ALICIA NO LLORABA, pero estaba profundamente abatida. Así lo advirtió Montserrat Castell apenas penetró, como una exhalación, en la celda de castigo o «de protección», como se la denominaba en la jerga hospitalaria. Contempló a su amiga con tanta pena como irritación hacia los autores de aquella estúpida iniciativa, y entregó a los loqueros la cédula que acababa de firmar el director.
—¡No está autorizada la camisa de fuerza para la señora de Almenara! —gritó, mientras extendía el papel—. ¡Vamos! ¡Desátenla!
Uno de los hombres leyó el escrito, lo arrugó y lo tiró al suelo.
—¿Sabes lo que te digo, guapa? ¡Que te vayas a la mierda! Y si hay que desempaquetarla… ¡hazlo tú! Y la próxima vez que haya que dominar a un furioso te ocupas tú de ello; ¡ya verás de qué te sirven tus lecciones de judo! ¡Hala! ¡Hasta más ver!
Arrodillóse Montserrat junto a Alicia y comenzó la difícil labor de «desempaquetarla». Estaba bien dicho el eufemismo, porque era un verdadero fardo, varias veces precintado, a lo que quedaba reducido el desgraciado sujeto envuelto en aquel siniestro envoltorio. «Ha sido un error», murmuró por tres veces, mientras deshacía la difícil y habilísima combinación de nudos. Cuando hubo concluido su operación, había lágrimas en los ojos de Alice Gould. Y al advertirlo, como si de un mismo manantial se tratara, surgieron otras en los de Montserrat.
—¿Has sufrido mucho? ¿Te han hecho daño?
Alice no contestó. Las insistentes preguntas de la muchacha, y las reiteradas protestas de que había sido una iniciativa estúpida e incontrolada, tampoco obtuvieron respuesta. Alicia agradecía la solicitud de la catalana, pero quería estar sola. Ella misma saldría por sus propios pies de la celda de protección y se dirigiría al jardín. Montserrat (tal vez un poco decepcionada de que fuese rechazado el consuelo que había querido brindarle como compensación de la humillación sufrida) respetó los deseos de la más lúcida de las enfermas, y salió. Estaba en un error al pensar eso. Alicia no había sufrido humillación alguna por la camisa de fuerza o, al menos, este sentimiento pasaba a tan segundo término que no merecía anotarse en los archivos de su sensibilidad. Hubiera aguantado muchas horas más, las manos cruzadas en el regazo, y las largas mangas que la envolvían atadas a la espalda; y su idea obsesiva no hubiera variado un punto: ¡estaba secuestrada! ¡Alguien la retenía involuntariamente en aquel maldito lugar contra toda lógica, contra toda razón, por la fuerza e ilegalmente! Sus reiteradas declaraciones de que «estaba legalmente secuestrada» se habían vuelto paradójicamente ciertas. Lo que ella dijo como mentira resultaba a la postre ser verdad. Las ideas se le amontonaban con tal profusión en la cabeza que se estorbaban unas a otras, impidiéndola razonar con claridad. Los sentimientos de cólera; de humillación por haber sido engañada; de vergüenza de sí misma por haber colaborado cándidamente a su propio secuestro, se estremezclaban aumentando su confusión. «He de razonar ordenadamente», se decía; pero el mandato dirigido a su conciencia no era obedecido. Abandonó la celda de protección y se dejó conducir por sus pasos allí donde la llevaran. Descendió con gran lentitud peldaño tras peldaño y tan abstraída estaba que, a veces, dejaba una pierna en el aire, detenida, antes de dar el paso siguiente, como una grulla.
Desde aquel rellano debía verse la apretada humanidad de los locos, pero carecían de interés para ella. Eran muebles humanos, siempre los mismos y en el mismo lugar. Tal vez sus ojos se posaran indiferentes en «el Hombre de Cera», que se creía estatua de sí mismo, y en «la Niña Oscilante», convertida en un reloj de pared; acaso llorara el deprimido ante la contemplación de sus desgracias inexistentes, y por ventura, el ciego mordería en ese instante con más saña que nunca la empuñadura de su bastón. ¡Tal vez, tal vez…!, pero ella no los veía, y si los veía, su atención se despegaba de ellos, que era tanto como no verlos. A quien veía con el recuerdo era a su marido firmando displicente los papeles que ella le pasaba —recibos de pisos arrendados; un poder a procuradores para entablar un pleito; una postal a unos amigos felicitándolos por su santo y, entremezclado con los papeles triviales, la solicitud de internamiento, que ella misma redactó y en la que Heliodoro estampó su firma sin saber lo que firmaba—. ¿Cómo recurrir a él pidiéndole que la sacara de allí, cuando su correspondencia había sido retenida por la dirección del manicomio, como ocurrió con la carta dirigida al obispo de la diócesis protestando contra el capellán? Mas si Heliodoro, alarmado por su tardanza en regresar, preocupado por la prolongación de su ausencia más allá de lo previsto, intentara buscarla, ¿dónde la encontraría? ¿Cómo imaginar que no estaba en Buenos Aires, donde le había dicho que debía centrarse una investigación sobre la falsificación de un testamento, sino encerrada en el manicomio de un pueblo y sin poder salir ni comunicarse con él?
¿Qué tendría que ver García del Olmo en este juego? ¿Era autor, era cómplice, era el hombre de paja de un tercero, o por ventura no tenía nada que ver con su secuestro y había sido engañado como lo fue ella misma? Estas preguntas se entremezclaban con la actitud de Samuel Alvar, quien podía ser sincero y estar engañado; o insincero y engañar, con lo que su complicidad ni era descartable ni podía ser aceptada, sin más.
Cruzó Alicia la «Sala de los Desamparados» y pasó al parque, donde —por ser día de visitas— muchos pacientes paseaban con sus amigos y familiares. La idea de huir, y de cómo huir, la azuzaba intermitentemente como una abeja cien veces espantada y que otras tantas volviera, tenaz, hacia su objetivo. No desechaba la idea de la fuga, mas consideró que no era el momento propicio para planteársela. No le faltarían ocasiones de pensar en ello. Ni siquiera le preocupaba cómo sacar el dinero que tenía depositado en las oficinas. Una mínima cantidad sería suficiente para alejarse de allí y comunicarse con Heliodoro. Ya pensaría en ello. Ahora no. La acuciaban otros problemas. Unos, relacionados con la actitud que debía adoptar cara a los médicos y a los enfermos. Otro, investigar el motivo por el que había sido encerrada.
Era evidente que alguien se beneficiaba con su encierro, o que se había beneficiado ya, en cuyo caso la prolongación de su estancia allí era ya inútil, incluso para su secuestrador.
Se fue alejando Alice Gould por el parque en dirección a las murallas, bien que rehuyendo el territorio donde fue atacada por «el Gnomo». Era por donde menos paseaban los locos. La mayoría buscaba la zona ajardinada o la deportiva. Por allí sólo se aventuraban los «autistas» —enemigos del trato social— y los melancólicos. Halló Alicia un reborde en las mismas murallas que podía servirle de asiento y se aisló del mundo sin otra compañía que sus meditaciones.
La palabra «motivo» la atormentaba como un clavo que perforase su mente. Era preciso estructurar ese «motivo»: ese beneficio del que alguien —un ser incógnito y no imaginado— gozaba al retenerla apartada del mundo. Este beneficio podría ser positivo (el interés o la venganza) o negativo (evitar que ella alcanzase una meta determinada). Analizó la palabra «venganza». Dada su profesión, es evidente que había perjudicado a no pocas personas, chantajistas, estafadores, en su mayor parte. El tema de la venganza no debía ser descartado. Escribiría una lista de todos los casos, anotaría los nombres de los implicados…
Pasó a estudiar la posibilidad de que, al encerrarla, alguien quisiese evitar que alcanzase su objetivo. Y esta idea la cautivó. «¿Y qué objetivo puede ser ése, Alice Gould —comentó en voz alta—, dadas tu dedicación y tu profesión?». «¡Evitar que descubras un delito que estabas a punto de desentrañar!». «¿Ves alguna fisura a tu deducción?». «Sí —respondió al punto—: Veo una. No es necesario que yo estuviese a punto de descubrir un delito. Basta con que mi verdugo creyera (con razón o sin ella) que yo iba a descubrirlo». «Vas por el buen camino, Alice, procura no distraerte», añadió, dándose ánimos. Y enseguida prosiguió: «Pero esto no es suficiente. La persona que pensase tal cosa tenía que tener medios bastantes para encerrarte. Luego es necesario que además de temer de ti la averiguación de “algo” estuviese en sus manos la facultad de encerrarte». «Estas personas no son más que tres —se dijo Alice—: Heliodoro, mi marido; Raimundo García del Olmo, mi cliente… y el director del hospital, Samuel Alvar. Procedamos a un análisis: Heliodoro carece de motivo». Cierto que ella era más rica que él, pero su marido disponía a su antojo de cuanto necesitaba, y él ganaba por sí mismo dinero suficiente para mantener un alto nivel de vida. De otra parte, no había colaborado en su encierro. Ella misma le había engañado para poder encerrarse, porque temía —¡con harta razón!— que se opusiese a tan extravagante medida. ¡Ah, qué temerariamente se había comportado al fingir la historia de los venenos y qué injusta al pintarlo como un pobre diablo, sin más horizontes que hacer hoyos en el golf sobre la par y perder, por tonto y por enviciado, su dinero a las cartas!
Enjugóse Alice Gould una lágrima —que era tanto de ira por su necedad, cuanto de arrepentimiento— y se dispuso a seguir sistematizando «el hipotético motivo» de su incógnito verdugo.
García del Olmo fue el segundo, cuya actuación intentó interpretar. Sus ideas eran terriblemente vagas en relación con él. Las causas de este hombre para querer encerrarla no las veía por ninguna parte. El riesgo, para un hombre de su prestigio, de cometer semejante felonía y ser descubierto, era un precio demasiado alto para el provecho (que ella no entendía ni imaginaba, ni se acercaba siquiera a una lejana sospecha o intuición) que pudiera obtener con su encierro. No obstante… no obstante… Estas palabras quedaron enganchadas en su mente, como la repetición de un disco rayado. No obstante… no obstante… era obligado —¡aunque no entendiese los motivos!— analizar la actuación de su cliente.
Volvió Alice Gould a hablar —bien que musitando— en voz alta. Los pensamientos le fluían más coherentes si los expresaba con sonidos. Y, sobre todo, advertía mejor los fallos de su argumentación, si los «oía» que si solamente los «pensaba».
«Hay algo incomprensible —se dijo— en la actuación de mi cliente. Él deseaba que yo ingresase aquí para realizar, en su favor, una investigación determinada. Más he aquí que yo hubiera podido ingresar “voluntariamente”. Como mi plaza, según estaba previsto, sería “de pago”, el responsable del hospital me hubiera aceptado “en régimen de observación”, aunque a los quince días me dijera: “¡Señora, váyase con viento fresco: está usted más sana que una cereza sin picotear!”. Y he aquí que, a pesar de la sencillez de este procedimiento (con el que yo hubiese podido, con igual fortuna, realizar la investigación que a él interesaba) prefirió que mi ingreso fuese “involuntario”, lo cual suponía una complicación extraordinaria en los trámites de admisión: dictamen médico, firma legalizada por una autoridad (todo ello falsificado) y “solicitud” marital para mi internamiento. ¡No cuadra! ¡Esto no cuadra! ¿Falsificar un documento oficial, pudiendo no hacerlo, para alcanzar el mismo objetivo? ¿Exponerse a que le descubran? ¿Exponerme a mí a que Heliodoro hubiese observado la naturaleza de lo que firmaba, y, con ello, dar al traste con mi ingreso en el hospital? Aquí hay un fallo. He de anotarlo en mi memoria, aislarlo y, una vez que tenga completo el cuadro de la situación, volver después a analizarlo. No te olvides, Alice Gould. De aquí ha de partir la investigación».
El sol daba de plano sobre las murallas y Alice Gould tuvo calor. Tan abstraída estaba en sus meditaciones, que no recordaba el tiempo que llevaba expuesta al sol. Unas gotitas de sudor le perlaban la frente. Se las enjugó con el dorso de la mano. Más no se movió de allí. Se sabía cerca de la verdad. Y no quería hacer el menor ademán o movimiento que la distrajera.
La diferencia —se dijo— entre el sistema voluntario de ingreso en un hospital psiquiátrico y el involuntario no estriba sólo en los trámites previos, sino en las consecuencias posteriores. Y estas consecuencias eran radicalmente distintas en uno y otro caso.
Cuando el ingreso es voluntario, el así admitido abandona el manicomio con casi tanta sencillez como entró. Mientras que si la reclusión es por solicitud familiar a causa de un informe médico que aconseja el internamiento, la salida ya no es tan fácil, del mismo modo que un encarcelado no puede abandonar la prisión cuando le plazca, sino cuando la condena se haya cumplido.
La conclusión a la que llegó Alice Gould era bien triste, pero de una evidencia cegadora. Si se había seguido con ella para ingresarla en el manicomio el segundo sistema a pesar de sus complicaciones…, ¡era precisamente para que no pudiese salir!
El autor material de este secuestro había sido Raimundo García del Olmo con la complicidad del doctor Alvar y la ingenua, necia y temeraria colaboración de ella misma. Estaba muy lejos de sospechar las razones. Pero esto era así. Había sido atrapada en un cepo. ¡El queso que utilizaron como señuelo fue la investigación criminal de un delito inexistente! ¡Y ella, la más estúpida de las ratitas de Indias que se cultivan en los laboratorios!
Se puso bruscamente en pie poseída de cólera contra sí misma. Y se lanzó una sarta de improperios en inglés, costumbre adquirida desde niña, pues era en este idioma en el que sus padres la regañaban por aturdida. Divisó a lo lejos, caminando hacia donde ella estaba, a un grupo de tres reclusos: «el Hortelano», «el Albaricoque» y «el Falso Mutista». Estos dos últimos pertenecían a la lista de los sospechosos que Alice había confeccionado con la ingenua pretensión de que el doctor Alvar la informase de a cuál o a cuáles de ellos se les permitió salir del sanatorio en las fechas en que fue asesinado el padre de Raimundo García del Olmo. Se llevó ambas manos a la cabeza. ¿No acababa de llegar a la conclusión de que tal delito era inexistente? ¡Acabaría por perder el juicio si alguna vez lo tuvo! ¡Aquel crimen sucedió en la realidad! ¡No era por tanto inexistente! ¡Los periódicos lo publicaron y comentaron! ¡Ella ya estaba en antecedentes de que había quedado impune cuando conoció a Raimundo!
Los tres hombres se cruzaron con la Almenara. «El Hortelano» se llevó un dedo a la gorra para saludar a la señora Alicia; ésta le devolvió el saludo, besándose la mano y soplando en dirección suya para que el beso le llegase; «el Mutista» cerró los ojos para no verla, y cada uno siguió su camino.
Las ideas de Alice Gould eran cada vez más confusas. A la incógnita del crimen del viejo García del Olmo se sumaba la de las causas de su propio encierro. Y sobre estos pensamientos, el deseo acuciante de comunicarse con su marido y un imperioso afán de fuga.