TAL COMO ESTABA PREVISTO, aquel miércoles se reunieron los doctores Alvar, Ruipérez y César Arellano en el despacho del primero. Los tres médicos escucharon, con creciente interés, la cinta en la que estaba grabada la primera manifestación sobre sí misma que hizo Alicia Gould de Almenara el día de su ingreso. Concluida la audición, el doctor Ruipérez se dirigió al director y resumió:
—Los síntomas me parecieron lo suficientemente claros y coincidentes con el informe que nos hacía el que fue su médico particular. De modo que encomendé la enferma al jefe de los Servicios Clínicos para que éste la estudiase y te pasara sus conclusiones a tu llegada. Yo le remití una nota resumiéndole las mías: «Paranoia pura sin mezcla —al menos apreciable— de otros síndromes».
—¿Estás de acuerdo, César? —preguntó a éste el director.
—En efecto, los hechos fueron así —respondió el doctor Arellano, eludiendo lo más importante de la pregunta.
—No me refiero a los hechos —aclaró el doctor Alvar—, sino al diagnóstico de Ruipérez.
—Tu ayudante no hizo diagnóstico alguno —precisó el jefe de los Servicios Clínicos—, puesto que no la estudió. Tan sólo me remitió un avance de opinión.
—Eso es lo que te preguntaba. Si estás de acuerdo con su opinión de que nos encontramos ante una paranoia pura sin mezcla de otros síndromes.
César Arellano humedeció sus nuevas gafas con el vaho de su aliento y respondió evasivo:
—Estoy de acuerdo en que otros síndromes no hay.
—¿A qué pruebas la has sometido?
—Por tratarse de una envenenadora potencial, el caso de esta mujer me interesó vivamente desde el primer día. Pero mi interés aumentó al descubrir que me hallaba ante una personalidad de altos vuelos, distinta y superior al resto de los enfermos de este hospital; y distinta y superior también al común de los sanos. Tras mi segunda sesión con ella, tomé estas notas que os voy a leer: «Personalidad superior. Espíritu exquisito. Altamente cultivada».
»No sólo advertí que ocultaba algo. Ella misma me lo confesó. Ese “algo” era un secreto que guardaba exclusivamente para ti, director. Caso de tratarse de una psicosis delirante, pensé que en ese secreto estaría la clave de su delirio. Ello no fue óbice para que la sometiera a toda clase de pruebas.
—Hiciste bien. Vengan los resultados.
—Son todos negativos. No tiene trastornos psicomotores. Anda, se mueve y gesticula con naturalidad; carece de tics; es una gran gimnasta. Practica el judo. Y, en cuanto a su rapidez de reflejos, ahí está, como el mejor ejemplo, su desgraciado incidente con el jorobado.
»¿Trastornos de lenguaje? Tampoco los tiene. Su dicción es correcta, no tartamudea, sabe adecuar las palabras a sus pensamientos y pronuncia, sin equivocar un sonido, curiosos trabalenguas en varios idiomas.
»Se le han hecho análisis del aparato respiratorio, digestivo, cardiovascular y urinario. El hormonal y del líquido encefalorraquídeo los superó con éxito. No hay asomo de sífilis propia o heredada. Hay que descartar cualquier tipo de toxicomanía: odia las medicinas, no toma pastillas para dormir. Lo mismo digo del alcoholismo. Han transcurrido más de dos meses desde que ingresó y no ha tomado alcohol, ni lo ha pedido, ni se ha angustiado al no consumirlo. Puedo, por tanto, afirmar con la mayor seguridad que, de padecer esta señora una psicosis, ésta no es de origen orgánico.
—¿Se le hizo encefalograma?
—Se me olvidaba decírtelo. No hay falsas respuestas. No hay lesión cerebral. En consecuencia, puse mucho énfasis en el estudio de los tests y en su preparación. Aparte de los tradicionales de Bidet-Simon, Wechsler, Jung y Rorschard, introduje por mi cuenta algunas variaciones.
—¿Por ejemplo?
—En el test de las palabras inductoras de Jung. La lista de tales palabras la hice yo mismo. Buscaba afanosamente una respuesta esquizofrénica (que en el caso de esa señora no podría ser más que la paranoide) y no la hallé. Perdóname, Samuel, si me vanaglorio de aquella antigua iniciativa mía de que los tests se archivasen no por «individuos», como antes, sino por grupos de enfermedades diagnosticadas y confirmadas. Pues bien: he comparado sus respuestas a las manchas de Rorschard, tanto como las estadísticas aportadas por el mismo, cuanto con las de este hospital. Y no hay un solo esquizofrénico en la casa que coincida con las interpretaciones de la Almenara. Lo mismo acontece con los dibujos de un espacio abierto y uno cerrado que la psicóloga le ordenó hacer: no son simbólicos ni abstractos, amanerados o extravagantes, sino la expresión gráfica y un tanto ingenua de dos recuerdos triviales.
»En consecuencia: su encuadramiento psicosociológico es el de una burguesa de clase media elevada, de costumbres sanas, muy inteligente y que siente una profunda aversión por las mentes cuadradas, los espíritus mezquinos y los obsesos intelectuales.
Samuel Alvar le interrumpió:
—Háblame de su conducta.
—No ha dado motivo de queja desde que ingresó.
—¡Me parece que exageras, César! ¿Cómo puede decirse que no ha dado motivo de queja una mujer con antecedentes de envenenadora que a la quinta semana de internamiento ya dio muerte a un hombre?
—¡La muerte del «Gnomo» fue un accidente! ¡Hubo un testigo en cuyo testimonio siempre has fiado! —protestó con énfasis el doctor Arellano.
—¡Hubo una muerte, César! El testimonio del «Hortelano» sólo me sirve para saber que ella, en efecto, fue atacada. Más no se defendió de cualquier modo. ¡Se defendió matando! ¿Sigues no considerándola peligrosa?
—Sabemos muy bien que fue un accidente —insistió el interpelado—. De no haber sido por la deformación de su columna vertebral, el hombre que la atacó estaría ahora jugando a los bolos, y no bajo tierra.
—Ella sabía muy bien cuál era la malformación física de aquel individuo… ¡y le partió la columna! Esa mujer —prosiguió el director— será dócil en tanto en cuanto nadie la humille, la contradiga o la ofenda. Representa un peligro potencial para los demás enfermos y para sus cuidadores, mayor que el de Teresiña Carballeira el día que ingresó.
—¡Estás exagerando!
—¡No estoy exagerando! La Carballeira padecía un acceso de locura, es decir, una crisis pasajera capaz de ser reducida. Mientras que la Almenara es una enferma crónica. Su crisis, por decirlo de un modo acientífico pero muy claro, es permanente. Ella está buscando al asesino de un anciano llamado García del Olmo. Cuando crea descubrirlo, lo denunciará. Y, en vista de que el juzgado no se lo lleva, ejercerá la justicia por su mano, del mismo modo que otro de los paranoicos de esta casa mató a tres compañeros suyos de barco por considerarlos separatistas vascos.
Le sorprendió al doctor Arellano la dureza con que se expresaba Samuel Alvar. No era habitual en él cuando se trataba de diagnosticar a un paciente. No tardó en conocer los motivos de tal dureza.
—¡Y no es el único acto de violencia el que ha cometido «ese espíritu exquisito» que tú has descubierto en ella! ¡En este mismo despacho se permitió el capricho de abofetear al director del hospital en que está internada!
César Arellano no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar.
—¿Quieres decirme que Alicia Almenara te abofeteó?
—Lo que estás oyendo.
—¿Y cómo no fui informado yo de eso?
—Le rogué a Ruipérez que guardara la máxima discreción.
—¿Conmigo también? —preguntó indignado—. ¿Qué quieres que te diga, director? ¡Me parece incorrecto que no se me haya dicho una palabra acerca de un suceso tan grave relacionado con esa mujer!
Ruipérez intervino en defensa de su jefe:
—En realidad, tal vez me excedí en la petición que me hizo el director. ¡Samuel no me pidió que te lo ocultara a ti!
—Señores —intervino Alvar con tono pacificador—, los problemas que hemos de tratar son largos y hemos de concluir antes de que empiece la junta de médicos. Si os parece vamos a pasar la cinta de su conversación conmigo. Después de oírla, os daré mi parecer.
—Estoy impaciente por escucharla —exclamó César Arellano, con la voz más calmada y procurando ocultar la doble irritación que sentía. Contra Alicia Almenara por la increíble audacia de haber agredido al director. Contra el director, por habérselo ocultado.
—Te aconsejo —le sugirió el doctor Ruipérez con tono de chanza mientras pulsaba el conmutador del magnetófono— que te mantengas bien sentado durante la audición para no caerte de espaldas ante lo que vas a oír.
Fue un buen consejo. César Arellano quedó profundamente deprimido y triste. Había soñado con dar, algún día, un diagnóstico favorable de esta señora tan singular, y tal esperanza se desvanecía a medida que escuchaba la insólita colección de disparates ensartados por Alice Gould en su primera entrevista con el director. Tampoco estaba de acuerdo con el modus operandi de Samuel Alvar. Su invitación a ser dócil constituía una provocación. Sus palabras —«está usted muy enferma»—, imprudentísimas y contradictorias. Había conversado con ella cual si fuese una mujer mentalmente sana. ¿Por qué entonces soltarle a bocajarro que estaba «muy enferma»? Y si realmente lo estaba, ¡no era ése el modo de conseguir la necesaria «transferencia» para ganar su confianza y sumisión! Samuel Alvar era un buen director para llevar el timón de aquella nave de ochocientos penosos pasajeros. Pero era un mal clínico. Sabía beneficiar con sus iniciativas a la masa de enfermos, pero no al individuo doliente. Su visión, puesta al servicio del conjunto, no era capaz de acertar con «la» persona. Le faltaba práctica en el trato directo de los psicóticos, y, por ende, experiencia. «¡Muy mal, muy mal, Samuel Alvar!», se decía Arellano para sus adentros. Más esto no le consolaba de la desazón que le producía considerar que aquella alma cautivadora de Alice Gould estaba realmente trastornada por un mal.
—¿Qué te ha parecido, César? —le preguntó el director, apenas hubo pulsado el interruptor del magnetófono. El doctor Arellano se movió incómodo en su asiento.
—A partir de aquí he de trazar un diagnóstico. ¡Y eso no puede improvisarse, Samuel!
—No te pido un diagnóstico en regla, sino un avance provisional.
—Sin negar que pueda desdecirme algún día —respondió lentamente el jefe de los Servicios Clínicos—, mi impresión actual es que estamos ante una paranoia o ante una simulación.
Juntó el director, al oír esto, las yemas de los dedos de ambas manos —ademán tan característico en él como lo era en Arellano limpiarse las gafas—, y dijo:
—Considero que las eventualidades que has aventurado, César, no son forzosamente incompatibles entre sí. He meditado mucho en ello estos últimos días y he llegado al siguiente resultado: ¡Considero que nos encontramos ante un caso conjunto de paranoia y simulación!
Calló prudentemente el doctor Arellano.
Encendió Alvar un cigarrillo, e, inmediatamente, por distracción, lo apagó. Se encontraba más cómodo con las yemas de ambas manos unidas.
—Voy a exponeros mi impresión personal.
Hizo una pausa, para dar más énfasis a su declaración, inclinó el busto hacia delante.
—Señores —añadió con cierta solemnidad—, creo que nos encontramos ante el caso singularísimo de una auténtica paranoica (que, como todas, ignora que lo está), que finge una falsa paranoia puesta al servicio de su verdadero delirio.
Ruipérez lanzó un largo silbido admirativo, o bien por adular a su jefe (cosa en él habitual), o bien porque sinceramente veía en esas palabras la clave del misterio de la extraña personalidad de Alicia Almenara.
César Arellano mostró igual perplejidad. Él había dicho: «o paranoia o simulación». Mas he aquí que Samuel Alvar precisaba: «paranoia y simulación».
Animado por la expectación producida en su breve auditorio, Samuel Alvar prosiguió:
—Antes de que surgiera su primer brote, ella, aun estando sana, poseía ya una personalidad muy predispuesta. La supervaloración de su «yo» era algo más que simple presunción, soberbia y vanidad, tan común en las mujeres de su clase. Se consideraba más inteligente, sensible, culta, espiritual, distinguida, elegante y delicada que cuantos la rodeaban. Todo ello, en grados que ya rozaban lo patológico, y que la inclinaban a despreciar, minusvalorar a los demás. Su afán de superación la llevó a extremos ciertamente inusuales en una mujer de su ambiente y de su posición. Como, por su sexo, no le era dado presumir de ser más fuerte que los varones, aprendió judo; y llegó, con tenacidad inaudita, a ser, nada menos, que cinturón azul, con lo que, sin duda, se habilitaba para poder vencer a un hombre corpulento. El binomio «exaltación del propio yo, minusvalorización del ajeno» lo hemos comprobado nosotros mismos. Voy a poner unos cuantos ejemplos extraídos de manifestaciones suyas:
»1.º) “Freud es un cretino. Le odio”.
»2.º) “Me gustaría ser yo quien le hiciese a Freud un psicoanálisis”.
»3.º) “El capellán es un incompetente”: palabras a las que hay que añadir la audacia de dirigírselas por escrito al obispo de la diócesis, a quien no conoce.
»4.º) “¡Este test es para deficientes mentales!”, como significado: “No para mí, que soy un ser superior”.
»5.º) “No recuerdo haberle autorizado a que me tutee”, dicho a una enfermera, cuidadora suya, pretendiendo establecer con ella una barrera social.
»6.º) “Es usted ciego, mudo y majadero. ¡Éste es su verdadero diagnóstico!”, palabras escupidas a la cara de un infeliz esquizofrénico, y entre las que destaco muy particularmente la de “diagnóstico” vocablo que ella se considera con autoridad para utilizar.
»7.º) “El doctor Donadío es muy poco inteligente el pobre”.
»8.º) “Schopenhauer es un imbécil”.
»9.º) Después de haber llamado “cretino” a Freud e “imbécil” a Schopenhauer, no me acompleja demasiado que haya llamado tonto al propio director del hospital en que ella está recluida. A lo que hay que añadir tu acertada declaración, César, de que tiene fobia a las mentes cuadradas, a los espíritus mezquinos y a los obsesos intelectuales. Y la tuya, Ruipérez, de que le parecía mal, incluso la legislación que regula la admisión de los enfermos.
»Me he detenido hasta ahora en los aspectos negativos. En los que manifiesta su desprecio desde Freud a Schopenhauer hasta este modesto servidor de ustedes. Pero no quiero pasar por alto los positivos, directamente relacionados con la supervaloración patológica de su “yo”:
»1.º) “Me siento llamada por Dios para ser madre de estos desgraciados”.
»2.º) “Sí yo fuera médico… ¡le curaría!”, palabras dichas a Ignacio Urquieta.
»3.º) “Mi padre no sólo me quería: me admiraba”, o algo muy parecido.
»4.º) “¿Estas flores me las ha enviado el director?”. ¡Como si yo pudiera entretenerme en mandar florecitas a las pacientes!
»5.º) “¡Cristo era superior a Anás y, no obstante, le crucificaron!”. De modo que al hablar de sí misma no se le ocurre otro ejemplo más próximo y apropiado que el del propio Cristo.
»Merece la pena observar que ni siquiera en estas manifestaciones de autoexaltación prescinde del menosprecio a los otros. Su idea, tan altruista, de maternidad espiritual tiene como contrapartida despectiva a “estos desgraciados”. Su afirmación de que ella curaría a Urquieta va acompañada de una velada acusación de incompetencia a todos nosotros que no hemos sabido sanarle. Y la figura de “Cristovíctima” igual a “Aliciavíctima” tiene como contrapartida a dos seres menores, Anás y Caifás, que lograron llevar al patíbulo al Hijo del Hombre, y que son iguales a otros dos seres inferiores: su marido y su médico, que consiguieron recluirla. ¿Para qué seguir?
—No podrías seguir, Samuel —comentó César Arellano con velado sarcasmo—. Has reconstruido paso a paso durante setenta días todas sus manifestaciones con nosotros, con los enfermeros y con los enfermos. Has debido de tener muchos y muy diversos informadores. Tu relación es completísima. Fuera de lo que has dicho… ¡no hay más!
—Prosigo —continuó el director—. Y con esto entro en la parte más importante de mi exposición. Tendréis que disculparme si echo mano de un ejemplo un tanto burdo. Si una persona recibe un golpe de mediana intensidad en una parte sana de su cuerpo —el antebrazo, pongamos por caso— el dolor que le produce es muy inferior que si lo recibe en una parte enferma: ese mismo brazo que estaba roto por un accidente anterior, o que padecía osteomielitis o tuberculosis ósea. En el primer caso, el daño producido por el golpe se reduce a una contusión pasajera. En el segundo, puede producirle una invalidez. Éste es el caso de Alicia Almenara cuando recibe un mazazo —¡un terrible mazazo!— y no en cualquier sitio sino en la parte de su personalidad más «predispuesta»: su orgullo patológico, enfermizo.
»Pensad que ella ha intentado envenenar a su marido y que ha sido descubierta. El psiquiatra amigo de la familia recomienda su internamiento. ¡Éstos son hechos probados y no por ella precisamente! Ella sabe que va a ser hospitalizada. Su soberbia patológica “le impide ver” la verdad de su fracaso tanto en el envenenamiento cuanto en no haber sabido eludir sus responsabilidades. ¡Y surge el delirio de interpretación paranoico! Ella no viene aquí como enferma, ni como subterfugio para escapar de la cárcel, sino voluntariamente y para realizar una misión altamente meritoria: “combatir una lacra, la delincuencia; del mismo modo que ustedes los médicos combaten otra lacra, la enfermedad”, según le dijo a Ruipérez el día de su ingreso. ¡Ella lo cree firmemente así! Del mismo modo que cree que falsificó el informe del doctor Donadío con mi complicidad; que el hombre que la depositó en el manicomio no es su marido, sino su cliente, y que yo la iba a ayudar a descubrir a un asesino. Ésta, es su fábula: éste su delirio de interpretación. Ésta es la verdadera paranoia de Alicia Almenara. Ahora bien: ¿de qué medios ha de valerse para poder ingresar en un hospital psiquiátrico y realizar su altruista y sublime misión? Decide fingirse enferma, simular una paranoia para que la permitamos realizar una investigación criminal. Y esta paranoia falsa y simulada es la contenida en su declaración del primer día: la coz del caballo, el intento de su marido de querer envenenarla a ella, etc. Todo eso es falso: ella lo sabe y es parte de su simulación. Nos encontramos, por tanto, ante una envenenadora que ha dado muerte a un hombre y que me ha abofeteado a mí, triplemente peligrosa: por su paranoia auténtica (que ella desconoce), por su paranoia fingida (que ella simula) y por su propia inteligencia.
Hizo una pausa, inquieto de que nadie le apoyase ni le replicara.
—¿Qué opinas, César, de lo que he dicho?
—¿Me permites que te hable con toda claridad?
—No sólo te lo permito. Te lo ruego.
—Pues bien, Samuel. Considero que tu opinión no se tiene en pie.
Estas palabras, dichas por el clínico más prestigioso del hospital, le alteraron visiblemente. No obstante, con un admirable sentido del autodominio, suplicó:
—Te ruego que me digas por qué. Estoy dispuesto a rectificar mi hipótesis, caso de que me convenzas.
César Arellano expuso su criterio con voz profesional.
—Acabas de decir que la declaración de Alice Gould a nuestro colega Teodoro Ruipérez, el día de su ingreso, pertenecía a una simulación de «paranoia». Supongamos que sea cierto. Pero en ese caso, querido director, no puedes utilizar sus palabras de aquel día («bella cabeza vacía», refiriéndose a su marido; «muy poco inteligente el pobre», refiriéndose a su médico particular; «a Cristo también le crucificaron», etc.), para avalar su dolencia verdadera. Una de dos: o fingía (como tú dices) o declaraba su verdadera personalidad. Y tú no tienes derecho, como acabas de hacer, a utilizar los elementos de su «paranoia fingida» para demostrar la supervaloración de su «yo», en la que basas su auténtica paranoia. Creo que mi argumento no tiene vuelta de hoja.
—En efecto —reconoció Samuel Alvar con increíble capacidad de encajar golpes—. Tu objeción es buena. ¿Tienes alguna otra?
—Sí. Y me temo que ésta sea superior a la primera. Tú has dicho que el brote paranoico de Alicia Almenara surgió en ella al saberse cogida: al saber que iba a ser encerrada en un manicomio. Quiero hacerte reconsiderar esa opinión que juzgo precipitada. Piensa bien que el doctor Donadío ya la consideraba paranoica de «antes». De modo que hay que convenir que ese médico era tonto al declarar una paranoia inexistente (¡en cuyo caso tenía razón Alicia Almenara!) o es un futurólogo excepcional, ya que diagnosticó una dolencia que acabaría produciéndose después.
—Tus argumentos son impecables —reconoció el director con humildad—. Con esto y con todo, recuerda lo que te digo. Mi anticipo de diagnóstico está mal formulado, de acuerdo. ¡Pero esa bruja está loca!
Un silencio glacial acogió las palabras del director. Ni siquiera Ruipérez se atrevió a apoyarle. Su hostilidad hacia esa mujer comenzaba a hacerse sospechosa.
Arellano insistió:
—Tú, que conoces bien a ese doctor Donadío, que le hizo el primer diagnóstico, dime, ¿es un profesional competente?
—Yo no le conozco de nada —mintió Samuel Alvar, algo alterado.
—Y si no os conocéis…, ¿no te parece inusual la carta que te escribió?
—¡Siempre es inusual la cortesía!
—Dime, director: ¿qué historia es esa de unas misivas, gracias a las cuales esta mujer, que se cree una detective, piensa que podrá descubrir un crimen?
—No acabó de contármelo. Su arrebato de cólera se lo impidió.
—Considero esencial —comentó Arellano— conocer entera «su fábula delirante». Ella la tenía reservada para cuando tú llegases y yo lo ignoro todo al respecto. ¿Por qué no la haces llamar?
—¿Qué opinas, Teodoro?
—Yo no tengo más opinión que lo que tú mandes —respondió Ruipérez.
Y César Arellano consideró que su joven colega había dicho una gran verdad. Iba éste a añadir algo, cuando el avisador electrónico de bolsillo de Ruipérez produjo unos sonidos característicos. Descolgó al instante el teléfono e informó al director:
—Los demás clínicos nos recuerdan «con la mayor cortesía», y con un poco de sorna, que hoy es día de junta y que llevan una hora esperando.
—Diles que ya vamos —dijo Samuel Alvar poniéndose en pie.
Ruipérez bromeó por teléfono:
—¡El director me dice que está indignado con vuestro retraso! Lleva una hora esperando que le aviséis. ¡Ahora vamos para allá!
Samuel Alvar redactó una nota y se la dio a Teodoro Ruipérez, para que la entregase a Montserrat Castell, y ésta informase a la señora de Almenara que, en el curso de la tarde, iba a ser recibida por la junta de médicos. Entretanto, Arellano —mientras caminaba— exhaló el aire de sus pulmones sobre sus cristales y los limpió con más minuciosidad que nunca. No tenía ideas claras todavía, pero eran muchas —¡muchas!— las cosas que no cuadraban ni en la brillante exposición del director ni en la rara personalidad de Alice Gould.