahora aparece Madonna en la MTV. Anda por un horizonte de senderos de flores mejor que Cristo sobre las aguas. Es bonito distraerte con algo hermoso cuando tienes a un tipo con el cráneo supurando sesos y sangre a un metro de tus pies. Piensa Álex que sería maravilloso refugiarse bajo las faldas de Madonna. Vivir en Nueva York. Ser inmensamente rico. No haber nacido en esta mierda de ciudad con tanta bicicleta y tanto soplapollas.

Las alas negras de un presentimiento le oscurecen de repente la cabeza y le bloquean los centros nerviosos. Su hermano ha matado a Tanveer. Salva y él han comprendido que le pueden endosar el muerto al pobre paqui, a quien Alá, Yahvé o alguna de sus diosas de cincuenta mil brazos y cabeza de elefante le trajo en mala hora hasta aquí. Pero ¿qué impresión merecería su inocencia si alguien quisiera ahora un café y no le disuadiera una persiana medio bajada? ¿Qué hace él junto a un cadáver? ¿Por qué sigue en el lugar y en el momento equivocado? Además tiene ahí aquella bolsa recordatoria de la última olimpiada bolchevique. Así que algo le indica que es momento de irse a casa y dejar al moro con la buena de Madonna. Álex alarga la manga de su jersey y con ella recoge el martillo. Lo introduce en la bolsa de deporte y sale a la calle. Refresca. Es un milagro que con todo este follón no haya nadie chafardeando. Álex se coloca bien la chaqueta. Tensa el cuerpo, apaga la vela de la nariz con un pellizco nervioso, trata de olvidarlo todo y pasar pantalla. Levanta los brazos y sueña que tiene polvo arácnido con el que hacer desaparecer la ciudad, columpiarse entre los edificios, ser la sombra que se refleja en terrazas y ventanales.

Dentro del bar, Tanveer tiene los ojos abiertos pero no ve. Boquea. Está en las últimas. Oye una canción dentro de su cabeza. Escucha la música mientras huele su propia sangre, mientras la nota emerger en la boca. Él no sabía que tener los ojos abiertos no te asegura poder ver. Tampoco sabe quién es Madonna así que poco importa. Pero a ella parece no hacerle gracia esa afrenta. Por eso cree Tanveer que sus propios orines son los de aquella mujer que en sueños se le mea encima. Al parecer Madonna aún conserva las malas maneras de cuando vivía en las calles, a dieta de palomitas y polvos rentables.