ENCERRÓSE ALICIA en su cuarto y se tumbó en la cama. Imposible resulta precisar el tiempo que estuvo, las manos bajo la nuca, los labios moviéndose cual si hablara y la mirada perdida en el vacío. Tenía los nervios a flor de piel. ¡Al fin había llegado su gran día! Recordaba la admiración que advirtió en el rostro del comisario la noche que descubrió los tres crímenes. Y sus palabras: «Como profesional de la investigación criminal, la felicito, señora». ¿Qué no le diría hoy, al resolver de un plumazo, ante los ojos atónitos de todos, la incógnita de la muerte de Severiano García del Olmo y su propia incógnita, la de ella, Alice Gould, «la fantástica», «la soñadora», «la de la personalidad misteriosa, fascinante e incomprensible» como le dijo un día Rosellini? ¡Ah, Rosellini, el médico guapo y serio que se había enamorado perdidamente de ella y no se atrevía a decir con los labios lo que proclamaban a gritos sus ojos! ¿Le permitirían asistir a la entrevista? «Por Dios, Alicia —se dijo a sí misma—, no debes comportarte duramente con el director ni mortificarle. No olvides que ha sido él mismo quien ha avisado a Raimundo que la investigación por la que ingresaste en el manicomio ha concluido».

Tal vez regresara esa misma noche a Madrid, acompañada de su cliente y en el mismo coche en que llegó. Si así era, estaba dispuesta a volver algún día para abrazar a tanta gente buena —¡heroicamente buena!— como había de murallas para dentro. Pero no lo haría sin comprobar primero que César Arellano había regresado ya. ¡Por cierto! No debía olvidarse de preguntar a éste la dirección de su hijo Carlos en Madrid para invitarle alguna vez a almorzar en casa. ¡Qué pena, qué pena que no asistiese César a su triunfo de hoy!

Se imaginaba el despacho del director con los muebles colocados tal como estaban el día de la investigación. Samuel Alvar haría tamborilear sus dedos, yema contra yema, como de costumbre; el doctor Muescas movería agitado las piernas y arrugaría la nariz con su tic característico cual si quisiese con ese gesto colocar los lentes en su sitio. Se imaginaba al comisario Ruiz de Pablos entrecruzando sus pequeñas manos como si rezara, y a Raimundo —atento, conmovido y suspenso— al escuchar la verdad de la muerte de su padre. ¡Ah, también le agradaría que asistiese el inspector Soto, el de la bella cabeza de caballo!

Señora de Almenara —diría el comisario—, estamos impacientes por escucharla.

(Aquí habré de bajar los párpados concentrándome. Mis primeras palabras serán lentas, como las de quien evoca cosas pasadas, y después ganarán velocidad a medida que engarzo mis deducciones).

—Hace ya varios meses, cuando fui recibida por primera vez por don Samuel Alvar en este mismo despacho, tracé verbalmente el retrato robot del criminal: Un hombre entre cincuenta y cincuenta y cinco años, muy fuerte, con gran memoria para las injurias recibidas, de espíritu envidioso y vengativo, que supiese escribir, que alguna vez gozó de una posición económica o social relativamente elevada y que hoy vivía una existencia miserable. ¡Ah, no debo olvidar decir esto: y, por supuesto, perturbado mental!

¿Por qué de esa edad? —me preguntará extrañado Raimundo.

—Porque deduje que tenía que tener unos años muy aproximados a los tuyos y haber sido tu amigo en tu infancia o juventud, o compañero de clase o algo similar. Y la amistad se fue trocando en odio a medida que te encumbrabas y triunfabas, y él fracasaba y se hundía en el fango…

¿Y por qué dedujo usted eso? —preguntará el comisario.

—Porque, tal como se produjo el crimen, el móvil no podía ser más que el odio y la venganza. Robo no hubo. Las puertas no fueron forzadas. Eso quiere también decir que era un conocido de la casa, ya que un octogenario que vive solo no hubiese franqueado la entrada de noche a un extraño.

—¿Y por qué pensó usted que era un loco?

—¡Sólo un vesánico puede cebarse con esa saña en un anciano, aplastándole la cara y el cráneo y el tórax! Los periódicos de aquel tiempo pusieron en boca de no recuerdo qué inspector un ejemplo muy gráfico: «Es como si le hubiesen golpeado con un gran saco lleno de arena». De ahí deduje que el hombre era muy fuerte. Sólo un titán sería capaz de manejar un gran saco de arena como si fuera un martillo. De modo, me dije, que he de hallar a un coloso, conocido del padre de García del Olmo, de la edad de su hijo, con motivos reales o imaginarios para odiar a este último, ¡y loco!

No es imposible que el comisario me interrumpa:

—Ni nos aclaró usted antes lo de la edad, ni veo por qué había de odiar al hijo y asesinar al padre.

En ese caso, pienso contestar:

—¡Les estoy explicando lo que yo sospechaba entonces y no lo que sé ahora! Yo creía que se vengaba en el hijo asesinando a su padre. También podía ocurrir que hubiese ido a la casa para matar al hijo, y, al no encontrarle, aprovechar el viaje, como quien dice, para matar al padre: circunstancia que no haría más que confirmar la sinrazón de un loco. Hoy ya sé que tenía motivos para odiar a ambos.

—Pasemos de las intuiciones a los hechos, señora de Almenara…

Los hechos son así —diría Alicia—: Don Raimundo García del Olmo, aquí presente, tenía un primo a quien trataba muy poco, pues vivía muy lejos, en Orense, y tenía fama de raro.

Eso es cierto —corroborará Raimundo—. Pero ¿cómo puedes saberlo?

Al quedar huérfano tu primo —proseguiré— (que era hijo de una hermana de tu padre), éste se hizo cargo de su sobrino; lo trajo de Galicia a Madrid y lo alojó en vuestra casa. Hace de esto cuarenta años. La convivencia se hizo insoportable. La tensión entre los dos chicos —que no pasabais en aquel entonces de los quince— insufrible. El primo de Galicia no era solamente un raro: ¡estaba loco! Al tener la evidencia de ello, tu padre solicitó su internamiento, y, no volvió a verle jamás, hasta el día de su muerte, ya que él fue su asesino.

Llegado a este punto todos se pondrían a hablar a un tiempo. José Muescas preguntará a Raimundo si lo que estoy diciendo es verdad. Éste confesará que sí, salvo lo de la muerte, que él ignora. Alvar quería saber si ese hombre residía hoy en Nuestra Señora de la Fuentecilla. Responderé afirmativamente. ¿En qué unidad? En la de demenciados. El comisario intentará poner un poco de orden en aquel galimatías. ¿Cómo pude yo saber todo eso?

Desde que ingresé aquí para hacer esta investigación —contestaré— pedí al director que me facilitara los expedientes de algunos recluidos. Necesitaba saber cuáles de ellos habían obtenido permiso para salir fuera del hospital en las fechas en que García del Olmo fue asesinado. Sólo tuve la oportunidad de ver uno de los expedientes que me interesaban el día en que usted, señor comisario, pidió que se lo trajesen a este despacho. Mientras esperábamos a que se personara el joven Rómulo, a quien había mandado llamar, usted hojeó mi propio expediente —¿lo recuerda?— y yo no perdí la oportunidad de revisar el otro. Comprendí entonces que el padre de don Raimundo no había muerto a golpes de saco de arena, sino de idéntica forma que Remo, el gemelo, saltando su asesino sobre él, y partiéndole el tórax y reventándole las entrañas. José Sáez García, a quien aquí todos conocemos por «el Hombre Elefante», fue internado hace cuarenta años por solicitud de su tío carnal, don Severiano García del Olmo. Cuando el director inició el régimen «abierto», se le permitió salir del hospital durante tres días, el segundo de los cuales coincide con el asesinato de quien le internó.

José Muescas, muy nervioso, preguntará a Raimundo:

—¿Hubo, en efecto, esa tensión de que habla la señora de Almenara?

—Sí; la hubo. Lo que no entiendo es cómo lo sabe ella.

¿Cómo no haberla entre un chico sano y otro loco? Además, si no la hubiese habido —replicaré triunfalmente—, ¡tu padre no le hubiera mandado internar!

¿José Sáez está internado aquí? —preguntará Raimundo al director. Éste responderá:

—Sí. ¡Y hace un mes, escaso, asesinó a un muchacho oligofrénico!

Nos encontramos —concluiré— con un hombre que mata por vengarse como hizo con Remo, el gemelo; que odiaba a su tío porque lo internó en un manicomio; que odiaba a su primo «el listo» por el hecho de serlo; que, tras treinta y ocho años de internamiento, se le permite salir una sola vez; y que esa salida coincide con el asesinato de su tío… ¡y que el cadáver de éste fue hallado con idénticas señales que el de una víctima suya probada: el tórax aplastado y reventadas las entrañas! ¡Si mi deducción no está bien hecha, que venga Dios y lo vea!

Es usted particularmente expresiva, señora —me dirá Ruiz de Pablos poniéndose en pie para felicitarme.

Y entonces ocurrirá algo insólito, inesperado, fantástico: Samuel Alvar me sonreirá por primera vez. Y yo descubriré otro secreto: que si el director no sonríe nunca no es sólo por ser más agrio que un limón sin madurar, sino para que nadie advierta que no se lava los dientes.

Rompió a reír Alice Gould ante esta idea. Y aún seguía riendo cuando se oyeron unos pasos enfurecidos. La cabeza de la mujer que atribuía estar sana «a no pensar jamás», asomó por el ventanuco.

—¿Dónde se había metido usted? ¡La llevo buscando por toda la casa!

—Amiga Roberta, si haciendo una gran excepción pensara usted alguna vez, hubiese intuido que no es raro encontrar a una persona en su propia habitación. Y puede abstenerse de darme el recado. Sé muy bien lo que quiere decirme: que el director me manda llamar. Y que una visita me espera en su despacho.

—¿Cómo lo sabe usted?

—¡Porque yo sí utilizo, a veces, la máquina de pensar!

Púsose Alicia en pie de un salto y corrió exhalada hacia el despacho del director. Se atusó el pelo con un movimiento rápido, golpeó discretamente la puerta con los nudillos y entró.

Estaban presentes Samuel Alvar, el comisario Ruiz de Pablos, el doctor don José Muescas y otro hombre muy serio, bajito, calvo, rechoncho, de cara vulgar y ojos miopes, un tanto abombados, como los de los peces: probablemente un policía. Raimundo García del Olmo no estaba.

—Buenas tardes, señor comisario. Buenas tardes, director. Y con una leve inclinación de cabeza saludó a los dos restantes, que le respondieron del mismo modo.

—El doctor García del Olmo —dijo el director— ha sido tan amable de desplazarse hasta aquí para escuchar cuanto sepa usted acerca de la muerte de su padre.

—Yo también estoy impaciente por declararle mis sospechas. ¿Dónde está él? —Hubo en todos un movimiento de sorpresa.

—El doctor García del Olmo soy yo —declaró el hombre serio.

Alicia Almenara, endurecido el rostro, los ojos secos, apretados los dientes, le contempló incrédula… Movió la cabeza lenta y repetidamente, como «la Niña Oscilante» su cuerpo.

—¿Le ocurre algo, Alicia? —preguntó don José Muescas. No respondió.

—¿No tiene nada que decirnos? —interrogó decepcionado Ruiz de Pablos.

—A usted sí, comisario. Desde ahora declaro formalmente que este señor no es el doctor Raimundo García del Olmo. Y con la misma formalidad solicito la protección de la policía ante el secuestro de que soy víctima.

Dirigió los ojos con implacable dureza a Samuel Alvar. Si las miradas mataran, el director hubiera caído allí mismo fulminado. No pronunció una sola palabra más. Samuel mantuvo impasible la mirada glacial de Alice Gould.

—Puede usted retirarse, señora.

Apenas se cerró la puerta, comentó:

—Le ruego, querido colega, que nos disculpe. Ya le avisó mi ayudante que la enferma no era de fiar. También se lo advertí a usted, comisario. Y no quiso escuchar las razones que objeté para no molestar a este caballero y obligarle a desplazarse hasta aquí. Un paranoico inteligente es capaz de enredar, confundir, y volver loco a un médico excesivamente confiado como César Arellano. Recuerden el caso de Norberto Machimbarrena. Era un paranoico como esta señora. Ingresó aquí hace cuatro décadas por haber cumplido escrupulosamente la orden «de mente a mente» que creyó recibir de sus jefes de eliminar separatistas vascos. A lo largo de más de 40 años se le ha creído curado. Y en cuanto ingresaron aquí dos sicópatas de la ETA, no duraron ni veinticuatro horas. Los mató a los dos. Esta señora intentó por tres veces envenenar a su marido. ¿Queremos darla por sana porque no se le cae la baba, porque habla varios idiomas y porque viste bien? ¿Es que acaso no existen paranoicos entre los que visten bien y hablan varios idiomas? ¿Tienen por ventura los señorones patente de inmunidad? ¡Soltémosla y lo primero que hará es envenenar a su marido! Lo hará con la máxima elegancia, sin duda, ¡pero lo hará!

Hizo una larga pausa que nadie osó interrumpir.

—Yo te ruego, Pepe, que empieces a tratarla inmediatamente, tal como mandan los cánones. Lleva más de cuatro meses aquí embaucándonos a todos. Y si hemos de devolvérsela alguna vez a su marido (caso de que eso sea posible) hay que devolvérsela sana. En cuanto a usted, comisario, ¡respete nuestra especialización! Esta dama superferolítica y exquisita es mucho más peligrosa (tengo mis motivos para decirlo) que muchos de los que pueda usted ver por ahí con cara de alucinados y la baba entre los labios. Y a usted, amigo García del Olmo, ¿qué puedo decirle sino disculparme?

Aturdida y acongojada salió Alicia del despacho del director, con la angustia de quien anda a oscuras por un laberinto sin salida. Al verla pasar, junto a sus oficinas, la ecónoma la llamó:

—Señora de Almenara, ¿quiere ser tan amable de dedicarme unos minutos?

Como una autómata que obedece a los resortes que manipulan otros, Alice Gould penetró en la pequeña habitación.

—El día que ingresó usted en el hospital, su marido depositó una suma equivalente a sus gastos durante un trimestre y se hizo responsable de abonar los «extraordinarios» que usted produjese. Esa cuenta está ya agotada. Hemos reclamado reiteradas veces a las señas que nos dieron y no hemos recibido respuesta.

—Mi marido está en América.

—Hemos consultado con el director y nos ha dicho que se aplique el reglamento.

—¿Y qué dice el reglamento?

—Que ha de trasladarse usted de su celda individual al dormitorio colectivo, mientras se tramita la documentación para que se la considere acogida a Beneficencia.

—El dinero que llevaba yo encima el día de mi ingreso, ¿quedará por eso bloqueado? Usted sabe que junto a la tarjeta naranja recibí la autorización de disponer de él.

—El reglamento dispone que ese dinero le sea devuelto a usted.

—¿Cuánto tengo disponible?

La ecónoma consultó sus cuentas y se lo dijo.

—¡No es mucho! —comentó Alicia—. Deme la mitad.

—Está muy pálida, señora de Almenara.

—He sufrido un gran disgusto. Mi marido había prometido visitarme hoy y no ha venido.

—¡Ningún hombre merece que suframos por ellos! —sentenció la ecónoma mientras le daba el dinero.

Subió Alicia precipitadamente a su cuarto antes de que se lo quitaran. Necesitaba reconsiderar su situación. Tumbóse en la cama y cerró los ojos. Su capacidad de pensar estaba taponada. Quería perforar el misterio y éste se alzaba ante ella como una pared. Era insostenible imaginar que el director se hubiese atrevido a presentar a un simulador ante el propio comisario, Ruiz de Pablos. Don José Muescas dijo delante de ella el día de la junta de médicos que él conocía a García del Olmo. ¿Eran cómplices de la farsa el director y el jefe de la Unidad de Urgencias? Esta suposición tampoco se tenía en pie. La única solución viable era tan cruel, que Alicia se debatía para no planteársela. ¿Estaba realmente loca? Era muy triste considerar su propia locura: una locura razonadora. Pero al aceptarlo quedaban resueltos todos los enigmas. Si el doctor García del Olmo era el hombrecito serio y calvo que acababa de ver en el despacho de Samuel Alvar, ¿quién fue el elegante individuo que la acompañó desde Madrid el día de su ingreso? ¿Un enfermero? ¿Un policía? ¿Fue todo una argucia para traerla engañada? ¡Oh Dios!

Su mente se detuvo. Así como el físico del «Hombre de Cera» quedaba inmovilizado en la postura en que los demás lo situaran, la actividad intelectual de Alicia quedó paralizada en ese pensamiento. El razonar equivale a mover la mente. Pues bien: Alicia no razonaba. Su entendimiento se posó en el punto dicho y allí quedó agazapado como una liebre encamada, como un animal que sabe que en la total quietud está su mejor defensa para no ser visto por el cazador o por la fiera al acecho. Y ella necesitaba protegerse en este nirvana (en este no pensar) para que la inmovilidad de su intelecto le sirviese de añagaza defensiva frente a un animal feroz que la acosaba de cerca: la idea terrible de aceptar como un hecho cierto su propia locura.

Unos pasos rápidos sonaron en las baldosas y rompieron su ensimismamiento. La voz amiga de Montserrat Castell pidió permiso para entrar.

—¿Estabas dormida? —preguntó disculpándose.

—No.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé.

—Algo ha pasado y quiero que me lo cuentes.

—¡No lo sé, Montserrat, no lo sé…! Empiezo a pensar que os he engañado a todos y a mí misma. De los hechos pasados y presentes no sé cuáles son verdad y cuáles mentira. Mi cabeza es como un cuarto desordenado en que todo ha sido cambiado de sitio. Busco algo y no lo encuentro.

—Me he enfadado con Samuel —explicó Montserrat—. Por culpa tuya he tenido con él una agarrada muy desagradable. Tampoco ha querido contarme lo que te ha pasado.

—Tienes mucha confianza con el director. ¿Por qué?

—Es muy largo de contar. Cuando nací, fui amamantada por una campesina que trabajaba para mi madre en una hacienda muy cerca de Gerona. Esa campesina tenía un hijo, a quien mis hermanos mayores, andando el tiempo, le costearon la carrera de medicina. Ése es Samuel Alvar. Su madre sigue trabajando para la mía. ¡Pero no es de él de quien quiero hablar, sino de ti!

—Estoy muy deprimida, Montserrat. He dejado de interesarme por mí misma. Estoy aburrida de mí. Es una sensación muy difícil de explicar. Cuéntame tú por qué te has peleado con el director.

—¡Me ha dado orden de que te retire la tarjeta naranja!

Alicia se encogió de hombros.

—¡Y de que mañana por la tarde, en que queda libre una cama, te traslade a la unidad de don José Muescas! —Nuevo encogimiento de hombros.

—Todo me da igual.

—¡Te van a comenzar a tratar con insulina!

Ahora sí que un poderoso timbre de alarma despertó de su abulia a Alice Gould. Montserrat vio el terror en sus ojos.

—¿Es eso cierto? ¿Mañana dices?

—Sí, Alicia —respondió llorando la Castell—. He rogado, he suplicado, he llorado pidiendo que esperara a que regresara César Arellano. ¡No me ha hecho caso!

—¡Localiza a don César, Montse! ¡Telefonéale!

—No sé dónde está…

—Yo sí. Mañana o pasado llegará con un hijo suyo a un pueblo de Almería: un pueblo costero. Es todo lo que sé.

Montserrat comentó desalentada:

—¡Hay miles de pueblos costeros y de urbanizaciones en Almería!

—¡Entonces ayúdame a fugarme! ¡Escóndeme en algún sitio y cuando vuelva César Arellano regresaré!

—¡Alicia, Alicia! Si yo no le llevo antes de media hora tu tarjeta naranja a Samuel, subirá él mismo a buscarla.

—Toma la tarjeta. No la necesito para salir de aquí. ¿Tienes coche?

—Sí.

—Explícame dónde está. Deja el portaequipaje abierto y busca un pretexto para anticipar la salida antes de que cierren la puerta de las tapias.

—Mi coche, Alicia, está fuera de las verjas.

—No me faltarán otros medios.

Oyóse la siempre desagradable voz de Conrada la Vieja:

—¡Castell! ¿Estás ahí?

Montserrat asomó su cabeza por el ventanuco.

—Aquí estoy.

—El director te llama.

Besó Montse a la Almenara y trazó en su frente una señal de la cruz.

—No necesito preguntarte lo que vas hacer. Sé prudente, Alicia, y astuta. Si no nos vemos más, ¡que Dios te proteja!

Era preciso que su conmoción interna pasase inadvertida. Su decisión de fugarse al día siguiente (en cuanto concluyese el desayuno, para que su ausencia tardase en ser notada) no debía comunicársela a nadie, por muy amigo que fuese. Se propuso mostrarse alegre y desenfadada, y actuar con orden y frialdad.

Bajó de su dormitorio a la «Sala de los Desamparados». Necesitaba utilizar a Urquieta para sus planes sin que éste comprendiese la verdadera razón de su ayuda. El cerebro de Alicia era en este instante como una computadora llena de esas lucecitas que se apagan al dejar de funcionar. Las suyas estaban todas encendidas.

—En tu busca venía —le dijo a Urquieta al divisarle—. ¿Qué tal tu familia?

—Mi padre tiene una salud de hierro. El único insano de la familia soy yo. ¿Querías algo de mí?

—Quería tu compañía, ¿no te parece bastante? He estado pensando que me gustaría charlar y pasear con el hombre más guapo y atractivo del hospital. He meditado largamente en cuál era el mejor. Y he llegado a la conclusión de que eres tú.

—¿Pretendes coquetear conmigo, Alicia?

—Es exactamente lo que pretendo.

—¡Yo soy un tarado!

—Déjate de bobadas. Eres un tipo estupendo. Cuando te cures me gustaría hacer un viaje contigo.

—¿Por las islas del Sur del Pacífico? ¿Y verme bañar en el mar?

—No. ¡Por los pueblos de esta provincia!

—No has dicho ninguna tontería. Hay lugares impresionantes. Por aquí pasaba la ruta de Santiago y hay una colección de ermitas e iglesias románicas extraordinarias. ¿No has visitado el retablo de Berrugueté de…? (¡por cierto es un pueblo que se llama igual que tú!) Almenara de Campó.

—No lo conozco. ¿Dónde está?

—Entre Gordillo y Robregordo.

—Desconozco todo de esta zona de España. Ni siquiera me doy cuenta de dónde está situado este hospital. Tú que eres topógrafo, ¿por qué no me haces un dibujo?

Ignacio se acercó a Bocanegra.

—¿Sería usted tan amable que arrancara para mí una hojita de su cuaderno de hule y me prestara un bolígrafo?

Extrajo el mutista el cuaderno de su bolsillo; escogió cuidadosamente uno de los bolígrafos de colores y escribió: ¡¡¡NO ME SALE DE LAS NARICES!!!

—¿Hay alguien que sea más amable que este pozo de estupidez —preguntó en voz alta Ignacio— y quiera prestarme una hoja de papel?

—¡Cual… cual… cualquiera! —respondió un tartamudo.

—¿Me lo puede usted prestar?

—Yo no ten… tenggg… tengo. Pero di… digggg… digo que cual… quiera es más amm… ammable que ese pozo de est… est… estupppp…

—Estupidez —le ayudó Ignacio a concluir.

—¡Eso! —confirmó rotundo el tartamudo.

—¿Ve usted, señor Bocanegra, lo que consigue al estar siempre callado? ¡Nadie le quiere!

Llegó corriendo «el Albaricoque», con su balanceo característico y comenzó a sacar papeles escritos de cada bolsillo.

—Preferiría alguno en blanco.

Aunque algo decepcionado de que se prefiriera una hoja en blanco a una de sus magistrales epístolas, «el Albaricoque» le facilitó bolígrafo y papel.

—Aquí está el hospital —comenzó Urquieta a explicar a medida que dibujaba—. Y aquí el pueblo de Fuentecilla. Y aquí Robregordo.

A cada nuevo pueblo venía una pregunta nueva. ¿Cómo se viaja de aquí a aquí? ¿Dónde empalma esta carretera con la general? ¿Y en este bosque hay lobos? ¿Y este río dónde desemboca? ¿Cómo se cruza? ¿Qué autobuses hay? ¿Esa aldea tiene teléfono? ¿Cuál es el norte y cuál el sur?

Al cabo de media hora Alicia tenía un plano perfecto de toda la zona.

—Me lo tienes que dedicar. Eres un gran dibujante.

Ignacio escribió:

A Alicia Almenara, la más fascinante de las locas y la más bonita de las mujeres, a la que deseo todos los bienes del mundo menos uno: la salud. Porque si ella sanara, me privaría de la alegría y el gozo de su presencia.

Alicia palmoteo entusiasmada al leerlo, y le besó en la cara.

—Además de topógrafo y dibujante, eres poeta.

—No debías besarme, Alicia…

—¿Te molesta que te demuestre mi gratitud con un beso fraternal?

—¡Ahí está lo malo! Yo no recibo tus besos tan fraternalmente como tú me los das.

Llegada la hora de cenar, Alicia comentó que no tenía hambre, pero que a medianoche le entraba un apetito espantoso. Al día siguiente repitió lo mismo: no tenía apetito a la hora del desayuno, pero a media mañana se sentía voraz. Con esto ambas veces guardó cuidadosamente pan, frutas y un trozo de tortilla.

Concluido el desayuno, Alicia le dijo a Urquieta:

—Aunque te fastidie, ¡toma!

Y le besó de nuevo. Pero esta vez fue un abrazo de despedida.

La verja estaba abierta. Y detenida en la puerta una furgoneta. Vestido de paisano, el enfermero Guillermo Terrón hacía señas al «Albaricoque» de que se apresurara. Vio a éste correr con un hatillo en la mano y comprendiendo de qué se trataba corrió ella también.

—Amigo Terrón, ¿va usted a La Fuentecilla? ¿Podría usted llevarme?

—Con mucho gusto. Voy a acompañar al «Albaricoque» hasta el autobús.

Llegó éste a grandes zancadas. Estaba muy contento y locuaz.

—Terrón multiplicado por furgoneta —dijo— es igual al pueblo. Pueblo más autobús igual a mi tía. Terrón: yo quiero que venga «la Rubia» con nosotros. Terrón: «la Rubia» más besos es igual a Urquieta, Terrón, y multiplicada por el doztor Arellano igual a amor, Terrón.

—¡Hala, sube para adentro, charlatán! ¿Llevas tu tarjeta naranja?

—Tarjeta elevado a la naranja potencia también es igual a mi tía, Terrón —dijo mostrándosela.

—¿Y la suya, Alicia?

—Aquí la tengo —dijo ésta, fingiendo que la buscaba en el gran saco, cargado con las sobras alimenticias. Simuló una gran decepción.

—¡Me la he dejado arriba! —El de la puerta intervino:

—Sin tarjeta no se sale.

—Yo quiero que venga «la Rubia», Terrón. «La Rubia» más mucho amor es igual a «Albaricoque», Terrón.

—Eres muy galante, «Albaricoque». Yo también te quiero mucho.

—Lo siento, señora. No tengo tiempo de esperarla a que la suba a buscar porque este pájaro —se disculpó el enfermero— perderá el autobús.

—Furgoneta menos «la Rubia», es muy fea, Terrón —le oyó decir cuando ya el coche se alejaba.

El cerebro electrónico particular de Alice Gould funcionaba con precisión. No necesitó fingir un gran desengaño porque éste era sincero. Quedóse plantada, las manos en jarras, contemplando con «morrito esquizofrénico» cómo el coche se alejaba.

Comenzó a hurgar en su bolso.

—Estoy segura de que tenía la tarjeta —se lamentó.

—El reglamento es el reglamento. Suba a buscarla y no faltará quien la acompañe al pueblo.

—¡Seré estúpida, la tengo aquí! ¡Terrón, Terrón, regrese! —gritó.

Bien sabía que Guillermo Terrón no podía oírla. Pero al gritar se salió fuera de la verja, donde no pudiera ser vista desde el interior del parque.

El vigilante se aproximó a ella y tendió la mano para recibir la tarjeta. Su brazo sirvió de palanca y el estricto cumplidor del reglamento voló por los aires. Aturdido, y menos colérico que pasmado, vio cómo Alicia, lejos ya de él, galopaba loma arriba, más ligera que un gamo. Sacudióse el polvo, se incorporó con el cuerpo molido del costalazo y maldiciendo y cojeando se fue parque adentro para denunciar lo ocurrido.

En cuanto Alicia dobló la cresta de la lomita, varió radicalmente de sentido. Su intención fue correr inicialmente por el atajo que conduce al pueblo de La Fuentecilla para que la buscasen en esa dirección. Pero ella entretanto estaría ya lejos y camino de otro pueblo distinto, sin comunicación directa por carretera ni con el manicomio ni con La Fuentecilla.

Llegó a este pueblo avanzada ya la tarde y casi agotada de caminar. Se llamaba Aldehuela de doña Mencía, y no tenía de bonito más que el nombre. Era mísero y sucio; las casas de adobe, las gallinas sueltas por las calles picoteaban el estiércol de las vacas; los niños gateaban en cueros. Era una amalgama de polvo, mugre, moscas, calor. Muy sofocada, penetró Alicia en la taberna, que estaba vacía y en la que atronaba una radio. El tabernero sesteaba a pesar de aquel ruido infernal. Tuvo Alicia que despertarle. Le explicó que había sufrido una avería en su coche y que necesitaba hablar por teléfono y beberse una cerveza. Marcó el número de su casa en Madrid y, aunque no le contestaron, tuvo la alegría de no oír la cantinela grabada, de la que le habló la doctora Bernardos. Dedujo que Heliodoro había regresado y que no estaba en casa. Telefoneó a su oficina. El corazón le dio un brinco de alegría al oír descolgar el aparato al otro lado de la línea. Pero pronto se le heló la sangre al no conocer la voz que le respondía; al confirmar que no hubo error al marcar el número; y al escuchar que se trataba de una sociedad de representación de vinos y que ignoraba quién tenía alquilado el local antes, cuando ellos mismos lo tomaron en arrendamiento. Colgó y fingió llamar a un taller de reparaciones. Cuando fue a pagar los gastos, la radio atronaba: «Va vestida con pantalones vaqueros, camisa a cuadros, chaqueta color crema y zapatos bajos. Es alta, rubia, bien configurada y sumamente peligrosa». Alicia entregó un billete y no esperó a que el tabernero le trajese el cambio. Había creído entrever en sus ojos la sospecha de si no sería ella la loca escapada del manicomio de que hablaba la radio. Salió del pueblo a buen paso. Un pinar se divisaba en la lejanía y se encaminó hacia él. Tenía el sol de frente acercándose al ocaso. Caminaba, por tanto, hacia el oeste. Desplegó, sin dejar de andar, el dibujo de Urquieta. Era forzoso que la carretera entre Orbegozo y Quintanilla cortara perpendicularmente la trayectoria que llevaba. Cuando se internó entre los pinos, descansó; comió pan y una manzana; fumó un cigarrillo. En la lejanía se escuchaba el rumor de un camión. Reemprendió la marcha siempre hacia el oeste. Pidió a Dios que no se le hiciese de noche antes de llegar a la carretera. El bosque se espesaba cada vez más, pero el sol entre los altos troncos la orientaba como un guía amigo. Las distancias marcadas en el plano de Urquieta eran aproximadas; las direcciones no forzosamente exactas y la orientación hipotética. El ruido de los motores de los camiones, en cambio, era una realidad y se escuchaba cada vez más cerca. Al fin, vio un claro y un mozo que pastoreaba su rebaño entre los rastrojos del trigo ya segado. Su mastín perseguía a la más díscola y alejada de las ovejas acercándola al común de sus compañeras y el propio pastor le ayudaba cortando el paso a la fugitiva con pedradas lanzadas con precisión impecable. Más allá, el terreno se ondulaba en una colina cortada longitudinalmente por una carretera. Alice Gould vio en la lejanía a una pareja de aldeanos haciendo señas a un autobús de viajeros para que parase. El destartalado autobús se detuvo y el hombre y la mujer subieron a él. Pero otros dos viajeros descendieron, cuya identidad era inconfundible aun a tanta distancia a causa de sus tricornios. La presencia de la Guardia Civil la dejó paralizada. Su intención era llegar al camino y hacer autostop o bien tomar un autobús. Quedóse agazapada, donde no pudiera ser vista, observando el movimiento de los guardias. Súbitamente le entró una gran desazón. Al observar que su oficina ya no funcionaba, a quien debía de haber telefoneado desde Aldehuela de doña Mencía era a su colega María Luisa Fernández, exponerle sus perplejidades y contratar sus servicios. ¿Cómo no se le ocurrió hacer esto? Cuando llegó a la taberna del hombre soñoliento eran horas de oficina. ¡Oh, qué torpe, qué torpe estuvo al desaprovechar la ocasión! La pareja de guardias civiles, a paso cansino, situados cada uno de ellos a una orilla de la carretera caminaban en dirección contraria a donde Alicia quería ir y se alejaban. Era necesario jugarse el todo por el todo. Salió del bosque a campo abierto y se dirigió hacia el pastor no sin grandes gruñidos y ladridos del mastín. «¡Lo que va de ayer a hoy! —pensó—. Antes, los pastores entretenían sus soledades tocando la flauta o la siringa; ahora, los divos más famosos cantaban para ellos a través de sus transistores». Este mozo llevaba uno colgado del hombro y lo tenía a todo volumen, como la radio de la taberna. Creyó Alicia reconocer la voz del muy popular Manolo Escobar.

«Madresita María del Carmen, hoy te canto esta bella cansión…».

La llegada de Alicia estropeó el bucólico concierto y el muchacho hubo de bajar el tono para escuchar a la mujer:

—Dios le guarde, buen hombre. Su perro no morderá, ¿no es cierto?

—Según de los segunes —contestó el mozo.

—He dejado mi coche abandonado con una avería y…

—Viniendo de donde viene mu lejos habrá sido.

—Sí. Muy lejos. Me han dicho que por esta carretera paran autobuses. Y que en Robregordo hay taller de reparaciones.

—Autobuses sí pasan, pero ni van a Robregordo ni en Robregordo hay taller.

—En fin, ya veré cómo soluciono mi problema. ¿Por dónde subo mejor a la carretera?

—Siga too derecho y no tema, que yo le sujeto el perro.

—Quede usted con Dios, amigo.

—Vaya usted con Él.

No bien hubo andado tres pasos cuando sintió un intensísimo dolor en el omóplato izquierdo y cayó de bruces como fulminada. Lo primero que pensó es que la habían herido con arma de fuego. No había sido un tiro, sino una piedra. No tuvo tiempo de incorporarse.

—¡Si sé mueve, le aplasto la cabeza con esta peña!

Sintió Alice Gould el aliento del mastín junto a su rostro. Y muy a las claras entendió que la amenaza del pastor iba de veras.

—¡He cazau a la locaaaá! —gritó con voz de truno—. ¡Eh, los civiles, vénganse pa’cá, que la he cazau y bien cazau!

Un silbido más potente que una sirena de alarma amenazó sus tímpanos. El dolor de la espalda era insufrible. La tarde oscurecía lentamente. Pero en su cerebro, de súbito, anocheció.