CRUZÓ ALICIA LA GRUESA puerta de acero —a la que ya para siempre denominaría «la frontera»— y observó que en la «Sala de los Desamparados» había mucha menos gente que en los minutos que precedieron al desayuno. La mayoría de los pacientes paseaban por el parque. Los ventanales que comunicaban con el exterior estaban abiertos, y a través de ellos se veía deambular a los reclusos en pequeños grupos o en solitario. Afuera brillaba el sol.
En el interior no quedaban más que una veintena de enfermos y dos «batas blancas». Allí continuaban «el Hombre de Cera», de pie, inmóvil y con la cabeza levantada, como una cariátide de piedra que sostuviera con su frente un capitel; varios «solitarios» que rumiaban sus penas, bien caminando o bien sentados, y una pareja cuya visión hirió, primero, sus pupilas, y después su compasión. «La Niña Oscilante» estaba sentada en el suelo, de cara a la pared, en el mismo sitio en que la vio por la mañana, y moviendo su cuerpo de uno a otro lado, como la vez primera. Junto a ella, y en su misma postura, «el Mimético» le acariciaba la cabeza con gran ternura e, impulsado por su tendencia irresistible a imitar los movimientos ajenos, se balanceaba él también. Pero no lo hacía con afán de burla, como un simio en su jaula, sino simplemente llevando un compás cual si él y ella escuchasen una misma música imaginaria.
Era una escena dolorosamente delicada y tierna.
Alejada de ellos, Alicia buscó un asiento y se quedó observándolos. No era la única persona que hacía lo mismo. «El Hombre Elefante», sentado cerca de ellos, les contemplaba también. Su inmenso corpachón no cabía en una sola silla, de modo qué utilizaba dos para mejor acomodo de sus inmensas posaderas. Tenía este hombre de común con «el Hombre Estatua» su tamaño y su forma piramidal: puntiagudo por arriba y anchísimo por abajo. Más que caídos, los hombros de ambos parecían derrumbados: la distancia entre el pescuezo y el límite en que nacían los brazos era ingente y en forma de ladera muy pina. Sus tórax eran estrechos, pero enormes sus abdómenes y aún más sus caderas, de las que nacían dos piernas anchas como columnas y faltas de forma, de tal suerte que los tobillos eran tan grandes como los muslos. Se distinguían en el tamaño de la cabeza, que era mínima en «el Hombre Estatua o de Cera», y regular en «el Elefante». Y sobre todo, en la expresión. El inmóvil absoluto carecía de ella; el rostro del inmóvil relativo, por el contrario (a pesar de su boca abierta, por cuyas comisuras caían hilos de saliva, y de sus ojos abombados y torpes) sí decía algo. Alicia pensó que los dos padecían una misma enfermedad endocrinológica, glandular, y una dolencia mental distinta o en diverso grado de desarrollo. Las miradas de ambos gigantes eran fijas. Pero la del «de Cera» estaba asentada en la nada. Y la del «Elefante» —¡Alicia se conmovió al comprenderlo!— en «la Niña Pendular». La suya era una mirada amorosa. ¿Lasciva? ¿Tierna? ¿Compadecida? Era difícil precisar estos matices que por ventura no cabrían en la mente del «Elefante»…, pero, en cualquier caso, era la suya una mirada hechizada, cautivada, por la pequeña. ¡Una mirada de amor! Alicia, al comprenderlo, sintió una congoja infinita que le subía del pecho a los ojos. Era demasiado triste haberlo comprobado. Súbitamente el gigante comenzó a agitarse y, haciendo ímprobos esfuerzos, se puso de pie y dio un paso al frente para mantener el equilibrio y no caerse.
Rómulo —«el Niño Mimético», que no era tan niño, aunque lo pareciera— dejó de acariciar a «la Oscilante», y de un salto se puso de rodillas, alzó el busto, levantó los brazos, colocó sus manos en forma de garras enseñó los dientes y comenzó a rugir, Parecía talmente un joven leopardo. Pegaba pequeños saltos sobre sus rodillas, al par que avanzaba las garras amagando un ataque que no llegaba a realizar.
«Es seguro que habrá visto a un gato acorralado hacer esos movimientos —se dijo Alicia—. O, tal vez, a una fiera salvaje por la televisión».
A cada ademán amenazador del pequeño, se producía un movimiento convulsivo en el gigante: un ademán de miedo. Al fin, inició la retirada lateralmente. Sin dejar de dar la cara a su enemigo, salió al parque, por el abierto ventanal y, con la poca agilidad que su torpeza le permitía, emprendió la fuga.
Alicia quedó anonadada. ¿Había visto realmente esta escena o todo fue una alucinación? Se propuso dibujarla: ¡grabarla en su mente y dibujarla! «La Niña», entretanto, ajena a todo aquel duelo de celos, de la que fue causa desencadenante, basculaba, basculaba; no cesó de bascular.
La paz volvió al rostro del pequeño Rómulo —pequeño de cuerpo, pequeño de miembros, pequeño de facciones— tan súbitamente como le llegó la cólera. Fue la suya una tempestad automáticamente calmada. «Automáticamente —pensó Alicia—: He aquí una palabra que seguramente pertenecerá al vocabulario de la psiquiatría».
No bien volvió Rómulo a acariciar la frente y la cabeza de la que creía su hermana, se levantó y buscó con ojos ávidos una «bata blanca». Se acercó a la enfermera.
—Mi hermana se ha hecho caca —dijo simplemente.
La mujer se acercó a la chiquilla y la ayudó a ponerse en pie. Los excrementos le resbalaban bajo las faldas hasta los calcetines. Le dio la mano y tiró de ella con suavidad. La niña, obediente al impulso ajeno —pues era de las que carecían de impulsos propios conscientes—, la siguió.
Alicia adivinó que su propio rostro dejó traslucir una sucesiva muestra de sentimientos: sorpresa, compasión, asco, interés y un mudo homenaje admirativo por la abnegación de las enfermeras. Y dedujo que su rostro expresó todo esto al verlo reflejado en el del joven Rómulo, que, plantado descaradamente frente a ella, la contemplaba… y la imitaba.
Sonrióle Alicia, y el chico le sonrió. Contemplóle en silencio, penetrando en sus ojos. Él hizo lo propio.
—Eres muy guapo chico.
—Mi hermana es muy guapa también. Y tú también. Y la Castell también. Los demás son todos feos.
—No todos. Hay un muchacho de tu misma edad, que se parece mucho a ti. Y que es muy guapo.
—Yo no le conozco.
—¿No le has visto nunca?
—No.
Rómulo negaba, no ya su parentesco, sino la realidad misma de su hermano gemelo. ¿A qué oscura corriente de su espíritu pertenecería esta aberrante obstinación? ¿Era sincero al ignorar la existencia de aquel otro muchacho de su misma sangre, que se parecía tanto a él como a una fotografía su duplicado? En este caso, la aberración era intelectual: su desviación manaba de la mente. ¿Era insincero, y conocía que allí —a pocos pasos— vagaba un ser que compartió con él el claustro materno y, aun sabiéndolo, se obstinaba en negarlo? De ser así, la malformación morbosa de su personalidad pertenecía a los sentimientos. ¿Y cuál de ambos males era más pavoroso? ¿Qué siniestra jerarquía de malignidad se llevaba la palma del horror: la ruina de la inteligencia, de donde mana el conocimiento, o de la voluntad, donde anidan los afectos?
Pensaba en esto Alice Gould cuando súbitamente se oyó una voz desapacible y aguda. Pertenecía a una mujer que era la viva imagen de la extravagancia, y que descendía en este instante por la escalera, hablando a gritos.
—¡Hala, hala! ¡Todo el mundo fuera de mi vista! —decía—. Estoy harta de vuestras innobles presencias, y vuestra falta de higiene, y vuestras zalemas estúpidas, y vuestras conversaciones insípidas, y vuestros pensamientos lascivos, y vuestras miradas serviles, y vuestras conductas deshonestas, y vuestras falsas promesas, y vuestras almas de esclavos, y vuestra falta de clase, y vuestra ignorancia, y vuestras pretensiones, y vuestra miseria, y vuestra cobardía, y de los abusos que cometéis en mis despensas, y en mis cuentas corrientes, y en mis ganados, y en mis tierras, y en mis ajuares, y en mi vestuario, y en mis cofres de joyas y…
(«¡Qué capacidad enumerativa!», pensó Alicia, admirada de tanta locuacidad).
—He dicho que no quiero ver a nadie, pues vuestras miradas me ensucian; vuestras palabras me aburren; vuestros pasos me hieren los oídos; vuestros movimientos me irritan, y vuestra sombra me contamina. ¡Fuera todo el mundo he dicho…!
Lo asombroso para Alicia es que fueron muchos los que la obedecieron, más no por acatar sus órdenes —como supo más tarde— sino por huir de su logorrea; pues ni los locos podían sufrir sus excesos locuaces cuando rebrotaban sus crisis. Sólo los paralíticos permanecieron indiferentes donde estaban.
Era una mujer de unos ochenta años, iba inimaginablemente disfrazada de… de nada. Llevaba un turbante en la cabeza, compuesto con una gruesa toalla de felpa. Se había anudado una sábana al cuello, de suerte que le caía por las espaldas como una esclavina de largo vuele, que le dejaba a la vista la parte frontal del cuerpo; cubierto éste con otra toalla atada a la cintura a modo de minifalda y un sujetador colorado, que apenas oprimía la flaccidez de sus pechos. Una pierna estaba cubierta con una media de malla, de las que usan las cabareteras de los tugurios, y la otra no. Los zapatos, de altísimo tacón, era lo único de su indumentaria que hacían juego entre sí y con el sujetador, pues también eran escarlatas. Su atuendo era una mixtura extravagante de césar romano, ayatollah persa, odalisca oriental y fulana de Montmartre.
—Lo dicho no va para usted, señora de Almenara —dijo dirigiéndose a Alicia, cuyo verdadero nombre ya conocía, como el de todo el mundo—. Sé muy bien que no es usted de los Almenaras de Córdoba, que son todos bastardos; ni de los Almenaras de Toledo, que son judíos; ni de los de Valencia, que son nietos de corsarios; ni de los de Murcia, que se dedicaban a la trata de blancas, y aun de negras, pues en sus prostíbulos había no pocas moriscas; sino de los Almenaras de León, de sangre real, emparentados antaño con los Fernán González y hoy con los Calabria, los Pignatelli y los Osuna. Sea bienvenida a mi casa y espero que la pandilla de gamberros que la pueblan no le sea excesivamente molesta. Son criados viejos, algunos sirvieron al Gran Duque, y aunque me huele que están todos medio locos, no me avengo a echarles por aquello del Honni soit qui mal y pensé, que en latín quiere decir in dubio pro reo, y en castellano viejo: «¡A los perros, longanizas!». Por cierto que el chiquillo que estaba con usted es de lo mejor de esta casa. Tiene sangre de reyes por la rama bastarda. ¿Le ha tocado usted la oreja? ¿No? Hubiera podido comprobarlo por sí misma. ¿Me permite que le toque la oreja? ¡Ah, querida, querida, eso la desmerece mucho a mis ojos! Alguna abuela suya se tumbó en el tálamo de un rey, a espaldas de la reina; lo pasó en grande, sin duda, porque los orgasmos de los reyes son orgasmos reales; ¡pero la dejó a usted tarada para siempre! ¡Toque mis orejas! Yo no poseo esa adiposidad en el lóbulo izquierdo que usted tiene, al igual que lo tiene Rómulo, que es descendiente, por la mano izquierda, del primer rey de Roma. Yo vengo de la rama legítima de los Zares de Rusia, y aunque mi abuela se acostó con Rasputín, no dejó huellas. Lo siento, señora de Almenara, pero le cambiaré la habitación que le tenía reservada, y le pondré a su servicio una azafata bien distinta a la que pensaba. ¡Pedro! ¡Pedro Ivanovich, ven aquí!
Se precipitó hacia «el Hombre de Cera», y lo trajo ante ella a trompicones, tirándole de las manos.
—Le corté la lengua cuando era joven, por decirme palabras deshonestas. Desde entonces me obedece como un robot. Mire usted: le pongo una mano en la nariz y otra en el cogote. ¡Pedro! ¡No te muevas! Y como usted ve, me obedece. No todos son así. El resto, además de locos, son revolucionarios, aunque a decir verdad todo significa un poco lo mismo. ¿No piensa usted que sig…?
En esto abrieron los comedores; la máquina de palabras se interrumpió, y echó a correr hacia el olor de la comida. El almuerzo fue un puro martirio, y no porque el condumio dejara mucho que desear, sino por el insoportable protagonismo de aquella individua insufrible, que no dejó de hablar, dar órdenes y pronunciar discursos, arengas y soflamas. Afortunadamente para ellos, sus vecinos inmediatos de mesa eran oligofrénicos profundos y no se enteraban, pero eran muchos los que comenzaron a dar señales de agitación, como contagiados por aquel aluvión de palabras que, sin perder del todo la coherencia, era difícilmente inteligible, porque eran más las ideas que acudían a su mente que el tiempo obligado que requería la pura fonética de las palabras para poder ser expresadas.
—El viernes, que es día de visitas, puesto que es sábado, vendrá a verme el duque de Plymouth, que es un Saxo-Coburgo Gotha, de los Gotha del almanaque, compuesto en papel de Holanda, que es una ciudad de los Países Bajos, donde estuve de niña, cuando todavía se jugaba al diábolo, que es un cucurucho de goma que se lanza a las nubes, y si se las toca las hace llover, y el mar se crece y se mete en esos países, que se llaman así porque están más bajos que el mar, y se inundan todos los días de lunes a viernes, menos los fines de semana, en que ponen unos diques para que no se mojen los quesos y los molinos de viento, y las mujeres puedan ir a misa para casarse con los obispos, porque allí acostarse con un obispo no está mal visto como aquí, que somos unos retrógrados y unos ignorantes. De modo que espero que os bañéis desde hoy mismo tres veces al día, para no oler como hoy, a hienas, que es el reptil que peor huele, porque se alimenta de cadáveres y de excrementos. De modo que dejad por un día de comeros unos a otros y gritemos ¡Viva el Zar! ¡Esclavos: brindad por el Emperador! Y decidme —añadió, abriendo su túnica y desenlazando la toalla que le servía de minifalda— si mis carnes no son las de una muchacha de veinte años a pesar de haber cumplido los veintiocho. ¡Tocad, tocad mis muslos y mis pechos y decidme si no son dignos de un Saxo-Coburgo Gotha!
Los enfermeros —¡al fin!— se la llevaron colgada de las axilas. Alicia aún la oyó gritar: «¡Mueran las hienas! ¡Viva el Emperador! ¡Tocad, tocad mis carnes, esclavos, y comparadlas con las de vuestras concubinas!».
Sus piernecillas escuálidas, llenas de sabañones y necrosis, pateaban al aire y exhibía impúdicamente a los comensales sus pantaletitas coloradas, por entre cuyos bordes se escapaba en las ingles un vello lacio y canoso.
La visión de esta vieja decrépita, pintarrajeada y ridícula, llevada en volandas por los loqueros, la afectó profundamente.
—Debe usted comer algo, Alicia. Los días aquí son muy largos.
Era la voz de Ignacio Urquieta. «Sí, sí debía comer algo, aunque esforzándose». «No era bueno dejarse dominar por sus impresiones».
—Dígame, señor Urquieta: ¿Está permitido subir a la habitación libremente? Después de comer… desearía descansar.
—También está autorizado pasear por el parque. Hoy hace un día espléndido y puedo permitirme el lujo de invitarla a dar un paseo. No todos los días podré, ¿sabe?
Alicia no quiso averiguar la causa por la que aquel hombre joven, fuerte, de grata conversación y bien educado, podría pasear unos días sí y otros no. Prefería ignorarlo. Se comprendía incapaz de almacenar tantos horrores.
Apenas concluyó de almorzar, subió lentamente la escalera para refugiarse entre las cuatro paredes de su dormitorio sin techo. Se detuvo en el rellano y miró hacia abajo.
¡Dios, Dios, sólo hacía diecisiete horas que había ingresado y le parecía un siglo! Comprendió lo que era ese extraño vocablo «alopsíquica», con el que los psiquiatras adjetivan la desorientación en el tiempo y en el espacio. La segunda modalidad no temía que la alterase nunca, pues bien sabía dónde estaba, y nunca lo olvidaría; pero comprendió el riesgo de llegar a no saber qué día era, ni qué hora, ni qué mes, ni qué año. Y eso es exactamente lo que le aconteció al despertar de una siesta profundísima y paradójicamente muy poco reparadora. El salto de tigre del «Niño» encelado, la baba cayendo de la boca abierta del «Elefante» enamorado, la tristeza infinita —que no tenía nada de cómica y sí de patética— del señor de las lágrimas, el gnomo de las grandes orejas sobándole los muslos, las pantaletitas rojas de la vieja que se creía joven; el mutismo del hombre que no hablaba porque no quería; el aquijotado de la gran nuez y los ojos alucinados, y como un calmante o un sedante la voz equilibrada de Ignacio Urquieta pidiéndole permiso para sentarse a su lado… ¿Todos esos recuerdos de cuándo eran? «¿Es posible —se dijo— que todo eso haya ocurrido hoy? ¿No hace ya una semana de ello? ¿Y la conversación con el doctor Arellano cuándo fue?».
Sintió como un mareo —«¡un mareo alopsíquico!», se dijo, para sí, riendo— al considerar que aún no habían transcurrido veinticuatro horas desde que un hombre y ella, detenidos junto a la gran verja de entrada, bromearon acerca de lo que significaba cruzar «la Puerta del Infierno».
—No te preocupes —le dijo él—. No hay ningún cartel que diga «Lasciate ogni speranza».
Estaba dispuesta a descender al parque cuando decidió que le sería muy útil reconsiderar su situación. ¿Hizo bien en hablar con el médico con la franqueza con que habló?
Las palabras de Montserrat Castell —«¡No intente engañar al médico al menos de un modo consciente!»— la habían impulsado a ser muy veraz: a comportarse tal cual era en realidad.
No estaría de más —se dijo— hacer cada día examen de conciencia y recapitular acerca de los dos objetivos por los que se encontraba en el manicomio: fingir una psicosis y descubrir al autor de unas cartas y probablemente de un asesinato. Nadie iba a medicarla mientras no llegara el doctor Alvar. Toda la terapia que le aplicarían sería repetir —ignoraba con qué frecuencia— sus gratísimas conversaciones con el doctor del pelo blanco, los lentes de oro y el corazón probablemente de lo mismo. Entretanto, debería escuchar, atender, observar y eliminar.
Nadie podría echarla del hospital mientras Samuel Alvar no regresara. Y cuando éste volviera, ya se encargaría de prolongar su estancia hasta que la investigación estuviese concluida. Samuel Alvar era su cómplice. Samuel Alvar era el único que sabía con certeza que ella era una mujer totalmente sana. Samuel Alvar era quien le había aconsejado que se fingiese paranoica. Samuel Alvar era íntimo amigo de su cliente —también médico— Raimundo García del Olmo. Samuel Alvar le había prometido su colaboración para facilitarle cuantos datos necesitase respecto a los sospechosos. Samuel Alvar, Samuel Alvar, Samuel Alvar… Su nombre era como un quiste que de día en día crecía en su cerebro.
Fue un gran acierto el de este hombre haber escogido la modalidad paranoide para su fingimiento de enferma mental, ya que cuantos padecen este mal son razonadores; muchos de ellos inteligentes y suelen cumplir a la perfección las obligaciones propias de sus oficios o profesiones. De otra parte, los paranoicos no muestran más síndromes de anormalidad que los relacionados con su delirio particular, de modo que no se vería obligada a simular la euforia del maníaco, ni la pavorosa tristeza del deprimido, ni la absurdidad del esquizofrénico, ni la idiocia del demente.
Alicia no servía para actuar de payaso. No se imaginaba pegando saltos histéricos ni fingiendo crisis de furia. Y se congratulaba de poder conservar —salvo las mínimas excepciones obligadas— su propia personalidad.
En relación con Montserrat Castell, su actitud no había precisado fingimiento alguno salvo su reiteración de que ella «no era una enferma» (lo cual de otro lado era cierto) y que estaba «legalmente secuestrada», lo que, a lo largo del tiempo que durase su investigación, debía ser el leitmotiv de la interpretación paranoica de su reclusión. También había exagerado en alguna de sus reacciones, como cuando tiró el encendedor al suelo o cuando juró por tres veces que nunca más se dejaría arrebatar por la cólera. En todo lo demás había sido sincera con ella. La muchacha le pareció llena de encanto y de bondad, era lindísima, y se sintió instintivamente deseosa de acogerse a su protección ante el misterio y las incógnitas y los sinsabores de este mundo desconocido en el que había penetrado. ¿Qué le importaba, entretanto, aparecer como normal ante las personas cuya compañía más le agradaba? Éstas, por ahora, eran tres: Montse Castell, el doctor César Arellano e Ignacio Urquieta, el de la misteriosa y —para ella— desconocida enfermedad.
Cuando descendió, «el Hombre de Cera» se mantenía en la misma postura en que le vio por última vez. Apiadado de él, Alicia le cambió las manos de sitio, y supuso que la nueva posición sería menos incómoda. Pasó sin mirar junto al trío formado por «la Niña», «el Cachorro de Tigre» y «el Elefante», y se internó en el parque.
Un hombre —pantalón de pana, boina calada hasta las orejas, grandes botas de hule— regaba unas plantas. La saludó al pasar.
—No quieri usté na con los sus compañerus —le recriminó con cordialidad y acento muy pronunciado de Asturias o Santander. Alicia se acercó a él.
—Es que soy nueva. Y sólo conozco a muy pocos.
—Ya sé que usté es la nueva, ya… Pero no se amilane por esu. Aquí hay mu buena gente. Yo soy amigu de tos.
—¿Es usted el jardinero?
—Llámanme Cosme, el Hortelanu. ¿Y usté, cuál es su gracia?
—Alicia.
—Un nome mu curiosu. ¿Gustanla las flores?
—Me gustan las flores. Pero no tengo lo que llaman «mano verde». ¡Las flores que siembro no salen nunca!
Rio el Hortelano, enseñando al hacerlo dos únicos dientes en sus encías descarnadas, y le prometió enseñarle cuándo era la época para cada semilla y el modo de regarlas y cuánto tiempo debían exponerse al sol y cuánto guardarse a la sombra.
—Cada oficiu tié su cencia —sentenció—. Pero hoy no puedu acompañarla, porque estus esquejes que ve ahí, andan muertines de sed. ¡Hala, siga usté paseando y ya sabe aonde tié un amigu!
(Ignoraba Alicia hasta qué punto estas palabras se convertirían en proféticas).
Se acercó en ese instante Montserrat Castell. Quedó admirada Alicia del ascendiente que la joven y bella psicóloga tenía entre los reclusos. Eran muchos los que se acercaban a ella, la piropeaban o la saludaban de lejos como a una visita grata e inesperada.
—La acompaño a usted hasta el bar —le dijo a Alicia, la catalana.
—¡Ignoraba que hubiese un bar! —exclamó Alicia.
—Es un bar de «cocas», «fantas» y jugos. Pero con barra, mesas, juegos, tabaco y golosinas. El hospital está muy bien atendido desde que contamos con un director como el que tenemos.
—¿Samuel Alvar? —preguntó Alicia interesada.
—¿Le conoce usted, Alicia?
—Tenemos amigos comunes —respondió ésta vagamente.
La tomó Montserrat del brazo y comenzaron a pasear. Ante las preguntas insistentes de Alicia, que quería saberlo todo, enterarse de todo y ponerse al día, Montserrat le explicó que desde hacía muy pocos años el régimen del hospital era «abierto». Eso significaba que los enfermos tenían derecho a moverse con relativa libertad por el edificio y por el parque. Quienes querían se asentaban en el «bar», organizaban sus partidas de dominó, brisca o parchís, o paseaban charlando por el jardín, o se perdían por la zona de monte, que era muy grande, o asistían a las sesiones de terapia ocupacional, o trabajaban en los grandes y múltiples talleres de laborterapia, verdaderas miniindustrias, en las que se fabricaban diversos objetos que más tarde se vendían, y por cuyo trabajo los pacientes no dejaban de percibir un salario muy variado, según sus aptitudes y su rendimiento. La libertad se extendía hasta poder salir del sanatorio —y trasladarse en autobús a algún pueblo de las cercanías—, lo que era muy solicitado sobre todo en las fiestas de tales pueblos, en los que había bailoteo, lanzamiento de cohetes e incluso corridas con becerras. Esto era la norma general; pero las excepciones eran muchas también.
Quienes estaban sometidos a observación, pendientes de diagnóstico —tal era el caso de Alicia—, no podían salir al exterior; tampoco los recluidos por orden judicial, si así lo especificaba la notificación de ingreso. Y carecían de libertad para moverse fuera del edificio los encerrados en las unidades especiales. Éstas eran de diversa clase. La más dura era la de los demenciados; la menos severa, la de quienes padecían recaídas, brotes virulentos de su dolencia mental; crisis, en definitiva. «El Soñador», que Alicia había conocido antes del desayuno, acababa de ser encerrado en una de ellas, donde —sometido a una rigurosa vigilancia y a una medicación adecuada— permanecería hasta la desaparición de sus delirios oníricos. La «maníaca» de grandezas que había armado el alboroto en el comedor, también acababa de ser encerrada en una de estas unidades. Los amigos de los apodos la denominaban «la Gran Duquesa de Pitiminí»; y a la unidad en que los metían cuando les brotaban sus crisis, «el Saco».
El grado de demenciación de los encerrados en «la Jaula de los Leones» era tan alto que, si no se les vestía, vagaban desnudos por sus aulas o patios interiores; si no se les llevaba la comida a la boca, no se alimentaban; si no se les metía en la cama, no se acostaban; si no se conseguía de ellos el «reflejo condicionado» de hacer sus necesidades a horas fijas —para lo cual era necesario sentarlos en la taza de los excusados y limpiarlos— se defecaban y orinaban encima, y algunos jugaban, o se embadurnaban con sus detritos, o se comían sus propios excrementos.
Comentó con horror Montserrat Castell que sólo diez o quince años atrás, a ese tipo de locos, una vez encerrados, se les abandonaba a su suerte: «se les echaba» de comer como a las fieras: el más fuerte devoraba los alimentos de los demás, a los que sólo permitían lamer los restos. Y a los furiosos se les ataba con una argolla a otra argolla en la pared o a los hierros de su catre. La mortandad era altísima, o bien porque se mataban unos a otros, o bien porque morían de inanición o se golpeaban el cráneo contra las paredes. En los anales del hospital —en 1891— se registró un caso de necrofagia —un recluso se comió un cadáver— y como la experiencia le gustó, atacaba a dentelladas a los otros enfermos para comérselos vivos. Hubo que abatirlo a tiros desde el exterior, a través de las rejas. Y sólo entonces se atrevieron los cuidadores a penetrar en el pavoroso recinto.
Hoy día, por fortuna, ya no era así. Un enfermero, por cada cuatro recluidos, los lavaba, vestía, alimentaba y acostaba. Había algunos bancos con correas —como los cinturones de seguridad en las naves aéreas— donde se ataba a los furiosos durante sus accesos, y los psicofármacos modernos habían revolucionado las terapias tradicionales.
No todos los absolutamente demenciados iban a parar allí: sólo los antisociales, los peligrosos y los agresivos. «La Niña Oscilante» —de la que Alicia habló a Montserrat con gran ternura— estaba totalmente demenciada, pero no era agresiva ni antisocial y convivía con la comunidad.
Montserrat Castell reiteró sus elogios del «ausente» director, Samuel Alvar, por haber sido él quien inició las reformas del hospital.
—Es un magnífico organizador —comentó Montserrat— y un gran teórico en psiquiatría. Ahora bien: como clínico es muy superior don César Arellano. Los diagnósticos y pronósticos de este último tienen fama de infalibles. Estamos llegando a «la Jaula de los Leones», Alicia. Observe usted a los dementes asomados a las ventanas.
El espectáculo que vieron sus ojos era digno de lo que en Francia llaman Gran-Guignol: teatro de esperpentos, comedias cortas de terror: flashes escenificados, sin otra intención artística que provocar el pánico entre les petits bourgeois. El gnomo de las grandes orejas se dedicaba a provocar a los encerrados en el pabellón de furiosos. Asomados a las ventanas —ventanas abiertas y a metro y medio del suelo, de las que no sería difícil escapar— dos locos, en el colmo de la furia y el paroxismo, pegaban gritos agudos estridentes, amenazantes, dirigidos al palpador de nalgas ajenas. Éste, frente a ellos y desde el parterre, daba cabriolas, gesticulaba grotescamente, se revolcaba por el suelo y hacía gestos obscenos con el solo intento de encender su cólera, como lo haría un niño insensato frente a una jaula de panteras hambrientas y de reciente cautividad. Los «profundos» o «demenciados» rugían —¡literalmente rugían!—; enseñaban los dientes, todo el cuerpo fuera de las ventanas.
—¿Cómo es posible que no tengan rejas? —preguntó asustada Alicia.
—El director las ha prohibido —respondió la Castell. Ante la cruel provocación del tonto jorobado y la ira creciente de los furiosos, Montserrat comentó:
—¡Voy a avisar a los enfermeros!
—No, por favor, no me deje sola. Tengo miedo. Esos hombres pueden saltar y despedazarnos a todos.
—No lo harán.
—¿Cómo puede afirmar usted que no lo harán?
La explicación que dio Montserrat dejó maravillada a Alice Gould.
—Porque… no saben —explicó la Castell.
—No saben… ¿qué?
—Ignoran —continuó Montserrat— que para escapar de la unidad de demenciados les basta con alzar una pierna, sentarse en el alféizar y dejarse caer metro y medio. No se les ocurre; su cerebro no da para tanto. Carecen de impulsos para ello. Un perro, un gato o cualquier otro animal allí encerrado y con las ventanas abiertas se escaparía, pero ellos tienen menos inteligencia que los bichos. ¡Es triste comprobarlo! —comentó Montserrat mientras los observaba.
Dos enfermeros salieron entonces del bar y caminaron a buen paso hacia «el Gnomo». Éste, apenas los vio venir, echó a correr. Lo hacía en líneas quebradas, a una velocidad increíble para su cuerpo deforme, y alternando la carrera con grandes saltos. «Algún día se va a matar», oyó Alicia comentar a uno de los batas blancas.
Los rugidos de los demenciados se prolongaron un buen rato… pero más sosegados, como tormenta que se aleja y el trueno ya sólo se escucha como un lejano rodar.
Un loco con cara de loco —pues muchos que lo eran no lo parecían— y que estaba deseando entablar conversación con Alicia desde que la vio a la hora del desayuno, se acercaba haciendo muchos aspavientos y gestos de cortesía. Era el que ella bautizó como «el Quijote» o «el Aquijotado» cuando le vio por primera vez.
—El que se acerca —comentó Montserrat— es un tipo interesante. Procure usted no llevarle la contraria en nada. De otro modo sería peligroso. Pero si le sigue usted la corriente, le jurará eterna amistad.
—¡No me dejará usted sola con él!
—Sí, Alicia, la dejo sola. ¡Debe usted ir acostumbrándose!
—A por usted vengo —comentó el de la gran nuez, dirigiéndose a Alicia y al mismo tiempo que Montserrat se alejaba—. No es justo que una «nueva» ande sola sin que un caballero se ofrezca a acompañarla. Se llama usted Alicia, ¿verdad? Yo soy Sergio Zapatero, aunque me llaman «el Astrónomo». Cuando la vi pensé que era usted una «bata blanca», pero sin bata, porque se ve a la legua que no pertenece al resto del ganado. Cuando yo ingresé, todos creyeron que era un médico en prácticas, por la misma razón.
Alicia quedó no poco aturdida ante su falta de autocrítica. Si el grado de locura de las gentes se midiera por su aspecto, este gallo era el más loco del corral: andaba como si bailara un rock and roll; gesticulaba como si pronunciara una soflama; la nuez de su cuello subía y bajaba por la laringe como un ascensor borracho; y sus ojos de alucinado fosforescían con el fulgor de la trascendencia. Pero sus palabras eran educadas y corteses. Y perfectamente coherentes.
—Se preguntará usted —añadió el loco— por qué un hombre como yo está encerrado aquí. No me importa decirlo. Cuando descubrí la teoría de los nueve universos, mandé una comunicación a la NASA, y ésta, a través de la CIA, me hizo detener.
—¡Qué injusticia! —exclamó Alicia—. ¿Y por qué?
—Porque ellos estaban a punto de descubrir lo mismo, y les faltaban los últimos cálculos; las últimas pruebas. Y no querían que me adelantara. Cuando esos cabrones, dicho sea con perdón, se hayan apuntado el tanto, me dejarán en libertad. Pero no lo conseguirán, porque aun aquí, pienso adelantarme a ellos. Estoy ultimando todos los cálculos.
—Pero… ¿no los tenía ya concluidos cuando envió la comunicación a la NASA?
—Sí. Pero, al ingresarme aquí, comenzaron a tratarme con la cura de sueño y se me olvidaron todos. Y cuando cesaron de medicarme, volví a empezar. Y a punto estaba ya de reconstruir todo el sistema cuando volvieron a tratarme. Y vuelta a olvidárseme. Pero ahora ya va la definitiva. ¿Usted entiende de alta matemática?
—Me temo que no —respondió Alicia.
—¡Entonces —comentó él con profunda incongruencia— lo comprenderá mejor!
Miró a uno y otro lado con mucho misterio, para no ser visto de nadie; extrajo un cuaderno de su bolsillo, y lo hojeó ante los ojos maravillados de Alice Gould. Con una letra diminuta y de varios colores, millares de operaciones, quebrados, raíces cúbicas, logaritmos, cantidades elevadas a la enésima potencia, números de treinta cifras con once decimales, e ilustrado todo ello con figuras geométricas, rosas de los vientos, distancias intergalácticas expresadas con gráficos, curvas, líneas quebradas, y extrañísimos guarismos. De vez en cuando, en recuadritos adornados con orlas y con perfecta grafía se leían breves sentencias contundentes: «En el Universo no hay derecha ni izquierda»; o bien «Einstein estaba perturbado. Euclides tenía razón». O bien: «La línea recta no existe. Todo es curvo». Y, como queda dicho, rodeados —dibujos y marbetes— de infinitud de ecuaciones, operaciones, signos y grafismos… sin excluir el abecedario griego.
—Y dígame, Sergio, ¿no se marea usted de tanto pensar?
—¡Claro! ¡Casi todos los días caigo redondo, como muerto! Pero mi cerebro no deja por eso de funcionar. Y cuando me recupero, mis cálculos han avanzado muchísimo.
—Lo malo es si le practican la cura de sueño…
—¡Si me aplican esa terapia se va todo al carajo (dicho sea con perdón), y tengo que volver a empezar! Pero soy tenaz, no crea usted. ¡Muy tenaz! De no ser así, ¡ya habría perdido el juicio!
El edificio de la cafetería antialcohólica era uno más, de un pequeño barrio de otros iguales: tarugos de madera, en forma de paralelepípedos a los que se ascendía por tres tablones que hacían de peldaños. Los otros tarugos correspondían a viviendas de hombres y de mujeres seleccionados entre los enfermos más pacíficos y sociables, que vivían en forma de comunidad, alternándose en las faenas de la casa, como en una familia.
Sergio Zapatero explicó a Alicia que todo aquel centro urbano enclavado en el inmenso parque fue iniciativa del doctor Samuel Alvar, del que también hizo grandes elogios.
—Tiene mucho sentido social —dijo—. La gente no le quiere porque… simpático, lo que se dice ser simpático… ¡no es! Pero los que tenemos algo aquí dentro (y se palpó la frente con el respeto de quien roza un amuleto) le apreciamos en lo que vale.
El llamado «bar» tenía más parroquia que una taberna de pueblo el día de la patrona. Muchos fumaban, pero Alicia observó que para encender el cigarrillo debían pedir fuego a un «bata blanca». Quienes tenían permiso para usar encendedor o poseer cerillos —como Ignacio Urquieta— eran muy pocos. Alicia se dio cuenta de que la clientela se comportaba con mucha urbanidad. Si no fuese por los aspectos físicos de algunos —cuya deformación interna se veía claramente reflejada en su exterior— no habría diferencia alguna con cualquier establecimiento similar. Solamente un contertulio de una de las mesas se comportaba desabridamente cual si estuviese borracho —cosa imposible, pues no se vendían bebidas alcohólicas—, pero los demás le toleraban, como toleran los amigos al compañero que ha ingerido unas copas de más. La presencia del ciego tampoco debía ser cómoda para sus vecinos de mesa, a causa de su increíble movilidad: sacudía la cabeza como una coctelera, mordía los objetos con saña, balanceaba su bastón indiscriminadamente, golpeando (sin desearlo, mas también sin evitarlo) a los que estaban más cerca; y todos le aguantaban y hasta le ayudaban a sentarse y levantarse cada vez que salía o entraba —pues repitió en seis ocasiones lo mismo— del bar al parque y del parque al bar.
Sergio Zapatero —aunque obsesionado con sus cálculos astrales— era gentil y correcto. Alicia le escuchó sin pestañear el ladrillazo astronómico que le soltó, porque intuyó —e intuyó bien— que esta prueba era inevitable pasarla algún día. Y que no había cristiano en todo el manicomio, por analfabeto que fuese, que no hubiese sido víctima auditora, alguna vez, del obseso del espacio.
—¡Mire usted aquí! —le dijo, señalando la página 102 de su cuaderno y donde acababan las operaciones—. ¡Sólo me falta una línea para concluir! Deseo hacerlo con toda mi alma… pero me da tal miedo demostrar lo que ya sé, que no me atrevo a terminar. Quiero y no quiero. Y, ante la duda, empiezo un nuevo cuaderno. Ya tengo ochenta y seis.
—¿Ochenta y seis cuadernos?
Muy orgulloso de haber despertado la admiración de Alicia arqueó de nuevo repetidas veces las cejas en señal de suficiencia, pero tan rápidamente y con tanta movilidad que Alicia pensó que se le iban a escapar de la frente.
—Señor Zapatero —le dijo Alicia—, ¿me permite que, a partir de ahora, le llame Maestro?
—¡Se lo ruego! —respondió modosamente «el Astrólogo»—. ¡Son muchos los que me llaman así!
El doctor Arellano, acompañado de una asistenta social distinta a Montserrat, penetró en el establecimiento. Se acercaron ambos a la barra. Al abrirse paso entre las mesas, el médico saludaba a cada uno por su nombre.
—Hola, Carlitos, ¿cómo van las cosas?
—Doztor, doztor… mu bien, doztor… Sólo que ma salido un tumor mu grandísimo aquí. —Y se señalaba una clavícula.
—Hola, Teresiña…
—Hola, don César…
—Dios te guarde, Armando, ¿cómo va eso?
—¿Cómo va a ir? ¡Como siempre! ¡Si tuviese un cuchillo me rebanaría los ojos!
—Salud, Bienvenido… ¡Hala, hala, no te levantes! —Pero éste se levantó y siguió al doctor hasta la barra:
—Zúrrate Yapé Turunil —le dijo.
—Sí, sí. Ya estoy enterado —respondió el médico—, pero ahora déjame, que estoy trabajando con la señorita Artigas.
—Aloruno, fumiyato ratita, taraxeta —suplicó el amigo Bienvenido.
—De acuerdo. Tienes toda la razón. Mañana me lo cuentas en la consulta. Ahora vuelve a tu mesa.
—Maestro —preguntó Alicia—, ¿en qué idioma habla el Bienvenido ése?
—En ninguno. ¡Es un loco que cree haber inventado una lengua nueva!
Movió la nuez al compás de sus pupilas con más agilidad que un malabarista sus trebejos. Y el inventor de los Nueve Universos sentenció:
—¡No hay locos más locos que los inventores!
Al regresar al edificio grande, tuvieron que pasar de nuevo ante «la Jaula de los Leones». Los dos demenciados profundos, que antes rugían ante las burlas del gnomo de las grandes orejas, seguían acodados a sus ventanas, medio cuerpo fuera, oteando la lejanía, en la misma dirección por la que huyó su burlador, cual si desearan verle aparecer de nuevo y tener así ocasión de probar la potencia de sus pulmones y sus gargantas.
Al cruzar Alicia y Sergio junto a ellos, uno de los dos emitió un chillido agudo, en dos tonos, como la voz discordante de un ave nocturna. Tal vez fuese un saludo en honor de «la nueva».
El sol en la raya del horizonte iniciaba su ocaso. En ese instante Alicia cayó en la cuenta de que se cumplían veinticuatro horas de su ingreso en el hospital.