«¡ALMENARA A CONSULTA!», fue la primera voz que oyó tras el desayuno del segundo día. Sintió un gran alivio por la oportunidad que le brindaban de volver a cruzar «la frontera», y, apenas lo hubo hecho, exclamó:
—Celebro encontrar a la bella aduanera en la puerta. —Rio Montserrat, agradeciendo el cumplido. Y le dijo:
—He sido encargada por el doctor Arellano de hacerle a usted los tests.
—¡Va usted a aprender demasiadas cosas malas de mí! ¿En qué consisten?
—Test de inteligencia, de conocimientos, y de aptitudes; uno suplementario, en el que el doctor tiene especial interés: el test de personalidad, y unas pruebas elementales para confirmar que carece usted de trastornos psicomotores y de lenguaje, o desorientación alopsíquica.
—¿Y todo este instrumental necesita usted para mí? —En efecto: el despacho de Montserrat estaba abarrotado de cuestionarios, grabados, dibujos y hasta juguetes.
—La mayor parte de todo este arsenal es inútil para un caso como el suyo… pero…
—«¡Para un caso como el mío!»… ¿Cuál cree usted que es mi caso, Montserrat?
—Eso lo dirán los médicos. Yo no soy más que una simple amanuense. Quiero decir que aunque muchas de estas pruebas no tienen conexión alguna con sus aptitudes y su personalidad, le interesará saber para qué sirven… y hasta haremos una pequeña picardía… que es examinar al paciente por el que tenga usted mayor interés, caso de que eso le entretenga.
—¿De verdad podremos hacer eso?
—Hablaremos de ello cuando llegue el caso. Comencemos: dígame usted su apellido.
—Gould.
—Repita usted: ocho y tres.
—Ocho y tres.
—¿Qué ve usted en este grabado?
—Una vaca que pace en el prado y un hombre que se acerca a ella con un cubo en la mano, supongo que para ordeñarla, pues tiene las ubres llenas. Hay una colina lejana, dos nubes y tres pájaros volando.
—Repítame usted esta frase: «Mamá llega a casa».
—Mamá llega a casa.
—Bien, ahora señale usted primero su nariz, y después una rodilla. —Alice Gould hizo lo que le indicaban.
—Bien, Alicia —rio Montserrat—, acabamos de hacer un gran descubrimiento: ¡Su edad mental es superior a los tres años!
—¿Hay alguien en el sanatorio —preguntó Alicia, sorprendida— que no hubiese sabido contestar a esto?
—Muchos, querida, muchos. ¿Tiene usted interés en que hagamos la experiencia con alguno?
—Con «el Hombre de Cera».
—Imposible: no habla… y no se mueve: su cociente intelectual es nulo.
—Con los gemelos Remo y Rómulo.
—Bien. Voy a llamarlos. Rómulo pasará la prueba, pues tiene seis años mentales. Remo no la pasará. Su edad quedó congelada a los tres. Su coeficiente mental es muy bajo. ¿Los llamo?
—No, Montserrat. Me daría demasiada pena comprobarlo. Siga usted.
—Daré un pequeño salto: ¿puede usted decirme tres palabras que rimen entre sí?
—Jamón, pasión, león.
—¿Podría usted repetirme lo mismo, con rimas algo más difíciles?
—Agua, enagua, Managua…
—¿Más difíciles?
—Demonio, Antonio, plutonio.
—Mire usted esta frase: «Pescar muelle va a Romualdo al obladas». ¿Podría usted reconstruirla correctamente?
—Supongo que podría decirse: «Romualdo va al muelle a pescar obladas».
—¿Qué significa «abstruso»?
—Difícil, complicado, oscuro.
—¿Inefable?
—Lo que es tan «abstruso» (por repetir la palabra de antes) que no existen palabras para definirlo: es una mezcla de «indecible e inexplicable».
—Dígame usted el alfabeto al revés.
Alicia cerró los ojos. Comentó que aquello era menos sencillo de lo que parecía, e intentó la prueba.
—Z, y, x, w, v, t, s, r, q, p…
—¡Vale, vale, no hace falta que siga! Le confesaré, Alicia, que no estoy siguiendo un orden riguroso de los tests tradicionales; e, incluso, en el ejercicio que vamos a empezar ahora, introduciré preguntas por mi cuenta. Se trata de que automáticamente y sin meditarlo, diga usted una palabra sugerida por otra que previamente le haya dicho yo. Por ejemplo: ¿Signo de interrogación?
—Cisne —respondió Alice Gould.
—¿Ferrocarril?
—Paisajes nuevos. Pero, Montserrat… ¿cree usted realmente que esto sirve para algo?
—Le contestaré con otros ejemplos. A la palabra interrogación, una internada contestó: «Sexo de hombre en reposo». Es evidente que esta mujer tenía una obsesión sexual, que después se confirma con otras respuestas de la misma persona; pero también un sentido plástico, pues atendió a «la forma» del signo de interrogación más que a su interpretación de duda, pregunta o cuestión. El intérprete de ese texto habrá anotado, por tanto, respecto a aquélla: «Obsesión sexual y sentido plástico». Y de usted: «Sentido plástico y estético», puesto que también ha sido inspirada por la forma, pero la ha aplicado a un animal bello y armonioso. Contésteme a esto: «Cisne».
—Nieve —respondió Alice Gould.
—En usted se confirma el sentido plástico, pues es la extraordinaria blancura del color del animal la que le sugiere otro elemento igualmente blanco. Pero a esta misma pregunta un residente respondió: «Agonía»: lo cual sugiere, en primer lugar, que no era un ser inculto, pues conocía aquello del «canto del cisne» que precede a su muerte, y, en segundo término, «vivencias catastróficas, pesimismo, destrucción».
—Empiezo a entender… —murmuró Alice Gould.
—Pero insisto que esta impresión ha de ser confirmada por la misma constante en otras respuestas. Y que, en definitiva, estos tests no sirven como auténticos diagnósticos, sino como elementos coadyuvantes para elaborarlos, o como confirmación de que han sido bien hechos. Sigamos:
—¿Sol?
—Vida.
—¿Sombra?
—Muerte.
—¿Muerte?
—Luz.
—¿Coito?
—Maternidad.
—¿Caballo?
—Lealtad.
—¿Hombre?
—Seguridad.
—¿Hembra?
—Oveja.
—¿Mujer?
—Montserrat.
—¿Enfermedad?
—Crepúsculo.
—¿Salud?
—Mediodía.
—¿Duda?
—¡Hamlet!
—¿Tesón?
—¡Churchill!
—¿Armonía?
—¡Rosa!
—¿Arte?
—Inutilidad sublimada.
—¿Manantial?
—Nacimiento.
—¿Mar?
—Llegada.
—¿Dios?
—Padre…
—¿Cristo?
—Camino.
—¿Orgasmo?
—Glándulas.
—¿Ley?
—Orden.
—¿Orden?
—Equilibrio.
—¿Sonido?
—Vida.
—¿Movimiento?
—Vida.
—¿Vibración?
—Vida.
—¿Psiquiatría?
—Ciencia inexacta; terapéutica dudosa.
—¿Locura?
—Conflicto entre el yo real y el anhelado.
—¿Mariposa?
—Belleza efímera.
—¿Excremento?
—Exceso.
—¿Ejército?
—Paz.
—¿Guerrillero?
—Guerra.
—¿Paz?
—¡Libertad!
—¿Libertad?
—¡Dignidad!
—¿Dignidad?
—¡Deberes y derechos!
—Ahora, Alicia, un pequeño bachillerato: muy elemental, por cierto. ¿Capital de Finlandia?
—Helsinki.
—Nómbreme tres filósofos.
—Sócrates, Aristóteles, Platón.
—Qué no sean griegos.
—Descartes, Kant, Schopenhauer, a quien, por cierto, no hubiera debido citar.
—¿Por qué?
—Ese gran majadero dijo que las mujeres éramos animales de pelos largos e inteligencia corta. ¡Pero eso no lo ponga en el test, por favor!
—Nómbreme cinco músicos.
—Wagner, Beethoven, Schubert, Bach y Falla.
—Cinco pintores.
—Velázquez, Goya, El Greco, Ribera, Picasso.
—Qué no sean españoles.
—Matisse, Van Gogh, Watteau, Rembrandt, Rubens.
—¿De qué trata Fausto?
—Del drama de quien quiere ser eternamente joven.
—¿Qué es el Deuteronomio?
—Uno de los libros del Antiguo Testamento.
—¿Por qué el calzado se hace de cuero?
—¡Qué pregunta más singular! ¡Supongo que porque el cuero es flexible y resistente! Pero que conste que hay ajorcas de madera y alpargatas de lona y zapatillas de gamuza. Yo creo que esa pregunta encerraba una trampa, o estaba mal hecha.
—¿Qué haría usted si se encontrara con un sobre cerrado, llevando también el sello y la dirección?
—Abrir el sobre y leer su contenido.
—¿Se atrevería usted a hacerlo?
—¡Usted no me ha dicho que el sobre no fuera dirigido a mí!
—Tendré que decirle eso al señor Wechsler.
—¿Quién es ese caballero?
—El autor del test.
—¡Pues dígale que no estoy dispuesta a que se me rebaje ni un punto por una pregunta que está mal formulada!
Vino después el test de razonamientos aritméticos, con problemas tan elementales y sencillos que Alicia, que se autoacusaba de equivocarse siempre en las cuentas, los resolvió con facilidad; más tarde la repetición de series de cifras en directo y al inverso y, por último, el test de semejanzas.
—¿En qué se parecen una naranja y un plátano?
—En que ambas son frutas.
—¿Y un huevo y una castaña?
—En que son comestibles.
—¿Y un tornillo y una cigüeña?
—En que tienen peso, forma y volumen. ¡No veo en qué otra cosa pueden parecerse!
—Aquí tiene usted varios dibujos defectuosos. Dígame qué anomalía les encuentra.
—A este niño le falta una oreja, a este caballo le sobra una pata; esta casa tiene ventanas, pero no puertas; el humo de este barco debe ir en dirección opuesta a la marcha, máxime no habiendo viento, pues, en caso contrario, estaría agitado el mar. ¡Querida Montserrat: este test es para deficientes mentales!
—Exactamente, Alicia. Estamos en un hospital mental: no lo olvide. Lleno de deficientes. Y de lo que se trata es de comprobar experimentalmente que usted no lo es.
Sonrojóse Alice Gould.
«Esa frase que has dicho, debías anotarla en el Libro de Oro de lo que No Debe Decirse», le hubiera amonestado su padre de haberla escuchado. Y en verdad que no estuvo muy afortunada en su exclamación. Era una frase hecha. ¡No había pretendido burlarse de aquella pobre humanidad doliente del otro lado de «la frontera»! Ni mucho menos de los heroicos y meritorios ciudadanos que se dedicaban a estudiarlos, diagnosticarlos y cuidarlos. Ni de la pacientísima técnica, inspirada por la generosidad de esta Montserrat Castell que sin saber si ella era loca o no lo era —«deficiente», en suma— la trataba de igual a igual, y se molestaba en explicarle el porqué de cada pregunta o de cada test. ¡Ah, qué estúpida, qué necia estuvo al decir esto!
Mordióse Alicia los labios y, muy sofocada, no volvió a hacer comentario alguno; ni al trazar un rompecabezas muy sencillo —los llamados cubos de Kohs— ni al explicar el significado de palabras tan fáciles como «pared», «torre» o «escoba». Cierto que la lista era de cuarenta vocablos y definirlos no siempre resultaba fácil: «relación», «concomitancia», «cóncavo», «vivencia», «trauma», «interioridad», «hipocondríaco».
—Tráceme de memoria el mapa de la península italiana.
—Veamos —dijo Alicia mientras dibujaba—. Italia tiene la forma de una bota de mosquetero. La abertura por donde entra la pierna es la frontera de los Alpes, que la separa de Francia, Suiza y Yugoslavia… ¡Así! Ahora… la caña de la bota, que es casi toda la península… ¡Así…! Aquí el empeine, donde está Cosenza; aquí la puntera, frente al estrecho de Mesina, rematado en un cabo, que creo se llama… ¡No me acuerdo de cómo se llama!; la suela es todo el golfo de Tarento; más o menos, así. Ahora el tacón, donde está Brindisi… Y frente a la puntera, un balón, como en el fútbol, o mejor, como en el rugby, porque no es redondo. Este balón se denomina Sicilia. ¡Ya está! ¡Qué bonita es Italia! ¿La conoce usted?
—Sí. Estuve en los funerales de Juan XXIII, y no vi nada porque me harté de llorar. Sigamos trabajando, Alicia. Hágame ahora un dibujo de un espacio cerrado y otro de uno abierto. Usted misma elija los temas. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy a ausentarme unos minutos.
Trazó Alice Gould el espacio interior de la «Sala de los Desamparados», y dibujó torpemente, pues carecía de este arte y del conocimiento técnico de las perspectivas, la escena que tanto la impresionó del pequeño leopardo humano amagando simulacros de ataque al gigantesco y temeroso «Hombre Elefante».
En el espacio exterior dibujó un jardín en el que había un hombre en una mecedora leyendo The Times, con una pipa humeante en los labios y, en su proximidad, una niña de largas trenzas, estudiando. En la mesa en que se amontonaban los libros de texto había un marco conteniendo el retrato de una dama. En un ángulo del cuadro, una cinta negra y una cruz. Y en las proximidades, sauces, parterres, flores y un perrito dormido junto a su amo.
Regresó Montserrat y guardó los dibujos en una carpeta. Después de observarlos atentamente, sugirió:
—Estos dibujos quedan reservados al doctor Arellano, para que los comenten juntos. Y si no está usted muy cansada, vamos a pasar ahora al test de Rorschach. Los psicólogos le dan una gran importancia. ¡De niña tal vez haya jugado a doblar una cuartilla; echar en el doblez unos borrones de tinta —de uno o de dos colores— y frotar por el exterior del papel doblado! La tinta se expande y al desplegar el papel aparece una figura arbitraria y simétrica…
—¡Claro que he jugado a eso! —dijo riendo Alice Gould—. Se trata de adivinar a qué se parece ese dibujo, lo mismo que cuando dos personas comentan a qué se asemeja una nube de formas caprichosas. Y siendo la misma, cada uno «ve» la nube de distinta manera.
—Yo tomaré nota del tiempo que tarda usted en encontrar una semejanza; usted me declara lo que le sugiere y después comentaremos cómo y por qué se le ha ocurrido a usted encontrar ese parecido concreto. Empecemos: aquí tiene usted la primera lámina.
Alicia la estudió.
—Para mí está muy claro —dijo—. ¡Es un ángel con las alas plegadas, quieto; y sus pies descansan en una nube!
En la segunda lámina, Alicia vio un árbol de Navidad con múltiples regalos y velas, y lucecitas encendidas colocadas arbitrariamente… pero con sentido armónico.
En el tercero, dos cachorros de perro frente por frente, olfateándose los morros.
En el cuarto, un tiesto de cerámica valenciana con azaleas florecidas. En los siguientes, el océano fotografiado desde el borde de una playa y dos veleros idénticos cerca del horizonte; una ánfora griega, dos gatos de angora; un sauce; dos cabezas siamesas, unidas por el cráneo y fumando en pipa; y por último —«¡está clarísimo!», confirmó— una caracola de las que, si se aplica al oído, se oye el murmullo lejano y misterioso del mar.
—¿Usted no ve lo mismo que yo?
—¡Nadie ve lo mismo, Alicia!
—No lo entiendo…
—Le leeré las respuestas de «A» y «B», respecto a las mismas figuras: el primero un enfermo con gran tendencia a la agresividad y «B» una mujer con manías de grandeza y obsesiones sexuales. Lo que usted ha visto como un ángel, «A» lo vio como Drácula, con los pies en un charco de sangre, y «B», una diadema de la corona imperial; su árbol de Navidad, para «A» es un cuchillo de monte apuntado hacia arriba y sus velas encendidas salpicaduras de sangre; para «B», en cambio, era el estandarte de un ejército victorioso. Sus inocentes cachorrillos, para «A» eran dos hombres amenazándose, y para «B», dos lesbianas besándose. Su siameses fumando en pipa, para «A» son dos duelistas de espaldas, con los revólveres preparados, esperando que el juez los mande separarse, andar unos pasos, volverse y disparar; y para «B», es un acto lascivo en triángulo, de dos hombres con una sola mujer. Su caracola de mar, para «A» es una granada de mano —¡de nuevo manchada de sangre!— y para «B», una postura erótica, que ella denomina «amor en tornillo», descrito, según ella, en el KamaSutra.
—Me temo que ya sé quién es «B» —murmuró Alice.
—Yo no puedo decírselo —aseguró formalmente Montserrat—. ¿Quién piensa usted que es?
—Una vieja insoportable, máquina incansable de incoherencias, que se cree nacida de los cuernos de la Luna, que le gusta disfrazarse y quiere que los demás la soben para comprobar lo duras y jóvenes que están sus carnes.
—Ya sé a quién se refiere usted. Le han puesto como apodo «la Duquesa de Pitiminí». Esa pobre mujer fue institutriz de una familia exiliada rusa. Acaba de tener una crisis aguda… y ahora está recluida bajo un tratamiento muy severo. Parece ser que está reaccionando bien. ¡Pronto se pondrá buena!
—¿Es ella la que respondió al test?
—Ya le dije, Alicia, que no puedo decírselo. ¡Y ahora vamos a hacer un poco de gimnasia!
—¿Me está usted hablando en serio, Montserrat?
—Ya lo creo que hablo en serio. Procure usted imitar mis movimientos. Brazos arriba, pies juntos. ¡Uno! ¡Manos a las rodillas! ¡Dos: arriba! ¡Tres: manos a los tobillos! ¡Cuatro: arriba! ¡Cinco: manos al suelo! ¡Seis: arriba! Muy bien, Alicia. No creo que tenga usted problemas psicomotores. Imite ahora todo lo que yo haga…
Hubo flexiones de piernas, cintura, cuello, brazos en aspa, falsa bicicleta… hasta que Montserrat quedó agotada.
—¡Por favor, querida —suplicó Alice Gould—, oblígueme a hacer esto a diario! ¡Me conviene para guardar la línea!
—Basta por hoy. Dígame muy despacio: Trescientos treinta y tres millones de tigres. Repitióselo Alicia y comentó:
—Sé un trabalenguas en francés… ¡divino! ¿Le interesa?
—¡Me interesa!
La fonética de lo que oyó Montserrat sonaba así: sisonsisúsansisú, susesonsusisisonsisosisonsos.
—Pero ¿qué galimatías es ése?
—Quiere decir: «Seiscientos seis borrachos sin seis perras chicas chupaban sin recelo seiscientas seis salchichas sin salsa». Pero éste, en inglés, todavía es mejor: «Shiselsishelsondesishor», que si lo escribe usted con su ortografía correcta y separa debidamente las palabras significa: «Ella vende conchas en la playa».
—¡De modo que tampoco padece usted trastornos de lenguaje!
—¡Me temo que no!
—¡Es usted insoportablemente perfecta!
—¡Créame qué lo siento!
Estuvieron cerca de una hora más charlando, comentando, aclarando. Cuando al cabo de este tiempo —y tras las puntuaciones y correcciones necesarias— penetró Montserrat con los resultados en el despacho del doctor Arellano, éste la recibió malhumorado:
—Ya sé lo que va usted a decirme: «Alice Gould de Almenara: Personalidad superior, espíritu exquisito, altamente cultivada. Carece de taras visibles». ¿No es eso?
—En efecto, doctor —respondió Montserrat muy molesta—. ¡Personalidad superior, espíritu exquisito, altamente cultivada! ¿Quiere que modifique el psicograma sólo por capricho?
—¿Deterioro por la edad?
—¡Su coeficiente queda muy por encima del que le corresponde!
—¿Alguna observación particular?
—Sí. Fuerte influencia de su propia infancia. Gran lealtad al recuerdo de su padre. Y, en su conjunto, cierta inocencia, ¡no sé cómo explicarme!, cierta candidez. Hay en ella algunos rasgos de ingenuidad: de falta de astucia. Pero, por Dios, doctor… ¡nada de complejo de Electra! ¡Adora el recuerdo de su madre! No puede medirse la interioridad de esta señora como lo hubiese hecho Freud… pongamos por caso. ¡No sé si me he explicado bien!
El doctor rompió a reír:
—¿No le gusta Freud, Montserrat?
—Me temo que no.
—Ya somos al menos tres personas que pensamos igual —comentó jocosamente el doctor Arellano.
—¿Tres? —preguntó asombrada Montserrat Castell.
—Sí, tres. Usted, yo… y Alice Gould.