María Luisa Fernández fue durante muchos años una mujer muy conocida en los círculos políticos por haber sido secretaria particular primero y jefe de la Secretaría más tarde, de dos ministros muy influyentes de la época de Franco.[2] Más tarde, al morir sus dos jefes, y tras de haber probado su extraordinaria sagacidad al descubrir «la segunda vida» de uno de los más influyentes ministros del Régimen anterior,[2] se profesionalizó en la investigación privada; se asoció con un policía jubilado (el excomisario Obdulio Limón), tomó a sus servicios a dos detectives muy jóvenes y eficientísimos (Pepe Ruiz y Amparo Campomanes) y se hizo famosa por la originalidad de sus métodos y la espectacularidad de sus descubrimientos.[3]
Alice Gould estaba segura de que al recibir una carta suya en la que la denominaba «querida prima» —sin serlo— y la acuciaba a venir a verla porque «¿quién podía interesarse en acompañar a una pobre loca?», María Luisa Fernández comprendería, sin necesidad de decírselo expresamente, que algo grave le ocurría a su colega, a la que descubrió por azar en el manicomio de Nuestra Señora de la Fuentecilla, el día en que ésta fingió encontrarse allí para visitar a una amiga enferma. Como Alicia de Almenara era profesionalmente conocida con el nombre de Alice Gould, se preocupó en la carta de añadir a su apellido de soltera el de casada y de encontrar un pretexto para dar el nombre de su marido: Heliodoro.
Si María Luisa era tan sagaz como de ella decía la fama, era evidente —según criterio de Alicia— que esa mujer tantearía el terreno antes de emprender el viaje, aun no conociendo el verdadero motivo de la investigación que se le encomendaba. Pero que la carta era una demanda de ayuda que olía a cien leguas a estar escrita por un remitente en apuros, ¿qué duda cabía de ello? ¡De no entenderlo de este modo, no sería esa detective tan inteligente como de ella se decía!
Así pensaba Alicia que su colega interpretaría su escrito. Y no se equivocó. No habían transcurrido diez días desde que escribió su S.O.S —días que invirtió, no ya en corregir sino en redactar íntegro el escrito de la «operación antiAlvar»— cuando, una mañana, el doctor Rosellini la mandó llamar a su cubil.
—La doctora Bernardos —le dijo el médico— ha acompañado hasta aquí a este caballero que desea hablar con usted. Pueden utilizar mi despacho.
Quedóse Alicia no poco sorprendida tanto de la presencia como de la catadura de esta visita inesperada. El hombre era albino. Su rostro era casi tan blanco como su pelo y estaba arrugadísimo. Toda su piel estaba troceada en mínimos e infinitos pliegues. Con todo y con eso, tales peculiaridades no eran nada al lado de sus ojos. Como los conejos de Indias, este extraño individuo tenía el iris colorado. Los bordes de sus párpados eran rosáceos, la córnea acuosa y transparente y el centro rojo, como dos mínimas cerezas hundidas en un aguamanil. Si a eso se añade que las cejas y pestañas eran níveas, habrá que convenir que su semblante era algo más que singular.
—Soy el comisario jubilado Obdulio Limón —le dijo, apenas Rosellini los dejó solos.
Su voz no se correspondía en absoluto con su físico. Alicia hubiera pensado que sería aflautada o débil como un soplo. Muy por el contrario, era cavernosa, profunda y potente, bien que rota por el asma. El hombre respiraba con notable dificultad.
—Permítame que me reponga —añadió con una voz que parecía salir de las simas del averno—. Al entrar aquí he visto a varias mujeres desnudas y mojadas que eran perseguidas por otras vestidas de blanco y armadas con toallones. Una se ha acercado a mí andando a gatas para olerme los zapatos. Al desplazarse, ha pasado por encima del cadáver de una enana. Y otra me ha soltado un graznido en el tímpano que he creído quedarme sordo. ¿De modo que éstas son sus compañeras?
—Sabe usted mucho más que yo —respondió Alicia, recelosa—. Porque, aparte su nombre, ignoro quién es usted y qué desea de mí.
—Soy el socio de su «prima» María Luisa Fernández, y vengo de su parte a ponerme a su servicio.
—¿Y por qué no ha venido ella?
—Porque es altamente probable que le sea a usted más útil en Madrid que aquí. Yo estaré en constante comunicación con ella. ¿Se encuentra usted en apuros?
—La palabra «apuros» me parece muy tímida, señor Limón. Corro el riesgo, si ustedes no lo remedian, de verme andando a cuatro patas de aquí a poco como «la Mujer Gata» que le ha estado husmeando los pies.
El excomisario llevaba una colilla apagada en los labios que no se quitaba ni para hablar ni para contener sus frecuentes ataques de tos. En ambos casos, la colilla quedaba adherida al labio inferior como si estuviese pegada con cola o formase parte de su extraña anatomía.
—Usted es «detective», como María Luisa, según tengo entendido. ¿No es así?
—Así es.
—¿Es usted misma la que se ha metido en este lío?
—Me temo que sí.
—¡Ustedes las aficionadas son el carajo, si me permite esa expresión!
Rompió a reír escandalosamente. La risa le produjo tos. La tos más risa. La risa más tos. Alicia pensó que iba a morir allí mismo, ahogado, sin acabar de enterarse de que, en efecto —¡al menos en su caso!—, las aficionadas eran del carajo.
—No tengo ningún derecho a contradecirle, comisario.
—¡Pues suélteme usted su rollo! La escucho.
Dos horas largas tardó Alicia en relatar la historia entremezclada, de las razones por las que ingresó en el manicomio y cuanto le había acontecido desde entonces, de puertas adentro.
A veces el excomisario la interrumpía con preguntas cortas y precisas. Otras, fueron sus accesos de tos los que permitieron a Alicia tomar un respiro. De súbito, don Obdulio se metió la colilla a la boca, la masticó parsimoniosamente y se la tragó. Apenas hecho esto, encendió otro cigarrillo al que dejó apagar, y quedó como el primero colgando de sus labios.
—Mi querida amiga —comentó apenas hubo concluido de escuchar el relato—, estoy admirado tanto de su osadía cuanto de su candidez. Pero, en definitiva, yo sospecho lo mismo que usted.
—Yo no he dicho que sospeche de nadie… —protestó Alicia.
—Tampoco lo he dicho yo. Y, no obstante, usted sabe a lo que me refiero: sospechamos lo mismo. —Bajó Alicia los ojos e hizo ademán de cubrirse los oídos.
—Prefiero no oírlo.
—De nada le sirve, señora, vendarse los ojos para negarse a contemplar la evidencia. No lo dude: usted ha sido expoliada por su marido. Su encierro no ha tenido otra razón de ser que darle tiempo para proceder a su expolio.
—¡Prefiero no saberlo! —repitió Alicia llorando.
—Su compinche, ese falso García del Olmo, la llevó a usted de la mano de modo que descubriese algo bien fácil de averiguar: la procedencia de las cartas.
—Pero ¿cómo pudo conseguir el papel de escribir con membrete del director de este hospital y otros de idéntica filigrana para fingir las misivas del loco?
—¡Es demasiado sencillo! Si yo esta misma tarde escribo al director diciendo que sufro depresiones y solicito ser admitido, él me contestará diciendo que no hay plazas, que venga a que me hagan un primer reconocimiento. Una vez que tenga su respuesta en mi poder, mandaré fotocopiar el membrete y lo reproduciré cuantas veces me venga en gana en un papel, amiga mía, que adquiriré en la librería de la esquina. Usted, querida, se ha comportado con una candidez increíble. Quiso hacerse la engañanecios con su marido haciéndole firmar en barbecho la solicitud de ingreso, y la engañada fue usted, ya que él conocía perfectamente lo que firmaba.
Sentíase Alice Gould tan deprimida, que apenas se escuchaban sus sollozos. Experimentaba un deseo intensísimo de odiar a Heliodoro y no lo conseguía. La sospecha de ser él quien la encerró, utilizando para ello a un hombre de paja, la había asaltado cien veces, y siempre la rechazó. Al dolor de la decepción se unía el del orgullo herido: el de su doble fracaso como mujer y como detective.
—Pero ¿qué motivo podía tener para encerrarme? —Consiguió decir al fin.
—No le respondo a eso —comentó el hombre albino con voz de oráculo— porque comenzaría a dudar de su inteligencia.
—¿Usted cree que quiso quedarse con mi dinero?
—¡Naturalmente!
—Pero ¡si ni siquiera ha intentado declararme dispendiosa! Esto se hace previa solicitud judicial y con citación de la encausada. ¡Y yo no he declarado nunca ante un juez!
Esta noticia sorprendió al hombre de los ojos colorados. Por un momento brillaron como pequeñas bombillas ante un aumento de corriente.
—Estamos casados en régimen de separación de bienes —insistió Alicia—. ¡Él no ha podido vender mis propiedades!
—¿Qué cuentas corrientes tenía usted?
—Tenía y tengo dos. Una, sólo a mi nombre. Y otra, conjunta de la que podíamos disponer indistintamente cualquiera de los dos.
—En esa última está la clave de todo.
—¡No, señor Limón! Al tiempo de mi encierro no habría en ella más de unas 250,000 pesetas. ¿Cómo Heliodoro iba a arriesgarse a tanto a cambio de tan poco?
—¿Recuerda usted de memoria los números de su dear?
—Sí.
—Escríbame una carta a cada Banco autorizándome a pedir el saldo de esas cuentas.
En el propio papel del jefe de la Unidad de Demenciados, y con la pluma estilográfica de Obdulio Limón, Alicia escribió lo que le pedían. Después cortaron a tijera la zona del membrete tal como lo había hecho —según la tesis del albino— el hipotético esquizofrénico que escribía al falso García del Olmo.
—¿De quién era la casa en que ustedes vivían?
—La heredé de mi padre.
—¿Y su despacho?
—Era alquilado.
—¿Cuántos empleados tenía usted en su oficina?
—Tres.
—¿Y en su casa?
—Una cocinera y una doncella.
—Anóteme los nombres y direcciones de todos ellos. Y cuando acabe escriba cien veces con buena letra: «Como todas las aficionadas, soy tan cándida como necia».
—¡Es usted muy galante, señor Limón!
—Agradezco el cumplido. Si hay algo o «algos» que me revientan son los pillos. Pero todavía me queman más la sangre los que se dejan engañar por los granujas. Su marido, señora mía, es un bellaco de la peor especie y usted una parvularia a la que hay que poner babero. ¡Y deje de llorar de una vez, muchachita! Ahora me voy a ver al director.
—¡No lo haga! ¡Me puede costar muy caro!
—Antes de media hora sabré si es inocente o es cómplice de esta fechoría.
—¡No lo haga!
—Mi querida niña, no olvide que usted es una aficionada y yo un profesional con muchas horas de vuelo. ¡Hasta más ver! Sea paciente. Tenga calma. ¡Y no haga más tonterías!
Tragóse Obdulio Limón su enésima colilla; dio unas palmadas conmiserativas a Alice Gould, y fuese por donde vino.
De toda la conversación con el viejísimo señor de la cara arrugada, las pestañas ebúrneas y los ojitos colorados, la única satisfacción que le quedó a Alice Gould fue la de haberse oído llamar «niña» y «muchachita».
El antiguo comisario salió de la «Jaula» femenina, cruzó ante la masculina (en la que vio a los dos hombres eternamente acodados en el alféizar esperando la llegada de un gnomo que había muerto varios meses atrás, pero que seguía vivo en sus pupilas) y se dirigió hacia el edificio central, con intención de visitar al director.
En el camino encontró a una mujer iracunda que contaba una historia terrible a dos hombres pacíficos que la atendían sin pestañear y tal vez sin escucharla. Ella era —decía— víctima de la codicia de sus hermanos, quienes la habían encerrado para quedarse con la parte de su herencia. No supo el comisario Limón qué era más de admirar: si la voz gritona de ella; la parsimonia y paciencia de ellos, o la reiteración con que se presentaban casos como el de la colérica: hombres y mujeres que se decían enclaustrados, a causa de la avaricia ajena. En unos casos sería verdad y la loca, sana. En otros sería igualmente verdad, y la loca, loca. En otros, pura manía persecutoria. ¡No sería fácil para los médicos —pensó— conocer a ciencia cierta estos matices! Porque ellos, los policías, habían de vérselas con individuos que «sabían» si eran delincuentes o no. Y los médicos con gentes que ignoraban su propia realidad. Meditó un instante. «¡Ignorar la propia realidad —pensó—. Eso es la locura!».
Se le acercó uno que le tocó varias veces en los brazos y en el pecho, y le extendió la mano con claro ademán de pedir algo al tiempo que decía:
—Amarfo tiromato paramín.
Obdulio Limón le ofreció un billete que el otro rechazó y después un cigarrillo, que es lo que en verdad pedía.
—Arrazufo compulsenda —le dijo el orate con grandes muestras de agradecimiento.
—De nada, amigo —le respondió Limón—. Ha sido un placer…
Y siguió su camino. Llevaba el socio de María Luisa Fernández unas grandes gafas negras y casi opacas sobre los ojos. No las necesitaba, pero se las ponía para evitar que las gentes se volviesen asombradas hacia él por el color de su iris o que los niños le señalasen con la mano.
Se le acercó, al igual que antes, otro hombre que le sobó, dio pequeños empujoncitos y extendió la mano. Tenía más aspecto de hombre de lunas que el anterior. Su cráneo parecía más seco y menos dentro de su acuerdo. Y mucho más pesado. No era dinero lo que quería; tampoco cigarrillos, ni estampitas, ni papel de fumar. Y cada vez que él no acertaba con lo que el mochales deseaba, éste le daba más empujoncitos en los hombros y hasta en el pecho. Por quitárselo de encima, Obdulio Limón se retiró las gafas y parpadeó varias veces apagando y encendiendo sus ojitos colorados. Empavorecido, el alienado echó a correr y Limón no supo más de su sombra.
El director lo recibió con el gesto adusto que solía. Le molestó el motivo por el que le visitaba; le desagradó no ver los ojos, a través de las oscurísimas gafas, de su interlocutor; le incomodó su voz cavernosa, rota, asmática y sus frecuentes ataques de tos; le chocó la costumbre del expolicía de tragarse las colillas. Con todo y con esto, al cabo de media hora habían congeniado muy bien el médico y el policía. Este último era el primer hombre que no discutía sino que apoyaba y aún alentaba su juicio respecto a Alicia de Almenara: una mujer insufrible por su altivez; moralmente tarada por un complejo de superioridad; de sentimientos y formación socialmente despóticos; el típico modelo de una burguesía decadente y egoísta, muy capaz de eliminar (por el veneno u otros medios) a quienes estorbaran sus planes.
—Sólo un motivo de duda me queda —comentó el policía—. En el hospital hay muchas unidades especiales para cada grado o cada clase de locura. ¿Considera usted que su megalomanía puede curarse en una unidad de demenciados?
—Es una medida terapéutica —sonrió Alvar—. Creo que le conviene ver por sus propios ojos lo que son las miserias del mundo. En su vida fácil y regalada no podría sospechar que tales casos existieran entre los humanos.
—Alguna miseria sí conoce —comentó Obdulio Limón—. Su marido, aprovechándose de que está loca, la ha expoliado limpiamente.
—No será éste el primer caso ni el último en que los pícaros sanos se aprovechan de los locos para expoliarlos —comentó el director—. Los hombres son como lobos que devoran a los otros lobos, cuando están heridos o enfermos, aunque sean de su misma carnada. ¡No me sorprende nada lo que me cuenta usted, señor comisario!
Obdulio Limón trazó para sus adentros un diagnóstico del diagnosticador: «Es un resentido visceral», le dijo al cuello de su camisa.
Desde el despacho de Dolores Bernardos, telefoneó a Madrid y tuvo una corta conversación con María Luisa Fernández. Al cabo de media hora fue ella quien le llamó, facilitándole los datos que pedía. Si no fuera radicalmente imposible que la palidez misma pudiese palidecer, sería lícito afirmar que la color huyó del rostro del antiguo policía.
—No es posible —se dijo una y otra vez. Y regresó al Pabellón de Demenciados.
—Señora de Almenara, ¿puede usted decirme con exactitud qué dinero tenía usted en cada una de sus cuentas corrientes?
—En la que estaba a mi nombre, una cantidad ligeramente superior a 2 000 000 de pesetas —respondió Alicia—, puesto que ése fue el importe de los honorarios que me dio el bandido que se hizo pasar por García del Olmo. Pero lo más probable es que el cheque fuese falso.
—No era falso —comentó el excomisario—. En el haber de su cuenta hay 2 127 000 pesetas.
—Me deja usted muy sorprendida —murmuró Alicia.
—Más lo estoy yo. ¿Y en la cuenta conjunta con su marido, recuerda cuánto había?
—Ciento cincuenta mil pesetas aproximadamente.
—Pues allí siguen —afirmó el comisario—. Y como antes la castigué a que escribiera cien veces «Soy tan cándida como necia», vengo a relevarla de hacerlo. Y seré yo quien escriba hasta mil veces que el necio soy yo.
Rascóse el expolicía varias veces el cráneo:
—Usted ha sido víctima de un engaño, eso está claro, para haber sido encerrada aquí. Pero no ha sido expoliada. Su dinero sigue donde estaba. Y sus propiedades también.
—¡No entiendo nada! —exclamó Alicia angustiada—. ¿Quiere eso decir que Heliodoro es inocente?
—Tal vez, tal vez, tal vez…
—Entonces, ¿quién era el falso García del Olmo? ¿Quién era? ¿Y por qué me encerró aquí?
—La investigación que usted nos encomienda, señora, es harto más compleja de lo que yo había imaginado. Esta noche dormiré en el pueblo esperando instrucciones de mi jefe, y mañana, probablemente, saldré para Madrid. Entretanto, si quiere algo de este viejo arterioesclerótico, podrá encontrarme en la pensión Los Conos.
No habían transcurrido dos horas cuando Obdulio Limón recibió una carta entregada por un servidor del hospital. Decía:
Mi estimado señor Limón:
Le ruego que abandone toda la investigación que encomendé a mi colega María Luisa Fernández y así se lo haga saber a ella. Tenga la bondad de indicarme a cuánto han ascendido sus gastos y sus honorarios. Le ruego me disculpen por las molestias sufridas y prohíbo formalmente que vuelva a trabajar en este asunto.
Con todo respeto le saluda, su affma.
ALICE GOULD
A media tarde, el doctor Rosellini quiso hablar con Alicia y la descubrió sentada en la nave principal de la unidad, perdida la mirada en el vacío y con una expresión de profunda gravedad en su rostro, inusual en ella. Preguntó a las enfermeras que cuánto tiempo llevaba así y le respondieron que desde que se marchó el hombre del pelo blanco que la vino a visitar. Durante el almuerzo —le explicaron— no habló con nadie ni ayudó a dar de comer, como era su costumbre, a sus vecinos de mesa. Apenas concluidos los postres, volvió a ese mismo puesto en que ahora estaba. Varias veces la vieron llorar. Sin duda, su visitante le había comunicado una noticia que la afectó profundamente. Rosellini se acercó a ella.
—Alicia, venga conmigo.
Cuando estuvieron solos, le preguntó:
—¿Qué le ocurre, Alicia?
Ella se encogió de hombros y no respondió.
—Está usted triste. ¿Era alguien de su familia quien la visitó esta mañana? ¿Ha tenido malas noticias? ¿Qué le pasa?
Alicia Almenara se llevó las manos al rostro y comenzó a sollozar con tanta angustia y aflicción que el médico se alarmó. Se la veía debatirse entre su deseo de dominar la congoja y la imposibilidad de evitarla. Rosellini la dejó llorar. El llanto es una descarga de la emotividad. Cuando ésta llega a un punto grave de concentración es preciso abrir compuertas al alma. Y el llanto, a veces, es su mejor cauce. Para un espíritu sensible como el de esta mujer, ¿cómo no habría de influir en su conciencia la visión de los monstruos, de los desechos de humanidad, que la rodeaban? La responsabilidad moral de Samuel Alvar frente a Alicia Almenara —pensó Rosellini— era gravísima. ¿Tendría razón esta señora cuando se preguntaba si la intención del director era hacerla enloquecer? Rosellini se equivocaba.
—Escúcheme bien, Alicia. Somos muchos en esta casa los que no estamos dispuestos a dejarla a usted naufragar. ¿Quiere que la informe de cómo marchan las gestiones de la «operación antiAlvar»?
—No, doctor. ¡Ya me da todo igual!
—¿No anhela salir de esta unidad y reunirse con los demás residentes?
—¡No!
—¿No desea dejar atrás las tapias del manicomio?
—Ya no.
Estaba sumida en una profunda e inmotivada tristeza. ¿No debía ser para ella causa de alegría saber que Heliodoro no era parte de su secuestro y que no se había lucrado con su encerramiento?
«Si hubiera sido así —se dijo Alicia— existiría una razón, una motivación a mi encierro. Una razón cruel, pero que, al menos, se justificaría a la luz de las debilidades humanas y de las motivaciones que exige la criminología. Pero si no se ha beneficiado… ¿qué otra razón puede haber para que yo esté aquí?».
Cada vez que intentaba pensar en ello, su pensamiento quedaba obturado. No podía seguir adelante, al igual que un corredor que para alcanzar una meta pretendiera perforar una pared. Y ello la obligaba a mentir cuando le preguntaban cosas que no entendía. Y más tarde, a creer, o a creer que creía, que sus mentiras eran verdad. Y a pedir a Obdulio Limón que cesara en todas sus investigaciones porque prefería «no saber» a saber lo que temía.
Una tarde, María Luisa Fernández vino a visitarla. Alicia la recibió con extraña frialdad. ¿No se había, tal vez, enterado de las instrucciones, claras y precisas, que cursó a su colaborador don Obdulio, el de los ojos de guinda, para que abandonaran esta investigación?
María Luisa mintió. El pobre señor Limón estaba muy viejo —le dijo—. Se le olvidaban las cosas. Equivocaba los hechos. No le había dicho nunca que Alicia deseaba interrumpir su investigación. Y, en consecuencia, ella siguió investigando. Y sus averiguaciones habían dado su fruto. Lo sabía todo o casi todo. Y no eran noticias gratas para Alicia.
Contrariamente a lo que exigiría toda lógica y razón, al oír esto, los ojos de Alice Gould se iluminaron; su abatimiento pareció decrecer y su indiferencia a diluirse.
—¿No son noticias gratas?
—¡No, Alicia! ¿Usted posee bienes en Inglaterra?
—Sí. Dos casas que heredé de mi padre. Antes rentaban algo; ya no. A veces le propuse a mi marido venderlas y siempre se opuso. Decía (y creo que con razón) que en estos momentos sería un disparate desprenderse de un bien en el extranjero.
—Lo cierto es… que ya no puede usted venderlas, Alicia.
—¿Por qué?
—Por la misma razón por la que, desde hace ocho años, ya no le rentaban nada.
—Le ruego, María Luisa, que no me hable en jeroglíficos. ¡No entiendo nada de lo que me dice!
—Digo que hace ocho años que su marido vendió esas casas. ¿No lo sabía usted?
—¡No es posible! —dijo Alicia, sinceramente asombrada—. Esas propiedades eran exclusivamente mías. Él no tenía derecho a…
—¡Él no tenía derecho a falsificar su firma, ya me lo imagino! Pero lo…
—¿Hace ocho años, dice?
—¡Hace ocho años!
—¿Y cómo los compradores se atrevieron a darle el dinero a él, sin ser el dueño?
—No se lo dieron a él, sino a usted. Lo ingresaron en la cuenta conjunta… y él lo retiró. ¿No sabía usted nada de esto, Alicia?
Ella la escuchaba con la extraña sensación de que una charla idéntica, con el mismo contenido y la misma persona, la había tenido ya, en otra ocasión lejana, tal vez en otra vida; o en otro mundo.
—¿¡Ignoraba usted esto, Alicia!?
María Luisa escuchó esta extraña respuesta:
—Creo que lo ignoraba. No estoy segura de ello. Es como si lo hubiese olvidado y ahora, al decírmelo usted, comenzase a recordarlo…
Se llevó las manos al rostro:
—¡No sé si lo recordaba o no! Pero es tan lógico, tan absolutamente lógico que Heliodoro actuase así, que lo absurdo sería que no lo hubiese hecho.
Sus ojos se iluminaron.
—¿Y ahora? ¿Qué ha hecho ahora? Es él quien me mandó encerrar, ¿verdad?
—Parece usted desear, Alicia, que mi respuesta sea afirmativa.
—No se equivoca, María Luisa. ¡Lo que deseo es una respuesta congruente! Lo que no puedo sufrir es mantenerme en la ignorancia de por qué estoy aquí. Si Heliodoro me ha estado expoliando toda su vida, habría una lógica respecto a un expolio mayor, a una felonía monstruosa acorde con su falta de escrúpulos y su abisal amoralidad. Y lo que necesito es entender, conocer los porqués, saber en definitiva, ¡saberlo!
—A eso he venido, Alicia. A que usted sepa. Una operación idéntica a la de Inglaterra, pero de mucha mayor envergadura, se ha vuelto a realizar.
Entreabrió Alicia los labios.
—¿Qué operación? Su socio, Obdulio, me dijo que mis cuentas corrientes estaban en la misma situación en que las dejé. ¡Y eso aumentó mi confusión!
—Así es. Pero, entretanto, hubo un ingreso fortísimo a su nombre, en la cuenta conjunta, que él retiró antes de transcurrir las veinticuatro horas. No se ha vuelto a saber de él. Pero a la Interpol no le costará trabajo localizarle.
—Pero ese ingreso de que usted habla, podría ser suyo. Una quiniela premiada, una tarde afortunada al póquer.
—No, Alicia. Procedía de la firma de abogados californianos Thompson and Smith y era producto de la liquidación de la herencia de Harold Gould dejada íntegramente a usted, su única heredera. Tengo datos suficientes —añadió María Luisa— para un proceso. Sólo necesito que me firme este poder a procuradores para iniciarlo.
—¡No lo firmaré! —respondió Alicia.
—¡Tiene usted… no digo el derecho, sino el deber de reclamar lo que es suyo!
Alice Gould habló lentamente. Su voz apenas se alzaba en algunos momentos para subrayar y dar más énfasis a sus palabras. Se diría que a medida que hablaba, iba ascendiendo por una escala y escapando de la sima en la que se encontraba. Cada acusación contra Heliodoro era un peldaño de esa escalera: cada dicterio un paso hacia su liberación.
—Aunque sea difícil hacerme entender —pronunció Alice Gould con violencia contenida mientras se rozaba las sienes con las yemas de sus dedos—, voy a intentar explicarme. Mi marido se ha comportado como un bandido generoso. Me ha robado la fortuna de tío Harold… pero ha respetado en parte la que recibí de mi padre. Del mismo modo que falsificó mi firma para aceptar y hacerse cargo de esa herencia inesperada, hubiera podido hacerlo para vender todas mis propiedades. Y no lo hizo. Ha sido como un beau geste: un rasgo de generosidad del gángster con el que parece querer decirme: «¡Pobrecita mía, ahí te dejo eso para que no te quedes en la calle mordiéndote los codos por las esquinas, sin tener dónde te llueva Dios!».
»Mi desquite no ha de ser perseguirle y acosarle, María Luisa. ¡Sería demasiado vulgar! “¡Quédate con el producto de tu expolio, pobre diablo miserable, ya que ése es el único medio que está a tu alcance de hacer fortuna! Siempre viviste a costa mía. ¡Sigue haciéndolo ahora para dejar constancia de tu insondable mediocridad! Ya ves que soy comprensiva con tu mezquina persona. Si algún día voy de safari será para cazar leones y no ratas como tú. No me compensa el gasto ni el esfuerzo. ¡No mereces mi atención ni para perseguirte!”. Ah, María Luisa, si alguna tentación me queda de ocuparme de él es la de escribirle una carta con lo que acabo de expresar.
María Luisa Fernández comentó:
—Sólo por entregarle personalmente esa carta me gustaría localizarle.
—Tampoco vale la pena. ¡No entiende otra literatura que la de las historietas!
Escupir frases como ésta no consolaba a Alice Gould. No obstante, al pronunciarles echaba lastre fuera, como el tripulante de un globo con peso inútil en la barquilla.
María Luisa Fernández meditó un instante.
—No se deje usted cegar por el despecho. Es necesario localizar a ese hombre. Yo le ayudaré a encontrarlo, para que…
Alicia no la dejó concluir. Nunca la había visto María Luisa expresarse con tal fuerza interior.
—¿No comprende usted, María Luisa, que lo que deseo con toda mi alma es no localizarle? ¿No ha entendido todavía que la mayor alegría de mi vida es no saber dónde está ni qué hace; y que siento pavor de que esta felicidad se trunque, si llego a saberlo? ¡Quiero ignorarlo todo de él, alejarle de mi vida, convencerme de que nunca ha existido! ¿Que el precio de esta bendita liberación es la herencia de tío Harold? La hubiera cedido a gusto fuese cual fuese su cuantía (que, de paso, prefiero ignorar para siempre) a cambio de que ese sucio trapo se esfume pronto de mi memoria del mismo modo que ¡venturosamente!, se ha esfumado ya de mi presencia.
María Luisa, buena conocedora del alma humana, sabía que nada acucia más a un vehemente que hablarle con vehemencia; y que nada le conturba tanto como razonar las cosas con ironía y sosiego.
—Habla usted como una persona sin juicio, Alicia. Cuando usted le concedió poderes con intención de que pudiese vender una finca en La Mancha, él los utilizó, además, para vender las casas de Londres. ¿Por no ocuparse más de él va a mantener esos poderes en pie, sin revocarlos? ¿Va a consentir que él siga siendo su heredero? ¡Esto es un contrasentido, Alicia! ¿Que usted quiere renunciar a perseguirle por preferir ignorarle? De acuerdo. Respeto eso. Pero canjeemos, al menos, su benevolencia, su renuncia a denunciarle, a cambio de la inmediata separación legal y el divorcio futuro. Usted no tendrá que ocuparse de nada. Yo se lo doy todo hecho. Su esfuerzo (firmar estos papeles) no será mayor que el de quitarse con la uña una cagadita de pájaro que le ha caído en el traje.
—¡Nadie ha definido tan bien a Heliodoro como acaba usted de hacerlo! Una cagadita de pájaro. Eso es Heliodoro.
—Firme usted aquí, Alicia. Será como cortar las últimas amarras que le unían a él.
Mientras lo hacía, Alicia exclamó:
—¡Ah, qué pena, qué pena que no tengamos a mano media botella de champaña para brindar!
Sacudióse la cabeza como lo hace un perrillo faldero con todo su cuerpo al salir del agua. La mutación de sus sentimientos e incluso de su rostro era como el de un panorama en día de muchas nubes, grandes y chicas, en que todo cuanto se ve se trastrueca y cambia según el sol quede cubierto o despejado.
—¿No ha sufrido usted nunca, María Luisa, una pesadilla terrible, que es imposible reconstruir toda entera al despertar? Quedan vagos retazos en la memoria y mal sabor de alma, pero unirlos todos ¡es imposible! La alegría renace al entender que todo aquello que se soñó, y que era espantoso, aunque no se sepa bien lo que era, resultó ser sólo un sueño. Ahora tengo la sensación de que, al fin, he despertado. ¡A falta de champaña para brindar, déjeme que la abrace!
María Luisa Fernández se sentía tan compenetrada con ella, que hacía suyas las emociones de Alicia. Esta mujer —pensó— tenía un extraño atractivo: un alto poder de seducción. Lo que los ingleses dicen it. Y los chilenos, «tinca», y los andaluces, «duende». Y los políticos «don de gentes». Era imposible estar cerca sin declararse solidario con ella. ¡Gran majadero debía de ser el tal Almenara, su marido, para canjear oro puro por otro de menos quilates!
Confirmó María Luisa su criterio contrastándolo con otras personas. La doctora Bernardos se presentó de improviso y María Luisa comprobó que ella no era la única conquistada por aquella rara personalidad.
—Llego aquí —les dijo— de paso hacia una junta extraordinaria de médicos. El director acaba de convocarnos. Voy a batirme duro, Alicia, para defenderte.
—¿No estará presente César? —preguntó angustiada Alice Gould.
—César acaba de telefonearme desde el pueblo para decirme que estaba deshaciendo sus maletas. Le he informado de lo que ocurría y se dirige hacia acá.
—¿Ha firmado el documento?
—Lo ignoro. Rosellini ha ido en su busca para que la «operación antiAlvar» no le coja de sorpresa. Voy corriendo hacia la sala capitular para oponerme a que la junta comience antes de que ellos regresen.
—Dolores, antes de irte, dime ¿no habría medio de que Montserrat Castell me viniese a visitar?
—Montserrat está suspendida de empleo y sueldo. Desde entonces no ha vuelto por el hospital.
—¡Es una iniquidad! ¿Y a Urquieta no podría verle?
—Le han retirado el permiso para salir de recuperación. Me voy. No debo perder ni un minuto. Te tendré informada, Alicia. —La besó con gran amistad. Quedaron solas las dos detectives.
—Veo con gran alegría que cuenta usted con poderosos aliados —dijo María Luisa.
—Tengo buenos amigos —respondió Alicia con una sonrisa.
—Cuando quede usted en libertad, ¿volverá a abrir su despacho? ¡Me aterra la competencia que puede usted hacerme! ¡Antes de tenerla como competidora… prefiero asociarme con usted!
—No, María Luisa. No volveré a abrirlo. Carezco de condiciones. Soy como el alguacil alguacilado. He ido a por lana y he salido trasquilada. Su socio, el albino, me lo dijo muy claro: «¡Ustedes las aficionadas son un carajo!». Me llamó necia. ¡Y tenía razón!
—¡No haga usted caso de lo que diga ese viejo cascarrabias! Sólo ataca a las personas que admira.
—Si algún día quedo libre… —comentó misteriosamente Alice Gould— ¡he tomado una decisión tan extraña para entonces, que empiezo a pensar si no le falta razón al director para considerarme loca!
—¡Tiene usted que contármelo, Alicia!
—Le prometo, María Luisa, que la tendré informada.
La detective en funciones advirtió la sonrisa maquiavélica de Alicia Almenara al decir esto. Y quedó no poco intrigada de cuál sería la extravagante decisión de su nueva y sorprendente amiga. «Ya ha salido del pozo», pensó. Y quedó no poco satisfecha de haber contribuido a ello.
—Y respecto a Alvar —preguntó Alice Gould—, ¿cuál es su compadrazgo con mi marido? ¿En cuánto le han pringado para hacerle su compinche en este crimen?
—Alvar es un hombre honesto, Alicia. ¡No ha participado para nada en su secuestro!
—Eso no me lo creo yo, María Luisa. Ni tampoco usted.
—Creo firmemente en su inocencia.
—¡Vamos, vamos, María Luisa, no diga eso! He pecado de cándida y de inocente, pero no hasta ese extremo. ¡Alvar es cómplice del falso García del Olmo! ¡Él fue quien inspiró el modo que había de utilizar para encerrarme y quien está dispuesto a no dejarme escapar de aquí!
—No, Alicia, está usted en un error.
Alice Gould enrojeció de ira.
—¿Qué le mueve, entonces, a seguir declarándome loca?
—El mismo sentimiento, querida Alicia, que le mueve a usted para empeñarse en considerarle culpable. Usted desea que haya sido cómplice de este delito porque le odia, y él desea que esté usted loca por el mismo motivo. Y tan grande es su odio que confunde, al igual que usted, su deseo con su creencia. Pero es profundamente sincero. La cree loca. A usted, amiga mía, le repele visceralmente el tipo humano al que pertenece Alvar; le considera «cabeza cuadrada», zafio y resentido: un ser inferior porque no habla idiomas, lleva calcetines colorados y, tal vez, cometa al escribir faltas de ortografía. Y, en su trato con él, no ha dejado nunca de refregarle esta manifestación de superioridad. ¡Hay un cierto sentimiento de elitismo, de clasismo, Alicia, en esta actitud!
Alicia enrojeció aún más. María Luisa acabaría enfadándola.
—Todo lo que dice es lo más contrario que cabe a mi manera de ser. También «el Hortelano» es zafio; y si no comete faltas de ortografía es porque no sabe escribir. Y no obstante lo adoro. ¡Y es amigo mío!
—Le adora usted, porque habla y se comporta como un hortelano… ¡y es hortelano! Pero no le gustaría verle de director de este hospital.
Alice Gould estaba perpleja. No acababa de entender a cuento de qué venían estas acusaciones contra ella. Y, no poco ofendida, se lo preguntó.
—Vienen a cuento de que usted, Alicia, entienda el porqué del modo de actuar de Alvar contra Alice Gould. Él es un resentido visceral. Eso no tiene nada que ver con haber triunfado o fracasado en la vida. Estamos hartos de ver políticos que llevan treinta o más años viviendo a costa del erario, ocupando puestos que otros envidiarían, recibiendo honores sin fin en todos los regímenes e incluso enriqueciéndose. Y son, fueron y serán resentidos. «¿Resentidos de qué?», podría uno preguntarse. Alvar es de esta misma cuerda. De pronto surge ante él una mujer que le acompleja; que le recuerda conmiserativamente que no se dice «Valladoliz», ni «Madriz», ni «Reztor de la Universidá», u otros ejemplares semejantes, y que, para mayor agravio, es una enferma sometida a sus cuidados: una persona sobre la que él ejerce o debe ejercer autoridad. No es imposible que inicialmente haya caído bajo el peso de su fascinación sin recibir a cambio otra cosa que sus múltiples y reiterados desprecios e incluso agravios. Esto son mezclas explosivas, Alicia, que serían cosas de poco más o menos si no se añadiera el detonante. Y éste no es otro que el miedo que él siente por usted y el que usted siente por él.
—¿Miedo?
—Me he quedado corta, Alicia. Debería haber dicho pavor mutuo. Usted le teme, porque de él depende que la mediquen o no como loca, estando sana. Y él la teme, porque ha visto cómo ha conseguido poner contra él a todo el hospital. El mayor e irreversible fracaso de usted, Alicia, es que los demás médicos la considerasen enferma. Y el mayor planchazo profesional para él sería que, unánimemente, los demás la considerasen sana. ¡Creo que los motivos del recelo, de la competencia personal, de la tensión y del odio entre Alvar y usted se explican por sí mismos sin necesidad de buscar complicidades del director en su secuestro! Créame, Alicia, que yo estoy de su parte, y que estoy impaciente por lo que estará ocurriendo ahora en la junta de médicos.
Meditó Alicia en lo que había oído y comentó sonriendo:
—¡Le voy a echar abajo de un plumazo todas sus teorías sobre mí!
Inclinó María Luisa la cabeza, como los pájaros que han oído un sonido y se aprestan para escucharlo de nuevo. Alicia continuó:
—Me ha batido usted en todos los frentes, María Luisa: en la investigación de mi propio caso; en mis motivaciones psíquicas contra Alvar (¡pues, en efecto, es un hombre que me repele!) y en la interpretación de su…, digamos, inocencia. Y a pesar de ello yo no la odio a usted por haberme vencido sino que la admiro y aprecio profundamente. Y, en cuanto a lo que esté ocurriendo en la junta de médicos… créame que yo también estoy hecha un flan. ¡Es mucho lo que me va en ello!