LA SALA DE JUNTAS estaba situada en el antiguo edificio de la Cartuja: en la que antaño fue la sala capitular de los primitivos monjes. Se llegaba a ella por un pasillo de piedra increíblemente bajo. «Los frailes de entonces debían de ser muy pequeños», pensó Alice Gould. Tuvo que desandar parte del camino recorrido porque la circulación en dos sentidos no cabía en tan estrecho recinto. Y menos cuando los que venían de frente eran tres: dos «batas blancas» y, probablemente, un paralítico al que llevaban en volandas. Cuando retrocediendo llegó a un ensanchamiento (en el que había una aspillera por donde los cartujos podían disparar flechas, caso de ser atacados) se detuvo allí, para dejar paso a los que salían. ¡Qué penosa impresión la suya, al descubrir que el que colgaba, como un muñeco de trapo de los brazos de los enfermeros, era «el Autor de la Teoría de los Nueve Universos»!

—Maestro… —le saludó Alice Gould.

Mas éste no la vio. Sus ojos sólo columbraban lo que le dictaba su mente. Y en ésta no cabían más que cuerpos astrales chocando entre sí. Los enfermeros miraron a Alicia con severidad y prosiguieron su camino. Ella reemprendió el suyo.

Desde que Montserrat Castell le enseñó la nota del director, citándola a comparecer en la junta de médicos, decidió vestir su ropa mejor. Avanzó Alice Gould, airosa como un cisne, por el antiguo laberinto. Si alguien lo suficientemente perspicaz hubiese sabido leer en sus ojos, y descifrar el misterio de su sonrisa, habría descubierto en su rostro muy distintos sentimientos y propósitos:

1.º) Necesitaba ganar la confianza y simpatía de los reunidos.

2.º) Tenía que vengarse de Samuel Alvar. Lo de ponerle la camisa de fuerza (de la que fue liberada por Montserrat Castell) era una injuria que no podía quedar impune. El mediquito de las barbas negras las iba a pasar moradas si pretendía medirse con ella.

Los días transcurridos desde el incidente con el director no fueron baldíos. Alicia visitó, desde las cocinas, hasta las salas de reunión de las enfermeras; se hizo presentar a los médicos no psiquiatras —que había muchos— con el pretexto de un diente picado o una luxación en un tobillo. Inquirió, preguntó, anduvo a la husma aquí y acullá, por averiguar los motivos del director para tenerla secuestrada. Y, aunque no halló lo que buscaba, ni llegó a donde pretendía, se enteró de no pocos datos, que no eran simples habladurías, y que bastarían, si llegaba el caso, para quitarle —como quien dice— el hojaldre al pastel.

De aquí ese aire medio triunfal con el que se acercaba al sancta sanctorum de los psiquiatras. Los médicos que participaban en las juntas de los miércoles —según se informó puntualmente— los conocía a casi todos. A la doctora Bernardos, porque fue la que dirigió las operaciones el día que le hicieron el electroencefalograma; al doctor Sobrino, por las semanas que pasó en recuperación; a Rosellini, por ser quien la liberó del puño de hierro de «la Mujer Gorila» y a «los tres Magníficos» Alvar, Arellano, Ruipérez estaba harta de verlos. A quien no tuvo nunca oportunidad de conocer era al jefe de los Servicios de Urgencia, del que no sabía ni siquiera el nombre. Con esto, sólo cuatro la habían visto vestida de ella misma: Ruipérez el primer día. Arellano y Sobrino, en la Unidad de Recuperación; Alvar y Rosellini una sola vez. La imagen de Alice Gould que la mayoría guardaba en sus retinas era la infamante del pantalón hombruno y la blusa desteñida. Llegó, pasillo adelante, a un amplio vestíbulo al que daban otros dos pasadizos tan estrechos y bajos como el que ella acababa de atravesar. Una inmensa puerta moderna estaba instalada en el hueco del arco antiguo. Un enfermero la cerró el paso.

—Me han dicho que espere hasta que ellos la llamen.

—¿De dónde le conozco yo a usted? —preguntó Alicia al de la «bata blanca».

—Me llamo Terrón. Fui el que enfundó la «camisa» a la mujer barbuda que la había atrapado.

—¿Ya no trabaja usted en «la Jaula»?

—Sólo actuamos allí una semana al mes. ¡Es muy duro! La junta ha prohibido que trabajemos en la «Jaula» más de una semana seguida.

La miró con aire de compadrazgo.

—¿Qué? ¿La dan a usted hoy el pasaporte?

—No tengo noticias de que me vayan a dar de alta.

—Al verla así vestida, pensé que se iba ya para su casa. Todos en el hospital nos preguntamos qué diablos pinta usted aquí.

—¿Sabe lo que le digo? ¡También me lo pregunto yo!

Tardaron mucho tiempo en recibirla. Al cabo de media hora larga, el «chivato» que llevaba el enfermero en el bolsillo de la bata emitió unos pitidos, y el hombre penetró en la sala capitular. No había acabado de cerrar la puerta tras sí, cuando volvió a abrirla.

—Puede usted pasar. ¡Suerte!

—Gracias, amigo. ¡Hasta luego!

En el centro de la inmensa sala, había una moderna mesa de trabajo que parecía pequeña, sin serlo, dadas las dimensiones del recinto. En torno a la mesa, los siete psiquiatras de la casa. Oyó Alicia la voz neutra del director:

—Pase usted, señora de Almenara, y siéntese entre nosotros.

Por el modo en que la miraban, Alicia entendió que el retraso en recibirla se debía a que su caso fue ampliamente explicado —¿por Alvar?, ¿por Arellano?— ante la junta de doctores. El primero presidía desde el centro; frente a él, Ruipérez. A la derecha del director, su amigo el jefe de los Servicios Clínicos. Los demás no mostraban por sus colocaciones una jerarquía determinada. Avanzó lentamente hacia la silla que le indicaban, situada en un extremo de la mesa; dijo un «buenas tardes», rutinario pero cortés, y tomó asiento con la naturalidad y autoridad de quien va a presidir un consejo de administración y está habituado a hacerlo. En efecto: se diría que, desde que ella se sentó, la presidencia de la mesa había cambiado de sitio. En la mirada del doctor Sobrino creyó advertir simpatía; en la de Arellano, preocupación; en las de Alvar y Ruipérez, hostilidad; en la de la doctora Bernardos, admiración por su buen porte; en la de Rosellini, sorpresa, al comprender que la enferma de la que habían estado hablando era aquella señora a la que apresó una demente escapada de su unidad; en la del otro médico —que después supo que se llamaba don José Muescas—, una viva curiosidad. Con mirada serena y tranquila —exenta de aparente preocupación— observó Alicia a quienes la observaban. La procesión iba por dentro.

Samuel Alvar explicó:

—El jefe de los Servicios Clínicos le va a hacer algunas preguntas, señora de Almenara. Le ruego que tenga presente que el interrogatorio de los médicos difiere mucho del que pueda hacer un periodista, un policía, un fiscal o un juez. Nosotros no pretendemos condenar. Sólo queremos salvar. Creemos haber descubierto ciertas contradicciones entre el examen a que la sometió su médico particular y los muchos que le han sido hechos aquí; entre sus antecedentes y su conducta; entre sus declaraciones y su personalidad. Necesitamos su ayuda para poder ayudarla. ¿Podemos contar con su colaboración?

—Sí, doctor. Deseo ayudarlos a que me ayuden. He cometido la gran torpeza de meterme en un laberinto y, sin su ayuda, no podré salir.

—Tiene la palabra el doctor Arellano.

Nadie podría acusarlo de no ir directamente al grano. Su primera pregunta iba dirigida al centro de la diana.

—Dígame, Alicia. ¿Cuántas veces nos ha mentido usted desde que ingresó en el hospital?

—Son incontables, doctor —respondió entre sonriente y compungida Alice Gould.

—¿Acostumbra usted a mentir por vicio? ¿Es ése un hábito muy arraigado en usted?

—No, doctor. He acumulado, en sólo tres meses, todas las pequeñas o grandes mentiras que pueden decirse en toda una vida.

—Usted declaró que su marido trató de envenenarla. ¿Es cierto o no?

—Es cierto que lo declaré; pero no es cierto que tratara de envenenarme.

—¿Puede usted hacer relación de los embustes más importantes que usted recuerde habernos dicho?

—Sí, doctor. Mentí al describir una personalidad de mi marido totalmente falsa; mentí al simular un menosprecio por él que estoy muy lejos de sentir; mentí en la estúpida historia del caballo que me coceó. Casi toda mi primera declaración al doctor Ruipérez es puro invento; así como las palabras que dije o las actitudes que tomé ante terceros y que no tenían otra finalidad que mostrarme ante ellos conforme a mi declaración del primer día. ¡Ah, y también mentí al decir que era licenciada en Químicas! En realidad soy doctora en Filosofía y Letras. Me doctoré con una tesis titulada Psicología del delincuente infantil. Si les interesa el tema puedo pedir a Madrid que me manden algunos ejemplares. La calificaron cum laude y, resumida y muy bien traducida, por cierto, me la publicó, en París, la Revue de deux Mondes.

La doctora Bernardos parpadeó repetidas veces. ¿Esta recluida mentía con toda la barba o decía simplemente la verdad? No le sería difícil averiguarlo. Su propia tesis doctoral se asemejaba mucho en el tema a la que decía esta señora haber escrito.

—¿Qué pretendía usted con sus mentiras, Alicia?

—Simular una enfermedad mental.

—¿Con qué fin?

—Con el fin de que no pusieran trabas a mi ingreso en el hospital.

Samuel Alvar pasó una nota a César Arellano que decía: «La paranoia fingida ha quedado ya delimitada. Bucea bien en la verdadera».

—¿Por qué deseaba usted ingresar, Alicia?

—Para descubrir al asesino del padre de mi cliente.

—¿Qué dolencia o desequilibrio mental pretendía usted fingir?

—La paranoia.

—¿Por qué precisamente la paranoia y no cualquier otra dolencia?

Alicia dudó brevemente.

—No me niego a responder a esa pregunta, doctor. Pero preferiría aplazar su respuesta hasta después de haber dicho otras cosas, primero. Si declaro ahora por qué y quién me aconsejó que simulara esa enfermedad, me resultaría muy enojoso. Dicho en su lugar quedará más claro.

—La investigación criminal que pretendía usted iniciar en este sanatorio, dijo usted antes que era a cargo o por encargo de un cliente. ¿Cliente de qué o de quién?

—De mi Oficina de Investigación Privada. Soy detective diplomado.

—Antes dijo que su declaración a don Teodoro Ruipérez era toda falsa. Y no obstante esa afirmación que hace usted ahora de ser detective también se la hizo al doctor Ruipérez el día de su ingreso.

—Dije que casi toda mi declaración era falsa. Mi afirmación de ser detective pertenece al casi restante: a la parte en que dije la verdad.

—¿Y qué la movió a decir la verdad en ese extremo?

—Pensé que no lo creerían: que lo atribuirían a un elemento más de mi fábula delirante.

—De modo que unas veces miente y otras dice la verdad… Dígame, Alicia, ¿a mí me ha mentido alguna vez?

—Nunca, doctor. A usted nunca le he mentido. Puedo jurarlo, y usted lo sabe.

—¿Y por qué a mí no, y al doctor Ruipérez sí?

—Al doctor Ruipérez ya he dicho que le mentí porque necesitaba ingresar en el manicomio. A usted no necesitaba mentirle, porque ya había ingresado.

—Me interesaría saber qué la indujo a hacerse detective.

—Es un poco largo, doctor.

—No importa. La escucharemos.

—Y con mucho interés —precisó el director con cierta sorna, completando la afirmación de César Arellano.

Samuel Alvar estaba muy satisfecho de la marcha del interrogatorio. La propia Almenara acababa de confesar —¡tal como él había predicho!— que sus primeras declaraciones pertenecían a una paranoia simulada. Sólo faltaba ahora delimitar su paranoia verdadera, a la que pertenecía sin duda el embuste de declararse Premio Extraordinario del Doctorado. Lo sorprendente es que no se hubiera manifestado todavía Premio Nobel o Archipámpano de las Indias.

—Prosiga, señora de Almenara.

—¿Puedo fumar?

Varias manos se apresuraron a ofrecerle cigarrillos.

—Gracias, prefiero los míos. Sólo necesito fuego. No me está permitido usar encendedor, ¿saben?

Lo dijo con toda sencillez, como quien cuenta algo que se da por conocido, pero con la clara intención de dar a entender, a quienes no estuvieron en antecedentes, que el director la consideraba «enferma peligrosa».

—Hace aproximadamente seis años (y les ruego que tomen nota de cuantos nombres y datos voy a dar) oí comentar con gran disgusto a una amiga mía, Pilar Sahagún, directora del colegio de niñas Santa Catalina de Siena, que a algunas de sus alumnas las habían descubierto portando alucinógenos y que tenía el propósito de instruirles expediente escolar y echarlas del centro. Le aconsejé que no lo hiciera, pues de lo contrario nunca se descubriría al responsable de introducir y vender drogas en el colegio. Por el prestigio del local y evitar un escándalo entre los padres, la directora no quería dar parte a la policía. Y entonces yo, comprendiendo sus razones, y por ayudar a mi amiga, me ofrecí a hacer una investigación. Era necesario para ello que me contrataran como maestra de algo; y yo, dudando mucho de mis condiciones docentes, sugerí colocarme como profesora de gimnasia o de judo. Y como de lo primero ya había una monitora contratada, fui designada de lo segundo.

—¿Sabe usted judo? —preguntó asombrado el doctor Rosellini—. ¡Yo también! Si quisiera podríamos practicar algún día.

—No se lo aconsejo, doctor —rio Alice Gould—, ¡soy cinturón azul!

Dio una bocanada y prosiguió:

—El caso es que la adolescente que introducía y vendía heroína en el colegio fue a parar al Tribunal de Menores; y el miserable que la utilizaba como mediadora, a la cárcel. Fue muy duro para mí, porque la joven culpable resultó ser hija de la directora. Éste fue mi primer caso. Corrió la voz y comencé a tener peticiones de ayuda, primero de amigas mías, después de gentes desconocidas que eran víctimas de estafas, o recibían anónimos, o les desaparecían metódicamente artículos de venta de sus tiendas. Siempre eran cuestiones en que el perjudicado no se atrevía, por una u otra causa, a acudir a la policía. La doctora Bernardos intervino:

—¿Qué motivo puede haber para que no se atreva a acudir a la policía el dueño de una tienda cuyos dependientes le roban?

—Los dependientes eran un hijo, un cuñado y dos yernos. ¡Y el dueño, hermano de mi cocinera, que fue quien me pidió el favor de intervenir! Total: que me harté de hacer servicios gratuitos a diestro y siniestro y decidí profesionalizarme y cobrar honorarios por mis trabajos. La licencia la obtuve hace tres años e inmediatamente monté mi oficina y contraté el personal auxiliar. Ésta es la razón por la que me hice detective. ¿He respondido correctamente a su pregunta, doctor Arellano?

—Ha respondido usted muy bien, Alicia. Ahora querríamos conocer a fondo el caso concreto que la indujo a querer internarse en un sanatorio mental. Y no en cualquiera sino en éste precisamente.

—El doctor Alvar lo sabe —se limitó Alicia a responder.

—El doctor Alvar no sabe nada —afirmó desabridamente el director.

—Si no lo sabe, por lo que yo creía, debe saberlo, al menos, por lo que yo le conté en su despacho cuando tuvo la amabilidad de recibirme.

—Su conversación con nuestro director —puntualizó César Arellano— fue muy incompleta y profundamente incomprensible, Alicia. Usted daba por supuesto que don Samuel Alvar ya conocía el tema del que usted le hablaba y lo cierto es que él, por carecer de antecedentes, no entendió y sigue sin entender lo que usted pretendió decirle. De modo que debe usted contarnos esta historia como a personas que lo ignoran todo, incluido, por supuesto, nuestro director.

Alicia meditó largamente.

—No sé si debo —dijo al fin—. Si yo hablara… atentaría no sólo contra el honor sino contra la seguridad de mi cliente. ¡Estoy atada por un secreto profesional! ¡Nunca lo he traicionado!

—Tampoco se ha encontrado usted nunca en una situación tan apurada, Alicia.

—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Alicia alarmada.

Arellano se volvió hacia Samuel Alvar, que tenía sentado a su izquierda, y al resto de sus compañeros.

—¿Puedo hablar con toda claridad?

Unos cambiaron las piernas de posición, otros encendieron un cigarrillo, otros retiraron la mirada, pero nadie habló. Se dirigió directa y exclusivamente al director.

—¿Puedo o no puedo?

—Toma tus responsabilidades por ti mismo. Tú eres quien ha pedido tratarla y dirigir este coloquio.

Volvióse hacia Alice Gould.

—Bien, Alicia. Voy a hablar con toda sinceridad. Usted ha entrado aquí como una paranoica que ha intentado por tres veces envenenar a su marido. Su ingreso se produjo previa solicitud de éste bajo la recomendación de un médico. Y no es igual lo que usted diga a este respecto. Lo cierto es que nosotros la hemos admitido en el hospital bajo el compromiso de intentar sanarla. Entienda esto bien: intentar sanar a una paranoica con antecedentes homicidas. Para intentar sanarla (cosa que no siempre se consigue) hemos de someterla al tratamiento que indica nuestro Ripalda. Una de esas terapias es el choque insulínico: llevarla al borde mismo de la muerte provocándole una hipoglucemia progresiva hasta que entre usted en coma. Cuando esté ya a las puertas de la agonía, la reviviremos suministrándole dosis masivas de glucosa. Y apenas esté usted repuesta repetiremos el tratamiento cuarenta o cincuenta veces… en tres o cuatro meses. Si al final sigue usted considerándose detective y negándose a reconocer que la verdadera razón de su ingreso es un trastorno mental que la predispuso a envenenar a su marido, probaremos otro tratamiento: haremos pasar por su cerebro una corriente eléctrica hasta de 130 voltios que sea capaz de provocar convulsiones, pérdida de conciencia y amnesia. ¡Amnesia, Alicia, que es precisamente lo que se pretende: el olvido del delirio! Para lo que el electroshock es eficacísimo. Si no hemos empezado antes de ahora esta terapia, es por albergar ciertas dudas, que había usted prometido esclarecer ante el director. Aquella buena intención suya quedó fallida. Tiene usted ahora la oportunidad de eludir el tratamiento… ¿y prefiere quedar callada por escrúpulos hacia su cliente? ¿Puede decirme de qué le servirán a ese caballero los servicios de un detective que ha perdido la memoria y que ignora por tanto qué es lo que hace aquí y lo que ha venido a investigar? Porque ése es el fin que pretenderemos, Alicia: que usted olvide las causas por las que cree estar aquí (una enfermedad supuesta) y por las que quiso usted envenenar a su marido (una enfermedad verdadera). ¡El tratamiento comenzará mañana!

—Pero, doctor, ¡es absolutamente verdad que yo estoy aquí para investigar un crimen!

—No nos sirve de nada que usted lo afirme. Tiene que explicárnoslo. Y nosotros creerlo. Su negativa a hablar de ello comienza a ser sospechosa.

Alicia, muy pálida, parpadeó repetidas veces.

—¿Por qué me mira tan fijamente, doctor Rosellini? ¿Me está usted hipnotizando?

—No, señora. Pero me ha adivinado el pensamiento. Estaba considerando lo fácil que sería arrancarle por hipnosis lo que usted se niega a revelarnos de buen grado.

—Señora de Almenara —intervino el doctor Muescas—, su defensa del secreto profesional la honra mucho. Y yo la admiro por ello. Pero olvida usted que nosotros somos médicos y usted nuestra paciente. Y que, por tanto, también estamos obligados hacia usted por el secreto profesional. Nada de lo que nos pueda contar saldrá de entre nosotros. No olvide las palabras del director. Estamos aquí para salvarla. No para condenarla.

—¿Es cierto que están ustedes obligados a…?

—Nos ofendería si lo dudara, Alicia.

Estas palabras fueron dichas por César Arellano. Alicia lo miró anhelante. Volvió después el rostro hacia cada uno de ellos.

—Bien, señores. ¡Hablaré, hablaré!

(En voz muy baja, pero no tanto como para que Arellano no lo oyera, Samuel Alvar comentó con Rosellini: ¡Qué gran comedianta es!).

El jefe de la Unidad de Demenciados no replicó. Él había visto a aquella mujer comportarse con una sangre fría inusual el día en que la más temible de las reclusas de su departamento consiguió escapar de «la Jaula» y la atrapó con su mano de hierro. No advertía comedia alguna en sus reacciones. Con todo, no dejaba de sorprenderle el contraste entre la frialdad de aquel día en un trance tan grave, y su angustia de hoy, en un asunto que a Rosellini le parecía menor. Tal vez no lo fuera. Sentía viva curiosidad por escucharla y, en cualquier caso, el comentario del director le pareció improcedente.

—Todo empezó —dijo Alice Gould con aire evocador— el 29 de febrero último, fecha del cumpleaños de mi marido. ¡Heliodoro es tan original que sólo cumple los bisiestos! Y con este motivo cada cuatro años damos una gran fiesta. Casi siempre somos los mismos, pero nunca faltan caras nuevas. Y aquella noche hubo varias, a quien mi esposo tuvo el capricho de invitar en una reunión de Antiguos Alumnos de su colegio que se había celebrado la antevíspera. Pido perdón por si todo esto es un poco premioso, pero les aseguro que no cito detalles superfluos. Durante la reunión, alguno de nuestros invitados se permitió bromear acerca de mis actividades profesionales, y otros exageraron los éxitos que obtuve en mi modesta carrera de detective.

(Alvar se inclinó hacia Arellano.

—Como verás —le dijo—, mi opinión se confirma punto por punto: «mis éxitos»… etc).

—Cuando todos se retiraron quedó sólo una de las «caras nuevas». Y mientras Heliodoro despedía en la puerta a los últimos invitados, me dijo: «Me interesaría hablar con usted, Alicia, no como amigo sino como cliente». Le di mi tarjeta «profesional» y le cité a las once de la mañana de un lunes. No quiero engañarlos. Hubiera podido citarle mucho antes. Pero esas dilaciones… ¡no sé cómo decirlo!…, dan prestigio.

—«Prestigio» —repitió como un eco, bien que con voz casi inaudible, el director.

La Almenara prosiguió:

—Regresó Heliodoro al salón. Y al ver que no quedaba más que un rezagado, le invitó a cenar. Como en las presentaciones precipitadas nadie sabe quién es quién, sólo entonces me enteré de que ese invitado era una persona famosa. Famosa —precisó Alicia— por sus propios méritos como médico, pues se trata de un colega de ustedes, y por un hecho desgraciadísimo que le había ocurrido dos años y medio antes: el asesinato de su padre.

—¿No se estará usted refiriendo al doctor García del Olmo? —preguntó José Muescas.

—Sí, doctor. A él me refiero.

—Sé muy bien quién es —murmuró el jefe de los Servicios de Urgencia—. Es un gastroenterólogo muy conocido.

—En efecto lo es —exclamó Alice Gould.

—Exacto. Y el asesinato de su padre causó no pocos quebraderos a la policía.

—Sí, doctor. La investigación de ese crimen ha quedado inconclusa, y el doctor Raimundo García del Olmo es el cliente por el cual me encuentro aquí.

Hubo —¿cómo negarlo?— una evidente emoción en los oyentes al escuchar esto. Sólo el director mantuvo su expresión de lama tibetano.

—El padre del doctor García del Olmo —recordó Alicia de Almenara— era ya un anciano octogenario cuando su cadáver fue encontrado por su propio hijo al regresar éste de un viaje a París, donde intervino en un congreso de su especialidad. El estudio forense demostró que el crimen se había producido cuarenta y ocho horas antes de ser hallado el cuerpo: tres días después de salir García del Olmo para París y dos antes de su regreso. Aparentemente el crimen carecía de justificación, pues nada de valor faltaba en la casa y ni puertas ni ventanas fueron forzadas. Era igualmente inexplicable la saña empleada al asesinarle. Su cabeza y su tórax fueron destrozados por un instrumento difícil de catalogar, como si le hubiesen golpeado repetidamente con un gran saco lleno de arena. Ni celos ni venganzas personales eran explicables en un hombre de tal edad que llevaba una vida retirada, acogido en casa de su hijo, y al que no se le conocían ni devaneos seniles ni enemigos. El interés también se daba por descartado: su único heredero era Raimundo y la posición económica de éste era mucho más sólida que la de su padre. A lo largo de los días los periódicos se ocuparon con gran detalle de este suceso.

»Aquella noche, en mi casa, hablamos largamente de aquel episodio y supuse que el tema del que quería informarme como cliente estaría relacionado con el caso, pero como no aludió ante mi marido a la cita que tenía concertada conmigo, yo tampoco dije nada.

»El lunes de marras, Raimundo se presentó puntualmente en mi despacho.

(Los siete médicos de la junta de los miércoles estaban materialmente volcados sobre la mesa para no perder una sílaba ni un movimiento de los labios de la relatora).

—¡Ah, señores, cómo me cuesta violentar en este punto mi secreto profesional!

—«Nuestro» secreto profesional… —rectificó el doctor Muescas.

Alicia le sonrió agradecida y prosiguió:

—Las primeras palabras que me dijo García del Olmo me dejaron tan suspensa como lo estarán ustedes cuando yo se las repita. «La policía sospecha de mí»: esto fue lo que me dijo.

»A continuación me explicó que al cabo de un mes de haber hecho la denuncia y declarar cuanto sabía fue llamado de nuevo a la comisaría.

—Escucha bien esto, Alice —me dijo con gran excitación—. Lo que voy a decirte no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Heliodoro, ni a mis más íntimos amigos: las preguntas que me hacían eran degradantes y me hundieron moralmente. Atentaban contra mi honorabilidad y mi seriedad y mi prestigio. Querían saber todos los pasos que di en París, en los cinco días que estuve fuera; los nombres de las personas con quienes me reuní; las sesiones del congreso a las que asistí y a las que dejé de asistir, y a las que llegué con retraso. Y las mociones que presenté y las deliberaciones en que intervine y a qué horas y en qué días. Me di cuenta de que pretendían averiguar si tuve ocasión de viajar de noche de París a Madrid, cometer el crimen y regresar a París para estar presente en la primera sesión de la mañana, a las pocas horas de haber sido cometido el crimen.

Yo le interrumpí:

—No entiendo —le dije— qué motivos podían alegar para acusarte de esa atrocidad.

—La compasión —concretó García del Olmo—. Mi padre padecía un cáncer de estómago que le producía terribles dolores. Y suponen que, al comprender yo que le quedaban muy pocos meses de vida, quise ahorrarle padecimientos tan crueles.

—Esa piedad tuya por tu padre —le dije— no se compagina con la saña que el verdadero asesino empleó contra él.

—Suponen que lo maté con un método más piadoso, una sobredosis de morfina —me respondió—. Y que sólo después desfiguré su rostro para fingir el crimen de un vesánico.

—¡Pero esa sobredosis de morfina habría dejado alguna huella al realizar la autopsia! —protesté.

—Querida Alice —insistió—, mi situación es más grave de lo que piensas. ¡Había morfina, en efecto, en su organismo! ¡Mi padre se la inyectaba por sí mismo para calmar sus dolores!

—Y, a pesar del tiempo transcurrido —le pregunté—, ¿siguen sospechando de ti?

—Afortunadamente —dijo— pude probar que aquella noche no había comunicación aérea posible París-Madrid y regreso al punto de partida, entre el final de la función de ópera a que fuimos invitados los congresistas y la primera sesión de la mañana siguiente que yo presidí, y a la que llegué con gran puntualidad.

—Bien —comenté—, si desde entonces no te han vuelto a molestar, todo está resuelto.

—Desgraciadamente no es así. Desde entonces, han ocurrido dos hechos muy singulares. Uno: me he enterado de que la policía está confirmando por medio de mis colegas, españoles o extranjeros, si los pasos que yo di fueron exactamente los que declaré. ¡Luego la sospecha sigue en pie y la investigación continúa! Otro asunto inexplicable es éste.

Y depositó sobre mi escritorio unas hojas de papel. Eran de pequeño formato y todas ellas tenían recortadas a tijera una pequeña franja cual si se tratase de hojas de escribir con membrete, en las que la parte impresa hubiese sido suprimida.

Una de las cartas decía:

Asesino. Tú le mataste. No yo.

En la otra estaba escrito:

Me he vengado de ti. No de él.

En la última se leía:

Ríete ahora de mí, como te reíste otras veces.

Observé estos escritos con atención y curiosidad profesionales. Todas las misivas estaban rotuladas con bolígrafos de distintos colores: rojo, sepia y verde. Las letras eran grandes y desiguales: la caligrafía de las capitulares parecía un arabesco u orlas estrafalarias; las líneas estaban torcidas y algunos vocablos tachados. Sobre uno de estos manchones había algo que, tal vez, pudiese ser una huella dactilar.

—Desde hace algo menos de un mes —comentó García del Olmo— recibo una por semana.

—¿Se las has enseñado a la policía?

—No.

—¿Por qué?

—Porque parecería que es una argucia mía, a la desesperada, para que dejen de sospechar de mí. Sólo cuando consiga averiguar quién es el autor de estas cartas que se delatan a sí mismas se las entregaré a la policía. Pero ni un minuto antes. ¿Te imaginas lo que significa para un hombre de mi posición profesional verme en entredicho, y que los periódicos ávidos de escándalos publicaran alguna de estas cartas en que se me llama asesino?

Yo medité un instante.

—No sé si haces bien en ocultar a la policía la existencia de esas cartas…

—Alice: atiende bien esto. La noche en que mi padre fue brutalmente asesinado no había, como te he dicho, línea aérea directa París-Madrid-París. Pero ¿cómo puedo yo saber si no la había París-Copenhague-Roma-Madrid y regreso, u otra combinación extraña, pero posible, con Turquía, o El Cairo, que permitiera ir y regresar de París a Madrid en una sola noche? Además…

—Además… ¿qué?

Raimundo García del Olmo titubeó:

—Un congresista italiano perdió su pasaporte y lo encontró días más tarde. Alguien pudo haberlo cogido, viajar con él una noche y regresar…

—Escucha, Raimundo. Todo lo que dices, si eres de verdad inocente, como estoy segura, carece de sentido. ¿Viajó alguien con ese pasaporte perdido a Madrid? Éste es un dato muy fácil de saber. Yo puedo averiguártelo en un abrir y cerrar de ojos. ¡Es demasiado sencillo!

—Eso es lo que quiero. Que me lo averigües y que te encargues de todo mi caso. Sobre todo de esto: ¿quién o quiénes, desde dónde y por qué, me escribe o me escriben estas cartas?

—Por de pronto, déjamelas —le dije—. Quiero hacer un examen grafológico y dactilar de todas ellas. Y si recibes más, no las manosees, como te he visto hacer antes. Las tomas con pinzas y las envuelves suavemente, sin frotarlas, en papel de seda. Y me las das. Quizá esta investigación sea más fácil de lo que piensas. Ve haciendo memoria de tu infancia y primera juventud. Quien te escribe es alguien que, alguna vez, justa o injustamente, se sintió gravemente agraviado por ti. Tal vez haga de esto muchos años. Desde entonces este hombre o esta mujer ha sufrido al verte encumbrar y triunfar, mientras que él, que en un momento dado estuvo a tu mismo nivel social, económico o profesional, se ha ido degradando y tal vez viva ahora una existencia miserable. Bucea también en tu memoria y en tu conciencia si recuerdas haber cometido un desafuero contra alguien a quien tú despreciaras o minimizaras, o considerases, por las razones que fueren, inferior a ti. No descartes una mujer: una joven desairada, por ejemplo. Y ahora, querido Raimundo, deja de mirar al techo, que allí no vas a encontrar escrito el nombre de tu enemigo, y vuelve a verme pasado mañana a esta misma hora.

Al ver que se ponía en pie le advertí:

—Excuso decirte que si me impides que hable con mi marido de tu caso… ¡tampoco debes tú decirle que me has encomendado este asunto!

—¿Cómo se te ocurre que voy a…?

—Se me ocurre… —le interrumpí— porque ser hombre y ser discreto son términos incompatibles. ¡Hala, vete; qué tengo que empezar a trabajar!

Rio la doctora Bernardos, por la incompatibilidad que veía la señora de Almenara entre los varones y la discreción, y Alice Gould prosiguió con su historia:

—Tal vez los haya aburrido hasta ahora, pero les aseguro que lo que voy a decirles a continuación no los aburrirá. El examen grafológico de aquellas extrañas misivas era todo un diagnóstico. Su autor era sin duda alguna un perturbado mental y probablemente un esquizofrénico de la modalidad hebefrénica, cosa que yo entonces no sabía lo que era. Perdón por el inciso. ¿Recuerda usted, doctor Arellano, la carta que apareció en mi dormitorio, cuando estuve en Recuperación y que me envió uno que llaman «el Albaricoque»? Era una letra muy semejante a las misivas que recibió García del Olmo. Y las capitulares también estaban llenas de dibujitos, rombos y espirales. Bien: prosigo. Advertí que todos los sobres llevaban el matasellos de esta provincia. Me informé y supe (ya que antes lo ignoraba) que la famosa Cartuja de los monjes cistercienses albergaba hoy el más grande de los manicomios de España; que era nacional y no provincial: es decir que podía albergar a enfermos de todo el territorio y no sólo de esta provincia. También supe que era mixto: de hombres y mujeres. Y que era el primero de España en que se había inaugurado «el régimen abierto», en que los pacientes no peligrosos podían salir libremente y pasear fuera de sus murallas y visitar los pueblos cercanos e, incluso, pasar temporadas en sus casas. Consideré que siendo el autor de las cartas un esquizofrénico residente en esta provincia, sería altamente probable que estuviese recluido aquí o que lo hubiese estado en otro tiempo, o, en fin, que se tuviese noticias de él. Y me propuse tomar el coche y solicitar del director del sanatorio mental una información respecto a la clientela que albergaba. De aquí que averiguase primero el nombre de su director. Cuando expuse a García del Olmo mi propósito, Raimundo lo aprobó.

—¿Cómo podríamos averiguar quién es el director del manicomio? —me preguntó.

—Ya lo he averiguado —respondí triunfante—. Es don Samuel Alvar.

—¿Qué dices? ¿Es Samuel Alvar director de ese manicomio?

—Sí.

—¡Samuel es íntimo amigo mío! —exclamó—. ¡Hace años que no nos vemos, pero nos queremos entrañablemente! Samuel no puede negarme nada que yo le pida, y más sabiéndome en una situación tan apurada y comprometida.

—Realmente es una suerte que seáis tan amigos —comenté.

—No sé qué debo hacer: si telefonearle o si ir a verle.

—Tal vez las dos cosas —sugerí—. Pero ¿qué es exactamente lo que pretendes pedirle?

—Que te permita vivir en el manicomio como si fueses una enfermera o una estudiante de psiquiatría que quiere hacer prácticas o… o lo que él mismo nos sugiera como mejor solución. ¡Esta misma tarde le telefonearé!

Los auditores de Alice Gould estaban cada vez más expectantes. La doctora Bernardos hubiese querido que le anticiparan la última página, como esos lectores que antes de empezar un libro quieren saber si termina mal o bien.

—Tres días más tarde —continuó Alicia dirigiéndose directamente a Samuel Alvar—, Raimundo García del Olmo me dijo que había estado aquí con usted y que le expuso su deseo de que una detective diplomada pudiese realizar dentro del sanatorio una exhaustiva investigación entre los reclusos. Añadió que usted no opuso reparo a esto, pero que le sugirió que yo ingresara simulando ser una enferma más, pues mis contactos con los residentes podrían, de este modo, ser mucho más directos y profundos. Así me lo explicó Raimundo —insistió Alicia con énfasis—, apenas regresó de su viaje, y me anunció que pronto recibiría una carta suya explicándome detalladamente los trámites que debían seguirse para mi ingreso.

—¿Y recibió usted esa carta? —preguntó el director.

—Sí, doctor. Ya hablamos de ello el otro día en su despacho.

—¿Recuerda usted cómo empezaba?

Alicia frunció los párpados:

—Mi distinguida señora: Nuestro común amigo Raimundo García del Olmo me ha informado… etc., etc… A continuación me sugería que la dolencia que me sería más fácil simular era la paranoia y me aconsejaba que leyese un manual titulado Síndromes y modalidades de la paranoia, del doctor Arthur Hill. ¡Ya se lo conté!

—Pero a estos señores, no.

Alicia se volvió hacia ellos.

—Lo que más me impresionó —les dijo— no era el contenido de la carta (a la que acompañaba fotocopias de un decreto de 1931, regulando el ingreso en los manicomios), porque ya me lo había anunciado Raimundo. Lo que digo que me llamó la atención era la clase de papel tela en la que estaba escrita y su formato, porque eran idénticos al de las misivas del esquizofrénico. Con una sola diferencia: en la del director había un membrete impreso con el nombre, dirección y teléfono del hospital, y en las del loco, esta parte estaba recortada a tijera.

—¡Estamos en el buen camino! —exclamé con entusiasmo al comprobar esto.

Y rompí a reír porque a un espíritu curioso y aventurero como el mío, acabó divirtiéndole la colosal insensatez de encerrarse como uno más en una casa de locos.

Hizo Alicia una larga pausa y su rostro adquirió gravedad. Se mordió los labios.

—Ya no me río —añadió, secándose una lágrima.