LA NOTICIA DE QUE ALICIA había descubierto a los dos asesinos corrió como el viento por todo el manicomio. Charito Pérez fue el más eficaz de los correveidiles, añadiendo de su cuenta los más sabrosos picantes. La enfermera, de la que decían que fue abofeteada por uno de los etarras, en realidad había sido violada por los dos y, en consecuencia esperaba gemelos, uno de cada violador. Melitón Deza, que recibió un rodillazo «en un sitio muy feo», iba a ser castrado, pues el golpe le produjo una gangrena y había quedado inservible para la virilidad. Pronto dejaría de crecerle la barba y le nacerían pechos de mujer.

Las sandeces de la obsesa de los chismes sexuales eran sólo un reflejo de la conmoción general. «El Hombre Elefante» fue residenciado en la Unidad de Dementes, para mantenerlo alejado de Rómulo, su verdadero enemigo, y Norberto Machimbarrena trasladado a Leganés en Madrid, pues al manicomio de Bilbao, su tierra natal, no parecía prudente enviarlo por temor a que acabara con la mitad de los recluidos.

A lo largo de los días que siguieron, Alicia se veía asediada por enfermos y enfermeros que querían saber detalles del porqué y el cómo consiguió llegar a la verdad. Un corrillo permanente de curiosos la rodeaba. Su prestigio era inmenso. Aunque eran muchos los residentes e incluso empleados que ella no conocía, todos en cambio sabían quién era ella.

—Mira; esa guapa que va por allí, es la rubia que descubrió a los asesinos —se decían unos a otros.

Algunos se armaban un buen barullo en sus estropeados caletres. Había quien pensaba que el mérito de Alicia era haber evitado que enterraran vivo al joven Rómulo, porque todos le creían muerto; no faltaban quienes creyesen que era «la Rubia» quien mató a dos hombres malos que pegaban y maltrataban a los impedidos y enfermos. Pero donde alcanzó cotas más altas la simpatía y admiración fue entre los médicos y enfermeros. Aquéllos, por la gallardía y dignidad de Alicia al defenderse contra toda sospecha de perturbación mental. Éstos, por haber desviado la acusación que pesaba sobre dos compañeros suyos: la enfermera donostiarra y Melitón Deza, que era el más comprometido.

Fueron días de euforia y lícita satisfacción para Alicia Almenara. La doctora Bernardos le regaló la bata blanca que le había sido hurtada y un ejemplar encuadernado de su tesis doctoral acerca de los sociópatas; el doctor Rosellini la obsequió con flores; César Arellano, con la anhelada tarjeta naranja, que le permitía salir acompañada fuera del hospital y una invitación a cenar mano a mano con él en el vecino pueblo La Fuentecilla; Montserrat Castell con un tomo primoroso de una edición antigua de Las Moradas, de santa Teresa.

—A ella también la creyeron loca —comentó Montserrat, al entregarle el ejemplar.

Quiso Alicia estrenar inmediatamente su tarjeta naranja, y suplicó a la Castell que la acompañase fuera de las murallas. Sólo una vez había cruzado la verja: el día de la fatídica excursión. Pero entonces fue en manada, como borregos, y ella quería experimentar el placer de exhibir su permiso de salida al guardián que un día le negó el paso, y caminar «por la parte de fuera», solamente por gozar del regustillo de la libertad.

Aceptó gustosa la alegre, jovial y encantadora Montse, advirtiéndole que el paseo habría de ser forzosamente corto, pues sólo faltaba una hora para el cierre de las verjas. Y allá se fueron agarradas del brazo, felices y en compañía.

—Es muy curioso lo que voy a decirte —comentó Alicia mientras caminaba—. Me faltan pocos días para salir de aquí… y, ¡qué sensación más extraña!, me dará mucha pena marcharme.

—¿Cuándo consideras que te darán de alta?

—En cuanto se persone aquí mi cliente. Tú misma me contaste que el comisario Ruiz de Pablo le telefoneó desde el despacho de Alvar para informarle de que mi misión había concluido.

—Guárdame el secreto —replicó Montserrat con cierto aire de misterio—. A mí también me dará pena dejar esta casa, y ya me falta poco: igual que a ti.

Miróla sorprendida Alice Gould.

—¿Te marchas?

—Sí.

—¡No puedo creerlo! ¡Montserrat, tú que eres una institución en esta casa! ¿Y adónde te vas?

—Nunca lo adivinarías.

—¿Te vas a casar?

—En cierto modo… sí.

—¿Qué quiere decir «en cierto modo»? O te casas o no te casas…

—Alicia, hace ya tres años que decidí ingresar en un convento. Si no he profesado todavía es por la duda que he tenido algún tiempo acerca de la orden en que debo tomar el velo. Ya lo he resuelto. El próximo invierno ingresaré en las Carmelitas.

—¡Me dejas absolutamente perpleja! ¿Estás segura de que tienes vocación?

—Estoy segura de que Dios me llama desde un camino distinto al de antes.

—¡Me quedo muy triste al escucharte! ¿Qué será de esta casa sin ti?

—¡Nadie es imprescindible!

—¡Tú sí! ¡Tú eres el alma de esta institución! Escucha, Montse… Si digo algo inconveniente atribúyelo a que sigo aturdida por la noticia que me has dado. (¡Yo que quería buscarte un novio, joven, apuesto, listo y rico!…). Lo que quería decirte es esto. Desde tu punto de vista, ¿no eres más útil a la sociedad, a tu prójimo, a los desheredados, a los pobres locos, quedándote aquí que encerrándote en una clausura?

—Ya he sido Marta muchos años. Ahora me toca ser María —respondió sonriendo Montserrat.

—Me gustaría —insistió Alicia— penetrar hasta el fondo en el conocimiento de eso. En el entendimiento de lo que dices. ¿No es más santo cuidar leprosos que rezar maitines? Cuando esos admirables enfermeros de la «Jaula de los Leones» levantan, lavan, visten, dan de comer en la boca, desnudan y acuestan en la cama a los dementes; cuando éstos se hacen encima sus necesidades, y sus cuidadores los limpian y cambian de ropa, varias veces al día, ¿no están haciendo más méritos que quienes rezan tres rosarios o están dos horas de oración ante el Sagrario?

—¡No se trata de una carrera de méritos, Alicia! Voy a ponerte un ejemplo. Imagina a «la Niña Oscilante». De pronto alguien la toma de la mano, y ella obedece a ese impulso exterior. Deja entonces de oscilar y cumple la voluntad de su guía. Se entrega totalmente a su conductor con confianza y obediencia ciegas. Pues, del mismo modo, nuestras almas son pendulares como la de esa muchacha hasta que llega un día en que Dios las toma de su mano y las conduce y guía personalmente. ¿Quién se atreverá a decir «no quiero ir por allí», «prefiero ir por allá»?

»¡Es imposible resistirse a su voluntad! Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Yo soy como “la Niña Oscilante” y Dios mi conductor.

Quedó Alicia muy impresionada por lo que acababa de escuchar y no de entender. No se imaginaba al hospital sin Montserrat Castell. Y le daba no poca pena que esta joven mujer, tan bien dotada y atractiva, se encerrase voluntariamente y de por vida en una clausura.

—¡Dios es muy injusto al escoger a una criatura como tú para Él solo!

—Estás desvariando, Alicia. No sabes lo que dices. ¡Anda, vamos para casa, antes de que nos cierren las verjas!

Al acercarse vieron al doctor Arellano, despidiendo en la puerta a un grupo de visitantes. La llegada de las dos mujeres coincidió con la partida de éstos; de modo que emprendieron los tres juntos el camino hacia el edificio central.

—¿Estrenando libertad, Alicia?

—Ejercitándome en ella, doctor. Tengo que estar preparada. ¿No te parece?

Una de las cosas que más llamó la atención de Alicia las primeras semanas que vivió en el manicomio fue la enorme ascendencia de los médicos sobre la población hospitalizada. Y muy especialmente de aquellos que trataban directamente a los enfermos.

Se les acercó «el Tarugo», que era una versión del «Gnomo», de triste recuerdo, aunque sin joroba.

—Doztor, doztor.

(Le tocaba con ambas manos. Otra de las características que observó Alicia es que hay una gran mayoría de sobones: como en la India, como entre los negros. Para hablar, tocan, dan pequeños golpes en el pecho o en los brazos).

—¡Doztor, doztor, hola, doztor!

—Hola, «Tarugo», Dios te guarde.

Siguieron caminando. En la Unidad de Demenciados que dirigía Rosellini, «la mujer Gorila», antigua pianista de cabaret, asomada a una ventana miraba sin ver, o sin saber que veía, hacia un vacío tan infinito como el de su mente.

Los autistas o solitarios se apartaban al paso del médico. Otros corrían hacia él.

—Me he vaciado, doctor. He perdido todo: el estómago, el hígado, los intestinos. ¡Ya no me queda nada dentro!

—No te preocupes. Mañana te daré una medicación para que te vuelvan a crecer las entrañas.

—Pero ¡es que también se me han derretido los huesos, doctor!

—¡Eso no tiene importancia! Yo te pondré otros nuevos. ¡Hasta mañana!

«El Albaricoque» se acercó moviendo mucho las caderas.

—Ocho por dos, es igual a quince más cuatro menos tres, doctor. Y usted es mi madre y también la catedral de León.

—Gracias por tus cumplidos, «Albaricoque». Mañana hablaremos. Ahora tengo mucha prisa.

Despidióse Montserrat Castell, y César Arellano preguntó a Alicia.

—¿No era mañana cuando habíamos concertado cenar juntos?

—Sí. A las nueve.

—¿Y por qué no lo adelantamos a hoy?

—Me parece una excelente idea.

El pueblo La Fuentecilla estaba situado a seis kilómetros de la antigua Cartuja. En algún tiempo no muy lejano debió de ser precioso. Había una gran plaza porticada con asombrosas y antiquísimas columnas; arcos de piedra tras los que nadan escalinatas pinas y misteriosas; casonas hidalgas con su escudo antañón —memoria de viejos y tal vez desaparecidos linajes—, una soberbia iglesuca románica, un castillo en ruinas con la torre desmochada (de cuando los Reyes Católicos abatieron junto con las torres la insolencia levantisca de los nobles), y sobrias mansiones señoriales con gárgolas que imitaban fantásticos tritones, faunos y vestiglos. Pero junto a estas nobles piedras había horrendos y altísimos edificios modernos de ladrillo, tiendas iluminadas con neón, fábricas situadas en el centro del casco urbano y otras mil novedades que los aldeanos construyeron con orgullo de «modernizar» el pueblo, sin comprender que con ello arruinaban la belleza primitiva.

—Mira —le dijo Alicia a su acompañante—. ¡Por aquí no ha pasado Samuel Alvar!

Y le señaló una soberbia cancela de hierro que enmarcaba un ventanal.

—Te advierto —comentó César Arellano— que no debes ser injusta al juzgar a los antipsiquiatras. Su crítica de los antiguos sistemas hospitalarios ha sido muy constructiva y gracias a ellos se han hecho reformas admirables en los manicomios. Su fallo consiste en ser más «sociólogos» que «médicos», y en olvidar que para poner en práctica sus teorías hay que crear primero una infraestructura que las haga posibles. Te aseguro que suprimir las rejas para evitar la sensación de encierro opresivo a los enfermos es una medida excelente. Pero antes de eso hay que construir ventanas que por su forma o su tamaño no quepa por ellos el cuerpo de un hombre. La terapia ocupacional y la laborterapia son útiles y bienintencionadas… pero ¡ojo!, no puedes poner un martillo en manos de un hombre con instintos agresivos. El día que sus teorías sociales se adecuen con las realidades científicas se habrá dado un paso definitivo en beneficio del enfermo. No debes juzgar despectivamente a Samuel Alvar.

—¡Odio a ese hombre! —comentó Alicia.

—No necesitas jurármelo… Dime, Alicia, ¿por qué le abofeteaste?

—Fue un impulso irresistible.

Caminaban a pie entre las callejas. Cruzaron bajo una arcada de la que nacían unos peldaños. La calle era escalonada y, algo más arriba, se dividía en dos ramales en forma de horquilla que dejaban en el centro, como una isla, una casona antigua y señorial.

—¡Ah, qué bonito es esto! —exclamó Alicia—. Cuando yo quede libre me gustaría comprar esa casa, y convidar a mis antiguos amigos del hospital. ¿Aceptarías, César, que te invitara a mi casa?

—Y tú, Alicia, ¿aceptarías venir a la mía?

—Claro que sí.

—Entonces vendrás a ésta. Porque ese viejo caserón es de mi propiedad.

—¡No me digas! ¿Vives aquí?

—Todavía no. Lo estoy arreglando por dentro.

—¡Necesito imperiosamente que me lo enseñes!

—No tengo las llaves conmigo.

—Otro día me lo tienes que enseñar.

—¿Por qué tanto interés, Alicia?

—Porque los hombres no tenéis idea de arreglar una casa por dentro. Y ese edificio es una joya. Y estoy segura de que si no sigues mis consejos lo vas a arruinar.

César Arellano se detuvo en seco.

—Contagiado por tus impulsos, yo también estoy sintiendo uno: «irresistible» como los tuyos.

—¿Cuál?

—¡Abrazarte!

—¡Vedado de caza, espacio acotado, zona rastrillai! —exclamó Alicia fingiendo escandalizarse por la ocurrencia.

—¿No me abrazaste tú a mí cuando te entregué la tarjeta naranja? —protestó Arellano.

—Pero lo hice mucho más inocentemente de lo que ahora leo en tus ojos.

—¿También sabes leer en mis ojos?

—En este caso, sí.

Detrás de la casona que tanto gustaba a Alicia había una antigua taberna muy graciosamente decorada. HORNO DE ASAR, PEPE EL TUERTO, rezaba un cartel. A la entrada estaba la barra repleta de una parroquia gritadora y bulliciosa que bebía vasos de tinto y engullía botanas de todas clases. A esa estancia daban dos puertas. Una decía: COMEDORES; la otra, TELEFONOS. Quedó Alicia como imantada ante la visión del auricular. César Arellano vio la duda en sus ojos. Más ella —no sin gran sorpresa del médico— desistió de telefonear y penetró en la segunda puerta. A los comedores se subía por una escalinata muy pina. Estaba bien puesto el plural, pues eran tres los que había en la primera planta y dos en la segunda y última: todos muy originales. Los techos eran de vigas de madera; y la decoración, ristras de ajos, cebollas y pimientos que colgaban de las paredes entre platos de cerámica antigua. Por los suelos una colección muy pintoresca de alambiques de cobre de las más diversas formas y tamaños.

—¡Bienvenidos, don César y la compañía! —dijo un hombre vestido con un delantal de rayas verdes y blancas que los había seguido por la escalera.

—¡Hola, Pepe, Dios te guarde! Tengo invitada de honor y quiero que luzcas tu buena cocina. ¿Qué nos aconsejas?

—Tengo unos pimientos rellenos que son de los que Dios se llevó de viaje; y unos caracoles a la riojana, que hablan de tú al paladar; y unos cangrejos de río, que son como para relamerse la partida de nacimiento. Eso, de primero. Y de segundo, lo obligado: cordero asado con salsa de menta, que no lo hay mejor en toda Castilla. De postres no ando muy glorioso: queso y carne de membrillo.

—¿Qué te apetece, Alicia?

—¡Todo! —respondió ésta con entusiasmo.

—Del cordero asado no se puede prescindir sin ofender al dueño de la casa —recordó sabiamente el médico—. Y en cuanto al primer plato te sugiero que uno de nosotros pida los caracoles y otro los pimientos, y nos los dividamos por mitades.

Pepe el Tuerto (que no era tuerto más que de apellido) apostrofó:

—Y como regalo de la casa yo les traigo unos cangrejitos para que vayan haciendo boca. Y así lo prueban todo. ¿Qué vino quieren?

—¡El de la tierra es excelente! —Recordó Arellano.

—Pues no hablemos más.

Fuese el mesonero para encargar la comida.

—No sabes, César, qué feliz me siento. Después de cuatro meses enclaustrada estoy como en el paraíso.

—Y yo me siento feliz de verte feliz.

—Dime, César, ¿cuáles son los trámites legales para salir del manicomio?

—En tu caso, Alicia, o por solicitud formal de tu marido al director del hospital (que puede ser denegada por éste caso de considerarte en «estado de peligrosidad») o cuando Samuel Alvar por sí mismo considere que no tienes razón alguna para seguir internada, en cuyo caso serías devuelta a tu marido, aunque éste no te reclamase. De aquí que me parezca una torpeza de tu parte crearte un enemigo ¡precisamente en el director!

—¿Y en el supuesto (¡cosa que Dios no quiera!) de que mi marido sufriese en su viaje por América un accidente mortal y que el director siguiese odiándome y se opusiera a soltarme?

—En ese caso te queda el medio de recurrir a la autoridad gubernativa, que dispondría lo que ha de hacerse.

—Y si Alvar convence en contra mía a la autoridad gubernativa, ¿no me queda ya otro recurso?

—No.

Alicia sonrió maquiavélicamente.

—¡Qué poca imaginación tienes! ¡Claro que me queda otro medio de salir airosa de la empresa! Pero no te lo digo porque eres demasiado inocente.

—Tal vez le ocurra a Alvar lo mismo que a mí —bromeó César Arellano—. Si yo fuese el director no te pondría nunca en libertad. Eso sería tanto como perderte. Y no estoy dispuesto a un sacrificio tan grande.

—Eres un amor, César. Déjame seguir meditando en voz alta. Si no paro de hablar, sé que corro el riesgo inminente de escuchar una declaración galante. ¡Y eso hay que evitarlo! Escucha. Yo estoy segura de que la versión que di la semana pasada de por qué Samuel Alvar quiere ignorar los compromisos que adquirió con García del Olmo, es auténtica. ¡No quiere que se sepa que la falsificación de los documentos de mi ingreso se hizo de acuerdo con él! Pero estoy empezando a considerar que tampoco me conviene nada a mí que eso trascienda oficialmente. Ni a García del Olmo tampoco. De suerte que… tal vez no convenga insistir en que aquellos documentos están falsificados.

—Explícate mejor…

—Si demuestro que los documentos eran falsos saldré del manicomio para ir a la cárcel, lo cual no es una perspectiva que me haga especialmente feliz. En cambio, si mi marido me reclama, o si el director me declara sana, saldré del hospital para ir directamente a casa. ¡A partir de mañana me dedicaré a enamorar al director! ¿Qué te parece mi idea?

César extendió sus manos y posó sus dedos en la frente y en las sienes de Alice Gould.

—Tus ideas, querida Alicia, están ahí dentro, bajo tu piel, bajo tu cráneo, y son siempre tan fantásticas e insospechas que quedan fuera de mi alcance.

—¿No decías que sabías leer en mis ojos?

—Sé leer tus sentimientos. Tus disparates, no. —Alicia se sonrojó levemente.

—Soy consciente de que has leído en ellos que me gusta tu personalidad, que me agrada tu conversación y que tu compañía me llena de calma y felicidad. ¡Pero eso no tiene ningún mérito! Yo también he leído eso mismo en los tuyos.

Alice Gould tomó las manos de César, las retiró de sus sienes y se las llevó a los labios. Las mantuvo unos instantes así, cerrados los ojos, concentrada en sí misma.

—¡Cangrejitos de La Fuentecilla! ¡Especialidad de la casa! —gritó Pepe el Tuerto subiendo la escalera.

Cuando se hubo ido el mesonero, Alicia inició un monólogo con sus manos a las que llamó «descaradas e impulsivas» y a las que amenazó con castigarlas si no la prometían ser más discretas en adelante.

—Estás siendo muy injusta con ellas —protestó César Arellano—. Y me veo precisado a consolarlas.

Las tomó entre las suyas y ahora fue él quien las besó. Los cangrejos tardaron varios minutos en comenzar a ser engullidos.