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Los skinheads no se tatúan con henna

Violeta conduce a 120 kilómetros por hora en dirección contraria por la Gran Vía, un jueves de madrugada, y eso la relaja. Se concentra en esquivar los obstáculos que encuentra por el camino y en prevenir los que puedan aparecer. También le divierte ver la cara que pone Carlos, su compañero de patrulla; a pesar de llevar ya casi un año trabajando con ella, aún no se ha acostumbrado a los giros en U que tanto satisfacen a la oficial de Policía. Unos patriotas calvos le están dando una paliza a un grupo de gitanos rumanos en el paso subterráneo que comunica la plaza de España con la Cuesta de San Vicente, probablemente uno de los lugares más feos de Europa Occidental. Tienen que llegar antes de que sea demasiado tarde, así que Violeta le ordena a Carlos que se agarre y, cinco minutos después, ella está corriendo detrás de dos rapados por la calle Cadarso mientras su compañero avisa por radio al SAMUR para que venga a coserles la cabeza a Alexandru Gheoghiu, su esposa y su hija.

Los dos cabezas rapadas intentan despistar a Violeta metiéndose por la rampa que desemboca en una calle privada que vertebra un enorme patio de manzana donde arquitectos del desarrollismo erigieron las hermanas pobres de las viviendas exteriores con vistas al Palacio Real. Cuando la policía entra, no hay rastro de los dos chavales aburridos en busca de una diversión nocturna más radical que el botellón. Violeta saca su arma y camina con ella en la mano a la espera de un ruido o algo que delate la presencia del enemigo. La cancela de un portal se abre y un ama de casa sale de la suya sin motivo aparente, dada la hora. Violeta le hace un gesto con la cabeza para que vuelva adentro, y la señora obedece sumisa y asustada. Al fondo de la calle, un edificio tiene los accesos a las viviendas al aire libre, como una corrala partida por la mitad. La luna casi llena permite a Violeta vislumbrar a dos personas subiendo la escalera de ese inmueble y corre para allá. Cuando se dan cuenta de que los están siguiendo, aceleran el paso. Violeta se acerca todo lo que puede, les apunta y les grita que estén quietos. Los agresores de Mioara Carauleanu, de su esposo y su hija hacen caso omiso, saben que los policías españoles no disparan casi nunca y suben corriendo al tejado con la intención de saltar desde allí a la cubierta del antiguo cine Príncipe Pío, que ocupa buena parte del patio de manzana. Violeta adivina sus intenciones y corre hacia una escalera de incendios, de forma que cuando los dos veladores de la raza hispana saltan creyéndose a salvo se encuentran a Violeta apuntándoles y ahora ya saben que ella no es como los agentes que les han perseguido antes.

Violeta les obliga a dejar las armas blancas que llevan sobre el tejado de la antigua sala de programa doble, luego les pide cortésmente que se tumben boca abajo, pongan sus manitas en la nuca y saca las esposas para bloquearlos. La oficial de Policía se fija en el retrato de Hitler que el más alto de los caucásicos de la calle Castelló lleva en el antebrazo. Una vez que ya les tiene a su merced, recibe una llamada de Carlos: Luminita, de seis años de edad, hija de Mioara y Alexandru, acaba de morir camino del hospital a causa de los golpes recibidos en el subterráneo con los semáforos peor coordinados de la ciudad.

Violeta clava la mirada en los ojos autosuficientes de Marcos Úbeda y Federico Úbeda antes de pegarle al primero una patada en la cabeza.

Si el segundo se libra de otro golpe es porque ha tenido la precaución de no reírse al escuchar la noticia del infanticidio.

Violeta baja las escaleras de la calle peatonal que conducen hasta una puerta metálica negra en la que no hay más inscripción que una placa que reza «Club Eclipse». Desde su casa tarda unos cincuenta minutos en llegar hasta aquí con la moto.

Toca el timbre y espera a que le abran la puerta. Nada más entrar, hay un guardarropa que es donde se compra la entrada. Mientras Violeta paga los veinte euros que cuesta el acceso a mujeres solas (la mitad que a hombres solos y lo mismo que pagaría si fuera en pareja, pero ella nunca acude en pareja al club Eclipse) ya puede escuchar gemidos detrás de la gruesa cortina roja que la separa del local. Apenas la atraviesa, siente las miradas de los hombres sobre su cuerpo y respira el olor a sudor y a sexo. Pide una cerveza en la barra mientras sus ojos se acostumbran a la penumbra. La luz y las palabras destrozarían la sensación que tiene en estos momentos y con la que tan segura se siente. Paga su consumición con el vale que le dieron al entrar y se dirige a un sillón enfrente del cual hay una mujer de unos cincuenta años con los pechos fuera del sujetador, las piernas abiertas y un calvo perdido entre ambas. Violeta se pone cómoda, no tardará en estar ella también desnuda, y mira a su derecha. Un tipo con aspecto de haber pasado los mejores años de su vida vendiendo pisos busca nervioso con la mirada a alguna mujer que lo acepte como atleta sexual, lo que en este ambiente no resultaría extraño si no fuera porque con él va una mujer de metro ochenta y cinco, rasgos asiáticos de segunda o tercera generación, pechos tan operados como firmes y unas piernas perfectas calzadas con una imitación poco lograda de un modelo de Christian Louboutin.

Se trata, sin duda, de una prostituta. Es algo bastante habitual y que los responsables de los locales liberales intentan evitar: hombres que pagan a una meretriz para que les acompañe y así, por algo más de lo que cuesta un servicio de la chica, tienen la posibilidad de tirarse a las hembras que se dejen y que han acudido al swinger con su pareja, marido o follamigo.

El agente de la propiedad le indica a su desproporcionada acompañante que acaricie la espalda del calvo, que sigue con la nariz entre los muslos de su cónyuge. La asiática de segunda o tercera generación obedece sin entusiasmo y el rapado, al notar la mano de la prostituta, levanta la cabeza y sabe en ese mismo instante que le acaba de tocar el premio gordo de la noche. Mira a su esposa, que mira a su vez al empleado de Tecnopiso, y asiente. Se guarda los pechos, se sube las bragas y se van los cuatro juntos hacia el laberinto.

Violeta se levanta y les sigue.

Las infraviviendas son como los pescados, en cada país se llaman de una forma diferente. En Venezuela se refieren a ellas como «ranchitos»; en Argentina las llaman «villas miseria»; en México, «ciudades perdidas»; y en España, con un sustantivo de esos cuya sonoridad está acorde con su devastado contenido: chabola.

Las chabolas de la periferia de Madrid son lugares muy visitados por la Policía Nacional. Cuando Violeta entró en el cuerpo, los veteranos de su unidad le gastaron la broma de mandarle llevar una citación judicial al poblado de El Salobral, ahora ya derruido. Le dieron el nombre del encausado y su dirección, así que, pensó, no podría ser muy complicado hacérsela llegar. Con lo que no contaba Violeta, pero sí sus compañeros, era con que los gitanos, apenas olían un coche patrulla, comenzaban a cambiar de sitio los precarios letreros que bautizaban las improvisadas vías, de forma que la calle uno se convertía en la seis, la seis en la veinticinco y la veinticinco en la avenida Camarón de la lsla.

Afortunadamente, la citación era falsa.

Violeta y Carlos entran al poblado de El Gallinero, un asentamiento habitado casi exclusivamente por gitanos rumanos y ahora sentenciado a muerte para que un club de fútbol construya aquí su nuevo estadio e intente volver a hinchar la burbuja inmobiliaria llenando de pisos todos los alrededores. Durante seis años, este terreno ha albergado sus chabolas, desde que en 2007 los ciudadanos rumanos estrenaron la libre circulación por la UE y se vinieron a vivir entre ratas y cobre robado a escasos quince kilómetros de la Puerta del Sol. Los policías preguntan dónde pueden localizar a Mioara y Alexandru, ambos recibieron varios golpes días atrás en el paso subterráneo de la Cuesta de San Vicente, donde la peor parte se la llevó su hija pequeña.

Luminita sigue sin poder ser enterrada. Los recortes presupuestarios han llegado hasta el Anatómico Forense y la autopsia se demora más de lo previsto, por lo que el matrimonio aún no ha podido alcanzar el consuelo espiritual de enterrar a su pequeña de seis años, que ya nunca visitará Bucarest cuando sea mayor.

Según avanzan por el poblado, Violeta y Carlos se cruzan con varias familias que llevan en la mano ropa de niña y juguetes que revisan con curiosidad y cierta admiración. Una mujer le prueba a su hija una blusa amarilla con volantes que le queda algo pequeña pero que le acaba entrando por la cabeza. Dos hermanas gemelas se pelean por una muñeca a medio vestir mientras otro niño viste orgulloso una camiseta de Pocoyó. A Violeta le llama la atención que todo parece estar bastante nuevo.

En la puerta de la chabola de Mioara y Alexandru hay un pequeño montón de objetos que a buen seguro formaron parte del inconsciente lúdico de Luminita hasta la misma mañana del día de su muerte. Los padres de la pequeña están regalando a sus vecinos todo lo que pertenecía a su hija. Carlos y Violeta se bajan del coche patrulla. Al ver a los agentes de la ley, los gitanos ralentizan los movimientos para que no piensen que huyen al verles, y se van retirando hacia sus aposentos con el botín.

Mioara no reconoce a Violeta y a Carlos como los policías que llegaron para salvarles la vida a ellos pero demasiado tarde para hacer lo mismo con su hija. Pero su marido, sí. Alexandru les pregunta qué quieren y Violeta le contesta que llevarles a comisaría para que identifiquen a sus agresores. El matrimonio de rumanos se resiste a acompañarles, ni siquiera han podido enterrar a su pequeña.

—Se hará justicia, se lo aseguro —les intenta convencer Carlos—. Con su ayuda, los culpables se pudrirán en la cárcel, pero tienen que acompañarnos para evitar que otras personas sean agredidas.

Mientras, Violeta se cuela, sin orden de registro, en el interior de la chabola y se fija en la caja de una enorme televisión de pantalla plana y tecnología Led, apoyada en una de las precarias paredes de cartón y lata. Una de sus esquinas está rota, revelando que el electrodoméstico de consumo sigue en su interior. Violeta se extraña (pero no mucho) y sale de la chabola cuando Carlos ya ha convencido a Alexandru de que entre en el coche y este está a punto de persuadir a su esposa.

—¿De dónde han sacado la televisión que hay dentro de la caja? —pregunta Violeta señalando el interior de la vivienda.

—María, regalo. Si la quieres, barato —contesta en tarzanesco castellano Alexandru.

—¿Quién es María?

—Hija… La otra hija…

—¿Vive con ustedes?

—No, no…

Mioara entra por fin al coche.

Violeta habla con Ferrero, su inspector jefe y la persona que le enseñó a desaprender todo lo que le habían inculcado en la Academia de Ávila. A saber, que todo eso de la Policía democrática y respetuosa con los derechos de los detenidos está muy bien de cara a la prensa y al Ministerio del Interior, pero que dentro de una comisaría como la de la calle Leganitos (vieja, laberíntica y con una peluquería en sus sótanos) no deja de ser una opción. Violeta empezó a trabajar aquí en 1995, un tiempo en el que, de vez en cuando, ETA mataba a un compañero para reivindicar la libertad del País Vasco. Ferrero es uno de esos policías que jamás dejarán de serlo, que no se jubilarán, que nunca dejarán de usar su visión periférica cuando pasean por la calle, ni de tener una pistola sin registrar guardada en un cajón de su casa, y que exigirá a todos los agentes a su cargo que sean como él.

—Estoy hasta los huevos de esos cabezas rapadas. —Ferrero dobla y destroza post-it azules mientras habla con Violeta.

—También estás hasta los huevos de los gitanos rumanos —puntualiza ella.

—Pero de esos se ocupan los municipales, y de los nazis, solo yo.

Violeta sonríe, está acostumbrada a que su jefe se atribuya los méritos de todo su equipo. No le molesta porque solo lo hace en privado. Delante del comisario, siempre le reconoce a cada uno lo suyo.

—Le diste una buena hostia en la cabeza al más alto, ¿eh? —apunta Ferrero con lo más cercano a una sonrisa que sus músculos pueden articular.

—Se me fue la pierna.

Violeta se siente segura al saber que tiene las espaldas bien cubiertas.

Marcos Úbeda, con la cabeza vendada, y su hermano Federico pasan (junto a tres policías más que se han tenido que rapar la cabeza para la ocasión) a la sala de identificación de la comisaría que, al contrario de lo que se suele ver en las películas estadounidenses, no es sino el cuarto usado para tomar el café con un pared en la que se ha ubicado un falso espejo. Los tres policías se colocan entre los dos agresores e imitan su mirada de perdonavidas.

Al otro lado del espejo, es decir, de pie en el pasillo, Mioara y Alexandru enfrentan sus miradas a las de los skins. La mujer rompe a llorar mientras su marido señala a Marcos como el que mató a su pequeña y a Federico como su cómplice.

Carlos y Violeta en la sala de interrogatorios con los hermanos Úbeda. Violeta deja que sea su compañero quien haga las preguntas, es más paciente que ella.

—¿Conocían a Alexandru Gheoghiu y Mioara Carauleanu?

—No —contesta Federico, tranquilo.

—¿Por qué les agredieron?

—Solo queríamos asustarles para que se fueran del barrio —explica Marcos—. No hay derecho a que gente honrada y trabajadora haya pagado una pasta por vivir ahí y tengan que encontrarse a esa basura en la puerta de su casa cada vez que salen a la calle.

—Además, les íbamos a hacer un favor dejándolos cojos de verdad. Así no tienen que preocuparse por recordar con qué mano tienen que agarrar el bastón cuando mendigan en los semáforos.

Risas que acaban con un golpe seco de Carlos encima de la mesa.

—Simplemente se cruzaron en su camino y decidieron matar a su hija de seis años.

—No queríamos matar a la niña, no queríamos matar a nadie. Solo darles un susto —explica el más alto sin inmutarse—. Y divertirnos un poco, claro.

—Alguien tiene que limpiar las calles. Si no lo hacéis vosotros porque sois unos acojonaos, lo hacemos nosotros, que todavía tenemos los huevos en su sitio.

Carlos mira a Violeta invitándola a intervenir, pero su inmediata superior tiene la mirada perdida en el antebrazo de Marcos Úbeda. Carlos decide no responder a la provocación del chavalín y continúa el interrogatorio.

—¿Lo hacéis muy a menudo?

—Menos de lo que deberíamos —sigue contestando Federico.

—Vais muy mal —les dice Carlos entre amenazante y paternal—. Yo que vosotros, colaboraría.

—¿Nosotros somos los que vamos mal? —levanta Marcos la voz, prepotente. Señala a Violeta y luego su venda—. Esa poli me pegó una patada en la cabeza y voy a denunciarla por malos tratos.

—Te caíste huyendo de la ley —interviene, por fin, Violeta.

—No fue así y mi hermano está de testigo —insiste el alto.

—Tu hermano fue más listo que tú y se entregó —se adelanta Carlos a la respuesta de su compañera.

—Los malos tratos al detenido están mal vistos en su democracia. —Ahora resulta que Federico es experto en Derecho.

—Es nuestra palabra contra la vuestra y la Policía tiene mejor prensa en la judicatura que vosotros. —Intenta zanjar Carlos mientras se percata de que Violeta está insólitamente tranquila—. ¿Pertenecéis a los Ultrasur o a algún partido político?

—A España —contesta Marcos como si hubiera dado con la respuesta que les fuera a hacer millonarios en un concurso televisivo.

Definitivamente, a Violeta parecen gustarle los bíceps de Marcos porque no para de mirarlos.

—Esos no son skinheads de verdad. Al menos, al que golpeé en la cabeza. —Es lo primero que dice Violeta cuando llegan a su despacho.

—¿Por qué crees eso? Responden paso a paso al patrón. —Carlos se sienta en la incómoda silla de madera que lleva treinta años en la misma estancia de la misma comisaría.

—¿No te fijaste en su bíceps?

—No, pero tú sí…

—Estaba manchado de tinta.

—¿Y?

—Cuando los detuve, en ese brazo había un tatuaje con la cara de Hitler. Ahora no estaba. Los skinheads no se tatúan con henna.

Ni Marcos ni Federico están fichados por la Policía ni tienen antecedentes penales. Violeta y Carlos hablan con periodistas y compañeros especializados en delitos racistas y ninguno los conoce. Carlos localiza a algunos de los confites que tiene más o menos introducidos en la frontera donde se confunde el amor a la patria con el amor al Real Madrid. Ni siquiera les suenan sus caras, parecen surgidos de la nada. Aunque siempre hay nuevas incorporaciones al ejército clandestino encargado de defender los valores eternos hispanos de la invasión inmigrante, estas suelen ser de menores de edad y no unos tipos de casi treinta años. Dicho de otra forma, es casi imposible que un skinhead adulto caiga en manos de la Policía y esta no encuentre el más mínimo rastro de un pasado delictivo, o al menos futbolero.

De lo que se deduce que la sospecha de Violeta es plausible y no se trata de cabezas rapadas auténticos sino de dos tipos que quieren hacer creer que son cabezas rapadas. Pero si no lo son, no hay una intención racista en el ataque. Y si no hay una motivación xenófoba, ¿por qué mataron a una niña de seis años? ¿Pensaban acabar también con sus padres? ¿Les conocían de antes? El matrimonio rumano asegura que no. Los agresores también lo niegan al tiempo que se reafirman en su discurso xenófobo. «Solo queríamos pegarles un susto, solo queríamos pegarles un susto, solo queríamos pegarles un susto.»

Los funcionarios públicos del cementerio se gritan entre sí órdenes contradictorias mientras introducen el pequeño ataúd infantil en la fosa. Se comportan como si estuvieran aparcando un camión de reparto de bollería industrial, aunque a su alrededor haya una docena de personas llorando, una de ellas en estado de shock y otra arrodillada en el suelo y manchándose el rostro con la tierra que cubrirá a su hija pequeña. Afortunadamente, no entienden bien el español, por lo que se les escapa la complejidad de frases como: «¿Tú estás gilipollas? ¡Que te estoy diciendo que no aflojes la cuerda hasta que yo te lo diga, hostia puta!».

Violeta se mantiene en un prudente segundo término. No quiere que su presencia altere el legítimo dolor de Alexandru y Mioara ni de los otros rumanos con los que comparten miseria y dolor. El ataúd, de un tamaño que no debería ser fabricado, no provoca un golpe seco al llegar a su destino final, no retumba ni levanta una nube de polvo, ni siquiera de forma testimonial. Alexandru y Mioara ven así desaparecer para siempre el motivo que les llevó a emprender el viaje desde Bucarest a Madrid.

Un taxi llega hasta la carretera más cercana al lugar del entierro y una mujer joven se baja del vehículo tras pagar al conductor. Lleva un discreto traje de chaqueta, gafas de sol y medias oscuras. Alexandru está siendo abrazado y consolado por otro hombre mayor que él aunque demasiado joven para ser su padre, quizá su hermano. Mioara sigue llorando en el suelo mientras otras dos mujeres la tapan y abrazan con una manta roída. Violeta sigue con la mirada a la mujer del taxi que llega cuando los enterradores ya han acordado cuál es la mejor manera de cubrir de tierra el féretro. Mioara la ve y eso es motivo suficiente para que salga de su dolor y se adentre en el territorio de la ira. Le grita algo en rumano mientras el padre de la muertita quiere ir a abrazarla pero sabe que no debe o que no puede o que su esposa jamás lo entendería, y por eso no lo hace. La mujer recién llegada les dice algo calmada, dolida, a lo que la madre de Luminita responde con gritos. La mujer con gafas de sol quiere llegar hasta el borde mismo de la fosa, pedirles a los trabajadores del cementerio que le permitan depositar un poco de tierra sobre el féretro, poder decirle adiós de alguna manera, pero Alexandru no se lo permite mientras intenta controlar los nervios desbocados de su esposa ayudado por otros asistentes al sepelio. Los enterradores siguen su labor como si todo lo rumano les fuera ajeno. La recién llegada rompe entonces a llorar de impotencia y de rabia sin que nadie se acerque a consolarla.

Violeta deduce que ella es la responsable de la televisión de pantalla plana y tecnología Led que vio dentro de la chabola y que nunca salió de su embalaje.

Ya se ha ido todo el mundo y el cementerio invita al paseo. No como lo hacen los cementerios parisinos visitados por los turistas, pero la luz del atardecer se deja adivinar entre las nubes y la mujer del taxi está por fin sentada cerca de la tumba recién sellada y puede llorar en paz. Violeta no ha querido acercarse todavía, podría hacerlo, enseñarle su placa y romper su duelo, pero cree que un funcionario del Estado no tiene derecho a hacer eso. Esperará todo el tiempo necesario hasta que la mujer misteriosa decida que es hora de regresar a casa, saque el teléfono para llamar a un taxi y ella se acerque y se ofrezca a llevarla a donde necesite mientras charlan un rato.

La mayoría de sus compañeros odian las tronchas, o periodos de espera habitualmente dentro de un coche patrulla hasta que algún sospechoso haga un movimiento delator o visite a otro sospechoso de mayor envergadura. Pero a Violeta le gustan. Le gusta estar haciendo algo sin estar haciendo nada. Dejar de preocuparse por llenar con alguna actividad las próximas horas de su vida y permitir que los pensamientos aleatorios llenen su mente.

A la mujer del taxi tardan veintidós minutos más en acabársele las lágrimas. Se incorpora y saca el móvil. Es entonces cuando Violeta se hace visible y, con ella, su placa de Policía.

—¿Qué relación tiene con la víctima?

—Es mi hermana pequeña —contesta en un castellano más que correcto—. No puedo creer que la hayan matado por ser rumana… ¿Qué daño podía hacer una niñita inocente? ¡País de mierda, gente de mierda…, montón de racistas…!

María rompe a llorar dentro del coche patrulla en el que Violeta la lleva hasta su casa. Llueve y la noche ha traído un atasco considerable, lo que beneficia las intenciones de la policía.

—¿Por qué no la dejaban acercarse?

—No mantengo buenas relaciones con mis padres —aclara, genérica, María.

—Ya, eso es evidente, pero… ¿por qué?

—Problemas de familia.

—Cuéntemelos —le pide Violeta mientras saca un paquete de Kleenex del bolsillo y se lo regala—. Nos pueden ayudar en la investigación.

María se suena la nariz, respira hondo, saca un cigarrillo pero ni siquiera hace un amago de encenderlo sino que juega con él para calmar su ansiedad.

—Yo llegué a España antes que ellos.

—¿Cuándo?

—En 2008. A finales. Ellos llegaron hace dos.

—¿A qué vino usted?

—A ganar dinero, a vivir mejor… España era entonces todavía un país con más futuro que el mío.

—¿Y lo consiguió?

—No me fue mal. Estuve de dependienta en una tienda y haciendo alguna traducción del rumano. En 2010 le dije a mi familia que se vinieran para acá.

—A vivir con usted.

—No. A un apartamento para ellos solos. Yo compartía piso con mi pareja y él se negó a meterles a todos en la casa.

—Lógico.

—Depende. El piso era bastante grande, hubieran cabido. Pero mi chico y yo llegamos a un acuerdo: yo dejaba de pagarle a él la mitad de mi renta para poder pagarles a ellos la suya hasta que se pudieran mantener por sí mismos.

—Su familia debería estarle entonces muy agradecida.

—Y lo estaban.

—No lo parecían esta tarde.

María, ahora sí, enciende el cigarro sin pedirle permiso a Violeta aunque abre la ventana para que se vaya el humo.

—Acabé pagándoles yo todo. El alquiler, la comida, la ropa, los gastos… Todo.

—¿A qué se dedicaban ellos en Bucarest?

—Mi padre era vigilante de una fábrica y mi madre, ama de casa.

—Pero en España su padre no encontró trabajo…

—No lo buscó. O no supo buscarlo. Eso o vivían muy bien gastándose mis ahorros.

—Sin saber español es difícil que nadie…

—A los seis meses de venir, yo ya me defendía con el castellano. Ellos todavía hablaban evitando los verbos. No me malinterprete… Si les hubiese visto esforzándose, o preocupados o algo, todo habría sido distinto.

—¿Habría seguido ayudándoles?

—Claro que sí.

—Pero se hartó y les retiró la subvención.

—Me la retiró mi pareja a mí primero.

—¿Rompieron?

—Sí. Y no lo culpo, yo en su lugar habría hecho lo mismo.

—Entonces usted se fue a vivir al apartamento que le pagaba a su familia…

—No. A esas alturas nuestras relaciones ya eran malas. Bueno, con Luminita no.

—Con la niña siempre se llevó bien.

—Mi hermanita fue la razón por la que hice todo lo que hice, por la que vine aquí. Para que tuviera un futuro mejor…, para que las cosas le fueran más fáciles…

María llama la atención de un jubilado que conduce el coche detenido a su lado en un semáforo que parece que nunca va a ponerse en verde. Violeta adivina el final de la historia.

—Así que ellos acabaron en un poblado chabolista y le echaban a usted la culpa de su desgracia.

María asiente mientras usa un pañuelo de papel para sonarse la nariz.

—Quise que Luminita se viniera a vivir conmigo… Mis padres se negaron, y por eso no volvimos a hablarnos.

—¿Cómo se enteró de que su hermana había sido asesinada?

—Me lo contó un primo por Facebook. Mis padres iban a enterrarla sin decirme nada. —María rompe a llorar.

—Y su mala conciencia es la que le lleva a mandarles regalos de vez en cuando —pregunta Violeta en tono acusador.

—¿Perdón?

—Una televisión de 52 pulgadas, por ejemplo.

Carlos se ha pasado toda la mañana revisando la vida laboral de los detenidos. No se puede decir que hayan hecho una carrera brillante en ningún campo. Más bien un rosario de altas y bajas en trabajos puntuales para empresas de seguridad, de mudanzas, en Mercamadrid, y supone que también de matones de discoteca aunque esta última actividad laboral no tiene aún epígrafe en las categorías laborales de la Seguridad Social.

Carlos llama a las empresas que más a menudo los contrataban y se encuentra una y otra vez con lo mismo: Marcos y Federico no han sido más que refuerzos de la plantilla en conciertos, partidos de fútbol y demás eventos masivos. No han dejado huella, no parece que nadie se haya sorprendido de su eficacia. Lo que sí observa es un periodo de año y medio sin cotizaciones ni movimientos en sus cuentas bancarias ni nada.

—¿Qué hicieron de enero de 2009 a julio de 2010? —les pregunta.

—Descansar —contesta Marcos.

—¿Dónde?

—En Las Torres de Cotillas —especifica con tranquilidad Federico.

A Carlos se le escapa una sonrisa al escuchar el nombre del pueblo y los detenidos lo entienden como una muestra de inesperada complicidad.

—¿Dónde está eso? —pregunta Carlos cuyos conocimientos de geografía no llegan tan lejos.

—En Murcia —contesta Marcos.

—¿Y de qué vivían?

—De nuestros padres —contesta Federico sin rubor.

—¿No trabajaron?

—Alguna cosa suelta, nada. Nuestros viejos tienen una buena jubilación —aclara Federico.

—¿Por qué volvieron?

—No nos gusta tener que comer siempre a las tres —aclara Marcos aunque los dos parecen estar de acuerdo en esta cuestión.

—¿Y por qué se fueron allí?

—Se nos acabó el dinero aquí.

Carlos revisa expedientes de agresiones sin resolver a extranjeros a lo largo y ancho del territorio nacional. La misma historia, el mismo perfil, diferentes razones. Unos niños marroquíes linchados por los mismos vecinos del pueblo de Almería que contrataban a sus padres para trabajar en los invernaderos; nadie se atrevió a identificarles, caso cerrado. Un chino de apenas 17 años asesinado en su tienda de comestibles; la investigación parece indicar que los culpables fueron otros comerciantes que tenían otra tienda similar en la acera de enfrente, pero no hubo pruebas y caso cerrado. Unas senegalesas violadas cuando regresaban a un descampado del Poble Nou barcelonés cargadas con el agua que habían ido a recoger hasta una fuente pública; tras dos semanas de investigaciones, detuvieron a dos obreros que trabajaban en una obra cercana.

No hay agresiones racistas en Las Torres de Cotillas. O los hermanos Úbeda estuvieron realmente descansando, o Violeta lleva razón y no son realmente skinheads.

Violeta y Carlos toman un cóctel denominado Esencia del Pacífico en el Mauna Bora, un enorme bar de rancia estética «tikki» al que siempre van cuando salen de la comisaría y tienen algo de lo que hablar. El lugar se lo descubrió Violeta a su compañero apenas empezaron a patrullar juntos y ahora Carlos no concibe tomarse un cóctel en un vaso que no eche humo ni tenga forma de tronco de árbol o tótem indígena. En las paredes hay unas peceras con el agua sucia donde milagrosamente sobreviven varios peces de colores. Algunas zonas están muy oscuras para que parejas amantes de lo exótico puedan meterse mano a placer, y todos los camareros llevan unas camisas no solo con palmeras serigrafiadas sino con toda la playa, las sombrillas, los veraneantes, los coches que llevan a los veraneantes y hasta pájaros sobrevolando la zona. Para llegar a la sala principal hay que atravesar un puente por debajo del cual debió de haber agua en algún momento y donde todavía es posible encontrar pesetas arrojadas tiempo atrás para que se cumpliera un deseo. La carta es enorme, desplegable, y la lista de cócteles no incluye su composición sino una poética descripción de lo que sentirá el cliente al consumirlos:

Esencia del Pacífico le hará volar

con el viento que sopla

en los atardeceres de verano

en las remotas islas vírgenes

de la Polinesia francesa.

Lo que más le gusta a Violeta del local es que huele al humo de los miles de cigarros consumidos entre palmeras de plástico antes de que llegara la maldita ley antitabaco.

A Carlos lo que más le llama la atención es que siempre hay carteles de «Reservada» en algunas de las mesas pero nunca llega nadie a sentarse en ellas.

—Lo hacen para que te quedes aunque esté vacío, para que pienses que va a llegar más gente en cualquier momento —le explicó Violeta una de las primeras veces que fueron.

A los dos les chifla que sirvan con cada bebida cantidades ingentes de frutos secos y galletitas saladas porque así evitan tener que ponerse a preparar la cena al llegar a casa.

—¿Has comprobado si sus padres viven realmente en ese pueblo? —pregunta la oficial de Policía.

—Nacieron allí hace casi cuarenta años. Tengo la dirección.

—¿A qué se dedican? ¿Están jubilados?

—Sí… El padre era vigilante de una fábrica… No tienen más hijos. ¿Crees que les habrán llamado para decirles que están en la cárcel?

—Apostaría a que no.

—¿Qué hacemos? ¿Le pasamos el caso a la Policía murciana?

—¿Tienes algo que hacer el fin de semana?

Durante años, los constructores murcianos estuvieron contratando estudiantes universitarios para contar durante el fin de semana los billetes con que cobraban en efectivo los apartamentos que construían en toda la Comunidad Autónoma, pero especialmente en la costa. Desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, la región había optado por un perfil bajo que no le hiciera correr la misma suerte financiera que Valencia.

Carlos viaja agarrado a la cintura de su compañera para no caerse de la moto que ella conduce. Le duelen bastante la espalda y las ingles tras el viaje desde Madrid a Las Torres de Cotillas. Al llegar al pueblo pregunta por la dirección de los padres, Camino de las Palmeras, y unos lugareños sentados al fresco junto al monumento al Huertano Terruño les indica amablemente cómo llegar. Violeta se resiste a ponerle GPS a la moto.

El número 19 de esa calle es un lugar bastante apacible ocupado por una casa de dos pisos en cuyo bajo hay un bar de esos que, en lugar de puerta, tienen una mugrosa cortina de cuentas. Aparcan y ven a un matrimonio de unos sesenta años sacar del maletero del coche media docena de bolsas de supermercado llenas hasta el borde de viandas. La mujer se dedica a insultar al marido como Carlos deduce que lleva ocurriendo desde hace décadas; el hombre tiene la mirada fija en el suelo mientras su esposa lo critica y humilla dos pasos detrás de él.

Violeta se acerca a ellos placa en mano y les pregunta si son los señores de Úbeda. Los abueletes se alteran y asustan, contestan que sí y preguntan si ha ocurrido algo. Les contesta que solo quieren hablar con ellos un momento.

—No hay problema, pero por favor ayúdennos con la compra, que tenemos una hernia de disco cada uno y el médico siempre nos dice que no carguemos…

Minutos después Carlos y Violeta se toman un agua en la que sus anfitriones exprimen sin preguntar un limón, todos sentaditos alrededor de una mesa de cocina en la que hay restos de migas de pan de los tiempos de la UCD.

—Se habían quedado sin trabajo y aprovecharon para venirse a vivir con nosotros —dice la madre como si aprovecharse de los progenitores fuera el deber de todo hijo.

—¿Mantienen una buena relación con ellos? —pregunta Carlos.

—Sí, sí claro que sí… Nos llaman muy a menudo a ver cómo estamos y en Navidad siempre… —aclara la madre, deseosa de demostrar que sus hijos aún les quieren.

—No es verdad, cariño, cuando llamaron para decir que venían hacía más de un año que no sabíamos nada de ellos —la corrige el padre.

—¿Están bien? ¿Les ha pasado algo? —La madre agarra preocupada las manos de la policía, que se resiste a beber el agua con limón.

Violeta desvía la mirada hacia el televisor de tubo con el volumen bajado a petición suya, que emite una y otra vez el mismo bloque de consejos publicitarios. Sabe que si les dice ahora que sus hijos están en prisión preventiva por el asesinato de una niña será imposible ningún interrogatorio útil posterior.

—Sí. Están bien —miente la oficial.

—¿Tienen trabajo? —se interesa el padre.

—No lo sabemos… —miente ahora Carlos—. ¿Trabajaron en algo mientras estaban aquí?

—No, no… Con nosotros lo tienen todo resuelto… —sigue la madre con su cantinela protectora—. Estaban muy cansados, y a su padre y a mí no nos cuesta nada darles de comer y eso…

—Se iban de fiesta todas las noches, eso sí… —El padre está más quemado con sus retoños que la madre.

—¿Con qué dinero? —pregunta Violeta disimulando el tono inquisitivo.

—Con lo que traían ahorrado de trabajar en Madrid —vuelve a justificarles la madre—. Ya saben cómo son los jóvenes…

—¿Por qué están aquí? ¿Qué ha pasado? —El padre sospecha que hay algo que no les están contando.

—¿Podemos ver el cuarto donde dormían? O los cuartos… —pregunta Violeta deduciendo que no van a sacarles mucha más información de utilidad.

La pareja preanciana les contesta que sí porque pertenecen a una generación que no sabe decir que no, que es capaz de meterse en un lío con tal de no pronunciar una negativa. Este tipo de personas, Violeta lo sabe bien, a veces emplea circunloquios y preguntas retóricas en la esperanza de que quien les reclama entienda que no quieren hacer lo que se les sugiere o pide pero es más fuerte el temor a tener que defender las razones de ese «no» que cualquier otra consideración, y por eso ahora asienten con culpa y les conducen al «cuarto de los niños».

La habitación de los Úbeda es grande y tiene dos camas compradas en una tienda de muebles de las existentes antes de la llegada de IKEA. Hay cedés sin caja tirados encima de una mesa en la que hace tiempo debieron estudiar el aparato reproductor femenino para el examen de Ciencias Naturales, hay cómics con las hojas pegadas por trozos de galleta, hay uvehacheeses de películas de acción de los ochenta, hay ropa planchada en el armario, hay pantalones vaqueros y camisas de cuadros, hay zapatillas de deporte y zapatillas de andar por casa, hay toallas y albornoces.

Carlos da por seguro que, si mira debajo del colchón, encontrará alguna revista pornográfica también con las hojas pegadas pero no precisamente con trozos de galleta.

No hay una esvástica ni unos pantalones militares, ni una camiseta Lonsdale ni unas botas Dr. Martens, ni un ejemplar de Mi lucha ni una maqueta reproduciendo una escena de la Segunda Guerra Mundial, ni una foto de Franco ni un retrato de Hitler. Lo único que encuentran que les puede ser útil es un fajo de resguardos de peajes de una autopista con fechas que corresponden a la estancia de «los chavales» en el pueblo. Violeta se lo mete disimuladamente en el bolsillo mientras Carlos agradece a los padres su colaboración, cuidándose mucho de contarles que sus hijos a esa hora deben de estar protegiéndose mutuamente las espaldas en las duchas de la prisión de Estremera.

—Casi todas las noches pasaban el peaje de la AP-7 en Monforte del Cid alrededor de las doce y regresaban a eso de las ocho de la mañana —le dice Violeta a Carlos tras revisar los tickets—. Al menos, durante mayo y junio de 2010.

—¿No hay anteriores?

—No. Puede que se los entregaran a su jefe para que se los pagaran. Lo que significaría que sí es verdad que estuvieron trabajando. No querían que sus padres se enteraran y les decían que se iban de fiesta.

—Eso, o el matrimonio nos ha mentido para protegerles.

—Las dos cosas nos llevan a lo mismo —concluye Violeta—. Los hermanos Úbeda no debían de dedicarse a algo de lo que alardear. ¿Dónde está Monforte del Cid?

—A 75 kilómetros de aquí. La pareja conducía sus buenos 150 kilómetros diarios.

—¿Adónde va esa autopista?

—A Benidorm —contesta Carlos, que está aprendiendo mucho de geografía mediterránea en los prolegómenos de este caso.

Violeta y Carlos han alquilado una habitación encima de la casa de comidas del pueblo. No es la primera vez que duermen en el mismo cuarto. Carlos está preocupado por los gastos que están teniendo y Violeta le miente diciendo que ha hablado con Ferrero antes de salir y que los fondos reservados para pagar a confidentes y demás personal incapaz de emitir facturas corren con todos los gastos. En realidad, lo va a pagar todo ella. Sabe que si avisa a su jefe de lo que va a hacer, va a prohibírselo y Violeta siempre ha preferido pedir perdón que pedir permiso.

—Hasta 300 euros nos podemos gastar, que no hay problema.

Al día siguiente cogerán la moto y recorrerán el itinerario que supuestamente recorrían los hermanos Úbeda cada noche durante año y medio a espaldas de sus padres.

Carlos llama a su chica por teléfono mientras Violeta se ducha. A Yolanda no le hace mucha gracia que pase las noches fuera de casa, no porque sea celosa sino porque es una maniática del control y quiere saber exactamente qué hace su pareja en cada momento del día, lo que acaba resultando agobiante para el policía.

Violeta sale de la ducha envuelta en una toalla y secándose el pelo cuando Carlos ya ha acabado de hablar.

—¿Está mosqueada? —pregunta la oficial.

—Dice que no, pero sí.

—Haberme echado las culpas a mí. Cuando estás preocupado por ella, no estás al cien por cien en el trabajo.

—No te preocupes, mañana estaré bien.

Violeta se sienta en su cama y se sigue secando el pelo. Ha visto un par de veces a la novia de Carlos y le ha parecido una chica bastante normal; claro que una cosa es la imagen que las parejas proyectan y otra la realidad que se desarrolla cuando ya se ha ido el último invitado de la fiesta.

Violeta y Carlos no madrugan demasiado y desayunan tranquilamente antes de montarse en la moto y recorrer de día el trayecto que los Úbeda hacían cada noche. Un trayecto monótono de huertas y casitas en el que apenas se cruzan con nadie. Después de cincuenta minutos, llegan al peaje de Monforte del Cid con Violeta sintiendo la presión de la cabeza de Carlos en su espalda.

—Despierta, que a partir de aquí es donde podemos encontrar algo.

—No estaba dormido.

—Ya.

Siguen por la autopista sin novedad hasta que pasan junto a una salida que se adentra en el paisaje vacío excepto por una casa, apenas a un kilómetro de distancia, con varios camiones aparcados a la puerta.

—¿Has visto algo?

—Quizás.

Violeta avanza hacia el pequeño edificio, pronto queda legible el cartel de neón, ya apagado, que reza «CLUB EL LAGO AZUL. Ambiente internacional», y detiene la moto. El club propiamente dicho tiene anexado un motel con todas las persianas echadas porque el sol está dando a esa hora de pleno y las chicas necesitan descansar.

—Puede ser.

—Puede ser.

—Llamamos a la puerta, mostramos la placa, enseñamos la foto de los hermanitos y esperamos a que nos digan la verdad —propone Carlos.

—Te haces pasar por cliente y a ver qué averiguas —ordena Violeta.

—¿Qué crees que hacían aquí los Úbeda, si es que realmente venían aquí cada noche? ¿Follar o trabajar?

—Las dos cosas.

Carlos luce esa noche un aspecto descuidado que no desentona en exceso con el que tienen los camioneros y representantes que empiezan a gastarse los doce euros que cuesta una cerveza en compañía de una de las señoritas que amenizan el lugar aunque ninguna denota la más mínima vocación de entertainer. Nada de chicas cabeza abajo en lo alto de la barra quitándose el sujetador al ritmo de Personal Jesus. Pero la promesa de «ambiente internacional» sí se confirma: hay mujeres de todas las partes del mundo, España incluida.

El local es más grande de lo que aparenta desde fuera. Está bastante oscuro y tiene una barra larga llena de taburetes, un sofá ondulante tapizado con motivos de caza mayor, una pista de baile bajo varias bolas de espejos tan sucias que apenas reflejan las luces de colores y una escalera que se pierde en el cielo del vicio ubicado en el piso superior.

Cuando entra, Carlos se fija sobre todo en los varones. Dos tipos controlan el local aunque, debido al poco público asistente, ambos andan metidos en otras funciones. El primero es un hombre de unos cincuenta años que cubre su cabeza con la gorra promocional de una gasolinera. Está ayudando a la camarera (a buen seguro, una de las chicas que ese día están con la regla) a cambiar el barril de cerveza, mientras el segundo abre y cierra la puerta controlando que no se cuele nadie que venga ya demasiado borracho del exterior. Hay cuatro mujeres vistiendo con desgana trajes de lujuria, recostadas sin cuidado en el sofá ondulante o sentadas en los taburetes de escay de la barra. Hablan entre ellas con desgana, como hacen las oficinistas mientras calientan en el microondas la comida que se han traído de casa en tuppers mil veces fregados. Huele a desinfectante, es a lo que más huele, como antes en los cines de barrio. Un tipo que no pasa de los veinticinco años baja por la escalera luciendo una sonrisa orgullosa de la hazaña sexual con que ha iniciado la noche. Mañana se lo contará a los amiguitos del taller y a ahorrar para el siguiente alivio rápido.

Carlos nota dos miradas fugaces del hombre de la gorra esponsorizada. La primera dirigida a él y la segunda a una mujer negra con una exagerada sombra de ojos azul que se levanta con desgana, va hacia él y le toca el paquete.

—Hola, guapo, ¿vamos?

Toma de contacto, información acerca de un impulso atractivo a la vista, propuesta sexual.

Carlos no quiere levantar sospechas pero tampoco quiere acostarse con la chica ni beber el garrafón con el que a buen seguro están rellenadas las botellas de bebidas espirituosas destinadas a formar parte de cubatas con los que dar el empujoncito a los clientes más tímidos. Mira a la prostituta, habla mal español y eso se convertirá en un obstáculo extra a la hora de sacarle información. Así que señala con la cabeza a una latina que lo miró apenas entró al local.

—¿Le puedes decir a tu amiga que venga?

La negra se levanta, mira a la mujer señalada, que, obediente, se incorpora y va hacia Carlos.

Ojalá en el mundo real las relaciones entre sexos fueran tan fáciles.

Hay hombres adictos a las conversaciones con las prostitutas, que disfrutan más de esos momentos previos de charla en los que ellos siempre llevan la razón que de la cópula posterior. A veces incluso se gastan más en las copas que hay que pagar a las chicas mientras charlan contigo que lo que les costaría pasar directamente al reservado. La elegida por Carlos se acerca mudando la mueca de aburrimiento por otra de seducción.

—Hola, guapo… ¿Qué es lo que usted quiere?

Colombiana. La realidad hace a veces aún más ofensivos los tópicos.

—No vengo mucho a estos sitios y…, bueno, soy un poco tímido.

—Me gustan los manes tímidos.

Segundo toque al paquete esa noche.

—Sí… Este sitio…, ¿es seguro? —pregunta Carlos metiéndose en su personaje de putero novato.

—Claro que sí, mi amor. ¿Me invitas un traguito?

—¿Cómo te llamas?

—Roxana.

La mujer que se parapeta bajo el nombre de Roxana no espera la respuesta afirmativa de Carlos para hacerle un gesto a la camarera que ya tiene preparado el vaso con el cubata de té y agua al que nada más le echa unos hielos y transporta hasta la mesa del policía y la puta. Carlos pide una cerveza, al menos ha podido ver cómo cambiaban el barril.

—Mira, Roxana… Yo es que he oído que en estos sitios de repente hay gente que se emborracha y va armada y busca pelea y…

—Tranquilo, mi lindo, esto es bien relax.

—Un amigo mío me recomendó el club, ¿sabes? Me dijo que las chicas eran muy ardientes.

—Ya estás tardando en comprobarlo…

—Es que…, él venía siempre y… ¿Tú llevas mucho tiempo aquí?

—Lo que tú quieras que lleve —le contesta mientras su mano avanza implacable a la entrepierna del policía.

—Mi amigo venía mucho cuando estaba trabajando en la zona pero dejó de venir.

—Quien me prueba no me olvida —susurra jugueteando con los genitales bajo el vaquero de Carlos.

—Pues resulta que una vez estaba con una de las chicas y había un tipo que no quería pagar y sacó una pistola y… los de seguridad le acabaron dando una paliza —le responde cobarde mientras aparta con un leve movimiento la mano de sus partes íntimas.

—Aquí al que paga nadie lo jode —aclara, algo cansina, Roxana.

—Pago, claro que sí.

Carlos paga la cuenta y piensa que los 300 euros con que contaban para la expedición quizás no vayan a ser suficientes.

—Creo que mi amigo me habló de ti… Me dijo, si vas a El Lago Azul tienes que ir con una chica de Medellín con los ojos muy negros y el pelo muy largo.

Carlos es muy bueno con los acentos, pero aquí acaba de batir el récord porque la chica es, efectivamente, de la ciudad del valle de Aburrá.

—Qué bueno que me recomienden los clientes…

—También me dijo que los de seguridad eran muy violentos… —Carlos intenta volver a centrar el tema—. Por eso estoy tan nervioso. Yo puedo estar aquí contigo, hablando sin problemas, ¿verdad?

—Mientras yo no me quede seca, sí.

—Bebe, bebe todo lo que quieras… Es que no quiero que me peguen como a mi amigo.

—Pues si tiene mucho miedo, vaya a que su mamita lo cuide.

—No, no… Lo que pasó es que a mi colega una vez no le pasaba la Visa, pagó parte en efectivo y les dijo que lo esperaran que iba a un cajero, que les dejaba su identificación y lo echaron a golpes. Por eso dejó de venir, por eso me dijo «Las tías están buenas, pero ve con cuidado».

Roxana se recuesta en el hombro de Carlos mientras se le sale un pecho del vestido. Ya se está cansando de la conversación aunque no puede evidenciarlo.

—¿Cuándo es que fue eso?

—En mayo de hace como dos años… ¿Estabas tú aquí ya?

—Papi, en esa época pasaron cosas feas porque habían dos guachimanes que olían mucho perico y se emputaban facilito. Pero ya se fueron. ¿Usted tiene tarjeta de crédito?

—Claro.

—Entonces no tiene por qué preocuparse. ¿Vamos?

Carlos va a decirle que no cuando siente las miradas del hombre de la gorra y del portero. Está levantando sospechas, es cuestión de minutos que vengan a por él.

Violeta espera a una distancia prudencial, sentada en el suelo debajo de un árbol que oculta su moto, escuchando Radio 3 con la emisora que lleva incorporada su teléfono y usando solo uno de los auriculares para que su aislamiento del mundo sea parcial. Lleva veinte años escuchando los mismos programas y eso le da seguridad. Se supone que a esa hora una mujer como ella, de cuarenta años, tendría que estar esperando a que le llegue el sueño mientras ve la tele con su marido después de acostar a los niños y acabar de cenar. Pero en lugar de eso, se encuentra en la mitad de la nada, utilizando sus días libres en averiguar por qué tuvo que morir una niñita de seis años en un subterráneo de Madrid.

Carlos sube los escalones que conducen a los reservados de la mano de Roxana. Al final de la escalera hay una mesa donde una mujer entrada en años, que podía perfectamente haber sido vedette de El Molino barcelonés, tiene un datáfono con el que cobrar a los clientes antes de que pasen a los reservados.

—Se paga acá.

Mientras saca la cartera, espera que Violeta o los fondos reservados o quien sea le devuelva ese dinero y que su novia nunca tenga la más mínima sospecha de que ha llegado a vivir esta situación.

—¿Qué va a ser?

«Whooper doble con queso y extra de bacon», piensa Carlos, pero cree que no es prudente hacerse el gracioso ahora y contesta que un francés. Mueca de decepción en su acompañante. Carlos paga los treinta euros en efectivo mientras Roxana le restriega las tetas por donde puede.

—¿No vas a metérmelo todo?

—No.

Roxana y Carlos avanzan por un pasillo largo y con la suficiente escasez de luz como para no distinguir las manchas de la moqueta (¿a quién se le puede ocurrir poner moqueta en un puticlub?).

Hay cinco habitaciones en el lado izquierdo. Entran a una de ellas, en la que solo hay un bidé y un colchón sobre una cama de obra. Una bombilla desnuda y llena de polvo cuelga del techo. Un condón usado sobre un cenicero lleno de colillas.

Roxana se desnuda como se desnudan las putas, rutinariamente, sin pudor a revelar lo mil veces revelado. Tiene la piel arrugada y los pechos caídos para su edad. Ropa interior sexy de mercadillo mil veces lavada y secada al sol murciano.

—Los dos tipos de seguridad que le daban a la coca…, ¿eran hermanos?

—Papi, relájese y disfrute.

La chica se arrodilla delante de él frustrada por no poder repetir la hoja de ruta que marcan las películas porno: felación, sexo vaginal, sexo anal, corrida en las tetas. Treinta euros, cien euros, ciento cincuenta euros, ciento ochenta todo.

—No, espera…, quiero hablar.

—Demasiado tarde.

Roxana le está bajando la bragueta a Carlos cuando este saca su placa en lugar de su pene.

—Soy policía. Si colaboras, saldré de aquí como si hubiéramos estado follando.

A Roxana se le cae el mundo encima. Haga lo que haga, ya está metida en un lío.

—Si no, te detengo y te deportan. Elige. Pero rápido.

Roxana elige rápido.

—¡Mucho pirobo! ¿Qué quiere saber? Esos dos eran hermanos, sí… Dos gonorreas. Robaban a los clientes que estaban muy borrachos, cascaban a los sapos que venían a hablar mierda y no culiaban… Manejaban el perico, esos gonorreas nos follaban cuando se les daba la puta gana. Eran amigos de Cristina…

—¿Quién es Cristina?

—Otro gonorrea.

—¿Otro?

—Un hombre, sí.

A pesar de lo delicado de la situación, Carlos no puede disimular su cara de estupor y la colombiana se da cuenta.

—¿Un hombre que se llama Cristina?

—Así le dicen.

—¿Por qué?

—Ni puta idea.

Carlos se pone de pie, la chica lo mira, piensa que le va a pedir que le haga el servicio completo gratis, muchos polis que conoce se comportan así. Pero no Carlos, a Carlos se le ha ocurrido buscar en su teléfono inteligente la foto de Luminita, la niña rumana asesinada, y enseñársela.

—¿La conoces?

Roxana la conoce, claro que la conoce.

—Es la hermana de María.

—¿María Gheoghiu? ¿Una chica rumana?

—Sí.

—¿Qué sabes de ella?

—Poco. La traía aquí algunos fines de semana.

O sea que algo sí que sabe. Llaman a la puerta.

—¡Tiempo! —grita la encargada de controlar el tiempo de descarga.

—¡Voy! —contesta Roxana y le ruega al oído a Carlos—: Por favor, váyase ya…

—Dime todo lo que sepas de María y no volveré —le responde él, también susurrando.

—Ella ya trabajaba aquí cuando yo llegué, luego se fue…

—No la volviste a ver, entonces.

Silencio delator.

—La volviste a ver.

Segundo toque a la puerta, más fuerte que el anterior.

—Era la novia de uno de los patrones —le informa en voz muy baja.

—¿Sabes el nombre?

—Le dicen el Vergasanta.

Un grito desgarrador rompe la quietud del lugar. Un segundo grito es súbitamente ahogado con una mano abierta y grande o con una almohada sucia y dura. A Carlos se le disparan todas las alarmas.

—¿Qué es eso?

Roxana no contesta. Carlos saca su pistola.

—¿De dónde vienen esos gritos?

—Váyase… Por favor.

Un nuevo grito seguido esta vez por un silencio más prolongado.

—¿Dónde es?

La colombiana duda pero al final decide portarse como una persona decente y no solo porque Carlos esté apuntándole con un arma.

—Al final del pasillo hay un almacén con una puerta, dentro hay otra recámara…

—No te muevas de aquí.

Carlos sale al pasillo, oculta el arma (pero no deja de tenerla a mano) y avanza rápido hacia donde la meretriz le ha indicado. La mujer que le cobra peaje al placer lo ve y grita como una cajera de Alcampo que descubre a un cliente escapando sin pagar.

—Eh, eh… ¿Adónde va?

Carlos se gira y le apunta con la pistola al tiempo que le indica que se calle y acelera el paso hacia la última de las puertas. La mujer no se siente intimidada por el arma, lo que quiere decir que no es la primera que ve en su desempeño profesional. Adivina las intenciones del policía y corre abajo a avisar a los hombres; al fin y al cabo, este es un universo masculino.

Carlos entra al almacén, está lleno de taburetes viejos y mesas y muebles que alguien guardó con la esperanza de arreglarlos y nunca lo hizo. Medio escondida tras una estantería, ve una puerta que tira abajo de una patada sin preocuparle que en la zona del bar la mujer ya esté pidiendo a sus empleadores o socios o maridos o amantes que suban a restaurar el orden.

Al otro lado del tabique de las habitaciones donde los camioneros sindicados gastan sus menguantes sueldos hay una niña que no debe tener aún catorce años que tuvo demasiado miedo del hombre que sacó una navaja para hacerle cortes en la piel y gritó y entonces el cliente le tapó la boca con la mano primero y con la almohada después sin darse cuenta de que estaba ahogándola. Además de pederasta, habría sido necrófilo si Carlos no llega a tiempo de ponerle una pistola en la cabeza.

Es en esos momentos cuando Carlos agradece los años de academia y los juramentos morales que le ayudan a reprimirse.

El hombre de la gorra y el portero ya están corriendo por el pasillo directos al almacén. Ninguno de los dos se da cuenta de que Roxana está temblando de miedo en su camarote del amor.

Violeta se empieza a inquietar ante la falta de noticias de su compañero. Está tentada de mandarle un whatsapp cuando Carlos se le adelanta con una llamada.

—Ven echando hostias.

—No cuelgues.

Violeta corre con la pistola en una mano y su teléfono en la otra hacia el burdel, que parece haberse alejado mil kilómetros desde que llegaron. Entra a tiempo de ver cómo las chicas escasas de ropa, papeles y oportunidades corren a esconderse donde pueden, asustadas.

—Carlos, ya estoy dentro. ¿Dónde estás?

Carlos no le contesta y Violeta usa toda su experiencia en arquitectura interior de puticlubs para adivinar dónde puede encontrarse su compañero. Son apenas unos segundos de concentración pero suficientes como para no ver a la frustrada vedette de El Molino acercándose corriendo por su espalda para agarrarla del cuello e intentar que tire la pistola. Violeta se da la vuelta justo a tiempo, no porque tenga un sexto sentido ni ojos en la nuca, sino porque ha escuchado sus pasos y la poli tiene una especial sensibilidad a ese sonido desde que casi le clavan un cuchillo en la espalda durante una redada en un almacén de estupideces traídas desde China y con destino a las tiendas de Todo a Cien, en las que jubilados aburridos matan las tardes sin sol en las excursiones que le contratan al Imserso fuera de temporada a hermosas localidades costeras. Violeta extiende y tensa el brazo y sus músculos al darse la vuelta por lo que la hasta ahora entrañable «mami» recibe un golpe seco con el cañón de la pistola reglamentaria en plena cara que le nubla la vista y le hace perder el equilibrio. Violeta le pone una pierna en el pecho cuando la otra ya ha alcanzado el anhelado suelo. Saca las esposas y ata su mano a una de las cien patas del sofá ondulante.

Carlos ha hecho algo parecido con el amigo de los niños, lo ha esposado a un radiador y le ha pedido a la preadolescente que se meta debajo de la cama (que aquí no es de obra, una niña pesa menos que una persona adulta y no hay peligro de que el somier se desplome en pleno acto). El policía se encuentra en la puerta del almacén apuntando a los encargados del burdel, que a su vez le apuntan con sendas armas. Delante el de la gorra, detrás el portero. No se pueden ubicar en paralelo, no hay suficiente espacio.

—Tiren el arma, soy policía.

—Razón de más para no dejarte escapar.

Carlos considera seriamente la posibilidad de disparar a las piernas del que está más cerca de él. El problema es que probablemente al caer al suelo dispare su arma y él tampoco tiene espacio para ponerse a salvo. Además, tendría que disparar de inmediato al segundo tipo, que puede adelantársele y matarlo. Así que opta por mentir.

—El local está rodeado, pronto esto se llenará de policías.

El de la gorra se acerca hacia Carlos. Lo tiene muy cerca. ¿Dónde estás, Violeta?

—¡Quietos, tiren las armas!

Gracias al bluetooth que conecta sus mentes, la compañera de Carlos ha aparecido al otro lado del pasillo y la escena se asemeja cada vez más a una película de Tarantino, con todos apuntando a todos.

Los malos se giran al escuchar a Violeta, que acierta al disparar a la mano en la que el tipo de la gorra sostiene el arma. La suelta casi inmediatamente pero le queda un segundo que emplea en disparar a Violeta, lo que provoca que Carlos le aloje para siempre, o al menos hasta que el forense la saque de allí, una bala en el pulmón derecho. La bala tardía avanza hacia Violeta que, ella sí, tiene espacio y reflejos suficientes como para arrojarse dentro de uno de los reservados, mientras la munición se aloja en la pared de atrás.

El portero se gira para disparar a Carlos, cuya cabeza habría acabado esparcida por todo el pasillo si Violeta no le hubiera disparado a su vez provocando la segunda víctima de la noche.

—¿Estás bien?

Carlos asiente y añade:

—Hay una menor en el cuarto del fondo.

La policía corre hacia allá dejando a Carlos llamando a todos los que hay que llamar cuando se produce una intervención que acaba en desastre. Aunque a Violeta lo que acaba de pasar no le parece más que un virtuoso ejercicio de justicia poética, justificado cuando entra a la estancia escondida y ve que debajo de la cama hay una niña que acaba de entrar en shock. Junto a ella, un cerdo esposado a un radiador que se libra por poco, por muy poco, de convertirse en el tercer muerto de la velada.

Violeta habla con Ferrero vía Skype desde un infecto locutorio, rodeada de inmigrantes magrebíes que trabajan en los invernaderos. El inspector jefe no está precisamente contento.

—… teníais que habérmelo comunicado a mí primero y yo se lo tendría que haber dicho al jefe regional operativo y que este se lo dijera a los mandos murcianos… Joder, Violeta, que lo sabes de sobra.

—Y tú sabes de sobra la pereza que me da todo eso. Además, no hemos matado a ningún cliente ni a ninguna prostituta. Solo a los malos, y en defensa propia.

Ferrero se calma. Poco, pero se calma.

—Eso a lo mejor os libra del proceso judicial, pero no de los de Régimen Disciplinario.

—Seguro que a ti se te ocurre cómo quitárnoslos de encima —le contesta Violeta deseando acabar la conversación cuanto antes.

Ferrero respira hondo y se recuesta en la silla. Pausa.

—Voy a filtrar a la prensa que, gracias a la intervención, hay una niña lejos de los abismos de la prostitución. Eso puede ayudar a que nos toquen los cojones lo menos posible.

—Ok.

Matías y Poveda llevan patrullando juntos diez años. Ambos han cumplido ya los cincuenta y contemplan con pavor la posibilidad de pasar a segunda actividad y dejar las calles para hacer guardia en la puerta de la comisaría, expedir el DNI o tranquilizar a los guiris que se han quedado sin cámara de fotos en la Puerta del Sol. Matías tiene un ligero sobrepeso por culpa de las cervezas que se bebe estando de servicio, mientras que Poveda se machaca cada día en el gimnasio ubicado a dos manzanas de la comisaría. Matías estira al máximo su jornada laboral porque prefiere llegar a casa cuando su mujer ya está acostada; Poveda es un maestro en el arte de ligar con denunciantes, testigos e incluso alguna delincuente.

Ambos se toman su tiempo cuando Ferrero les ordena forzar la puerta del apartamento donde vive María. Cuando por fin la echan abajo, encuentran a la bella rumana ahogada por una cuerda sujeta a una lámpara que no pudo soportar su peso, muerta como una estrella del rock incapaz de soportar más la fama. Ambos piensan en todo el papeleo que les va a tocar hacer cuando regresen a comisaría.

Minutos después de que el juez ordene el levantamiento del cadáver, Matías le enseña a Poveda la nota que acaba de encontrar escrita dentro de un cuaderno con una gatita de color rosa en la portada: «Olvidadme».

Las excavadoras ya han empezado a demoler las chabolas de El Gallinero para hacer sitio a la construcción del estadio de fútbol que en unos años se llenará de vociferantes ciudadanos aclamando como héroes a millonarios con bula del Ministerio de Hacienda. Nadie sabe adónde han ido a parar sus habitantes y a nadie le importa.

Violeta entra en el laberinto. Al principio no ve nada, solo siente las manos que la tocan sin ningún cuidado. Manos de hombre, pero también alguna de mujer, que salen de la oscuridad y buscan sus pechos, sus nalgas, su sexo. Alguien le sube la falda, le retira el tanga y empieza a meterle los dedos, lentamente primero. Uno, dos, tres.

Orgasmo.