MIENTRAS SE ARREGLABA y lavaba en un cuarto de aseo comunal, estuvo mucho más preocupada de sí misma y de lo que los otros pensarían de ella que de observar y pensar en los demás. Vio que las reclusas, tal como le anunció la víspera Montserrat, apenas vestidas se dedicaban a diversas faenas; hacer sus camas, ordenar sus cuartos, fregar los pasillos y trasladar a los servicios, y vaciar en ellos, las bacinillas. La primera vivencia que quedó en ella fue este cuadro entre cómico y peregrino, pero que juzgó triste y desolador, y en cualquier caso inusual a sus pupilas. Si algún día se viese precisada o tuviera la ocurrencia de redactar sus memorias, no dejaría de describir la cola formada por aquellas mujeres desconocidas y de aspecto muy diferenciado y «especial» que avanzaban muy dignas —bacinilla en mano— camino de los lavabos para vaciar en los retretes la carga nocturna de sus vejigas.
Observó al punto que las primeras que concluían aquellas funciones rutinarias salían del pabellón y se dirigían a las escaleras. «Al país que fueres haz lo que vieres», recordó. Y las siguió hasta el inmenso aposento que algunos llamaban —tal como la víspera explicó Montserrat Castell— la «Sala de los Desamparados». Por una puerta iban entrando muy espaciadas —como las perdices «chorreadas» en los ojeos— las mujeres; y, por otra puerta, los hombres. Buscó asiento donde pudo: percibió las miradas furtivas de unas y otros fijándose en ella y calificándola de «nueva»; se propuso hablar lo menos posible para no equivocar los síntomas de su enfermedad fingida, y, al advertir que alguien se acercaba para decirle algo, y no deseando que nadie le hablase, bajó los ojos y los mantuvo largo rato fijos en el suelo. La gran galería iba poblándose de gentes afectadas por toda clase de taras. Apenas alzó los párpados, la visión de conjunto la espantó tanto, que volvió a abatirlos. ¿Qué es lo que observó para que de tal modo la acongojase? No sabría explicárselo, pues no osó mirar a nadie fijamente a los ojos. No eran las individualidades lo que, en un principio, la dejó aturdida, sino la masa, y no porque aquel conjunto de hombres y mujeres fuese amenazante o alborotador. Nada más lejos de la realidad. Dada la cantidad de gente allí reunida, las voces eran sensiblemente más apagadas que en cualquier otro lugar multitudinario: la sala de espera de una estación, por ejemplo, o la recogida de equipajes de un aeropuerto. Lo primero que advirtió es que eran distintos. De una rápida ojeada vio que los gordos eran más gordos, los delgados más delgados, los altos más altos, los bajos más bajos, los inquietos más inquietos, los tranquilos más tranquilos, los risueños más risueños y los tristes más tristes. Resbaló la mirada sobre los que padecían malformaciones visibles de los rostros o el cuerpo —mongólicos, babeantes, jorobados, enanos, gigantes, boquiabiertos— rehuyendo el contemplarlos. También eran muchos más los rostros y los cuerpos bien configurados. Con esto y todo, lo que daba un aire siniestro al conjunto era la proporción de deformes y de feos. Eran menos… pero eran muchos. Observó que algunos fumaban e instintivamente quiso echar mano de sus cigarrillos. No tenía. Se los habían quedado en «la aduana». Alguien a su derecha lo advirtió; le ofreció uno y aproximó la brasa del que estaba fumando para que ella lo encendiese. Alicia rehusó; dio las gracias con un ademán y se levantó de su asiento, sin mirar al que tuvo esa atención con ella. Sólo vio su antebrazo: un suéter castaño, el borde del puño de una camisa blanca y una mano de hombre. Dudó hacia dónde dirigirse, pues tenía la sensación de que miles de ojos la espiaban. Alejóse hacia el fondo de la galería. Poco a poco se fue animando a contemplar a los residentes. Era preciso acostumbrarse, encallecerse. Entre aquella población alucinada debía descubrir a un hombre que rondara los cincuenta años, de contextura atlética, que pudiese y supiese escribir, de caligrafía estrafalaria y poseído del capricho de utilizar bolígrafos de distintos colores para estampar cada letra. Si no se atrevía a mirarlos cara a cara, ¿cómo llegar a conocerlos? Sin conocerlos, ¿cómo descubrir al que buscaba? Ella estaba allí al servicio de su cliente Raimundo García del Olmo. ¡No debía olvidarlo! Un individuo de las características de su «hombre tipo» estaba de pie en el centro mismo de la galería mirándola acercarse. Movió los brazos agitadamente como si nadara hacia ella, mas sus pies permanecían quietos. Con voz estropajosa, pero entendible, exclamó: «¿Por qué has venido? ¿Dónde estabas? Yo no estoy muerto, ¿verdad?».
Estremecióse Alicia y no sabía si quedarse quieta o seguir andando. Aquel hombre la miraba y no la miraba. Le hablaba y no era a ella a quien hablaba. Se diría que estaba soñando. ¡Ah! ¿Por qué no se quedó sentada donde antes? Muy alterada y conmovida desvióse del nadador y siguió galería adelante donde había menos gente que en la parte central. En aquel rincón había sillas vacantes, y sus vecinos, todos «autistas» o solitarios, no hablaban entre sí. Sentóse en una de ellas. ¿Qué es lo que vieron sus ojos? ¿Le engañaba la vista o estaba padeciendo una alucinación? Un hombre tumbado sobre las losas dormitaba con gran placidez. Su cabeza, alzada treinta centímetros del suelo, semejaba descansar cómodamente en una almohada… ¡mas tal almohada no existía! ¿Cómo el durmiente podía mantenerse en esa posición inverosímil? Cerca de él, allí donde finalizaba el corredor y la pared formaba ángulo con su oponente, una mujer, vestida de rojo, de espaldas a Alicia, de pie y en actitud de firme, parecía haber sido castigada a un rincón, como hacen con los chiquillos en las escuelas primarias. Quedó Alicia espantada de su inmovilidad. Pero aún más se conmovió días después cuando supo que aquella interpretación puramente intuitiva era exacta. Aquella mujer cometió, cuando era niña y estaba sana, una acción de la que se arrepintió profundamente y, en consecuencia, ahora se consideraba castigada al rincón; al rincón más alejado de la clase cual era el fondo de la inmensa galería. Una enfermera de bata blanca se acercó a ella y le dijo:
—Anda, Candelas, déjalo ya, que pronto llamarán para el desayuno.
Volvióse «la castigada» y pudo Alicia verle la cara. El rostro de la llamada Candelas era el de una mujer sana, de unos cuarenta años, perfectamente normal. Su dolencia no afectaba a su físico sino a las entrañas de su espíritu, llagado por un recuerdo infamante e incógnito. Trémula y acongojada vio a la enfermera despertar al durmiente y aconsejarle que fuese acercándose hacia donde estaban todos, pues pronto los llamarían al comedor. Al ver a Alicia, preguntóle si necesitaba ayuda. Respondió que no, aunque no entendió bien a qué ayuda se refería, e incorporándose, desanduvo el camino de antes. Alguien le aclaró días más tarde que esa almohada invisible en la que reclinaba su cabeza el dormilón existía en realidad: existía con forma, peso, volumen y consistencia en la mente de ciertos enfermos. Tan de verdad era, y tantos los que la usaban, que tenía un nombre: «la almohada esquizofrénica». Y también supo que el hombre de apariencia normal que parecía nadar hacia ella como soñando, estaba soñando en efecto: soñando despierto. Padecía lo que los médicos denominaban «delirio onírico».
Por mucho que quisiese dominarse y no mirar a los «singulares», sus ojos se le escapaban hacia ellos como imantados. Sentíase aturdida, espantada, estremecida, pero ello no era óbice para que dejase de observarlos.
Se le quedó fijada la imagen de un gigante de andar torpe y profunda obesidad, hombros anormalmente caídos, ojos bovinos y boca perpetuamente abierta, que escogió, con tanta lentitud como minuciosidad, el lugar en que había de sentarse; y la de una especie de gnomo jorobado, de cabeza desproporcionadamente grande para su cuerpo, de inmensas orejas voladoras, nariz curva y derrumbada hasta más abajo del labio inferior, frente estrechísima y labios que sonreían perpetuamente y que eran de la forma exacta de una media luna: una media luna cuyos extremos llegaban de oreja a oreja; y la de una anciana muy pequeña, y de cara más pequeña aún de lo que correspondía a su cuerpo, con los morritos en punta, cual si fuera a echarse a llorar o estuviese profundamente enfadada; y la de un larguirucho, delgadísimo, de aspecto aquijotado, nuez muy pronunciada, pelos hirsutos y mirada de loco. ¡Todos lo eran —pensó Alicia—, pero así como otros traslucían en los suyos idiotez, tristeza, falta de fijación, o eran radicalmente normales, éste los tenía bulliciosos, patinadores, gesticulantes, parlanchines! Intuyó Alicia que tal individuo hacía ímprobos esfuerzos por acercarse a ella y entablar conversación. Creyó entenderlo así por sus posturas insinuantes, sus nerviosas cortesías, y la posición de sus piernas predispuestas a una reverencia cual las que hacían los cortesanos al bailar el rigodón. Mas ella lo rehuía, cambiando de sitio o alejándose, lo que producía inequívocas muestras de desaliento en su hipotético galanteador.
Al gordo lo bautizó Alicia, para sí, «el Hombre Elefante»; al de las grandes orejas y la boca en forma de luna «el Gnomo»; a la vieja de los morritos «la Malgenio», y al de los ojos alocados «don Quijote», bien que pronto tuvo que variarle de apodo y adaptarlo al de la comunidad, pues era de todos conocido como el «Autor de la teoría de los Nueve Universos», seudónimo que alternaba con el de «el Astrólogo», «el Amante de las Galaxias» o simplemente «el Galáxico». ¡Oh, Dios!, ¿qué había detrás de aquellas gentes? ¡Qué infinita variedad de dolencias, congeladas o en evolución, las que dejaban traslucir tan diferentes miradas, posturas y actitudes! Había un hombre alto, delgado, de largas piernas y brazos, casi totalmente calvo y pecho hundido, que no había dejado de llorar desde que Alicia le vio por primera vez. No miraba a nadie, no gritaba, no gimoteaba: su llanto era silencioso como esa lluvia que en Santander llaman rosaura y en Vasconia sirimiri. Y la tristeza que emanaba de su rostro era de tal gravedad y sinceridad que conmovería a las mismas piedras si éstas poseyeran la virtud de la compasión. Tan contagiosa era su pena, que algunos de los reclusos más próximos a él, al contemplarle, lloraban también. Las dos personas que, junto con «el Caballero Llorón» (pues en efecto su atuendo y aspecto era el de un caballero), hirieron más hondamente por su comportamiento la sensibilidad de Alicia, eran un ciego —cómo supo enseguida— que mordisqueaba con saña el puño de su bastón, como si quisiese comerlo, y una preciosa muchacha rubia, de rasgos perfectos y armoniosos, de figura tan frágil que se diría de porcelana, la cual apenas la soltó de la mano una enfermera que la trajo hasta allí, se sentó cara a la pared y comenzó a ladear el cuerpo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda rítmicamente, monótonamente, sin pausa y sin descanso. Tan abstraída estaba Alicia al contemplarla, calibrando cuánto duraría aquel ejercicio, que tardó en notar, y más tarde en entender, qué significaba un pegajoso calor que notó en sus asentaderas. Volvióse y quedó paralizada por la sorpresa y la indignación al ver junto a ella al jorobado de las grandes orejas, palpándole impúdicamente las nalgas.
—No llevas corsé… —dijo éste con voz tartajosa, y acentuando su sonrisa.
—No. No lo llevo —respondió Alicia, retirando con violencia la mano intrusa.
—Mi mamá sí lo llevaba. Y Conrada también. Y Roberta también. Pero la Castell, no. Y la duquesa tampoco. Y tú tampoco.
No tuvo tiempo de tranquilizarse al considerar que su trasero no era el objetivo exclusivo del gnomo, especializado, por lo que oía, en palpaciones similares, pues un individuo de no más de treinta y pocos años —hombretón atlético, bien conformado y físicamente atractivo— alzó al orejudo por las axilas y lo echó de allí.
—¡Vete de aquí, lapa, que eso eres tú: una lapa! ¿No sabes distinguir lo que es una señora, de las putas, como tu madre?
Alicia, que se sintió halagada por la primera parte de la regañada al oírse llamar «señora», a pesar de su atuendo, quedó aterrada por la dureza de la segunda. Le pareció atroz y cruel tratar así a un débil mental, como sin duda lo era el de las grandes orejas, a pesar de que éste no pareció enfadarse, y se alejó, riendo más que nunca en busca de nuevas nalgas.
Eligió las de un hombre —casi tan grande como «el Elefante»— que estaba quieto, de pie, en el centro de la sala y que no se movió ni defendió ante la provocación del tonto. Alicia reconoció en él al «Hombre de Cera», a quien también denominaban «la Estatua de sí mismo», y a quien había visto cenar la noche anterior.
—No me juzgue mal, señora, si le he parecido demasiado duro —dijo el recién llegado—. Y usted no dude en abofetearle si lo repite. Le sirve de lección, no se enfada y no es reincidente con quienes le castigan. ¿Me permite que me siente junto a usted?
—Por favor… ¡hágalo!
—Antes le ofrecí un cigarrillo y me lo rechazó. ¿Puedo ofrecérselo ahora?
—Se lo agradezco mucho —respondió Alicia, aceptándolo.
—¿Es usted nueva?
—Sí.
—Me llamo Ignacio Urquieta. Ya soy veterano.
—Mi apellido es Almenara. Alicia de Almenara —dijo ésta. Y enseguida añadió—: Perdón por la pregunta: ¿es usted médico o enfermero?
—¡Gracias! —exclamó él riendo—. No, señora. Soy solamente el más peculiar de los locos que hay aquí. Y mi peculiaridad consiste en saber y en confesar que lo soy. Porque ninguna de esas «piezas de museo» que tiene usted enfrente, lo confiesa… y yo sí. Usted tampoco está enferma… ¿verdad?
—No —respondió secamente Alicia.
—¿Ve usted? ¡Sigo siendo la excepción!
Alicia enrojeció vivamente y, obedeciendo a un impulso que no pudo dominar, se levantó y dejó con la palabra en la boca a Ignacio Urquieta, pues era evidente que si los locos no confesaban serlo y ella había dado la misma negativa… el tal señor Urquieta la había llamado loca. Su enfado era incongruente. ¿No era eso lo que ella deseaba: pasar por lo que no era? Alicia comenzó a lamentar su movimiento de despecho, al tiempo mismo que lo realizaba. Lo cierto es que ese joven era de lo más potable de cuanto allí había; su presencia la tranquilizó y su amistad podía serle de gran ayuda para soportar aquel ambiente y quién sabe si para su propia investigación. Lo malo es que al levantarse, su silla fue inmediatamente ocupada, y Alicia se quedó sin saber adónde dirigirse, de quién debía huir o a quién no le importaba acercarse.
La víspera, en la conversación que mantuvo con el doctor Ruipérez, empleó una expresión cruel para referirse a los allí residentes: «su pequeña colección de monstruos», le dijo al médico, antes de haberlos visto. Mas ahora comprendía que su definición era exacta: aquello era un museo de horrores, un álbum vivo de esperpentos, un gallinero de excentricidades, pero eran seres humanos: no árboles ni bestias. En algún lugar y un tiempo desconocidos tuvieron unos padres, un hogar y una cuna. «¡No es horror, Alice Gould, lo que deben producirte —se recriminó—, sino una sincera compasión y un gran afán de ayudarlos! ¡No dudes en mirarlos de frente! ¡Sonríeles, Alice Gould!».
Aunque nada satisfecha de su malcrianza con el llamado Ignacio Urquieta, reanudó la marcha por el corredor, con otro talante. Un chiquillo, que no parecía mayor de quince años —aunque más tarde supo que tenía dieciocho—, estaba detenido ante una llorona (que era una réplica, en femenino, del cincuentón de la «Triste Figura») y la imitaba en sus gestos, gimoteos y ademanes con tantas veras que se diría su espejo. Pronto se cansó de ella y se puso a las espaldas del aquijotado, que gesticulaba y se movía sin cesar —como si fuese a iniciar una conversación y dudara a quién escoger como interlocutor— y lo imitó punto por punto, con idéntica maestría. Más tarde escogió como modelo a una vieja que cantaba sin emitir sonidos, e hizo lo mismo. De súbito, Alice vio otro niño físicamente igual al imitador: igual en términos absolutos, salvo en su conducta. Éste no se movía: no gesticulaba, no hablaba, no reía. Su cara —de rasgos normales— no decía nada. Era como una hoja en blanco. El catatónico que vio la noche anterior en el comedor —el del cuerpo grande y el cráneo diminuto al que acababa de palpar con infame procacidad el gnomo de las grandes orejas— seguía de pie, solo, en una postura absurda, y tan quieto como puede serlo la imagen fotográfica tomada a alguien que está en movimiento. Una sesentona, muy pintarrajeada, se apiadó —según supuso Alicia— de lo innoble e incómodo de su posición y le colocó la cabeza y las manos en una situación más digna. Pero al hacerlo, la Almenara, horrorizada, la oyó decir: «Si te portas bien, no volveré a cortarte la lengua».
¿Aquella vieja había cortado realmente la lengua al «Hombre de Cera»? ¿Creía que se la había cortado y no era cierto? ¿O sus palabras tenían una acepción simbólica que significaba otra cosa distinta? Todo era posible en aquel reino de lo absurdo, donde la extravagancia es ley. «¿Cómo podré, entre tanta gente, ¡y gente tan peculiar! —se dijo Alice Gould—, no digo culminar, sino siquiera iniciar una investigación? Si el doctor Alvar estuviese en su puesto, otro gallo me cantara. Pero el doctor Alvar no está, y no debo esperar a su regreso para formarme un juicio. Tal vez entre todos estos perturbados haya más de un criminal. Pero el homicida que yo busco es sólo uno, y conozco su letra».
En estas cavilaciones andaba cuando advirtió frente a ella la cara sonriente y amical de Ignacio Urquieta.
—Le debo una explicación, señora de Almenara.
—Tal vez haya estado un poco brusca al levantarme tan intempestivamente —se disculpó ella.
—Sentiría de verdad haberla molestado. Tuve la intuición de que usted y yo llegaríamos a ser amigos y…
—¡Seremos amigos! —exclamó Alicia—. No hablemos más del tema. Además, le necesito a usted para que me aclare algunas cosas. He visto un niño, muy guapo chico, que se dedica a imitar a todo el mundo. Y más lejos, otro igual, sólo que más pacífico. ¿Son hermanos gemelos?
—Sí. Pero ellos lo niegan o fingen no saberlo. Sus padres eran ambos oligofrénicos. No sé quién tuvo la humorada de bautizarlos Rómulo y Remo.
—¿Cuál es Rómulo?
—El mimético: el imitador. El otro, el que no molesta a nadie, es Remo.
—¿Y no se reconocen como hermanos entre sí?
—No. Rómulo dice que su «hermanita» es la «Niña Oscilante» y, en cuanto se agota de hacer gansadas, se sienta junto a ella y le da conversación y la mima.
—¿Y es su hermana realmente?
—¡No: en absoluto! Pero él lo cree así y mataría a quien le contradijese.
—¿Ha dicho usted «mataría»? ¿No es exagerado afirmar eso?
—No. No es exagerado.
Sintió Alicia una indefinible angustia. Cuando aceptó la proposición de García del Olmo, su cliente, le firmó un cheque, como adelanto, por la investigación que le encomendaba, con la promesa de pagarle una cantidad igual si la llevaba a buen término. Le pareció una cantidad exagerada. Nunca había cobrado tanto por un trabajo. Ahora —al considerar el ambiente en el que había de actuar— comprendía que sus honorarios no estaban injustificados.
—Parece usted distraída, Alicia.
—En efecto, lo estaba. Le ruego me disculpe.
—Quiero hacerle una pregunta. Ahora vamos a desayunarnos. No tardarán en avisarme. De entre toda esa tropa que le rodea, ¿junto a quién le gustaría sentarse?
—¡Junto a usted, desde luego! Pero no se envanezca. La verdad es que tengo un poco de miedo. ¿Hay un sitio libre en su mesa?
—No; no lo hay. Pero eso lo arreglaremos enseguida. Venga conmigo. Cruzaron unos metros, e Ignacio se acercó al hombre que lloraba. Le colocó amistosamente las manos en los hombros.
—¿Cómo van esas penas, don Luis?
—Mal… muy mal —respondió éste.
—¡Vamos, vamos, levante ese ánimo! ¡De cuando en cuando conviene pensar en cosas alegres!
El llamado don Luis alzó los ojos con tal expresión de gratitud, que Alicia no pudo por menos de admirarse.
—Lo que me consuela —dijo— es saber que tengo buenos amigos como usted, que me aprecian y me comprenden.
—Esta tarde le contaré el chiste más gracioso que he oído en mi vida. ¡Le juro que le haré reír a usted!
El hombre sonrió y dejó de llorar.
—¡Cuéntemelo ahora!
—No. Porque quiero presentarle a esta amiga mía, que ingresó ayer en el hospital. Don Luis Ortiz… ésta es Alicia, señora de Almenara.
Don Luis se puso muy ceremoniosamente en pie e inclinó la cabeza.
—No le doy a usted la mano —dijo sombríamente el hombre— porque usted no merece que yo la contamine. Si hubiese justicia en el mundo —añadió—, mis manos debían haber sido cortadas hace mucho tiempo.
Y no pudiendo evitarlo, rompió de nuevo a sollozar.
—¿Cómo se atreve usted a llorar en este momento? —protestó Urquieta—. ¿No es un motivo de alegría contar entre nosotros con una señora tan atractiva?
—Tiene usted razón —dijo don Luis, pasando del llanto a la risa—: La señora es muy guapa y de ella puede decirse lo de la canción: «que sólo con mirarla, las penas quita».
—Es usted muy galante, señor Ortiz —dijo Alicia, esforzándose en sonreír.
Y el señor Ortiz la contempló con tan sincera gratitud como antes a Ignacio.
—Quiero pedirle un favor, don Luis —dijo éste—. Que ceda usted su puesto en mi mesa a la señora de Almenara. Ya le he dicho que somos antiguos amigos.
—Pues no hablemos más. Concedido. Ya sabe usted que, aunque vil y miserable, agradezco mucho sus consuelos.
(Y tenía razón «el Caballero Llorón». Tan consolado quedó de la ligera muestra de amistad de Ignacio Urquieta, que tardó más de una hora en volver a sollozar).
Unas palmadas anunciaron que el desayuno estaba servido. «La Niña Oscilante», «el Hombre Estatua» y otros catatónicos más fueron conducidos de la mano. Carecían de impulsos propios para moverse, pero obedecían dócilmente las incitaciones de otros. Eso lo hacían los enfermeros; pero muchos pacientes de otras modalidades colaboraban también en esta piadosa función, teniendo cada uno de los inmóviles, entre los propios locos, su cuidador voluntario y particular. Rómulo acompañaba a «la Niña Oscilante» y «el Aquijotado» al «Hombre de Cera».
La mesa que había de ocupar Alice Gould estaba en el último rincón —y no por azar, como supo muchos días después—. En ella se sentaban Carolo Bocanegra (que no era un apodo, sino nombre verdadero) y una muchacha de facciones correctas, algo inhibida y de pocas palabras. Al ir a sentarse, Ignacio protestó cortésmente.
—Perdón, Alicia, debe usted sentarse enfrente de mí. Yo… por razones especiales, tengo reservado este puesto.
Obedeció, de suerte que ella quedó de cara al inmenso refectorio, y Urquieta de espaldas a la sala y sin visibilidad, por tanto, respecto a los demás comensales.
—Me temo —dijo Ignacio— que el peso de la conversación recaerá exclusivamente sobre nosotros, porque aquí la señorita Maqueira habla muy poco y el señor Bocanegra, aquí presente, es mutista.
—Hablo poco —protestó la joven— por culpa de la insulina.
(Y, en efecto, no abrió la boca a partir de entonces más que para comer, y con gran apetito por cierto).
—¿Qué quiere decir «mutista»? —preguntó tímidamente Alicia dirigiéndose a Carolo.
Ignacio respondió por él.
—Mutistas son los que no hablan.
—¿No puede usted hablar? —preguntó, asombrada, Alicia al señor Bocanegra.
El hombre sacó un cuadernillo de hule que llevaba siempre en su bolsillo, y escribió a grandes rasgos con un rotulador naranja: «Sí puedo, pero no me da la gana».
Abrió Alicia grandes ojos, pero se abstuvo de reír o de comentar, que eran las dos cosas que le pedía el cuerpo.
La visión del comedor y de las muy distintas actitudes de los residentes, la colmó de perplejidad. Algunos comían con desesperante parsimonia; otros engullían, devoraban, con avidez animal e insaciable. Entre los primeros los había que desmenuzaban el pan en partículas minúsculas y las observaban y hasta las olían antes de llevarlas a la boca, y aun entonces, no las masticaban, sino que las degustaban antes de tragarlas, cual si temieran ser envenenados, ¡y lo temían en efecto! Entre los segundos, había quienes robaban las raciones de sus vecinos; quienes rugían de placer al masticar los alimentos; quienes reían tras cada bocado; quienes rodeaban con sus brazos el condumio, creando una pequeña ciudad amurallada de imposible acceso para los amigos de los alimentos ajenos. Había, en fin, aquéllos a quienes era obligado llevar los alimentos a la boca, o bien porque no podían valerse por sí mismos, o porque se negaban a comer. Y aun entre éstos cabía distinguir dos grupos: los radicalmente faltos de apetito y los que mantenían esa actitud sólo por fastidiar y obligar a sus cuidadores —cruelmente— a este notable esfuerzo suplementario.
Se les distinguía por el inequívoco gesto de hastío e inapetencia de los primeros y por la terca cerrazón de dientes de los segundos, quienes acababan cediendo y tragando lo que con inaudita paciencia se les ofrecía.
Las observaciones de Alicia, con ser tantas y tan variadas, no cegaron sus entendederas hasta el punto de hacerla olvidar las notas de distintos colores que embadurnaban el cuadernillo de hule de Carolo Bocanegra, a quien desde ahora apodaría «el Falso Mutista» e incluiría en una primera lista de sospechosos, como posible autor de las criminales misivas dirigidas a Raimundo García del Olmo, su cliente.
Concluido el desayuno, y reintegrados todos a la «Sala de los Desamparados», Alicia preguntó a su, hasta el momento, único amigo:
—¿Qué se hace ahora?
No tuvo tiempo Urquieta de explicárselo, ni ella de enterarse, pues una voz potente gritó:
—¡Almenara, la llaman a la consulta!