LA EMOCIÓN QUE PRODUJO entre los médicos y el personal técnico auxiliar, así como en no pocos enfermos, la noticia de que Alicia Almenara había sido recluida por orden del director en la «Jaula de los Leones» fue intensísima. Docenas de personas pidieron permiso para visitarla. Alicia, muy sagazmente, estableció (de acuerdo con Rosellini) un orden para recibirles que nada tenía que ver con la amistad ni con la jerarquía, sino con la táctica necesaria para una maniobra que ya estaba en marcha: la «operación antiAlvar».

Al primero que recibió fue a Melitón Deza: el enfermero expedientado por órdenes del director. Este hombre estaba agradecidísimo a la Almenara por haber alejado de él las graves sospechas de ser el autor material del asesinato de los etarras. Si alguien se sintió colmado por la admiración y la gratitud hacia quien supo desentrañar el misterio de estos crímenes, fue él, como primer implicado. Alicia tuvo muy en cuenta no secarse el pelo ni siquiera pasarse un peine tras la ducha. Con su bata azul sin cinturón, sus zapatillas negras y su pelo desangeladamente recogido tras las orejas, su apariencia de desvalimiento era mucho mayor. No le recibió en el pasillo, ni en el despacho del jefe de la unidad (para lo que estaba autorizada), sino en la nave principal de «la Jaula», junto a la dulce Ofelia, de los ciento y muchos kilos, amarrada a su silla, la enana que se hacía pasar por muerta, «la Mujer Gorila», la vieja que se alzaba las faldas, la anciana que graznaba y demás singularidades del recinto. Y esto lo hacía para que fuese mayor el contraste entre su reciente pasado, en que gozaba de semilibertad, y su actual situación. Y ello provocase las iras contra el director.

En ningún momento de la conversación cometió Alicia la inelegancia de hacerse la víctima. Antes bien, condujo el hilo de la charla hacia el «caso escandaloso» de injusticia que se estaba cometiendo en el propio Deza. Demostró la mayor indignación por el hecho de que el expediente abierto contra él siguiese su curso, y le contó —cosa que Deza ignoraba y que, por supuesto, era mentira— que cuando el descubrimiento del asesino de los etarras ya estaba resuelto, el director sugirió al comisario que tal vez fuese el propio Melitón quien sopló al oído de Machimbarrena la presencia de los dos separatistas, y facilitó su fuga para que cayesen en manos del que iba a ser su verdugo. Enrojeció de cólera el enfermero al oír esto y Alicia sugirió:

—No acabo de entender cómo toleran ustedes estos abusos. ¿No hay medio alguno de cortarlos de raíz?

—Él es el director y yo sólo un técnico auxiliar. ¿Qué puedo hacer?

—Todos los demás médicos tienen un alto concepto de usted. Samuel Alvar es el único que le odia. Por cierto, ¿conoce la historia de los cuchillos?

Melitón Deza no la conocía y le devolvió novedad por novedad. Candelas, la mujer autocastigada en el rincón de la «Sala de los Desamparados», estaba embarazada.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Alicia sinceramente sorprendida—. ¡No sale con nadie, no habla con nadie, no trata a nadie!

—Pero es el director —sugirió el enfermero— quien tres veces por semana le hace el psicoanálisis… y tal vez algo más.

—¿Es cierto —inquirió Alicia con aire inocente— que se está preparando un escrito pidiendo la destitución o el traslado de Samuel Alvar? —El «bata blanca» la miró muy sorprendido…

—¡No sabía nada! Pero… ¡no sería mala idea!

¡Eso era exactamente lo que Alicia quería escuchar!

La segunda visita fue la de la enfermera donostiarra, que fue abofeteada por los psicópatas del Norte y que tuvo la delicadeza de obsequiar a Alicia con un ramo de violetas.

—Como usted comprenderá —le dijo Alice Gould en el curso de la plática—, yo no deseaba hacer ningún mal a Norberto Machimbarrena; quien, de otro lado, por ser loco conocido, no irá a la cárcel y que, a estas horas, seguirá considerándose, en el manicomio de Leganés, espía de la Marina. Lo que me impulsó a dedicarme a fondo a esa investigación fue salvar a ustedes, los sospechosos inocentes.

—Pero ¿cómo pudo imaginar nadie que una mujer débil como yo osase, enfrentarme con esos dos energúmenos?

—¡No! Las sospechas que recaían sobre usted no eran las de ser autora material, sino inductora del verdadero asesino.

—¿Cómo?

—Soplándole a Machimbarrena que estuviese atento porque iba a poner en sus manos a los dos gudaris. ¡Eso al menos es lo que sugirió el director!

—No acabo de entender —comentó la enfermera— si ese hombre es un malvado, un resentido, un incompetente o todas esas cosas a la vez. ¡Lo que ha hecho con usted no tiene nombre!

—No es la primera vez que me distingue con sus delicadezas. Una vez me mandó poner la camisa de fuerza porque le llevé la contraria. Y otra me insultó delante de toda la junta de médicos. La doctora Bernardos se lo podrá contar.

—¡Es increíble!

—¿Conoce usted la historia de los cuchillos?

—No.

—¿Y la de la maníaca depresiva a la que trata con psicoanálisis?

—No.

Contóle Alicia los dos rumores —uno certísimo y el otro supuesto—, a lo que la enfermera replicó:

—¡No imaginaba que llevara tan lejos sus teorías sobre la libertad sexual en el manicomio!

Y explicó a Alicia que había prohibido terminantemente a todos los cuidadores, médicos y vigilantes que interviniesen en el comportamiento sexual de los enfermos.

—En cierto modo, yo no discuto su parte de razón —añadió—. Entre ochocientos reclusos de ambos sexos, privados de tantas libertades, no sería justo perseguir determinadas expansiones naturales como si esto fuese una escuela mixta de niños.

—Yo sorprendí un día una pareja entre unas jaras —comentó Alicia.

—¡Pero ésos al menos se escondieron! Lo que es inadmisible es lo que yo estoy viendo ahora, sin que nadie esté autorizado a impedirlo. No se vuelva usted, Alicia. ¡Es repugnante! ¿Cómo puede tolerarse que se practique el onanismo en público?

—No sé qué significa esa palabra —comentó Alicia.

Volvióse y observó a una reclusa realizando, enajenada, el vicio solitario. Nadie se ocupaba de ella, salvo «la Mujer Felino», a cuatro patas, que maullaba dulcemente al contemplarla.

—¡Qué asco! —comentó Alice Gould—. ¿Y dice que está prohibido intervenir? ¡Debían ustedes añadir eso en el documento!

—¿Qué documento?

—¿No ha oído usted hablar del documento?

—¡No!

—Parece ser que la totalidad de los médicos y enfermeros quieren solicitar del Ministerio de Sanidad el traslado del director. El asunto se lleva con gran secreto. El que creo que sabe algo de esto es su compañero Melitón Deza.

La doctora Bernardos anunció su visita para las primeras horas de la tarde. Traía una caja de bombones para Alicia, mas no encontró a ésta por parte alguna. La buscaron por la nave o sala de estar («la Jaula» propiamente dicha), el despacho del jefe de la Unidad, los dormitorios, los servicios, la cocina, el patio interior, por el que también deambulaban los hombres; y no la hallaron. La enfermera jefe, Isabel Moreno, exclamó de pronto: «¡Ya sé dónde está!». Y no se equivocó. La encontraron en el «Escaparate de los Monstruos». El biberón vacío estaba posado en el suelo cerca de «la Mujer Cíclope». Y Alicia —muy demacrada y haciendo ímprobos esfuerzos por contener sus náuseas— lavaba a «la Mujer Percha» los detritos que resbalaban desde sus muslos hasta sus pies.

—Enseguida termino —respondió cuando la llamaron. Y no se unió a su ilustre visitante hasta que concluyó su piadosa labor.

A pesar de haber hurtado su bata a Dolores Bernardos con alevosía y engaño, ¿quién iba a decirle a Alice Gould que tendría en ella a su más ardiente defensora? La buena mujer —que tuteó ese día a Alicia por vez primera— se mostró implacable contra el director. Samuel Alvar era muy dueño de dudar de la sanidad mental de una persona recluida en el hospital que dirigía, pero era demasiado evidente que el lugar adecuado para Alicia Almenara no era ése, junto a «la Mujer Gato», «la Onanista», «la Ilustre Fregona», «la Gorila», «la Enana Muerta», «la Cíclope» o «la Percha».

—Salvador Sobrino y yo hemos ido a visitar al director —explicó la doctora Bernardos muy acalorada— para elevar una protesta en regla por la dureza de su comportamiento contigo. No sé si sabes que los enfermeros andan redactando un escrito dirigido al ministerio pidiendo la destitución de Alvar. ¡Creo que nosotros los médicos debíamos anticiparnos!

—¡No sabía nada! —mintió Alicia, que era la verdadera, aunque anónima, autora de la idea—. Realmente, las originalidades del director, según me cuentan algunos, son excesivas.

Y enumeró la historia de los cuchillos, el expediente a Melitón Deza, la insinuación a la policía de la complicidad en los asesinatos por parte de la enfermera donostiarra, los extremos vergonzosos a que llegaba su entendimiento de la libertad sexual, la noticia de que «la Mujer del Rincón», a quien Alvar hacía psicoanálisis, estaba embarazada, y el recuerdo degradante del almuerzo campestre.

—¿Y su comportamiento contigo no lo pones en la lista?

—Su comportamiento conmigo es irracional, en efecto, pero me favorece física y moralmente. No le guardo rencor alguno.

—Eres demasiado buena.

—Moralmente me beneficia porque me permite ejercitar algo que nunca hice antes o que lo hice en muy pequeña medida: la caridad. Y físicamente porque aquí me siento protegida por el doctor Rosellini. ¿Por qué crees que intenté fugarme? Yo no huía del hospital. ¡Yo me escapé del electroshock!

—Yo hubiera sido la encargada de aplicártelo y me hubiera negado.

—Pero el doctor Muescas…, sí estaba dispuesto a tratarme con insulina. ¿Cómo respira don José Muescas respecto a mi caso?

—Tu encierro aquí le ha convencido de que hay que cargarse al director. Además, la pérdida de autoridad de Samuel Alvar se hace penosa. Ayer un recluso lo sacudió por las solapas. Y esta mañana cuando llegaba en bicicleta hasta su despacho…

Alicia la interrumpió sorprendidísima:

—¿El director viene desde el pueblo hasta aquí en bicicleta?

—Sí. Considera que utilizar tan mesocrático vehículo contribuye a hacerle más popular.

—Cuéntame: ¿qué le ocurrió esta mañana?

—Que un grupo de veinte o treinta reclusos lo abucheó. Los dirigía el mismo que le zarandeó la víspera.

—¿Quién era ése?

—Ignacio Urquieta.

—¡Bendito Ignacio! No quisiera que se metiese en un lío por culpa mía.

La conversación con la doctora Bernardos tuvo lugar en el despacho de Rosellini. Aún se encontraba Dolores con ella cuando recibió la más inesperada de las visitas: Rómulo y «la Niña Oscilante».

Quedóse muy gratamente sorprendida la doctora al comprobar la ternura con que se abrazaban aquellos tres seres tan distintos.

—¿Por qué te han castigado? —le preguntó Rómulo colgando los brazos de su cuello.

—No estoy castigada, pero el director se ha enfadado un poco conmigo.

Hizo caso omiso «el Niño Mimético» de la respuesta de Alicia y exclamó con gran entusiasmo:

—¡Ya le he contado a Alicia quién eres tú!

—¿Y qué es lo que le has dicho?

—¡Que eres nuestra mamá!

Oírlo Alicia y saltársele las lágrimas fue todo uno. ¡Oh, Dios!, ¿cómo desengañar a esas criaturas abandonadas? Dominando su emoción, Alice Gould preguntó con mucha dulzura:

—Dime, Rómulo, ¿cómo lo has adivinado?

—Porque tienes en la oreja el mismo bultito que yo y porque te llamas igual que mi hermanita.

—¿Sólo por eso lo has adivinado?

—Y porque tú no estás mala como los demás. Y has venido aquí para estar con nosotros. Y también porque te gusta que yo sepa escribir, y porque te quiero mucho.

La congoja de Alicia era tanta, que no podía hablar. Se limitó a abrazar a la pareja entrañablemente y a besarlos repetidas veces para que no advirtiesen sus lágrimas. Súbitamente se le paralizó el corazón.

—Doctora Bernardos, observa esto. ¡La pequeña está sonriendo!

—Eso no puede ser, Alicia. Son imaginaciones tuyas.

—¡Que no, Dolores; que no son fantasías! ¡Ponte aquí de frente! ¡Mírala! ¡Está sonriendo!

—¡No lo ha hecho nunca desde que nació!

—Yo la he enseñado —dijo Rómulo con acento triunfal—. ¡Conmigo se sonríe muchas veces!

Dolores Bernardos quedó perpleja. En efecto, en los labios de «la Niña Péndulo» había un rictus distinto. Sobre su bello rostro inexpresivo se dibujaba la sombra de una sonrisa.

—¡Vamonos, Alicia! Ya hemos saludado a mamá —exclamó Rómulo de pronto— y no está castigada, ¿sabes? Es que el director se ha enfadado un poco con ella.

Tomóla de la mano y se la llevó.

Las dos mujeres guardaron silencio. Quedó Alicia profundamente conmovida. Y Dolores Bernardos se propuso hacer al día siguiente a la joven Alicia un nuevo encefalograma. En efecto, por primera vez en su vida había visto a aquella niña sonreír.

—Te ha emocionado mucho la visita de esos dos enfermos. ¡No era para menos! Pero escucha mi consejo. No te identifiques nunca con ninguno. Obsérvalos desde «fuera»…

—¡El doctor Rosellini me ha aconsejado lo mismo!

—Señal de que necesitabas ese consejo.

—Antes de que te marches —le dijo Alicia al verla incorporarse— quisiera pedirte un gran favor. He escrito esta carta que te ruego leas y deposites certificada en el correo del pueblo, sin que nadie más que tú sepa que la he escrito.

—¿Y por qué tanto misterio?

—Te prometo que algún día te lo explicaré. La carta de Alice Gould decía así:

Señora doña María Luisa Fernández

Mi muy querida prima María Luisa:

Estoy muy sola. Heliodoro, mi marido, no ha venido nunca a verme desde que ingresé aquí hace cuatro meses. ¿A quién puede interesarle acompañar a una pobre loca? ¡Cuánto agradecería que vinieses a visitarme! Te abraza con todo cariño y esperanza.

ALICIA GOULD DE ALMENARA

P. D. Cuando vengas no preguntes por mí, sino por la doctora Dolores Bernardos.

Su campaña de proselitismo para la «operación antiAlvar» la realizaba Alicia, no sólo con sus visitantes, sino también con el personal auxiliar técnico que trabajaba en la Unidad de Demenciados. La ayuda que prestaba a las enfermeras duchando a las dementes, dando de comer en la boca a sus vecinas de mesa, o alimentando a la mujer del grande y único ojo desdibujado en la frente (como un boceto que hubiese sido medio borrado), lo hacía impulsada por su deseo de ser útil, pero también —¿cómo negarlo?— para ganarse su confianza y amistad. Hasta que no hubo cumplido una semana de encierro, tantas fueron las visitas que recibió que no tuvo tiempo para pasear por el gran patio interior que era común a los locos de ambos sexos.

Aquel día se decidió a hacerlo. El suelo era de hierba y los reclusos y reclusas paseaban en círculo como los indios en sus danzas guerreras. Tan habituados estaban a ello que las huellas de sus pasos habían abierto un gran surco de tierra sobre el césped. Uno de los que circulaban era «el Hombre Elefante», allí recluido para alejarle de Rómulo: su joven y pequeño enemigo. Ya no quedaban en su cara rastros de arañazos y mordiscos de que antes era víctima a causa de su enamoramiento de la bella Alicia. Por culpa de su mucha torpeza andaba más despacio que los demás, y éstos le pasaban una y otra vez sin dejarle nunca lejos, puesto que andaban en redondo. Algunos, como «el Proboscidio», caminaban en silencio; otros movían los labios articulando palabras sin sonido; otros hablaban en voz alta y hasta gritaban sin que nadie atendiese ni acaso oyese sus lamentaciones o sus quejas. Entre las logorreicas iracundas estaba la mujer pleitista que días atrás acusó a Alice Gould de haberle robado un predio agrícola. Ahora lo hacía con sus espectros. Era una protesta inacabada, una acusación permanente, una lamentación sin fin.

Entre los muy pocos que no caminaban en círculo, había uno que lo hacía a cuatro patas —igual que «la Mujer Gatita»—, pero en línea recta de parte a parte del patio. En otro lugar había un hombre sentado sobre sus talones, la cabeza doblada hacia delante, la cara sobre el suelo, y los brazos y las manos protegiéndose la cabeza, como si temiese un bombardeo. Todo su cuerpo temblaba y se le oía gemir:

—¡El sábado… todo ocurrirá el sábado!

Apoyados en la pared, dos «batas blancas» hacían las veces de pastores de ese rebaño. Uno de ellos era Guillermo Terrón. Alicia se acercó a él.

—Por su culpa estoy aquí —le dijo Alicia.

—No me avergüence recordándomelo.

—Si aquel día me hubiese usted llevado al pueblo junto al «Albaricoque»…

—Pero ¿usted tenía o no tenía la tarjeta naranja?

—¡Claro que la tenía! Y después me la quitaron —mintió sin sonrojarse Alicia—. Yo lo único que necesitaba era telefonear desde el pueblo a mi marido. Lo hice desde Aldehuela de doña Mencía, que por un despiste mío juzgué que estaba mucho más cerca. Cuando ya regresaba hacia el hospital, un pastor que había oído por la radio la nota que cursó el director a la prensa, y que decía que la «loca más peligrosa del manicomio había huido y que era el terror de toda la comarca» me dio caza a pedradas y me entregó a la Guardia Civil. Ésta me condujo hasta las verjas, donde ya me esperaba Samuel Alvar. Allí mismo me durmieron con una inyección y cuando me desperté estaba atada y en «la Jaula».

—¡El rigor del tal Alvar hacia usted es indignante!

—¡Yo creo que está loco! —comentó Alicia.

—¿Sabe usted que ha expedientado a Montserrat Castell, que es su hermana de leche y a cuya familia le debe todo en la vida?

—¡No lo sabía!

—¿Sabe usted que tiene encerrado en Recuperación, sin permiso para salir de la unidad, a Ignacio Urquieta, por haberle abucheado?

—¡Ahora entiendo por qué no vino a visitarme!

—Ayer me pidieron la firma para… —se interrumpió—. Creo que eso no debo decírselo a usted.

—No se preocupe, amigo Terrón. Ya me ha llegado el rumor de ese documento. ¿A quién se le ocurrió la idea?

—Lo ignoro.

—¿Y lo firmó usted?

—¡Naturalmente!

—Como desagravio por la fechoría que hizo conmigo está usted obligado a hacerme un favor.

—Usted me manda. Y considérelo hecho.

—Enséñeme ese documento. ¿Está bien redactado y argumentado? ¿Es lo suficientemente eficaz?

—Yo le haré llegar una copia del borrador.

Alicia ofreció un cigarrillo al «bata blanca» y, a cambio, le pidió fuego ya que también le fue retirado el permiso a usar encendedor. No quería hablar más del tema del documento para que no se le notase excesivamente su gran interés en conocerlo.

—¿Quién es ese que anda a gatas? ¿Cree ser un animal como una demente que hay en mi «jaula»?

—No. Ese pobre diablo anda así porque no sabe hacerlo de pie. Ahora le estamos enseñando a andar erguido, durante una hora cada día. Le llaman «el Pecas».

Y contó a Alicia, que le escuchó estremecida, la pavorosa historia del niño, del adolescente, del hombre, que creció y se desarrolló encerrado en un hórreo por unos padres malvados e ignorantes que le creían endemoniado.

—¿Y por qué le encerraron desnudo?

—No le encerraron desnudo. Lo que pasó es que la ropa le fue quedando inservible a medida que crecía, y como su alimentación era insuficientísima, se la fue comiendo a lo largo de los años, ¡incluidos los zapatos!

—¡Qué terrible historia! Y el que está ahí doblado murmurando algo que ocurrirá el sábado, ¿quién es?

—Sergio Zapatero. Le denominamos…

—¡«El Autor de la Teoría de los Nueve Universos»! ¡Pobre Sergio! ¿Puedo intentar hablarle?

—Inténtelo. Le será muy difícil.

Arrodillóse Alicia ante «el Astrólogo», le retiró los brazos con los que protegía su nuca y le ayudó a incorporarse. ¡Qué pavoroso cambio el de su mirada! Ya no era inquieta, patinadora, fugitiva, sino quieta, congelada, detenida en la contemplación de un terror definitivo. No la reconoció. Sus labios sólo repetían que el sábado ocurriría todo. Quiso consolarle Alicia, recomendándole que reemprendiera sus cálculos, pues estaba segura de que llegaría a una conclusión más optimista. Más él no la entendía ni la atendía. «El sábado, el sábado…».

Se cuenta que los niños y los locos dicen siempre la verdad. El sábado siguiente murió Sergio Zapatero durante una crisis de pánico. Alicia veló su cadáver y pidió a Dios que le concediese millones de cuadernillos de hule para que contabilizase en ellos la duración de la eterna bienaventuranza.

El otoño avanzaba y, a medida que los árboles perdían sus galas, el frío se enseñoreaba de la región. Sólo en Almería y Andalucía la Baja persistían los calores. Alicia recibió una carta que firmaban César y Carlos, acompañada de una fotografía en color en que se veía al primero enfundado en un traje de hule negro, y cargando a la espalda un arpón del que colgaba un bicharraco marino tan grande como su pescador. Le resultaba insólito contemplar al severo doctor de la bata blanca y las gafas de carey con aquel atuendo de tritón de los mares.

Una noche, cuando comenzaba a amanecer, Alicia volvió a despertarse con la desagradable sensación, otras veces sentida, de que el gran mastín del pastor que la atrapó, resoplaba junto a su nuca. Volvióse. Era «la Mujer Gatita» que la olfateaba.

—¡Vete de aquí! —le gritó.

Obedeció el animalejo. Se acercó en su posición acostumbrada a la cama de «la Onanista», de la que no fue rechazada, e inmediatamente se introdujo entre sus sábanas hasta desaparecer bajo ellas. Advirtió Alicia su movimiento y su colocación por el bulto que formaba bajo la ropa. Tardó en comprender lo que ocurría, mas apenas entendió qué clase de ceremonia era la que se realizaba bajo las sábanas, se levantó sigilosamente y con las dos manos firmemente cerradas descargó tal puñetazo sobre el bultejo que hubiera sido capaz de descoyuntar a un buey, cuánto más a una gatita lesbiana.

Oyóse un maullido de dolor, pero cuando la felina demenciada logró emerger de entre las sábanas, Alicia estaba ya en la cama, fingiéndose dormida. ¡Y muy feliz de haber contravenido las órdenes de Alvar de no mezclarse en las conductas sexuales de los enfermos!