Ciudad Tóxica
Hay muchas maneras de morir en el Distrito Federal. La más obvia es que, durante un asalto, tú, el asaltante o los dos se pongan bravos pero él vaya armado y tú solo lleves tu iPod como elemento de autodefensa, y te hayas olvidado o no te haya dicho nadie que no hay posibilidad de negociación en esas condiciones y te disparen en cualquier calle poco iluminada, una noche cualquiera.
Pero no es la única. También puedes morir al ser picado por una araña venenosa de las que aparecen, sobre todo, en temporada de lluvias y que se cuelan por las ventanas como el polvo de la contaminación, y entran a tu dormitorio o a tu despacho y atacan tu hombro o tu tobillo, y en una milésima de segundo notas que se te empieza a dormir el brazo y te asustas y vas a un centro médico con la esperanza de que tengan el antídoto que te permita seguir viviendo hasta la siguiente tormenta.
También puedes ser atropellado mientras cruzas una calle, en esta ciudad cualquier vehículo puede girar en cualquier sentido y dirección en cualquier momento y tú controlas al autobús que viene hacia ti por la derecha sin darte cuenta de que un taxi ha decidido hacer un giro en U sin reparar en tu persona. O puedes tener una dolencia cardiaca que el smog de esta ciudad agravará hasta la muerte con el paso de los años. O puedes notar que la cama se mueve, como ocurre muchas mañanas al amanecer, solo que esta vez lo hace un poco más violentamente de lo habitual y abres un ojo y ves que la puerta del armario que tu marido siempre se deja abierta cuando saca la piyama por la noche también se mueve, y entonces te paras y la casa comienza a zarandearte de un lado a otro, y es 1985 o 1957 o 1995 e intentas subir al tejado porque si sales a la calle te puede morder la tierra, y mientras intentas llegar arriba ves toda tu colonia derrumbarse.
O te puede secuestrar el hermano del tipo al que le compras el jugo de naranja cada mañana, que no es un secuestrador profesional y por eso no sabe cómo mantener cautiva y viva a su presa, y te deja de alimentar tanto tiempo que dejas de servirle como moneda de cambio.
O quizás entren en tu vivienda mientras estás viendo la tele, «robo a casa habitación» lo llaman, y vivirás los quince minutos más largos de tu vida adivinando que en realidad son los últimos.
O puede subirse un payasito al autobús o pesero y sacar una pistola que no es de agua ni lo parece, y ponerse nervioso porque ha esnifado demasiado pegamento o demasiado poco y ponerse a disparar aleatoriamente, y al día siguiente serás portada de El Gráfico o La Prensa con un titular ingenioso presidiendo el retrato de tu cabeza destrozada: «Debió agarrar el metro» o «Ya no le importa llegar tarde».
Itzel piensa en todo esto mientras aguarda a que regrese el suministro eléctrico, sentada a oscuras en el vagón del metro que la lleva a la estación de Cuatro Caminos, donde habrá de agarrar un pesero hasta su casa. Los cortes de luz son frecuentes en el subterráneo, te quedas de repente a ciegas rodeado de desconocidos y nadie se mueve, nadie habla; a lo sumo, escuchas lejana la música que alguien disfruta con unos audífonos o cascos, como dice su marido. No suelen ser muy largos los momentos de oscuridad total; poco a poco los ojos se van acostumbrando y ves emerger del negro los rostros cansados o maquillados de los que te rodean, personas como tú que probablemente también hayan nacido en la Ciudad de México y vayan a morir aquí, sin plantearse ni cuestionarse su suerte ni su existencia, sonriendo cuando las cosas van menos mal y dando gracias a dios cuando van algo mejor.
La luz regresa y el metro arranca. Itzel respira aliviada mientras el vendedor de películas pirata vuelve a repetir la frase que dice y dice sin parar de la mañana a la noche: «Diez pesos le vale, diez pesos le cuesta».
El metro a oscuras es la única forma de disfrutar del silencio en esta urbe.
Itzel llega al final de la línea y se baja del vagón solo para mujeres para integrarse en el río de personas que se apresuran a salir de debajo de la tierra para dispersarse por el laberinto de puestos de comida y bolsos y discos pirata como ratones que se saben de memoria el camino que les lleva hasta el queso.
Ella también lo conoce aunque a veces duda de dónde se detiene exactamente el pesero que la llevará hasta Naucalpan en el estado de México. Si se despista o nortea, no le queda otra que guiarse por los gritos de los que cobran el pasaje y anuncian el destino final y las paradas intermedias más importantes de cada trayecto. Hay mucha gente esperando, parece que no todos van a caber dentro del pesero pero lo hacen, apretándose, ocupando el más mínimo espacio entre los asientos, en el pasillo, en los escalones de bajada.
En el pesero viajan juntos hombres y mujeres e Itzel se tiene que mantener en guardia para que no le metan mano, para que nadie se le arrime más de la cuenta cuando se dirige a la puerta de salida, pero no es fácil y la presión no disminuirá hasta que acabe la hora punta.
Está cansada luego de trabajar diez horas en una empresa de telemarketing intentando convencer a gente que no quiere hablar con ella de que se cambie de operador telefónico. Diez horas a las que hay que sumar como mínimo tres más que ocupa en ir y volver. Trece horas diarias dedicadas a ganar 5.000 pesos a la quincena, 600 euros al mes que no le compensan dejar de ver a su hija pero que puede ganar gracias a que su marido se ocupa de Olga. Pedro conduce un taxi por la noche y duerme el tiempo que la niña está en la escuela.
Itzel agarra un bicitaxi desde el punto en que la deja el pesero hasta su casa, andando no tardaría más de un cuarto de hora pero nadie en su sano juicio, excepto su esposo, se atreve a andar por esa zona de la unidad habitacional a partir de las once de la noche. Es algo que los extranjeros no entienden cuando llegan a esta ciudad. Que el «Te puede pasar algo» no significa que te roben la cartera mientras estás en una discoteca sino que te maten para robarte el teléfono móvil o celular. Pedro, aún hoy, asegura que los habitantes de la Ciudad de México son todos unos paranoicos, aunque se cuida un poco más que antes por ella y por la niña, pero Itzel sabe (y calla) que él a veces aún da largos paseos porque le gusta hacer lo contrario que todo el mundo y en el DF nadie camina porque está todo tan lejos que a pie no se llega a ningún sitio. Lo más curioso es que nunca le pasa nada, nunca le asaltan ni le roban ni le amenazan. Quizás porque el miedo atrae al miedo, y Pedro el miedo lo tiene controlado. Y eso que conduce un taxi de noche, alto riesgo, y tiene que ir a donde los viajeros le ordenen; el taxi no es un medio de transporte de lujo en esta urbe, o al menos lo es solo para los muy jodidos.
Desde que aterrizó en el lejano 1993, a Pedro le ha gustado meterse en cualquier barrio que le llamara la atención por el nombre (Peralvillo, Bondojito) o porque ha leído o le han dicho que hay algo extremadamente popular o raro que atrae su interés. En sus años de estancia en la ciudad ha llegado hasta el pie de los crucificados durante la Pasión de Iztapalapa, una delegación popularmente conocida como «Iztapalacra» que probablemente no haya pisado más extranjero que él desde su fundación y en la que cada Semana Santa se reúnen dos millones de vecinos, delincuentes, devotos y vecinos-delincuentes-devotos, todos ellos adoradores de una imposible versión azteca de la muerte y resurrección de Cristo. También se ha quedado más veces de las que le ha confesado a ella fuera de la arena Neza esperando a que saliera su luchador favorito para hacerse una foto con él. Itzel, niña fresa al fin y al cabo, no había pisado nunca una arena de lucha libre hasta que empezó a salir con Pedro. Y se sorprendió de que supiera cómo llegar a rings de los que ella ni siquiera había oído hablar. Quizás por eso se enamoró de este culo de mal asiento, como a él le gustaba definirse para escándalo de su mamá, se enamoró de ese gachupín devenido en chilango que devoraba tacos sin saber lo que contenían, ni preocuparse por las condiciones higiénicas del puesto o de que estuviera ubicado junto a un estacionamiento de camiones que vaciaban sus tubos de escape encima de la carne lista para ser frita en un comal que solo se lava una vez al día.
Pedro e Itzel se conocieron a través del marido de una amiga común que estaba particularmente insistente en que ella consiguiera novio. Fue una tarde de mayo en El Hijo del Cuervo, un bar de Coyoacán al que iban a tomarse las primeras cervezas o chelas antes de seguir con la fiesta. Ella vestía unos jeans que le estaban pequeños y él una camisa de cuadritos de colores que le estaba grande. Cuando sus amigos dijeron de irse a casa, él le preguntó si se tomaba otra copa y ella accedió sin preocuparse de cómo regresar luego a su departamento. Y a esa copa le siguió otra y Pedro platicaba y platicaba, había palabras de las que usaba que ella no entendía pero le daba igual porque cuando él intentó besarla e Itzel se negó aunque lo estaba deseando, él le dijo una frase que aún hoy, tras trece años juntos y seis de casados, se repiten en las reconciliaciones maritales:
—Un abrazo no me podrás negar.
Itzel llega por fin a su casa, entra por la puerta y Olga se le sube al cuello mientras la llena de besos y noticias escolares. Itzel levanta la vista y ve a Pedro salir de la ducha envuelto en una toalla y sonriéndole mientras le hace un exagerado gesto de stripper en un momento en el que se asegura que la niña no está mirando.
Itzel se ríe y entiende una vez más por qué les quiere tanto.
Pedro recoge cerca del hotel Intercontinental de Polanco a unos tapatíos que han debido venir a la ciudad a un congreso y han decidido salir a quemar la noche chilanga. Por su aspecto a Pedro no le cuesta adivinar que le van a pedir que les lleve a un sitio donde haya chicas bailando y desnudándose y haciéndoles bailes privados. Pedro lo sabe tan bien como probablemente lo intuyan las esposas que les esperan en Guadalajara, solo que él no puede mirar para otro lado y tiene que hacer de Caronte conduciéndoles al teibol dance.
La primera vez que unos viajeros le pidieron a Pedro que les llevara a un burdel solo se le ocurrió El Catorce, un infame cabaret porno de La Lagunilla donde las chicas subían al escenario a los espectadores para tener sexo con ellos, y cuando los machos acababan, el gordo presentador (ya tristemente balaceado) cantaba una canción cuyo estribillo rezaba «Ya llegó el lechero». Un tugurio al que lo invitaron al poco de llegar a la ciudad y al que, hasta su cierre, llevaba siempre a los amigos que lo visitaban y, como él, se aburren mortalmente en los museos arqueológicos.
Pero en El Catorce no trabajan el tipo de mujeres que se quieren coger los mexicanos en viajes de negocios sin sus esposas, así que empezó a frecuentar la Zona Rosa a ver qué encontraba. Acabó confiando la libido de sus pasajeros a las empleadas de un megalocal llamado Titanium, en el que daban una comisión a los taxistas cada vez que llevaban a un cliente, en concreto el 50 por ciento del cover que pagaban los hombretones por acceder al local.
Pedro no siempre ha sido taxista. Al llegar al DeFectuoso estuvo dando clases de inglés y computación en varias academias; luego fue guía turístico, traductor, trabajó en una agencia de viajes, fue recepcionista de un hostal en el Zócalo, de donde pasó a trabajar en el front desk del Sheraton de la Alameda Central, de donde fue despedido por enfrentarse a su jefe. Así que decidió serlo de sí mismo, compró un taxi y se lanzó a las calles permanentemente embotelladas de la segunda ciudad más grande del hemisferio occidental.
Pedro ha llevado a una buena cantidad de licenciados, ejecutivos, comerciales, turistas y doctores a echarse un taco de ojo o una cana al aire al Titanium. No siempre le daban el 50 por ciento de la lana que pagaban por entrar, pero solía caer algo y eso venía muy bien a la maltrecha economía familiar.
Los tipos que acaba de subir están algo borrachos. El más grande tiene alrededor de sesenta años, es gordo y moreno mientras que el joven apenas ha debido cumplir los cuarenta, es rubio o, como dicen en México, güero.
—¿Adónde les llevo?
—¿Qué onda, wey? Andamos buscando un antro, wey, de esos, wey, con viejas bien buenotas, wey…
—Sé adónde quieren ir…
Pedro arranca calculando que si en el teibol dance a cada viajero le van a cobrar unos quinientos pesos por entrar, él se puede llevar unos doscientos por cabeza. Sonríe a sus clientes.
—Les llevaré al mejor de la ciudad —les promete el taxista.
—Nos dieron el tip, wey, de un antro, wey, que dicen está de pelos, wey.
—¿El Solid Gold? —juega Pedro a adivinar.
—No, no se llama así —puntualiza el güero.
—El Solid Gold es el mejor del DF, háganme caso. Sé de lo que hablo.
Pedro ve peligrar su comisión al tiempo que el más grande hurga en su iPhone 5 buscando un dato más concreto acerca del lugar en el que desahogarse.
—Llévenos a la calle Nilo, colonia Clavería en Azcapotzalco —ordena.
Pedro jamás ha escuchado que hubiera un bar de chicas en Azcapotzalco.
—Con todo respeto… ¿Quién les dio ese tip? En esa colonia no van a encontrar lo que buscan.
El güerito le da unos golpecitos en la espalda y le ordena condescendiente:
—Usted solo llévenos, ¿sí?
—¿Cuánto nos cobra? —pregunta el viejo.
—300 pesos, señor.
Los taxímetros dejan de funcionar a medianoche.
—Ok —concluyen al unísono.
Pedro pone rumbo a una zona bastante alejada del centro en la que duda poder agarrar a algún cliente que justifique el regreso a las zonas de actividad nocturna. Además sabe que se va a perder, absolutamente ningún conductor conoce todas las calles del DF y solo cuentan con GPS los servicios de lujo encargados de llevar a celebridades de un lado a otro. El resto de taxistas de la ciudad se tiene que conformar con una edición más o menos desactualizada de la Guía Roji, un callejero a la vieja usanza que es el que Pedro saca de debajo de su asiento, detenido junto a la puerta de una iglesia, ya en el remoto barrio. Cada doce segundos aproximadamente mira de reojo el espejo retrovisor para asegurarse de que nada sospechoso sucede a su alrededor.
—¿No que no sabía llegar? —comenta molesto y clasista el güero.
—Sí, y estamos en la colonia que me indicaron —se defiende Pedro—. Nada más tengo que encontrar la calle, ¿ok?
Están completamente solos. Pedro sabe que no va a encontrar a nadie a quién preguntar y que más le vale no ponerse nervioso si no quiere tener problemas con sus viajeros. Su mirada se pierde en el trazado irregular de calles atravesado por nombres en diferentes cuerpos de letra que tiene en la guía; no es fácil saber a qué se refiere cada uno, no hay un trazado urbanístico en esta zona de la ciudad, más bien un conjunto de casas que fue destruido para dejar paso a otro y este a un tercero y así ir conformando poco a poco la impersonalidad de la colonia. Pedro empieza a pensar que ha caído en una trampa y que los weyes que lleva detrás le van a hacer algo; el mundo al revés, piensa ocultando una sonrisa, los viajeros asaltando al taxista, ¿adónde vamos a llegar? Encuentra una zona con nombres del antiguo Egipto y eso le da esperanza. Tebas, Cairo, Oasis, Pirámides…, ¿Memphis?, Nilo. Suspira aliviado, la ubica respecto a la parroquia en la que están y arranca.
—Ya está.
¿Quién habrá pensado que Memphis tiene algo que ver con el antiguo Egipto? Un fan de Elvis, sin duda.
—¿Qué número es?
—99 —contesta el tapatío diestro en el manejo de su iPhone.
Pedro conduce hasta el indicado. Se trata de una pequeña casa individual en la que han colocado el número de la calle escrito en neón sobre un árbol. Solo un tipo de seguridad con cara de comadreja y un portero con aspecto de político provinciano del PRI denotan que dentro de la casa hay algo más que clase media descansando. Los tapatíos sonríen y sacan seis billetes de cincuenta pesos para pagarle. Pedro extiende la mano para agarrarlos cuando el más joven le sustrae uno delante de sus narices.
—Son 250. Por nortearse —intenta regatearle.
—Aquí están, ¿no? Deme los 300.
—Dáselos, wey —ordena el patriarca.
El güero sonríe a su amigo y le acaba dando los trescientos pesos a Pedro, que está habituado a ser él quien intenta rascar algo más de lana a sus viajeros.
—¿Quieren que les espere? —se ofrece Pedro.
—Vamos a tardarnos —pronostica el moreno, que sin duda ya ha estado aquí antes.
—Por aquí no va a resultarles fácil encontrar otro taxi.
—¿Cuánto es lo menos? —pregunta el güero.
—¿De regreso al mismo hotel?
—Sí.
—250, ahora sí. Y por ser ustedes.
—Quién sabe cuándo acabaremos —insiste el casi abuelo, al que no le gusta ir de putas con prisa.
—Tómense su tiempo, yo aquí les espero —les tranquiliza Pedro.
Cualquier cosa mejor que volverse de vacío. Los dos hombres se bajan del coche y Pedro aparca unos metros más arriba para no despertar las suspicacias del guarura y el cadenero. Se acomoda en su asiento, enciende la radio y se dispone a echar un sueñecito con la mirada puesta en la entrada del local.
No hay mucho trasiego de clientes. Hombres solos entran y salen de vez en cuando. Pedro se queda dormido y se despierta no sabe cuánto tiempo después. El cielo es un poco menos negro. Han pasado más de dos horas y se acerca hasta el hombre con cara de comadreja a preguntarle por los tapatíos. Es muy delgado, lo que hace resaltar aún más su musculatura; tiene unos dientes prominentes, una perilla muy pequeña y el pelo lacio recogido en una coleta. En el momento en que va a hablarle salen sus chicos del interior de la casa bastante borrachos y con aspecto de haberse metido una docena de rayas de coca entre los dos. Al verle, lo abrazan y celebran su presencia con grandes risotadas y gritos.
—¡Nuestro salvador! —dice el más mayor.
—Este wey es la neta —apunta el joven.
El guarura les mira con cautela y Pedro se hace cargo de ellos. Avanza hacia el taxi pensando que en el lamentable estado en el que regresan, les va a sacar bastante más de los 250 pesos cuando lleguen al hotel. El marido de Itzel camina cinco pasos por delante de los clientes estrella de la noche cuando se da cuenta de que, al abrazarlo, le han dejado un rastro de sangre en su camisa.
Itzel se asusta al ver la sangre en el pecho de su marido, pero este la tranquiliza contándole que ninguno de los dos tipos estaban heridos, la sangre seguro proviene de una hemorragia nasal provocada por consumir demasiada cocaína mal cortada. No les habría dejado subir al coche estando heridos y no lo estaban, se aseguró de ello antes de abrirles la puerta. Eso sí, anduvieron gritando estupideces todo el trayecto, bajaban la ventanilla cada vez que en un semáforo veían una mujer joven y le gritaban todo tipo de groserías. A esta hora deberán estar durmiendo la borrachera en las sábanas del hotel lavadas a altísimas temperaturas para conseguir la más completa desinfección.
Son las siete y media de la mañana e Itzel acaba de salir de la ducha, Olga se está acabando el desayuno y corre a abrazar a su padre, que le da muchos besos mientras su madre se asegura de que no está mirándola cuando le hace a su marido un exagerado gesto de stripper.
Desde hace unas semanas, a Itzel las jornadas laborales se le antojan interminables. Antes de llegar a la oficina está deseando irse y lo único que la retiene pegada a la silla y a la compu y a los audífonos y al guion con las frases que ha de decir si consigue mantener a su interlocutor al teléfono más de veinte segundos es que su familia necesita el dinero que ella gana.
Más de una vez Itzel ha considerado la posibilidad de hablar con Pedro y decirle que no soporta más ser pobre, no quiere estar constantemente calculando cuánto se gasta cada día para poder llegar al final de la quincena. Itzel se asigna un presupuesto diario que nunca cumple, lo que consigue ahorrar por un lado se lo gasta en su hija o en su marido. No puede dejar de pensar cada vez que saca la cartera en la lana que le queda antes de volver a cobrar. Resta, suma, multiplica, divide, hace cuentas para engañarse a sí misma y creer que no pasa nada si se compra un labial en una perfumería barata pero no lo hace porque piensa que ese pequeño sacrificio le será recompensado de alguna manera, y no es verdad, ese sacrificio da igual, nada cambia nada, como nada cambia para las personas que le responden al teléfono y cada vez le cuelgan antes.
Las niñas mexicanas se embarazarán adolescentes y serán como sus madres, que a su vez son como sus abuelas, y teme que a eso esté abocada su hija si ella no hace algo por cambiar las cosas, pero no sabe qué pueden hacer ni ella ni su marido más que trabajar como burros y dormir por turnos.
Itzel, sobre todo, quiere ir al baño cuando se le dé la gana sin tener a una supervisora que le controle el tiempo que tarda en orinar.
No, no es momento de tener un segundo hijo, como a Pedro y a ella les gustaría. Itzel siempre ha querido formar una familia numerosa, la casa llena de niños jugando y pegándose, quizás porque pasó demasiada infancia entreteniéndose mirando desde el balcón a la gente que pasaba por su calle, que es lo que hacían en su época los hijos únicos cuando sus papás no les dejaban ver más televisión.
Pedro acaba de dejar a unos poblanos dentro de la misteriosa casa de la calle Nilo y está dando una vuelta a ver si lo para alguien. Hoy es jueves y algo más temprano, por lo que no resulta imposible que alguien lo necesite para acercarlo hasta su casa desde la parada de metro más cercana. Conduce, intenta encontrar algún restaurante o bar o puesto de tacos que atraiga clientes pero no hay ninguno y regresa dispuesto a sacarle algo de conversación al cadenero con aspecto de comadreja.
—¿Vienen muchos weyes hasta aquí? —pregunta Pedro.
—Los suficientes.
—Pero está bien lejos…
—Depende de dónde.
—Estos antros suelen estar más cerca del centro. ¿Un cigarro?
El cadenero duda pero finalmente lo acepta. Buena señal. Pedro le extiende la mano y le dice su nombre. El cadenero duda unos segundos pero finalmente se la da.
—Éder.
—Este sitio es VIP de a de veras. No creo que haya muchos taxistas que sepan cómo hacerle para llegar.
—La mayoría de los clientes vienen manejando.
—Yo podría traer hasta aquí a los hombres que me pregunten por un teibol.
—Si estás buscando comisión, yo no soy la persona con la que tienes que negociar.
—¿Quién es?
Pedro tiene que ir tres veces más al local sin nombre hasta que consigue que Éder le presente a Correa, el encargado del negocio. Es un culichi con un fuerte acento y botas norteñas de color azul, como si hubiera serpientes de ese color en Culiacán. No le invita a entrar, lo atiende por una puerta lateral mientras unos empleados sacan y meten cajas con Coca-Cola. Correa no mira a Pedro a los ojos, dirige los suyos por encima de la cabeza de este como si estuviera intentando localizar a alguien más importante que él en las inmediaciones. Lo que tendría cierta lógica si estuvieran en la fiesta de estreno de una película o en la presentación de una colección de moda, pero no en un burdel aislado en mitad de una colonia que nadie que no viva en ella sabría ubicar.
—Para no hacerte el cuento largo —le dice Correa queriendo acabar cuanto antes con la conversación—, los que van a los teibol de la Zona Rosa y se gastan mil pesos por noche, no nos interesan.
—Les puedo traer gente dispuesta a gastarse mucha lana —promociona Pedro sus habilidades.
—¿Y dónde los encontrarás?
—Tengo contactos en el Sheraton y en el Meliá y en todos los Camino real.
No es del todo verdad, pero puede serlo.
—¿Y cuánto quieres por traerlos?
—¿Cuánto es el cover?
—Ese no es tu problema.
—200 por persona.
Pedro dice esta cifra al azar, si consigue traer a veinte clientes por semana son cuatro mil pesos a la quincena que pueden hacer que Itzel deje de trabajar y puedan por fin darle un hermano o hermana a Olga. Correa se lo piensa. Pedro cree que se ha pasado y está a punto de bajar la cifra cuando Correa asiente.
—Pero no se lo cuentes a otros taxistas.
—¿Cómo cree? Claro que no.
Pedro sabe que no debe fallar, que todos los clientes que lleve a la casa de la calle Nilo han de estar deseando gastarse mucha lana, coger con las mejores mujeres y comprar mucha coca dentro del local. Aunque los años que lleva conduciendo un taxi desde que lo echaron del Sheraton le han hecho desarrollar un sexto sentido para saber quién quiere pagar por coger y quién prefiere arriesgarse a ganarse el polvo sin pagar, piensa que no está de más hablar con sus antiguos compañeros de trabajo y llegar a un acuerdo.
—Nada más me señalan qué huéspedes vienen solos y pagan con tarjetas de crédito oro o platino —propone Pedro—. Yo estaré esperándoles fuera.
—¿Y nosotros qué ganamos?
—Cien pesos por persona.
—Ciento cincuenta.
—Ok.
—Esperas afuera del hotel y si el jefe nos pregunta por ti, no te conocemos.
Sonrisa y trato hecho. Así comienza Pedro a sustituir los paseos nocturnos Insurgentes arriba Insurgentes abajo por jornadas más cortas en las que espera a la salida del Sheraton con sus mejores galas, como si fuera un turista más, a que sus cómplices le hagan una llamada perdida y él se dirija a los canadienses, franceses, españoles o regiomontanos que salen por la puerta dispuestos a arrasar entre las chilangas.
—Les llevo a donde gusten. Pero si quieren un lugar realmente exclusivo, con las mejores escorts del mundo… Primer nivel. Nada más confíen en mí.
No todos lo hacen, claro. Pero sí algunos confían. Y luego confiarán algunos amigos o socios de los amigos cuando visiten la metrópolis. En la casa de Itzel y Pedro comienza a entrar un poco más de dinero y la primera le pregunta al segundo de dónde sale.
—De llevar clientes a un club. Me dan comisión.
—Siempre te dieron comisión, pero nunca para poder comprar la lavadora con secadora que trajeron esta mañana y de la que, por cierto, nada me dijiste.
—Este club es otra onda, está muy alejado del centro y la carrera es larga… Bien VIP.
—Pedro, no me mientas…
—Es un burdel, mi amor.
—¿Y no tienes que hacer nada más? ¿Llevas a los marranos y ya?
—Les espero hasta que acaben y los regreso al hotel.
—¿Y dónde los esperas?
—Dentro del taxi.
—Ajá.
Pedro adivina lo que viene ahora y le gustaría que no pasara.
—¿No prefieres esperarlos dentro, en la barra, con las viejas?
—Nunca he entrado y nunca he visto a ninguna de las chicas.
—Ya. Y yo me chupo el dedo.
Itzel sabe que los celos están empezando a jugarle una mala partida, sabe que tiene que parar pero no puede, tiene que seguir un rato más. Pedro contraataca.
—Que no, mi amor. Si me gastara lo que me dan en putas, no habríamos cambiado la lavadora. Que por cierto, si quieres, la devuelvo.
—¿Y cómo sé yo que no te invitan a un servicio? Porque ya llevas tiempo yendo…, ¿no? Y no me dijiste…
—Media hora con una de las chicas de allí cuesta 3.000 pesos, ¿ok?
—Qué bien te lo sabes.
Pedro atrae hacia él la cabeza de Itzel y la deposita en su hombro.
—Y aunque los tuviera, te prefiero a ti y nada más que a ti.
Itzel se tranquiliza; menos de lo que quiere hacer ver, pero se tranquiliza.
La verdad es que Pedro dijo la cifra al azar. Nunca ha tenido interés por entrar al local, ni por tomarse una copa dentro. Porque cuanto más lejos se esté de las putas, mejor. Donde hay putas hay drogas y donde hay drogas hay problemas, sobre todo si se mezclan con las putas. Pero Pedro sabe perfectamente que en estos momentos su mujer sueña con él derramando champagne en los pechos de media docena de güeritas y a él comienza a picarle la curiosidad. Ha visto muchos burdeles en su vida pero seguro que ninguno de este nivel… ¿Cómo será? Sin nombre, tan lejos de todo y tan exclusivo.
¿Y si sale del coche y recorre los 107 pasos que lo separan de la puerta y convence a Éder, el cadenero, de que tiene sed?
En esto está pensando Pedro cuando de repente escucha unos gritos de mujer a su espalda. Mira por el espejo retrovisor y ve a una chica de veintipocos años corriendo hacia él con la ropa desgarrada. Guapa, sexy, asustada, con los ojos verdes, muy verdes. La mujer se lanza contra la ventanilla del asiento de copiloto del taxi.
—Sáqueme de aquí. Por favor… Le pago lo que quiera… Pero sáqueme de aquí.
Pedro no sabe qué hacer. El corazón le late por el sobresalto. Si Pedro no va a las putas, las putas vienen a Pedro. La chica se saca del mini vestido rojo varios billetes de doscientos pesos y se los enseña al taxista pegándolos al vidrio.
—Le daré todo el dinero que tengo pero por favor, sáqueme de aquí.
Tiene la oportunidad de hacerse el héroe protector y perder el negocio para siempre o asegurarse la confianza de los dueños del burdel entregando a la sexo servidora rebelde. Éder y el guarura salen de la casa buscando a la fugada. Pedro abre la puerta del copiloto. La chica se sube algo aliviada. Deposita en la entrepierna de su salvador todo el dinero que llevaba en la mano.
—Corre, por dios.
Pedro lo hace. Prende el motor. El guarura y Éder van hacia el coche, sacan sus armas. Pedro mete la marcha atrás y, en lugar de alejarse del club, va hacia él, se detiene ante los captores de la chica, que lo insulta.
—Hijo de su puta madre.
—¿Esto es de ustedes? —pregunta Pedro a Éder mientras abre la puerta del copiloto.
La fidelidad del taxista sorprende a los empleados exteriores del burdel, que guardan sus armas y sacan a la muchacha, que no para de increpar al marido de Itzel. La prostituta recibe un contundente golpe en la cara y es introducida de nuevo en la casa por la puerta trasera. Éder sonríe a Pedro y mira los billetes que hay sobre el regazo del taxista y en el suelo. El taxista los recoge y se los va a dar al cadenero con cara de comadreja, que esta noche se siente generoso.
—Quédatelos. Te los ganaste.
Pedro no discute la orden y regresa al sitio donde espera casi cada noche a que salgan sus clientes. La verdad es que no ha ayudado a la chica por miedo a meterse en un lío ni por ganarse la confianza de los dueños del burdel.
Ha dejado pasar la ocasión de ser un héroe para no tener que andar explicándole a Itzel por qué anda rescatando a damas de la noche en peligro.
«Vete a chingar a tu madre.» «Pinche vieja, no mames, estaba durmiendo.» «¿Por qué no me das tu número y te hablo yo a las cinco de la mañana, pendeja?» «Búscate un trabajo de verdad.» «Agarra los audífonos y métetelos por la cola. O mejor dame tu número y te meto yo otra cosa.»
Y así uno tras otro. A diario hay alguien que te insulta, que te dice groserías, pero esta mañana son casi todos. De quince llamadas que ha hecho Itzel desde su puesto de trabajo, diez la han insultado y tres le han colgado. Dos no estaban. La supervisora llega a preguntarle si ha conseguido cerrar algún contrato.
—No, todavía, no.
La supervisora le exige que el tiempo para comer (treinta minutos) lo dedique a platicar con ella en su despacho. Itzel se agobia, intenta hacer mejor su trabajo, ser más agresiva, no dejar pensar a su interlocutor, arrancarle un «Sí quiero» a cualquiera de las promociones en vigor porque de esta forma tendrá un argumento a su favor cuando la jefa le reclame los pocos contratos que lleva realizados en el último mes. Aunque sabe que su superiora tiene razón, que hay compañeras a las que no les importan los insultos ni los desprecios, que son capaces de engañar a abuelitas pobres y venderles lo que no necesitan. Solo tienen que decir sí a una serie de preguntas para que sea demasiado tarde y ya estén autorizando el cambio de compañía telefónica. El otro día un compañero alardeaba de haberle vendido la conexión Premium a Internet a una abuela de San Cristóbal de las Casas. Itzel no puede hacer eso, se le bloquea la lengua… No puede engañar a los que no tienen apenas dinero para llenar el refri.
Por eso la está mirando su jefa, sentada en su despacho con cara de que esta vez no va a perdonarle la vida ni le va a dejar tiempo para bajar a la calle a comerse unos tacos de barbacoa.
—No estás motivada, Itzel. No te importa la compañía, no eres competitiva, no tienes una actitud positiva…
—La gente recibe a diario muchas llamadas como la mía… Están hartos de que se les moleste…
—Ahí es donde se demuestra quién vale y quién no… Invertimos mucho dinero en que aprendieras cómo ganarte a un cliente difícil y tus resultados desmerecen de la confianza que…
Itzel decide en ese momento que odia los trajes de sastre que, como si fueran un uniforme escolar, llevan o son obligadas a llevar todas las mujeres que trabajan en una oficina en esta ciudad, sean de la profesión que sean. Odia las camisas blancas, odia los tacones no muy altos de los zapatos, odia las americanas y, sobre todo, odia las costuras de los pantalones que se le clavan en la cintura y los muslos cada vez que se sienta, todo siempre muy ajustado, los botones y la cremallera a punto de estallar, marcando cada lonja, cada quesadilla de más…
—La verdad es que no sé qué hacer contigo… No es nada más que no resultes rentable a la empresa, sino que estás dando una mala imagen. Estamos en periodo de expansión, cada día recibimos una docena de currículums de gente joven con vocación comercial que conoce nuestros productos y está deseando entrar a colaborar con nosotros…
—¿Ah, sí? ¿Sabes qué? Que vas a chingar a tu madre, que no eres más que una wannabe que le lame las botas a su jefe para no perder los… ¿Cuánto te pagan, pendeja? ¿3.000 pesos a la quincena? Como dice mi marido: «Vete a tomar por el culo, gilipollas».
Itzel se levanta, se ajusta el maldito saco y muy derecha se encamina hacia la puerta. Las costuras del pantalón se le clavan en las cartucheras pero es feliz. Sale del despacho orgullosa de haber hecho saltar por los aires la cortesía que preside las relaciones de poder en este país. «¿Qué cree?-No sea malito-Porfa-Ahorita mismo-Con mucho gusto.»
Recoge su bolso y atraviesa con la cabeza bien alta la sala en donde sus compañeras, que a buen seguro escucharon sus gritos, esconden la cabeza entre audífono y audífono para que la supervisora no piense que alguna vez fueron sus amigas.
Sale a la calle, por una vez, sin prisa. Son las tres de la tarde y hace un día espectacular; el cielo lleva casi dos meses sin deshacerse de un aplastante color gris pero hoy está muy azul y muy lejos y el sol calienta cualquier trozo de piel a su alcance. El bulevar de la calle Mazatlán está lleno de parejas de estudiantes de la Preparatoria besándose y paseándose. En las terrazas, grupos de señoras se ponen al día de los últimos chismes e Itzel comienza a caminar sin rumbo, a caminar y a caminar como le gusta hacer a Pedro, contemplando la frondosidad de los árboles, las casas que imitan la arquitectura colonial, las banquetas levantadas por la fuerza con que crecen las raíces de los árboles, y entonces piensa que la ciudad entera está en permanente guerra con la naturaleza desde su fundación. Desde el mismo momento en que comenzó a construirse sobre una laguna, la pinche Ciudad de México sostiene batalla tras batalla contra los volcanes que la rodean y amenazan con llenarla de lava o ceniza, con los terremotos que la agitan cada semana, con los árboles que no se resisten a dejar de crecer porque el metro frene sus raíces, con las lluvias torrenciales que tornan el verano en invierno en apenas quince minutos… Quizás por eso es posible que cada mañana, mientras Itzel se toma el café asomada a la ventana de su departamento, contemple a un águila posada con toda su realeza en la copa de un árbol plantado frente a su vivienda, dominando lo que siempre han sido y serán sus territorios.
Pero al llegar a su casa se derrumba, le cae el veinte de lo que ha hecho y tiene la tentación de llamar a su supervisora, disculparse por su mala educación y poner la cabeza encima de la mesa de su despacho para que se la corte y exhiba ante toda la empresa. En lugar de eso, se desnuda y se mete en la cama con Pedro, que al sentirla piensa que ya es de noche y se tiene que volver a levantar. Itzel le dice que no, que luego se lo explica pero que ahora la abrace muy fuerte y Pedro lo hace y pasa los dedos por su pelo y ella lo aprieta, quiere estar pegada a él de esta manera cuando el mundo se acabe y por favor, que se acabe ya, que no haya más después, que acabe así, o mejor que espere un poco a que regrese la niña y se meta en la cama con ellos y así les sorprenda el apocalipsis, juntos y calentitos.
—Hiciste muy bien, cariño. Ya estuvo. Así podrás pasar más tiempo con la niña. Te ibas a enfermar de estar allí encerrada.
—Pero necesitamos la lana…, no era mucho pero nos daba para la ropa de Olga… Ahora ¿cómo le vamos a hacer? Tengo que ponerme a buscar otro trabajo, aunque sea limpiar casas…, me vale madres…
—Mi mujer no va a ponerse a limpiarle el piso a nadie.
—No, Pedro. La regué, lo siento, perdóname…
—Tranquila, mi vida. Tú ahora, descansa, ¿sí? Tómate los días que quieras para no hacer nada… Yo me encargo de todo.
Ahora sí que Pedro recorre decidido los 107 pasos que lo separan de la puerta del burdel. Ahora sí que le deben un favor, ahora no es solo un taxista que busca comisiones. Ahora tiene algo que ofrecerles para lograr salir de pobre de una puta vez. Y no se refiere a poder comprarse un electrodoméstico en Electra o ir a cenar al Gallito cuando se les antoje. No. Quiere ser rico de verdad, hasta el extremo de poder dejar Naucalpan y mudarse a una colonia pija dentro de la ciudad. A Coyoacán, o mejor a La Condesa, a la calle Ámsterdam. Sí, ahí vivirán, en esa calle circular como la pista de un hipódromo llena de restaurantes caros, comprarán la comida en el Superama y los cuatro serán totalmente Palacio, llevarán a la niña a una escuela privada donde aprenda inglés y francés. Los domingos irán a comer al restaurante giratorio del World Trade Center y luego se verán una película en 3D en la sala VIP de Cinemex. O dos. Y contratarán a una canguro cada vez que a Itzel se le antoje salir a cenar fuera de casa comida japonesa, o tailandesa o brasileña. Podrá ir a Madrid a ver a su madre siempre que quiera. Por san Valentín se alojarán en el Sheraton, en una suite del último piso. Y los excompañeros que se ha cuidado muy mucho de que nadie les relacione con él tendrán que hacerle una reverencia al pasar y llamarle señor y llamar al elevador y servirles el desayuno en la cama.
Dejarán de pasar frío en Navidad porque estarán en Copacabana echando velitas encendidas al mar.
Y podrán tener ese segundo hijo al que la realidad siempre posterga.
Éder, el cadenero, no puede evitar sonreírle cuando le abre la puerta principal del local después de que el taxista le pregunte si puede hablar con el jefe.
Por primera vez en muchos meses, Itzel no tiene prisa en hacerle la cena a su hija. Se inventa que están en la cocina de un restaurante y que va a venir a cenar un señor muy importante, y que todo tiene que quedar más rico que nunca y por eso necesita que su niña le ayude a hacer el pastel de chocolate más grande del mundo, aunque Olga se limita a ir y venir poniendo la mesa, tiene que ser una mesa bien bonita, por eso a la chamaca se le ocurre agarrar las flores de plástico que hay desde hace lustros encima del mueble del salón, las mete debajo del grifo, las lava bien con jabón, las rocía con el ambientador del baño y las coloca en un jarrón chino pegado mil veces. Para cuando Olga termina de hacer su tarea, el pastel ya está en el horno e Itzel la entretiene mientras espera contándole la historia de un niño que un día plantó unas alubias que crecieron tanto que lo llevaron hasta el cielo.
Olga le pregunta si ellas pueden hacer lo mismo.
—Claro que sí, chiquita. Mañana vamos al mercado de Jamaica y las compramos.
El interior del número 99 de la calle Nilo no parece un burdel, podría pasar por una casa normal. En la recepción hay un perchero en el que dejar la chaqueta o el paraguas, y de ahí se pasa a una sala decorada con cuadros en los que todo el mundo está vestido; un piano que nadie ha tocado nunca, y varios sofás cómodos y blancos.
Hay que estar muy seguro de sí mismo para comprar sofás blancos en una casa de putas.
Lo que más sorprende a Pedro es que no hay chicas a la vista. Ni una. Unos cuantos hombres esperan leyendo o escuchando la música que suena por los altavoces. Correa sale a su encuentro, le extiende la mano y conduce a Pedro hasta su despacho, que es tan sobrio y tan burgués como el resto de la casa. Solo un enorme dóberman con bozal y atado a una argolla en la pared rompe la armonía del conjunto. Mientras habla con Correa, Pedro mira de reojo a la bestia, que le devuelve la mirada aunque no le gruñe. Correa abre un mueble bar (es otra de las cosas que le encantan de México, todo el mundo tiene un mueble bar bien surtido en su casa, también él, lo que te convierte automáticamente en el perfecto anfitrión) y le sirve un whisky con hielo a nuestro hombre sin importarle que este vaya a tener que conducir unos minutos u horas después.
—¿En qué le puedo ayudar? —pregunta, cortés, Correa.
—Quiero trabajar para usted.
—Ya lo hace. Le damos una comisión por cada cliente que nos trae, ¿no?
—Quiero decir…, que quiero implicarme más con su… negocio.
—¿Y qué le hizo pensar que yo quiero que un taxista trabaje para mí?
—El favor que les hice devolviéndoles a la chica que se les escapó.
—¿Eso es lo que sabe hacer? ¿Capturar a chicas traviesas y devolverlas a su casa?
—Entre otras cosas. Por ejemplo, no hacer preguntas.
—Eso es una virtud difícil de encontrar ahora.
—Razón de más para que me considere.
Correa se acaba el whisky de un trago y dice lo que tantas veces ha escuchado Pedro en su vida y que tanto teme.
—Espere a que nosotros le hablemos. Acábese el whisky afuera.
—No, gracias. Tengo que conducir y no me apetece acabar la noche en El torito.
—Acábeselo, taxista.
Pedro obedece y deja el vaso vacío sobre la mesa de Correa. No sabe lo que ha pasado, no sabe lo que va a pasar, pero ha hecho lo que quería hacer y en eso piensa mientras lleva de regreso a sus pasajeros de esa noche al hotel. En eso y en que las chicas deben esperar a los hombres directamente en las habitaciones.
—¿Qué tal estuvo? ¿Les gustó? —pregunta Pedro, pretendiendo obtener alguna información que le beneficie.
—Neta que sí. Las viejas, superbién.
—Todo bien…
—Nada más por curiosidad. ¿Dónde tienen a las chavas? Yo es que una vez entré y no vi a ninguna en la sala.
Los tres cerdos que han decidido pasar la noche en la colonia Clavería se ríen cómplices y se miran.
—Hay viejas, no se preocupe. Las hay.
El taxista les extiende su tarjeta de presentación, como siempre hace.
Pedro regresa un par de veces más a la casa de la calle Nilo sin que nadie lo invite a entrar ni hable con él más de lo imprescindible. Le pagan la acostumbrada comisión apenas los clientes han dejado de poder verle y adiós. Él guarda el dinero en un bolsillo que ha cosido en la parte inferior de su asiento y espera el tiempo necesario para que sus pasajeros descarguen. Eso es para él un servicio completo y está bien. El jueves, Pedro lleva ya un par de horas esperando y dormitando cuando Éder, el Comadreja, lo despierta golpeando el vidrio del asiento del copiloto. Pedro se incorpora y lo baja.
—¿Sí?
Éder abre la puerta y se sube a su lado sin esperar respuesta.
—Arranca, por la siguiente calle a la derecha y luego da vuelta a la izquierda.
Pedro obedece. Éder bosteza. Ya están en la calle de atrás de la casa, que tiene un jardín tan grande como abandonado.
—Alto.
Pedro se detiene, Éder se baja del coche y abre la cancela. Le hace un gesto al taxista para que meta el coche dentro. Lo hace. El cadenero avanza a pie hasta la puerta del garaje y la abre indicándole que entre. Pedro obedece. Dentro hay un par de coches del año aparcados y un tercer hombre al que el marido de Itzel no conoce. El hombre más delgado del Distrito Federal le hace un gesto a su socio, que saca una maleta y la acerca hasta la cajuela del coche de Pedro, que acaba de ser abierta por este. Pedro va a ayudar pero no lo dejan. La meten dentro. A esa seguirán dos más de idéntico tamaño. Pesan bastante, a pesar de lo cual no le permiten al papá de Olga tocarlas.
—Correa quiere que lleves esto a Santa Marta Acatitla. Entra por el puente Peñón Viejo y cuando lo cruces, espera a que nos pongamos en contacto contigo. En tu celular aparecerá la palabra «Vocho». Eso te indicará que somos nosotros.
—¿Nada más?
—Si te detiene la Policía o alguien, no nos conoces.
Éder le da 2.000 pesos en efectivo.
—Otros dos mil cuando hagas la entrega.
—¿Y los clientes que traje?
—Están muy entretenidos, no te preocupes. Yo me encargo.
En Santa Marta Acatitla está una de las cárceles o reclusorios con los presos más peligrosos de México. También es el barrio donde se celebra cada miércoles el mayor mercado de la ciudad de objetos robados. Poco después del amanecer, aparecen furgonetas con mercancía sustraída (a menudo con la complicidad de los conductores o simplemente a punta de pistola) de los camiones que la transportaban con destino a grandes almacenes como Suburbia o El Palacio de Hierro. En ocasiones, roban el camión entero, ¿para qué perder el tiempo eligiendo si se puede tener todo? Los ladrones estacionan los vehículos en calles sin salida, abren las puertas traseras y subastan los lotes entre los adjudicatarios de los puestos, que luego venderán las cosas por el doble de lo que les han costado pero a la mitad o la tercera parte de lo que cuestan en los puntos de venta oficiales. Itzel, a veces, se compra maquillaje o ropa. Pedro va poco porque, en palabras de su esposa, es un lugar demasiado peligroso para ir con un extranjero. Motivo más que suficiente para que a él se le antoje ir solo, como hizo una vez en Navidad para comprar los regalos de Reyes. Santa Marta Acatitla es una zona de casas construidas con ayuda del Estado, con numerosos terrenos baldíos y rodeada de cerros y perros. El tipo de sitio en el que los taxistas evitan meterse de noche a no ser que vivan allí.
Pedro supone que esa es una de las razones por las que le pagan tanto, no es muy prudente estar detenido a las cuatro de la madrugada a la salida de un puente debajo del cual hay varias fogatas. Ha apagado la radio y mira fijo la pantalla de su celular, esperando la llamada o mensaje. No puede hablar él, no tiene forma de comunicarse con ellos. Intenta no saber qué hora es, como se recomienda a los insomnes que hagan. Su mirada se pierde en las luces de los cerros, qué ocurrirá en el interior de esas ciudades perdidas en las que nunca se apaga la luz aunque no tengan suministro eléctrico. De vez en cuando, ve sombras moverse más o menos lejos del coche, entonces agarra con la mano las llaves que están puestas en el contacto y se prepara para arrancarlo y salir corriendo. Pero las sombras no se le acercan, afortunadamente.
A la hora se cansa de estar sentado y se baja a fumar un cigarro.
Es entonces cuando la pantalla de su celular se ilumina con la palaba clave: «Vocho».
—Bueno —contesta Pedro con la fórmula tradicional mexicana, que remite a los tiempos en que no todos los teléfonos funcionaban correctamente.
—Sigue todo derecho y, cuando llegues a una gasolinera, da vuelta a la derecha hasta que encuentres un terreno baldío.
Pedro dice «OK» pero nadie le escucha al otro lado porque ya han colgado. Obedece y al llegar al descampado, ve un coche con dos personas a bordo. Se detiene a su lado. Todos se bajan.
—¿Pedro? —le dice el que estaba sentado al volante.
—Sí.
—Abre la cajuela.
Pedro obedece y los dos tipos se hacen cargo de las maletas que ahora tampoco le permiten tocar.
El domingo, Pedro invita a su familia a comer a uno de esos restaurantes que le horrorizaban antes de tener a Olga pero que ahora disfruta porque lo disfruta ella. Uno de esos autoservicios enormes que te permiten repetir las veces que quieras la comida mantenida caliente por el equivalente culinario a los rayos UVA. A la niña le encanta ir y volver de la barra, probarlo todo, llenar su plato de cosas que luego no se va a acabar, de postres, sobre todo de postres, hay un buen surtido de tartas de dos y tres pisos para elegir, mezclar y guarrear. Cuando Olga ya está llena, no tiene que aburrirse sentada a la mesa esperando que los mayores terminen de hablar, los niños no entienden cómo nos puede parecer divertido estar sentados a la mesa platicando, sin jugar a nada, sin movernos, nada más contándonos cosas. A la entrada hay una sala llena de juegos en donde los chamacos queman las calorías de más adquiridas minutos antes subiendo y bajándose de absurdas estructuras de colores que ellos convierten en dragones y naves espaciales.
Así, mientras Olga salva el mundo encima de un columpio, Pedro e Itzel hablan y toman caballitos de tequila y algún que otro mezcal.
—¿Qué hay dentro de las maletas? ¿Dinero? —pregunta la mujer.
—Supongo que sí. La recaudación de esa noche o de la anterior. La neta, me vale madres.
—Pero es mucha lana. ¿No correrás ningún peligro?
—Espero que no.
—¿Por qué te pagan tanto, entonces?
—Por mi silencio.
—¿Y por qué no lo llevan ellos?
—No querrán que la Policía relacione el contenido de la maleta con su negocio.
—¿Lo vas a hacer más veces?
—Si me lo piden, sí. No voy a decirles que no. Son 4.000 pesos.
Pedro dice esta cantidad sin bajar el volumen de voz, lo que instantáneamente alarma a Itzel, que le conmina con un gesto a que hable más bajo. O mejor, a que se calle. Como ocurre durante los conflictos bélicos o en las dictaduras, hay que ser precavido con lo que se dice en público, cualquiera puede estar escuchando e idear, en el tiempo que tarden en pagar, un plan para robarles. Antes de que la guerra contra el narco convirtiera al siempre peligroso Distrito Federal en una ciudad tranquila sin que nada mejorara realmente en esta, simplemente por comparación con el norte del país, los chilangos tenían fama de paranoicos en el resto de la República, y ella no es una excepción.
—En cuanto alguien saque una pistola, les digo que lo dejo, de verdad.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—No sé. La neta, prefiero que renuncies ya.
Pedro le agarra de la mano.
—Quiero que Olga tenga un hermano. O una hermanita, me es igual. Pero quiero que lo tenga ya. Es eso o renunciamos de nuevo a ser papás por segunda vez y volvemos a vivir de las carreras del taxi y de la gente a la que puedas engañar por teléfono… Tú dime. ¿Qué hacemos?
Incómodo silencio. El día se está torciendo.
—¿Ya viste a alguna de las viejas?
No, por dios.
—No.
—Cuéntame, Pedro… ¿Ya qué? ¿Están buenas y por eso quieres seguir trabajando allí? ¿No serán strippers lo que transportas en lugar de maletas?
—Itzel, no me jodas.
—Ya dime. ¿Te cogiste a alguna? ¿Estuvo rico?
Pedro respira hondo. Hizo bien en no contarle nada acerca de la puta asustada que devolvió a sus captores. Pedro apura lo poco de mezcal que quedaba en su vaso. Itzel va a contraatacar pero, una vez más, la niña les salva.
Olga viene corriendo a que sus padres resuelvan uno de esos pleitos ridículos que tienen los niños cuando juegan y que utilizan para reclamar la atención. Entonces Pedro la mira y propone:
—¿Quieren que vayamos a Six flags?
Su única hija asiente y grita entusiasmada, y al cabo de una hora están todos a 66 metros de altura, viajando a 120 kilómetros por hora cabeza abajo sin preocuparse por lo que cuestan los boletos.
Éder lleva a Pedro ante Correa, que contempla cómo su perro se come un suculento trozo de carne con el que se podrían alimentar los hijos de una familia de Tepito durante un par de días.
—Siéntate, taxista.
Pedro se sienta y escucha. Correa le habla sin mirarle, es más interesante el perro que él.
—El día sábado llegan unos amigos de Europa. Quiero que seas su chofer mientras estén en el DF.
—Por supuesto, señor.
—No hables con ellos a menos que ellos se dirijan antes a ti. No les preguntes nada, llévalos a donde quieran. Eso sí, el martes a la noche tienen que estar aquí a las 20 horas.
—Ningún problema. ¿A qué hora llegan y en qué vuelo?
—Pregúntale a Éder.
—Perfecto.
El perro se relame los trozos de carne que le han quedado pegados al hocico. Correa mira a Pedro por primera vez y este sabe que es el momento de levantarse para irse. Pero su nuevo jefe tiene una última instrucción que dar.
—Ponte el mejor saco que tengas.
Con un traje elegido por Itzel para la ocasión en una boutique de la calle Madero, Pedro está esperando dentro de un 4WD con los cristales tintados. Tiene la puerta abierta y está leyendo El Gráfico, cuya portada de hoy muestra a un tipo prácticamente partido en dos a la altura de la cintura tras pasarle un camión por encima. El hombre iba hablando por un celular al ser atropellado y el titular del periódico reza: «Le llamó Dios». Que ningún familiar se querelle contra este tipo de prensa dice mucho del carácter de los mexicanos, piensa Pedro mientras pasa la hoja del periódico.
La visión periférica del papá de Olga le avisa de que alguien viene hacia él, levanta la cabeza y ve a Éder con traje y corbata recién planchados empujando el carrito con las maletas de tres hombres, dos de ellos con sobrepeso y un tercero fuerte, con cuerpo de gimnasio y gafas oscuras. Pedro les hace un gesto con la mano y se acercan hacia él.
Pedro les lleva al hotel W, uno de los mejores y más modernos de la ciudad, a partir de 5.000 pesos la noche. Alguna vez intentó cargar viajeros aquí pero apenas duró una hora antes de que sus colegas lo echaran con amenazas.
El único que habla es el más corpulento de los tres. Rumano, aunque su español es casi perfecto. Éder le da conversación informal y aprovecha la menor ocasión para darse importancia. Los otros dos tipos duermen y roncan víctimas del jet lag. Al llegar al hotel, el rumano les despierta amablemente con unas palabras en holandés y se van todos a hacer el check-in.
Éder le ordena a Pedro que en dos horas esté allí para ir a llevarles a comer al Pujol, el restaurante caro de moda.
—Por supuesto.
A las cinco de la tarde, Pedro comenzará un tour con sus invitados que durará hasta el martes y que consistirá en conducirlos de restaurante en restaurante, de tienda en tienda y de bar en bar aunque no, sorprendentemente, de burdel en burdel. El rumano es a las claras el anfitrión de los otros dos, que no cesan de mandar mensajes con sus teléfonos probablemente más inteligentes que ellos.
Tal y como se le ha pedido, Pedro permanece callado la mayor parte del tiempo. Se aburre pero ni modo. El rumano se acerca a él mientras los holandeses compran souvenirs.
—Mis amigos quieren ver la ciudad desde arriba.
—Puedo llevarlos al mirador de la torre Latinoamericana —propone el taxista.
—No, no. Lo que quieren es sobrevolar la ciudad.
Y tres horas después Pedro está fumando un cigarro con el rumano en un helipuerto de Interlomas mientras los dos turistas mandan mensajes sobrevolando la urbe que no acaba.
—Europa ha muerto —le dice el bucarestino a Pedro, quien, ante tan tajante afirmación, no puede si no asentir. Le pega una calada a su cigarro y sigue hablando—. En unos años, todos los negocios se harán aquí. En el DF, en São Paulo, en Buenos Aires… ¿Y sabe por qué? Porque Europa se ha boicoteado a sí misma con tantas leyes y tanta Policía y tanto preocuparse de los pobres. —Se muestra locuaz, el muchacho—. Eso es lo que más me gusta de Latinoamérica. Que los ricos no disimulan que les estorban los pobres. Ni quieren que dejen de serlo. ¿Sabe por qué?
—¿Por qué?
—Porque saben perfectamente que parte de su riqueza es lo que les falta a ellos para vivir y no quieren prescindir de ella.
—Buen diagnóstico. Hablas muy bien español.
—Paso mucho tiempo en España. ¿Cómo te llamas?
—Pedro.
—Cristina —le contesta tendiéndole su enorme mano.
Pedro se sorprende y reprime una sonrisa al escuchar el nombre. Obviamente, piensa que ha escuchado mal.
—¿Perdón?
—Sí, has oído bien. Me llamo Cristina.
—No…, no es un nombre muy común para un hombre.
«Para un matón», iba a decir Pedro, pero se calla. Esa noche Itzel y Olga se mueren de la risa imaginando cómo ha podido llegar un matón de la Europa del Este a llamarse Cristina…
—¿Estás seguro de que no es un travesti? —le pregunta Itzel a Pedro mientras se echa los tres litros de crema corporal de cada noche.
—No voy a comprobarlo, cariño. Pero a no ser que en la cirugía le hayan agrandado las manos…
Siguen visitando las tiendas más caras, donde los holandeses compran joyas y vestidos para las esposas que les esperan en Ámsterdam. Las mujeres siempre atienden la petición de Pedro de ponerse el cinturón de seguridad, pero Cristina no.
—Un accidente de tráfico no conseguirá acabar conmigo.
Aseveración que Pedro, por supuesto, no se atreve a poner en duda. Éder intenta agarrar confianza con Cristina y poco a poco parece que lo consigue. Pedro duda de si el rumano le ha dicho su verdadero nombre o se está riendo de él.
La noche del martes, el papá de Olga acude puntual a las 18:00 al hotel W para recoger a los visitantes y estar como muy tarde a las 20:00 en la calle Nilo. Es hora punta y un trayecto que de noche se hace en cuarenta minutos se puede demorar ciento veinte, si no más. Esta vez, Éder acompaña a Cristina y a los holandeses, que se han puesto sus mejores galas. En la hora cincuenta que dura el trayecto, Éder parece ya ser íntimo del ilustre visitante, incluso dice alguna frase en su idioma y en holandés, lo que es muy celebrado por todos los presentes. Los deja en la puerta del burdel de la calle Nilo y pregunta.
—Los espero aquí.
—No. Tú ya acabaste. Toma.
Éder le da a Pedro 10.000 pesos, que le mostrará a Itzel aquella noche mientras celebran con una sesión intensiva de sexo que el viento por fin parece soplar a su favor.
Será la última vez que vuelva a ver a Éder en México pero no la última vez que vuelva a ver a Éder.
Después todo vuelve a la normalidad. De 2.000 a 4.000 pesos por entrega, según cuántas haga a la semana. La mecánica siempre es la misma. Meten de dos a cinco maletas en la cajuela de su taxi, él no tiene ni siquiera que tocarlas. Le indican un rumbo y cuando llega a cierto punto del trayecto, tiene que esperar una llamada que le indica el destino donde lo están esperando. Suelen ser zonas del estado de México a las que es complicado llegar, por lo que Pedro invierte parte de su segunda paga en un GPS. Los encargados de la mercancía son casi siempre los mismos seis individuos aunque aparecen en diferentes combinaciones de dos en dos. Desde la marcha de Éder, Pedro trata con Correa directamente. Una vez le pregunta por Éder, el Comadreja, y Correa le dice que le ha mandado a Europa. «Con Cristina», piensa el taxista reprimiendo una sonrisa.
De momento nadie ha sacado una pistola.
Itzel ya no está agobiada por encontrar trabajo y se puede dedicar en cuerpo y alma a su hija, su casa y a su tesis doctoral eternamente postergada. Itzel compartiendo cama y tiempo con su marido, un lujo que llevaba sin poder practicar más que un día a la semana desde hace demasiados años. El celular, eso sí, siempre prendido y cargándose en la mesilla de noche. Pedro sabe que la palabra «Vocho» puede aparecer en cualquier momento hasta que amanezca.
Los primeros rayos de sol hacen que la ciudad tóxica parezca no serlo y es entonces cuando Pedro sueña que todo está, por fin, en orden.
—¿Qué crees? —le dice Itzel a su marido mientras mete ropa sucia negra en la lavadora—. Ayer acabé en la UNAM antes de lo que pensaba y me fui a tomar un café a Coyoacán con Karina.
—¿Y? ¿Qué tal está?
—Bien, anda con el wey ese de las luchas. El chiste es que pasamos junto a una casa de esas tan bonitas que hay allá… Había un cartel muy grande que decía «Se renta». Y que llamo y que pregunto cuánto cuesta…
—¿Y cuánto cuesta?
—95 metros, tres recámaras, al lado del metro Viveros…
—Itzel…, ¿cuánto cuesta?
—15.000 pesos. Quedé para verla mañana en la tarde. ¿Te late?
Le late. Las comerciales de inmobiliaria son como las artesanías: parece que todas las fabrican en el mismo sitio. Itzel mira la luz que entra por los grandes ventanales y los árboles que hay en el jardín comunitario. Pedro hace cuentas de lo que puede costarle dejar para siempre atrás el remoto departamento de Naucalpan. Está haciendo una media de cinco entregas al mes, que le reportan un máximo de 20.000 pesos, algo más en un mes bueno. Si se gasta 15.000 en la casa tendrían que vivir con 5.000. Inviable por mucho que regateen. Sabe que Itzel llegará a la misma conclusión apenas empiece a hacer cuentas. Pero deduce también que esa visita no es tanto para ver un departamento con posibilidades reales de ser rentado como para acariciar la posibilidad de hacerlo. Itzel funciona así y está bien. Necesita fugarse de vez en cuando con su cabeza a otro mundo, a otra realidad, aunque su consciencia sepa que no los puede disfrutar. Pedro sabe que cuando lleguen a la casa va a tener que ejercer de aguafiestas, va a tener que decirle en voz alta lo que ya ella sabe en voz baja, que aunque estén ganando mucho más dinero del que ganaban antes no es suficiente, que no podrían pagar ese departamento ni otro parecido más barato en una colonia menos fresa. Y ella lo entenderá y se pondrá triste pero poco y esa noche le susurrará al oído que no pasa nada, que lo más importante es estar juntos.
Y le pedirá perdón aunque no tenga por qué y esa es una de las cosas que a él más le gustan de ella.
Pedro no ve la casa que les enseña la agente inmobiliaria porque no puede dejar de mirar a Itzel. Sabe que anda imaginándose a Olga correteando por el pasillo, a ella misma abriendo una de las ventanas que dan a la calle para que entre aire y luz, y a su hija durmiéndose en su camita rosa en el dormitorio de arriba, en el que no se escuchan los frenos de los peseros, y a él y a Itzel haciendo el amor con la ventana abierta, como les gusta a ellos, para que todo el vecindario se entere de lo que disfrutan encargando un nuevo bebé.
—No podemos pagarlo…, ¿verdad?
No ha hecho falta que Pedro se ponga la máscara de pinchaglobos. Itzel se ha dado cuenta de lo que ocurre apenas se han subido en el taxi de Pedro, que ahora durante el día funciona principalmente como transporte familiar.
—Pues no, cariño.
—Está bien. Si no se puede, no se puede y ya. Voy a mirar en la del Valle o en la Narvarte a ver qué hay… La Narvarte es tranquila y hay muchos jardines…
Sí, claro. La Narvarte es tranquila pero no es lo que les hace ilusión. Y la ilusión es algo que a esta pareja siempre le ha costado administrar.
—O si no, lo dejamos para el año que entra. No pasa nada, mi amor.
Lo importante es que están los tres juntos en un barrio de mierda alejado de todo, en el que no conviene salir a la calle pasadas las nueve de la noche aunque a él eso le valga madres.
—¿Más lana? ¿A poco no te alcanza lo que te pago?
—No te estoy pidiendo más lana, sino más chamba.
—El número de entregas no depende de nosotros. ¿Para qué quieres ganar más dinero, taxista?
Pedro duda en mentir o decir que eso no es asunto suyo, pero comete el error de responder la verdad. Es lo que tiene ser honrado.
—Mi esposa quiere que nos mudemos de departamento… Y ya sabes cómo son las viejas, se le antojó uno bien caro y…
—Las viejas… Son como chavitas de prepa…, ¿eh?
—No, el depa está bien chido, en Coyoacán, tiene un jardín para la niña y…
—¿En dónde de Coyoacán?
—En los Viveros.
—Tú sigue trabajando tanto como hasta ahora y en un tiempecito platicamos…, ¿sí?
Sí, claro que sí.
Itzel cruza la enorme explanada con pasto que la lleva hasta la entrada de la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en la que está haciendo su tesis. Tiene cita con el maestro que se la está dirigiendo, entregó hace un mes un buen número de capítulos y ya se los corrigieron. Hace casi una década que Itzel hizo su examen profesional y ahora siente que su cerebro vuelve a funcionar como antes. Los años pasados ejerciendo de mamá y teleoperadora le habían hecho perder la capacidad de sacar conclusiones, relacionar conceptos, leer en diagonal, encontrar libros en la biblioteca, hacer esquemas, ir a conferencias, encontrar un marco teórico, tomar apuntes. Ahora se siente como un deportista que, tras una larga convalecencia, vuelve a hacer ejercicio. Sus neuronas se estiran, se musculan, se lanzan a dos mil por hora sobre el edificio en el que ahora entra dándose cuenta de lo relacionados que están felicidad y dinero. O al menos, de una cantidad suficiente de dinero.
Pedro conduce a las cuatro y media de la madrugada por la calzada Ignacio Zaragoza, como siempre en dirección a una colonia apartada de la que no conocía ni siquiera su existencia. En esta ocasión lleva tres maletas en la cajuela y tiene sueño. Lo han sacado de la cama apenas dos horas antes y ha tenido que detenerse en un Oxxo a comprarse un Red Bull para no quedarse dormido al volante.
—Oríllese a la orilla.
Pedro ve por el espejo retrovisor un coche de Policía con las luces encendidas que se le acerca. Mira el velocímetro. No ha rebasado el límite de velocidad y además es raro que en el DF te detengan por eso. Por suerte, no ha probado ni una gota de alcohol y tiene todos los papeles en regla. En condiciones normales no se alarmaría en absoluto; en el peor de los casos, una mordida lo arreglaría todo.
Pero ahora lleva unas maletas detrás que no sabe lo que contienen.
Un policía de unos cincuenta años le hace bajar del coche al tiempo que examina su documentación. Pedro sabe que es mejor callar hasta que el funcionario público muestre sus cartas. Le devuelve los papeles.
—¿Todo bien, agente?
—Abra la cajuela.
La linterna del representante de la ley ilumina el maletero. Tres maletas son solo tres maletas. No hay nada raro en ello. Pedro mantiene la sangre fría, hace un gesto de hartazgo, a veces los policías mexicanos se intimidan un poco si ven que mosquean a un extranjero.
—Tengo un poco de prisa, agente…, si pudiéramos acabar el trámite cuanto antes…
—¿Qué hay dentro de esas maletas?
No lo sabe, no lo quiere saber, no lo debe saber.
—Ropa, zapatos, libros… Me estoy divorciando y…
—Ábralas por favor.
Pero para abrirlas necesita una combinación numérica que, por supuesto, ignora.
—Son de mi mujer…, mi exmujer… Es ella la que sabe la clave. Le insisto, agente, es muy tarde, si pudiéramos arreglar esto ya…
El policía comprueba que las otras dos maletas también están cerradas con candado y, por unos momentos, Pedro piensa que se va a dar por vencido.
—Sáquelas y póngalas sobre la banqueta, por favor.
Pedro las deposita en la acera. Es la primera vez que las carga y pesan bastante. Se va a retrasar en la entrega y no tiene forma de avisar ni poner una excusa creíble, por ejemplo, que se ha perdido. El policía saca un arma y dispara sobre el cierre de la más grande y pesada de las maletas, que vuela por los aires. En alguna casa de las inmediaciones alguien, al escuchar el disparo, habrá escondido la cabeza debajo de la almohada como si esta estuviera fabricada de material antibalas. Pedro anticipa lo que va a suceder. El policía verá los miles de pesos en billetes de todo tamaño y valor que hay dentro de cada maleta, se los quedará y él tendrá un serio problema con Correa.
Pero dentro de ninguna de las tres maletas hay dinero.
La primera contiene dos brazos amputados y varias vísceras inidentificables a simple vista; la segunda, dos piernas y un tronco; la tercera, la cabeza de la prostituta de ojos verdes, muy verdes, a la que Pedro no quiso ayudar a escapar del burdel en el que nunca ha visto a una puta.
Todo el conjunto primorosamente sellado dentro de unas bolsas de plástico impermeables que no dejan pasar ni la sangre ni el olor.
Y así Pedro pasa de ser un aspirante a miembro de la clase media mexicana a un reo que viaja esposado en la parte de atrás de un coche de Policía, escoltado por otros dos, mientras se cruzan con los primeros autobuses que transportan a sufridos chilangos del estado de México al Distrito Federal y viceversa.
—¿Quién es esa mujer? —pregunta el que lo ha detenido apenas se han sentado ambos en este oscuro sótano de la estación de Policía en el que una luz dirigida directamente a su cara le impide ver las manchas de sangre, mierda y orín que hay en el suelo y las paredes de cemento.
—No lo sé —contesta Pedro intentando disimular su miedo.
—¿Cómo que no lo sabes?
—No la había visto en mi vida.
—¿Y qué hacían esas maletas en la cajuela de tu taxi?
—Se las debió dejar algún pasajero.
—¿No era que te estabas divorciando y contenían cosas de tu vieja?
—Eso era mentira. Lo que les estoy diciendo ahora, no.
Una buena historia, quizás siguiendo esa línea dramática consiga convencerles.
—No siempre me bajo a ayudar a los clientes a sacar sus maletas. Seguro que el que se las dejó ahí pensó que era la mejor forma de deshacerse del cadáver de la chica.
La chica. Pedro no puede dejar de pensar que si él hubiera actuado de otra forma muchas noches atrás, ahora la prostituta asustada a la que abortó la fuga seguiría viva, o al menos habría otra más desconocida ocupando su lugar. Entra en el sótano un agente más joven, grande y gordo que se acerca hasta Pedro y lo arroja de un puñetazo al suelo sin que él pueda hacer nada para amortiguar el golpe porque tiene las manos atadas al respaldo de la silla.
—Dale una buena golpiza pero no le rompas nada todavía —ordena el policía que rechazó el soborno.
Si hay algo peor que el dolor es su anuncio. El policía gordo le da tres patadas en las costillas y Pedro duda de que su agresor sea capaz de obedecer al pie de la letra la segunda parte de la orden. El taxista español se retuerce en el suelo de dolor cuando el encargado de las palabras le agarra de los pelos.
—¿La mataste tú?
—No… ¡No!
—Entonces sabes quién lo hizo.
—No… No lo sé…, esas maletas las dejó alguien ahí para cargarme a mí las culpas.
La chica. Sus ojos verdes. Su minivestido roto. Los billetes de doscientos pesos cayendo en su regazo dentro de su coche, que nunca debería haber dejado de ser un modesto taxi.
—Dale más duro.
Pedro se plantea decir todo lo que sabe. Que cobra por llevar las maletas adonde le dicen, que ignora su contenido y que las entrega antes de llegar a su destino final. Probablemente por esto que está pasando. Porque si la Policía lo detiene, él no sabe adónde van ni quiénes son los que las reciben. Podría, eso sí, decir de dónde provienen, darles la dirección en la que ocurre lo que sea que ocurra.
Calle Nilo 99, calle Nilo 99, calle Nilo 99.
—¿De dónde sacaste esas maletas?
—No lo sé.
Otra patada y otro dolor más fuerte. ¿Y si en todas las maletas que ha entregado en el último año y pico había también prostitutas muertas, descuartizadas?
—Habla. Si no quieres acabar como ella, dinos todo lo que sabes.
—No… sé… nad…
La patada definitiva. Pedro intenta enfocar su mirada entre los hilos de sangre que le nublan la vista. Cree entrever la silueta de un tercer hombre que entra al sótano. Teme que sea el ejecutor, el verdugo, el que convierta en huérfana a Olga y en viuda a Itzel. Se prepara para el golpe de gracia pero en su lugar escucha unos aplausos.
—Muy bien, taxista, muy bien.
Correa les hace un gesto a los policías para que lo dejen a solas con Pedro. Los dos agentes de la ley obedecen sin rechistar.
Cuando Pedro abre de nuevo los ojos, está en una blanca y aséptica habitación de un hospital privado. Tiene todo el cuerpo lleno de vendas y un corsé que le sujeta sus maltratadas costillas. Las heridas le escuecen, el cuerpo le duele, le cuesta respirar pero está vivo. Junto a la ventana, sentado en una silla, ve a Correa manipulando su smartphone. Tarda un poco en darse cuenta de que Pedro ha abierto los ojos. Acaba la partida, deja el celular sobre la mesilla.
—Te portaste muy bien, taxista.
Pedro no sabe si puede hablar y no tiene intención alguna de comprobarlo.
—Disculpa la golpiza. Pero tenía que comprobar hasta dónde podíamos confiar en ti.
Itzel y Olga. Deben estar pensando lo peor. Pedro intenta combinar fonemas con lengua y labios.
—Tengo que hablar a mi casa.
Silencio. Mira fijamente a Correa que le extiende su smartphone. Sabe que no se puede incorporar y lo mantiene unos centímetros fuera de su alcance.
—Di que tuviste un accidente de coche y que tienes el cuerpo todo madreado. Pero que estás bien.
Eso significa que Correa se ha encargado o se va a encargar de destrozarle el taxi. Pedro se lo piensa, lo que obliga al malo a tener más tiempo su brazo estirado en el aire con el aparato en la mano. ¿Será ese el teléfono desde donde le mandaban el temido mensaje «Vocho»?
Itzel está histérica marcando a todos los hospitales, por si ha ingresado en urgencias alguien con las características de su marido. Ha hablado también con sus amistades, conocidos e incluso con los excompañeros del Sheraton. Ninguno sabe nada, hace tiempo que no lo ven, que no le hablan. Se ha comunicado con la centralita del hospital Los Ángeles, en cuya planta décima, habitación 1001, se encuentra Pedro, pero Correa ya se ha encargado de no dejar rastro del ingreso. Itzel piensa a la vez en todas las catástrofes que pueden haberle ocurrido, la peor de las cuales no es haberse enamorado de alguna de las gatas que trabajan en el famoso burdel y haberse fugado con ella a Belice o a Guatemala o al gabacho. Itzel piensa en ir a la calle Nilo a ver qué diablos pasa allí dentro, cuál es la verdad de ese sitio. Olga está en el colegio, no tiene que mentirle ahora y decirle que no está nerviosa, solo que ha dormido mal, a mamá le duele la cabeza y se enoja mucho cuando le duele la cabeza.
Suena el teléfono e Itzel lo oye a pesar de lo fuerte que le late el corazón.
—Bueno.
—Cariño…
—¿Dónde estás? ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
—Sí… He tenido un accidente de tráfico y tengo todo el cuerpo magullado.
Muy bien, taxista. Muy bien.
Itzel le ha encargado a su madre el cuidado de la niña y cuando llega al hospital, no hay ni rastro del paso de Correa por la habitación. Al ver a su marido entero pero jodido, siente unas ganas enormes de curarle, de besarle, de meterse en la cama con él y no salir hasta que le den el alta.
—¿Neta que fue un accidente? ¿No te metiste en ningún problema? —le pregunta Itzel, las palabras comidas por los nervios.
—No, de verdad que no… Llevaba sus maletas cuando adelanté a un camión y un coche que venía de frente se me echó encima…
—¿Hablaste con los tipos esos para los que trabajas? ¿Saben que estás aquí?
—Sí, tranquila. No pusieron ningún problema… Esto lo pagan ellos.
Pausa.
—Eso no me gusta.
—Ni a mí…, pero créeme que de momento no me puedo mover. El taxi está destrozado.
—Me vale madres el taxi… Lo importante es que tú estés bien. ¿Qué te dijo el doctor?
—Tengo para un mes.
—Ay, mi amor, mi amor…
Itzel se queda esa noche en el hospital y parte de la mañana siguiente, hasta que su madre le habla porque la niña pregunta mucho qué pasa y no sabe ya qué decirle.
—Ve, ve con Olga. Yo estoy bien.
—Mañana vengo con ella, está deseando verte.
—Y yo también.
Itzel en un embotellamiento dentro de un taxi. Le sudan las manos. Sabe que Pedro no le está diciendo toda la verdad. Su marido conduce muy bien y es muy cauteloso, mucho más que ella, le extraña que haya tenido un accidente tan grave. ¿Adelantó a un camión sin ver que otro coche venía de frente? ¿Eso fue lo que realmente pasó? ¿O Pedro conducía más rápido porque los padrotes del burdel le pedían que se apresurara? ¿O andaba con una gata cualquiera camino de un hotel de paso? ¿Y si le estaban practicando sexo oral mientras manejaba?
No, no, Pedro no es de esos y, por mucho que le tiente sospechar de su fidelidad, no cree que a estas alturas ande poniéndole el cuerno con una prostituta. Además, no ha dejado de llegar dinero a casa y echarse una novia puta cuesta mucha lana.
Quizás Pedro les dijo a sus jefes que podía hacer más entregas de un lado a otro de la ciudad para así ganar más dinero y se retrasó y aceleró y fue entonces que se dio el golpe. Si realmente fue así, ella tiene parte de culpa. ¿No sería cómplice del accidente por echar sobre los hombros de su marido toda la carga económica, al hacerle sentir mal por querer irse de Naucalpan y no poder?
¿No es ella la inductora de que su marido trabaje con delincuentes?
No hay nada más lento que el tiempo de los hospitales, la espera eterna a que aparezca el médico haciendo la ronda y luego la enfermera encargada de la comida y luego el médico otra vez y la enfermera que lo limpia, y la espera otra vez y luego la cena y las noches largas y llenas de alarmas. Pedro no puede dejar de hacerse preguntas. ¿Y si ha estado durante los últimos nueve meses llevando de un lado a otro cadáveres descuartizados de prostitutas? ¿Y si se ha convertido, sin que nadie le obligara, por propia iniciativa, en el vehículo perfecto para deshacerse de las muertas? Pedro no sabe nada de quiénes son sus jefes, el apellido «Correa» puede ser falso, desconoce cómo localizarles más allá de la casa de la calle Nilo en el supuesto de que la hayan abandonado durante su estancia en el hospital.
Correa visita a Pedro para asegurarse de que se está recuperando y pagar en efectivo los costes hospitalarios, estar ingresado en un centro así cuesta más dinero que el que Pedro tiene disponible en estos momentos. Es una de las cosas que más le chocaron al marido de Itzel cuando llegó a México. Que la sanidad no disimula lo más mínimo de cara al enfermo su condición de negocio. En las clínicas se hacen ofertas «Superquímica sanguínea 35 elementos por solo 649 pesos», «Cultivos de exudado cérvico-vaginal y Mycoplasma con antígeno de Chlamydia trachomatis de regalo por 1099 pesos». Contratar un seguro privado exige distinguir entre gastos médicos mayores y menores, y en la factura de los hospitales privados se detalla hasta el coste de las vendas.
Correa saca una carpeta de su maletín y la arroja sobre las piernas de Pedro que la abre. Dentro hay unas llaves y unos papeles.
—Tu departamento en Coyoacán. Es lo que querías…, ¿no es cierto? No es el que viste con tu vieja, pero neta que este está muy bien.
—No podemos pagarlo.
—Tampoco la cuenta de este hospital. Pero no te preocupes. Es un adelanto por tus servicios. La renta está cubierta hasta dentro de un año. Si vas a preguntarme qué va a pasar entonces, relájate y disfruta…, ¿ok?
Itzel va hasta el mercado sobre ruedas que se instala a unas cuadras de su casa. El médico les ha dicho que el alta de Pedro es cuestión de días e Itzel no quiere que falte nada de lo que le gusta para cuando regrese. Mango Ataulfo, Yakult, nata líquida que derramar sobre las tostadas, piña cortada y pelada y queso Oaxaca. El mercado está solo los lunes hasta las dos de la tarde. Itzel suele acudir sobre las doce, hace el mandado y luego se come un tlacoyo con carne de res, nopales, queso y cebolla. Es su pequeño secreto desde que se instalaron en Naucalpan, algo que solo ella y el que prepara los tlacoyos saben. A veces piensa que su lugar en el mundo es el banco de madera en el que se sienta a degustar el antojito, intentando que ni una gota de la grasa delatora caiga sobre su ropa siempre limpia y planchada.
Mientras lo degusta sin prisa, Itzel escucha la grabación que reproducen sin cesar las bocinas de los vendedores callejeros de tamales, las sirenas de Policía, los helicópteros abriéndose paso entre el smog, las estaciones de radio salvajemente gruperas, los perros que ladran encerrados y solos en las casas, la campanilla que anuncia la llegada del camión de la basura, los cobradores de combis que cantan sus destinos. Todo más o menos a la vez, sabiamente mezclado por un DJ que se sabe dios. Itzel no cree que pudiera vivir sin todo eso. Siempre le sorprendió el poco apego que tiene Pedro a las cosas españolas. Por supuesto que de repente extraña la tortilla de patata o que si hay jamón serrano en el Soriana, lo compra y degusta con placer, pero no se muere por ellos, no siente el impulso irrefrenable de cenarlos, como le pasaría a ella si viviera en España, país que le encanta visitar pero en el que todo el mundo se queja siempre de todo y los meseros con frecuencia son terriblemente groseros. Una vez Pedro le dijo que México solo lo soportan los mexicanos, y a los mexicanos solo los soportan en México.
—¿Y qué haces aquí, entonces?
—Quererte.
Ese es el tipo de respuestas que la desarman.
Itzel y Olga van a buscarle al sanatorio el día en que por fin le dan el alta. Pedro está aún algo débil y no puede cargar con la mochila en la que han recogido todas las cosas que durante este tiempo su familia ha estado llevándole. Los tres están muy contentos, Pedro no ve el momento de volver a dormir en su colchón, a bañarse en su regadera, a comer en su cocina.
Al abrir la puerta de su casa, Pedro ve que sus dos chicas lo han llenado todo de globos y han hecho una pancarta enorme que reza: «Bienvenido a casa». Encima de la mesa, cuidadosa y exquisitamente dispuestos, todos los manjares que le encantan.
Pedro no les ha dicho nada aún acerca del nuevo departamento. No sabe si debe aceptarlo o, más bien, no sabe si puede rechazarlo.
En todo este tiempo, Correa no da ninguna señal de vida.
Las semanas que siguen son un paréntesis en las preocupaciones de la familia. Pedro no quiere decirle nada a Itzel acerca del departamento en el que Correa les quiere meter a empujones hasta que tenga clara su postura al respecto. No es que no valore la opinión de su esposa, sino que no quiere alimentar la frustración que a ella le produciría tener la posibilidad de dejar atrás la colonia en la que viven y no poder hacerlo.
Si acepta el departamento, le vende su alma a Correa. Si no lo hace, puede enojarle y entonces quizás resuelva matarlo porque ha perdido la confianza en alguien que ya sabe demasiado. Tampoco adivina lo que el dueño del burdel de la calle Nilo le va a pedir a cambio de tan suntuoso alojamiento.
Porque Pedro fue a ver el inmueble apenas pudo manejarse por sí mismo. Solo y a escondidas, se ha paseado por el pequeño jardín trasero en el que Olga podría jugar con el perro que siempre quiso tener; en el que podría dar sus primeros pasos el nuevo hijo eternamente postergado. Ha entrado a la recámara que será dormitorio y donde tantas noches podría hacerle el amor a su esposa, ha probado el jacuzzi donde podría relajarse tras una jornada de trabajo, se ha sentado en la cocina donde Itzel y él podrían contarse mutuamente sus días, ha subido a la terraza de la azotea desde donde se puede comprobar que en la Ciudad de México hay muchos más árboles de lo que los extranjeros piensan que hay en una ciudad tan contaminada.
Pedro no sabe quiénes son ni dónde radican las personas a las que entrega las maletas ni lo que hacen con estas una vez que él ha desaparecido. Los cómplices aparecen en mitad de la noche en diferentes puntos de la ciudad y se van con la mercancía. Quizás su única misión sea hacer desaparecer su contenido, esparcirlo en algún basurero, en algún terreno baldío en la periferia de una colonia que solo conocen los que viven en ella. Lo que sí ha comprobado en carne propia (y no resulta tranquilizador) es que la banda tiene contactos en la Policía y así pudieron comprobar lo discreto que puede llegar a ser cuando lo golpean.
Pero cuatro o cinco muertas por semana es demasiado. Quizás la chica a la que él negó su ayuda fuera la única víctima y en las demás ocasiones dentro de las maletas hubiera solo dinero. Aunque también cabe una sospecha peor, con mayor remordimiento. ¿Y si mataron a la que se escapó de la casa y la descuartizaron para ponerle a prueba a él? ¿Y si él firmó dos veces la sentencia de muerte de la chava de ojos verdes, la primera cuando no la ayudó a escapar y la segunda cuando le pidió más dinero a Correa y este decidió que tenía que comprobar si se lo merecía?
Además…, ¿dónde coño tienen escondidas a las prostitutas dentro de la casa? ¿Y por qué?
Itzel y Pedro han llevado a Olga al zoológico de Chapultepec y en un momento en que la niña está entretenida viendo cómo el gorila se come sus propios excrementos, ella le suelta a él a bocajarro:
—Voy a ponerme a buscar trabajo. No quiero que vuelvas a trabajar con esa gente.
—¿Y tu doctorado? —Es lo primero que a Pedro le viene a la cabeza.
—Ya me las arreglaré. A estas alturas no me importa tardarme dos años o cuatro.
—¿Y si llega el niño?
—Pregúntamelo cuando me quede embarazada. Mi mamá habló a un tipo que tiene un hotel cerca de su colonia que necesita una persona en el front desk. Cree que puede darme chamba.
—No vas a trabajar en un hotel de paso de Tlanepantla…
—Pero…
—Itzel, vamos a mudarnos a vivir a un departamento en Coyoacán, como tú querías.
Así se toman las grandes decisiones de la vida. De repente.
—¿Perdón? ¿Y cómo vamos a hacerle?
—Sencillo. Lo empacamos todo, agarramos a la niña, cerramos la puerta de golpe y solo volvemos a Naucalpan cuando luche Mil máscaras en la Arena.
Pausa, mirada en la mirada.
—Te volvieron a hablar…, ¿verdad? Esos tipos volvieron a ponerse en contacto contigo.
—Aún no, pero…
—No quiero que sigas trabajando ahí, ¿es que no entiendes?
—Le pedí más trabajo a Correa y me lo van a dar. Una chamba de más responsabilidad. Les pareció bien. Confían en mí. En realidad, ya me empezaron a pagar…
—Pedro, me estás poniendo nerviosa.
Pedro sonríe. Siempre le gustó ser él quien pone nervioso a su amor.
Tardan tres semanas en mudarse. La primera la ocupan en negociar con la casera de Naucalpan la devolución de la fianza y dar de baja todos los servicios. La segunda, en tirar a la basura toda la ropa con agujeros o descolorida por tantos lavados, así como en desprenderse de los muebles que compraron pensando más en su precio que en su diseño y que ya se han hartado de ver. Aprovechan también para tirar los juguetes que la niña no usa. La tercera, van a mueblerías fuera de Tepito y encargan lo que les falta. Finalmente contratan un camión que traslade lo indultado a su nuevo paraíso.
Y entonces, sentados en la azotea de su nueva casa, tomando sendas cervezas Indio, Pedro e Itzel se ríen de todos sus ex mientras escuchan el ruido de la misma fuente en la que se besaron por primera vez.
Pedro se pasa una noche por la calle Nilo, lleva tres meses sin saber nada de Correa y le parece muy raro. Deja aparcado el taxi donde siempre y se acerca caminando hasta la puerta. No está ni Éder ni ninguno de los guaruras que conoce. Hay dos tipos nuevos que se sorprenden al escucharle preguntar por Correa.
—Nada más díganle que soy Pedro, el taxista.
—Correa está de viaje en Europa.
—¿Y cuándo regresa?
—¿Quién sabe?
—¿Y Éder?
—Está con él.
—Gracias.
Olga va un par de veces por semana a comer con su madre a la remota Tlanepantla, a treinta kilómetros de Coyoacán que se pueden convertir en dos horas de coche si a uno lo agarra la maldita hora pico. No le gusta agarrar el taxi de Pedro y quiere que Olga aprenda a manejarse con el transporte público, así que van a ver a la abuela agarrando una amplia colección de metros, peseros y trolebuses. Itzel no quiere que su hija crezca pensando que todo el mundo se mueve en coche. A la niña al principio la fastidia, la nueva casa de Coyoacán queda mucho más lejos de Tlanepantla que la de Naucalpan, pero Itzel se las ingenia para que se lo pase bien con los músicos que entran a los vagones, una vez escucharon a una banda completa con todo y batería. No hay manera de leer ni aburrirse en el metro del Distrito Federal. Constantemente entran y salen vendedores que ofrecen crema para esguinces, un detallado plano de la ciudad, un dispensador de pompas de jabón más resistentes de lo habitual al contacto con superficies sólidas, manuales para aprender a conducir, la Biblia explicada a los niños, cuadernos para colorear, cuadernos para escribir, lápices de colores, plumas, «películas de estreno, películas de cartelera», encendedores, cajas de herramientas en formato mini, tijeras, cortaúñas, cutters, juegos de agujas, helicópteros armables, calcomanías (sobre todo si es inicio de curso), sopas de letras y crucigramas, salvavidas, malvaviscos, paletas payaso y todo lo que un mexicano necesita para sobrevivir a una hecatombe nuclear. Itzel siempre le compra a Olga algo que la hace feliz y la entretiene hasta que llegan a la casa de la abuela donde comen rico, ven un rato la televisión y se regresan ese mismo día, o al siguiente si se les hace demasiado tarde.
Una de esas mañanas, alrededor de las doce del mediodía, Itzel comenta con su mamá la posibilidad de agarrar un taxi hasta Coyoacán. No es hora pico aunque la broma les puede costar 300 pesos, mínimo.
—Haz lo que se te antoje, mija… Si quieres le hablo al sitio de taxis para que venga por ustedes —ofrece cariñosa la mamá de Itzel mientras recoge las sobras del desayuno.
—¡No! —grita Olga—. Vamos en metro y camión. Y yo voy a decir lo que tenemos que tomar y lo que no.
A Itzel y su mamá les da mucho gusto tener una hija y nieta tan valientes.
Y Olga acierta casi todo el viaje. Primero en el suburbano hasta Buena Vista, luego la línea B de metro hasta Guerrero y transbordo en línea 3 a Coyoacán. Solo se equivoca una vez en el tercer transbordo y están a punto de acabar en Indios Verdes. Pero lo hace tan bien que cuando llegan a Coyoacán se pasan por el mercado a comprar un esquimo para cada una.
—Nos lo ganamos.
—¡Nos lo ganamos!
Madre e hija chocan las manos como los jugadores de basket que ven en televisión y esa noche, Olga se acuesta pensando que ya es mayor mientras la madre lo hace rezando porque su niña sea pequeña siempre.
—¿Cómo estás? —pregunta, atento e hipócrita, Correa.
Pedro y Correa están en el despacho de siempre, observados por el dóberman eternamente mosqueado.
—Bien, ya estoy bien. ¿Qué tal por Europa?
Correa se sorprende y molesta por la pregunta. Pedro tenía que haberse callado.
—¿Cómo supiste?
—Me lo dijeron los guaruras. Como no sabía nada de usted, un día me pasé con el taxi y…
—Bien, bien —corta drástica la explicación Correa—. Mira, necesitamos que vayas a recoger una mercancía fuera del DF y la traigas de vuelta.
—¿Dónde?
—Lo sabrás cuando ya estés en la carretera.
—¿Cuándo?
—Tres, cuatro días. Ten siempre prendido el celular.
Pedro asiente, se levanta, va hacia la puerta y antes de abrir, voltea y mira a Correa.
—Hay otra cosa que… Bueno, si considera que esto no es asunto mío, me lo dice y sin problema, pero… ¿dónde tienen a las chicas? ¿Por qué no andan medio encueradas por la sala como en todos los sitios iguales a este?
Correa lo mira fijamente.
—Porque este no es un lugar como los demás. ¿Que no te diste cuenta?
—Claro, claro, pero…
—Te mueres de la curiosidad, ¿no?
—La neta, sí.
Silencio. Correa se levanta lentamente con una mirada socarrona, le pasa la mano por los hombros, como Pedro odia que le hagan, y salen juntos al pasillo.
—¿Qué tal el departamento?
—Bien. Estamos muy a gusto.
—Me alegro, taxista. Me alegro.
Pedro cree que le van a conducir a la planta superior de la casa, pero avanzan por un pasillo con varias puertas a los lados. Entran a una habitación amplia, donde hay un sillón frente a una puerta cerrada.
—Estás invitado. Siéntate y espera.
Pedro obedece, Correa se va. El taxista está nervioso. Se sienta y espera.
Pasados unos minutos, la puerta se abre. Pedro entrevé una escalera que baja hacia el sótano por la que sube una mujer con la cabeza rapada. Tiene unos veinte años y va completamente desnuda. Su cuerpo está lleno de golpes y moratones. Se queda de pie delante de él. Pedro la mira, ninguno de los dos dice nada. La puerta sigue abierta y por ella no tarda en aparecer una segunda mujer, un par de años mayor que la primera, también desnuda pero sin rapar. Tiene cicatrices de quemaduras por todo el cuerpo. Se queda junto a la anterior. Pedro las mira a las dos. Silencio. Entra una tercera. No llega a los veinte años. Voltea. Tiene las nalgas y toda la espalda llena de latigazos. Pedro comienza a respirar agitadamente.
La cuarta mujer que entra a exhibirse ante Pedro tiene casi treinta años. Le falta el ojo izquierdo. La puerta se cierra y la primera en aparecer le dice:
—Puedes hacernos lo que se te antoje.
Pedro se levanta y va hacia la salida del cuarto, arrepintiéndose de ser tan curioso. Cuando posa su mano sobre el abridor, siente sobre su nuca la mirada de las chicas y duda durante unas milésimas de segundo si aceptar la propuesta. Y se va. Pero ha dudado. Unas milésimas de segundo nada más.
Correa habla a Pedro una noche a las dos de la madrugada y lo cita en un Vips abierto 24 horas. Cuando llega al oasis para noctámbulos, Correa está en uno de los gabinetes devorando tortitas con sirope de sabores y malteadas. Le hace un gesto para que se siente.
—¿Qué quieres?
—Una chela.
—¿Seguro que no quieres algo de comer?
—Cené en casa.
Correa saca del bolsillo un llavero con un muñeco de Atlantis, el luchador ídolo de los niños que se volvió malo de repente. Lo deja en la mesa y lo empuja hacia Pedro.
—En el estacionamiento hay una combi gris con placa de Veracruz. La primera mitad de tu paga está en un sobre debajo del asiento del conductor. Quiero que a las siete de la mañana estés agarrando la salida a Puebla. Cuando llegues allá, te comes unos chiles en nogada a mi salud y esperas a que te hablemos.
Efectivamente, en el estacionamiento del Vips hay una combi gris con el depósito lleno y un sobre con 10.000 pesos para él. Aunque cuando llega a su casa aún quedan casi dos horas para que den las siete, Pedro prefiere no dormir y se dedica a meter lo imprescindible dentro de una pequeña maleta y a dejarles preparado el desayuno a sus chicas.
A Itzel no le gusta que se vaya pero sabe que ya es demasiado tarde para poner pegas. Cuando su marido sale a la calle, ella reza, por primera vez en muchos años, para que no le ocurra nada malo.
Desde Naucalpan de Juárez, Pedro tiene que atravesar el DF entrando por Polanco y cruzar la delegación Miguel Hidalgo hasta agarrar Viaducto, río Churubusco e Ignacio Zaragoza hasta tomar la salida de Puebla dejando al poniente los volcanes. Una vez en la capital del mole, da una vuelta por la ciudad hasta que le entra hambre y busca un restaurante en el que sirvan chiles en nogada todo el año. La primera vez que Pedro probó este platillo fue en la hostería Santo Domingo de la calle Belisario Domínguez, uno de esos lugares en los que la modernidad ha sido felizmente expulsada para siempre y se come escuchando a un pianista de doscientos treinta años de edad tocar canciones de Agustín Lara. Pedro engulle los chiles con placer y la mirada puesta en la pantalla de su celular al que, tras dos cafés, llega por fin un mensaje que dice: «Orizaba, Veracruz».
Va derecho hasta Orizaba y ahí recibe instrucciones para dirigirse a Córdoba. Y de ahí, a Acayucán y rumbo sur hasta poco antes de un pueblo llamado La Ventosa, donde hace noche. A la mañana siguiente le ordenan continuar rumbo al sureste: Tapanatepec, Tonalá, Mapastepec, Pueblo Nuevo y, por fin, Tapachula, la capital de Chiapas, final del camino. Se aloja en el motel Tuxtla, llama a Itzel y le dice que ha llegado bien pero no le dice adónde.
Espera instrucciones tumbado en la cama mientras escucha los gemidos clandestinos de una pareja en el cuarto de al lado. La llamada con las nuevas instrucciones puede llegar ahora mismo, mañana o dentro de dos días. Pedro odia que le hagan esperar y sale a la calle a cenar algo cuando ya es de noche y el alumbrado urbano chiapaneco evidencia sus carencias. Se mete en una taquería en la que una vieja y pequeña televisión mal sintonizada deja adivinar entre interferencias uno de esos programas de mesa camilla que abundan en Televisa (y que TV Azteca, como todo, fotocopia), en el que un grupo de machitos juegan a hacerse juegos de palabras unos a otros y al final siempre salen a relucir los deseos ocultos de todos ellos de ser sodomizados. Una de las cosas que más le costaron a Pedro al inicio de vivir con Itzel fue que esta tuviera la televisión encendida desde que se levanta hasta que se acuesta. En casi todos los hogares chilangos pasa lo mismo. Es como si el ruido permanente de la ciudad hubiera proscrito el silencio también en el interior de las viviendas. El sonido de los programas y comerciales de televisión está siempre de fondo tanto en conversaciones triviales como trascendentes. Los anuncios de ringtones o de promociones bancarias y loterías llenan con sus repeticiones cualquier silencio, cualquier reflexión; suenan mientras tienen lugar declaraciones de amor, se dirimen infidelidades, se anuncian embarazos o se lamentan abortos, se abraza por última vez a un padre o se presenta en sociedad a un nuevo miembro de la familia.
Pedro pide una orden de tacos al pastor sin cebolla y con mucha piña, aunque sabe que de esta última le pondrán lo mismo que a todos y se olvidarán de quitarle la cebolla. Una familia de indígenas espera en la puerta a que termine y salga. La madre no pasa de la treintena (hay situaciones sociales que hacen complicado adivinar la edad) y ya tiene dos hijos de tres y cuatro años, un bebé en la espalda y otro en camino. Todos están pendientes de sus movimientos. Cada vez que la mirada de Pedro se cruza con la de algún miembro de la familia, este extiende la mano y se la lleva a la boca haciendo el gesto de «Tengo hambre», tan universal como el utilizado para pedir la cuenta en cualquier establecimiento hostelero del mundo. En México hay demasiadas personas que sobreviven gracias a la venta ambulante, demasiados niños solos pidiendo de bar en bar dinero que luego le darán a sus padres, que esperan tirados en una esquina cercana y que utilizarán con suerte para comprarles un apestoso sándwich y un refresco en el Seven Eleven.
Suena, por fin, el teléfono y un hombre le dice que mañana a las doce de la noche esté en el puente del ferrocarril a la orilla del río Coatán, a treinta kilómetros al oeste de la ciudad.
Pedro no puede dormir y eso es muy malo si resulta que, como sospecha, tampoco va a poder hacerlo la noche siguiente. A las once lo despiertan tocando a la puerta para que pague otro día completo o se largue. Los hoteles de paso son muy baratos porque casi nadie se queda más de lo que dura un polvo más o menos clandestino. Cuando una pareja sale de un cuarto, suena un timbre que despierta a las empleadas de limpieza, que dormitan rodeadas de escobas y líquidos, para que acudan a retirar condones usados y tangas perdidos. Probablemente este sea, junto con el de limpiador de cabina de peep-show, uno de los oficios a la vez más sucios y en los que más se puede aprender de la condición humana. En los hoteles de amores pasajeros los empleados no se sorprenden de nada y jamás hacen preguntas. Pedro paga otro día entero y duerme hasta la una, come tacos de suadero, agarra la combi y acaba en el puente del ferrocarril a orillas del río Coatán haciendo una inspección previa del terreno.
Por el puente del ferrocarril pasa «la Bestia», así llaman a los trenes de mercancías que atraviesan México en dirección a la frontera con Estados Unidos y en cuyas entrañas viajan inmigrantes ilegales con destino a alguna ciudad del norte del país, donde un pollero les cruzará al otro lado. En el trayecto, las mujeres suelen ser violadas y por eso se les aconseja que antes de hacer el viaje tomen pastillas anticonceptivas. También son frecuentes las amputaciones al caer de los vagones en marcha. Y los secuestros, el narco controla la parte del negocio de los inmigrantes que considera oportuno. Una vez en territorio estadounidense, los pollos pueden ser secuestrados y las familias que se han quedado en sus pueblos esperando que les lleguen dólares tienen que entregar lo que no tienen si no quieren que su padre o esposo o primo muera en una «casa de seguridad».
El río Coatán lleva poca agua en esa época del año y en sus orillas hay piedras, arena, basura y algún perro buscando comida. La vegetación es lo suficientemente frondosa como para que desde fuera no se pueda ver lo que ocurre en su cauce. No es mal sitio para hacer cosas ilegales.
A las once y media Pedro ya está dentro de la combi aparcada escuchando la radio cuando alguien golpea su cristal con el cañón de un arma.
—¿Eres Pedro?
—Sí.
El wey de la pistola se sube en el asiento del copiloto.
—Ve en reversa hasta que yo te diga.
Pedro hace todo lo que le dice su nuevo copiloto, que tiene un marcado acento yucateco, hasta que se interna por un camino sin asfaltar.
—Sigue todo derecho.
—Ok. Pero baja el arma.
El yucateco se ríe y obedece.
—Disculpa, es la costumbre.
No se ve un carajo. Pedro no se atreve a encender las luces largas, así que maneja despacio y con las cortas. Diez minutos después, estas iluminan un claro de la vegetación en el que hay una furgoneta aparcada con dos tipos armados fuera.
—Prende y apaga los focos tres veces.
Lo hace y los tipos armados saludan. Pedro se detiene antes de entrar a la explanada. El yucateco abre la puerta de la combi para apearse.
—Ándale, gachupín.
Pedro se baja y camina hacia los hombres armados. Uno tiene el pelo pintado de rubio y el otro debe de haber cumplido este año los dieciocho, siendo generosos. El taxista asiste a la siguiente conversación entre machos:
—¿Ya se cogieron a las viejas?
—Este cabrón se desayunó a la más chiquita.
—¿Y tú no, joto?
—Yo no remuevo atole.
—No mames, estaba bien caliente la chamaca. No tenía fin por mucho que le daba.
—Puta.
—Dile a mi cuate cuál es, por si se aburre de regreso al DF.
Los tres esperan que Pedro se ría como ellos y este obedece aunque maldita la gracia que le hace comprobar que está pasando lo que adivinaba que iba a pasar.
—Tienen que estar en el Defectuoso el jueves en la mañana, ¿sí? —Intenta centrar algo el tema Pedro.
—A huevo que te da tiempo a tirarte a todas. Los gachupines se vienen bien rápido, ¿no?
—Cuando lleguemos al DF…, ¿adónde las llevo? ¿adonde Correa?
—Él te habla y te dice, ¿sí?
Como siempre. El güero le pasa el brazo por los hombros.
—Te la vas a pasar de pelos. Checa.
Pedro intenta sutilmente zafarse del brazo que lo lleva en la oscuridad rota hasta la parte trasera de una pick-up a la que han añadido una capota en su parte trasera. El más joven de los malos saca una linterna, retira la lona que preserva el interior de ser visto desde el exterior e ilumina a las diez mujeres que, sucias, amordazadas, con la ropa hecha jirones y las manos atadas a la espalda, se agolpan asustadas al fondo del vehículo.
Nunca se le ha dado bien adivinar las edades pero, a simple vista, Pedro juraría que ninguna ha cumplido los quince años.
—Vamos a meterlas en tu camioneta y te las llevas ahora mismo.
El yucateco hace un gesto a sus compañeros en el delito para que se acerquen, y a punta de pistola van sacando a las hembras del furgón para llevarlas a empujones hasta el vehículo en el que Pedro las habrá de transportar hasta la capital de los Estados Unidos Mexicanos.
—Movimiento, gachupín, movimiento.
Pedro sube cuando ya solo quedan dos muchachas apretadas la una contra la otra, como han hecho tantas veces para darse calor por la noche. Se parecen mucho, quizá sean hermanas. La más joven es como mucho dos años mayor que Olga.
—Bájense —les apremia, tímido, Pedro.
Las niñas le dirigen una mirada perdida que indica que no le entienden. Puede ser que no sepan español, que solo hablen kakchikel, tolteca o cualquier otra lengua indígena centroamericana. O simplemente que tengan demasiado miedo.
—Bájense.
Pedro solo consigue que se aprieten, aún más, la una contra la otra.
—No mames que se lo estás pidiendo por favor…
El yucateco aparta a Pedro de un empujón y saca a las dos niñas como se saca a un perro o a un gato de un transportín del que no quieren salir. Las arroja de un empujón al barro mientras Pedro lo sigue. Es entonces cuando el taxista ve que la más joven de las dos tiene la parte posterior de su faldita llena de sangre que le resbala por las piernas.
La chamaca caliente, sin duda.
El malo la agarra y la lleva hacia la combi.
—Agarra a la otra, pinche joto, y en chinga.
Pedro obedece y agarra del brazo a la hermana mayor. Se quiere morir.
—Vamos.
Observa cómo en el polvo que cubre la cara de la niña van haciendo surcos las lágrimas que brotan de sus ojos muy oscuros. La chava mueve el brazo porque Pedro le está haciendo daño. Entonces el taxista relaja por instinto la presión, momento que aprovecha la preadolescente para salir corriendo al interior de la vegetación.
Antes de que Pedro pueda reaccionar, el yucateco se da la vuelta, saca la pistola y dispara a la niña que ya no será puta.
—Chale, gachupín. Ya te la chingaste.
Pedro no sabe qué hacer. El yucateco le encarga con un gesto al güero que meta a la penúltima de las mujeres dentro de la combi, y este golpea su rostro para que deje de gritar porque acaba de ver cómo disparaban a su hermana por la espalda. El yucateco se acerca a donde la niña herida repta en busca de la seguridad que cree puede darle la oscuridad y vacía su cargador sobre ella. La primera bala ya la ha matado pero hay una extraña excitación en disparar de más y por eso no para hasta que se le acaba la munición.
Es la mejor forma de demostrarle al español qué es tener pantalones en aquella parte de América.
—Vete ahora mismo y no te detengas hasta que llegues donde Correa, ¿ok?
Pedro asiente sin poder dejar de mirar el cadáver de la niña tirado en el suelo de un claro de la vegetación que cubre las orillas del río Coatán. El güero y el jovencito cierran con un candado la parte de atrás de la combi y, antes de que Pedro pueda articular un solo pensamiento inteligente, ya está en marcha.
Arranca la combi con las nueve niñas asustadas de carga y hace marcha atrás todo el camino de terracería hasta que vuelve a salir a la carretera. Tiene que esperar para cruzar la vía del tren porque está pasando la Bestia, llena de sombras que reptan por ella.
Luego intenta no perderse, concentrarse en el camino, pero los sollozos y lágrimas que escucha a su espalda se parecen demasiado a los que se levanta para calmar las noches en que Olga no puede dormir porque cree que hay un monstruo escondido en el armario.
Solo que ahora el monstruo es él.
Pedro conduce lo más rápido que puede y su cabeza comienza a llenarse de preguntas prácticas. ¿Habrán cenado? ¿Tendrán sed? ¿Quiénes son sus familias? ¿De dónde proceden? ¿Con qué mentiras habrán salido de sus casas? ¿Qué futuro les espera?
En este momento, Pedro solo puede contestar la última de las cuestiones. Para empezar, las niñas que transporta serán despojadas de los nombres elegidos por sus mamás para ellas; los mismos que tuvieron sus abuelas o con los que un guionista inspirado bautizó a la heroína de una telenovela de éxito. Nombres que ahora serán cambiados al antojo de cada uno de los padrotes para los que trabajarán, nombres falsos que pretenderán remitir a un mundo de fantasía llena de equis, como intenta hacerlo sin éxito la decoración de los burdeles.
Pedro conduce, conduce sin detenerse porque así se lo han dicho y porque es un cobarde, un cobarde que siempre ha temido enfrentarse al poder, que siempre ha esquivado los pleitos, que dice a cada persona siempre lo que quiere escuchar, que mira a otro lado cuando algo no le gusta, una cobardía que siempre está ahí, intentando que nadie se enoje con él, complaciendo a todos, sintiéndose culpable si hace en cada momento lo que le apetece en lugar de lo contrario.
Unos golpes secos lo sacan de sus pensamientos y de la carretera. Una de las muchachas está intentando llamar su atención desde la parte de atrás. Pedro acelera y pone la música más alta. Pero los golpes no cesan. Cada vez son más frecuentes y fuertes. Pedro apaga la radio y entonces escucha voces.
—Por favor, ayúdenos… Se va a morir…
Pedro comienza a hiperventilar. Hay gritos detrás.
—Está perdiendo mucha sangre.
La chica a la que violó el güero. Seguro que es esa la que está desangrándose mientras él solo piensa en sí mismo y en qué decirle a Correa cuando vea que llega una chica de menos. Si es que no lo sabe ya. No puede perder a otra. Dos, no. Dos sería demasiado.
—Deténgase, por dios.
Hay un estacionamiento vacío junto a un mirador y Pedro entra. Aparca la combi en la zona más alejada de la carretera y retira el candado.
—Tiene que ir a un hospital.
El suelo de la combi está lleno de sangre y la chica violada a punto de perder el conocimiento. Entonces le viene a la cabeza la mancha de sangre en la camisa del primer cliente que llevó a la casa de la calle Nilo. Eso es lo que venden. Sangre, dolor.
—Bájense. Bájense y corran, rápido. Están libres.
Salen todas corriendo hasta que solo queda la chamaca herida y la que se preocupa por ella.
—Yo la llevo hasta un hospital… Venga, vete.
—No, no. Yo me quedo con Rosa.
Rosa. Ese es el nombre que está a punto de perder.
Pedro no tiene ni idea de cómo parar una hemorragia de semejante naturaleza, así que cierra de nuevo la puerta trasera de la combi y cuando regresa al asiento del conductor, ya no ve la cabeza de ninguna muchacha en la oscuridad de la noche. Busca en el mapa de carreteras que hay en la guantera cuál es la ciudad más cercana: Chauites, y hacia allí se dirige con la esperanza de que haya un hospital.
Chauites resulta ser un pueblo muy pequeño que quizás los domingos a la salida de misa tenga algo de animación pero que un martes a las tres de la madrugada ahora es lo más parecido a un agujero negro que se puede encontrar en el sur de México.
No hay nadie a quien preguntar y Pedro espera encontrar un cartel señalizador que rece «Centro médico» en alguna rotonda.
De nuevo, golpes en la parte trasera de la combi. Pedro se detiene y baja a ver qué es lo que ocurre. Rosa acaba de perder el conocimiento. Correa le habla al celular.
—¿Cómo vas, taxista?
—Bien, bien…, sin problemas.
Vuelve a decir lo que el otro quiere escuchar, aunque esta vez está justificado.
—¿Crees que estarás en el DF antes de mañana en la noche?
—Sí, sin problemas.
—¿Qué tal las viejas?
—Bien…, bien calientes.
Estupendo, el yucateco y sus amigos no le han dicho nada de lo ocurrido en la entrega. Ese instinto de conservación de los esbirros le da cierta ventaja.
—Cabronazo —le insulta envidioso Correa antes de colgar.
Pedro le busca el pulso a la muchacha, sigue viva. Arranca la combi calibrando si será prudente continuar hasta San Pedro Tapanatepec, la siguiente ciudad grande. Acelera y cuando están saliendo del pueblo, ve un hotel cerrado pero con coches aparcados y alguna luz en las habitaciones. Se baja y llama insistentemente al timbre. La recepción está vacía pero el papá de Olga sabe que siempre hay un tipo durmiendo en el sofá por si hay algún problema o llega un viajero a deshoras. Insiste y un hombre somnoliento y enojado se acerca hasta él. Le abre.
—¿Qué se le ofrece?
—¿Hay algún hospital en la ciudad?
—¿Hospital? No…, está el refugio.
—¿Qué refugio?
—El refugio…, ahí tienen un doctor… O algo así.
—¿Dónde está?
—Siga todo derecho y luego luego a la izquierda.
El refugio resulta ser una serie de casas bajitas con una algo más grande que es la principal. Son tantas las personas que viajan en la Bestia que han aparecido a lo largo del camino diferentes centros de ayuda a los migrantes, donde les curan, les informan de lo peor que puede pasarles si continúan el trayecto y, sobre todo, intentan localizar a los familiares de los niños que viajan solos. Porque, aunque parezca mentira, hay familias que, por pura ignorancia y desesperación, mandan a sus hijos solos en busca de un familiar fantasma desde Honduras o El Salvador hasta Los Ángeles o El Paso, a veces sin ni siquiera una dirección a la que acudir cuando lleguen allí, si es que llegan, o un número de teléfono al que hablar.
Pedro llama insistentemente a la puerta del refugio y no tarda en abrirle una mujer.
—Necesito un médico. Urgente.
Entre Pedro y la chica que ha decidido no escapar bajan a Rosa inconsciente de la combi. La mujer que le ha abierto la puerta les dirige hasta un dormitorio vacío en el que la acuestan en la cama. No tarda en aparecer un doctor en bata que inspecciona a la muchacha. Pedro sabe que es el momento de marcharse y desaparece antes de que alguien le pregunte quién es.
Retoma la misma carretera y aprieta el acelerador más de lo prudente. La noche se acaba y empieza a clarear. No puede presentarse ante Correa de vacío, eso es indiscutible.
Saca el teléfono y marca.
—Itzel, agarra todo el dinero que hay escondido en la casa y salid hacia el aeropuerto. Compra tres boletos para Madrid y no uses las tarjetas de crédito para nada.