Los Hombres Simpáticos
Marcos Úbeda aguarda en la cola del economato del patio de la prisión de Estremera donde le ha confinado el juez en espera de juicio. Federico Úbeda tira unas canastas a la espera de que la alarma le indique que es hora de cenar la sopa y el trozo de pollo de todos los lunes.
A ambos les ha crecido el pelo y ya no parecen cabezas rapadas, solamente dos cabezas huecas.
A Marcos le quedan dos personas hasta llegar a la ventanilla y poder comprar seis cigarros con el simulacro de tarjeta de crédito que se usa dentro de la cárcel. Cuatro para él y dos para su hermano.
Federico piensa que quizá debiera apuntarse al equipo de baloncesto de la prisión aunque odia los deportes de equipo, no le gusta que el triunfo o fracaso de nadie dependa, ni siquiera un poco, de lo que él haga o deje de hacer.
A Marcos lo que más le jode son los transexuales sin afeitar que mariconean por los talleres y conferencias con los que se puede reducir condena. Uno de esos hombres a medias está comprando un litro de zumo delante de él. Parece que no se decide si lo quiere de piña o de naranja. Finalmente se decide por uno de melocotón.
Federico falla un tiro y la pelota se va hasta un grupito de sudamericanos que está jugando a las cartas unos metros más allá.
El transexual se da la vuelta y, en ese momento, Marcos ve que las personas que estaban a su lado en la cola lo rodean tapándole la luz del atardecer.
Federico va a recuperar la pelota y se encuentra rodeado de peruanos, colombianos, ecuatorianos y otros ciudadanos de países que es incapaz de ubicar en un mapa y que le suenan únicamente como productores de las putas que trabajaban en El Lago Azul.
Un destornillador se clava tres veces en el abdomen de Marcos, que está seguro que ha sido el transexual sin afeitar y en chándal rosa aunque, en realidad, no es así.
Federico recibe un martillazo en la cabeza que lo deja sangrando en el suelo mientras sus agresores se dispersan en un planificado desorden.
Marcos vive un par de minutos más que Federico, que sangra considerablemente menos.
Los dos han escuchado idéntica frase antes de morir:
—Esto de parte del Vergasanta.
Cuando los guardias de la prisión se dan cuenta de lo que está ocurriendo, los falsos patriotas están ya tan muertos como Luminita y María Gheoghiu.
—Los Úbeda ya no van a poder decirnos nada.
—¿Por?
Carlos cuelga el teléfono y mira a Violeta. Los dos policías siguen en Murcia intentando aclarar todo lo que pasó en el burdel, ayudando a la Policía local a interrogar a los sospechosos, buscando en El Lago Azul alguna pista que les indique si puede haber en otros clubs más menores prostituidas.
—Se los acaban de cargar en la cárcel.
—Joder, qué rapidez…
—Eso quiere decir que sabían algo importante.
—Y que tú y yo somos unos inútiles al no habérselo sacado cuando les interrogamos. ¿Cómo ha sido?
—En el patio. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada…, ya sabes. Quien esté detrás de todo esto, tiene una gran capacidad de reacción.
—Y es más eficaz y rápido que nosotros…
Típico de Violeta. Culparse de un error que no era solo suyo y que no es estrictamente un error. Carlos ha aprendido que es mejor callarse y esperar a que su jefa suelte toda la ira antes de seguir trabajando.
—Joder, joder, joder.
Violeta agarra con ira un Velleda y estampa su punta contra la pizarra blanca. La cabeza del rotulador se rompe dejando escapar la tinta que hay en su interior. El líquido azul emborrona las flechas, nombres y gráficos que habían escrito hasta ese momento para organizar los datos del caso. En lo alto de la pizarra aparece el nombre de Vergasanta, genial apodo del que parece ser el mandamás de El Lago Azul y de otros negocios que, de momento, desconocen. Vergasanta ha sido citado en los interrogatorios por todos los implicados en el tiroteo del burdel: la madame, las cinco putas asustadas y el pedófilo. Parecería un chiste si no tuviera maldita la gracia.
Por todos excepto por la niña a la que Carlos salvó in extremis de volver a ser violada. Esa niña está en shock, ingresada en un hospital y sin identificar. No saben ni su nombre ni su nacionalidad, ni siquiera tienen un teléfono al que llamar o un domicilio que visitar.
La mancha de tinta emborrona ahora el nombre de María, la hermana mayor de Luminita con cuyo asesinato comenzó este caso y que mintió a Violeta cuando fue interrogada. «Nunca confíes en las putas ni en los yonquis» es una de las máximas que se aprenden al poco tiempo de entrar en el cuerpo y que no tuvo en cuenta Violeta cuando habló con la rumana tras el entierro de la pequeña asesinada.
—Los regalos que María les hacía a sus padres y el dinero que podía pasarles eran suficientes para que le dejaran a la pequeña algunos fines de semana —deduce Violeta, algo más calmada—. ¿No te fijaste en la ropa de la niña que estaban repartiendo en el poblado cuando fuimos? Los juguetes estaban nuevos.
—No, la verdad…
—Yo sí. Y la televisión enorme sin sacar de la caja. María compraba tiempo para estar con su hermana pequeña.
—Pero… ¿por qué María iba a llevar a su hermana menor hasta el puticlub murciano en lugar de al parque de atracciones? La prostituta colombiana había visto a la niña en El Lago Azul.
—Porque era la novia del jefe, porque quería sacar a la pequeña de las chabolas, porque quería que hicieran vida común su hermana y su chico.
—Algo lógico, si obvias el trabajo del muchacho.
—Nos urge tener un retrato robot del Vergasanta para hacerlo llegar a la Interpol y a todas las comisarías de España. Saber si tiene antecedentes penales con ese o con su nombre real o con otro apodo…
—La Policía local está con ello.
En el lado izquierdo de la pizarra, rodeado con un círculo y encerrado entre dos interrogantes está el nombre del matón con nombre de mujer al que solo la colombiana parece conocer.
—También quiero un retrato robot de quien coño sea el cabrón al que llaman Cristina —dice Violeta mientras se suena ruidosamente la nariz.
—Si realmente era amigo de los Úbeda, de poco les ha servido en la cárcel.
—La amistad no es un valor muy respetado en según qué ambientes, Carlos. ¿Estás seguro de que lo único que sabe de él la colombiana es el mote?
—Más o menos. Los Úbeda hacían lo que querían con las chicas porque eran amigos del tal Cristina. Es todo lo que dice. Yo apostaría a que es su lugarteniente.
—O su socio —aventura Violeta.
La mancha de tinta del Velleda llega a la parte inferior de la pizarra, donde aparece escrito el nombre de Luminita. Es entonces cuando Violeta se atreve a formular una hipótesis que da miedo.
—Si los Úbeda trabajaban para el Vergasanta, este fue quien ordenó el crimen de Luminita haciéndolo pasar por un ataque racista para que nadie lo relacionara con sus negocios de prostitución.
—¿Crees que buscaba vengarse de María?
Violeta asiente.
—Ella le robó, o le engañó con otro, o le traicionó… —baraja la policía—. O las tres cosas.
—¿Y por qué no mató a María directamente?
—Se puede morir muy rápido, Carlos. Es más cruel dejarte sin lo que más quieres en el mundo. Tenemos que encontrar a ese chulo. Averiguar qué le hizo María que tanto lo molestó.
—¿Por dónde empezamos?
—En cuanto regresemos a Madrid, vamos a seguir la pista del dinero. Dónde iba la pasta que pagaban los clientes por las chicas, a nombre de quién está el puticlub…
—¿Y cuándo será eso? Yolanda no para de inventarse urgencias para forzar mi vuelta.
—Que se espere. Vas a volver a interrogar al cliente pedófilo y no lo vas a soltar hasta que nos diga si la presencia de una menor en el puticlub era puramente circunstancial o algo habitual. Y tenemos que averiguar qué otros clubs de carretera manejaban los dueños y conseguir una orden de registro.
Violeta mira el destrozo que ha provocado en la pizarra, intenta limpiarlo con el borrador pero es peor.
—Carlos, por favor, mira a ver si encuentras algo de alcohol por ahí.
Aunque no se trata de una orden profesional, Carlos obedece.
Itzel, Pedro y Olga esperando el trenecito que comunica la T4 Satélite del aeropuerto de Madrid-Barajas con la civilización occidental. La niña no ha cesado de levantarse para ir al baño durante toda la noche, así que sus padres no han podido pegar ojo. Pedro prefiere los vuelos diurnos, no soporta que una azafata le imponga la oscuridad como si fuera una gallina. Pero aunque hubieran viajado en business no habría podido descansar, intuye que no podrá hacerlo en bastantes noches. O al menos hasta que Itzel vuelva a hablarle, vuelva a tratarle con naturalidad, vuelva a besarle sin darse cuenta.
Si es que eso vuelve a ocurrir.
Los hombres, cuando se enfadan, gritan, rompen cosas, insultan, dan portazos. Las mujeres prefieren la guerra fría, la edad de hielo, la tortura psicológica de los monosílabos y el silencio.
Al llegar a la terminal 2 del aeropuerto Benito Juárez, Pedro corrió hasta el restaurante donde había quedado con su familia por teléfono unas cuantas horas antes, tiempo que había aprovechado para dejar abandonada la combi en un terreno baldío, caminar hasta la central camionera del pueblo más cercano y allí agarrar el primer autobús que saliera para la Ciudad de México. Ha destrozado con ira el celular que Correa utilizaba para comunicarse con él. Espera no volver a encontrar nunca más el sustantivo «Vocho» después del aviso de «Llamada entrante», aunque temerá leerlas cada vez que suene el ringtone de todos los móviles que compre hasta que su cuerpo se descomponga a dos metros bajo tierra.
Pedro enseguida localizó a su mujer y a su hija sentadas en una mesa del Wings, desconcertadas, nerviosas; la niña no ha parado de hacerle preguntas acerca de por qué se van de repente a España, preguntas que Itzel no ha sabido ni querido responderle. Según se acercaba a sus mujeres, Pedro vio que no llevan equipaje.
—¿Y las maletas? ¿Ya las documentaron?
—Olga, hija… No te muevas de aquí, ¿ok?
Olga asintió. Itzel agarró a Pedro del hombro y se lo llevó a un pequeño pasillo que conduce a los baños.
—¿Qué chingaos está pasando, Pedro?
—¿Has comprado los boletos o no?
—Ni mi hija ni yo nos vamos a ningún lado hasta que me digas qué pasa.
—Maldita sea, Itzel… Te dije que hicieras las maletas y compraras billetes para el primer avión a Madrid.
—¿Qué está pasando?
—Tenemos que irnos ya… ¿Agarraste el dinero?
—Bastante es que estemos aquí, ¿ok? Dime qué sucede o me regreso a mi casa con mi hija ahora mismo.
Pedro pensó que acabaría antes diciéndole la verdad a su esposa y le explicó lo de las menores que tenía que trasladar al DF, su acto heroico dejándolas solas en mitad de Chiapas, cerca de la vía del tren por la que circula la Bestia.
No le ha contado que en el burdel de la calle Nilo los clientes pagan para poder hacerles a las chicas lo que se les antoje. Pueden golpearlas a placer, pueden apagar cigarros en su cuerpo, pueden mutilarlas. Pueden descuartizarlas porque luego siempre habrá un taxista dispuesto a deshacerse de madrugada de sus cadáveres.
¿Y las niñas? ¿Qué pensaban hacerles a las niñas a las que él dejó en mitad de la carretera?
—¿Y crees que tus jefes van a venir a por nosotras?
—¿Te vas a arriesgar a comprobarlo?
Compraron tres billetes a Barajas con el dinero que había debajo del asiento del conductor de la maldita combi, unas maletas y ropa con la que llenarlas, le dijeron a Olga que se iban a ver a la abuela española y, cuando por fin pasaron el control de pasaportes (menos mal que Itzel sí los trajo), ella dejó de hablarle hasta que, mientras buscan la parada de taxis en la T4 madrileña, le pregunta a su marido.
—¿Y ahora qué, Pedro?
Carlos está frente a frente con el pedófilo detenido en El Lago Azul, que se llama Amalio García Soriano, tiene cincuenta y ocho años, nació en Cartagena y es el dueño de una pequeña cadena de supermercados llamada La supercompra. Casado, con dos hijos y un nieto recién nacido que aún no saben lo que hace su papá y abuelo cuando dice que se va los domingos a ver el fútbol a un bar. Carlos debe esperar a que se persone el abogado que se hará cargo de su defensa para interrogarle pero sabe que, apenas este llegue, no va a haber forma de que el detenido conteste nada comprometedor. Tiene que actuar ahora. Así que entra en la sala donde está esposado Amalio con una cajetilla de cigarrillos. Le quita las esposas y le ofrece uno.
—Así se nos hará más corta la espera de su abogado.
Amalio recela de Carlos y niega con la cabeza. O no fuma o no quiere fumar. El policía se sienta informalmente, enciende un pitillo y consulta los mensajes de su móvil, tiempo muerto hasta que inicia una conversación con el sospechoso como si lo hiciera por entretenerse.
—Cuánta hipocresía hay en todo esto…, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Con el tema de la edad. Resulta que con el PSOE puedes tirarte a una chica de trece años si ella quiere. Luego llega el PP y dice que con dieciséis. ¿Te parece lógico?
—Sí, no sé…
—Yo he tenido que detener a hombres acusados de violación y cuando veías a la chica que les denunciaba, decías… ¡Por dios, si es un putón, salta a la vista!
Amalio lo mira sorprendido y Carlos sabe que va por buen camino.
—Las tías se aprovechan de que en su DNI pone que tienen quince años para sacarte el dinero. Y si no lo consiguen, denuncia por violación, y el marrón nos lo comemos nosotros.
—Así son las cosas ahora… —Amalio ronda el anzuelo antes de morderlo—. La mujer siempre tiene razón en todo y el hombre es culpable por defecto.
—Dímelo a mí —miente Carlos—. Mi esposa me puso los cuernos y ahora estoy pagándoles la hipoteca a ella y a su amante.
El pedófilo pasa la mano por su escaso pelo.
—La mía lleva treinta años tocándose los ovarios a mi costa.
—Así son —refuerza Carlos—. Uno lo paga todo y no tiene derecho a nada. Que si la compra, que si un vestido, que si el Spa…
—Y luego, encima, no quieren follar.
Se tragó el anzuelo. Carlos se ríe algo exageradamente y decide echar más leña al fuego.
—No tienen vergüenza. Eso es lo que pasa. Si en vez de gastarme el dinero en cremas y bragas me lo hubiera gastado en putas, me habría follado a media España.
Risa de Amalio, a pesar de que no está en una situación proclive a la diversión.
—Le creo, le creo… Ahora sí que le voy a aceptar ese cigarrillo.
Carlos se lo enciende mientras Amalio suelta la siguiente joya.
—Cada vez que le pones los cuernos a tu esposa es como si te vengaras de todas las mujeres.
—Buena forma de verlo. Y desde pequeñitas son así, ¿eh? Unas aprovechadas que no se merecen nada.
—Nacen con el gen.
—Es verdad. Pero dices eso en público y se te cae el pelo —afirma Carlos—. Los hombres tenemos que escondernos, hacer lo que nos apetece en secreto, con vergüenza, mentir, no decir lo que pensamos realmente mientras ellas… —Carlos suelta la estupidez campeona de la tarde—: ¡Ellas te enseñan el coño en la playa y no las mires, que eres un cerdo!
Pausa de Amalio, que elige un tono confidencial para su siguiente reflexión.
—No creas, cada vez hay más hombres hartos de la situación y sin miedo de reivindicar nuestra naturaleza.
—¿Y cómo lo hacen? —Carlos se muestra muy interesado y esta vez no es fingido.
—Existen foros donde puedes encontrar gente que piensa como nosotros y lo dice.
Carlos lo mira para marcar la complicidad a la que han llegado los dos machos. Luego se da la vuelta para asegurarse de que la puerta está cerrada (aunque lo sabe de sobra, le ha dicho a Poveda que si viene el abogado del detenido, lo entretenga) y habla más bajo acercando su rostro al de Amalio.
—Yo uso masculinidades.net. ¿La conoces?
—No…
Claro que no, Carlos se la acaba de inventar.
—Cuál usas tú para… conocer gente como nosotros —pregunta el policía.
—Yo, angelesconcarassucias.com.
—Ni idea. ¿Está bien?
—Es la mejor…
—Si entras a masculinidades.net tienes que hacerlo varias veces y colgar muchos posts hasta que… —El paso de Carlos por la Brigada de Investigación Tecnológica le ha servido de algo—. Bueno, hasta que te empiezan a llegar cosas interesantes.
—¿Qué tipo de cosas? —pregunta Amalio con la curiosidad y el morbo tan encendidos que se olvida de dónde y con quién está y por qué.
—No me hagas hablar.
Silencio. Amalio se pone aún más nervioso y pregunta:
—¿Vídeos?
Carlos tarda un poco más de la cuenta en contestarle.
—Yo ya me cansé de los vídeos… Son siempre los mismos. ¿Tú no?
—Por eso estoy en esa página que te digo —aclara, orgulloso, Amalio.
—¿Tienen películas nuevas? —le pregunta Carlos mientras se recuesta en la silla.
—Yo ya dejé atrás lo de las películas. Como decía Fraga, en el amor y en la guerra hay que estar en el campo de batalla.
Carlos nunca ha escuchado citar a Fraga de manera tan pertinente como acaba de hacerlo el pederasta.
—¿Y cómo sabes dónde está el frente?
—En esa página te avisan de dónde hay jovencitas con ganas de marcha.
En ese momento entra el abogado del detenido, pero Carlos ya ha averiguado lo que pretendía y el acusado se da cuenta de hasta qué extremo acaba de joderla.
Itzel deshace la maleta en la habitación de invitados que su suegra les ha cedido tras irrumpir por sorpresa en su casa diciendo que encontraron unos billetes de última hora y quisieron darle una sorpresa. Por eso compraron las maletas en las tiendas del aeropuerto y las llenaron con ropa que no les dio tiempo a probarse. Había que disimular, tenía que resultar creíble que estaban de vacaciones, no podían aparecer súbitamente en Madrid sin equipaje. Olga se puso muy contenta al ver a su abuela pero va a ser difícil mantener la situación durante mucho tiempo.
—No sé, Itzel. Déjame unos días para ordenar las ideas… Pero que mi madre no sospeche nada, por favor.
—Tengo que hablarle a la mía para decirle que estamos aquí.
—No.
—Pedro, no chingues, van a pensar que nos secuestraron o que estamos en un hospital o…
—Abre una cuenta de correo en un cibercafé, les mandas un mail y la cierras.
—No viví así en México, no voy a hacerlo en España.
—Voy a pensar algo, ¿sí? Nada más te pido que me des unos días y mientras, hagas como que estamos de vacaciones. Por favor… Sobre todo, de cara a la niña.
Itzel lo mira y sale del cuarto. Pedro se queda quitándole a la ropa las etiquetas con el precio en pesos. Escucha a Itzel decirle a su madre fuera de la habitación:
—Qué alegría verte, Raquel. No sabes cuánto te extrañamos la niña y yo…, como no quieres venir a vernos.
Violeta y Carlos en la moto, entrando a Madrid de madrugada. Siempre que regresa a la ciudad a esa hora, necesariamente vacía, Violeta se acuerda de cuando volvía con sus padres del veraneo en Santander, a primeros de un septiembre que ya era casi otoño y sentía la sensación ahora irrecuperable de que todo volvía a empezar tras la pausa estival, que todo iba a ser posible, que nuevos mundos se abrirían ante ella en los nueve meses del curso que pronto se iniciaría, que descubriría cosas que ahora ignoraba: sentimientos y mundos adultos ante los que caería seducida o no… Amigos, novios, amantes, bares, películas, conciertos, libros, cómics, bebidas, ropa, fiestas que estaban simplemente esperando su regreso del aburrimiento veraniego para hacer de ella una persona diferente cuando, en el mes de septiembre del año siguiente, volviera a montarse en el coche de sus progenitores, cargado hasta la imprudencia de cosas inútiles, con las piernas de su madre aprisionadas en el asiento del acompañante de bolsas con comida, bebida y juguetes magnéticos para hacer más corto el camino. Un sentimiento que se resumía en el aire fresco que le daba en la cara cuando bajaba la ventanilla y respiraba el aire de la ciudad que tanto había añorado en la distancia y que ahora, cuando ya apenas sale de ella, le da completamente igual.
Violeta deja a Carlos en su casa y lo cita en la comisaría a las doce del día siguiente.
—Desayuna con Yolanda tranquilo.
Carlos se va con la espalda dolorida de mantener el equilibrio durante el viaje y Violeta conduce hasta su casa. Está agotada y se duerme vestida según cae en el sofá.
Ferrero se corta el pelo en uno de los habitáculos más extraños y ajenos al paso del tiempo que hay en todo el laberíntico edificio que alberga la comisaría de la calle Leganitos. Se trata de un cuarto del segundo sótano con las paredes pintadas de azul añil y lleno de fotografías de chicas desnudas que no desentonarían en un taller mecánico. Allí hay montada, desde tiempo inmemorial, una peluquería que atiende un policía jubilado que no puede soportar estar en su casa desde que su mujer murió de cáncer de colon el mismo día en que él pasaba a segunda actividad. Por solo cinco euros, el agente Fernández arregla el cabello mejor que en las franquicias de la zona, donde la tarifa no baja de los quince.
—A ver si un día te animas y te corto aunque solo sean las puntas —le dice Fernández a Violeta apenas la ve entrar por la puerta.
—Si fuera hombre, te aseguro que te tomaba la palabra.
—Pues muchas de tus compañeras confían en mis tijeras.
—Algún día, Fernández. Algún día.
—Siéntate —le ordena Ferrero y Violeta lo hace en un taburete destinado a los que tienen que esperar para ser atendidos por el peluquero.
—¿Has visto los informativos?
—No, llegamos de madrugada de Las Torres de Cotillas.
Ferrero le arroja un ejemplar de La Verdad de Murcia que tiene doblado por la sección de Sociedad, que es como se llaman los sucesos desde que España decidió ser vanguardia de la corrección política. «La Policía rescata a una menor obligada a prostituirse en un burdel murciano.»
—Mañana va a publicar algo parecido El País, y los programas de televisión no paran de llamar al gabinete de prensa para entrevistaros —le explica Ferrero a su oficial de Policía favorita.
—¿Quieres que los atendamos?
—No, claro que no. Los de Prensa les van a ir dosificando la información para tenerles tranquilos.
Violeta se queda algo más tranquila, odia la exposición pública.
—¿Han encontrado los antecedentes penales del Vergasanta o cuál es su nombre real? —pregunta la compañera de Carlos.
—He hablado con Interpol esta mañana y no tienen ni puta idea. Y del tipo al que llaman Cristina, menos.
—Voy a ponerme con la contabilidad del local —propone Violeta—. Si encuentro el nombre de otro puticlub…
—Me lo dices y la Policía local pedirá la orden de registro pertinente.
—Como ordenes.
Violeta se levanta para irse pero Ferrero tiene una noticia que darle.
—Otra cosa, la niña que encontrasteis ya ha salido del shock. Los médicos no dejan que vea a nadie, pero está consciente.
—¿Puede hablar?
Ferrero asiente.
—¿A que no adivinas en qué idioma?
—Rumano —contesta Violeta sin dudar.
—Acabas de ganarte un corte gratis —sentencia Ferrero mientras se levanta de la silla y Fernández le quita la bata llena de pelos.
Carlos le muestra a Violeta el perfil que ha preparado para empezar a relacionarse con los demás usuarios de www.angelesconcarassucias.com: «Bravoman, varón, 48 años, harto de feminazis». Ha usado una foto de un tipo que se dedica a la venta de productos de limpieza en Brooklyn y ha modificado ligeramente sus rasgos con el Photoshop.
—Estaba escribiendo un post justificando la violencia de género. Seguro que hago enseguida muchos amigos.
Violeta lee lo que lleva redactado su compañero: «¿Qué es lo que lleva a un abuelo a ahogar a su esposa con la almohada una mañana después de cincuenta años de matrimonio? ¿Por qué nadie se lo pregunta y todo el mundo se pone automáticamente de parte de la víctima? Yo sí me lo he preguntado y creo saber la respuesta: el hartazgo ante medio siglo de humillaciones diarias, de insultos públicos, de decirle lo que tiene que hacer cuando va conduciendo… Sí, de todo eso se harta uno y…».
—Mete alguna falta de ortografía, sustituye las «q» por «k» y cómete alguna vocal para que sea creíble —le aconseja Violeta.
—Ok. Si te parece, voy a dedicar el día a investigar los foros y los enlaces…, por si encuentro alguna referencia al Vergasanta.
—Mira en Twitter y en Facebook también… Fue muy breve tu desayuno con Yolanda —dice Violeta mientras se apoya en la mesa haciendo que se tambalee.
—Bueno, al final ella se quedó durmiendo y yo me tomé unos churros en la cafetería de debajo de casa… Ya sabes, una de esas con los camareros bordes, prejubilados y vestidos de blanco que antes de que hayas acabado de pedir ya te han metido las porras en la boca.
—Las mejores, sin duda.
—Sin duda.
Pedro está sentado ante el estanque del Retiro. Cuando ha vuelto otras veces de visita, en Madrid ha sentido una sensación de alivio y de tranquilidad que ahora no experimenta. Sabe que ha hecho lo más prudente al irse del DF con su familia. No quiere ni imaginar cómo habrá sido la reacción de Correa al ver que no le llegaban las niñas, al darse cuenta de que el taxista lo había traicionado. Habrá empezado por llamar a sus cómplices de Tapachula por si saben algo… Luego se habrá hartado de hablar a su celular para contactar con él. Espera que no haya localizado, ni llegue a hacerlo, a ninguna de las chicas que él liberó. Probablemente haya mandado a alguien a inspeccionar la casa de Coyoacán y se haya encontrado con que ya no hay nadie. Entonces sabrá que han huido. Puede haberlo hecho a otro lugar, ser español no necesariamente quiere decir que vaya a venir a España. Pedro se podía haber llevado a los suyos a Guadalajara, a Guatemala o a Estados Unidos. Pero desconoce un dato fundamental: la capacidad de actuación que pueda tener Correa fuera de su territorio. Se pone en el peor de los escenarios. Correa sabe que está en Madrid. ¿Qué puede hacer? ¿Mandar a un sicario para acabar con él? ¿Le considera tan importante como para eso?
¿Hasta dónde puede llegar el ego herido de un traficante de mujeres?
Vale, Correa averigua que está en Madrid, localiza el domicilio de su madre por algún documento que haya encontrado en la casa de Coyoacán a la que nunca debieron mudarse y su anciana progenitora encuentra la muerte de la única manera que nunca se le pasó por la cabeza. Un ejecutor sicario llega en el primer vuelo, acaba con la familia y se va en el último avión del día a cambio de un dinero que compensa el duradero jet lag.
Si ese es el peor escenario…, ¿qué hacer para esquivarlo? Agarrar a toda la familia (abuela incluida) e irse a algún sitio donde no les puedan localizar. Barcelona, Málaga…, o mejor aún. Tánger o Phnom Penh o Ulán Bator. Y esperar. Esperar a que Correa se olvide de ellos. ¿Cuánto tiempo? ¿Un año? ¿Dos? No, lo mejor es plantearse el siguiente destino como definitivo. Echar raíces en otro sitio con identidades falsas, como los espías y los arrepentidos. ¿Y cómo se lo dice a su madre? ¿Cómo convencer a una mujer de setenta y tres años de que abandone las habitaciones y pasillos en los que fue feliz para irse a esconder en un sitio donde no va a entender nada, donde va a depender por completo de los demás, donde no tiene amistades ni sabe dónde están los cines y las parroquias?
Está metido en un lío de cojones, sí. Pero Pedro se siente a la vez un héroe y un traidor. No por Correa, sabe que ha traicionado a su familia.
La pista del dinero, the money track. Violeta lleva varios días con la documentación requisada en El Lago Azul. Registros de la propiedad, extractos bancarios, composiciones accionariales, cobros emitidos a través de tarjetas de crédito, ingresos en efectivo, transferencias al extranjero. Busca la más leve alusión a otro burdel de la geografía española.
No tarda en averiguar que El Lago Azul generaba una facturación mensual de casi 30.000 euros, una confirmación de la teoría de Carlos: en España, gratis y por méritos propios, se folla muy poco. Los clientes que pagaban con tarjeta de crédito encontraban en sus cuentas un cargo en concepto de «Venta. Bar Los Amigos», algo inocuo que no levantara las sospechas de la esposa ni del contable de la empresa. Datos ficticios elegidos para no dejar rastro, nada de compra de objetos cuya existencia pueda luego ser reclamada. Bebida y comida en locales tan anodinos como para que no haya que contarle a nadie que se ha estado en ellos. Cuando los cargos son altos, aparecen divididos en dos o tres conceptos distintos, aunque la fecha sea del mismo día. Desayuno, comida y cena en el burdel. Pensión completa.
El Lago Azul pertenece a una empresa llamada Frensa S. L., que figura en el Registro de empresas y actividades turísticas dentro del epígrafe de Hostelería y restauración, es decir, la actividad del puticlub se desarrolla bajo la tapadera de ser un hotel con restaurante. Busca sin éxito posibles participaciones de Frensa S. L. en negocios que puedan camuflar una casa de lenocinio.
Sí encuentra en el accionariado de Frensa S. L. a personas físicas de diferentes nacionalidades con domicilio fiscal en países del Este, sobre todo rumanos y rusos. Pero a Violeta le llama la atención un nombre latino: Éder Cruz Aguayo, con domicilio fiscal en la Ciudad de México. Probablemente se trate de un testaferro, como los demás que van apareciendo. Pide informes a Interpol haciendo hincapié en el mexicano. ¿Qué hace un latino colaborando en el blanqueamiento de dinero de la mafia europea de tráfico de mujeres? ¿Estamos asistiendo al nacimiento de una colaboración entre dos universos delictivos hasta ahora separados por un océano y el efecto llamada que tiene para uno Estados Unidos y para el otro Europa occidental? En todo caso, ellos encubren a los beneficiarios del dinero.
Carlos dedica su jornada a colgar nuevos posts machistas y participando activamente en discusiones sobre cómo lograr que el nuevo amanecer masculino eclipse definitivamente la lucha hembrista y devuelva a las féminas a sus ecosistemas naturales: la cama y la cocina. Hasta ahora no ha conseguido más que unos centenares de fotografías de pornografía infantil y algunos vídeos que ha pasado puntualmente al GRUME. No hay excesivos estrenos de porno con menores en la red. Carlos lo sabe desde los tiempos en que trabajaba en la Brigada de Investigación Tecnológica. La mayor parte de las grabaciones son las mismas troceadas y rebautizadas múltiples veces, hasta la náusea. Los que le han llegado ahora llevan dando vueltas desde 1999, por lo menos. Carlos espera que, al menos, su esfuerzo y mal rato sirvan para pillar a unos cuantos pedófilos y pederastas.
Carlos y Violeta tomando un Aloha volcánico y un Gauguin desencadenado en el Mauna Bora. Han acordado no hablar de trabajo.
—Fue la primera mujer de la que me enamoré… En 1999.
—¿Y llevas con ella desde entonces? —pregunta Violeta mientras come una galletita salada que les han puesto de aperitivo.
—No, no… Qué va. Cuando estábamos en el instituto, no me hacía ni caso. Yo le grababa uvehacheeses con fragmentos de las películas que más me gustaban, le ayudaba a hacer los trabajos de clase, íbamos al cine…
—Pasaje directo a la zona de amigos —sentencia, con lucidez, Violeta.
—Exactamente. Yolanda me contaba sus penas con otros chicos, algunos eran mis colegas, y yo me mostraba solidario con sus desamores en la esperanza de que se diera cuenta de que era el hombre que le convenía porque siempre estaba ahí cuando me necesitaba.
—Si haciendo todo eso, has conseguido liarte con ella… Felicitaciones.
Es difícil hacer un brindis con unos vasos de cerámica que reproducen una balsa y un volcán, pero con práctica se consigue, a pesar del humo que expulsa el cráter.
—No lo logré hasta hace dos años, que nos reencontramos en una de esas quedadas vía Facebook.
—Qué horror. A mí me estuvieron acosando para que fuera a una pero logré escaquearme.
—Pues yo me lo pasé muy bien, fíjate.
—Hombre, conquistaste a la mujer de tus sueños.
Pausa previa a la confesión esperada.
—Ese es mi problema. Que Yolanda solo era un sueño. O no, no sé… es como si las cosas tuvieran que ocurrir en su momento, si no se convierten en un mal remake…
—«Era un sueño y ahora es real». —De vez en cuando a Violeta le gusta citar frases de sus canciones favoritas aunque nadie las reconozca—. ¿Eso es lo que te ha pasado con Yolanda?
—Yo creo que cuando nos volvimos a encontrar proyecté sobre ella todo lo que siempre había esperado de una mujer…, y me encontré con otra cosa.
—Te encontraste con una mujer de verdad.
—Ojalá fuera una mujer de verdad… Pero toda Yolanda es una enorme mentira. Dice que es vegetariana pero le he descubierto tickets del Burger King dentro del bolso; dice que le encantaría trabajar pero no se apunta a bolsas de empleo, no manda currículum ni nada. Y luego, encima, me echa en cara que me gusta vivir como un burgués porque nuestra casa tiene una piscina comunitaria, y que ella estaría perfectamente en un bajo interior, pero acto seguido va y se compra un bolso de Dolce & Gabanna con mi dinero…
—¿Y por qué estás con ella, entonces?
Pausa, aunque Violeta intuye la respuesta.
—Por la esperanza de que todo sea como imaginé cuando teníamos dieciséis años.
—¿Y crees que eso basta? ¿Lo crees, Carlos?
—Y tú…, ¿qué? ¿Muchos hombres en tu vida?
—Algunos.
—¿Y ahora?
—Ahora estoy muy bien sola…
A Carlos le carga esa actitud de muchas mujeres españolas en torno a la cuarentena, como Violeta, quizás porque sospecha que Yolanda piensa lo mismo aunque apenas ha cumplido los treinta. Se pasaron toda la juventud creyendo que el guapo con el que se acostaban una noche se iba a enamorar de ellas cuando no eran más que otra chica con la que entretenerse hasta que apareciera una más guapa, lo que no solía tardar demasiado tiempo. Quizá sea un exceso de ego provocado por las madres de su generación, convencidas de que nadie es lo suficientemente bueno para sus hijas. Una especie de miedo a ser feliz o a intentar serlo y que salga mal. O una adicción a los desamores. Carlos no sabe qué será de él si un día no puede más y corta con Yolanda pero sí puede adivinar lo que será de la mujer con la que ahora comparte piso y cama.
Se comprará una pareja de gatos que con el tiempo tendrán más gatitos, y la casa estará llena de felinos dispuestos a darle compañía sin pedirle nada a cambio.
Violeta folla con un hombre de unos cuarenta y pocos años sobre un colchón a duras penas cubierto por una sábana bajera. Varias toallas que han perdido a su dueño están arrugadas y amontonadas a su lado. A la derecha hay una pared con varios agujeros a través de los que se escucha alguna risa, algún murmullo, algún gemido. Varias manos se cuelan por esos huecos hechos en el tabique para intentar tocar el cuerpo de Violeta pero ella se ha situado lo bastante lejos de la pared como para que no puedan hacerlo, pero siguen intentándolo. Seres anónimos alargan sus brazos a través de los agujeros y alguno logra rozar su piel con las yemas de los dedos. Una pareja joven les mira desde un sofá situado frente a ellos. Él es pelirrojo y ella morena, muy morena, y llevan todavía puesta la ropa interior. La chica se levanta y toma de la mano a su acompañante, le toca la espalda al hombre que Violeta tiene dentro y que parece que no va a correrse nunca. El amante de Violeta mira a ver quién lo acaricia y entonces el pelirrojo le quita el sujetador a ella. La muchacha se sienta al lado de ambos, sobre las toallas amontonadas, y el pelirrojo le aparta la braga con los dedos mostrándole al semental de la noche el sexo de su compañera. El hombre saca su polla de Violeta y se la mete a la morena mientras el compañero de esta le pide a la policía que se ponga a cuatro patas. Nuestra heroína, por una vez, obedece y, al moverse, su cuerpo queda al alcance de los propietarios de los brazos ansiosos. El pelirrojo la penetra por detrás mientras los pechos de Violeta son manoseados sin piedad por los tres, cuatro pares de manos que ahora sí la alcanzan. Violeta se humedece rápidamente, algo que no había conseguido el primero de sus amantes. Se pasa los dedos por la vagina y acto seguido les ofrece su humedad a los solitarios condenados a permanecer eternamente detrás de una pared.
Pedro está sentado en una sala de espera en compañía de tres hombres con edades que van de los veinte a los cincuenta años. Tienen una complexión más atlética que la suya, también están esperando a hacer una entrevista para un trabajo de guardia de seguridad en una empresa que ahora está contratando personal un tercio más barato de lo que pagaba por ellos cuando era líder en el sector. No se lo ha dicho a Itzel, está muy alterada y no la culpa; su madre no se ha tragado la visita sorpresa a Madrid, y menos cuando Itzel le ha pedido que no aparezca ni de lejos por la casa de Coyoacán.
Pedro quiere creer que un sueldo fijo ayudará a suavizar las cosas. Se gastarían más despacio el dinero que han traído, habría un inicio de apariencia de normalidad y quizás eso ayudara a que las aguas volvieran a su cauce.
—En su currículum dice que ha trabajado en el sector turismo y conduciendo un taxi —le dice a Pedro el perdonavidas encargado de hacer las entrevistas.
—Sí, señor —contesta, obediente, el extaxista.
—¿En México? —El entrevistador lo pronuncia como si fuera Afganistán.
—Sí.
—O sea que nunca ha trabajado en el sector propiamente dicho.
—En el DF todos los taxistas somos expertos en seguridad.
El semianalfabeto que se cree poderoso deja el currículum en una carpeta donde hay treinta más.
—Gracias. Ahora entra en un proceso de selección muy amplio. En caso de que nos interese, nos pondremos en contacto con usted. Le ruego que se abstenga de llamarnos, normas de la empresa.
Apenas Pedro llega a casa, su madre comienza a interrogarle.
—¿Qué le pasa a Itzel? Creí que le iba a hacer ilusión ir a ver cómo han dejado de bonito el edificio de correos, pero se ha tirado en la cama hasta la una y cuando por fin se ha despertado, vamos, es que ni me ha mirado a la cara, se ha sentado en el sofá a ver la tele, le he dicho que si quería ir a comer fuera, que yo invitaba, pero no tiene hambre y ahí lleva todo el día, tirada comiendo almendras y tomando cerveza…
—¿Y la niña?
—Olga muy bien. Esa niña es la bomba, me ha acompañado al mercado, me está ayudando a hacer la cena… Y tú, ¿dónde has estado?
—Viendo a los amigos…
—Ya. Dime qué hago, hijo… Pregúntale a tu mujer si va a querer cenar, que yo no me atrevo. ¿Está enfadada conmigo? Lo mismo he dicho algo que la ha molestado, dile que me perdone, que yo la quiero mucho pero, vamos, que parece otra persona distinta a la última vez que vinisteis…
—Yo me encargo. Tú no te estreses, ¿vale? Y déjala a su bola. Si se quiere pasar todo el día viendo la tele, es su problema, no el tuyo.
—Ya pero, vamos, que cruzarse el Atlántico para ver Telecinco es que es de tontos…
Pedro le da un beso a su madre y va a ver a Itzel, que está sentada con Olga delante de la tele. Pedro se siente un intruso en su propia familia cuando lo ven y siguen con la mirada perdida en un reality sobre novias que no caben en el traje que se han comprado.
—Hola. ¿Qué estáis viendo?
—Un programa.
Itzel sigue en modo autista y Pedro se controla los nervios y el grito.
—¿Y tú, hija? ¿Qué tal…?
—¿Qué estamos haciendo aquí, papá? Mamá dice que te pregunte a ti.
Toca mentir, claro. Pero con la puerta cerrada y el volumen de la tele aún más alto, no vaya a estar la abuela escuchando detrás de la puerta.
—Me van a ofrecer un trabajo bien chido, en el que voy a tener mucho tiempo libre para estar contigo y con tu mamá.
—Entonces…, ¿no nos vamos a regresar a México? ¿Nos vamos a quedar aquí? —pregunta Olga.
—Si al final me contratan, sí.
—Pero… ¿y mis amigas? ¿No las voy a volver a ver? ¿Y la escuela?
Itzel va a decir algo pero la suegra hace su aparición.
—¿Vais a querer una tortilla para cenar? Es que he hecho una con cinco huevos y sería una pena que sobrara.
Violeta comprueba las posibles actividades en España de todos los nombres que figuran como accionistas de Frensa S. L. Le pide a Hacienda la vida laboral de cada uno, por si existiera; llama al Registro de la Propiedad por si hubiera inmuebles comprados a su nombre en nuestro país; contacta con el Ministerio del Interior para preguntar si a alguno le ha sido concedida una visa de turista en los últimos seis meses.
Los primeros en contestar son los del Registro. Y le dan una pequeña alegría. Se levanta y va en busca de Carlos, que está ante la máquina de café bendiciendo al inventor de las Nespresso por haber jubilado las cafeteras diarreicas omnipresentes en las oficinas de todo el mundo.
—Yevgeni Tilicheyev, Razvan Lazarescu y Éder Cruz Carrión. Sean o no testaferros, los tres tienen inmuebles comprados a su nombre en los últimos seis meses y, esto es lo mejor, los tres están tramitando el permiso de residencia en España, al que tienen derecho por haber adquirido propiedades por valor superior a 500.000 euros.
—El piso en el que se ahorcó María…, ¿no estaría a nombre de ninguno de ellos, verdad? —pregunta Carlos.
—No, ella pagaba religiosamente el alquiler a una señora de Burgos.
—¿Crees que alguno de ellos pueda ser el Vergasanta?
—Alguno de los dos rumanos, pero no vamos a tener tanta suerte. De todas formas, les haremos una visita.
Los dos rumanos han comprado sendos chalés en lujosas urbanizaciones muy alejadas una de la otra. Ambos están vacíos y los vecinos no saben nada de sus propietarios. Violeta y Carlos se encaminan hacia los dos apartamentos adquiridos por el latino mediante el desembolso de una cantidad que sobrepasa un poco el medio millón de euros exigido a cambio de la nacionalidad, parece calculado a propósito. Los dos pisos se encuentran en el mismo edificio de viviendas ubicado en la calle Arte Rupestre del Mediterráneo, qué infierno pasarse media vida escribiendo eso en cada formulario que pida consignar una dirección postal. Es un bloque entre Carabanchel Alto y La Fortuna, uno de esos barrios donde las casas, bares, calles, bancos, parques, metro y quioscos fueron hechos al mismo tiempo y destinados a las clases medias dispuestas a pagar por una hipoteca más de lo que desembolsarían por una vivienda igual o mejor en alquiler. Violeta detesta las casas iguales, muchos portales rodeando un jardín con piscina por cuyo horario de apertura discuten los vecinos en cada junta anual, las aceras siempre llenas de embarazadas o parejas empujando aburridos un carrito lleno de logística infantil. Odia las rotondas, que cada casa tenga su aparcamiento, los centros comerciales, la gente en chándal, sobre todo la gente en chándal. Violeta se juró nunca vivir en un barrio donde la gente salga en chándal a la calle.
—Mi barrio es muy parecido a este —dice Carlos tras encontrarse con la tercera rotonda en doscientos metros.
Violeta se abstiene de contestarle, quizás porque es una experta en mudarse de casa pero siempre en los límites marcados por el paseo del Prado y la calle Princesa. No es bueno vivir en el mismo barrio donde está tu comisaría, puedes intimar con personas a las que luego te va a tocar detener y corres el peligro de no descansar nunca, ni siquiera cuando bajas a los chinos a por una cerveza. Pero hace tiempo que Violeta lo tiene superado.
La oficial de Policía aparca a una manzana del portal donde están ubicadas las dos propiedades que Éder Cruz tiene registradas a su nombre y que lo convierten en candidato a obtener un permiso de residencia por un año en España, transcurrido el cual podrá solicitar una autorización (renovable) por otros dos, amén de disfrutar desde el primer momento de libertad de movimientos por los 26 países del área Schengen. Se supone que el consulado correspondiente ha comprobado ante la Dirección General de Policía que su presencia no supone riesgo alguno para la seguridad europea. Que este trámite se solvente en un máximo de una semana le hace sospechar a Violeta de la eficacia de la comprobación.
Carlos se baja del vehículo. Lleva puesto un chaleco de una empresa privada de reparto de correo y se dirige a la portería. Identificarse como policías pondría sobre aviso a los sospechosos.
—Hola. Traigo un sobre para el señor Éder Cruz Carrión. ¿Sabe si está en casa? —le pregunta al portero que dormita leyendo el Marca de ayer.
—Ha salido hace un rato. Si me lo quiere dejar a mí…
—Por supuesto.
Carlos le deja el sobre, que no contiene más que publicidad de una empresa de seguros de vida, y regresa al coche de Violeta. De las cinco propiedades, esta es la única que está habitada. Y parece que por el tipo que la tiene a su nombre.
—¿Le detenemos e interrogamos? —pregunta Carlos.
—Si no es el Vergasanta, es una pista que quemamos para nada. Mejor vamos a troncharle —contesta Violeta con determinación.
—Y de paso, le hacemos unas cuantas fotos a ver si alguno de los empleados de El Lago Azul lo conoce.
—¿Alguna noticia sobre nuestros amigos de la prisión? ¿Tienen algún sospechoso de haber matado a los Úbeda?
—No. Ni creo que lo vayan a tener.
Violeta y Carlos piden sendos bocadillos de calamares para llevar en una cafetería con las mesas recién compradas en Ikea y se los comen en el coche mientras esperan a que Éder regrese a una de sus dos recién adquiridas viviendas.
—Con todo respeto, señora… Pero si salgo o no salgo, si veo televisión o no la veo es mi ped…, problema, ¿ok?
—Pero hija, es que con el buen día que hace me da pena que estéis todo el día encerradas…
—Ya saldremos cuando se nos antoje…
La madre de Pedro se sienta frente a Itzel y le agarra las manos como si fuera a darle la noticia de un fallecimiento.
—¿Os vais a divorciar, verdad? Habéis venido a ver si os arreglabais pero ha sido peor… ¿Es eso?
Itzel, cállate.
—Te digo una cosa… —amenaza, imprudente, la madre de Pedro—. Yo siempre te he tratado como a una hija. Y quiero a mi nieta tanto como a mi hijo. Pero si intentas sacarle el dinero o quedarte con sus ahorros, vas a saber lo que es bueno…
Su suegra se da la vuelta y sale de la sala. Itzel, enojada, duda si estrangularla o reírse. Opta por seguir viendo televisión aunque en realidad no se entera de nada de lo que ve o escucha, ni siquiera se da cuenta de cuando interrumpen la programación para dar paso a los comerciales. Está pensando qué hacer, delimitar hasta qué punto es real el peligro que Pedro cree que se cierne sobre su familia. ¿Realmente es posible que los tipos que empleaban a Pedro en México crucen el océano para acabar con ellos? ¿No es demasiado riesgo, demasiado esfuerzo, seguirles hasta Europa? No es su territorio, podrían dejar demasiadas pistas. Si no se regresan dentro de unas semanas, Olga habrá perdido el curso y deberán ponerse a buscar una escuela española para el que viene. Aunque en septiembre ya se les habrá acabado el dinero que han traído y tendrán que ingeniárselas para sacar lo que queda en sus cuentas de Banamex.
Pero el asunto principal no es ese, para qué engañarse. Su decisión trata de si ella quiere o no seguir casada con Pedro. Su marido le ha estado mintiendo mucho tiempo acerca de su trabajo para Correa. Le ocultó la madriza que le dieron para probar su fidelidad y ella creyó durante meses el cuento del accidente. ¿Cómo pudo seguir adelante después de eso? Ahí a Itzel le entra parte de culpa, por supuesto que ella deseaba mudarse a una casa mejor, pero no a cualquier precio, no al que estuvo dispuesto a pagar su marido. Maldita sea, Pedro se había convertido en un traficante de mujeres. ¿Y si las muchachas de Chiapas no hubieran estado tan chavitas? ¿Las habría entregado a sus captores tan tranquilamente y luego habría llegado a la casa con regalos para Olga y la propuesta de ir a cenar a los biscuits de Obregón?
¿En qué momento Itzel dejó de conocer al hombre con quien llevaba durmiendo tantos años? ¿O es que realmente nunca le llegó a conocer del todo?
Una empresa de seguridad, otra de transportes por carretera, seis hoteles, cuatro hostales, ocho restaurantes, dos bares, cinco tiendas. Pedro se ha apuntado a todas las bolsas de trabajo posibles en Internet, ha pateado las calles en busca de un cartel en el que se demande un camarero, un dependiente, un recepcionista. Ha mandado currículum a las direcciones de correo electrónico que aparecen en las páginas web de todos los hoteles de Madrid. Algunos le contestan automáticamente diciendo que meten el currículum en su base de datos; otros no contestan; tres lo citan para una entrevista que siempre termina con la misma frase:
—Ya le llamaremos.
Pero no llaman, y Pedro juega contra el tiempo.
Violeta y Carlos ven a Éder por primera vez en persona cuando este abandona el edificio con paso decidido. No tiene nada que ver con el retrato robot del Vergasanta que ha distribuido la Policía de Murcia; más bien piensan lo mismo que pensó Pedro cuando lo conoció en el DF: «Parece una comadreja». Solo sale para hacer la compra, se limita a tomar un café mientras lee el periódico y vuelve a casa. Le han sacado un montón de fotos, han cogido sus huellas dactilares de la taza de café que toma cada mañana: no está fichado. Pero lo siguen vigilando, por si acaso.
Los policías se bajan del coche para seguirle a una distancia prudencial. El sospechoso se dirige hacia la boca de metro más cercana, con el nostálgico nombre de La Peseta, y entra. Hay bastante gente, que reduce el riesgo de ser descubierto. Una vez en el andén, Carlos y Violeta se colocan uno a cada lado de Éder, que se acaba de poner unos cascos para escuchar música. Cuando llega el tren, el sospechoso tiene bloqueados sus dos frentes de huida, aunque no se lo huele. 47 minutos después llegan a la estación de Callao, a solo unos metros de la comisaría de Leganitos, donde trabajan Carlos y Violeta.
—Qué pereza tener que volver luego a por el coche —comenta Carlos.
Éder recorre el tramo de Gran Vía que va hasta la calle San Bernardo sin prisa, deteniéndose en los escaparates quizás para interesarse por las ofertas, quizás para detectar algún reflejo delator aunque Violeta y Carlos están bien entrenados para que eso no suceda. A Violeta le encantaba la Gran Vía cuando era niña, le gustaba sobre todo los sábados por la mañana en que su padre la llevaba a Los Sótanos, una enorme superficie comercial construida bajo tierra entre 1944 y 1949, que ocupaba toda la manzana que va desde San Bernardo hasta Isabel La Católica. Recuerda una gran escalera de mármol y una tienda de bromas en cuyo escaparate exhibían unas cartulinas con las descripciones de los artículos de coña que se podían comprar en su interior. Cacas de plástico, perillas para mover platos a distancia, dispositivos para dar un electrificado apretón de manos, todo para pasarlo bomba, presidido por una caricatura de Fu-Manchú con el nombre debidamente modificado a Mishan-fú para evitar problemas de derechos con Sax Rohmer. También estuvo allí la primera tienda de Madrid Cómics y Discoplay, donde su padre la dejaba viendo vinilos mientras él se tomaba una menta poleo en la cafetería rodeada de columnas que constituía el centro neurálgico del emporio. En Los Sótanos compró Violeta su primer disco y supo que los cómics no tenían que ser siempre de superhéroes ni de personajes de Disney.
Ahora esperan a que se ponga en verde el semáforo que hay cerca de donde un día estuvo el acceso principal al conjunto (había otra entrada pegada al teatro Lope de Vega, con una entreplanta ahora ocupada por 40 principales Café) y que hace años lo es del hotel Emperador. Violeta se pregunta qué quedará de todo aquello, a buen seguro el complejo hostelero ha ocupado y destruido parte de la galería pero seguro que algo sobrevive: un expositor de discos, una caja con tebeos que no se devolvieron, una broma de Mishan-fú que nunca hizo reír a nadie.
Éder baja la Gran Vía con las manos en los bolsillos y Violeta piensa en qué momento Madrid se convirtió en la materia prima con la que hacer negocios urbanísticos a base de reformas innecesarias hasta llegar a lo que es hoy, una ciudad diseñada para deslumbrar a los provincianos que se acercan hasta ella con un pack superdiversión: «Hotel + entradas para Hoy no me puedo levantar, el musical.»
Llegan hasta la plaza de España. La Torre de Madrid vuelve a tener luces en sus ventanas, ha resucitado, mientras que la enorme mole del Edifico España se erige oscura, sucia y vacía ante ellos. Es cuestión de tiempo que se llene de pintadas y okupas como ha ocurrido en el vecino edificio de la Telefónica, el virus de los rascacielos de Sao Paulo esperando para atacar a una plaza con histórica tendencia autodestructiva, en el corazón de una ciudad que se odia a sí misma.
Éder atraviesa la plaza hasta llegar al parque del Oeste, que a esas horas ya está invadido por adolescentes y jóvenes ejerciendo su sagrado derecho a emborracharse, orinar y vomitar en espacios públicos, preferiblemente céntricos y próximos a lugares emblemáticos, reducidos así a forillos que enmarcan una juerga insaciable sin música ni baños, capaces de verter cada amanecer en sus aceras, parques y jardines toneladas de basura, botellas rotas y bolsas de color verde compradas en tiendas de chinos a las que la Policía municipal tolera vender a cualquier hora alcohol a menores mientras vigila con celo los horarios de cierre, salidas de incendios y nivel de ruidos de bares con aseos y DJ’s que pagan religiosamente sus impuestos y que nunca podrán redimirse de su pecado original.
A Éder se le van los ojos detrás de las chicas que, vestidas y maquilladas como si estuvieran de fiesta en la mejor discoteca de la ciudad, tiritan de frío sentadas en los bancos mientras beben cubatas en vasos de plástico. Baja la cuesta que lo separa del quiosco de música y se sienta en un banco.
—No se irá a poner a hacer botellón —pregunta Carlos.
—Parece que está esperando a alguien.
Un chino con un carrito de la compra se acerca hasta Violeta y Carlos.
—Cubata, cubata bueno, 3 euros. ¿Tú quieres? ¿Tú quieres?
—¿Tienes ron? —se interesa Violeta por el género a la venta.
—Negrita, Bacardí, Brugal.
—Brugal con Coca-Cola.
—Brugal, 4 euros.
—Vale, vale. Y tú, Carlos…, ¿qué quieres?
—Nada.
—Pídete algo, para no llamar la atención.
—Una Fanta naranja.
El chino saca los ingredientes para la bebida de Violeta que mezcla con desigual fortuna sobre una considerable cantidad de hielo. Luego saca una lata de Fanta y se la da a Carlos.
—¿Tú no vodka?
—No, gracias…
—Seis euros.
Violeta invita y se sientan en un banco, de frente a Éder, que consulta de vez en cuando su móvil, se levanta, da una pequeña vuelta y se sienta de nuevo.
—Cuéntame algo. Que parezca natural —exige Violeta.
Que alguien pida que se le cuente algo provoca de inmediato un agujero negro en la memoria. Carlos tira de una pregunta que solía hacer en las primeras citas.
—¿Cuál es la frase más absurda que te ha dicho un chico para ligar?
—Tengo un grano en el pene, ¿quieres verlo?
Carlos suelta una sonora carcajada que dispersa las posibles sospechas de que los dos policías puedan ser dos padres preocupados por lo que hacen sus hijos con la paga semanal.
—¿Y tú? ¿Qué es lo más absurdo que has hecho para ligar con una chica? —contraataca Violeta.
—Entrar a la Policía.
—No jodas.
—Bene, se llamaba. Era la prima de una amiga. Cuando la conocí, estaba preparándose para las pruebas físicas y empecé a entrenar con ella a ver si caía.
—¿Y?
—No cayó pero yo ya me había puesto cachas, así que me puse a estudiar el temario y… justicia divina. Yo aprobé y ella suspendió.
Violeta vuelve a reír. Se beben el cubata y la Fanta naranja sin que Éder se mueva del banco.
—¿Crees que el chino nos hará unos cócteles polinesios?
—Pregúntale, yo voy a mear.
Carlos se levanta y busca un hueco entre los arbustos elegidos por los botelloneros como servicio público. Odia orinar en la calle, sobre todo odia mojarse la punta de los zapatos con el pis. Mientras micciona con la mirada perdida ve atravesar el bosque de universitarios sin futuro a un latino de casi dos metros de altura y fuerte musculatura parcialmente oculta por un patente exceso de grasa. Lleva las manos en los bolsillos del pantalón y va muy poco abrigado para la temperatura que disfrutan esa noche. Una simple camiseta de manga corta oculta un torso lleno de enormes tatuajes. Carlos adivina la forma de una pistola en su bolsillo trasero.
No es el Vergasanta pero tampoco tiene pinta de venir a emborracharse con los colegas.
Carlos se sube la bragueta y vuelve junto a Violeta sin perder de vista al recién llegado que, en efecto, se acerca hasta Éder y se sienta a su lado.
—A ver si llega el Vergasanta y se hacen un trío.
Violeta sonríe ante el comentario de Carlos, aunque este ni se imagina por qué. Éder habla con el latino caluroso, discuten, siguen hablando y, al rato, se levantan y se alejan juntos del quiosco de música. Violeta y Carlos les siguen, se abren paso entre la juventud pachanguera y espontánea, se meten por una carreterita donde hay algunos coches aparcados, parece que se dirigen al paseo de Camoens.
La marcha de los perseguidos es interrumpida un par de metros más adelante por una adolescente de dieciséis años o menos que sale de entre dos vehículos muy divertida y alborotada.
—¡¡¡No paséis, que mi amiga está meando!!!
Violeta y Carlos ralentizan el paso. El tatuado mira con desprecio a la muchacha y sigue su camino. Pero la chica está decidida a hacer que se detengan y se planta ante ellos con los brazos en cruz.
—¿Estáis sordos o qué? ¡Que está mi amiga meando, que no podéis pasar, que no quiere que la vean!
El acompañante de Éder, sin mirarla, le arrea a la joven consumidora de Jägermeister con Redbull una hostia en la cara que la tira al suelo. Su segunda mejor amiga se levanta de entre los coches con las bragas por las rodillas. Ve a la protectora de su intimidad tirada en el suelo.
—Pero tío…, ¿de qué vas? —exclama la muchacha incontinente.
Nunca se debe preguntar de qué va a un tatuado con más peso que frío. Solo se consigue que saque su arma y la plante lo más cerca posible de la cara del imprudente. El susto congela los músculos de la boca de la chica impidiéndole gritar, al tiempo que sus esfínteres se relajan y expulsan el líquido que quedaba en su siempre demasiado pequeña vejiga. El hombre en camiseta agarra a Éder del brazo para acelerar el paso mientras se guarda de nuevo el arma en el bolsillo trasero de los vaqueros. Violeta acierta a adivinar que se trata de una Star de 6.35 mm, el equivalente en pistola al libro de bolsillo. Un estudiante de segundo de Derecho que estaba intentando abrir con unas llaves una bolsa de hielo, comprada en la gasolinera más cercana, demuestra que no está todavía tan borracho como quisiera porque se da cuenta de lo que ocurre. Y él sí, grita.
—¡Ese tío tiene un arma!
Los malos aceleran el paso y Violeta decide que es el momento de intervenir.
—Tú por la izquierda y yo por la derecha. No saques el arma ni les des el alto hasta que estemos en un sitio con menos gente —ordena la oficial de Policía.
—Mejor vacío, ¿no?
Los policías se sitúan discretamente a ambos lados de la pareja de delincuentes dejando atrás a la joven golpeada, que comprueba cómo la sangre que sale a borbotones de su nariz ha echado a perder su blusa recién comprada en Pimpkie, mientras su segunda mejor amiga ha retornado la ropa interior a su sitio e intenta sin éxito desbloquear el Samsung Galaxy II que acaba de comprar con puntos Movistar.
Éder y su acompañante cambian de ruta, saltan unos arbustos y bajan una de las docenas de empinadas cuestas que tiene este parque tan bonito como incómodo para pasear. El césped, o lo que queda de él, está lleno de pequeños grupos de niños intentando que las bebidas espiritosas les hagan crecer de repente. Violeta y Carlos logran que sus perseguidos no se den cuenta de su presencia, hasta que a un futuro licenciado en Derecho y Empresariales por el CEU le parece muy útil para su integración en el grupo de compañeros estirar su pierna hasta colocarla en el camino del tipo al que estaba esperando Éder, quien tropieza con ella y rueda por el suelo. Entonces se le cae del bolsillo la pistola, que queda a un metro escaso de una pareja que frota sus entrepiernas con singular dedicación. La muchacha ve la Star de 6.35 mm y le pega un empujón a su amante pasajero, que cree confirmar así el insistente rumor de que su compañera de juegos es una calientapollas. Esta grita.
—¡Una pistola!
Los presentes se apresuran a sacar sus móviles para grabar lo que está a punto de ocurrir. El tatuado se incorpora y Violeta decide que no pueden esperar más.
—¡Alto, Policía!
Éder intenta escapar cuesta abajo pero Violeta saca su arma reglamentaria y le apunta.
—¡Quieto! ¡Y de rodillas!
Éder obedece. Violeta avanza hacia él apuntándole. Carlos hace lo propio con el otro malote.
—¡Las manos, donde pueda verlas! —grita Carlos.
Violeta esposa a Éder a la pata de un banco mientras pide refuerzos y ambulancias a la central. A Carlos apenas lo separa un metro del violento desarmado por una zancadilla cuando este lanza temerariamente sus ciento cuarenta kilos de músculos y grasa contra los setenta que conforman el cuerpo del Policía, en la confianza de que este no va a reaccionar a tiempo. El agente ve a la mole abalanzarse contra él y lo siguiente que siente es que está aprisionado contra el césped húmedo. Forcejea con su rival, que le aprieta la muñeca muy fuerte hasta que consigue hacerle soltar el arma reglamentaria. Éder ya está esposado unos metros más allá boca abajo en el suelo, y Violeta apunta al agresor de Carlos, pero no puede dispararle sin riesgo de herir a su compañero.
—Suéltalo.
El agresivo pistolero se incorpora y hace incorporarse a Carlos. Lo está estrangulando con su brazo mientras le apunta a la cabeza con su defensa.
—Tira el arma o lo mato —dice el posible verdugo del policía.
—Tranquilo, tranquilo…
La pistola que se le cayó al tipo del bolsillo cuando le pusieron la zancadilla sigue tirada en el césped seis metros más arriba. Violeta intenta ganar un poco de tiempo hablando con la mole en camiseta mientras se acerca con disimulo hacia la Star 6.35 mm.
—Voy a dejar la pistola en el suelo, ¿ok? Pero no le hagas nada —le pide Violeta.
—¡Sin trampas o lo mato!
—Tranquilo, tranquilo. Yo la dejo en el suelo, pero al mismo tiempo que tú lo sueltas a él.
Tres metros separan a la oficial de Policía de la pistola de bolsillo. Carlos ya apenas puede respirar, su cuello comienza a ponerse morado.
—¡Que lo mato, que lo mato!
Violeta se agacha lentamente. Deja despacio su pistola en el suelo. Abre los brazos mientras su visión periférica ubica con precisión la 6.35 mm.
—Ya está… ¿Ves? Ahora suéltale a él.
Al tatuado debe de importarle muy poco la suerte que corra Éder porque se desentiende de él por completo. Da unos pasos cuesta abajo antes de soltar a Carlos y salir corriendo, momento en que Violeta se abalanza sobre el arma que ha precipitado la intervención y dispara a las piernas del agresor, quien se parapeta a medias detrás de un árbol. Se inicia un tiroteo con una bala perdida disparada por el rival de los policías que le revienta la cabeza a un mozalbete que, hace apenas veinte minutos, cuando fue a comprar algo para comer, jamás pensó que su cerebro acabaría mezclado con las patatas fritas con sabor a jamón serrano y los ganchitos.
Comienzan a escucharse sirenas de Policía a lo lejos.
Carlos recupera poco a poco la respiración. Violeta cree que ha acertado al malo, y que por eso no puede correr, y se esconde detrás de unas piedras, sabe que no debe disparar con tantas personas presentes. Pero pasa lo que los dos policías más temen.
El animal herido vacía su cargador a lo loco.
La primera bala alcanza a un socio del Atlético de Madrid que esa tarde celebró por última vez la victoria de su equipo frente al Valencia F. C.
La segunda castra para siempre al ligue de la menor que vio al tatuado perder su arma, provocándole a ella un bloqueo sexual que años de terapia serán incapaces de resolver.
La tercera atraviesa el corazón del chino que vende los cubatas con un carrito de la compra.
La cuarta y última le arranca la oreja a Joseángel, un repartidor de Mercadona de lunes a sábado especializado en gastarse en una tarde lo que ha ganado durante la semana subiendo kilos de comida a pisos sin ascensor, mientras se autoconvence de que fue una buena decisión dejar la FP en 2006 para ponerse a ganar dinero como cualquier personita en la España de las Oportunidades.
El causante de la masacre, el futuro licenciado en Derecho y Empresariales por el CEU, que le puso la zancadilla a un desconocido demasiado grande, sale ileso.
Violeta tiene durante una milésima de segundo a tiro al cabrón, apunta y le dispara arrancándole parte de la cara, lo que dificultará bastante su posterior identificación, pero acaba con esta pesadilla.
La zona se ilumina con la luz de las sirenas de ambulancias y coches patrulla.
Las docenas de periodistas aficionados que han grabado la intervención están deseando subir el vídeo a YouTube y así tener mayor número de visitas que sus compañeros de clase.
Los que no tienen inquietudes relacionadas con las Ciencias de la Comunicación temen que la Policía les haga ir a comisaría y hayan de dar explicaciones extras a sus padres.
La mayoría están jodidos porque el tiroteo les ha bajado el pedo y van a tener que empezar otra vez desde cero.
Pedro e Itzel hablan de temas banales, como si fueran un matrimonio normal que ha decidido de mutuo acuerdo, tras estudiar todos los pros y todos los contras, volverse a España una temporada para compensar los años pasados en México. Como si cada noche, después de cenar y acostar a su hija, prepararan y metieran dentro de un recipiente de plástico la comida que ambos van a calentar al día siguiente en los respectivos microondas de sus oficinas mientras critican las decisiones de su jefe y elucubran acerca de la forma correcta de dirigir la empresa. Como si su hija estuviera en un colegio con amigas con las que divertirse y profesores que la torturen con los elementos de la tabla periódica. Como si llegaran más o menos al hogar a la vez al caer la tarde y se contaran sus respectivas jornadas. Como si hubiera siempre un plan para cada sábado. Como si todos los días fueran el mismo. Como si volvieran a ser los que eran antes de que se hartaran de su vida rutinaria e incompatible y tomaran el camino a ninguna parte que les ha traído hasta este simulacro de taquería de la calle Fuentes en el que Itzel está comiendo, con gusto por primera vez desde que aterrizaron precipitadamente en España, una cochinita pibil.
—No quiero seguir contigo.
Las palabras que Pedro lleva temiendo escuchar desde que tomaron el avión acaban de ser pronunciadas.
—Me regreso a México, con mi mamá, a la casa de Tlanepantla. Y, obvio, me llevo a Olga.
—No puedes hacer eso, es demasiado peligroso.
—No voy a vivir en España ni voy a seguir casada contigo por eso.
—Vamos a ver, Itzel, vamos a ver…
—Mira… No puedo seguir durmiendo a tu lado después de saber que hiciste todo lo que hiciste…
—¡Por vosotras!
—¡Nosotras nunca te reclamamos nada! ¡Nunca quisimos que te convirtieras en cómplice de unos padrotes para conseguir una casa! ¡Eso lo decidiste tú, lo ejecutaste tú a nuestras espaldas! Yo nada más pensaba que estabas llevando marranos a un teibol… ¡Nada más!
—Itzel, no podéis regresar al DF.
—No pasa nada.
—¡Claro que puede pasar!
—¡Si ahorita mismo hay algún peligro para nosotras, es estar cerca de ti!
Pedro se ve a sí mismo intentando dormir tumbado en una hamaca en mitad de la jungla, rodeado de animales peligrosos y en la más completa oscuridad.
—Hablé al consulado y podemos hacer los trámites a distancia. No tengo que volver a verte nunca más. Tampoco te voy a reclamar dinero, no te preocupes.
—Vamos a hablarlo, vamos a…
—Nos vamos el domingo. La niña ya lo sabe. No que nos separamos. Sino que nos regresamos al DF. Tú sabrás lo que le dices a tu mamá.
La hamaca se desata y Pedro cae al río, donde la corriente lo lleva selva adentro mientras es atacado por todas las criaturas venenosas de la región.
—Cuando consideres que ya no te persiguen, me hablas y arreglamos cómo le hacemos para que veas a tu hija.
Olga ya nunca tendrá un hermano.
A Ferrero se le han enrojecido las cicatrices que adornan su cara desde que a los seis años pasó la viruela con la medicación justa para no morirse. Violeta sabe que eso significa que está cabreado.
—Cinco inocentes muertos, cinco.
—Habrían sido bastantes más si ese cabrón hubiera seguido vivo más tiempo. Deberían darnos una medalla, ahora sí —ironiza Violeta aunque, en cuanto lo dice, piensa que quizás no sea el momento más adecuado.
—La línea que separa el reconocimiento de la suspensión de empleo y sueldo es muy delgada. Esta vez no os libráis del proceso judicial ni, por supuesto, del Régimen Disciplinario.
—Espero acabar con esto antes de que reaccionen.
—Lo mismo no te da tiempo.
—No voy a dejar este caso en manos de otro agente —contesta firme y tajante Violeta.
—Puede que no te quede otro remedio.
—Entonces seguiré investigando por mi cuenta.
—Violeta, no me lo pongas más difícil.
Un tenso silencio se instala entre los dos. Esta vez Violeta gana la partida y es Ferrero quien retira antes la mirada.
—Daos toda la prisa que podáis.
Ferrero le hace un gesto para indicarle que se puede retirar y Violeta sale del despacho. Se encuentra con los agentes Matías y Poveda, que se preocupan por su salud y desean que todo salga bien.
—Mi mujer quiere invitarte a una barbacoa, que todavía no conocéis la casa nueva —dice, cortés, Matías.
—Sí, claro… Un domingo me paso y nos vemos.
—¿Qué tal te viene dentro de dos semanas?
—Hablamos, ¿vale? Y dale un beso.
No hay ninguna posibilidad de que Violeta se traslade un domingo a Parla para participar en una barbacoa.
Violeta y Carlos interrogan a Éder ante su abogado, ahora no ha servido el truquito «¿Quieres un cigarro mientras esperas?».
—¿Conoces a un rumano al que llaman el Vergasanta? —pregunta Violeta en tono neutro.
—No.
—¿Quién era el hombre con el que te reuniste en el parque? —se interesa Carlos.
—Un amigo.
—¿Su mote era Cristina?
Lo último que esperaba Éder era escuchar ese nombre en boca de la Policía española. Hace una eternidad que no sabe nada de él, ni falta que le hace.
—¿Cristina? —Éder hace suyo el estupor que provoca el mote para disimular su mentira—. No, ni idea.
—¿De qué conocías al tipo con el que estabas en el parque del Oeste?
El abogado interviene:
—No tienen nada contra mi cliente. No portaba arma alguna en el momento de los hechos; no realizó, por tanto, ninguno de los disparos y tiene regularizada su situación en el país.
—Pero iba con un tipo que mató a cinco personas —aclara Violeta.
—Mire, era la primera vez que veía a ese wey —contesta Éder quitándole la palabra a su representante legal.
—¿Y para qué quedaste con él? —dispara Violeta.
Éder mira a un lado y respira hondo.
—Era mi dealer, ¿ok?
El abogado se revuelve, no quiere que su cliente hable de más y así se lo hace saber.
—No tienes por qué dar explicaciones.
Éder reafirma su coartada.
—Era un dealer. Me la iba a pasar de juerga hasta el lunes y necesitaba coca. Yo no sabía que iba armado ni que le gustaba disparar.
—Mi cliente no llevaba encima ni un gramo de estupefacientes y, en todo caso, hubiera sido para consumo propio, con lo que no infringe ninguna ley.
—¿Por qué te enfadaste con él antes de levantaros del banco?
—Porque no llevaba la droga con él y me pidió que lo acompañara hasta su coche.
—No pueden retenerle por lo que hizo un camello al que acababa de conocer —insiste el abogado.
—¿Cómo contactaste con él? —vuelve a la carga Violeta.
—Me dieron su teléfono —contesta Éder, que quiere rascarse los testículos pero no puede porque está esposado.
—¿Quién? —insiste la policía.
—Un wey en una fiesta.
Violeta siente que empiezan a ganarles la partida. Saca una foto de María y se la muestra.
—A ella…, ¿la conoces?
Por primera vez, Éder duda un momento antes de contestar y Violeta se da cuenta.
—No.
—La conoce.
—¿Estás segura?
—Sí. Y eso lo mete de lleno en el caso. Puede haberla visto con el Vergasanta. O en el burdel. Vamos a pasarle su foto a la madame y a todas las chicas. A ver si alguna de ellas lo identifica.
—¿No te dijo Ferrero cuánto tiempo podríamos pasarnos fuera del cuerpo?
—Si metemos pronto al Vergasanta en prisión, nada de nada.
Carlos se pide su tercer Free Vanuatu de la noche mientras que Violeta solo va por el primero.
—Hoy me estás ganando con los cócteles.
—¿Algún problema?
—No, pero nunca has tenido espíritu competitivo.
Carlos casi se atraganta con los kikos y se tiene que beber medio Free Vanuatu. Violeta interpreta que una gran revelación está a punto de tener lugar.
—Anoche tuve una bronca con Yolanda. Una gran bronca.
—¿Por qué?
—Da igual.
—No, no da igual. Dime.
—Llegué a casa y había vaciado los armarios de la cocina. Había esparcido cosas por todos lados.
—¿Por…?
—Decía que estaba poniendo orden.
—Eso nunca está de más.
—¡No estaba poniendo orden, Violeta! Lo había dejado todo por en medio y estaba con el Facebook.
—Lo mismo pensaba ordenarlo luego.
—No lo pensaba ordenar nunca, lo hace para vengarse, porque hace un par de noches me enfadé con ella. Habían traído al mediodía la compra del súper y no la había metido en la nevera y los congelados se habían echado a perder. Anoche me tiré hasta la una volviendo a guardar otra vez en los armarios todo lo que había sacado. Bueno, todo no. Tuve que tirar un montón de cosas que habían caducado.
—Eso me pasa a mí todo el tiempo.
—¿Sí? ¿Tú de repente tienes que tirar veinte bolsas de harina de trigo persa que compraste en el herbolario porque ibas a cocinar un pastel que nunca cocinaste y entonces todo te caduca y, en vez de tirarlo, bajas de nuevo al herbolario y compras más y lo dejas pudrirse otra vez en la despensa y así una vez y otra y otra…?
—Es una gilipollas. Todo se resume en eso, Carlos.
Carlos se acaba el cóctel y aprovecha que ahora le toca a él cambiar de tema.
—¿Por qué tienes tanta mano con Ferrero?
—No tengo tanta mano. Le razono las cosas y él las entiende.
—¿Estáis liados?
No es la primera vez que Violeta escucha esto y sonríe.
—No, no estamos liados.
—Pero lo estuvisteis.
—No.
—Hace años. Cuando acababas de aterrizar en la comisaría.
—Nunca he estado liada con Ferrero, ¿ok?
Violeta no puede apartar la vista de una pareja que acaba de llegar y se está metiendo mano en la penumbra del sofá que tienen apenas tres metros delante de ellos. Él debe andar por los treinta años y ella no cumple los sesenta, aunque lo mira con la lujuria de una adolescente en su primera masturbación. Carlos se da cuenta, agarra la barbilla de Violeta y la obliga a mirarle a él.
—No seas tan descarada. Seguro que vienen a este sitio para que nadie les mire.
Violeta sonríe y se mete en la boca cuatro galletitas saladas.
—Perdón.
Carlos le devuelve la sonrisa.
—No, si a mí también me cuesta retirar la vista.
—Es lo bueno de estos sitios a los que no viene nadie. Que los habituales somos muy característicos.
—¿Qué te traes tú con el inspector jefe?
No. Por mucho alcohol que lleve en el cuerpo y por mucho que le insista Carlos, Violeta nunca le dirá la verdad de la relación que mantiene con Ferrero. No le dirá que cuando ella solo era una novata a la que todo el mundo miraba por encima del hombro y Ferrero le encargaba los trabajos burocráticos que nadie quería hacer, una noche se quedó hasta muy tarde en la comisaría y escuchó gritos provenientes del piso de arriba. Subió pistola en mano; en parte, porque creía que ayudar era su deber; en parte, porque esperaba encontrar una oportunidad con la que reivindicarse a sí misma y a su maltratado ego. Pero lo que se encontró fue a Ferrero y a otro policía, al que todos llamaban El Negro, sujetando a un aterrorizado ciudadano por las piernas, cabeza abajo y con el cuerpo colgando cien metros por encima del suelo del patio interior a cuyo alrededor se ordenan las diferentes estancias policiales. Violeta llegó justo a tiempo de ver cómo el cuerpo caía y su cabeza se estampaba contra el cemento que, en segundos, se inundó de sangre. También llegó a tiempo de que Ferrero y El Negro la encontraran paralizada con la pistola en la mano y pensando que debería haberse ido a su casa al acabar el turno.
Pero allí estaba Violeta, muy joven aún, en el lugar inadecuado, en el momento inoportuno, con sus neuronas funcionando a mil por hora. Podía salir corriendo, denunciar el hecho y arriesgarse a ser tan odiada por los compañeros, que aún no sabían ni siquiera su nombre, que probablemente tuviera que pedir un traslado.
O podría ganarse para siempre la complicidad de su jefe y su secuaz diciendo lo que les dijo cuando fueron hacia ella, procurando perder el mínimo tiempo posible con la novata porque tenían que deshacerse del cadáver del detenido y limpiar sus restos.
—Yo os ayudo.
Carlos habla con la Policía murciana y les pasa una fotografía de Éder para que se la enseñen a los implicados en el caso que están detenidos allí. La madame se encuentra en prisión preventiva por corrupción de menores. Si fuera cualquier otro delito, estaría en la calle en espera de juicio, pero ante este, la presunción de inocencia es relativa. Las prostitutas se encuentran ingresadas en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Murcia, listas para ser deportadas, aunque las autoridades locales prometen enseñarles la foto de Éder antes de que sean devueltas por la fuerza a su país de origen o a otro que pille más o menos cerca. La buena noticia es que la colombiana con la que intimó Carlos ha sido trasladada al CIE de Aluche.
Su auténtico nombre es Sandra, no Roxana.
Los CIE son la prueba de lo falsas que son las democracias europeas. Personas que supuestamente han cometido un delito administrativo son encerradas sin juicio a la espera de ser devueltas a la miseria de la que quisieron escapar.
Carlos y Violeta atraviesan la puerta principal de un edificio que parece inspirado en el decorado de una teleserie española, lleno de colorines y formas redondeadas que resalta aún más su arbitraria labor. Hay una larga cola de ciudadanos andinos, magrebíes y subsaharianos esperando para solicitar una carta de invitación que permita a sus familiares venir a visitarlos. La pareja de policías sigue al funcionario que les conduce hasta el despacho en el que les espera Sandra. Se cruzan con dos mujeres brasileñas y esposadas que caminan delante de un agente que les saluda rutinariamente con la cabeza. Carlos se pregunta hasta cuándo las autoridades españolas van a seguir actuando así, con los mismos métodos que manejaban cuando España tenía la ilusión de ser un país próspero, tratando a personas que lo han dejado todo atrás como si fueran delincuentes, ahora que muchos españolitos emigran a los países natales de esos mismos hombres y mujeres que buscaron un futuro mejor y se encontraron con la provinciana soberbia del nuevo rico.
Sandra se sorprende de ver a los dos policías, pero no demasiado. Intenta dirigirse en todo momento a Carlos, intuye que puede sacar más de él que de Violeta.
—Usted me dijo que si le contaba lo de los Úbeda, no me iban a deportar y míreme. Con un pie en Medellín y otro en esta cárcel. Eso me pasa por creerle a un puto tombo. ¿Qué carajos quiere?
Carlos le enseña a Sandra la foto de Éder.
—¿Le conoces?
—Claro.
—¿Quién es?
—¿Qué me gano si le digo…?
—Ayudar a esclarecer la muerte de la hermanita de María.
—A mí eso no me sirve pa’ una puta mierda.
Unos segundos de silencio son suficientes para que Violeta desista de su intención inicial de permitir que Carlos fuera, en esta ocasión, el poli bueno y el poli malo a la vez.
—¿Qué quieres a cambio de tu información?
—Lo que su compañero me prometió en El Lago Azul.
Sandra sostiene la mirada a la oficial de Policía con la seguridad de quien no tiene ya nada que perder. Esta se la aguanta mientras intenta determinar qué rasgos de una mujer bella dejan de serlo tras años de prostituirse. Saca su móvil y llama directamente a Ferrero.
—Tengo a una persona relacionada con los sucesos de El Lago Azul, internada en el CIE de Aluche… Nos puede facilitar datos importantes sobre el principal superviviente en el tiroteo del parque del Oeste… Ya sabe lo que le estoy pidiendo. Ok, perfecto. Gracias.
Violeta cuelga y gana en ese momento muchos puntos en la estima de Sandra.
—Esta noche duermes en tu casa. Ahora dinos, ¿a qué se dedica este cabrón?
Sandra duda si creerla o no. Si lo hace, tiene al menos algo que ganar, así que empieza a largar.
—Es…, o era, la mano derecha del Vergasanta.
—Pero ninguno de los que trabajaban en el burdel lo conocía —apunta Carlos mientras sigue sospechando que en la relación entre Violeta y Ferrero hay mucho más de lo que ella quiere contarle.
—Porque nunca iba por allá —contesta, entre incrédula y esperanzada, Sandra.
—¿Y tú de qué lo conoces? —sigue Carlos, contento de que la intervención de su jefa se haya limitado al aspecto más práctico de la cuestión.
—El Lago Azul no era más que la pieza menos importante del tinglado. Todas las chicas intentábamos salir de allí cuanto antes, que nos llevaran a trabajar en otros sitios donde una ganara más plata.
—¿A otros burdeles?
Sandra hace una pausa y se coloca el tirante del sujetador. Carlos la mira y ella se da cuenta.
—Fiestas privadas. Ya saben, muchas viejas culiando con pocos hombres. Este mexicano era el que le llevaba toda la logística a Vergasanta. Su hombre de confianza. El único con acceso a su agenda. El que controlaba sus contactos, el que nos pagaba…
—¿Hablaste con él?
—Lo indispensable. Cuanto menos contacto tuvieras con el entorno de Vergasanta, mejor.
—¿Y el tipo al que llaman Cristina? —pregunta Violeta.
—Ese iba y venía.
—¿De dónde era? —inquiere Carlos.
—Rumano. Solo trataba con Éder y con el Vergasanta. Yo diría que iba por libre.
—¿Sabes algo más de él? —Violeta deja que Carlos haga esa pregunta aunque se huele que la chica no sabe nada más del matón con nombre de mujer y decide callarse durante un rato.
—Que era tan gonorrea como el Vergasanta, pero más educado.
Carlos pega la espalda a la silla y continúa con el interrogatorio.
—Esas fiestas, ¿dónde eran?
—En casas individuales, en la costa, en Madrid… Depende.
—¿Pero había alguna a la que fueran más seguido?
—Déjame pensar… Una, sí. En San Sebastián de los Reyes, cerca de Madrid.
—¿Y te traían desde Murcia?
—Soy muy buena en lo que hago. Fue una lástima que no lo comprobaras.
Esta última frase se la dice a Carlos, pero Sandra mira a Violeta.
—¿Podrías decirnos exactamente dónde?
—Uf… Estaba detrás de un centro comercial muy grande… Diversia, o una mierda así.
—¿Quiénes eran los clientes?
—Manes.
—Ya, pero ¿alguna característica particular?
—Muy viciosos.
—¿Por qué? ¿Había menores en esas fiestas?
—No. La única menor que me he encontrado desde que llegué a España fue la que estaba en El Lago Azul la noche que nos conocimos.
Sandra se suelta el pelo y comienza a recogérselo de nuevo en una coleta. Violeta empieza a aburrirse y saca la foto del cadáver del pistolero causante de la escabechina durante el botellón sabatino. Se la enseña.
—¿Y a este? ¿Le conoces?
Sandra mira detenidamente la foto.
—No es fácil identificar a un muerto con media cara vuelta mierda.
—Tómate tu tiempo.
—¿También le destrozaron las huellas?
—No está fichado.
—¿No tienen otra foto mejor?
—¿Puede ser Cristina?
—Puede —admite Sandra devolviéndole la foto.
Violeta se levanta.
—Muchas gracias, eso es todo. En breve vendrán por ti para liberarte.
Carlos imita a su jefa. Sandra clava su mirada en la entrepierna del policía.
—Si cuando salga de aquí, quiere volver a hablar conmigo, ya sabe —le dice a Carlos mientras sube la mirada hasta sus ojos—. Lo único que tiene que hacer es evitar que yo tenga sed.
Pedro e Itzel le han dicho a Olga que su papá se queda en España porque lo contrataron pero que ellas se regresan para que no pierda el curso. La pequeña se lo ha creído, con lo cual Pedro tiene el mejor de los regalos posibles en esta última etapa de su relación con Itzel. Que su hija lo trate con normalidad, que le dé tristeza separarse de él pero carezca de la desesperación provocada por no saber cuándo ni en qué condiciones van a volver a verse.
«No pasa nada». Para los mexicanos, nunca pasa nada. En los hechos más violentos y atroces, la víctima siempre tiene la culpa por no haberlos evitado. O por haberse metido en líos. O por no haberse quedado encerrado en su casa. Nada habría pasado si el cadáver o la violada o el asaltado hubieran sido prudentes. Nunca pasa nada porque siempre les pasa a los demás, aunque estos cada vez se encuentren más cerca. Los mexicanos no quieren ver películas o series sobre el tráfico de drogas, en la televisión no se puede decir la palabra «narco» fuera de los informativos y en estos, las noticias más alarmantes aparecen siempre mezcladas y, por tanto, diluidas con otras intrascendentes o directamente falsas. El hallazgo de una fosa común en mitad del desierto con cuarenta y cinco decapitados va precedida de la crónica sobre una epidemia de piojos en una escuelita y seguida por el hallazgo de un niño al que los objetos de metal se le pegan en el pecho. No, los mexicanos no quieren ver dónde viven porque no podrían estar allí. Hacen lo que sea para tener una buena venda en los ojos, a ser posible con los colores de la bandera. No quieren ver la realidad para poder así seguir siendo patriotas.
Ahora mismo, a Pedro le gustaría ser lo suficientemente mexicano como para poder pensar que Itzel seguirá queriéndole y a su lado.
Carlos y Violeta comprueban si alguno de los inmuebles comprados por socios de Frensa S. L., o por alguno de sus accionistas o testaferros, se encuentra cerca del centro comercial Diversia.
—Tienen uno en una calle que se llama como tú. —Le hace un guiño Carlos a Violeta.
—Pide una orden de registro. ¿Nadie ha reclamado el cadáver del supuesto dealer de Éder?
—No. La Interpol no lo tiene fichado ni los camellos del parque del Oeste lo conocen. Voy a comprobar los posts nuevos de la web de los amigos de los niños… A ver si encuentro algo que nos ilumine.
—Carlos…
—¿Qué?
—Todas esas barbaridades machistas que escribes en tu falso perfil…, no las piensas, ¿verdad?
Carlos se sorprende y ríe.
—Claro que no. ¿Qué pasa? ¿Te parecen demasiado creíbles?
—Con lo que me cuentas de Yolanda… Un poco.
—Tranquila, Violeta. Puedo estar harto de mi relación pero eso no me convierte en un machista violento.
—Me alegra oír eso.
Carlos va hacia su ordenador algo preocupado por si resulta que en la apreciación de su jefa hay algo de verdad.
Esa tarde, Violeta se pasa por el edificio de apartamentos en el que apareció ahorcada María. El inmueble todavía sigue precintado aunque la policía no duda de que para verano ya habrá otros inquilinos que pongan una lámpara nueva en el salón, ignorantes de que la anterior se cayó al descolgar el cadáver de la antigua inquilina.
Se trata de un apartamento en el tercer piso de un edificio que hace años albergó una fábrica de cerveza y que fue comprado por un constructor que solo conservó la fachada de ladrillo, sintiéndose luego con poder y conocimientos suficientes como para alterar el mediocre proyecto del arquitecto de turno, sacando tres viviendas de donde estaban proyectadas dos y eliminando cualquier barrera al sonido.
El resultado fue eficaz para vender o alquilar rápidamente los habitáculos pero terrible si uno odia escuchar por la mañana, en el calor de su cama, los pedos del vecino en la ducha.
—Vivir aquí es como estar de camping. Sabes cuándo se acuesta el de arriba, cuándo se ducha el de abajo, cuándo ronca el de al lado y cuándo follan todos.
—¿Conocía a María, la rumana que se suicidó?
—Sí. Del ascensor… Coincidíamos en la frutería o comprando algo para cenar en el jamonal de abajo. ¿Quiere pasar?
Violeta entra en la casa de uno de los vecinos que compartían planta y ruidos con María. El hombre aparenta poco más de cincuenta años, la recibe en pijama a las cuatro de la tarde, en un piso lleno de cedés, discos duros, uvehacheeses, deuvedés, Blu rays e incluso algún láserdisc. El mueble que preside el salón está lleno de decodificadores y reproductores de todos los soportes. Una enorme televisión rodeada de altavoces preside la estancia en penumbra, a pesar de que debe de entrar bastante luz si se descorrieran las pesadas cortinas que cubren lo que Violeta deduce ha de ser un gran ventanal. Pero lo que más le llama la atención es que la cama está arrastrada hasta el medio del salón y colocada justo delante de la televisión. Tiene aspecto de no haber sido hecha en meses y está llena de cables, un portátil, un magnetoscopio, varios minitetrabrick de Cacaolat y restos de Donuts a medio engullir.
—Perdone el desorden pero estaba pasando películas que tenía grabadas en uvehacheese a deuvedé, aunque no sé por qué pierdo el tiempo, acabaré volviendo a comprarlas todas… No sé ya ni las veces que me he comprado El padrino en su soporte definitivo. ¿A usted no le pasa?
—Intento acumular lo menos posible.
—Ya, ya, pero es que a mí me gusta tenerlo todo… ¿Ve ese mueble de allí?
Señala una estantería en forma de barca que hay junto a la cocina.
—Son los cien mejores títulos que se desarrollan en el mar. Desde El pirata negro a las tres entregas de Piratas del Caribe. La verdad es que no me gustan nada, Johnny Deep cada vez actúa peor, pero las películas estaban en una lista y no quería que me faltara ninguna. Bueno, dígame. Me estaba hablando de la vecina… Una chica muy guapa, al menos hasta que se suicidó… No sé cómo se pudo matar una mujer estando tan buena.
—Eso es lo que estamos averiguando. ¿Conoce a este hombre? —Violeta le tiende al coleccionista compulsivo la foto de Éder—. ¿Le vio alguna vez por aquí?
—Sí, claro. Era su novio. O follamigo, porque cada vez que venía yo tenía que dormir con tapones. Al principio me hacía gracia, vamos, que me ponía cachondo escuchar tanto gemido, pero después de un par de meses acabé hasta los cojones.
—¿Está seguro? ¿Este hombre era el novio de María?
—Sí, claro que sí.
O los compañeros que habían levantado el cadáver e inspeccionado el piso habían hecho muy mal su trabajo, o alguien se había encargado de que no quedara ni rastro de Éder en el piso de su novia.
—¿Sabe algo más de él? A qué se dedicaba o…, cómo se conocieron…
—No, solo que era mexicano. Una vez le pedí que cuando fuera a su país me trajera tres películas del Indio Fernández que me faltan, pero pasó.
—¿Iba y volvía mucho?
—¿A su país o al piso de la difunta?
—A México.
—No lo sé.
—¿Recuerda la última vez que lo vio… o escuchó por aquí?
En el transcurso de la conversación, el coleccionista no ha parado de levantarse y sentarse, hacer montoncitos con los deuvedés dispersos, cambiar de sitio unas cintas de uvehacheeses…
—Déjeme pensar…
Mientras piensa, aprovecha para sacar un deuvedé de su caja negra y meterlo en otra exactamente igual.
—Sí, sí… Ya me acuerdo. Fue el día que salió la cuarta temporada de Breaking bad en Blu ray. Me acuerdo porque la tenía reservada en la FNAC y me avisaron de que ya podía ir a buscarla.
Violeta le enseña la foto del pistolero sin rostro pero tampoco lo reconoce. Saca entonces el retrato robot del Vergasanta.
—¿Y a este? ¿Le suena de haberle visto por aquí?
El coleccionista lo mira y responde con contundencia.
—No, a este no. El único hombre que frecuentaba a la rumana era el mexicano.
Violeta decide entrar a inspeccionar el piso de María. Se incorpora y le da su tarjeta al coleccionista.
—Cualquier cosa extraña que vea, o si escucha que hay alguien en el piso de María, por favor, llámeme.
—Claro que sí…
Violeta va hacia la puerta, dejando al anfitrión revolviendo en un cajón lleno de películas.
—Espere… ¿Quiere una copia de Training day? Es que me la he comprado dos veces sin darme cuenta.
—Eh…, sí. Muchas gracias.
El coleccionista se la da a Violeta con una sonrisa y la policía piensa que quizás para él esto es lo más cercano que ha estado de ligar en la última década.
—Le apunto mi teléfono en la caja… —Lo hace—. Para que me diga si le gusta. Es la primera gran película policíaca del siglo XXI.
—Claro, claro… Hasta luego.
Violeta se guarda la película en el bolso y sale del apartamento pensando que quizás una vida vivida a través de las películas sea mejor que una vida real. Aunque duda de que al vecino de María le interese de sus cintas algo más que acumularlas. Por suerte, ha agarrado las llaves del piso de la rumana antes de salir de comisaría.
El apartamento de la muerta tiene una estructura muy parecida a la de su vecino aunque, al no estar lleno de cosas, parece más grande. Violeta rebusca en los cajones, en los armarios, alguna prenda masculina, un cepillo de dientes, una fotografía, algo que denote el paso de un hombre por allí.
Pero no hay nada.
Carlos y Violeta, en el despacho de ella, siguen escribiendo nombres y uniéndolos con flechas en la pizarra Velleda que por fin les acaban de instalar.
—La autopsia no dejó ninguna duda de que nadie obligó a la rumana a ahorcarse. No había rastros de forcejeo ni de violencia… Nadie la obligó a ponerse la cuerda al cuello ni a subirse a la silla. Tampoco había restos en su organismo de ningún tipo de droga… —resume Carlos intentando prolongar al máximo la jornada laboral para no tener que ir a su casa y enfrentarse al morro torcido de Yolanda.
—Quizás fuera ella misma quien eliminó todo rastro de Éder antes de matarse —supone Violeta—. Para que no lo relacionáramos con él, para protegerlo. No contó con el vecino pajillero, claro.
—Vamos a ver… María estaba liada a la vez con el Vergasanta y Éder.
—Pero a su casa solo iba Éder. Porque era de quien estaba enamorada. El Vergasanta descubre que su novia está siéndole infiel con uno de sus empleados y, en su retorcida mente, piensa que lo mejor es acabar con su hermana pequeña.
—A la que María quería más que nada en el mundo.
—¿Cuándo salió a la venta la cuarta temporada de la serie esa?
—El 26 de marzo. Dos semanas después de la muerte de Luminita —contesta Carlos, que ya ha hecho la consulta en la web de la cadena francesa.
—¿Por qué Éder sigue yendo durante dos semanas a casa de su novia después de la muerte de la niña, suponiendo como debía suponer que era el siguiente en la lista del Vergasanta? —pregunta Violeta intuyendo que acaban de dar con una de las claves del asunto.
Pausa. A los dos se les ocurre la misma respuesta a la vez pero es Carlos quien la verbaliza.
—Porque se creyó la farsa montada por el chuloputas, se tragó que la muerte de su hermanita se debía a un ataque xenófobo. En eso no te mintió cuando la interrogaste.
—María no se suicidó hasta que el Vergasanta le dijo la verdad. Que Luminita había muerto por su culpa, por haberle sido infiel con Éder… Su mano derecha y el único que se atrevió a traicionarle.
Violeta se levanta de su mesa.
—Vamos a hablar otra vez con el mexicano.
Violeta y Carlos se dirigen hasta la prisión en la que el juez ha ordenado la prisión preventiva de Éder. Preguntan por él al funcionario de turno, que mira su ordenador y les da la peor noticia posible.
—Ha pagado la fianza y se ha ido esta mañana.
A Carlos se le ha ocurrido buscar en YouTube grabaciones del tiroteo en el parque del Oeste y ha encontrado dieciocho, de las cuales cuatro tienen una calidad de imagen lo suficientemente buena como para poder capturar unos cuantos frames en los que aparece el supuesto dealer de Éder en primer plano. Los ha convertido a un archivo con formato JPG y los ha aclarado con el Photoshop. El resultado: cuatro fotografías de la mole humana con la cara completa que, sin demasiada fe, ha hecho llegar a Interpol.
La madre de Pedro torpedea la línea de flotación de su hijo mientras Itzel recoge sus cosas y las de Olga cuatro horas antes de que despegue el avión que las llevará de regreso a la Gran Tenochtitlan.
—Tú no te preocupes por nada, hijo…, que yo te hago la comida y te lavo la ropa y te la plancho para que no eches de menos a Itzel; que no sé qué le ha pasado pero vamos, que a mí me gustaría que os arreglarais, pero tampoco es para ponerse así porque tú quieras venirte a vivir a España una temporada, después de tantos años que llevas en México porque… ¿Cuánto tiempo llevas, hijo?
—Diecisiete años.
—Fíjate, diecisiete años que hace que te tengo lejos de mí, y tu esposa no ha aguantado ni dos semanas y eso que aquí llueve menos, yo quiero que seas feliz pero con una mujer, pero así es que no se puede…
La madre de Pedro ha decidido que el motivo del conflicto conyugal es que Itzel no es capaz de corresponder con una estancia de un par de años el tiempo que él lleva a 9.073 kilómetros.
—Lo malo es la criatura, claro, Olguita, pobrecita niña…, a ver qué es de ella ahora. Cuando me dijiste que os veníais, yo pensé que era para que el angelito creciera en un sitio donde no colgaran decapitados de los puentes, pero mira, ¿sabes lo que te digo? Que vamos a plantarle cara. ¿Te acuerdas de mi amiga Patrito, la viuda del notario? Pues le he contado lo que te está haciendo tu mujer y me ha dicho que ni se te ocurra darles un euro hasta que hables con el señor Iturbe. ¿Te acuerdas del señor Iturbe, el abogado que siempre iba a tus cumpleaños?
No, Pedro no se acuerda de ningún señor Iturbe. De hecho, del discurso materno apenas llega a escuchar una docena de palabras sueltas, sus oídos están pendientes de cada ruido, cada movimiento, cada susurro en el cuarto donde su todavía esposa y su hija para siempre hacen las maletas.
—El caso es que Patrito le ha contado todo a su hermana y la mujer se lo ha explicado al abogado y que vayas a verle, que él te lo va a solucionar… Y por el dinero, no te preocupes, ya verás cómo encuentras una buena colocación. ¡Ay, hijo! Estoy tan contenta de que vayas a quedarte aquí conmigo… No sabes lo solita que he estado todos estos años.
La verborrea continúa sin interrupción una hora más, hasta que Itzel y Olga salen de la casa en la que Pedro creció. Este les acompaña hasta el taxi y se va a subir con ellas pero Itzel se lo impide con un contundente gesto manual.
—Que tengas suerte. Igual y hasta te encuentras a otra que te guste más que yo.
Esa es la frase que más le duele escuchar a Pedro porque sabe que no hay en el mundo otra mujer que le pueda gustar más que Itzel. Olga se baja del coche, rodea con sus bracitos escasos a sus papás y dice:
—No se van a divorciar, ¿verdad?
Cuando el coche se aleja, Pedro murmura para sí, como hacen los personajes de las telenovelas para que el espectador se entere de los sentimientos que el actor es incapaz de reflejar:
—Pero un abrazo no me podrás negar…
Pedro pasa el resto del día mirando al cielo: en cada avión que ve volando, imagina que viaja la única razón por lo que ha hecho todo lo que le ha llevado a perder a su mujer y su hija.
Carlos y Violeta llegan con la orden de registro en regla y el pertinente secretario judicial a un chalé situado en una urbanización donde apenas están acabadas dos de las residencias inicialmente proyectadas. Un buen lugar para pasar desapercibido, a pesar de la proximidad del centro comercial Diversia. A los policías les acompaña un juez, además de Matías y Poveda, que buscan todas las salidas posibles de la vivienda. Una vez que les comunican que hay dos (una delante y otra detrás) y que ya las tienen debidamente controladas, Violeta pulsa el timbre de la entrada repetidas veces sin que nadie salga a abrir. Carlos le hace un gesto al cerrajero, que les ha aburrido durante el trayecto con una disparatada teoría sobre lo que el Real Madrid debe hacer si quiere ganar la Liga, para que proceda a la apertura de la puerta. El hombre cumple eficazmente su trabajo y Violeta y Carlos entran en el inmueble.
El hedor a cadáver en descomposición es tan brutal que Carlos y Violeta se tienen que colocar un pañuelo en la boca. Un pastor alemán sale a su encuentro ladrando sin parar. Tiene el hocico manchado de sangre y restos de carne que Carlos prefiere pensar que no es humana. Aunque ladra, el perro no quiere atacarles sino llevarles hasta el garaje, donde el hedor es ya insoportable. La mascota se ha dado el gran festín con los tres cadáveres aunque únicamente se ha comido el rostro de uno de ellos. El segundo conserva solo uno de sus dos pies y una de sus dos manos. El otro tiene el vientre abierto pero la cara intacta. Violeta lo reconoce al instante.
—Hemos encontrado el cadáver del Vergasanta.
Las alegrías nunca vienen solas y los médicos del hospital murciano en el que se encuentra todavía ingresada la niña rumana prostituida que desencadenó el tiroteo en el burdel El Lago Azul acaban de dar su permiso para que la cría sea interrogada por la Policía.
—Voy a ir.
—No, Violeta, no quiero interferir más en la labor de la Policía murciana.
—Pero esa niña es parte del caso.
Violeta no se acaba de acostumbrar a que Ferrero le niegue algo.
—Por eso he pedido que me manden la transcripción del interrogatorio en cuanto lo tengan.
—Pero…
—No hay peros que valgan, agente.
Violeta siente la tentación de seguir insistiendo pero sabe que hay que elegir las batallas en las que se participa y eso es lo que hace.
—¿Cuándo crees que tendremos la traducción?
—Yo te aviso.
—¿Cómo se llama la pequeña?
Ferrero consulta un mail que ha mandado imprimir.
—Doina.
Desde la puerta, Violeta añade:
—Que le enseñen a Doina las fotos del supuesto camello del parque y de todos los implicados en el caso, por si nos puede dar alguna información extra.
Itzel respira profundamente el aire con olor a salsa de chile verde, totopos tostados y pollo que viene de la cocina donde su madre les está preparando unos chilaquiles para desayunar en la calle Raza de Bronce, colonia Lázaro Cárdenas, Tlanepantla, estado de México, a 30 kilómetros del centro de la ciudad. La madre de Itzel no le ha preguntado todavía qué sucedió en España, el porqué de la ida repentina y de la vuelta sin Pedro. Sabe que su hija se lo contará cuando sea oportuno, o no se lo contará nunca si así lo juzga necesario. En todo caso, es su vida y la de su nieta, no la suya. Su labor es querer a las dos y llenar su panza. Itzel comienza a pensar en lo que ha dejado atrás. Su amor, su matrimonio, el padre de Olga, el nuevo hijo que ya nunca tendrán. Por lo general, cuando alguien decide perder algo, lo hace porque juzga lo que gana como más importante. Pero Itzel no sabe todavía lo que va a ganar separándose de Pedro. Quizás tranquilidad, quizás seguridad. Duda, y lo hará todavía durante mucho tiempo, de si ha juzgado a Pedro con justicia, si fue demasiado dura al irse o demasiado laxa al permitirle que siguiera trabajando para Correa. O si debería haberle convencido para no subir al avión que les llevó a la decadente España. A Itzel le pasa esto siempre que se enfrenta a un momento trascendental en la vida. Duda de su propia percepción de las cosas, como si los hechos no tuvieran una versión real, objetiva y verificable sino que esta se modificara según ella se acercara a ellos con un ánimo determinado o con el opuesto. En su primera madurez, este rasgo de su carácter la desconcertaba y desgastaba mucho; pensaba una cosa y la contraria a la vez, siempre juzgando como acertada la opción descartada. Ahora sabe que esta relativización de su propia percepción de los hechos es un problema irresoluble, un bucle sin fin en el que es mejor no adentrarse. Y que lo único que indica es que necesita ayuda de un profesional.
Así que le pide dinero suficiente a su madre con el que acudir a un psicólogo que mueva los resortes necesarios en su cabeza para no volverse loca. Para saber si se ha equivocado o no. Quiere tener las ideas en orden por si, de repente, Pedro regresa y ella siente unas ganas enormes de matarlo y hacerle el amor, y ser su mujer de nuevo y olvidarle para siempre, y suicidarse y ser de nuevo su esposa.
Todo a la vez.
La Policía murciana ha tenido el detalle de acompañar la documentación sobre el interrogatorio con una grabación en vídeo. Doina está muy pálida y delgada, suda mucho y contesta con rapidez. Espera con paciencia a ser traducida y de vez en cuando incorpora a su discurso alguna palabra en español. Lo que más la impresiona a Violeta es su modo de mirar fijamente a la cámara, como si con sus palabras pudiera disparar contra quien la ha conducido a esa situación.
—Un día vino al parque donde íbamos a fumar un hombre diciendo que estaba buscando chicas de nuestra edad para darles una beca y que pudieran estudiar en España. Le llamábamos El Hombre Simpático. Decía que la beca lo incluía todo, los estudios, la estancia, la comida…, nuestro viaje y el de nuestros padres. Solo teníamos que acompañarle a un casting, superar unas pruebas y nos iríamos de Bucarest.
—¿Iba todos los días?
—No, de vez en cuando.
—¿Alguna chica se fue con él antes que tú?
—No, no… Pero una tarde apareció una muchacha que llevaba unas zapatillas Nike muy caras y un iPhone, y nos dijo que se los había comprado con un adelanto de la beca que le había dado aquel hombre.
La chica se calla. La policía guarda silencio, le permite que se tome el tiempo que necesite. Es una buena interrogadora.
—Mis amigas se fueron a su casa y yo me quedé hablando con aquella chica… Me dijo que sus padres estaban encantados de que se fuera a España a estudiar, que iba a vivir en una residencia solo para chicas. Llevaba en el teléfono unas fotos, se veía todo muy bonito.
—Y entonces apareció otra vez El Hombre Simpático.
—Sí. Y me dijo que iban a ir a una actuación, que les acompañara, que me dejarían en mi casa cuando acabara… Nunca debería haber subido a esa furgoneta.
—¿Qué pasó?
Ahora la oficial de Policía no ha tenido paciencia para respetar el silencio de la víctima.
—No fuimos a ningún concierto, me llevaron a una casa en las afueras de la ciudad… Yo quería irme, llamar a mi madre… Pero no me dejaron. Me tuvieron encerrada allí una semana, comiendo pan y sopa hasta que me subieron otra vez a la parte trasera de una furgoneta y…
Más lágrimas. Carlos mira a Violeta sin que esta se dé cuenta, y casi puede observar cómo se traga la ira.
—… no sé cuánto tiempo estuvimos viajando. Mucho.
—¿Ibas tú sola?
—No. Cuando entré había una muchacha búlgara, luego se subió una griega, una serbia… No sé. Si nos sorprendían hablando entre nosotras, aunque fuera por gestos, nos pegaban.
—¿Y la chica del iPhone?
—No la volví a ver.
—¿Y a El Hombre Simpático?
—Sí, a ese sí.
La policía saca la foto del cadáver del asesino del parque del Oeste.
—¿Era este?
La chica lo mira bien pero su negativa es tajante.
—No, no es él.
La policía murciana le enseña fotos de María, del Vergasanta… Pero Doina no identifica a nadie hasta que ve el retrato de los fallecidos hermanos Úbeda.
—Sí, estos sí… Eran los que nos daban las pastillas para aguantar toda la noche…
—¿Adónde se dirigía la furgoneta en la que ibais?
—Nos… nos llevaron a una playa donde… Bueno, había muchos hombres desnudos.
—¿Muchos?
—Sí… No sé. Bastantes.
—Pero no había mujeres.
—No, no. Solo hombres. El Hombre Simpático nos obligó a bajar y nos dijo que nos quitáramos la ropa y nos paseáramos delante de todo el mundo. Que nos bañáramos, que tomáramos el sol… Que no fuéramos tontas, que teníamos que perder la vergüenza antes de llegar a España. Nosotras no queríamos desnudarnos, no queríamos… Entonces apareció otra persona a la que solo habíamos oído hablar desde el interior de la furgoneta… Y nos arrancó la ropa y nos apuntó con una pistola…
—¿Ninguna de las personas que había en la playa os ayudó?
—¿Ayudarnos? No…
La chica se pone a llorar y Violeta para el vídeo. Carlos la mira y exclama un «joder» que pasa desapercibido para su compañera, con la mirada fija en el rostro congelado de la muchacha que acaba de salir del infierno. Luego le da de nuevo al play y continúa el relato. Más viaje, más hambre, más encierro, palizas, violaciones…, hasta que un día un cliente quiere hacerle pequeños cortes por todo el cuerpo para divertirse y ella grita, grita como nunca hubiera creído que era capaz de gritar, y tiene la suerte de que hay un policía cerca interrogando a una prostituta colombiana.
—¿Sabes cómo se llamaba El Hombre Simpático?
—No me acuerdo.
—¿Cómo se referían a él los demás?
—Era… era…
Silencio. Respeto.
—Era un nombre de mujer.
—¿De mujer?
—Sí…, pero no me acuerdo de cuál. ¿Lo he hecho bien?
Sí, niña, lo has hecho muy bien. Y, de premio, alguien estará intentando localizar a tu madre en este momento. Aunque si ella hubiera denunciado tu desaparición, todo habría sido mucho más fácil. Pero no se animó porque El Hombre Simpático le hizo llegar una buena cantidad de dinero a cambio de su silencio. Así que, lamentablemente, tu futuro, pequeña, dista de estar claro a pesar de tu inestimable colaboración.
Itzel lleva a Olga a la escuela más cercana, donde la han aceptado rápido ya que la abuela de la niña trabajó allí durante años como profesora de Historia. Por si acaso su exmarido lleva algo de razón en sus miedos y precauciones, Itzel la espera leyendo en un pequeño restaurante desde cuyo ventanal controla la puerta del edificio.
Desde que se regresaron, Olga está muy triste, apenas come, quiere saber si su papá va a volver, cuándo lo verá de nuevo. Itzel le dice que pronto, aunque sabe que su hija sabe que miente.
—¿Papá encontró una novia española? —le preguntó esta mañana mientras Itzel la peinaba.
Ojalá fuera ese el problema, pensó su madre. Todo transitaría por terreno conocido y ella sabría qué hacer. Itzel le dijo que no porque sabe que, en el fondo de su corazón, su marido nunca le ha sido infiel y no sería justo acusar de eso al único hombre de todos a los que ha amado que jamás le puso el cuerno.
Carlos y Violeta degustan sendos Bahama Mama que han pedido, como siempre, porque les gusta el nombre o la copa en que se sirve, no por los ingredientes, demasiado dulces en este caso.
—No lo sé, la verdad. Pero ahora cuando llego a casa, apaga la tele, desconecta la Blackberry y me pregunta qué tal me ha ido el día, me cuenta cómo fue el suyo… No tengo la sensación de que esté deseando acabar el trámite de atenderme para seguir atendiendo a sus amigos virtuales.
—Eso es que se ha dado cuenta de que te estabas hartando y se está haciendo la buenecita.
—¿Crees que le va a durar?
—Ya verás cómo te dice de ir a pasar un fin de semana a un balneario o a una casa rural o alguna gilipollez de esas.
Carlos se queda sorprendido por las habilidades telepáticas de Violeta. Toma un trago largo de su bebida antes de contestar.
—Pues mira, justo antes de salir de la comisaría estuve mirando ofertas para irnos un fin de semana a San Sebastián.
—¿Lo ves? Ese es tu problema. Que en cuanto Yolanda tiene un comportamiento digamos normal y deja de ser una borde todo el rato, tú te vuelcas y le das un premio.
—No, mujer… Ella es mi pareja y…, bueno, pues nos apetece estar bien juntos y hace mucho que no salimos de Madrid y…
—¿Sabes lo único que consigues con eso? Que se relaje, que entienda que si la recompensas por hacer lo que cualquier pareja debe hacer entonces puede volver a ser una borde al menos hasta que te vuelvas a mosquear.
—Eso es muy retorcido.
—Por dios, es obvio.
Violeta se acaba el Bahama Mama y pide otro al camarero. Le dice a Carlos si él también quiere pero este aún no se ha acabado el suyo.
—Deja de sentirte culpable porque Yolanda esté contigo, o cuando hace alguna cosa por ti. No te está haciendo ningún favor, ¿sabes?
Carlos se queda congelado ante el psicoanálisis que le acaba de hacer Violeta, a la que ya traen la nueva bebida y le retiran la anterior.
—¿Folláis?
Así, a bocajarro, es como mejor se consigue información, descolocando al interrogado.
—Pues…, hemos pasado una temporada mala pero de una semana a esta parte… La verdad es que muy bien.
—¿Ves? Ahí tienes la prueba. Te corta el grifo hasta que ya no puedes más y entonces afloja un poco para que no te marches. Tú te quedas tranquilo, piensas que todo se ha arreglado y en agradecimiento te gastas la pasta en pinchos y zuritos. Es una forma de prostitución, bien mirado.
Carlos no contesta y se acaba de un tirón el Bahama Mama mientras le hace un gesto al camarero pidiéndole otro.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
—Porque yo hacía lo mismo.
Esa noche están en el Mauna Bora hasta que casi les echan y el policía solo recibe un whatsapp de Yolanda diciéndole que se tome la copa con tranquilidad, que ella se mete en la cama a dormir porque está cansada. Lo que no hace sino probar que las teorías de Violeta son, o pueden ser, retorcidamente reales.
Cuando Carlos llega a casa, Yolanda ya está en la cama y él piensa en lo que le ha dicho Violeta. Siempre tiene que ser él quien la abrace, siempre él quien proponga planes, quien quede con amigos o anime a ir a un concierto.
Nunca podrá entender cómo buena parte de la población que trabaja de lunes a viernes dedica el sábado a limpiar y a hacer la compra, y el domingo a sentarse delante de la televisión. No se tiene por una persona especialmente culta, no va al teatro ni ve las películas con subtítulos, ni le gusta el jazz ni la ópera. Pero sí le gusta ir a conciertos de rock y pasear y montar en bicicleta y descubrir bares nuevos, cosas que hacía con Yolanda cuando la conoció en el instituto y que lo llevaron a enamorarse de ella, y que ahora, que viven juntos, Carlos hace siempre solo o en compañía de algún amigo o primo pero no con su novia, que prefiere quedarse en casa, en penumbra, dormitando con el mando a distancia en la mano.
Carlos revisa rutinaria y rápidamente si le ha llegado algún mensaje procedente de alguna de las páginas en las que ha ido tendiendo los cebos a los pederastas. Hay cuatro, nada relevante, y se va a ir a la cama cuando el sistema le avisa de que le acaba de entrar un nuevo mail. Lo abre, es un link. Carlos hace click sin temor a los virus y en su pantalla aparece la página llamada www.lahoradelavenganza.net, en la que hombres cabreados con su novia, esposa o ex se dedican a colgar fotos de «las mujeres que nos jodieron» desnudas, en el baño o en situaciones sexualmente comprometidas. Los rostros de ellos aparecen borrosos o pertenecen a los amantes con quienes les pusieron los cuernos a los que han colgado el documento gráfico. Junto al logo de la web, un llamativo botón rojo que invita al usuario a vengarse de la parienta.
Carlos, quizás, nunca lo habría hecho si no se hubiera pasado con los cócteles polinesios esa noche, pero una sonrisita aparece en su cara mientras rebusca, entre los cedés que tiene escondidos en el cajón del escritorio, aquel que contiene unas fotos que le hizo a Yolanda durante un fin de semana en el Parador de Cuenca, desnuda sobre la cama, abierta de piernas, esperándole.
Luego le da al botón que reza «Subir archivos» y se va a la cama con esa alegría maliciosa.
Hay al menos doce cuerpos desnudos, sudorosos y mezclados sobre la cama redonda. Gimen, se acarician, se masturban, se chupan, se penetran. Cuando Violeta salga al amanecer del club Eclipse, será incapaz de saber con cuántos hombres ha follado. Ya estaba un poco ebria cuando entró y ahora lo está más aunque, como siempre, nadie se da cuenta. Su mirada se concentra en detalles aislados del espacio en el que está, una metonimia sexual mezclada con orgasmos que no siempre llegan. Una mancha de humedad en el techo, semen cayendo en sus pechos, un trozo de la colchoneta verde de gimnasio que hay debajo de las sábanas bajeras, un pezón femenino pellizcado hasta el enrojecimiento, un cuadro de Buda en colores psicodélicos, un kleenex arrugado que nadie evita, una pulsera prendida con la llave del guardarropa en una muñeca, un clítoris demasiado cerca de su boca, unas bragas sin dueña, una pareja y tres hombres vestidos mirándoles al otro lado del proscenio sexual.
Violeta se incorpora, repta para salir de la masa de cuerpos, necesita apartarse un rato a fumarse un cigarro. Una de las cosas que le gustan de los clubs liberales es que permiten fumar dentro; no sería muy lógico que te obligaran a salir para hacerlo a la calle, en chanclas y con la toallita alrededor del cuerpo. Se incorpora y va a un sofá cercano, saca un cigarro, lo enciende y se relaja fumándolo. En ese momento, pasa la encargada del local ofreciendo la empanada gallega que porta en una bandeja. El frenesí sexual da hambre y el origen pontevedrés de los dueños del local hace que, a mitad de la madrugada, ofrezcan a sus clientes y amigos una empanada de atún. Violeta agarra un trozo y se dirige hasta la barra, donde pide otra cerveza. Decide quedarse sentada en un taburete, comiendo, bebiendo y fumando en un entorno donde eso es lo último que cualquiera esperaría hacer.
La pesada cortina roja que separa la entrada del resto del local se corre para dejar pasar a una nueva pareja dispuesta a jugar con las fronteras de su confianza. Violeta les mira de reojo. Él es un tipo de la edad de Carlos, más guapo. Ella es un poco más joven, más alta, va cuidadosamente maquillada; la falda, muy corta y estrecha; la blusa, muy ceñida y abierta; la melena, suelta.
Es Sandra, también conocida como Roxana en los burdeles de España.
Violeta la reconoce de inmediato aunque ella no la ve.
La pareja desaparece camino de los (des)vestuarios.
Violeta agarra otro trozo de empanada y se acaba la cerveza. Se fuma otros dos cigarros mientras les dice que no con la cabeza a dos tipos que le proponen follar. Luego va al baño, que es mixto, y eso la incomoda. Orina y regresa a la cama redonda. Hay nuevos cuerpos sobre las colchonetas de gimnasio. Violeta se queda de pie frente a la orgía. Busca con la mirada a Sandra, pero es ella quien la encuentra.
Las dos mujeres se miran.
Sandra/Roxana extiende su mano.
Pedro ha conseguido un trabajo ayudando a cargar y descargar muebles a un ecuatoriano que le toma prestada la furgoneta a su jefe los fines de semana para hacer mudanzas. Pedro no está en forma y los huesos se le resienten, pero es lo único que ha encontrado y lo ha aceptado en espera de algo mejor. Además, es la excusa perfecta para descansar del acoso de su madre los sábados y domingos. De lunes a viernes, va a un cibercafé a hacer un curso gratuito de Community manager on line aunque no puede parar de mirar compulsivamente el correo, el Facebook, el Twitter y el Skype a la espera de que Olga o Itzel se pongan en contacto con él, contesten alguno de sus mensajes, le envíen una foto o una prueba de que están bien, de que sus miedos eran tan excesivos como su precipitación. Ha hablado una vez con ellas. Itzel le pasa enseguida el teléfono a su hija, que es la que le cuenta y pregunta cuándo va a volver.
Interpol por fin identifica al pistolero del parque del Oeste como un sicario hondureño buscado por el FBI por el asesinato de varios agentes de la DEA en Arizona, y sospechoso de haber cometido varios más en México. Estuvieron a punto de pillarle en 2008 pero se les escapó y la pista se perdió hasta ahora.
—O Éder lo estaba contratando en el parque para que matara al Vergasanta o le estaba pagando el trabajo. Lo sabremos cuando tengamos la autopsia con el día de la muerte —informa Carlos a Violeta.
—Pásale un informe al juez y que emita una orden de busca y captura contra Éder por sospechoso de inducción al asesinato. Y quiero dos patrullas, una en la puerta de su domicilio, por si al tipo se le ocurre regresar, y otra en el chalé donde encontramos el cadáver.
—¿Dónde crees que están las chicas que llegaron con Doina a España?
—Me conformaría con que estuvieran vivas. Joder, estamos ante una red internacional de tráfico de menores, no podemos fallar.
Éder lleva tres días metido en una pensión de la calle Carretas, hace tiempo que aprendió que el mejor lugar para esconderse es uno rodeado de un montón de gente, de ciudadanos que van a comprar o a mirar las rebajas, o que llegan cargados con un trolley, un plano y mucho despiste a pasar un par de días en la capital. De todas formas, sale poco, no quiere que lo vea un policía y pueda reconocerlo. Por supuesto, no piensa presentarse a sus citas con el juez.
Pero no son esas las amenazas que más le preocupan, aunque sean las más cercanas. Lo que le quita el sueño es lo que lleva pasando en México desde que Correa le habló encolerizado porque el maldito taxista se la jugó y puso en libertad a las niñas que tenía que transportar desde Tapachula al Distrito Federal.
«Qué poco práctico es tener principios», pensó Éder cuando su jefe le contó que, apenas se dio cuenta de lo sucedido, mandó a unos hombres a la casa de Coyoacán que había alquilado para tener al taxista comiendo de su mano y lo único que encontraron fueron señales de que sus habitantes la habían abandonado a toda prisa, lo que quería decir que el español había sacado rápidamente de allí a sus dos mujeres ante la evidencia de que sería el primer sitio en el que su empleador las buscara.
—Si están en México, los vamos a encontrar nosotros. Pero si se fueron a España, vas a buscarlos tú.
Putas las ganas que tenía Éder de ponerse a buscar y ¿matar? al gachupín y a su familia, teniendo como tenía algo más importante entre las manos. Vengarse del cabrón que había provocado el suicidio de la única mujer que a Éder le había importado en la vida: María.
No pensaba en otra cosa desde mucho antes, desde que supo que el hijo de mala madre de Vergasanta era el responsable de la muerte de Luminita. Nunca jamás creyó que podría sentir por alguien lo que sintió por María el tiempo que estuvieron juntos. Nunca pensó que pudiera jugársela por un ser humano que no fuera él mismo, y menos por una prostituta. Hasta ese momento, las viejas habían sido para Éder material de usar y tirar, una mercancía que se compra con dinero o promesas falsas. María le hizo actuar como nunca pensó que podía actuar. Jugársela, no para conseguir dinero o coches o joyas o drogas, sino para salvar a una mujer de los brazos del mayor cabrón de la Europa del Este. En cierta forma, arrebatarle la chica al Vergasanta era su manera de hacer justicia.
De redimirse.
Éder sabía que no podía contar con nadie en su sagrada misión. Y sabía también que se iba a meter en serios problemas con Correa al matar al tipo en quien el mexicano tenía fijadas todas sus esperanzas para la expansión internacional del negocio. La idea del dueño del burdel de la calle Nilo al mandarle a España era ganarse la confianza del rumano para después asociarse con él. Organizar «fiestas» con menores empezaba a ser demasiado complicado en la sobreprotectora Europa y la idea era llevárselas a México, donde la ley y la Policía tienen un precio más asequible.
Por eso, Éder había decidido contratar al sicario hondureño. Que el asesino del Vergasanta fuera un pistolero a sueldo lo dejaba a él, al menos por un tiempo, fuera de toda sospecha y con margen suficiente como para restablecer la relación con quien le facilitó conocer la vieja Europa. Un plan quizás en exceso optimista, pero Éder veía posible acabar con el Vergasanta y seguir trabajando para Correa.
O, yendo más lejos, reemplazar al rumano y hacerse con su negocio sin que el dueño del burdel de la calle Nilo se enterara nunca de la verdad.
Pero todo se había ido al carajo cuando, mientras iban hacia el coche a cerrar el trato, el sicario hondureño se puso nervioso y unos policías les estaban siguiendo.
Lo primero que pensó Éder mientras lo esposaban en medio de la balacera del parque del Oeste fue que no podía ir a prisión ni siquiera de forma preventiva. El Vergasanta se las apañaría para acabar con él en el reclusorio como ya había acabado con los hermanos Úbeda. La única opción para sobrevivir a esta historia era echarse al Vergasanta y hacerlo con sus propias manos.
Localizarle fue fácil. Sabía, por el tiempo en que había estado trabajando para él, que dormía, como se dice que hacen los dictadores que temen por su vida, una noche en cada una de sus propiedades. Éder no sabía cuántas eran, pero sí que su favorita era la casa que está detrás del mall Diversia, en la urbanización abandonada a medio construir.
Cargó el AK-47 que estaba deseando usar, la Cop Calibre 357 Magnum de cuatro cañones y víveres para una semana y esperó pacientemente dentro del coche a que el cortejo de Vergasanta apareciera. Lo hizo el segundo día. Llegó en un Honda Civic muy discreto, pero Éder lo identificó porque ese coche lo había conducido él muchas veces. Esperó a que entrara en el garaje y, antes de que los guaruras pudieran ubicarse en las puertas delantera y trasera, fue hasta la ventana por la que entraba la luz en el estacionamiento. Asomó la cabeza y no le tembló el pulso cuando le reventó el pecho al Guardiola, con quien había mantenido interminables discusiones futboleras. Tampoco le costó demasiado disparar sobre Arvydas, el otro de los guaruras, un lituano que conocía a todos los porteros de discoteca de Madrid y gracias al cual habían podido beber tequila Don Julio al precio de José Cuervo.
Después de matar a alguien, lo único que es capaz de escuchar el asesino son los jadeos de los moribundos. Los gritos de los que están alrededor, las carreras, el desconcierto… se desvanecen. Solo la agonía es audible, durante unos segundos. Por eso cuando la Policía aparece demasiado pronto, encuentran a menudo al homicida paralizado con el arma en la mano. No es que esté en shock por lo que ha hecho ni que tenga nada parecido a los remordimientos de conciencia. Es que está admirado, superado por los gritos progresivamente dispersos de los moribundos que se adentran en el otro lado.
Éder solo se concedió dos segundos de placer antes de vaciar el cargador de su cuerno de chivo sobre el Vergasanta, que no tardó en salir con el arma en la mano. El mexicano le dio en las piernas, luego en los brazos, y finalmente repartió equitativamente las balas que le quedaban por todo su cuerpo.
Éder acababa de hacer realidad la vieja aspiración de todo empleado de matar a su jefe.
Si hubiera creído en el cielo, habría visto a María sonriendo mientras le tapaba los ojos a Luminita.
El mexicano con aspiraciones e iniciativa registró el cadáver agujereado del Vergasanta y le robó su iPhone lleno de contactos que podrían resultarle útiles para la segunda parte de su plan. Luego se fue tan rápidamente de allí que no vio a un entrañable y hambriento pastor alemán entrar al garaje y relamerse al acercarse a los muertos.
Tampoco se dio cuenta de que un segundo coche estaba aparcado quinientos metros más allá, con un tipo en su interior decidiendo cómo podía sacar beneficio de lo que estaba ocurriendo dentro del chalé.
Éder se ducha en el cuarto de baño compartido de la pensión que le da cobijo cuando escucha que alguien entra y cierra la puerta de golpe.
—Está ocupado.
La cortina de la ducha se corre y un subfusil Scorpio se apoya suavemente en su nuca.
—¿Por qué lo has hecho?
Quiere darse la vuelta pero sabe que no es muy prudente hacer nada sin permiso cuando tienes un cañón apuntándote.
—¿Puedo cerrar la llave y voltear?
—De momento, solo cierra el grifo.
Éder obedece y empieza a sentir mucho frío en el cuerpo.
—¿Por qué mataste al Vergasanta?
Éder cree reconocer la voz, el acento rumano, apostaría a que la mano que sostiene el arma es enorme y que su propietario tiene un absurdo nombre de mujer.
—¿Cristina?
Su cerebro empieza a funcionar a toda velocidad. Había conocido a Cristina en México, cuando este había llevado a varios europeos de fiesta por allá. El taxista también lo conoció, pinche puto, aparece por todos lados. Cuando Éder llegó a Europa, había tenido tratos con Cristina enseguida, fue él quién le allanó el camino para convertirse en el hombre de confianza de Vergasanta. Luego iba y venía, traía chicas, clientes del extranjero…, pero nunca se quedaba demasiado tiempo en España. Si Cristina sabía que se había bajado al Vergasanta es porque estaba cerca cuando lo mató. Si le hubiera sido completamente fiel, ahora la sangre de Éder estaría yéndose por el desagüe. Cristina habría intentado que su socio o jefe no muriera. Pero había permitido que se fuera al infierno, luego lo había buscado a él, lo había encontrado y eso solo podía significar una cosa.
Que hay posibilidades de negociar y salvar el pellejo.
—¿Quieres parte del negocio? —le dice Éder mientras se gira despacio quedándose completamente desnudo frente a una Cristina a la que jamás se le ocurriría cogerse.
Ferrero se hace un repaso a la barba en la peluquería de Fernández, en lo más profundo de la comisaría de Leganitos, mientras Violeta le muestra cómo titulan los periódicos la noticia de la muerte de Vergasanta.
—Dime que no habéis sido vosotros.
Ferrero mira a Violeta a los ojos dejando los periódicos que esta le ha traído encima de las tijeras y cuchillas del policía barbero. Violeta niega con la cabeza y Ferrero sabe sin palabras que ahora todo puede ser un poco más fácil de cara a jueces y burócratas.
Desde que regresó a México, Itzel no ha tenido la más mínima sensación especial de peligro. No ha habido ni llamadas ni presencias amenazantes a su alrededor. Todo está como siempre y empieza a pensar en decírselo a Pedro la próxima vez que llame, más que nada para hacerle ver que ella llevaba la razón y no merecía la pena arruinar la vida de tres personas con una mudanza apresurada. Las, todavía escasas, sesiones con la psicóloga le ayudan a separar la huida apresurada de sus sentimientos por su ya exmarido. La primera no es sino el detonante de la ruptura, pero no el motivo de esta. Itzel había roto con Pedro porque este cruzó toda línea moral con tal de ganar dinero. Quizás ella lo presionó demasiado a este respecto, pero nunca pensó que su pareja pudiera llegar a convertirse en un delincuente. Al menos en «ese» tipo de delincuente.
Ahora se siente algo más segura, ya no le duelen tanto las cervicales y hay noches en las que incluso duerme del tirón. Su mamá las mantiene de momento a las dos y sigue sin hacer preguntas.
Se van a quedar en Tlanepantla un ratote.
Correa ha creído a Éder cuando este le ha dicho que la muerte del Vergasanta se ha debido a rencillas internas y que quienes lo mataron están muy abiertos ahora a una posible colaboración transnacional. Al fin y al cabo, el dueño del burdel de la calle Nilo no tiene ni idea de su relación con María.
Éder acaricia por primera vez la posibilidad de hacerse millonario y no traficando con cocaína o marihuana, como la mayoría de sus colegas norteños, sino con algo mucho más divertido: mujeres.
Si dentro de un tiempo tiene que acabar con Correa y Cristina será porque ha llegado el momento de ser su propio jefe.
Pero antes queda mucho trabajo que hacer.
Con pocas horas de sueño, Carlos abre el Mozilla Firefox (se niega a usar el Explorer, nunca entenderá que alguien se pueda hacer tan multimillonario como Bill Gates vendiendo un producto tan negligente como Windows y, por añadidura, todo lo que tenga que ver con Microsoft) y entra para revisar qué hay de nuevo, si alguien menciona al Vergasanta y eso les puede llevar a algún lado.
Carlos se ha acostumbrado ya al intercambio de barbaridades hasta el punto de que algunas de estas le resultan divertidas. Como Ygor88, que está indignado porque su novia le acaba de regalar a su hermana los sujetadores con los que él lleva obsequiándole durante dos años de noviazgo; o como Impresionante Lalo, que se ha gastado toda la herencia familiar en una dominatrix que le ordena ingresar en su cuenta más y más dinero si quiere seguir recibiendo palizas; o como Alumno Orgulloso, que confiesa masturbarse en la piscina de su cuñada minutos antes de que sus sobrinas adolescentes se metan a bañar y recomienda a todos sus seguidores que hagan lo mismo, siempre que dispongan de sobrinas con acceso a piscina.
También entra en www.lahoradelavenganza.net para ver cuántas visitas tienen las fotos guarras de Yolanda y no llegan a la docena. No sabe si se alegra o no de ello, pero ha suspendido el viaje a San Sebastián con la excusa de que tiene mucho trabajo.
Carlos rastrea las conversaciones buscando alguna referencia al Vergasanta hasta que, al final del hilo de una de ellas, aparece algo que llama la atención del compañero de Violeta. Un tal Ansioso69 asegura que Vergasanta no está muerto, que es una maniobra de la Policía. Carlos le pregunta por qué dice eso, él ha visto la noticia en todos los medios de comunicación. Ansioso69 está en línea y contesta que él sabe que no está muerto. Carlos intenta tirarle de la lengua pero Ansioso69 se desconecta rápidamente.
Les pasa a todos los policías, a veces se quedan enganchados a una pista a pesar de que no existan motivos lógicos. Carlos utiliza un nick nuevo y empieza a colgar posts en los que pregunta si creen que es verdad que Vergasanta está muerto. A las dos semanas, le contestan Alboroto y Suciox. El primero dice que sí porque ha salido en la televisión (sic). Pero el segundo asegura que verá al rumano en breve, lo cual es evidentemente imposible.
CARLOS: Ah…, ¿sí? ¿Dónde? Me encantaría conocerle en persona.
SUCIOX: Es un evento privado.
CARLOS: Tengo dinero.
SUCIOX: ¿Cuánto tienes?
CARLOS: ¿Cuánto hace falta?
SUCIOX: Mucho.
CARLOS: ¿Para ti o para él?
SUCIOX: Para que te dejen entrar.
Carlos tiene que acertar a la primera con la siguiente pregunta. Si es demasiado obvio, el tipo que está al otro lado del chat puede sospechar que está hablando con un poli. Si no lo es, se le puede escapar una información básica. Así que se la juega.
CARLOS: Ya he entrado otras veces y él nunca está. ¿Cómo sé que ahora sí?
SUCIOX: Porque esta vez va a ser distinto.
CARLOS: ¿Más exclusivo?
SUCIOX: Más exxxxxxxxxxxxxxxxclusivo…
Y varios smileys riéndose. Carlos se la juega.
CARLOS: ¿Me llevo bombones para las niñas?
SUCIOX: Prefieren los caramelos. Les encanta chupar.
Suciox desconecta. Carlos se levanta corriendo de su mesa y busca a Violeta, que está haciendo prácticas de tiro en la galería subterránea. Al verle llegar se quita los cascos, le basta con ver el rostro de su compañero para saber que hay noticias frescas.
—Alguien ha tomado el relevo del Vergasanta.
—Qué rapidez…
—Están organizando una fiesta… Con menores.
Éder y Cristina ya lo tienen todo ultimado. Han rentado una casa perdida en la Sierra pobre de Madrid por tres días. El primero lo emplearán en prepararlo todo y el último, en limpiar toda evidencia de lo que pasará en el segundo.
Cristina parece tener controlados a todos los hombres que trabajaban para el Vergasanta o al menos eso dice.
Solo les faltan las niñas, sin eso no hay fiesta. Cristina no está del todo convencido de que la asociación con Correa le vaya a traer más beneficios que problemas, y de alguna manera, Éder sabe que este primer evento conjunto es una prueba para él y para Correa. Si sale bien, Cristina y toda su red de contactos VIP se asociarán con ellos. Si no, él tiene los días contados aquí y probablemente en México. Lo supo desde el mismo momento en que Cristina le dijo sonriendo:
—Encárgate tú de que las chicas lleguen a tiempo.
Cristina y sus contactos ya tienen la mercancía preparada y solo hace falta ir a recogerla a Irún.
—Acudiré yo personalmente —se ofrece Éder a Correa.
—No. Yo me encargo.
Itzel relaja poco a poco las precauciones, ya no espera a Olga en el restaurante de enfrente; ha ido varias veces al centro de la ciudad, pasea sola por zonas muy frecuentadas e incluso acompañó a su madre a Granaditas a comprarse unos zapatos. Granaditas es una de las muchas zonas de las que se compone el barrio de Tepito, una de las partes del DF que más fascinaba a Pedro, un área encerrada en sí misma, en el mero centro, y dedicada en su casi totalidad al mercadeo. Un laberinto de lonas de colores donde hay que saber cómo encontrar cada artículo. Y Granaditas es el sitio para comprar zapatos baratos, incluso boutiques de la muy exclusiva colonia Condesa adquieren aquí a bajo precio unidades a las que luego les cosen la etiqueta con el logotipo de su negocio y venden cuatro veces más caras en las calles Tamaulipas o Alfonso Reyes.
Aunque hay que tener cuidado si vas con niños, a Itzel le gustaba llevar a Olga a comprar a Tepito; para una chamaca es un auténtico parque temático de antojitos, de cosas que le gustan ahora y de otras que adivina querrá adquirir en unos pocos años. La pequeña cada vez tiene más opinión acerca del calzado que su madre se compra e incluso se prueba a veces ella misma alguno, a ser posible con un poco de tacón aunque luego a Itzel le cuesta un triunfo convencerla de que con once años no tiene porqué someter los tendoncitos de sus pies a prueba alguna de resistencia.
Se ha atrevido a sacar a su hija de Tlanepantla e ir juntas, como cuando no pasaba nada, a Tepito. Era nada más dar un paseo, no quieren gastarse el dinero que no tienen, pero la madre y abuela insistió en darles seiscientos pesos para gastarlos en lo que se les antoje y hay decisiones que no se deben discutir. Tras varias horas de comprar cosas pequeñas (bisutería, ropa interior, películas pirata) en los puestos más cercanos al Eje Oeste, Itzel y Olga se encaminan a la calle de los peluches y juguetes. Los primeros tienen un tamaño descomunal incluso para un adulto, ni que decir tiene para un niño. Los que imitan a los personajes de moda, los Angry birds o Scratch, denotan a menudo su origen bastardo y fayuquero, pero los eternos osos, perritos y monos de trapo siguen siendo irresistibles.
Como la culebra que acaba de comprarle a Olga y que la niña se pone al cuello como si fuera una estola, le asoma por el hombro derecho la enorme cabezota de ojos gigantes. Olga se ríe cuando la gente la mira por la calle, alguno incluso aprovecha la situación para decirle a la madre una grosería: «Yo tengo una culebra más grande», o «Si quieres culebra de verdad, vamos al hotel». Itzel espera que su hija no entienda lo que dicen los marranos, aunque la niña ya no se asusta como antes e incluso una vez llamó «cerdo» a uno de los espontáneos.
—Nunca hables con los marranos, ¿entendiste? Si se te acerca uno, vienes y me dices.
—¿Y si tú no estás?
—Se lo dices al adulto que esté contigo. La abuela, la maestra o quien sea…, ¿sí? Pero nunca dejes que se te acerque ninguno. Y menos que te toque, ¿entendiste?
—Ok.
—¿Palabra del osito Bimbo? —le pregunta Itzel levantando la mano en señal de juramento—. Mira que es bien sagrada…
—Palabra del osito Bimbo.
Luego comen las dos unos tacos de suadero con Boing de durazno en un puesto que está nada más salir del mercado de muebles de La Lagunilla. El taquero se alegra de volver a verlas y se los pone con todo menos cebolla. Pueden pasar una hora allí, sentadas, viendo pasar a la gente, jugando a imaginar de dónde vienen o adónde va cada uno. Hoy es el día del Santo Niño de Atocha y hay muchas personas, sobre todo señoras, que cargan con un niño Jesús como el de los Belenes en dirección a la iglesia de San Hipólito. Entonces es cuando Itzel se pone triste porque se percata de cuántas cosas hay escondidas en la ciudad dispuestas a recordarle a Pedro y lo feliz que fue con él.
Lo que más le gusta a Itzel cuando lleva a Olga a Tepito es saber que ese paisaje sonoro, olfativo y visual en el que se mezcla la electrocumbia con el cilantro, el maquillaje barato con los ciento veinte capítulos de la última telenovela en doce deuvedés, las sudaderas de motivos grafiteros con las falsificaciones de colonias, los licuados servidos en bolsas de plástico con imágenes de la Santa Muerte, permanecerá para siempre en la memoria de su hija, que recordará a su mamá cada vez que vaya a comprar allí cuando sea mayor, al igual que ella recuerda ahora a Pedro, que le enseñó a ver este ambiente con ojos extranjeros.
Unos ojos que ya no ven por ella, y por eso la ciudad le parece desenfocada.
Olga quiere un esquimo de postre e Itzel no puede negárselo, pero se está haciendo de noche, en el DF las comidas no marcan el ritmo de nada, se puede comer a cualquier hora, desayunar por la tarde o cenar por la mañana, e Itzel no quiere estar en Tepito ni cerca cuando ya no haya luz de día y le dice a su hija que el esquimo se lo compra mejor en el mercado que hay cerca de casa de la abuela.
—¿Nos queda algo de lana? —pregunta la pequeña.
—Nos queda.
Así que regresan en coche y paran en El Jaral, que a esa hora ya está cerrando aunque el puesto de esquimos sigue felizmente abierto.
Pedro llega a su casa tarde y cansado y se encuentra con un regalo encima de la mesa del salón. Muy alborotada, su madre le dice que lo ha comprado para él, que lo abra, que lo que hay dentro le va a encantar. Pedro obedece, intenta simular expectación pero no lo consigue. Se trata de un ordenador portátil con un modem USB para conectarse a Internet.
—Es el mejor que tenían de oferta. Lo he sacado con la condición de que si no te gusta, te lo cambien. Pero vamos, que es de El Corte Inglés y ya sabes que los vendedores de El Corte Inglés no mienten y si dicen que es bueno es porque es bueno. Aunque yo no entienda de informática, no me van a engañar, me conocen…
—Mamá, de verdad, no hacía falta…
—Déjate, déjate, que así no tienes que irte a la «internetería» esa tan sucia de abajo. ¿Estás contento?
Pedro asiente y le da un beso a su madre.
—Sí, mucho. Gracias, mamá.
—De todas formas por aquí debo de tener el ticket por si quieres cambiarlo.
La madre de Pedro rebusca en su bolso sin encontrar el resguardo de la compra, como siempre le pasa cuando intenta encontrar algo en las profundidades de su inseparable compañero colgante.
—Otra cosa… No sé si te lo he dicho, me voy con el señor Iturbe una semana al balneario ese que hay en La Rioja.
—No, no me lo habías dicho. ¿Con el abogado de Patrito?
Pedro no puede reprimir una sonrisa.
—Está bien, mamá.
—Me da cosa dejarte solo, pero es que lo pagamos hace ya meses.
—No te preocupes.
—De todas formas, yo te dejo comida congelada para que tengas solo que calentártela. Hemos cogido el programa ese de envejecimiento activo al que vamos todos los años. Pero si quieres que me quede, me quedo, no voy.
—Ve, ve. Tranquila. La actividad te va a venir muy bien.
Pedro abraza y besa a su madre sabiendo que ella va a estar diciendo que no va hasta que se vaya. Y que ha sido el permanente sentimiento de culpa de su progenitora el que le ha llevado a gastarse el dinero en el portátil.
Tras un par de horas instalando drivers, Pedro se encuentra dentro de la misma cama en la que dormía cuando era pequeño, rodeado de los mismos libros. Sabe que en el armario que hay sobre su cabeza están todavía todas las carpetas con apuntes que forró con los grupos que le gustaban cuando iba al instituto, que dentro de cualquier cajón puede encontrar un DNI caducado, o el carné joven o su primer pasaporte, todos compartiendo fotos que delatan una mirada menos perdida que la que luce en estos momentos.
Escucha roncar a su madre, como cada noche. La escucha y no puede dormir, pero no es por sus resoplidos. Ha puesto en su teléfono la hora del DF y no puede dejar de mirarla porque cuando lo hace, imagina lo que estarán haciendo sus chicas, lo que harían si él estuviera con ellas, lo que daría por viajar hacia atrás en el tiempo y mañana ser despertado por las quejas de Olga al tener que ir al colegio, por el pitido del microondas avisando que ya está la leche caliente, por el agua cayendo sobre el cuerpo desnudo de Itzel, que horas después acuesta a Olga con su serpiente de peluche a la que abraza y llena de besos. Es el primer muñeco que acepta en su cama desde que abandonaron a su suerte en la casa de Coyoacán al oso panda que la había acompañado desde que tenía tres años.
—Extraño a Crispín.
—Pero tienes a… ¿Cómo se llama? ¡Hay que ponerle nombre!
—Yo quiero volver a tener a Crispín. En esta cama grandotota cabemos la culebra, Crispín y yo… ¿Podemos ir a buscar a Crispín a nuestra antigua casa?
—Crispín me escribió un mail para decirme que se había ido a Cancún y que estaba muy bronceado.
—Mamá, los osos de peluche no se broncean.
Pedro acaba de dejar a su madre en la estación sur de autobuses, ha conocido al señor Iturbe y los ha visto subirse juntos al autobús. Nunca hubiera pensado que su madre tenía una aventura. Está bien. Decide irse caminando hasta casa mientras, al otro lado del Atlántico, Itzel mira en su laptop ofertas de trabajo para alguien como ella. No quiere trabajar otra vez en telemarketing y va a intentar que sus avances en la tesis doctoral enriquezcan un poco su currículum. Hace tiempo que acabaron de desayunar y la mamá de Olga ya está acabándose el tercer cigarro del día. Al regresar a México, ha vuelto a fumar y eso le proporciona un tremendo placer al tiempo que una leve punzada de culpa.
—Olga no está en su recámara.
Itzel contempla el rostro desencajado de su madre y corre hacia el dormitorio, donde dejó a su hija jugando con la vídeoconsola que, en contra de su opinión, le ha comprado su abuela.
Itzel y su madre salen a la calle gritando el nombre de Olga, esperando encontrarla asustada y buscándolas. Preguntan en la tienda de abarrotes, en el puesto de periódicos, al vendedor de jugos de mandarina y naranja. Todos la conocen, todos la han visto crecer pero nadie la ha visto ahora. Hasta que un hombre que camina por la calle con la mirada fija en su celular, las escucha y señala con el dedo el mercado.
Itzel y su madre corren hacia allá. Hay bastante gente en algunos puestos, las personas que van a comprar se mezclan con los que van a comer en los restaurantes, es difícil distinguir a alguien en el gentío. Itzel le dice a su madre que vaya por la derecha y que ella irá por la izquierda. Corren, gritan, se golpean las rodillas con cajas que esperan su apertura.
Pero Olga no aparece. La peor pesadilla de una mamá en cualquier ciudad del mundo acaba de suceder. Itzel y la abuela hablan a la Policía, que enseguida las sube en una patrulla y comienzan a dar vueltas por toda la colonia al tiempo que dan aviso de la desaparición a otras patrullas. Itzel teme que Olga haya intentado atravesar un eje vial o haya agarrado un camión o…
… o que los miedos de su marido no fueran, al final, gratuitos, y lo que ella pensó que no iba a pasar acabara de suceder.
—Vamos a la calle Francia esquina con Minerva, en Coyoacán. Igual y fue a nuestra antigua casa a buscar a su oso de peluche —le pide lo que queda de Itzel a las seis de la tarde al policía que ya no sabe qué hacer ni por dónde buscar.
—Pero está bien lejos… Ella sola no va a saber cómo… —contesta el agente de la ley, que lo último que quiere es lanzarse de cabeza al infierno de la hora pico en el Distrito Federal.
—Sí que lo sabe. Yo se lo enseñé.
Dejan a la abuela en su casa, encienden la sirena e intentan saltarse en la medida de lo posible el previsto embotellamiento. Si los atascos en los accesos a la ciudad desde el estado de México son siempre desquiciantes y eternos, verse metido en uno cuando una hija puede estar en peligro de muerte es lo peor que puede ocurrir. Por mucho que los policías hacen sonar la sirena, nadie se retira ni les deja paso. Para colmo, se ha puesto a llover y la lluvia suele ser en el DF la gota que colma el vaso de la no movilidad. Así que cuando llegan a la altura de Chabacano, Itzel le dice a los policías que la dejen en el metro, va a tardar menos en llegar que si sigue encerrada en el coche.
—Los espero allá.
Itzel se baja del vehículo, esquiva varios coches cuyos faros se quedan a escasos centímetros de sus rodillas y finalmente se sumerge en la riada de personas que agarran el metro para volver a casa a esa hora. Corre, se cuela, empuja, se mete en el vagón de los hombres, se baja en General Anaya, para el primer taxi que pasa sin plantearse si es pirata o no y, tres cuartos de hora después de dejar a los policías, está llegando a la casa de Coyoacán que nunca deberían haber habitado. Los policías todavía están capturados en el embotellamiento del fin del mundo.
La exmujer de Pedro paga al taxista y se acerca a la casa. Todo parece igual a cuando se fueron precipitadamente. En la parte del jardín trasero que se puede ver desde fuera sigue tirada la bicicleta de su hija, todo en el mismo lugar que estaba cuando ella se asomó a la ventana tras recibir una llamada de su marido diciéndoles que se fueran con lo puesto y toda la lana que pudiera recolectar al aeropuerto.
—¡Olga! ¡Olga! ¡Hija! ¿Estás ahí?
Mira para arriba y ve que está encendida una luz en lo que fue la recámara de la chamaca.
Itzel saca del bolso el llavero con las llaves de aquella casa, que ha tenido la precaución de agarrar cuando han ido a dejar a su mamá.
Entra, ve un impermeable de Pedro mal colgado en el perchero de la entrada, ve el sombrero que se compró en el Palacio de Hierro tirado en el suelo, ve una chamarra de Olga doblada sobre una silla.
Y no ve nada más porque alguien la golpea provocándole un fundido a negro.
Pedro va a poner un viejo vinilo de Esclarecidos en el tocadiscos familiar cuando le llega al móvil una llamada de México. Contesta en la esperanza de que sean ellas. Pero es su suegra.
—Itzel y Olga desaparecieron.
El vinilo se rompe contra el suelo y Pedro se siente mordido a la vez por mil tarántulas.
Carlos y Violeta, con la colaboración de dos agentes de la Brigada de Investigación Tecnológica, están rastreando la identidad y ubicación geográfica de Suciox. Violeta manda escudriñar cada rincón de la casa donde apareció el cadáver del Vergasanta en busca de una pista, de una dirección, de algo que les indique dónde se va a celebrar la fiesta con barra libre de menores. Carlos le manda varios mensajes a Suciox que este no responde. Intenta rastrearle en otros foros parecidos al de www.angelesconcarassucias.com, por si alguien lo conoce. Pero no sirve de nada. Probablemente use un nick distinto en cada foro. Saben que juegan contrarreloj pero no saben cuál es el tiempo límite, si llegan aunque solo sea una hora tarde, el daño ya estará hecho.
Carlos no puede dormir esa noche, piensa en lo poco que importa la verdad en Internet. El cadáver de Ioan Bosânceanu, alias el Vergasanta, ha sido sobradamente identificado. Todos los datos de su detención han sido filtrados a la prensa por iniciativa suya. Hay personas en los foros que lo admiran, que le creen vivo y activo, que prefieren montar su propia realidad paralela, alimentada de conspiraciones diseñadas para engañarles, como si al poder le importara lo que piensa la población paranoica y retroalimentada. Nadie da un motivo para ese supuesto engaño, para qué esgrimir una razón cuando cada uno puede rellenar los huecos con sus obsesiones y frustraciones. No, en la web el Vergasanta está vivo, es solo que «quieren» que la gente piense que está muerto. Que nadie se tome la molestia de explicar o matizar nada porque entonces su público se va rápidamente a otro lugar en el que le dirán lo que quiere escuchar sin necesidad de permanecer en su blog, página o foro más de treinta segundos.
Yolanda se ha dormido temprano y Carlos aprovecha el silencio para revisar otra vez todos los sites en los que ha colgado algo. Ve que Suciox está conectado y se le ocurre una idea. Busca en un deuvedé de los muchos que acumula en el cajón de su despacho unos vídeos especialmente repugnantes que conserva de su época luchando contra el cibercrimen. Sabe que está distribuyendo material pornográfico con menores y que va a incitar al delito, pero a estas horas de la noche eso le importa bien poco.
Además, a Violeta le gustan este tipo de iniciativas.
El chat del foro permite vídeoconferencias. Y Carlos tiene instalado un software gratuito que permite grabarlas. Así que se atreve a proponerle una a Suciox, con la precaución de bajar la webcam hacia su torso para que no le pueda identificar.
Tras un par de intentos fallidos, Suciox contesta. Y aunque ha tomado las mismas precauciones que Carlos respecto a su rostro, se puede atisbar algo del cuarto desde el que habla.
CARLOS: Tengo algo que te va a encantar.
SUCIOX: ¿Y para eso me llamas?
Es español.
CARLOS: Es que quiero que lo veamos a la vez.
SUCIOX: ¿Qué es?
CARLOS: Un estreno.
Las manos del tipo tiemblan sobre el ratón.
SUCIOX: A ver.
Clic. Archivo enviado. Cuando se empiezan a escuchar los primeros gemidos, la vídeoconferencia se corta.
Quizás Carlos ya tenga suficiente. Lo ha grabado todo y pasa lo que queda de noche analizando frame a frame el minuto largo de grabación. Elige diez cuadros y los modifica con el Photoshop. Ilumina las zonas de sombra y los tonos medios. Amplía cada rincón en busca de una pista que le diga dónde puede estar ubicado Suciox. Y, a las seis de la mañana, lo encuentra.
—Mira.
En una comisaría en pleno cambio de turno, Carlos le enseña a Violeta, un frame bastante pixelado en el que se puede apreciar un billete de cercanías.
—Es de un trayecto Madrid-Cercedilla.
—¿Hay alguien con antecedentes por pedofilia en Cercedilla?
—Lo están mirando.
Sí que lo hay. Francisco Santander Rojas. Calle de los Barrancos, 21.
Violeta y Carlos, acompañados de Poveda y Matías, corren hacia la localidad de la sierra madrileña con la sirena encendida. Tardan unos 45 minutos en estar llamando a la puerta de la casa de Suciox, que a esa hora se halla en el primer sueño. Abre sin preguntar quién llama y al momento se encuentra esposado y en pijama dentro de un coche patrulla mientras Carlos y Violeta le informan de sus derechos. Por supuesto, Poveda y Matías se quedan con la orden de requisar todo el material informático existente. El cuarto en el que está el ordenador es el mismo cuarto desde el que habló con Carlos.
Pedro no tarda en recibir un correo con el siguiente subject: «Vocho». Le tiemblan las manos sobre el teclado al abrir el mensaje, que contiene unas instrucciones muy precisas.
«Si quieres ver a tu mujer y tu hija, conecta el Skype y llama a Nilo_Street.»
Pedro lo hace y primero se ve a él mismo como en un espejo. Hasta que se define la imagen del otro lado: el exterior del burdel de la calle Nilo desde la acera de enfrente.
El tipo que maneja la webcam (ha de ir alguien detrás cargando con un portátil) se pone de pie y cruza la calle hasta entrar por la puerta principal de la casa, donde están los guaruras; son nuevos, no los reconoce. En el salón principal hay tres hombres fumando, bebiendo, esperando. Tienen el tradicional look norteño: sombrero de cowboy, camisa con motivos rancheros, botas de piel de serpiente, bigote, panza. Ninguno cumple los cincuenta, el mayor de ellos debe de andar por los setenta. Se tapan riendo la cara con la mano cuando la cámara pasa cerca de ellos hasta alcanzar el pasillo que conduce a la habitación en la que Pedro estuvo un día esperando a que aparecieran las prostitutas mutiladas. La cámara se adentra en ella y una mano abre la puerta que da acceso a las escaleras que conducen al sótano.
A la zona restringida.
Quienquiera que maneje la webcam desciende las escaleras por las que subieron las chicas con las que Pedro no se atrevió a pecar aunque estuviera invitado. Las paredes están forradas de un terciopelo negro y la alfombra es roja, muy roja. Varias habitaciones a ambos lados con las puertas cerradas. Todo está a media luz, como debe ser en los lugares que deben su glamour a la penumbra. Avanzan hasta la cuarta de las puertas, la misteriosa mano aparece otra vez para abrirla y entrar a la estancia. La puerta pesa mucho, es como las utilizadas en los estudios de sonido para que no se cuele ruido del exterior.
En este caso es para que no se escuche nada desde fuera.
Dentro de la habitación, las paredes están acolchadas, insonorizadas. Sentada sobre una cama grande se encuentra Itzel. Lleva un corsé con las copas recortadas dejando al descubierto sus pechos y un tanga diminuto. Le han atado las manos a la espalda y tiene el abundante maquillaje corrido de tanto llorar.
Pedro se abalanza sobre la pantalla de su portátil.
—¡Itzel! ¡Itzel!
Pedro deduce que le escucha porque la mujer mira directamente a la cámara con cara de horror. Luego levanta la cabeza y fija la mirada en un punto situado detrás del camarógrafo y grita como nunca Pedro la ha escuchado gritar.
—¡No! ¡No! ¡No!
Los gritos se mezclan con las lágrimas y Pedro se siente el mayor impotente del mundo cuando ve entrar en cuadro a su única hija llevando un vestido rojo con un escote hasta el ombligo y una falda tan corta que deja ver el final de los muslos. También tiene atadas las manos a la espalda (sus manitas, las mismas que Pedro limpiaba con jabón y amor cuando estaban llenas de rayas de rotulador). Alguien que se mantiene fuera de cuadro la sienta a la fuerza junto a su madre. Esta se pone de pie, histérica, intenta lanzar su cuerpo contra quien sea que traslada a su hija pero este le pega un golpe que la tumba en la cama. Olga tiembla y llora. Un hombre entra en el plano de espaldas. Lleva un estuche con maquillaje y brochas que deja sobre la cama. Comienza a aplicar sin demasiado cuidado un labial rojo muy fuerte en los labios de Olga (los mismos que se manchaban de Nutella cada merienda); Itzel hiperventila y ahora a Olga le aplican una sombra de ojos azul celeste y un rubor muy fuerte.
Es la primera vez que Pedro ve a su hija maquillada.
Itzel se abalanza de nuevo sobre el maquillador provocando que una raya roja atraviese el rostro de la pequeña.
—Háganme a mí lo que quieran, pero ella no…, ella no…
Petición que es respondida con otro puñetazo que, esta vez, le hace sangrar la nariz.
Pedro vomita sobre el teclado. Todo le da vueltas cuando el maquillador se gira y mira directamente a cámara.
Es Correa.
—Ahora sí que vas a llevar mis putas a donde yo te diga. Si quieres volver a verlas vivas, claro.
Violeta está a solas con Suciox en la sala de interrogatorios, mientras Carlos presencia la escena a través del circuito cerrado de vídeo. Todos los agentes disponibles están revisando cada archivo, cada correo, cada vídeo que puedan encontrar en el ordenador de Suciox, en sus deuvedés, en sus discos duros.
—¿Dónde va a ser esa fiesta?
—No sé nada de una fiesta.
—Le dijiste a mi compañero que ibas a acudir a una fiesta muy exclusiva.
—Eso no es verdad. Quiero un abogado.
—No vas a tener un abogado porque no estás detenido.
Suciox se desconcierta, no entiende nada. Violeta sigue jugando sus cartas.
—De hecho, yo no soy policía.
—¿Qué?
Violeta apaga la cámara del circuito cerrado, saca su arma y la introduce en la cavidad bucal de su interlocutor.
—Soy una hija de puta a punto de matar a un hijo de puta si no me dice lo que quiero saber.
Suciox hace honor a su sobrenombre y se orina en sus pantalones cuando ve el dedo de Violeta rozando el gatillo.
—¿Me lo vas a decir o no?
El hijo de puta asiente y Violeta le saca la pistola de la boca para que pueda hablar. La baja hasta los huevos.
—¿Dónde y cuándo?
—Mañana, a las siete me mandarán un whatsapp a mi móvil con el lugar exacto.
Pedro conduciendo otra vez una furgoneta como las utilizadas para las pequeñas mudanzas. Otra vez está buscando un punto determinado a las afueras de una ciudad que nunca ha visitado, Irún en este caso. Otra vez yendo campo a través en busca de un claro en el bosque. Otra vez lo esperan con los faros encendidos. Otra vez tiene que sostener la mirada ante una docena de chicas que no pasan de los dieciséis años, que están asustadas, tienen frío, hambre y han hecho un camino muy largo hasta caer en sus manos.
La primera diferencia es que esta vez hablan rumano, ucraniano y ruso. La segunda es que ahora sí conoce al tipo que las ha llevado hasta allí.
—Un placer volver a verte —le dice Cristina a Pedro dándole la mano.
Pedro asiente y, contra todo pronóstico, siente un ligero alivio al estrecharla.
Esta vez va a tener que acabar de hacer su trabajo.
Éder le comunica a Correa que ya lo tiene todo preparado. La gran fiesta con menores no solo les va a reportar un pingüe beneficio sino que va a suponer su puesta de largo como nuevos anfitriones. El Vergasanta ha muerto, pero el show debe continuar. Cristina se ha encargado de convencer a golpe de pistola y talonario a la banda de que trabajen para ellos. Ayuda, además, la aureola mítica que les da el haberse cargado al intocable. En cierta forma, son peores que él. Y que Cristina se haya puesto al frente de la operación. Éder adivina que, en el futuro, el problema puede venir de las otras mafias del este de Europa, que no ven con buenos ojos la incursión latinoamericana en el business. Pero, como siempre dice Correa: «Los problemas, cuando lleguen».
Ahora hay que atender a los honorables caballeros que pagaron hace un mes una media de 90.000 euros por asistir al evento y que están recibiendo en este momento mensajes diciendo que la cita para una velada inolvidable es en los alrededores de Ambite, en la sierra norte y pobre de Madrid.
Pedro conduce bajo la atenta mirada de Cristina, que no cesa de apuntarle con la pistola.
—Puedes bajarla. No voy a intentar nada, me juego demasiado —le pide Pedro apretando muy fuerte el volante con las manos sin que su interlocutor se dé cuenta.
Cristina duda un momento y lo hace.
Suena el móvil del taxista, celosamente guardado en algún lugar de su chaqueta.
—¿Puedo contestar? Quizás sea Correa.
Cristina se lo piensa, saca de nuevo el arma y asiente. Pedro tarda unos segundos en encontrar el teléfono. En la pantalla no aparece la palabra «Vocho» sino la mucho más entrañable «Mamá». Se lo dice a Cristina al tiempo que corta la llamada y deja la terminal sobre el salpicadero.
—Me gusta la gente que se lleva bien con su madre.
El teléfono suena otra vez a los pocos segundos.
—No se va a dar por vencida hasta que conteste.
Cristina agarra el móvil de Pedro y acepta la llamada.
—¿Sí? […] Un amigo. Está conduciendo, no se puede poner. […] A una fiesta. ¿Quiere que le dé algún recado?
Nunca pensó Pedro que su madre llegara a hablar con un asesino.
—Ah. […] Ok, ok. Perfecto. Sí, yo se lo digo. Adiós, señora, encantada de hablar con usted. […] Sí, sí… No me lo diga dos veces… Gracias, gracias. Adiós, un beso, adiós.
Cristina cuelga y se queda con el teléfono de Pedro. Le dice a este guardándose el arma.
—¿Aquí os coméis los caracoles?
El SMS con la ubicación exacta de la fiesta ya ha llegado al móvil de Suciox. Carlos la sitúa en un mapa.
—Está en la frontera entre Madrid y Castilla-La Mancha.
Se celebrará en una casa rural cerrada hace años, rodeada de un bosque y a la que solo se puede acceder por carreteras comarcales de un solo sentido.
—Eso quiere decir que cualquier despliegue que hagamos lo pueden detectar muy rápido y venirse abajo la operación.
Violeta tiene que decidir si ir inmediatamente y detener a los que puedan. O esperar a que estén todos los clientes y hacer justicia al por mayor.
—Entramos cuanto antes. No quiero correr el riesgo de que violen a alguna niña por esperar demasiado.
—Estoy completamente de acuerdo contigo, Violeta.
Pedro conduce lo más rápido que puede, cuanto antes cumpla su parte del trato y entregue a las niñas, antes soltará Correa a Itzel y Olga. Solo espera que los mexicanos cumplan su parte. Y que nadie ponga un dedo sobre sus mujeres. Intenta no pensar en las pobres adolescentes que lleva al matadero, ya pensó en ellas una vez y todo ha ido a peor desde entonces. Es como si hubiera escapado a su destino en una ocasión y ahora este hubiera vuelto a vengarse del engaño.
Solo que los años en México le han enseñado a no creer en el destino, pero sí en el diablo.
—¿Por qué te llaman Cristina?
Cualquier pregunta es mejor que el silencio.
—Es el nombre de la primera puta que maté.
Éder tiene a un hombre armado con una Lercker y un walkie-talkie a un kilómetro de la desviación que lleva a la casa rural, escondido entre los árboles. En el amplio portón desde el que se accede al interior de la vivienda ha ubicado a otra persona armada. Y camuflados entre los clientes, habrá tres pistoleros más. El primero se encuentra ahora en el sótano, cuyo suelo está cubriendo de colchonetas y sábanas; el segundo se ocupa de meter hielo en la nevera de la planta baja, y el último cuida de que no falte ningún detalle en los dormitorios de arriba. Cinco sicarios en total, con órdenes de permanecer alerta pero pasar desapercibidos. No quiere Éder que nada llame la atención de un curioso o de una patrulla de la Guardia Civil aunque sabe que hay que estar preparado ante cualquier posible eventualidad. Está aplicando el dispositivo de seguridad que él mismo diseñó para las fiestas VIP del Vergasanta y que siempre les dio buen resultado, amén de facilitarle el asesinato de este cuando fue preciso.
Tras comprobar que sus hombres le están obedeciendo, llama a Pedro. Teme que el primer cliente llegue antes que las chicas y eso es algo que da muy mala imagen. Las muchachas llegarán, además, en un estado poco atractivo y hay que contar con un poco de tiempo para bañarlas, maquillarlas, vestirlas y ponerlas guapas.
—¿Por dónde vas, taxista?
—Por Villar del Olmo. En quince minutos estoy allí. ¿Hablaste con Correa?
—Cuando hagas la entrega. Sabemos que tu palabra no vale nada.
Éder cuelga y Pedro se mete por la desviación que lleva hasta Ambite, pasando por un camino rural que conduce hasta el punto de entrega de la mercancía. A los cinco minutos, escucha a su espalda unas sirenas que espera sean de una ambulancia o de bomberos. O mejor, que el viento haya llevado hasta sus oídos un sonido mucho más lejano de lo que parece. Acelera y deja de escuchar las sirenas. Respira aliviado.
No sabe que Violeta, Carlos y tres efectivos más (dos coches con dos policías en cada uno —Matías y Poveda entre ellos— y una lechera con otros cuatro) han tomado esa precaución para no poner sobre aviso a los futuros detenidos.
—Delante hay una furgoneta —le dice Violeta a Carlos.
—Quizá vaya al pueblo.
Pedro llega hasta el punto en el que un viejo cartel, que retrata a una familia feliz abrazada frente a la casa rural El confort se despedaza poco a poco, olvidando así sus tiempos de gloria. Gira y toma el desvío que solo conduce al lugar donde espera que por fin acabe su pesadilla.
—Va hacia allí —concluye Carlos.
En el espejo retrovisor de Pedro aparece la imagen de lo último que quisiera ver en este momento. Un coche de Policía. Y detrás de este, un segundo. Y una lechera.
—No, por dios, no —musita para sí.
—Acelera, cabrón —ordena Cristina en un tono que no invita a la réplica.
Pedro obedece. Solo quiere que le dejen descargar su cargamento y que Éder haga a Correa una llamada diciéndole que todo ha salido bien para que este suelte a Olga e Itzel. Nada más. Pero… ¿y si es ya demasiado tarde? ¿Y si cree que ha sido él quien ha avisado a los agentes de la ley, que les ha traicionado otra vez y entonces, entonces…?
Pedro da una vuelta muy cerrada, pierde el control de la furgoneta y se estrella contra un árbol con tanta violencia que Cristina, siempre reacio a ponerse el cinturón de seguridad, sale disparado a través del cristal delantero.
Violeta agarra la radio.
—Sigan hacia la casa, repito, no se detengan, sigan hacia la casa. Nosotros nos ocupamos de la furgoneta accidentada.
Los otros tres coches de Policía dejan atrás la furgoneta de Pedro y a Violeta y Carlos saliendo pistola en mano de su coche.
El pistolero aposentado entre los árboles da el aviso de lo que está ocurriendo antes de disparar a los policías, que se apresuran a agazaparse tras su coche. No saben de dónde vienen los disparos y esperan a que se produzca el siguiente para averiguarlo.
Pedro recupera poco a poco la conciencia momentáneamente perdida y ve que Cristina no está a su lado. El captador de niñas con nombre de mujer tiene cristales clavados por todo el cuerpo pero también un sexto sentido para saber cuándo no hay que esperar ni un minuto para escapar. Se arrastra campo a través sin importarle lo que deja atrás; ni Pedro, ni Éder, ni Correa ni las niñas ni su móvil definitivamente inservible.
Violeta agarra una piedra, la tira hacia la furgoneta accidentada, a su derecha, haciendo que el pistolero dispare en un puro acto reflejo contra ella, lo que es suficiente para que los policías determinen su ubicación y respondan. Sus balas se insertan en los troncos de los robles. Violeta le hace un gesto a Carlos para que siga disparando por el lado del accidente mientras ella intenta mejorar su posición respecto al agresor por el lado contrario. Carlos asiente, Violeta da la orden de inicio moviendo la cabeza de arriba abajo una sola vez y Carlos vacía su cargador sobre la zona en la que deduce que se encuentra el tirador. Violeta aprovecha esos segundos moviéndose hasta detrás de una gran piedra que la cubre casi completamente. Ve al pistolero vaciando su cargador sobre Carlos y confía en la capacidad de su compañero para mantener la calma y quedarse a cubierto. Espera a que se le vacíe el cargador y entonces, en los segundos que el agresor se tiene que tomar a la fuerza para poner otro, le apunta al pecho y lo abate al tercer disparo.
Uno menos.
Carlos respira aliviado, él también se había quedado sin balas.
Violeta vuelve junto a su compañero, mientras este ya corre hacia Pedro, que acaba de abandonar la furgoneta y va hacia ellos con las manos en alto.
—Escúchenme, tienen que escucharme.
Carlos ya tiene listo el nuevo cargador y le apunta.
—Al suelo, hijo de puta. Las manos a la cabeza y no hagas un solo movimiento en falso.
Pedro obedece. Su rostro hundido en la tierra. Carlos lo esposa. Violeta escucha golpes en la puerta trasera de la furgoneta.
Pedro insiste a Carlos.
—Tengo algo que decirles, por favor…
—Cállate.
Violeta dispara a la cerradura y la puerta se abre. La mirada de la oficial de Policía se cruza con la de las niñas asustadas. Respira aliviada al saber que han llegado a tiempo.
—Tranquilas, están a salvo. Somos policías.
No entienden lo que dice, pero saben lo que significa una placa. Escuchan entonces un intercambio de disparos proveniente de la casa rural. En realidad, llevan ya un rato, pero su propio tiroteo les ha impedido percibirlos.
—Quédate aquí con las chicas.
Carlos asiente, Violeta se sube de nuevo al coche y arranca en dirección a la casa rural. Pedro intenta incorporarse.
—Por favor, por favor. Tienen que escucharme…
Carlos le tira de nuevo al suelo y le esposa los pies.
—Tranquilo, que nos lo vas a contar todo. Pero cuando yo diga, cabrón.
Violeta conduce hacia la antigua casa rural al tiempo que intenta comunicarse con sus compañeros.
—Hemos detenido al sospechoso que llevaba para allá a las chicas. Es posible que no haya inocentes en la casa, repito, es posible que no haya inocentes en la casa.
—Me alegro, Violeta, porque esto se está poniendo fatal —contesta Matías, que nunca pensó en tomar parte en una intervención así.
Violeta piensa que quizá las chicas que ha dejado al cuidado de Carlos son las mismas que llegaron con Doina a España. No es así y de las amigas de la niña del burdel de Monforte del Cid no volverán a saber nunca nada. La oficial de Policía acelera y pronto se enfrenta a un panorama bastante preocupante… Uno de los agentes está muerto en el suelo, dos más heridos de gravedad. Los otros cinco, Matías y Poveda entre ellos, se han escudado tras la lechera, que recibe una lluvia incesante de disparos desde las diferentes ventanas y puertas de la construcción. Violeta tiene dos opciones, o detenerse y unirse a la resistencia, o atacar.
Por supuesto, ataca.
Se agacha lo que puede en su asiento, localiza la puerta principal de la casa y acelera hasta empotrarse en ella, llevándose por delante al encargado de controlar el acceso al interior.
Poveda aprovecha el desconcierto creado para abatir al pistolero que estaba friéndoles desde el piso superior. Esto les da a los agentes un respiro para salir de su escondite. Dos de los policías corren a poner a cubierto a los agentes heridos y a comprobar que el muerto lo está sin remedio. Poveda, Matías y Dorca, una catalana que acaba de aterrizar en Madrid y que ya se debe estar arrepintiendo de haber dejado su Vic natal, entran en la casa para cubrir a Violeta, que acaba de dejar cojo de por vida al tirador encargado de tener el bar a punto.
—Poveda, espósale. Matías y Dorca, vamos a peinar el resto de la casa.
Violeta, Matías y Dorca recorren armas en mano el resto de la vivienda, en la que ya no se va a celebrar fiesta alguna. Recorren la planta baja juntos y luego se une a ellos Poveda. Los policías que se han quedado fuera están haciéndoles los primeros auxilios a los compañeros heridos.
—Poveda y Matías, ocupaos del sótano. Dorca y yo, vamos arriba.
Los primeros bajan las escaleras con cautela, lo que no impide que les disparen apenas han pisado el penúltimo escalón. Pero Poveda es muy rápido, el sótano muy diáfano y, de un solo disparo, acierta en la mano al agresor provocando que la última de sus balas salga del cañón, se incruste en el techo y su usuario contemple horrorizado que acaba de perder tres de sus cinco dedos.
Las dos policías registran la planta superior, entran a las habitaciones, tranquilas hasta que empiezan a lloverles balas procedentes del falso techo y que alcanzan a Dorca pero no a la compañera de Carlos, gracias a que esta tarda un poco más de la cuenta en salir de la más grande de las habitaciones.
Violeta tira de los pies de Dorca, que sangra por un hombro, para meterle dentro de la estancia al tiempo que dispara al falso techo hasta que la escayola se viene abajo. Pero Éder ya no está allí sino saltando al vacío desde la rejilla de ventilación que da a la parte trasera de la casa.
El mexicano enamorado de la prostituta rumana cae al suelo sin romperse ningún hueso. Violeta lo ve y avisa a sus maltrechos compañeros del exterior.
—Un cabrón acaba de saltar por la parte trasera.
Violeta corre a asomarse a la ventana con la intención de disparar a Éder, pero este ya está corriendo hacia el bosque. Entonces sopesa las posibilidades que tiene de pillar al malo si baja por las escaleras, o si sigue sus pasos y salta. Y decide que la última opción es la mejor aunque pueda romperse una pierna en el intento.
Se amarra bien la pistola y pega el salto, cayendo de espaldas. Dolorida pero entera corre hacia el claro del bosque por donde ha visto desaparecer al mexicano con aspecto de comadreja mientras escucha detrás de ella los pasos de sus compañeros cubriéndola.
Éder salta sin importarle rasgarse la piel con las ramas de los árboles. Violeta le da el alto varias veces, sin éxito. Éder llega hasta un barranco de unos seis metros de altura y se tira rodando por él. Violeta lo sigue pero se le engancha el pantalón en una rama y eso la retiene los segundos suficientes como para perder de vista al sospechoso.
Cuando Éder mira hacia atrás, ya no ve a Violeta persiguiéndole. Todo su esfuerzo valió madres, al menos parece que va a salvar el pellejo.
Pero cuando está a diez metros de la carretera de acceso, se detiene a recobrar el aliento y siente el inconfundible frío del cañón de una pistola apuntándole en la sien.
—Muévete un milímetro y estás muerto.
Éder mira a Carlos y entiende que el policía no está bromeando.
Unos minutos después, las miradas de Éder y Pedro se cruzan camino de los coches que les van a trasladar hasta la comisaría. Hacen falta dos agentes para que el segundo no se abalance sobre el primero con intención de matarlo.
Mario Ruiz Casares, 43 años. Ingeniero industrial. Divorciado, padre de dos niños. Detenido.
Fernando Dacio Masilla, 55 años. Arquitecto. Soltero. Detenido.
José María Rubio Díaz, 60 años. Propietario de una cadena de tiendas de colchones. Casado, con un hijo y cinco nietos. Detenido.
Isaías López Pérez, 30 años. DJ. Soltero. Detenido.
Ferrán Reixach i Montcada, 54 años. Concesionario de varias licencias de chiringuitos en la Costa Brava. Casado, tres hijos. Detenido.
Y así hasta llegar a una veintena de hombres simpáticos que salieron esa mañana de sus casas, hoteles u oficinas creyéndose invulnerables y que ahora comparten celda dura y cena fría en lugar de cama blanda y adolescente caliente.
La UPAP y el GRUME se hacen cargo de las asustadas chicas que acaban de salvar por los pelos su futuro, su salud y su integridad física y moral.
Mientras viajan hasta Madrid, Éder les dedica, sonriendo, a Violeta y a Carlos una frase que no podrán olvidar:
—Se puso bueno, ¿eh?
Violeta está en la enfermería de la comisaría siendo curada de las heridas y contusiones que acaba de sufrir. Antiséptico y vendas para las heridas, aerosoles antiinflamatorios para las torceduras, nada grave. A su lado, Ferrero se interesa por su estado así como por los detalles de la intervención. Matías entra a buscarla porque Pedro está perturbando el difícil conglomerado de pistoleros del Este y pederastas españoles que tiene en los calabozos.
—El cabrón que transportaba a las chicas no para de decir que quiere hablar con la persona a cargo de la operación, que es lo más importante, que tiene una información que nos va a interesar, que no quiere negociar, que solo quiere largar…
—Dile que aquí el orden del día lo decidimos nosotros.
El doctor acaba su trabajo y dice, más en cumplimiento de su deber que porque Violeta le vaya a obedecer:
—No es nada grave. Intente estarse quieta las próximas semanas y todo solucionado.
—Por supuesto.
Violeta se levanta y le pregunta a Matías en qué sala de interrogatorios están Carlos y Éder.
La sala B de interrogatorios está situada junto a las celdas de detención; el ingenioso arquitecto que diseñó la laberíntica comisaría de Leganitos pensó que era el mejor sitio para minimizar el traslado de los detenidos dentro del edificio, obviando la maldita humedad del segundo sótano, que se te mete en los huesos y te hace desear que el detenido largue cuanto antes, o se calle o lo que sea que te permita salir lo más rápido posible a la superficie.
Violeta atraviesa cojeando las celdas y mira con desprecio a todos los hijos de puta que han detenido hoy. Es fácil distinguir a los clientes de los pistoleros: los primeros piden compulsivamente un abogado mientras los segundos, mucho más profesionales, esperan con paciencia a que les toque el turno de demostrar lo mal que se expresan en castellano.
La policía pasa junto a la última de las celdas, en la que está Pedro preso junto a un banquero portugués desplazado expresamente desde el país vecino a la fiesta. Al verla, el español se abalanza sobre las rejas como hicieron los vecinos de Hannibal Lecter al ver a la agente Starling por primera vez.
—Esto está organizado desde México.
Violeta sienta a Pedro en el pequeño habitáculo reservado para que dormite el «seta» encargado de regular el acceso a los calabozos y la sala B de interrogatorios. Cierra la puerta y lo mira.
—¿Qué sabes?
—Éder, el mexicano que detuvieron, tiene que hacer una llamada cuanto antes… Dios mío, tenía que haberla hecho ya…
—¿A quién? ¿Para qué?
—A su jefe, al que ha organizado todo esto… Por favor, tienen que dejarle que llame ya y les diga que he entregado a las chicas, que me he portado bien…
—Pero no te has portado bien.
—Tienen secuestradas a mi mujer y a mi hija pequeña, si no les habla ya, las van a violar y a matar… Olga tiene once años, por favor, por favor…
—¿Quién ha secuestrado a su mujer y a su hija?
—Se llama Correa, vive en el DF…
—Están en el DF, ¿ahora?
—Sí, sí… Lo que iban a hacer aquí llevan años haciéndolo allí. Les contaré todo lo que sé, les daré la dirección donde pueden detenerle… No me importa lo que me pase a mí pero por favor, por favor… Es culpa mía, por favor, por favor…
Violeta se le queda mirando fijamente.
—Bien, vamos a ver qué pasa. ¿Dónde tiene que llamar?
—Éder lo sabe.
—¿Y cómo sé yo que me estás diciendo la verdad?
—Llévenme a un ordenador con Internet…
Violeta lo consulta con Ferrero y este cede su despacho para la llamada. Pedro, esposado, le dice al inspector jefe su nombre de usuario y contraseña de Skype, así como el nick de su interlocutor: Nilo_street. Violeta apaga la webcam de forma que ellos pueden ver lo que hay al otro lado pero no pueden ser vistos. Tras unos segundos eternos, aparece una imagen. Es de nuevo el cuarto insonorizado. Un hombre de unos cincuenta años, gordo y desnudo, se levanta del lecho. Se viste y sale. Tirada en la cama, desnuda y con la mirada perdida, Itzel. Pedro pierde el control de sí mismo y grita tanto que Violeta está tentada de mandarle amordazar.
Ferrero corta la comunicación, ordena que saquen de allí a Pedro y lo pongan en una celda aislado. Violeta le pide a un agente que llame inmediatamente a Carlos.
—El mexicano tiene que hacer esa llamada y que los que tienen secuestrada a su familia piensen que todo va bien. En cuanto sospechen que les hemos jodido la fiesta, pueden matar a esa mujer… Y a la hija, si es que es verdad todo lo que dice —opina Ferrero.
—¿Y cómo vamos a hacer para que Éder colabore? —objeta Carlos—. Quizás no mató al Vergasanta por venganza sino simplemente para quedarse con su parte de negocio.
—Con lo que, de propina, estaríamos parando el desembarco de una mafia mexicana en el bonito paisaje delictivo europeo —concluye Violeta.
Ferrero pide por el walkie que lleven a Éder a su despacho.
Ferrero, Éder, Carlos y Violeta, a puerta cerrada en el despacho del primero. Fuera, un policía armado.
—Queremos que llames a Correa a México y le digas que todo ha salido bien —dice el inspector jefe, más intimidante que nunca.
Éder se queda de piedra al escuchar en boca de los españoles esa petición aunque enseguida deduce de dónde viene.
—Soltó la sopa el taxista, ¿no es cierto?
Carlos le enseña su móvil requisado tras la detención y lo pone encima de la mesa.
—Llama.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Sorprendentemente, Violeta no saca su pistola sino una carpeta llena de fotos de María muerta. Comienza a arrojarlas encima de la mesa: María, ahorcada en su apartamento; María, siendo descolgada del techo; María, tapada en una camilla con manta de aluminio.
—Porque si no lo haces, te vamos a encalomar la muerte de María.
—María se suicidó.
Carlos salta a la arena para apoyar la estrategia de su jefa y amiga. Sabe, además, que es una buena ocasión para que Ferrero lo vea en acción.
—Siendo mexicano deberías saber lo fácil que es para la Policía falsificar el informe de la autopsia para que diga que alguien la obligó a ahorcarse. De hecho, ni siquiera tendríamos que hacerlo nosotros. Basta con que contemos a lo que te dedicas para que dos o tres médicos se ofrezcan voluntarios.
María, desnuda sobre una mesa de operaciones; María, manejada como un objeto inerte.
—Ella te iba a dejar porque quería volver con el Vergasanta. No lo soportaste y la obligaste a suicidarse. Luego fuiste y te cargaste al hombre al que realmente quería María.
María, abierta en canal. Éder, tambaleándose.
—Dos asesinatos, más lo que te caiga por el tiroteo de hoy.
Carlos le acerca el teléfono móvil que, hasta hace apenas dos horas, era su elemento de conexión con el mundo.
—Llama.
—No.
Violeta acerca una silla a Éder y se sienta para hablarle muy cerca.
—¿Y si resulta que también mataste a Luminita?
Correa está en su despacho acariciando al perro mientras marca una y otra vez el número de Éder, de Cristina y de Pedro sin que ninguno le responda. De repente, es su celular el que suena y «Éder» el nombre que aparece en el identificador de llamadas.
—¡¿Bueno?!
—Correa, todo salió bien. El taxista entregó a las chicas a tiempo.
—¡¿Por qué chingaos no me hablaste?!
—Créeme, esto fue un desmadre, pero todo salió bien.
—Estupendo.
Violeta le hace un gesto para que corte.
—Te hablo luego, ¿sí?
Violeta corta la comunicación, mira a Éder primero y luego a Ferrero, que sale del despacho. Violeta golpea el rostro del mexicano con el puño cerrado. Carlos no sabe cómo es capaz de hacerlo sin romperse la mano. Le da una, dos, tres veces, hasta que cae al suelo con toda la cara llena de sangre.
Ferrero va a la celda en la que está, solo e histérico, Pedro.
—Todo arreglado.
Pedro se abalanza sobre las rejas para pedirle al inspector jefe más información.
—¿Por qué? ¿Cómo…? ¿Qué ha pasado?…
—Tranquilícese, por favor.
Ferrero se va y Pedro se sienta de nuevo en el banco que hay dentro de la celda. No sabe cuál será su futuro, pero sí siente que lo peor ha pasado.
Porque no puede haber nada peor.
Si Correa cumple su parte del trato, claro.
No, todavía no va a decirles que Cristina iba con él en el coche. Por si acaso.
Itzel sigue tumbada en el colchón, le arde la entrepierna. No puede dormir, no puede dejar de pensar en Olga, hace una breve eternidad que se la llevaron y no ha vuelto a verla. Solo espera que no le hayan hecho nada. Que no haya entrado ningún hombre a la habitación donde esté. Que no le haya pasado lo mismo que a ella, que ahora que escucha ruidos en la puerta teme que entre otro cliente deseando cogérsela.
Pero no. La puerta se abre y el que aparece es Correa, sonriendo.
—Vístete. Puedes irte.
Itzel no sabe si creérselo. Agarra la ropa con la que salió en busca de Olga hacia Coyoacán y se la pone ante la atenta mirada del padrote.
—¿Y mi hija? ¿Está bien?
—Ahorita te llevo hasta ella.
Itzel se para, mira a Correa y espera a que él salga por la puerta para seguirle. Pero Correa ha decidido ser hoy un caballero.
—Las damas primero.
Itzel sale al pasillo. Correa la agarra del brazo e Itzel espera que suban a la primera planta, síntoma de que nadie ha tocado a su niña.
Pero no. Avanzan en dirección contraria a la salida, hacia el resto de las habitaciones. Giran por el pasillo, pasan un baño y después entran a uno de los cuartos concienzudamente aislados, como en el que estaba ella, para que nadie pueda escuchar desde fuera lo que pasa en su interior. Total discreción para los distinguidos clientes. Correa se adelanta a Itzel.
Olga está muy seria, con todo el maquillaje corrido y el traje rojo escotado, sentada sobre la cama. En el suelo, con una herida mortal de bala en el abdomen, agoniza Marcelo Espinoza Fernández, 50 años, natural de Coahuila y tratante de ganado.
Al ver a Correa, Olga lleva su mano derecha a la espalda y saca del tanga que le habían obligado a ponerse antes de bajar a la zona restringida, la pistola que le arrebató al que iba a ser su primer amante cuando este comenzó a darle besos como ella solo los había visto dar en las películas y en la Alameda Central los domingos.
La niña apunta a Correa, sin darse cuenta de que su madre está detrás de él, y dispara. Una, dos, tres veces.
El cuerpo de Correa cae sobre Itzel y la llena de sangre. La mujer corre hacia su hija, en el suelo por culpa del retroceso del arma. Le quita esta y la abraza más fuerte que nunca en la vida.
—No me tocó, mamá. No dejé que el marrano me tocara.
—Muy bien, hija. Muy bien.
—No he faltado a la palabra del osito Bimbo.
—Muy bien, chiquita. Muy bien.
Itzel y Olga salen por el pasillo. La primera no sabe cómo se dispara un arma, pero si su hija ha podido hacerlo, ella también lo hará en caso de que, como teme, los guaruras bajen en tropel a ver qué pasa.
Avanzan hacia la escalera sin que nadie baje ni nadie se asome desde el interior de los otros cuartos. Porque están vacíos. Las chicas duermen un nivel por debajo.
Itzel nota que Olga va a empezar a llorar.
—Todavía no, mi vida. Todavía no.
Suben las escaleras hasta salir a la habitación donde una vez su marido estuvo tentado de convertirse en convidado de Correa pero finalmente desistió. Si van hacia la derecha, tendrán que cruzar el salón y salir por la entrada principal. Pero eso ellas no lo saben porque las metieron por la entrada de la cocina.
Por eso van hacia allá. En la cocina hay dos hombres armados comiendo unas quesadillas. Al verles, Itzel le dice a su hija:
—No mires.
La niña se tapa los ojos mientras los tipos se llevan la mano a la espalda. Itzel no les da el tiempo necesario para llegar a sus armas porque, antes de que puedan rozarlas, la mujer de Pedro empieza a descargar sobre ellos el cargador sin apuntar en absoluto, a lo loco, como hacen los humanos que nunca han imaginado siquiera que llegaría un día en que tendrían que apretar un gatillo. Le duele todo el brazo por el retroceso, así que suelta la pistola cuando se le acaban las balas y entiende que, como su hija, tendrá que vivir el resto de su vida con muertos en su conciencia.
Pero corre más prisa salir de aquí.
—¡Ándale, Olga!
Itzel y Olga salen a la calle al tiempo que escuchan pasos, gritos y carreras a su espalda. Itzel tiene la tentación de detenerse un segundo para que le dé la luz del sol, pero no lo hace y ella y su hija echan a correr. Corren atravesando calles, cuadras, colonias, delegaciones, ciudades, corren como nunca pensaron que podrían hacerlo, corren buscando un taxi que las devuelva para siempre al cuartel de invierno donde se sienten seguras.
Violeta aparca su moto a unos cincuenta metros del club Eclipse. Ata su casco con una correa de seguridad a una de las farolas que iluminan la calle lo suficiente como para que se mantenga en penumbra. Recorre con paso firme los cincuenta metros que la separan de la puerta del local; sobre esta, un foco encendido indica que está abierto. Se detiene antes de tocar el timbre, permanece así unos segundos, quizás un minuto.
Luego se da media vuelta, retrocede hasta la moto, recorre a toda velocidad la calle O’Donnell sin respetar los semáforos y, para ella, eso supone salir de su cuartel de invierno.
Lo mismo que está haciendo en este momento Carlos, al dejar encerradas en el apartamento que durante dos años ha compartido con Yolanda todas las ilusiones creadas con ella desde que era un adolescente tardío y se cruzó con su sonrisa en los pasillos del instituto, el primer día de clase.
Como hizo María, al dejar su Bucarest natal tras una mentira que se convirtió primero en pesadilla, luego en sueño, después en amor y finalmente en muerte y tragedia. Y como hizo también su familia, siguiéndola poco tiempo después, creyendo que era verdad todo lo que les contaba su hija por teléfono y podrían dejar de preocuparse por fin de qué cenar cada noche.
Y como hizo Éder, al traicionar a su jefe porque se había enamorado de la amante de este.
Y como hizo Pedro, al dejar de conducir el taxi del Sheraton de la Alameda Central a la Zona Rosa e internarse en una colonia en la que las calles tenían nombres del antiguo Egipto.
No siempre es posible regresar a nuestro cuartel de invierno, quizás cuando queramos volver a él ya no exista, como le sucedió a Itzel al regresar a la Ciudad de México dejando en Madrid a su atribulado marido. Puede que encontremos solamente un cuartel de invierno a lo largo de nuestra vida o tal vez vivamos en varios. Lo que es seguro es que no sabremos que lo son hasta que los hayamos abandonado.
Porque es entonces cuando empieza la guerra.