ALGO MUY SERIO, en efecto, tal como supuso Montserrat Castell, había acontecido en el hospital psiquiátrico.
María Luisa Fernández, que llegó precipitadamente de Madrid con el propósito de ser recibida urgentemente por la directora, se abstuvo de anunciar su llegada al saber que la señora de Almenara estaba con ella, y esperó a que Alicia saliera del que fue antiguo despacho de Samuel Alvar para penetrar en el mismo.
—Es muy grave lo que he de decirle —se disculpó María Luisa al tiempo que asomaba su cabeza—. ¿Puedo pasar?
—No le oculto, señora de Fernández, que estoy muy ocupada y no esperaba su siempre grata visita —dijo Dolores, frunciendo la frente ante la sorpresa—. Pase usted, y no se ofenda si le ruego que procure ser breve.
—Lo seré tanto —comentó María Luisa— como usted me lo permita. Porque mucho me temo que será usted misma, directora, la que me pida que me quede y me explaye con toda la extensión que el caso merece.
Acentuóse el ceño de Dolores Bernardos; y María Luisa, con voz angustiada y desgarrada, añadió:
—¡Todo lo que dice Alice Gould de sí misma es falso, doctora Bernardos! ¡Es una historia urdida en su imaginación! ¡Tan bien urdida, que ella cree firmemente que es verdad! ¡Está gravemente perturbada! ¿Cómo callar esto ante ustedes, los médicos, que pueden curarla o, al menos, paliar los efectos de su locura?
Tan incomprensible resultaba para Dolores Bernardos lo que estaba oyendo, que llegó a pensar que quien había perdido el juicio era María Luisa: la mujer que, con ejemplar dedicación, descubrió el expolio de que Alicia fue víctima, con lo que quedaba aclarado el misterio de los fraudulentos medios que se emplearon para internarla. ¿Qué nuevas maniobras se planeaban ahora contra Alice Gould? Irguió el pecho la nueva directora de Nuestra Señora de la Fuentecilla como si se aprestara a defenderla, con las manos, si fuese preciso.
—¿Quiere usted decir que no fue ingresada aquí con malicia y con engaño para expoliarla?
—Con malicia, no, doctora. Con engaño, sí. Pero con el engaño piadoso que se emplea con un niño para ocultarle que le llevan a un quirófano para una operación de vida o muerte.
Dolores Bernardos se impacientaba.
—¿Fue o no expoliada por su marido?
—¡Sí!
—¿Fue o no encerrada en el manicomio para poder expoliarla?
—¡No!
—¡Explíquese mejor!
—Fue inicuamente privada de lo que era suyo aprovechando la circunstancia de que estaba loca, doctora Bernardos. Pero las razones que da Alice Gould para creer por qué ingresó aquí, son todas falsas: ella cree que son verdad, pero son falsas. Cuando ingresó aquí, creía que lo hacía para investigar un crimen. Creía esto firmemente, así como en la complicidad del director para ayudarla. Al ver que éste no lo hacía, inventó la historia de que Samuel Alvar la había abandonado por cobardía: por temer haber incurrido en una irregularidad administrativa. ¡Son invenciones de Alicia, doctora Bernardos! ¡Invenciones gratuitas! Más tarde, cuando la carearon con el doctor García del Olmo, comprendió que no hubo complicidad del director ni en su encierro ni en su deserción de los compromisos adquiridos con ella, y se inventó a un «falso» García del Olmo, que fue, según su delirio, su verdadero secuestrador. Pero ni el verdadero ni el falso García del Olmo han existido jamás en su vida. Son fabricaciones de su mente trastornada. Por último, cuando supo que Heliodoro, su marido, le había usurpado la fortuna heredada de Harold Gould, llegó a la conclusión más lógica de todas: aquel individuo (el que ella consideraba el falso García del Olmo) era un cómplice de Almenara. Pero no es cierto. El gángster de su cónyuge actuó sin complicidad ni ayuda de nadie. ¡Nuestra amiga está loca, doctora Bernardos!
El busto erguido, la mirada severa, apretado el ceño, la doctora Bernardos, directora del Hospital de Nuestra Señora de la Fuentecilla, intervino con dureza.
—Si está loca o no, es un asunto mío. O de la junta de médicos. ¡Vamos a delimitar nuestras funciones, señora de Fernández! Usted limítese a contarme los hechos, que es lo que corresponde a su profesión: averiguar «hechos». La interpretación de los mismos… corresponde solamente a nosotros. ¡No es asunto suyo!
María Luisa no se sintió ofendida por aquella acritud. Sabía que estaba motivada por el profundo disgusto que acababa de dar a la nueva directora. Y por la sorpresa, que es mala compañera de las noticias ingratas. Y por la «variación de mentalidad», también, que suponía enjuiciar el caso desde una perspectiva nueva: que es, sin duda, el trance más duro por el que ha de pasar el intelectual riguroso para reconocer y rectificar un error, sobre todo cuando se ha luchado honesta y ardorosamente por defenderlo.
—Los hechos son así —comenzó modosamente María Luisa. La directora la interrumpió.
—Si había hechos nuevos y distintos de los que todos conocíamos, ¿por qué se los ha callado hasta ahora?
—He ido descubriendo las cosas, mi querida amiga, muy paso a paso. Sólo en los últimos días he conseguido localizar a dos mujeres que fueron sirvientas suyas; y a las tres antiguas secretarias del despacho de Alice Gould. Las necesitaba para husmear algún indicio de dónde puede encontrarse Heliodoro Almenara. Y lo que aprendí es bien distinto a lo que pretendía: que Alicia está loca; que lo que entiende su mente no es lo que ven sus ojos: que transforma la realidad para adaptarla al servicio de unos hechos deformados que fueron bien distintos a como ella cree haberlos vivido.
Ante el silencio de su interlocutora, María Luisa prosiguió:
—Todo comenzó hace un año. Era voz pública entre los amigos de esa familia que Heliodoro no sólo vivía a costa de su mujer, sino que poco a poco se iba quedando con cuanto ella poseía. Alicia no vio ni un céntimo de una finca que tenía en La Mancha y que Heliodoro vendió con autorización de ella; y no llegó a saber, no quiso saber, o si lo supo, jamás lo comentó, que los poderes para la venta de aquellas tierras los utilizó su marido para vender dos casas que ella poseía en Inglaterra: en una de las cuales nació su padre. Alicia, como una madre que perdona todo a un hijo díscolo y perverso, no tomó otras medidas que separar las cuentas corrientes y los dormitorios. Él cometió la injuria de no ocuparlo en solitario, y transformarlo en un burdel en el que organizaba verdaderas bacanales, a dos pasos del cuarto en que dormía Alicia.
Me han contado las sirvientas que la indiferencia de su señora ante esos ultrajes rayaba en lo anormal. Su temperamento, varió radicalmente. La suya no era altivez, ni frialdad, ni indiferencia. Antes parecía ignorancia de cuanto ocurría en torno. Una vez fue abordada en el pasillo por una de aquellas fulanas, quien la invitó a pasar al cuarto de Heliodoro confundiéndola con otra de su misma calaña. Se disculpó muy cortés afirmando que estaba muy ocupada. Afirman las chicas que Alicia no entendió lo que le proponían y que a los pocos segundos lo había olvidado, porque ella, según las sirvientas, de un tiempo a esta parte, no veía ni oía lo que no quería ver ni oír. Una tarde, Alicia tocó el timbre y pidió que le llevaran café a su dormitorio. Ella se lo tomó, mientras ordenaba determinadas disposiciones para la casa; y la sirvienta, al concluir de hablar con ella, retiró la taza vacía. Apenas regresó a sus quehaceres, oyó sonar el timbre de la habitación de su señora. Acudió; y ella rogó de nuevo que le trajeran un café. Sirvióselo la chica; tomóselo Alicia; y cuando aquélla regresó a la cocina, el timbre sonaba de nuevo.
—¿Qué pasa con el café que he pedido? —preguntó Alicia con severidad.
Se le habían olvidado los cafés precedentes, y cuando le recordaron esta suerte de amnesia, negó que le hubiese ocurrido. No parecía enferma sino altiva, distante, ausente.
Una mañana al ir a llevarle el desayuno a la hora convenida, observó la doncella que la señora no se había acostado. La encontró en una salita de estar, leyendo un libro, y sin haberse retirado el abrigo que llevaba puesto la víspera, al llegar a casa.
—Sírvame la cena, por favor —pidió Alicia.
¡Había pasado la noche en vela, sin enterarse!
Una vez en que a ambas les tocaba su salida, al regresar a casa encontraron a don Heliodoro tumbado en el suelo de la cocina retorciéndose de dolor. Avisaron a un médico —inquilino de los Almenara y que vivía en el piso contiguo— quien, tras aplicarle los remedios correspondientes, diagnosticó que había sufrido un envenenamiento por ingerir alimentos en malas condiciones. Por ser día de descanso de la servidumbre, la comida había sido condimentada aquella noche por la señora. Este episodio se repitió tres veces más, siempre los días de salida de la doncella y de la cocinera. Al oír éstas decir a don Heliodoro que su mujer trataba de envenenarle, ambas se despidieron y no volvieron a saber más ni de una ni de otro.
—¡De modo que la historia de los venenos era cierta! —exclamó más que preguntó Dolores Bernardos.
—¡La historia de los venenos es cierta! —corroboró María Luisa.
—¿Cómo sé llamaba el médico vecino de los Almenara?
—El nombre no le será desconocido: Enrique Donadío.
—¿El que firmó la recomendación de internamiento?
—El mismo.
Callaron ambas mujeres. Dolores Bernardos rebuscó unos papeles que había en su escritorio. Contempló uno de ellos y lo leyó en silencio al par que movía tristemente la cabeza. Con los ojos húmedos se lo extendió a María Luisa Fernández.
—Mire usted —le dijo— lo que he firmado hace unos días…
La detective lo leyó y fue tal la impresión sufrida que se le demacró el rostro. ¡Era la declaración de sanidad de Alice Gould! Llevóse las manos a la frente y presionó con las yemas de los dedos hacia la embocadura del pelo como si quisiera peinárselo hacia atrás.
—Dígame, María Luisa —preguntó la directora—, ¿consiguió usted hablar con el doctor Donadío?
—Sí, doctora Bernardos. He hablado largamente con él. La reiteración de los tres envenenamientos; la coincidencia de que «los alimentos en malas condiciones» siempre se sirvieron cuando era Alicia quien preparaba la comida, hicieron sospechar tanto al médico como a Heliodoro. «Yo creo que está loca», dijo éste. Se pusieron de acuerdo en que «a causa de las continuas indisposiciones de estómago del marido», el doctor Donadío los visitase a diario y que, con este pretexto, estudiase y observase a la mujer.
A Alicia le molestaba la asiduidad de su vecino, las preguntas que le hacía, el modo de escudriñar en sus ojos. Hasta que descaradamente le preguntó:
—¿Y por qué no llamáis a García del Olmo, que es un especialista del estómago y no de los nervios como tú?
El marido intervino:
—Enrique es vecino y amigo nuestro. Y a ese señor no le conocemos más que de nombre.
—¿Cómo que no le conoces? ¿Qué broma es ésta? Fue compañero tuyo de colegio. Y me lo presentaste aquí, el día de tu cumpleaños.
El doctor Donadío cree recordar —continuó María Luisa Fernández— que en aquella recepción, a la que él asistió, Alicia tuvo un largo mano a mano con un amigo común, y que la conversación versó sobre las experiencias de ella en el campo de la investigación privada. Y que, al hilo de la conversación, surgieron algunos casos famosos que nunca fueron resueltos; entre otros, el asesinato de don Severiano García del Olmo, padre de Raimundo, el conocido gastroenterólogo.
Ésa fue la primera vez que Enrique Donadío advirtió en Alicia un claro error en la narración de un hecho, porque lo cierto es que ni aquel médico asistió a la recepción ni era compañero de clase de Heliodoro. Su alarma fue mayor cuando la oyó comentar que aquel día don Raimundo le había encomendado la investigación de aquel crimen impune.
Pasaron unos días. Y una tarde en que Heliodoro no estaba presente, Alicia le dijo:
—Es incomprensible, querido Raimundo, que el asesinato de tu padre haya quedado en puro misterio. ¿Por qué no vienes un día por mi despacho y me cuentas cómo fue? ¡Tal vez yo pueda ayudarte!
Admiróse el doctor Donadío de oírse llamar por un nombre que no era el suyo, y le siguió la corriente.
—¿Por qué me recuerdas ahora, de pronto, ese asunto?
—He estado releyendo unas revistas antiguas —respondió Alice Gould—. ¡Tal como se produjo el hecho, ese crimen no pudo ser cometido más que por un loco!
Por el hilo de la conversación no tardó Enrique Donadío en entender que Alicia se estaba refiriendo a Raimundo García del Olmo. Dentro de lo absurdo de esta situación había un hilo de lógica. Aquel otro médico era un eminente especialista del estómago y más adecuado, por tanto, para tratar a Heliodoro, que no él, que era neurólogo.
Al día siguiente, Alicia comentó:
—Es terrible, Raimundo, lo que me contaste ayer en mi despacho. ¡Hay que deshacer pronto ese equívoco por el que la policía sospecha de ti! Esas cartas de locos que has recibido debieras haberlas puesto en sus manos. ¡Es tu mejor coartada!
La doctora Bernardos interrumpió el relato de María Luisa.
—Tenía usted razón al imaginar que sería yo misma quien le pidiese que se quedara y me contase toda esa terrible historia con los más mínimos detalles. La interrumpo el tiempo justo de aplazar mis compromisos y dictar una nota.
Mientras daba unas instrucciones telefónicas, escribió a grandes rasgos:
QUEDAN CANCELADOS TODOS LOS PERMISOS PARA SALIR Y APLAZADAS HASTA MAÑANA, AUNQUE ESTÉN YA FIRMADAS, LAS DECLARACIONES DE SANIDAD.
Pulsó un timbre y entregó al ordenanza la nota con la orden de que se la diese al doctor Ruipérez, y que no se la molestase ni interrumpiese salvo en casos graves y urgentes.
—Por lo que voy entendiendo, la «historia delirante» de Alice Gould se iba desarrollando en su mente día tras día. Prosiga usted, María Luisa.
—Así es —respondió la detective—. El doctor Donadío no fue nunca al despacho que tenía Alicia Almenara en la calle de Caldanera. Pero, al visitarla en su casa, ella aludía cada vez a la reunión que creía firmemente que habían tenido la víspera. Y siempre, por supuesto, considerando que hablaba con Raimundo García del Olmo. Tal cual usted acaba de decir, su historia delirante se iba perfeccionando en su mente perturbada, como un tumor que crece. Una tarde confesó al doctor que había descubierto que las cartas del paranoico procedían de este manicomio. Otra, aceptó la sugerencia de realizar su investigación aquí, cual si fuese una enferma más. Otra, declaró que, en efecto, tal como había sugerido el director del hospital, la enfermedad más idónea que ella debía fingir era la paranoia pura, sin mezcla de otras complicaciones, y que, en consecuencia, adquirió varios tratados de psiquiatría y ya había comenzado a estudiar, a fondo, los síntomas y modalidades de esta clase de locura… «¡tan interesante y especial!». Al cabo de poco tiempo afirmó haber recibido la carta (que ya le había sido anunciada) del doctor don Samuel Alvar enviándole fotocopias de la legislación que regulaba el ingreso en los hospitales psiquiátricos. Y, en efecto, la fórmula que más le agradaba para ingresar es «la que usted, don Raimundo, me ha sugerido: la solicitud marital (que yo estoy dispuesta a arrancarle a Heliodoro sin que él sepa lo que firma) y la recomendación de internamiento firmada por un médico».
—Y… ¿a quién pediremos que firme ese papel? —preguntó el doctor Donadío.
A lo que Alice respondió:
—¡Al doctor Donadío! Es inquilino mío, y además siempre me ha considerado un poco loca. Si él se niega, falsificaremos su firma. Y si se entera, me lo perdonará porque es muy amigo. ¡Pero no tiene por qué enterarse!
María Luisa se interrumpió brevemente.
—Lo que voy a decirle ahora, doctora Bernardos, va a sorprenderla mucho. Don Enrique Donadío sentía un gran aprecio por la señora de Almenara. Había llegado a la conclusión de que era realmente una paranoica: así me lo ha dicho y repetido con insistencia, pero le producía una profunda pena traerla forzada, engañada y contra su voluntad. De modo que, de acuerdo siempre con Heliodoro, su marido, decidió seguirle la corriente y aceptó que ella ingresase aquí, creyendo que simulaba una paranoia cuando en realidad se trataba de una paranoia verdadera.
—No me sorprende tanto, como usted cree. Tal vez, en el caso del doctor Donadío, yo hubiera hecho lo mismo.
—No me refería a eso. Lo que sin duda la sorprenderá es saber que el doctor Donadío estuvo realmente aquí, tal como siempre declaró Alice Gould, y habló de todo ello con el doctor Alvar, advirtiéndole del caso singularísimo de una paranoica (que, como todas, ignoraba serlo) y que «deseaba» ingresar en este manicomio simulando una falsa paranoia. «Por si esto le sirve de ayuda —le comentó Samuel Alvar—, puede usted decir a esa señora que yo le ayudaré a realizar esa investigación que ella pretende». ¡Y así se lo repitió a nuestra amiga el que ella imaginaba ser Raimundo García del Olmo!
La doctora Bernardos movió apesadumbrada la cabeza.
—No me parece irregular ese ofrecimiento del antiguo director. Me parece una estupidez, simplemente: fruto de su inexperiencia. Los locos son locos, pero tontos, no. ¡Así se explica el odio de Alice Gould hacia un hombre que le negó lo que le había prometido! Escúcheme, María Luisa. La historia de esa señora, a la que todos queremos y admiramos profundamente, es demasiado triste y demasiado complicada, y ha sido ocasión de tantas polémicas, disgustos, e incluso variaciones administrativas… que no debo ser la única en conocerla directamente de usted. Yo le suplico que todo cuanto me ha relatado lo repita ante la junta de médicos.
—¡Ah, doctora Bernardos, no quiero perjudicar más a Alice Gould de lo que ya he hecho! Si me he atrevido a contarle a usted la verdad, es por haber comprobado hace varias semanas el afecto que usted sentía por ella. Y a sabiendas de que decidirá lo mejor.
—Amiga mía, Alice Gould no sólo ha cautivado con su bondad y su personalidad a usted y a mí. Todos los médicos de la junta son amigos suyos y harán lo indecible por favorecerla. Le suplico que no se niegue a lo que le pido.
Dolores Bernardos hizo un breve preámbulo. Se disculpó ante sus compañeros por haber trasladado excepcionalmente a su despacho el lugar habitual de reunión, a causa de ser también inusual contar entre ellos con una persona ajena al cuadro de psiquiatras del hospital.
—Hemos firmado —añadió— ocho o diez declaraciones de sanidad en los últimos días. Tal vez haya que reconsiderar alguna. Acerca de la de Alice Gould, que tanta inquietud nos ha producido a todos, doña María Luisa Fernández tiene algo que declararnos. Como ustedes saben, ella fue la encargada por Alicia Almenara de averiguar las muchas causas poco claras que rodeaban su caso. Y la señora de Fernández fue quien descubrió que su marido, hoy huido de España, falsificó la firma de su mujer y, aprovechándose de su encierro aquí, se alzó con una herencia que sólo a ella correspondía.
Muy inquieto, don José Muescas preguntó:
—¿Hubo complicidad en ello por parte de nuestro antiguo director?
—No, no. ¡En absoluto! —protestó Dolores Bernardos—. El caso es harto distinto a lo que nadie podía imaginar. Si es usted tan amable. María Luisa, le ruego que explique a estos señores lo que ya me ha contado a mí.
Repitió María Luisa punto por punto sus tristes averiguaciones. A todos les resultaba muy penoso escuchar este relato. Alice Gould, con un duplicado de su declaración de sanidad en el bolso, se había presentado a lo largo de ese mismo día en cada una de sus unidades para despedirse de ellos. Todos la habían abrazado, deseado la mayor felicidad en su nueva vida, prometido visitarla y demostrado su amistad. Durante el monólogo de María Luisa se produjo un hecho entre grotesco y conmovedor. El doctor Rosellini, al entender que Alicia (su protegida, la que quiso salvar de la persecución y el odio del antiguo director) era en verdad una envenenadora y una perturbada, rompió a llorar como un niño. Se disculpó y se ausentó de la habitación. Cuando regresó no volvió a hablar más, ni a hacer preguntas. Los otros se comportaron con él como si no hubiesen advertido nada. Otro de los grandes silenciosos fue César Arellano. Las preguntas, las precisiones, corrieron a cargo de José Muescas, Teodoro Ruipérez y Salvador Sobrino. Dolores Bernardos, cuando intervenía, era para encauzar la encuesta hacia un final razonable.
—¡Hay cosas que no acabo de entender! —insistió José Muescas—. Si Heliodoro Almenara fue víctima por tres veces de otros tantos envenenamientos frustrados ¿por qué no denunció a su mujer ante el juez? ¡Él hubiera decidido si el lugar más adecuado para Alicia era la cárcel o el manicomio! Y es más que probable que le hubiesen declarado tutor de su mujer, lo que supone la administración de sus bienes, que es lo que un pillo como él anhelaba.
—No le hubieran declarado tutor —respondió María Luisa—. No olviden que ya en una ocasión anterior falsificó la firma de Alice Gould para vender unos bienes que ella poseía en Inglaterra. Si esto hubiese salido a relucir, el Tribunal hubiera designado a la enferma un tutor judicial, y Heliodoro no hubiese podido alzarse con la herencia de Harold Gould, que es lo que en verdad pretendía. Prefirió usar el procedimiento más sencillo: la solicitud de internamiento y el diagnóstico provisional de Donadío.
—¿Y ese tal Donadío era cómplice de Heliodoro Almenara para la realización de sus planes? —preguntó el doctor Sobrino.
—No. El doctor Donadío es un hombre de bien, que estudió a Alicia, diagnosticó la paranoia y aconsejó su inmediata reclusión.
—No veo nada clara esa paranoia —declaró el doctor Muescas—. Para mí, Alicia Almenara fue simple y llanamente la víctima de una estafa.
María Luisa accedió:
—De acuerdo con su segunda parte, doctor. ¡También fue víctima de una estafa!
José Muescas intervino:
—¿No es demasiada casualidad que el expoliador recibiese de pronto como aliado un brote paranoico en la persona que pretendía estafar?
—Sí, doctor. Y también es casualidad que su mujer recibiese una herencia cuando estaba a punto de ser encerrada. La verdad es ésta: don Heliodoro no encerró a su mujer para estafarla. Lo que hizo fue estafarla aprovechando la circunstancia de su enfermedad y de su encierro.
—¿En qué basó el doctor Donadío su diagnóstico provisional?
—¡Entre otras cosas, en que lo confundió con el doctor García del Olmo, a quien no conocía físicamente, mientras que él era su vecino, inquilino y amigo personal!
—¿La solicitud de ingreso era, por tanto, legal?
—Sí.
—¿No había sido falsificada?
—No.
—¿Se la hizo ella firmar a su marido mezclada con otros papeles?
—Sí.
—¿Y él sabía lo que firmaba?
—¡Naturalmente!
—¿Samuel Alvar escribió realmente a Alicia de Almenara cursándole instrucciones de lo que debía hacer?
—No.
—¿Ella escribió la carta, acerca de su propia personalidad, que nos contó?
—Sí.
—¿La historia de las drogas que descubrió en un colegio es cierta?
—Sí.
—¿Las cartas de un loco que decía procedían de este manicomio eran auténticas?
—¡No!
—¿Era en verdad detective?
—Sí. Y muy eficiente.
—El doctor García del Olmo ¿no le encomendó, entonces, ningún trabajo?
—¡No! ¡Ella no conocía de nada a ese señor!
—¿Estaba realmente asociada con tres detectives que trabajaban a sus órdenes?
—No. Eso fue una jactancia. Tenía tres subalternas.
—¿Era doctora cum laude por la Facultad de Filosofía?
—Sí. En esto dijo siempre la verdad.
—Cuando vino para internarse ¿le comunicó a su marido que se iba a Buenos Aires para realizar una investigación?
—Sí.
—¿Y él se lo creyó?
—No. Él conocía la verdad.
—¿Quién fue la persona que la acompañó hasta el hospital el día de su internamiento?
—¡El doctor Donadío, que ella, en pleno delirio, confundía con su cliente!
—¿Por qué quiso por ella misma ingresar en el manicomio?
—Un momento —interrumpió Teodoro Ruipérez—. Si la doctora Bernardos me lo permite, a esa pregunta prefiero responder yo. Samuel Alvar expuso un día ante mí y ante otro médico aquí presente, con lucidez y brillantez extraordinarias, una teoría realmente original: la de las dos paranoias: la auténtica y la simulada. ¡Samuel Alvar tenía razón!
—No dudo —replicó con violencia contenida el doctor Sobrino— que la expusiese con brillantez y lucidez extraordinarias; pero niego que fuese una teoría original, puesto que el propio doctor Donadío se la explicó de palabra, como acabamos de aprender. Luego no fue una teoría ni un diagnóstico. Expuso simplemente lo que sabía. ¡Y callando, por cierto, que ya lo sabía!
El doctor Ruipérez no se amilanó.
—Estoy respondiendo a la pregunta de por qué quiso Alicia Almenara ingresar en el manicomio. Samuel Alvar se equivocó en la primera parte de su exposición, al creer que el brote esquizofrénico le nació ante la conmoción de saberse descubierta. Esto se lo echó abajo César Arellano al hacerle ver que el doctor Donadío sería, en tal caso, un futurólogo excepcional ya que diagnosticó una paranoia que sólo se produciría después. No. Yo creo firmemente que la paranoia existía ya durante los intentos de envenenamiento. Lo que sí es original en la tesis de Alvar, es esto: al saberse atrapada, al saberse descubierta, al entender que estaba siendo observada por un neurólogo, vio sobre sí la clara amenaza de acabar en un sanatorio mental. No lo razonó con la lógica y la claridad con que lo expongo yo ahora. No lo dedujo por un proceso mental, puesto que toda esta zona de su capacidad intelectiva estaba enferma y en plena virulencia del brote morboso. Pero lo entendió, como entiende un perro, sólo con mirar al que se acerca, que va a ser apaleado. Su juicio no lo sabía; pero su instinto, sí. Y entonces es cuando nace la «interpretación delirante». Ella va a un manicomio, en efecto. Pero por otras causas. ¿No es acaso una detective? Pues ingresará como detective y para resolver el mayor enigma que desde hacía varios años traía en jaque a la policía oficial. Se le olvida que quiso envenenar a su marido. Tal vez no lo supo nunca. Acaso creyó que sólo deseaba su muerte: su eliminación, su desaparición, no verle más. Su naturaleza, el conocimiento de su propia exquisitez, de su refinamiento espiritual y moral, se negó a aceptar la verdadera razón de su próximo encierro y se inventó la historia de la investigación de un crimen. Pero no la inventó maliciosamente, como una argucia voluntaria. Fue su interpretación delirante la que la inventó. Ella creía firmísimamente que era así, del mismo modo que otro paranoico, Machimbarrena, creyó estar aquí como espía de la Marina, y otra paranoica, Maruja Maqueira, por haber sufrido una meningitis que nunca tuvo. Ésta fue la interpretación de Alvar. ¡Y no retiro lo de afirmar que fue tan acertada como original!
—Mi interpretación es muy otra —exclamó el doctor Muescas.
Cruzó y entrecruzó varias veces los pies imitando el movimiento de las bailarinas cuando ejecutan lo que los coreógrafos denominan el entrechat y prosiguió, no sin frotarse primeramente la nariz, como si la fregara.
—Alice Gould ha tomado lindamente el pelo a sus criadas, fingiendo la historia de los cafés y pidiendo que le sirviesen la cena a la hora del desayuno. ¡Eso es lo que pienso! Ha engañado donosamente a Donadío haciéndole creer que le confundía con otro. ¡Eso es lo que creo! Ha urdido juiciosamente, con gran sentido de la investigación y siguiendo un riguroso proceso intelectual, lo que Alvar creía y Ruipérez cree su «historia delirante», con la sola intención de que el médico que la observaba la considerase loca. ¡Eso es lo que opino! Cuando le dice a Donadío que la persona idónea para firmar su «recomendación de internamiento» era un médico amigo suyo que se llamaba Donadío, ¡el episodio riza el rizo de lo burlesco! Se está chanceando de él, simplemente, y con la gracia, la soltura y el talento que empleó aquí para vapulear a nuestro antiguo director. ¡Eso es lo que afirmo! Y todo ello ¿para qué? La cosa está clarísima: para eludir un proceso criminal. Sabía de sobra que en el manicomio, antes o después, la declararíamos sana, que es exactamente lo que hemos hecho y debemos mantener. ¡Allá se las haya con la Justicia! De otra parte, no creo que le hagamos un flaco servicio, porque el granuja de su marido no se expondrá a perder su botín a cambio de denunciarla. ¡Éste es mi criterio!
—¡Y el mío! —se apresuró a decir Rosellini.
La doctora Bernardos intervino.
—Señora de Fernández, le agradezco infinito su información. Creo que debería, por el momento, dejarnos solos. Más tarde nos veremos. Tenemos que deliberar.
María Luisa se puso en pie.
—Estoy segura, señores, que harán ustedes lo mejor.
Apenas hubo salido, Dolores Bernardos se dirigió al doctor Sobrino con las mismas palabras que solía hacerlo el antiguo director, respecto a Arellano.
—¿Qué opinas, Salvador?
—Creo que Samuel Alvar tenía razón —respondió simplemente.
El silencio que acogió sus palabras fue tal, que parecía contradecir la tesis de Alice Gould cuando afirmaba que éste no existía.
—Bien sabe Dios que lamento tener que decirlo —añadió Salvador Sobrino— porque Samuel Alvar es el gran responsable de la confusión creada. Las inicuas persecuciones de que la hizo víctima, nos predispuso a todos en contra de él y en favor de ella. Más tarde, el saber que había sido expoliada por su marido, nos confirmó en nuestro error, a lo que contribuyó también, no poco, su encanto personal.
»Con todo y con esto hay que reconocer que la suya es una “rara” personalidad. Como la de una mujer “predispuesta”. Su manera de comportarse con el doctor Donadío, tal como nos ha sido contada, es la típica de quien sufre un primer brote delirante en que la enfermedad está haciendo equilibrios sin que se sepa todavía de qué lado va a caer. La explicación, en fin, de Ruipérez, lógica y convincente. Créanme que lamento opinar así.
—¿Y tú, César? —preguntó la directora dirigiéndose a Arellano.
Éste enrojeció visiblemente. Todos los rostros se volvieron hacia él. Dolores Bernardos escuchó con profundo desaliento su respuesta:
—Yo desearía opinar como Pepe Muescas y como Rosellini. Lo desearía ardientemente, porque esa señora me infunde un gran respeto y una gran simpatía. Mi admiración por sus grandes cualidades es muy honda y sincera. Y… y la considero merecedora de una felicidad harto mayor de la que le ha deparado el destino.
La voz se le quebró levemente al añadir:
—Se diría que nació y se desarrolló demasiado perfecta y que los hados se empeñaron en rectificar tanta perfección. Desgraciadamente me inclino por el criterio de Ruipérez y el doctor Sobrino: padece una paranoia. Pero tu opinión, directora, es muy importante también. Y desearíamos conocerla.
—Mi opinión —habló Dolores Bernardos— es que una cosa es el diagnóstico y otra el pronóstico. El diagnóstico de Ignacio Urquieta fue el de sufrir una neurosis de angustia: una neurosis fóbica. Tu pronóstico, César, es que ese hombre sanaría al conocer las causas de su fobia. El diagnóstico de Charito Pérez fue el de una psicosis maníaca, y tu pronóstico, César, que su crisis se atemperaría con la medicación adecuada. En ninguno de estos casos, ni en tantos otros, te equivocaste. Me gustaría conocer tu pronóstico de Alicia Almenara. Porque de lo que se trata no es de saber si sufrió un brote paranoico, como Maruja Maqueira, sino de si han cesado o no las causas por las que su marido la mandó encerrar, del mismo modo que cesaron las causas por las que sus padres internaron a la Maqueira.
César Arellano se puso en pie. Dio una vuelta en torno a la silla, meditando lo que iba a decir, y volvió a sentarse.
—Como todos sabéis, la mayor parte de las paranoias y de las esquizofrenias no son motivadas por causas secundarias. Nacen porque sí: como los hongos en el bosque o los renacuajos en las aguas estancadas. Pero hay un segundo grupo: las que nacen por alguna razón; o bien material (las somáticas); o bien moral (vivencias traumatizantes). En los delirios de interpretación, los pronósticos del segundo grupo son más favorables que los del primero. Y esto, en cierto modo, me consuela, ya que es el caso de Alicia. Si el delirio es somático (un tumor cerebral, por ejemplo) y éste se extirpa, la enferma mental deja de serlo. Si es una vivencia traumatizante y las causas morales que perturbaron la mente desaparecen, la curación no es imposible. Cuando tracé un primer bosquejo de la personalidad de Alice Gould (a la que considero que deberíamos denominar siempre así, ya que ella no quiere llamarse más señora de Almenara), escribí que poseía cierta candidez infantil que la inhabilitaba para defenderse de las maldades ajenas. ¡Yo entonces ignoraba que su marido era un bellaco que la estaba expoliando y que ella era tan ingenua como para tener una cuenta corriente común en la que podía ingresar su dinero, y el otro sacarlo; como quienes poseen dos llaves distintas de un mismo cajón! No obstante, detecté esta candidez, que es habitual en gentes de un rango moral tan superior, que son incapaces de imaginar, ni en teoría, la maldad en los otros; y menos en los más próximos.
»El doctor Sobrino ha hablado de su rara personalidad. En efecto, las personalidades especialmente exquisitas son más vulnerables que las más zafias; del mismo modo que una taza es más frágil cuanto de mayor calidad sea la porcelana.
»¡Alicia invitada por una prostituta a compartir con ella el lecho de Heliodoro, su marido! ¡Alicia privada de la casa en que nació su padre, en una operación en que se le arrancó un poder para otra venta distinta! ¡Alicia, la doctorada cum laude en filosofía, conviviendo con un estafador, ignorante, necio y tal vez brutal! Ella, en el test que se le hizo, definió la locura como un conflicto entre el yo real y el anhelado. ¿No se estaría definiendo a sí misma? ¿La diferencia entre su ideal y su realidad no la hirió tan hondo, tan hondo, que la trastornó?
»Una mujer de ideales menos elevados, menos pura, menos delicada que Alicia no habría enloquecido: simplemente se habría separado. Del mismo modo afirmo que Alicia no se hubiese perturbado junto a otro hombre que apreciara sus cualidades, que compartiera su afán de superación, y no mancillara sus sábanas y su hogar llevando a casa prostitutas que la invitaran a compartir en grupo la cama de su marido.
»Quiero decir con esto que Alicia es uno de los raros casos en que la paranoia no ha surgido espontáneamente en ella; sino que ha sido provocada. Y que, por tanto, es menos difícilmente curable que las otras. Desaparecida la causa, desparecerán los efectos. Éste es mi primer pronóstico. Desearía ahora exponer una variante. Imaginemos que sus delirios permanecen. Que ella sigue creyendo de por vida que fue encargada por el doctor García del Olmo para investigar la muerte de su padre en este manicomio en el que ingresó con una documentación falsificada. Pues bien: ni siquiera en ese caso yo recomendaría para ella los tratamientos al uso. Si permanece en el manicomio ¿a quién daña que ella quiera enseñar aritmética elemental al pequeño Rómulo, pasear de la mano a la mujer que se considera autocastigada para liberarla de su eterno rincón, o dibujar elementos ornamentales más modernos (como me ha propuesto) para los bordados que dirige Teresiña Carballeira? Y si queda en libertad, ¿a quién daña o a quién perjudica que ella crea en lo futuro que un episodio ya pasado fue de distinta manera a la realidad? Otra cosa sería si tuviera que seguir conviviendo con Heliodoro. Es probable que le envenenara ¡y esta vez sin errar! Pero este hombre, que es la causa primera y única que la trastornó, está fuera de su alcance, fuera de su vida, fuera de sus afectos y, muy pronto, fuera de su memoria.
»Perdón por haber sido tan premioso. Termino con esta conclusión: Alice Gould puede ser puesta en libertad sin peligro para ella ni para los demás, y regresar a su domicilio (donde podemos, o no, recomendar que sea tratada y observada por un médico).
Dolores Bernardos exclamó con gravedad.
—No quiero influir en nadie, al declarar que siempre he confiado en los pronósticos de Arellano. Ahora bien, quiero una decisión colegiada. Y después de conocer la verdad, tal como nos la ha relatado la señora de Fernández, no me basta una mayoría. Requiero la unanimidad. Piensen ustedes que en el duelo entablado entre esta inteligente paranoica y el director del hospital, la enferma dejó fuera de combate al médico, hasta el punto de provocarlo a una dimisión. ¡Y, no obstante, Samuel Alvar tenía razón! Por culpa de este incidente, yo ocupo ahora su puesto. Espero que todos comprendan que para tomar cualquier decisión exija la unanimidad. ¿Retiramos o no retiramos a Alice Gould la declaración de sanidad que ya le hemos dado? Los qué crean que puede marcharse libremente, deben escribir simplemente sí. Quienes crean que debemos retenerla en el hospital, deben escribir NO.
Repartió unas cuartillas y ordenó que se retirasen por orden a una mesa auxiliar apartada; que no firmasen la papeleta, y que se la devolviesen bien doblada. El primero que se aprestó a cumplir la orden fue Rosellini. Iba ya a hacerlo cuando se oyeron unos pasos precipitados por el pasillo y la puerta se abrió bruscamente. Alice Gould, llorosos los ojos, se detuvo sorprendida.
—¡Oh, perdón! —exclamó, disculpándose—. Ignoraba que estuviesen ustedes reunidos…
—¿Deseaba usted algo, Alicia? —preguntó, algo incómoda, la doctora Bernardos.
—Sólo decirle que mi tocaya, «la Niña Oscilante», ha vuelto a sonreír. ¡Y esta vez abiertamente, sin que pueda caber ninguna duda! ¡Es emocionante mirarla!
—Ahora no puedo atenderla, Alicia. Más tarde bajaré.
—No deje de ir a verla. ¡Le digo que es conmovedor! —Se disculpó Alicia brevemente, y salió.
La directora, una vez votado ella misma y recibidos los papeles, comenzó el singular escrutinio. Desdoblaba y leía:
Sí.
Sí.
Sí.
Sí.
No.
Sí.
Todos los rostros menos uno se volvieron severos hacia Ruipérez. Olvidaban que éste no participaba nunca en batallas que creía perdidas. El voto negativo no era el suyo.
Don José Muescas, muy alterado, exclamó:
—¡No entiendo nada! ¿No hay más que un NO? He debido de equivocarme. Ese NO es mío; pero lo que he querido decir es que NO le retire el documento que se le ha entregado ya… ¡y que quede en libertad! ¡Eso es lo que quería decir!
Fue la primera vez que la junta de médicos declaró, por unanimidad, la sanidad mental de una residente que todos, lo confesaran o no, sabían que estaba enferma.