VEINTE AÑOS ANTES de que Alice Gould ingresara en el hospital psiquiátrico, cuatro chiquillos de una aldea llamada Villafuente de Calcamar, perdida en lo más abrupto de las montañas leonesas, vagaban entre las frondas de un bosque, cosechando, por encargo de sus padres, hierbas aromáticas y medicinales. Se apodaban «el Currinche», «el Pecas», «el Adobe» y «el Mustafá». Los dos últimos eran hermanos. «El Adobe» contaba nueve años y «el Mustafá» había cumplido doce. Tenían ya repletos varios sacos con otras tantas variedades cuando «el Currinche», que era el experto de la expedición —pues sabía distinguir las hierbas por sus nombres y conocía las propiedades medicinales de cada una— comenzó a escarbar junto al tronco de una planta y misteriosamente comentó a sus amigos:
—Mirad ¡ésa es la que llaman la raíz maldita! ¡Si se la mastica se ve al demonio!
Quedaron los otros espantados de contemplarla por primera vez, ya que todos la conocían de oídas, y «el Pecas» les propuso probarla para ver si era verdad o cuento lo que de ella se decía. «El Adobe», aunque era el más joven, se opuso a ello y hasta se enfrentó con su hermano mayor, que aceptó la propuesta con gran entusiasmo. Insistió «el Adobe» en que si lo hacían correría a la aldea para chivarse y, como viera que comenzaban a desenterrar la raíz, cumplió su amenaza, y fuese a buen trote hacia el caserío. Lo último que oyó fue la voz del «Currinche», que le gritaba:
—¡No seas maricón y vente pa acá! ¡Sabe a regaliz!
Cuando los padres de los chiquillos y otros hombres de la aldea llegaron al bosque conducidos por «el Adobe», los encontraron alucinados. Sus palabras balbucientes eran incomprensibles; sus gritos, destemplados; sus movimientos, ebrios, y sus miradas, de locos. Cargaron con ellos y se los llevaron a la aldea con intención de pedir al cura que les echara agua bendita y los exorcizase, pues los creían endemoniados. «El Currinche» murió antes de que llegasen a Villafuente de Calcamar; «el Mustafá» falleció al atardecer, presa de grandes convulsiones; y los alaridos de «el Pecas» se oyeron hasta la medianoche. Los que velaban a los muertos dejaron de oír sus voces con la última campanada del reloj de la parroquia.
La madre de este último explicó al siguiente día que su marido había cargado a hombros con el cadáver de «el Pecas» «pa enterrarle aonde descansan sus agüelos». No era cierto. Sólo era verdad que cargó a hombros con su cuerpo —no con su cadáver— y no para enterrarle, sino para enjaularle. Amordazado y atado lo condujo dentro de un saco hacia una lejana propiedad que tenía en un lugar apartadísimo y lo encerró en un hórreo abandonado. Ni su mujer ni él querían tener consigo a un hijo con el diablo dentro. No estaban dispuestos a que en la aldea les señalasen con el dedo considerándolos los padres de Satanás y achacándoles cada desgracia que sobreviniese. En consecuencia, decidieron ocultarlo y turnarse marido y mujer para llevarle pan, agua y manzanas (o lo que se terciase) dos veces por semana. ¡Ojalá hubiese muerto con los otros niños endemoniados! El día de su encierro, «el Pecas» cumplía diez años de edad.
Durante varios días y cuando el viento soplaba de poniente (donde está la morada del diablo) se oyeron en la lejanía los alaridos de las almas de los niños condenados aterrorizando al vecindario. Después dejaron de oírse para siempre.
Veinte años más tarde —cuando Alice Gould llevaba dos semanas internada en la unidad de Recuperación— unos cazadores llegaron a Villafuente de Calcamar para contratar un guía que los condujese por aquellas espesuras para matar el urogallo. Llegaron a un acuerdo con un mocetón de veintinueve años al que apodaban «el Adobe». Estaban los tres, de noche cerrada, esperando el primer claror del alba (que es el momento en que el urogallo se traiciona y denuncia su presencia con su canto), cuando una fuerte tormenta descargó su furia en el lugar. Hubo que abandonar el puesto, porque en tales circunstancias el urogallo no canta. La lluvia caía a raudales; el camino forestal en que dejaron el Land Rover quedaba muy lejos, y no había en varias leguas a la redonda sitio alguno en que guarecerse. A mitad de camino descubrieron un hórreo abandonado del que ni siquiera «el Adobe» tenía noticia. Propuso el guía cobijarse allí hasta que escampase. Forzaron la pequeña gatera por donde se vuelca el grano (que estaba claveteada por fuera) e iban a descolgarse por ella, cuando a la luz de las linternas descubrieron dentro del hórreo a un hombre agazapado, totalmente desnudo, con barbas y melenas que le llegaban a la cintura, en tal estado de desnutrición que semejaba un esqueleto viviente, con uñas en pies y manos que parecían garras y un gesto indescriptible de terror ante los ruidos, las voces y la luz de la linterna. Ante aquella espantosa visión, prefirieron la lluvia al cobijo; y, tan pronto como llegaron a tierra de cristianos, pusieron en conocimiento del primer puesto de la Guardia Civil lo que habían visto. La Benemérita rescató al hombre con la ayuda de «el Adobe», y denunció el caso al juzgado. El juez, como primera medida, decretó el procesamiento de los padres del «Pecas» y el internamiento de éste en el manicomio, donde fue ingresado en el Departamento de Urgencias que dirigía el doctor don José Muescas. Lo trajo la Guardia Civil, envuelto en una manta, el mismo día en que Alice Gould tuvo su desgraciada entrevista con Samuel Alvar.
La historia que queda relatada (parte de la cual pudo desentrañarse por lo que «el Adobe» declaró a la Guardia Civil, y la Guardia Civil al doctor Muescas) fue contada por éste punto por punto ante sus compañeros en la junta de médicos. Estaban presentes el director, Samuel Alvar; el ayudante de Dirección, doctor Ruipérez; el jefe de los Servicios Clínicos, César Arellano; el jefe de la Unidad de Demenciados (o «Jaula de los Leones», según el vocabulario de Alicia), Alberto Rosellini; el jefe de las Unidades de Recuperación, Salvador Sobrino (a quien se le llamaba «el Nazi» o «el de las S. S.», a causa de las iniciales de su nombre y apellido), y la doctora Dolores Bernardos, que era la experta en el manejo de los aparatos para la tomografía computarizada, la electroencefalografía y el electroshock. Los médicos no psiquiatras (analistas, anestesistas, etc.) no asistían a la junta de los miércoles.
—¿Cuál es su estado actual? —preguntó César Arellano.
—¡Terrible! —comentó el doctor Muescas—. No sabe hablar; anda a gatas; come con las manos; huye con pavor si alguien pretende tocarle y, cuando quiere hacer alguna necesidad, se baja los pantalones y defeca en un rincón.
—¡Es un precioso ejemplo de amor paternal! —comentó con ira la doctora Bernardos—. ¿Qué edad tiene ahora?
—Treinta años.
—¿Y dices que lo enjaularon a los diez?
—¡A los diez!
Arellano intervino:
—¿Está demenciado?
—¡Ahí está el problema! —respondió el doctor Muescas—. Pensé que lo mejor sería destinarle a la unidad de Alberto Rosellini, pero éste, después de estudiarle, se opone a ello. ¡Y tal vez tenga razón!
—Me opongo —explicó Rosellini— porque no le considero un demente. Si anda a gatas es porque en el hórreo no cabía de pie; si come con las manos es porque no sabe manejar los cubiertos: o nunca le enseñaron, o en veinte años se le olvidó. Si no habla, es porque no lo ha hecho en los dos últimos tercios de su vida. Pero sus ojos sí hablan: he leído en ellos el miedo, pero también un paulatino sosiego a medida que me escuchaba y un infinito anhelo de protección. En mi unidad, el hombre carecería de esperanzas. Fuera de mi unidad, creo que podría ser recuperable.
—Si te parece, director, me haré cargo de él —propuso el doctor Sobrino, jefe de las Unidades de Recuperación.
—¿Qué opinas, César? —preguntó el director.
—Opino que ha hecho muy bien Rosellini en no aceptarle y que hay que seguir la propuesta del doctor Sobrino —respondió el interpelado—. Me gustaría ver a ese hombre.
—En cuanto me haga cargo de él, te avisaré.
—¡A quienes sí me gustaría recibir en mi departamento —dijo el de apellido italiano— es a sus padres! ¡A esos monstruos los aceptaría con gusto entre mis huéspedes!
—Perdón, perdón —cortó Samuel Alvar—. Discrepo de cuanto se ha dicho. En la Unidad de Recuperación, ese hombre se considerará un monstruo comparado con los otros residentes. En cambio, en la de Demenciados se verá superior a ellos, puesto que su mente no está deteriorada y le será más fácil salir adelante. ¿Cuáles son tus otros dos casos, Pepe?
José Muescas comentó indignado:
—Nos han «colado» a dos políticos, director, que tienen de locos lo que yo de astronauta.
—Si es cierto lo que dices, no pienso consentirlo.
—¡No debes consentirlo —habló la doctora Bernardos— o al menos has de hacer hasta lo imposible por conseguir que los separen! ¡Juntos son un peligro! Se envalentonan el uno al otro: quieren demostrarse mutuamente cuál es más hombre, ¿comprendes? Lo primero que hicieron fue abofetear a una asistenta social, que es guipuzcoana, porque no les habló en vascuence.
—¿Son de ETA? —preguntó asombrado el director.
—Sí, ¡y que te cuente Pepe lo que ocurrió después! —Contó el doctor José Muescas que, cuando un enfermero llamado Melitón Deza tomó a uno de ellos por un brazo para acompañarle a hacer la primera inspección, éste le dio un rodillazo violentísimo en los testículos que lo dejó agarrotado de dolor. Cuando el enfermero se repuso, lo tumbó de un puñetazo.
—¿Quién a quién? —preguntó severo Samuel Alvar.
—El enfermero al etarra —respondió José Muescas—. Y entonces el supuesto enfermo le dijo estas palabras sibilinas: «Veo que llevas anillo de casado. Probablemente tendrás hijos. ¡Cuídalos!». Melitón Deza mordiendo cada palabra le respondió: «Puede que algún cobarde se atreva a vengarse en mis hijos. Pero te juro que ése… ¡no serás tú!».
—Al enterarte de lo ocurrido —le interrumpió secamente el director—, ¿qué medidas tomaste?
—Destinar al enfermero a otra unidad.
—No es bastante. ¡Ábrele expediente!
—¿A Melitón Deza?
—¡Ábrele expediente he dicho! Es intolerable que un enfermero pegue a un paciente y además lo amenace.
—Quiero recordarte que Melitón Deza es de lo mejor que hay en esta casa.
—¡Ábrele expediente!
Los médicos se miraron unos a otros, perplejos. La decisión del director no les parecía justa.
Aclaró Samuel Alvar que no eran problemas políticos los que a ellos competía dilucidar, sino los puramente clínicos. Si les habían metido gato por liebre, pedirían la revisión del proceso. Si estaban realmente enfermos los aceptaría en el hospital, pero elevando una solicitud urgente para que uno de ellos fuese trasladado a otro centro psiquiátrico.
Todos los presentes se mostraron conformes con las últimas palabras del director, mas no con la apertura del expediente al enfermero. Las dudas surgieron cuando se discutió dónde debían ser destinados, en tanto se les sometía a observación. Dolores Bernardos insistía en que su arrogancia era peligrosa; su aspecto, provocador y desafiante; y que no debían convivir en el edificio central con el común de los enfermos, porque serían fuente de continuos conflictos. El director decidió, con la aprobación de todos, que mientras hubiese camas libres en la Unidad de Urgencias, permaneciesen allí bajo la vigilancia del doctor Muescas, pero bajo la jurisdicción clínica de César Arellano, quien se aventuró a pronosticar que en sólo dos sesiones declararía si estaban locos o no. A continuación tomó la palabra el doctor Sobrino.
—No todo han de ser conflictos o malas noticias en el hospital —dijo éste con ademán satisfecho—. Creo que «hemos sacado del pozo» a una enferma que parecía irreversible: la muchachita Maqueira.
—¿La confidente de los extraterrestres?
—A ésa me refiero.
—¿Quieres decir que el tratamiento con insulina la ha mejorado?
—¡Quiero decir que el tratamiento la ha curado!
—¿Cuántos brotes tuvo en su historial?
—Sólo uno. ¡Yo la considero totalmente repuesta! Está en la antesala. Y estoy deseando que ustedes comprueben por sí mismos… si… si hemos acertado o no. ¿Me permiten que vaya a buscarla?
Cuando la joven Maqueira entró en el despacho encontró frente a ella siete rostros sonrientes. Incluso el del director, que no era amigo de esas expansiones, sonreía también. El doctor Sobrino la traía de la mano.
—Siéntate aquí, Maruja. El director quiere hacerte unas preguntas.
—En realidad —dijo Samuel Alvar— quien va a hacerte las preguntas es el doctor Arellano. Así estaré más atento a tus respuestas.
Volvió la joven Maqueira los ojos, atemorizados e ilusionados al tiempo, hacia el médico del pelo casi blanco. Prefería contestarle a él que no al de la barba negra, tan antipático.
Arellano tardó en decir algo porque estuvo considerando que las palabras de Alvar «Así estaré más atento a tus respuestas» constituían una insigne torpeza. Éstas eran palabras intimidadoras y no alentadoras. «El director —se repitió Arellano por enésima vez— no sabe tratar a los pacientes. Tal vez por ser consciente de ello, me encarga a mí el interrogatorio».
—Maruja —comenzó César Arellano—, ¿sabes por qué nos ves a todos tan satisfechos?
La joven Maqueira se encogió de hombros, no sabiendo qué responder.
—Estamos todos contentos por las buenas noticias que tenemos tuyas. Te hemos hecho muchas perrerías con tantas y tantas inyecciones, pero ya ves, al cabo de tres meses nosotros te consideramos casi curada. Y tú, ¿cómo te encuentras?
—Mucho mejor, doctor Arellano. Mucho mejor —respondió, refiriéndose en exclusiva a su estado físico—. Más de treinta veces creí que iba a morirme.
—Y nosotros también temimos por tu salud… ¡sin llegar a esos extremos de pesimismo! Por eso estamos ahora tan alegres. Gracias a tus padres, que se dieron cuenta a tiempo de que no estabas bien, hemos cortado de raíz tu infección. ¿Qué te dijeron tus padres al traerte aquí?
—Que había tenido una meningitis y que me quedé muy deprimida por culpa de las medicinas.
—¿Te acuerdas perfectamente de eso?
—No me acuerdo de la meningitis, pero sí de que mis padres me dijeron que la había tenido. Y que por eso estaba tan débil y delicada.
—¿Y de qué más te acuerdas?
—De todo.
—¿Qué es «todo»?
—El viaje hasta aquí; la fachada tan antigua de la Cartuja; el claustro tan bonito; mi primera conversación con usted y sus palabras: «Se va a hacer cargo de ti un gran médico: el doctor Sobrino».
—¡Ja, ja, ja! —Rio el aludido—. ¿Elogios de un colega? ¡Eso es imposible! ¡Ahora sí que estás delirando, Marujita!
—Sí, me lo dijo. Prometo que me lo dijo.
—Fue una gran mentira para consolarte —bromeó Arellano—. ¡Es el peor médico de España!
Rieron todos. Y la joven Maqueira, al ver que iban de chunga, rio también, por primera vez desde que fue internada.
—¿Y qué más recuerdas? —prosiguió don César.
—La gente del comedor me daba un poco de miedo. En mi mesa había sólo una persona simpática: Ignacio Urquieta, y los dos últimos días una señora parecida a mi madre, pero mucho peor vestida. Antes de ésta, un señor que lloraba y otro que no hablaba. Después me puse a morir, doctor Arellano; y ya no recuerdo otra cosa que inyecciones y más inyecciones y mucho sudor.
—Durante la meningitis en tu casa y durante tu recaída aquí llegaste a delirar y dijiste muchos disparates. ¿Recuerdas alguno de ellos?
—No.
—Parecía como si entre sueños hablaras con extraterrestres.
—¿De verdad? ¡Qué vergüenza! La gente pensaría que yo era tonta.
—No tiene ninguna importancia, puesto que estabas delirando a causa de la fiebre. ¿No recuerdas nada de lo que delirabas?
—¡Nada! Salvo la convicción de que me iba a morir.
—Eso no era un delirio, Maruja. Estuviste de verdad muy enferma. Dime: ¿Qué desearías hacer ahora?
Maruja Maqueira sonrió.
—Si se lo digo van a pensar que estoy mala otra vez.
—¡No seas timorata! ¡Vamos! ¡Di lo que te apetece!
—Volver a ver el claustro y copiar una inscripción en latín y que alguien me la traduzca. Y también que mis padres me traigan los libros de texto. He perdido los exámenes de junio, pero, a lo mejor, en septiembre puedo aprobar dos o tres materias.
Samuel Alvar interrumpió:
—¿Dónde preferirías estudiarlas? ¿En tu casa de Santander o aquí?
—¡En Santander, claro!
—Pues las estudiarás en Santander. Y ahora, al salir, le dices a Montserrat Castell que tienes órdenes mías de que te enseñé el claustro. ¡Hasta luego, Maruja!
—¡Hasta luego a todos!
Se acercó al doctor Sobrino y le dio un beso.
—Gracias —musitó.
Al salir Maruja, las siete sonrisas que la despidieron eran aún más anchas que las que la saludaron al entrar.
—¿Padeció en realidad una meningitis? —preguntó Dolores Bernardos.
—No —respondió Salvador Sobrino—. Se lo hicimos creer, de acuerdo con sus padres, para justificar sus delirios. Éstos brotaron súbitamente tras una estúpida sesión de espiritismo en que ella creyó haber oído hablar al demonio. Sus compañeros, todos estudiantes de bachillerato, la vieron tan miedosa que, para calmarla, le dijeron que acaso no fuera Satán sino la voz de un extraterrestre. Ella se aferró a esta idea. Y durante muchas noches, siempre a la misma hora, oía una música lejana que era el aviso de que los extraterrestres iban a comunicarse con ella. E inmediatamente le hablaban. Eran mensajes que le transmitían, como mediadora entre dos mundos, para que los comunicase a los terrícolas. Sus padres, bien aconsejados, la internaron sin pérdida de tiempo. César Arellano diagnosticó la paranoia, y yo tuve la suerte de acertar con el tratamiento.
El cupo de sonreír de Samuel Alvar quedó agotado para tres meses. Su despilfarro de hoy necesitaba ese tiempo mínimo para reponerse. Mas era evidente que existía una corriente comunitaria de satisfacción cuando el equipo médico lograba sacar a flote a quien yacía en simas inalcanzables. Y entre estas profundidades, donde muy raramente llegaba la sonda del médico, estaba en primer lugar la temible paranoia. El hospital contaba entre ochocientos reclusos sólo con tres considerados paranoicos puros: Maruja Maqueira, la estudiante; Norberto Machimbarrena, el bilbaíno suboficial mecánico de la Armada, y Alicia Gould de Almenara, pendiente esta última de un diagnóstico definitivo. El haber salvado a la primera, gracias a la rapidísima intervención de sus padres y a la celeridad del diagnóstico y del tratamiento adecuado, era algo que a todos llenaba de lícito orgullo. El caso de Machimbarrena no era el mismo. Su paranoia no debía considerarse como totalmente desaparecida (aunque sí «encapsulada»), ya que seguía considerando justificada su estancia en el hospital psiquiátrico por pertenecer (lo cual era falso) a los servicios de información de la Marina de Guerra. Todos hubieran querido seguir comentando «el caso» de la señorita Maqueira, del mismo modo que los buenos jugadores comentan y analizan una jugada comprometida de ajedrez. Pero Alvar los llamó al orden. El doctor Sobrino —recordó el director— tenía otro caso delicado que exponer a la junta: el de Sergio Zapatero.
—Es muy triste —dijo éste—. Su proceso se va agravando sin que yo le encuentre una salida. Si llevo dos días sin medicarle es sólo para que ustedes puedan opinar.
La mirada desvaída, sudoroso el rostro, el pelo hirsuto, entró Sergio Zapatero sostenido por las axilas por dos «batas blancas». Comenzó a hablar, entre gemidos y gestos suplicantes, en una jerga ininteligible, en la que surgían aisladas algunas palabras en inglés.
César Arellano entendió al punto lo que vagaba en su mente dislocada, y lo interrumpió:
—Todos nosotros hemos estudiado español, señor Zapatero. Puede usted, si prefiere, hablar en su propio idioma.
—Gracias, almirante. En efecto, prefiero hablar en espa… en espa… ¡Bueno, ustedes me entienden! ¿No deseaban mi muerte? ¿Qué esperan para matarme? ¡Me he adelantado a todos! La expansión de las… La expansión de las… ¡eso: de las gala… galaxias!… se ha terminado. Desde la creación se fueron expan… expandiendo… Fu… ¡Fuuuuuuú…! como la metralla de una bomba. Eso es: como la mmmmmetralla. Y ahora los trozos sueltos de esa explosión se han parado y regresan a su núcleo que es la espiritual… ¡No, no!, la espiración… ¡No no! La Espiral de Andrómeda. Eso es: La Espiral de Andrómeda, que es el núcleo del Noveno Universo. Los trocitos que llamáis estrellas iniciaron el jueves el camino de regreso por el mismo agujero que hicieron en el vacío cuando se expan… cuando se expan… ¡eso es!… expandieron.
Era penoso verle sufrir. Si los enfermeros lo soltaran caería al suelo. Mas si no le soltaban no podía bracear. Se le veía debatirse para poder imitar con los brazos el movimiento de expansión y de retroceso de las galaxias, la fusión de los cuerpos celestes menores con los mayores, el choque horrísono y espantable de los satélites con sus planetas, de los planetas con sus soles, de los soles con sus galaxias y de las galaxias entre sí, hasta fundirse toda la materia astral en un solo cuerpo que se iría apretando cada vez más sobre su propio núcleo hasta reducirse al tamaño de un balón de fútbol, más tarde de una nuez, después de una canica, de un chícharo, de un grano de mostaza, de una mota de polvo, de un corpúsculo microscópico de infinita densidad, pues contendría concentrada la totalidad de la masa de los Nueve Universos. Como no podía accionar los brazos para expresarse, lo hacía con las piernas y tan pronto quedaba en el aire, colgado de los sobacos, como pateaba, o dejaba los remos flojos en el suelo, como un pelele mal sostenido por los hilos que movía su manipulador. La angustia de Sergio Zapatero era pensar cómo podrían caber en un cuerpo celeste tan diminuto todos los pobladores, de los mundos habitados. Pero lo que más desazón le causaba, hasta el punto de arrancarle lamentos, era lo incómodos que estarían, así de hacinados, los pobres locos, sobre todo los que no podían valerse por sí mismos, como Alicia, «la Niña Péndulo» o «el Hombre de Cera». Prorrumpió en fin en una patética oración pidiendo al Creador que les diese la muerte antes del sábado próximo en que todo eso iba a ocurrir. Él mismo se ofrecía para pasar a cuchillo a todos sus compañeros y evitarles así presenciar la hecatombe cósmica. «No te preocupes por ellos —le decía a Dios— por… por… porque… todos son equi… equi… ¡eso es!, equivocaciones tuyas. Son los ren… renglones torci… torcidos, de cuando apren… apren… ¡eso es!… aprendiste a escribir. ¡Los pobres locos —continuó ahogado por los sollozos— son tus fal… faltas de ortoorto… ortografía!».
Se lo llevaron. Aun con la puerta cerrada, seguíanse oyendo sus lamentos. Hubo un largo silencio que rompió Samuel Alvar:
—¿Desde cuándo está así?
—Lleva en este estado dieciocho días… salvo los que le he hecho pasar dormido. Al despertar reemprende su delirio en el punto mismo en que lo dejó. Hemos comparado sus ochenta y seis cuadernos: los signos y grafismos de sus páginas son todos rigurosamente iguales, sin variar una raíz cúbica o la coma de un decimal. Se consultó con un matemático si aquello tenía sentido y respondió que no. Eran operaciones encadenadas en las que números de veinte o más cifras, con otros tantos decimales, se multiplicaban, dividían, elevaban a una potencia y se restaban o sumaban a la raíz cúbica de otra cifra de múltiples guarismos, todo ello sin concierto y sin llegar a ningún resultado.
»La totalidad de sus cuadernos, salvo el último, llegaban a la mitad de la página 102, donde bruscamente el cálculo quedaba interrumpido.
—¿Y en el último?
—En el último, tras la última cifra se leía: «… igual a… EL JUEVES COMIENZA LA RECESION DE LAS GALAXIAS». ¡Su cálculo había terminado!
—¿Qué opinas, César?
—No hay duda —dijo éste— de que nos encontramos ante un caso de una bouffé delirante en un enfermo crónico, y que no ha respondido a los psicofármacos que se le han aplicado. Creo que procede, ¡y con urgencia!, el electroshock.
—Creo lo mismo —dijo Salvador Sobrino.
El director ordenó:
—Doctora Bernardos: haga usted el estudio somático de Zapatero, para ver si el electroshock es todavía posible. Sólo después tomaremos una decisión.
Se pusieron todos en pie. Rosellini bostezó discretamente.
—¡Un momento, un momento, señores! —exclamó el director—. ¡No hemos terminado! ¡Yo también tengo una enferma que presentar!
César Arellano frunció la frente. Su ceño era de disgusto. No de sorpresa. El director prosiguió:
—Ruipérez; hazme el favor de avisar, a quien esté de guardia en la antesala, que le diga a la señora de Almenara que puede pasar.