DESPERTÓSE ALICIA mucho más calmada y cumplió muy gustosa las obligaciones que imponían las normas. En el hospital era obligatorio bañarse o ducharse diariamente; cosa que agradecía tanto por ella misma cuanto por los demás. Como en la Unidad de Recuperación el número de bañeras y duchas era inferior al de los residentes, iban llamándolos por turno para cumplir esta función. Al ser avisada Alicia que le tocaba su vez, tardó unos segundos en enfundarse la bata y en meter en sus bolsillos unos puñados de sales de baño, ya que llevar el tarro a la vista se le antojó pretencioso. Al salir, se topó en el pasillo con uno de los dos tristísimos que, muy a la ligera, había atisbado la víspera. Fue patético cruzarse con él. No eran dos seres que se enfrentaban. Eran dos mundos. El de una mujer animosa, dispuesta a superar la crisis (o la melancolía, o la depresión, o como se llamara eso en términos científicos) que su atroz aventura del «domingo negro» le produjo, y un ente vencido, acosado, inmerso en las tinieblas pavorosas de la desesperación y el desconsuelo. Mientras deslizaba la suavidad del jabón sobre su piel, Alicia, muy vulnerable al sufrimiento ajeno, no pudo dejar de pensar en aquella imagen misma del dolor. Porque aquel individuo parecía haber tocado fondo: más abajo de su desesperanza, ya no había más. No existían otros estratos más profundos.
Cuando Alicia salió del baño, el hombre había conseguido alcanzar la meta más anhelada de su vida: el suicidio. Logró trepar —salvando dificultades inverosímiles— a un ventanuco situado encima de la bañera y se lanzó al vacío. Nadie habló de él durante el almuerzo en comunidad. Todos lo sabían. Ninguno lo comentó, también los manicomios tienen sus convencionalismos sociales, su no escrita normativa. ¡Era de mal gusto hablar de un «accidente» que un día u otro podía ocurrir a cualquiera de los demás!
«La Duquesa de Pitiminí» —Charito Pérez en sus días apacibles— estaba muy mejorada. Su crisis remitía a ojos vistas. Nada tenía que ver aquella señora mayor y bien educada, antigua institutriz de niños y viejos, con el esperpento que días pasados organizó la tremolina en el comedor. El muchacho del «pomo de la puerta auricular telefónico» estaba más calmado, bien que su brote no había remitido del todo. Movía los labios cual si hablara, aunque sin emitir sonidos; reía o sonreía sin ton ni son y sus ojos se ablandaban y enternecían ante un recuerdo grato a su memoria. Pero su mirar no era ya el difuso de otras veces, y contestaba cuando le ofrecían sal o le preguntaban si deseaba más arroz. Alicia entendió que aquel infierno difería del de Dante, en tener una puerta accesible a la esperanza. El tristísimo, superviviente, era en cierto modo el más mimado de los presentes. Le acercaban el pan que él no se atrevía a pedir; le servían agua cuando su vaso estaba vacío; le colmaban, en fin, de mínimas y discretas atenciones, que él agradecía con un gesto de cabeza o la sombra de una sonrisa. «Es un recuperable», pensó Alicia. ¿No era ésta la actitud del «Hortelano» muchos años atrás, según le habían contado no una sino muchas veces? Y allí estaba ese hombre, jovial, cortés con todos, intelectualmente sano y humanísimo en su conducta: tal como Alicia sabía mejor que nadie. El optimismo de este pensamiento la desconcertó al advertir su parte contraria. «Cosme está sano, sí. Pero aquí vive desde que le enclaustraron. Y aquí morirá».
—Doña Alicia —dijo la antigua institutriz—, si usted prefiere, podemos tomar el café en el salón.
Advirtió Alicia en la conversación de Charito Pérez que todos los síntomas de su locura de días pasados estaban presentes en su charla. No se consideraba zarina del Imperio, pero… sí alardeaba de grandes conocimientos sociales con gentes de alcurnia; no exhibía chuscamente sus pobres carnes al aplauso admirativo de los dementes, pero mantenía cierta proclividad a aludir a chismes procaces. A saber: quiénes se entendían entre sí y quiénes no en el manicomio y cuántas lesbianas había, y cuántos pederastas, y cuántas frígidas y cuántos impotentes. ¿Significaba esto que la locura consistía en la sublimación patológica o en la descoyuntación exagerada y morbosa de unas tendencias previas que ya estaban latentes en el individuo cuando era sano? A Alicia le importaba un pepino que una bordadora de laborterapia se entendiese con uno de los cultivadores de la huerta, que el doctor Ruipérez —que, según la institutriz, era hijo ilegítimo— prolongase más de la cuenta sus sesiones de psicoterapia con una antigua maestra poseída de furor uterino. No obstante, para aquella ancianita llena de frustraciones, éstos eran temas del máximo interés. Era realmente paradójico que en unos casos —como en el de la falsa duquesa— la perturbación consistiese en la afloración al consciente de las tendencias reprimidas en el subconsciente y en otros —como en el de Ignacio Urquieta— en la terca obstinación del subconsciente a no decir al consciente su verdad. En ambos casos era un conflicto entre el yo verdadero y el falso yo. El yo verdadero, en el caso de los exaltados —como la institutriz— era el reprimido. El yo verdadero en el caso de los angustiados —como Ignacio— era el oculto. Luego eran versiones distintas de un mismo cuadro. ¿Acertó en el test al definir la locura como un conflicto entre el «yo» real y el anhelado? La dificultad para los psiquiatras estaba en saber cuál era el «real».
En estos berenjenales andaba (pues era perfectamente compatible el vagar de sus meditaciones y un cortés asentimiento de cabeza a cada muestra de chismes eróticos o genealógicos de la institutriz), cuando oyóse un gran tumulto en la entrada. Más tarde supo que era su amigo, «el Aquijotado», al que echaban al «Saco», pues había sufrido un rebrote peligroso de sus delirios y era urgente aprovechar la cama que dejó vacante el suicida. El amigo de los espacios anunciaba el fin inminente del mundo, y tenía inquieta y alborotada a la grey del edificio central.
Quienes no iban nunca por Recuperación eran los oligofrénicos, y Alicia juzgó que estaban clínicamente mejor atendidos los locos —siempre conflictivos— que los tontos, poco proclives a los conflictos. Recordó a sus «tres niños» con gran ternura, y las misteriosas palabras de Rómulo: «Ya sé quién eres…».
En los tres días subsiguientes, Alicia no vio al autor de «la novena teoría», pues su agitación no cesaba y acabaron trasladándolo al cuarto enguatado, del que ella misma fue inquilina. Urquieta era el único de la unidad que almorzaba solo en su dormitorio y que tenía permiso para salir (y aun la orden de salir, porque el tiempo era soleado y seco, y debía aprovecharlo); con lo cual sus oportunidades de charlar con él eran pocas.
Una tarde en que la vigilante andaba muy atareada observando a Antonio el sudamericano, Alicia, sin ser vista, y sin pedir permiso, se deslizó en el cuarto enguatado, en cuya cama, atado de pies y manos, yacía su amigo «el Astrólogo». Su contemplación le produjo una gran tristeza. Sergio Zapatero parecía dormir, pero su agitación era terrible.
Todo él era un puro temblor. Alicia se sentó al borde de la cama y le acarició la frente procurando sosegarlo. Al cabo de un tiempo, el amante de los espacios siderales entreabrió los ojos, la contempló lleno de gratitud, rompió a llorar y pronunció estas extrañas palabras:
—¡Oh, señora, yo no soy digno de que vengas a visitarme! Me habías prohibido hacer la última operación aritmética y te he desobedecido. Ya lo sé todo. Ya sé cuándo ocurrirá lo que me prohibiste averiguar. No soy merecedor de que me consueles… ¡oh, María, María, Madre de Dios vivo, estrella de mi infancia, pañuelo de los tristes, bendita entre todas las mujeres!
Estremecióse Alicia al escuchar estas palabras. Se consideró cometiendo un burdo sacrilegio, pero le pareció atroz desengañarle, y no le habló. Se limitó a acariciarle la frente. Sergio Zapatero se fue calmando. Sus convulsiones cesaron. Y se quedó dormido.
Quien no pudo dormir aquella noche fue Alice Gould.
Los días pasaban sin que acertara —a pesar de sus múltiples avisos— a comunicarse con el director; sin que Samuel Alvar la llamase —lo que la tenía absorta y confundida—; sin que el doctor César Arellano —al que creía su amigo— la atendiese; sin que Raimundo García del Olmo, su cliente, le enviase la menor comunicación, ni la visitase; sin que ninguna novedad, en fin, viniese a turbar la monotonía de ver cómo los psicofármacos aplacaban paulatinamente la turbulenta agitación del «comunicante con su padre»; elevaban la moral del «triste», sosegaban las inclinaciones maníacas de la institutriz y atemperaban, en ella misma, la obsesión y los remordimientos por la muerte involuntaria del «Gnomo» de las grandes orejas, la boca de media luna, la nariz descolgada, el aliento fétido y la joroba torcida. En el hospital el tiempo debía medirse con un reloj de ritmo distinto a los del resto del mundo. Por Conrada la Joven, Alicia sabía que el doctor Alvar estaba empeñado en grandes obras: suprimir las rejas denigrantes allí donde todavía subsistían, multiplicar los espacios deportivos y los talleres de terapia, adicionar al sanatorio clínicas de Traumatología, Obstetricia, Odontología, y no sabía cuántas más; que el doctor Ruipérez apenas podía ocuparse de los enfermos porque toda la administración estaba en sus manos, incluida la admisión de nuevos pacientes; que el doctor Arellano estaba ausente; y que los demás clínicos no daban abasto, ya que no era un adagio más lo de «la primavera la sangre altera», sino que real y verdaderamente la llegada de los calores multiplicaba los brotes esquizofrénicos, encendía los maníacos, excitaba las deformaciones sexuales y ponía fuego a la pira (muy bien aderezada por las malformaciones congénitas) de toda suerte de visiones, obsesiones, alucinaciones y delirios.
Dispuesta a no malgastar su tiempo, Alicia había ultimado un catálogo de preguntas dirigidas a su cómplice, el doctor Alvar, al que, precedía un informe respecto al estado de su investigación criminal y al que seguía la petición del permiso necesario para poder tomar (con la colaboración de Montserrat Castell, aunque sin que ésta conociera el fin último pretendido) una serie de iniciativas. Entre éstas una que consideraba esencial: organizar concursos de redacción y caligrafía entre los que supiesen escribir. Las preguntas, cuya aclaración pedía al director eran las fechas de ingreso de seis sospechosos cualificados, y los días de asueto, o de permiso para salir al exterior, que hubiesen tenido una treintena de reclusos en los últimos dos años. Acongojóse no poco Alicia de no haber excluido a Ignacio Urquieta ni a Sergio Zapatero —cuya demenciación progresaba irreversiblemente— de la nómina de los «posibles». Pero una cosa era la simpatía y otra muy distinta su deber profesional.
Empezaba ya a pensar que su permanencia en la unidad sería eterna, cuando dos sucesos vinieron a alterar la monotonía de su encierro. Uno, la recepción de una carta; otro, una visita inesperada.
La carta la encontró junto al umbral de la puerta de su cuarto (seguramente deslizada por el intersticio entre la hoja y el suelo). Era larguísima, carecía de comas, puntos y comas, puntos simples y puntos y aparte. No había separación entre los vocablos. Su caligrafía era estrafalaria, amanerada hasta el paroxismo y difícilmente legible; su redacción incoherente y extravagante, con algunos rasgos de ingeniosa lucidez; su texto decía así:
MORAL COLECTIVA ES UN ARTICULO QUE ENTRESACAMOS DE IDEAS PROCERES BIENEN A SER UN SUMANDO DE ESTA SUMA HÉROE Y SOLITARIO REHUYE HIR A LA TURBA AVASALLADORA DONDE LO ACOMPASIONE MAS LA FIGURA A PASTERNAK ESTUDIANTE LA NOBIA DE MI COMPADRE ESPECIE DE ROBACULOS 1 + 1 = 1 x 2 = 23 x 2 = 5 - 1 EL RUIDO ES UN ATENTADO CONTRA LA SALUD Y EL PRINCIPIO PARA LA ALEGRÍA DE LA POBLACIÓN 1.a 2.a 3.a PSICÓLOGOS PSICÓLOGO GUIA DETECTIVE COLEGA BALADRON GREGORIO Y MARAÑON 6 + 1 = 6 ANATOMÍA DEL CRIMEN 8 + 2 = 10 x 19 = 19 + 6 - 5 = 25 FUME MEDIO ASCO ÁSPERO.
NOBEL X POLBORA = DINAMITA
KARBURO
POLBORA X NOBEL = DINAMITA
SOL DO RE MI FA ALMORROIDES!!!
La carta carecía de firma. ¿Qué quería decir esa majadería? ¿Por qué se la enviaban a ella? ¿Quién la había introducido en su cuarto? ¿Qué significado podía darse a esos vocablos «anatomía del crimen» entre dos operaciones aritméticas mal hechas? ¿Era un mensaje, un aviso, una amenaza? ¿Encerraba una clave? ¿Guardaba alguna semejanza la letra con las misivas recibidas por García del Olmo? Su mejoría respondía afirmativamente. En cuanto regresara a Madrid haría una confrontación grafológica de ambas escrituras. Estaba considerando esto cuando unos nudillos golpearon suavemente la puerta. Acudió a abrir y no pudo evitar que su epidermis sajona se sonrojase («¡las epidermis sajonas son así!», se dijo para disculparse) al ver ante ella una persona que no esperaba ver, que deseaba ver y cuya presencia, inexplicablemente, la turbó: el doctor Arellano. Su mirada era grave y severa:
—Acabo de saber que estaba usted aquí. ¿Cómo se encuentra?
—Ya me encuentro bien, doctor. No puedo ofrecerle un asiento porque no lo hay.
—¡Conrada! —ordenó autoritario—. ¡Tráigame una silla!
Hizo una pausa. Se le notaba violento y contrariado.
—He estado ausente desde el pasado sábado. Acabo de enterarme de lo ocurrido. Ninguna otra persona lo sabe más que el director, Ruipérez, la Castell y yo. Pero quiero oírselo a usted misma. ¿Cómo fue?
—Doctor… —preguntó Alice Gould con voz apenas perceptible—, ¿viene usted a verme como fiscal, como médico o como amigo?
—Tiene usted la virtud de saber hacer preguntas incontestables.
—¡La última persona del mundo que quería que se enterase es usted! —protestó Alicia—. Y ya le han ido con el soplo. ¿Es que acaso lo van divulgando a los cuatro vientos?
—No, Alicia. Del mismo modo que considero una ligereza por parte «de ellos» el haber mentido a la autoridad judicial, no considero lo mismo el hecho de decirme a mí, que soy su médico directo, la verdad.
No se le escapó a Alicia el matiz de referirse al director y a su ayudante como «ellos», cual si formaran parte de un equipo médico distinto. ¿Habría alguna enemistad entre César Arellano y Samuel Alvar?
Trajo Conrada la silla; sentóse en ella el doctor, y Alicia al borde de la cama.
Arellano se esforzó en mostrarse amable. Debió de recordar, sin duda, los consejos que los tratados de psiquiatría dan a los médicos de esta especialidad respecto a la «transferencia» —lo que los angloparlantes llaman transfer—, de muy difícil traducción, pero que alude al arte tan necesario del médico para saber captar la atención, la confianza y la simpatía del loco. Ésta, al menos, fue la aventurada interpretación de Alice Gould a sus palabras:
—Está usted muy bella, Alicia. Y celebro que, al fin, le hayan permitido tener consigo sus pertenencias.
Alice Gould no musitó.
—¿Cómo ocurrió esa desgracia?
—Tal como la ha relatado «el Hortelano», que fue el único que la presenció.
Endurecióse el rostro del médico.
—Si usted no ha salido de aquí, y a los pocos que saben la verdad se les ha prohibido que hablen de este tema con usted, ¿cómo sabe lo que declaró «el Hortelano»?
—No se preocupa usted, doctor, de cómo pudo suicidarse un paciente desde este mismo piso, ¿y le preocupa o le sorprende que yo tenga amigos que puedan tranquilizarme y sosegarme en un asunto tan trascendental? Hay gentes en este infierno que me aprecian, que saben que yo no pude atentar voluntariamente (¡ni tan siquiera por negligencia!) contra la vida de un hombre; que entienden la conmoción que esta desgracia ha supuesto en mi sensibilidad; y que me han hecho el regalo de consolarme al darme un poco de información de lo que ocurría detrás de estas paredes. ¿Le parece a usted mal que me hayan prestado ese poco de caridad?
—No, Alicia. No me parece mal. Y por el aprecio y la estimación que le profeso, agradezco a ese ser incógnito el bien que le ha hecho. ¡No me hable usted con esa acritud, Alicia! No me la merezco. Acabo de enterarme ahora de lo que ocurrió y lo primero que he hecho ha sido venir a verla, con el deseo de comprobar por mis propios ojos que la depresión de los primeros días, de la que me han hablado, ha sido vencida ya por su coraje y su equilibrio.
—Sí, doctor. Ya le he dicho que me encuentro mucho mejor. Los primeros días pedí a Dios que me concediese «una fobia» de esas milagrosas que da a algunos privilegiados para que olviden sus verdaderos traumas. Y ahora le pido lo contrario. Hay que aceptar la realidad tal cual es. Y yo no fui responsable. Actué en legítima defensa contra un bicho innoble y brutal.
—¡Así me gusta verla, Alicia! ¡Animosa y dispuesta a vencer al mundo!
—Pues así me ve usted, doctor.
—Observo además con gran satisfacción que esos traumas no afectan para nada a su belleza.
—Ya me lo dijo usted antes.
—Pero simuló no haberlo oído.
—Pensé y sigo pensando que sus palabras se debían a una deformación profesional. El deseo de eso que ustedes llaman «transferencia»: ¡el éxito del gran clínico con el enfermo mental que le ha tocado en turno!
—No es ése nuestro caso, Alicia —respondió secamente Arellano.
Sonó de súbito el pitido característico, la señal de llamada en el aparato que los médicos llevan en el bolsillo de la bata, y Alicia fue incapaz de reprimir un gesto de decepción. Asomóse el doctor a la puerta:
—Conrada —dijo—, pregunte usted por teléfono si la llamada es urgente. Caso de serlo, me avisa. De no serlo, no es necesario que nos interrumpa.
—Gracias por quedarse, doctor. El caso es que tengo tres cosas para usted. Sólo tres. Pero importantes. Muy importantes. ¡Importantísimas! Y quisiera decírselas por orden.
Entró Conrada.
—Es urgente, doctor. ¡Otro suicidio!
El médico, a grandes zancadas, salió sin despedirse.
—¡Lo milagroso es que no haya más! —comentó con ira al cerrar la puerta.
No tuvo tiempo Alicia de analizar el verdadero sentido de estas palabras, pues apenas salido el médico se entreabrió la puerta y asomó la cabeza de Ignacio.
—¿Puedo pasar?
—Tengo silla vacante. Pasa y siéntate.
—Pareces triste.
—Sí, lo estoy.
—Y yo aburrido. Hay un pequeño drama aquí dentro: ¡«la Duquesa» mejora por minutos! Y eso es terrible… Me acaba de explicar toda su genealogía. Ella no es Pérez a secas, me ha dicho. Es Pérez de Guzmán. Y hemos trepado por su árbol genealógico durante dos horas hasta llegar al siglo XV. Comprenderás que después de este esfuerzo esté agotado. Dime: ¿por qué estás triste?
—Decepcionada, sería más justo decir. Tenía cosas muy importantes que hablar con el médico y nos han interrumpido.
—¡Ten cuidado con los médicos! El 85% de las enfermas tienen la tendencia a enamorarse de ellos. Y algunos se aprovechan de esa circunstancia. ¡Y hacen bien!
—Ni yo soy una enferma ni me gusta oírte hablar así, «señor Urquieta». ¡No te va!
—¿Por qué?
—No sé cómo explicártelo. Es como si con un traje azul te pusieses una corbata de color café con leche. Tu personalidad es otra.
—Yo no tengo personalidad alguna, Alicia. La tuve y la perdí. ¡Se la tragó el subconsciente!
—Vas a acabar enfadándome, Ignacio. ¡Tú tienes una gran personalidad! Si yo fuera médico…
—Sigue: ¿qué ibas a decir?
—¡Te curaría!
—Pues te suplico por caridad que empieces ahora mismo el tratamiento. ¡Sólo por darte gusto sería capaz de dejarme curar!
Unos golpes ya conocidos sonaron en la puerta.
—¡Entre, doctor!
—¿Cómo sabes que es el doctor?
César Arellano entreabrió la puerta.
—Hicieron mal en avisarme. Ruipérez ya se había hecho cargo del caso. Era un enfermo que acababa de ingresar: un neurótico. No hubo tiempo siquiera para medicarle. ¡Lástima! —Guardó silencio antes de proseguir—: ¿Cómo se encuentra usted, Ignacio?
—¡Como un rey! La radio ha anunciado tiempo soleado y seco. ¿Qué más quiero? ¡Bueno… los dejo! ¡No conviene interrumpir la «transferencia» entre médico y paciente! Que descanses, Alicia. Hasta mañana, doctor.
—Me decía usted antes —recordó César Arellano— que tenía tres cosas muy importantes para mí. Empecemos por la primera. La escucho.
—Quería darle las gracias por haber seguido mi consejo.
—¿Qué consejo?
—Cambiar sus horripilantes lentes de pinza, con los que parecía una caricatura de Fresno de los años veinte, por esas excelentes gafas bifocales, que tienen una montura preciosa, que dignifican su rostro y que le hacen parecer hasta guapo.
—Seriamente, Alicia. ¿Ésta es la primera de las cosas importantísimas que tenía que decirme? ¿Cómo serán las demás?
—¡No se envanezca, don César! Las tres cosas que quiero decirle van en orden inverso a su importancia: de menor a mayor. La segunda va a sorprenderle. He recibido esta carta —añadió, tendiéndosela— y quisiera saber de quién es y qué significa.
El doctor la ojeó, sin poder reprimir una sonrisa.
—Ésta es una carta de amor… ¿Le halaga?
Alicia replicó:
—De haber sabido que iba a ser galanteada por carta, me hubiera gustado escoger a mi galán. ¡Su estilo es tan poco romántico! Pero ¿habla usted en serio? ¿Es una carta de amor?
—No, Alicia, no hablaba en serio. Y además no está dirigida a usted, sino a mí. Su autor es… pero ¿para qué hablar de él?; se lo voy a presentar.
César Arellano se puso en pie y llamó a Conrada Segunda.
—Procure usted —le dijo— que me busquen a Pepito Méndez, uno al que llaman «el Albaricoque», y le digan que suba aquí a verme.
—Ahora mismo, doctor.
Repasó de nuevo Alicia la extraña letra. Cada vez que pensaba más en ello, consideraba que se parecía como una gota de agua a otra a la de las misivas que recibió Raimundo García del Olmo. Lo que no imaginaba era la prontitud y la eficacia del doctor Arellano en satisfacer su curiosidad.
—¿Qué enfermedad padece?
—Esquizofrenia hebefrénica y, afortunadamente, dependencia patológica del hospital.
—¡Bravo por la claridad! ¿Qué quiere decir ese insigne galimatías?
—Mi insigne galimatías significa que su mentalidad, sus actos y sus efectos son tan estrafalarios, incoherentes y absurdos como su escritura.
—Y ¿por qué dijo que «afortunadamente» padece hospitalismo? ¿Qué significa eso?
—Quiere decir que sólo se encuentra a gusto en el hospital. Él desea fervientemente ir a ver a una tía suya, que es la única familia que le queda, y cada vez que se lo permitimos, vomita. ¡Al «Hortelano» le pasaba lo mismo: enfermaba al acercarse a su casa y se ponía automáticamente bueno al regresar aquí! Eso es lo que llamamos «fobia de alejamiento» o «dependencia neurótica de un centro hospitalario». Pero este mozo, al que va usted a conocer enseguida, es tan incongruente que no sueña con otra cosa que ir a su casa y, apenas la pisa, son tales sus vómitos y accesos de fiebre que pide a gritos que le traigan aquí, donde se dedica a hacer méritos para que, como premio a su buena conducta, le permitamos ir a visitar a su tía. Y así sucesivamente.
—¿Y cuáles son los méritos que hace?
—Escribirme centenares de cartas y depositarlas bajo todas las puertas por las que pasa: porque yo soy su Dios y estoy en todas partes. Él fue maestro de escuela…
—¡Pobres alumnos! —interrumpió Alice Gould.
—Fue maestro de escuela —prosiguió el doctor— y sabe que los alumnos que hacen bien sus ejercicios o sus deberes son merecedores de premio. Estas cartas, en realidad, son «pruebas de exámenes voluntarios» que él hace para que yo lo premie dejándole ir a ver a su tía.
—Es asombroso…
—No haga usted demasiado caso a esta interpretación que doy a sus cartas relacionándolas con su antiguo oficio, porque en realidad, los médicos no conocemos el proceso mental del esquizofrénico, que es siempre disparatado, simbólico e incomprensible.
—Doctor —preguntó Alicia con aire de preocupación—, ¿querrá ese hombre, «el Albaricoque», explayarse ante usted delante de mí?
—A usted no la verá…
—¿No me verá?
—No. Su atención estará tan prendida en mí, que no la verá.
La puerta se abrió violentamente. Entró un hombre muy rubio, redondito y sonrosado. ¡Quien le puso el apodo frutícola no carecía de ingenio! Su físico carecía de malformaciones, pero sus ademanes y gestos eran tan extremosos como los del «Astrólogo». La mirada que dirigió al médico traslucía veneración, adoración y una infinita gratitud por el honor de ser llamado.
—¡Doctor, doctor! ¿Qué quiere?
—He recibido una carta tuya muy interesante.
—Doctor, doctor, usted es Dios y también el monte Kilimanjaro, de África Occidental. Y yo le quiero mucho, doctor, porque también es mi madre. Y cinco por cinco, quince. Y tres por dos, dieciocho.
—¿Para qué me has escrito?
—Para que me deje ir a ver a mi tía. Se va a morir sin que yo la vea. Se ha muerto ya, y todavía no la he visto, doctor. Y el Pisuerga pasa por Salamanca. Y nunca me han castigado a un rincón. Moctezuma, multiplicado por Cortés, igual a Méjico, doctor. Arreato zipitapo. Arreato zipiton.
—Y ¿por qué quieres ir a ver a tu tía?
—Porque la odio mucho, doctor. Y porque es hermana de una sobrina que yo tengo, doctor. Y porque está ya muy joven, doctor. Y porque también es el Kilimanjaro, que pasa por Valladolid. Y porque la quiero mucho, doctor. Y porque Dios es un triángulo.
—Esta vez no puedo darte permiso.
—Por favor, doctor. Que mi tía libra los jueves. Y la víbora enciende las nubes. Y yo soy muy bueno. Y Pétchora, Omega, Niemen, Volga, Vístula y Ural. Y las fauces del conejo patinan las portadas de los geranios, doctor. ¡Déjeme ir a ver a la abuela, doctor, que yo soy muy bueno!
—De acuerdo. Te dejaré ir.
—¡Viva la huelga de hormigas nadadoras, doctor! Fu, fu, fu. Teodorico, Teudiselo y Wamba.
—¿Estás ya contento?
—Sí, doctor.
—Pues ¡hala!, ya puedes marcharte.
Se fue moviendo mucho el trasero y braceando. El médico preguntó:
—¿Qué le ha parecido el autor de las cartas que usted recibe?
—Me ha dado mucha pena conocerle. Mucha. ¿Es homosexual?
—Es amanerado, como su escritura, pero no es pederasta. Carece de huellas de perforación anal.
—¡No le había pedido tantos detalles, doctor!
Azoróse éste y varió de tema.
—Me dijo usted que eran tres las cosas de las que quería hablarme. Le he complacido en las dos primeras, Alicia. ¿Cuál es la tercera?
Se frotó las manos nerviosamente. La súplica contenida en su mirada rebosaba ansiedad.
—La tercera es tan importante, doctor, que enfermaría si me la denegara. ¡Necesito, con urgencia, ser recibida por el director! ¡No acabo de comprender cómo no ha sido él quien tomase la iniciativa de llamarme! ¡Encarezco a su mediación, doctor Arellano, que don Samuel Alvar me reciba mañana!
Dos muestras de la interesante sintaxis y caligrafía de «el Albaricoque».
Nota: Estos textos son auténticos. Corresponden a un esquizofrénico de la modalidad hebefrénica y fueron recogidos por el autor de este libro en el hospital psiquiátrico en que se recluyó para documentarse.